Olmeca

A Tamara y Arturo Fontaine,

compañeros de viaje a la tierra olmeca


1.

Me cuesta mucho saber dónde estoy. Quién soy. He tardado en acostumbrarme a la oscuridad. Me corrijo: tardo en descubrir la luz. Me contradigo: ¿la luz que descubro es parte de la oscuridad que reconozco? ¿O la oscuridad es la verdad que me rodea y la luz un engaño mío?

Iba a decir: un engaño de mi alma. Me corrijo otra vez. Sé que esa palabra está prohibida aquí. Alma. Anima. Espíritu. Son palabras prohibidas. Sin que nadie me lo enseñe, yo sé que aquí todos somos distintos. ¿Todos? ¿Somos? Mi escasa visión me va permitiendo distinguir. No sé bien quiénes somos o dónde estamos. Sé que el tacto está prohibido. Lo sé en el "alma". Esa será mi única posibilidad de saber. Guiarme casi a ciegas y tocar las cosas. Eso está prohibido.

He tardado mucho tiempo obedeciendo la orden. El tacto está vedado. Mi mirada se esfuerza por penetrar las tinieblas que me rodean. Mi desánimo es muy grande. Me doy cuenta de que si logro ver en la oscuridad podré distinguir lo que me rodea, y si logro distinguir, querré acercarme, tocar, quizás hablar. Mi "espíritu" me dice que eso no es posible. Nosotros no hablamos. Debo conformarme con adivinar desde mi escasa visión lo que mi ceguera sabía desde siempre. Me rodea la oscuridad. Hay otras cosas -¿serán almas?- en este lugar. No tengo derecho a mirarlas. Sé que mi presencia aquí es inerte. Las cosas están. ¿Tendrían también "alma" como yo creo tenerla? ¿O soy yo una excepción: la única cosa que quiere ver otras cosas, la única "alma" que adivina lo imaginable? Que hay otras cosas parecidas a mí -¿iguales a mí?- en este lugar que desconozco aunque lleve mucho tiempo en él.

Sospecho. ¿Encerrada aquí?

Sospecho, sin derecho. ¿Quién me ha dicho que estoy encerrada aquí? ¿Quién me mete en la cabeza la idea de un encierro? Si estoy encerrada, ¿qué es lo contrario del encierro? Me castigo a mí misma. Nada me autoriza a pensar estas cosas. ¿Por qué pienso así? ¿Por qué imagino "luz" si todo es "oscuridad"? ¿Por qué hablo de un "afuera" si todo está adentro? ¿Y qué me da derecho a hablar de un "adentro" si ésta es la única realidad que conozco? Esta que habito.

Me basta pensar esto para conformarme de nuevo, como lo tengo sabido desde hace siempre. No tengo derecho a hacerle preguntas. Está prohibido imaginar que existe "otra cosa" que no sea lo que, en la oscuridad, conozca. Culpable de nuevo. "La oscuridad." ¿De dónde me vino esta absurda idea? ¿Qué es lo contrario de lo oscuro? ¿Dónde está?

Regreso entonces a mi verdad original, asida a ella. No hay "oscuridad" porque no existe la "no-oscuridad". No hay "adentro" porque no hay nada "fuera" del espacio que habito.

Lo habito. Y lo comparto.

Esto es lo que me revela la débil luz que me va llegando poco a poco. La luz, acaso, nace de mí e ilumina lo que me rodea. No sé.

Me detengo aquí. Sentí un miedo espantoso al pensar esto. Miedo de dejar de ser. Miedo de alejarme. ¿De qué? Temor de ser expulsada. ¿Adonde?

Tú te preguntarás por qué digo esto. Sobre todo, por qué lo pienso. Te lo preguntas porque me sabes oculta en el fondo de la oscuridad. ¿Cómo sé lo que digo? ¿Cómo puedo comparar, adivinar siquiera lo que hay fuera de las tinieblas?

Lo sabrás al terminar esa historia. Sé paciente. Por favor.

Ahora voy contando con la cabeza algo que tú llamas "tiempo". Mucho "tiempo". Algo me dice que estoy aquí desde hace mucho "tiempo" y que estaré aquí para "siempre". No recuerdo en qué momento llegué hasta donde estoy. ¿Por qué, entonces, me viene la idea de otro lugar que no es el sitio donde me encuentro?

Como mis ojos empiezan, poco a poco, a distinguir las formas que me rodean, me digo a mí misma que si hoy empiezo a ver algo es porque antes de venir aquí estuve en un lugar donde podía verlo todo. Esta es una ilusión solamente. Aunque esa ilusión -¿ese sueño?- me permite creer, a veces, que estoy donde estoy porque hay un "arriba" y un "abajo" de mí. Esta es una fantasía inútil, puesto que saberlo no autoriza mi movimiento hacia "arriba" o hacia "abajo". Hacia ninguna parte, quiero decir. Esta es una idea conformista. Esto lo sé. Si no tengo nada "arriba" o "abajo", mi lugar es la realidad y debo aceptarla con sumisión. Pero si hubiese un "abajo", yo me preguntaría por qué no desciendo uno o dos escalones más para conocer lo que vive debajo de mí. O por qué, sobre todo -éste es mi impulso más peligroso-, por qué no asciendo, por qué no "subo" a un lugar que está encima de mí.

Créanme. Lo intento. Me levanto y me golpeo con fuerza. Me golpeo la "cabeza". Hay algo "encima de mí que me impide ascender". Piso. Hay algo "debajo de mí que me impide, también, descender". Cuando entiendo esto, estoy a punto de conformarme. Estoy aquí. Desde siempre. Para siempre. No debo hacerme ilusiones. Si me levanto, me golpeo la "cabeza". Si piso la tierra, veo que no hay más realidad que la tierra misma. Pero tengo lo que tú llamas "pies".

Óyeme. ¿Te das cuenta de lo que acabo de decir? ¿No entiendes, tú que estás aquí? ¿No te llena de alegría y de congoja, como a mí, saber de repente que aquí donde estoy hay un "arriba" y un "abajo" y en consecuencia un "espacio", no sé cómo explicarlo, tú me lo dirás un día, un "espacio" acotado, encerrado, y que en ese "espacio" yo soy pero soy con fatalidad, sin voluntad propia? Que yo estoy aquí en contra de mis deseos. ¿Será cierto lo que apenas intuyo?

Este pensamiento me alarma terriblemente. Yo no tengo derecho a pensar que estoy donde estoy como una prisionera. Ese no es mi destino. Y si éstas no son ni mi fatalidad ni mi tarea, ¿cuáles podrían ser, si no destino, función?

Esta duda me penetra y me acorrala, corno si la piedra pudiese, de súbito, adquirir un pàlpito y convertirse en algo diferente. Algo vivo.

Lo único diferente es mi mirada. A cada instante -¿qué es un "instante", por qué me enseñaste esta palabra, por qué me has perturbado tanto?- veo con mayor claridad lo que me rodea. Y al distinguir otras cosas, me animo a dar unos pasos. Créeme que esta sola acción -dar unos pasos- es lo más incomprensible que hasta ahora me ha sucedido. Yo aceptaba que la luz se hiciese en torno a mí -¿desde mí, me dices, desde mi mirada?-. No contaba con que al "ver" -así lo llamas tú- me animase a caminar. Luz y movimiento. Date cuenta de lo que esto es para alguien -o algo, yo no sabía lo que yo misma era- que se creía de piedra y condenada a la inmovilidad.

Veo y me muevo. O me muevo y puedo ver sólo porque me atrevo a dar pequeños pasos por el lugar donde me encuentro.

Apenas lo hago, me topo con un obstáculo. Adelanto las manos para identificarlo -descubro que tengo "manos" y tengo "tacto"- y lo que toco no es liso, parejo, como yo he entendido hasta entonces todo lo que es -todo lo que me rodea pero no alcanzo a ver-. Lo que toco tiene forma. Abro los brazos. Abrazo algo grande. Toco lo alto. Es piedra. Conozco la piedra. Yo misma creo ser de piedra. Mi tacto desciende. Toco una superficie lisa. De repente, la superficie se rompe y yo dibujo dos arcos separados, bajo unos pliegues gruesos que se abren en torno a dos globos, círculos -¿dices que se llaman "ojos"?- entrecerrados y separados por otra superficie que toco y abandono con un grito.

Debía asombrarme. He gritado. Por primera vez tengo voz y puedo gritar. Paso por alto una novedad tan nueva porque toco y por los hoyos de ese espacio que toco emerge algo que conozco porque respiro, he respirado siempre aunque sólo ahora me doy cuenta de ello al acercar mi mano al jadeo que emerge, se retrae y aunque emerge de nuevo de dos hoyos que me espantan tanto que desciendo rápidamente a la siguiente superficie, dos tiras gruesas y apretadas por las que asoman -me llevo la mano a mi propia cara, descubro mi rostro adivinando el de la piedra humeante-, por las que asoman -toco los míos, los descubro- unos objetos pequeños, afilados y punzantes.

¿Me dices que es mi boca, que son mis dientes? Entonces lo que toqué en este instante fueron la boca y los dientes del objeto que acaricio ahora sin miedo, porque he descubierto en mi propio aliento el de la figura a la que me acerco y toco sin entender que ella, también, me mira y me toca al dejarse tocar por mí.

Este encuentro, este tacto que me parece por un breve momento tan natural, tan bueno, puesto que por primera vez me acerca e identifica a otra cosa en el lugar donde yazgo, desata algo que no sabría describir. Un furor. Una gritería. Un escándalo. Una protesta. Una violación.

– Déjame, te lo ruego, detenerme aquí para reconocer lo que no tenía y ahora tengo: respiración. Repito lo que tú ya sabes. Yo me creía destinada a permanecer siempre, yaciente, en la oscuridad que me era tan natural como mi propia forma. Luego llegaste tú.

2.

Escuché un ruido en la espesura. Alargué la mano porque un brillo me llamó la atención. Al tocar el brillo, supe que era de metal. Y al detenerme en el metal, toqué tu mano y te atraje hacia mí.

Te resististe. Al cabo renunciaste. Fuiste apareciendo poco a poco de la selva como para encantarme y engañarme mostrando primero tu mano -tu brazo, tus pies -tu figura vestida con un paño largo y bordado. Tu cabeza. Tocada por un aderezo ancho, complicado, que le da una severidad casi ceremonial a tu rostro. Tus ojos sonrientes. La sonrisa de tu boca.

Saliste de la selva.

Me miraste.

Yo me quité el casco por una suerte de respeto mezclado con cordial disposición. Tú me miraste. La cabeza primero. Mi gran calvicie compensada por una barba rojiza que al principio pareció deslumbrante, como si mi pelo fuese de sol. Luego entendí -en seguida- que no te cegaba mi barba, sino mi presencia entera. Mi aparición aquí en la selva del lugar que hemos bautizado como la Vera Cruz.

– Me llamo Cristóbal de Olmedo -le digo a la mujer hallada, sin la menor esperanza de ser comprendido aunque sin otro recurso que éste, el de la lengua.

Ella me mira. Me revisa. No dice nada. No logra ocultar del todo lo que yo llamaría su asombro -que acaso es sólo la imagen refleja de mi propia sorpresa-.

– Me separé de mis compañeros -continúo, hablando más para mí que para ella-. Te podría decir que ando perdido. Es cierto.

Sigo.

– Me separé de mi compañía. Hablo como si la mirada de la mujer me apurase a seguir.

– Abandoné a mi gente. Ella sonríe, sin motivo que yo entienda.

– Busco el paso imposible. Ella señala hacia el fondo de la selva. ¿Mis gestos son entendidos?

– Soy, estrictamente, un desertor. En realidad, sólo busco un camino distinto en esta tierra extraña.

Me digo -le digo- que si todo aquí es nuevo, ¿por qué no ha de serlo la aventura de cada cual? ¿Qué me obliga a someterme a la disciplina del capitán Hernán Cortés? El mismo ¿no desobedece al gobernador Diego Velázquez, que le ordena dar por terminada la expedición y regresar a Cuba? El mismo ¿no ha quemado las naves para prohibirse el regreso? ¿Seré yo menos que él? ¿No me puedo cortar la retirada yo también y seguir adelante hacia lo desconocido?

Busco la inteligencia en la mirada de la mujer.

Sólo encuentro esa sonrisa constante.

Me doy cuenta de que ella es no sólo discreta. Es desconocida. Y me desconoce. ¿No es esto lo que buscaba? ¿Desconocer y ser desconocido? ¿Aventurarme solo en esta tierra nueva, más audaz que nadie, sin más armas que un puñal y una cruz? ¿Ser el aventurero sin compañía, sin esos caballos que causan espanto a los naturales, sin el estruendo del cañón, sin la pretensión de ser Dios, sólo hombre?

Y ¿qué es un hombre sin una mujer?

La encontré y le tiendo la mano.

Ella sale de la selva y toma la mía.

Bastan estos gestos para soldar nuestros destinos.

Creí que avanzaría solo. Ella salió de la selva a acompañarme. ¿Cambió mi destino? ¿O sólo se cumplió lo que siempre estuvo escrito?

Ella me conduce selva adentro.

Se apartan las ramas y aparece un gran templo labrado, de escalinatas pinas, un piso sobre el otro hasta sumar cinco, adornado por máscaras en cada nivel, un edificio de ascenso difícil.

Veo que lo rodean árboles del paraíso, pues las frutas que arranco son novedosas, y son jugosas y son sabrosas. Ella me indica: ésta sí, ésta no… Estoy en buenas manos. Comemos. Al caer la tarde, las nubes se acumulan. Amenaza tormenta. Busco refugio. Hay una apertura en la pirámide. Tomo a la mujer de los brazos y la conduzco a la entrada del templo.

Ella grita, me rasguña, se resiste.

Ella, por primera vez, deja de sonreír.

3.

Hemos hecho un campo al pie de la pirámide. No pregunto acerca del tiempo que permanezcamos aquí o qué cosa la mantiene a ella en este sitio. Supongo que es un lugar acostumbrado, que ella conoce bien, donde se siente a gusto y me invita a acomodarme en él.

No la desengaño. Prefiero, por el momento, aceptar las reglas de la mujer, que es de aquí, aunque mi ánimo original no ha cambiado. Quiero seguir adelante y el tiempo vuela. Conozco al capitán Cortés y sé que habiendo quemado las naves, seguirá adelante a descubrir (y conquistar) este reino misterioso. A menos que encuentre, antes, la muerte. En ese caso, yo tendré la misión de continuar con mis escasas armas y mi inexistente bagaje. Solo.

Aunque he encontrado a la mujer sonriente, plácida mientras no le haga entrar al templo. He entendido. No lo hago. Le doy tiempo para que se acostumbre a mí y nos entendamos un poco. Esto no es difícil y pronto pasamos de las señas a las palabras que ella empieza a entender aunque yo me resista a comprender las suyas. Admito mi arrogancia. Yo voy a seguir hablando castellano, lengua de civilizadores, lengua del mundo, y no tengo por qué aprender dialectos indios. Que ella aprenda.

Y ella lo hace rápidamente.

Nos entendemos. Sé que la reunión corporal me está, por el momento, vedada. Hay algo en la mujer que, sin dejar de sonreír jamás, es prohibitivo. Debo esperar el momento. Exige un trato muy ceremonioso y yo se lo doy con gusto. Pero al cabo, soy hombre y ella es no sé si hermosa, o sólo misteriosa. El misterio basta para encender mi pasión pero también para aplazarla.

Reconozco que hay algo profundamente extraño en esta situación. No sólo por el lugar, la aparición de la mujer y la veda de la pirámide. La extrañeza mayor se da entre la velocidad que yo llevo -y que he sosegado en honor de la hembra- y la profunda pasividad de ella, a quien he dado en llamar -y ella lo acepta y se acostumbra a ello- mi "princesa".

Confundo la situación. Vivimos separados de la vida diaria pero también de la vida aventurera. Sentados al pie de la pirámide, yo siento que salí de Cuba a vivir lo excepcional y que he exagerado este destino hasta hacerlo sólo mío, el de Cristóbal de Olmedo, sin compañeros aunque con compañía: la de esta mujer, mi "princesa", que parece vivir en una frontera indecisa entre salir o entrar de la pirámide. Parece, más que resignada, contenta de estar aquí conmigo. Sé que penetrar el recinto del templo la asusta. Pero no puede alejarse del templo mismo. Aquí, en el espacio circundante, ella escoge las frutas, prepara las comidas, hace vida compartida conmigo. Aunque nunca duerme.

He despertado en más de una ocasión y siempre la encuentro acuclillada, vigilante. A veces he fingido dormir para ver si ella sucumbe al sueño. Jamás. Hasta donde yo puedo certificarlo, ella nunca cierra los ojos. Y nunca deja de sonreír. ¿Qué pasaría el día en que yo le diga que debemos seguir adelante? ¿Me acompañará? ¿Me abandonará? ¿Me matará? Pienso esto devolviéndole la sonrisa. Ella, la eterna sonriente, jamás cometería un crimen. Creo.

No deja de asaltarme la idea de que, al invadir y conquistar esta tierra, que es la de ella, yo estoy agrediendo a la gente a la que ella pertenece, estoy desviando el destino de la mujer y de su pueblo. Mi justificación es que acaso algo nuevo y bueno nazca del encuentro. No lo sé. No lo sabré hasta que decida proseguir la aventura, abandonar la pirámide y averiguar si la "princesa" me va a seguir o prefiere quedarse aquí, en esta perpetua vigilia a las puertas de un templo abandonado.

4.

Ella continúa despierta todo el tiempo y yo, sin desearlo, duermo y despierto inquieto, temeroso de que, al lado de ella, yo deje de distinguir entre el sueño y la vigilia…, entre el cuerpo y el alma…, entre el hoy y el ayer.

Sólo que el hecho de que ella jamás duerma comienza a inquietarme más de lo debido. Por una razón. Hasta ahora, yo he aceptado que el mundo de la "princesa" no es mío. Sólo que a medida que pasan los días, esta diferencia amenaza con desaparecer o, al menos, con desleírse. La vigilancia eterna de la mujer me comienza a acercar demasiado a ella y a preguntarme si mi alma y mi cuerpo coinciden porque alternan vigilia y sueño. O si yo vivo una mentira creyendo que mi alternancia de tiempos es real o sólo un engaño.

¿Sólo duermo o sólo vigilo?

¿Mi sueño es una ilusión y vivo imaginando que sueño?

¿O mi vida es una mentira nacida de un sueño permanente?

Esta pregunta comienza a afligirme más que el zumbido de los insectos, el crepitar de las ramas o el rumor lejano de animales que, sin embargo, parecen acercarse poco a poco al espacio húmedo y aislado donde estamos viviendo -¿soñando?- ella y yo.

Trato, para volver a la realidad (a mi realidad) de enseñarle palabras que son ideas, ideas que son palabras. Le enseño "tiempo" y lo entiende aunque lo confunde con "siempre". Le explico que las cosas tienen un "arriba" y un "abajo" porque todo está situado en un "espacio". Le demuestro -porque parece ignorarlo- lo que es "ascender" y "descender". (La alarma que lo haga subiendo y bajando por la escalinata de la pirámide.) Me señalo a mí mismo para decir "cabeza" y "pies". Me cuesta más explicar el "instante" pero ella parece entender en seguida que la luz emana "desde mí", en este caso, de su propio cuerpo…

Esto último me lleva a un misterio que nace de ella y se convierte, porque ella lo origina, en un dilema mío. Me doy cuenta de que si para mí ella es una mujer extraña, yo para ella soy algo más: soy el otro, lo radicalmente distinto. No lo excepcional o raro, como ella lo es para mí, sino lo aparte, lo que no pertenece al género de esta mujer. No porque yo sea extranjero, o hable español, o tenga una barba roja, sino porque pertenezco a otra existencia que vive fuera de la vida, en algo que para ella debe ser más fantástico que la propia extrañeza de ella para mí.

Pienso esto una noche al despertar y encontrar, una vez más, más fuerte que la luz de la luna, la mirada de la "princesa". Ella me mira de una manera que me da miedo. Ella me observa como si quisiera exorcizarme. Siento frío en la espalda. ¿Quiere ella convertirme en un ser diferente del que soy? ¿Quiere, en otras palabras, despojarme de mi… humanidad? ¿Quiere que abandone mi pasado, mi destino, mi carácter de explorador, de descubridor, de conquistador, para unirme al mundo, para mí incomprensible, lo entiendo en ese despertar a la vez severo y sobresaltado, de mi "princesa"?

Siento algo insólito en ese momento, mi cuerpo y mi alma no coinciden. Se separan.

Creo que hay una lucha, antes impensable, entre los dos. Ella me arrastra a donde yo no estoy, en contra de mi voluntad. Y yo siento que, a pesar de todo lo que ha sucedido -enseñarle el castellano, permanecer aquí con ella en vez de seguir mi camino y adelantarme a Cortés o sustituirlo si Cortés ha muerto, dormir mientras ella parece velar eternamente-, hay un cambio repentino. En este instante, yo no soy el amo de la mujer. No soy yo el que decide. Ella decide por mí.

¿Qué quiere la "princesa"? ¿Que sigamos adelante? No: ése es mi propio deseo y en los ojos de ella adivino la voluntad contraria. ¿Que permanezcamos aquí? La miro con fuerza y aunque ella sonría sin parar, sé que no es éste, tampoco, su deseo.

Entonces ella mira hacia el templo y yo entiendo. Ella quiere que la acompañe al templo, a la pirámide. ¿De regreso a la pirámide? ¿Ella salió de la pirámide a mi encuentro? ¿O ella sólo puede entrar al recinto si yo la acompaño?

¿Es esto lo que la "princesa" quiere de mí? ¿Una compañía para entrar a ese templo que tanto pavor le causa y al que antes no me dejaba entrar y ahora sí porque algo nos une, el sueño mío, la vigilia de ella?

Ella sonrió. Yo ya no pude devolverle la sonrisa. Mis sentimientos oscilan entre el amor y el odio. El amor, porque en estos días he aprendido a vivir con ella, a acostumbrarme a su simple estar aquí en medio de la selva y al lado de la pirámide. Me he acostumbrado a ella. Y ahora su mirada, que desmiente a la sonrisa, es fría y temible porque convoca lo que yo no quería sentir. Miedo primero y en seguida un odio irreprimible hacia la mujer.

Sólo que el odio significa separación. Y si ella me impide separarme, significa la muerte. De ambos o de uno de nosotros. La unión de la sonrisa eterna y la mirada amenazante me llena de miedo -más miedo que ante las lanzas de las tribus de la costa, porque ahora el temor se mezcla con el amor-.

Ella me toma de la mano. Es la primera vez que nos tocamos y yo siento el hielo de su carne. No hay algún pulso. No corre la sangre.

La mujer es una piedra helada que no deja de sonreír.

5.

Me estaban esperando. He entrado al templo. Creía haber olvidado la profunda oscuridad de este sitio. Mi mirada tarda en acostumbrarse. Apenas distingo la gran cabeza. La luz que traigo de afuera ilumina otras cosas. Siempre han estado aquí, en la profundidad de la pirámide. En la tumba de mis dioses. Aquí están -los distingo poco a poco- los ancianos de espaldas cargadas y barbillas blancas. Aquí están los niños. Todos enterrados. Ahora lo entiendo. El me enseñó a distinguir "arriba" de abajo, ascender o descender.

Por eso ahora entiendo que entré a este recinto y bajé; que entré y descendí. Que allá arriba quedó la selva. Quedó el templo. Que ahora he bajado, he descendido a un lugar que es el mío, de donde jamás debí alejarme, porque aquí estamos todos debajo de la tierra. Enterrados para que no nos coman los animales. Enterrados para desaparecer devorados por la tierra, que no admite perdurar después de la muerte.

Me rodean poco a poco los niños. Aprendo a mirarlos. Todos sonríen. Tienen dientes afilados. Se acercan a mí en cuatro patas. Son niños. Son animales. Son jaguares. Hablan y me dicen cosas, los ancianos, los niños-jaguar, se acercan o me atraen. No sé. No puedo resistirlos. Soy de aquí, me digo, nunca debí abandonar esta tumba, debí desaparecer a tiempo… antes de salir y conocer al hombre y aprender su lenguaje… Debí permanecer.

Oigo lo que los niños-jaguar me murmuran al oído, te atreviste, te atreviste, te atreviste a salir, renunciaste a ser piedra, ¿no entiendes que sólo siendo piedra te salvas de desaparecer?, ¿no has sabido siempre que en este país los cadáveres no sólo mueren, sino que son enterrados para disolverse en la tierra, desaparecer, no dejar ninguna traza de que vivieron, fundirse en lo invisible? ¿No entendiste que lo único que dura es la piedra, que tú y yo y la gran cabeza fuimos hechos de piedra para durar y que si escogemos salir y ser carne, vamos a morir y a desaparecer, cadáveres, en la tierra de humedades mortales?

¿No lo supiste siempre? ¿Por qué saliste? ¿Para qué te aventuraste? ¿No sabías, miserable de ti, que si renunciabas a ser piedra y salías a reclamar tu carne morirías y serías enterrada y desaparecerías para siempre? ¿No lo entendiste, pobre, miserable mujer?

Yo me toco a mí misma oyendo estas palabras de los niños. Me toco el pecho, el cuello, los brazos, preguntándome si la verdad es esto que siento o aquella que ellos me describen -la que siento que me libera aunque me mata y la que siento que me esclaviza aunque me eternice…-.

No sé cómo responderles a los niños-jaguar que me cercan y amenazan; no sé cómo contestar a la risa de los viejecillos barbados; no sé cómo vencer a la cabeza colosal y babeante que me mira desde siempre y para siempre.

Para siempre…, ¿salí alguna vez de aquí? ¿Conocí el mundo fuera de este lugar? ¿Recuerdo otro lugar menos oscuro, o sólo he imaginado que existe un lugar de luz?

No sé si veo lo que ya pasó y estoy ciega ante lo que sigue siendo… No sé quién soy. Si soy una figura de piedra que aquí yace y permanece, o la figura de carne que pasa afuera y desaparece para siempre…

La gritería de los niños-jaguar aumenta y me impide pensar con claridad. Son voces espantosas, mitad humanas, mitad bestias, mitad de hombre amenazante, mitad de hembra hambrienta de cópula, voces parturientas, voces de recién nacido, voces de la agonía. No sé para dónde volverme, escapar o sumirme para siempre en el silencio y la oscuridad.

Tampoco sé si esto último es posible. ¿No me han condenado ya? ¿No he transgredido mi propio destino saliendo de aquí y conociendo a un hombre que al tocarme me arrancó un grito y me devolvió al hoyo obscuro de los dioses?

Por un momento, dudo de que fue cierto lo que viví fuera de aquí. Viví un instante de reunión. Eso fue. El me habló del cuerpo y del alma. Por un momento, yo sentí que tenía eso, un cuerpo, un alma. Olvidé mi vida eterna aquí en el hoyo sagrado y entré a la vida que no dura y que por eso es ella, tentadora, total, porque no va a permanecer…

Los niños gritan. Los ancianos advierten. Si salgo de aquí, dejaré de existir un día. Seré sepultada en la tierra y desapareceré disuelta en el polvo.

Los ancianos callan. Los niños sc burlan. Ya saliste de aquí. Ya no serás nunca como nosotros. Vas a morirte aquí con nosotros. Nosotros -¡cómo chillan!- te veremos morir aquí adentro y nos reiremos de ti, serás un cadáver más, sólo que rodeado de nosotros, que nunca moriremos, sólo te veremos perecer poco a poco, carroña, muérete ya…

Si yo me resisto a la condena, es porque he conocido algo diferente. He visto algo fuera de este recinto. He conocido a un hombre que no me trata como piedra. ¿Qué me falta hacer?

Entonces sucede algo impensable antes. Los niños gritan chirriando. La gran cabeza babea. Los ancianos se encorvan aún más. Y yo caigo dormida.

Yo duermo.

Como vi al hombre de afuera dormir, ahora así duermo yo. La novedad del sueño me embriaga. El sueño me defiende de estos seres, ayer familiares, ahora enemigos detestados y que me detestan. Sueño por vez primera.

La gritería es insoportable.

6.

Cristóbal de Olmedo me dice que él sabe que vive algo excepcional y que teme regresar a la vida de todos los días (¿qué es eso?). Parece sonreír o murmurar.

– Ahora, pronto, o un día viejo y sin más cosa que mis recuerdos.

Yo estoy hincada ante él.


Pero tendré para siempre la certeza, mujer, de entender que la verdad es no sólo lo que se ve, sino lo que no se ve.

Él pone su mano sobre mi cabeza despojada de tocados sacros. Cabeza limpia. Cabellera negra.

– Dime, mujer, ¿eres como yo?, ¿eres igual a mí?

Yo asiento con la cabeza.

– Sí. Y él dice:

– Vamos a seguir juntos. Yo te bautizo Carolina Grau.

Загрузка...