Cuando mi madre murió, le dejó la granja a mi hermano Cassis, la fortuna en la bodega a mi hermana Reine-Claude y, a mí, la menor, su álbum y un tarro de dos litros que contenía una trufa de Périgord, del tamaño de una pelota de tenis, suspendida en aceite de girasol que aún ahora, al destaparlo, sigue despidiendo el rico y húmedo perfume del suelo del bosque. Una distribución de riquezas un tanto desigual, pero así era madre, una fuerza de la naturaleza, otorgando sus favores a voluntad, sin revelar nada sobre el funcionamiento de su peculiar lógica.
Y como Cassis siempre solía decir, yo era su favorita.
Jamás lo demostró en vida. Mi madre nunca tuvo tiempo para complacencias, ni siquiera de haber sido de ésas. No con un marido muerto en la guerra y una granja que sacar adelante ella sola. Lejos de ser un consuelo en su viudez, éramos un estorbo para ella, con nuestros juegos ruidosos, nuestras peleas y nuestras discusiones. Si caíamos enfermos, nos cuidaba con ternura renuente, como si calculara el coste de nuestra supervivencia, y el poco amor que demostraba tomaba las formas más elementales: potes de comida para lamer, sartenes de mermelada para repelar, un puñado de fresas silvestres cogidas de los márgenes dispersos que había detrás del huerto y entregadas sin una sonrisa en un pañuelo liado. Cassis pasó a ser el hombre de la familia. Aún se mostraba menos tolerante con él que con el resto. Reinette ya andaba rompiendo corazones antes de llegar a la adolescencia y mi madre era lo bastante vanidosa como para enorgullecerse de la atención que recibía. Pero yo era la boca de más, ni un segundo hijo que pudiera ampliar la granja y, ciertamente, ninguna belleza.
Siempre fui la difícil, la discordante y, después de morir mi padre, me volví hosca e insolente. Flaca y morena como mi madre, con sus mismas manos grandes y desgarbadas, sus pies planos y su boca ancha, debía de recordarle demasiado a sí misma, pues a menudo había cierta tirantez en su boca al mirarme, una especie de estoica valoración, de fatalismo. Como si previese que sería yo, y no Cassis ni Reine-Claude, quien mantendría viva su memoria. Como si hubiese preferido un receptáculo más adecuado.
Quizá por eso me dio el álbum a mí, carente de valor salvo por los pensamientos y anotaciones escritos en el margen junto a las recetas, los recortes de periódico y las curas herbales. No se trataba de un diario propiamente dicho. El álbum no contiene fechas, ni orden preciso alguno. Las páginas fueron insertadas al azar: hojas sueltas cosidas posteriormente con puntadas pequeñas y obsesivas; algunas páginas delgadas como piel de cebolla, otras, trozos de cartulina recortados y ajustados para encajar en la maltrecha cubierta de cuero. Mi madre marcaba los acontecimientos de su vida con recetas, platos de su invención o variaciones de sus viejos platos favoritos. La comida era su nostalgia, su celebración, y su provisión y preparación, la única vía de escape para su creatividad. La primera página está dedicada a la muerte de mi padre: el lazo de la Légion d'Honneur pegado burdamente debajo de una fotografía borrosa junto a una esmerada receta de crêpes de trigo sarraceno encierra un sentido del humor un tanto morboso. Debajo del retrato mi madre escribió en tinta roja: «Acuérdate de desenterrar las aguaturmas, ja, ja, ja».
En otros sitios es más gárrula, con muchas abreviaciones y referencias crípticas. Reconozco algunos de los incidentes a los que se refiere. Otros han sido alterados para satisfacer las necesidades del momento. Otros aún parecen ser puras invenciones, mentiras, imposibilidades. En muchos lugares hay párrafos escritos en letra diminuta en un lenguaje que no puedo descifrar. Inoni iodeupni nilocarpliexi. Inoni iodeupni iolratroposi nisami. A veces una sola palabra garabateada, aparentemente al azar, en el encabezamiento o en uno de los lados del papel. En una página, «balancín» escrito con tinta azul, en otra: «aceite de gualteria», «cebolleta» y «adorno», con un lápiz de colores anaranjado. En otra, lo que podría ser un poema, aunque jamás la vi abrir un libro que no fuera un recetario:
Esta dulzura
sacada a cucharadas
como alguna fruta lustrosa
ciruela melocotón albaricoque
sandía acaso
de mí misma
esta dulzura.
Hay un toque fantástico que me sorprende y me preocupa: que esta mujer fría y prosaica hubiera albergado tales pensamientos en sus momentos secretos. Pues siempre se mantuvo cerrada para nosotros, para todo el mundo, con tal fiereza que la había creído incapaz de rendirse.
Jamás la vi llorar. Apenas sonreía y eso sólo sucedía cuando estaba en la cocina con su paleta de condimentos al alcance de la mano, hablando consigo misma, al menos eso creía yo, en el mismo murmullo apagado; enunciando los nombres de las hierbas y las especias -canela, tomillo, hierbabuena, culantrillo, azafrán, albahaca, apio caballar-, susurrando un comentario monótono. Ves la plancha. Tiene que tener el calor adecuado. Si el fuego está demasiado bajo, la crêpe queda reblandecida; si está demasiado fuerte, la mantequilla se quema, humea y la crêpe queda seca. Más adelante comprendí que estaba intentando enseñarme. Yo la escuchaba, porque en nuestros seminarios de cocina veía la única forma de ganar un poco de su aprobación y porque toda buena guerra necesita de alguna amnistía ocasional. Las recetas campestres de su Bretaña natal eran sus preferidas; las crêpes de trigo sarraceno que comíamos con todo, el far breton y el kouign amann y la galette bretonne que vendíamos río abajo, en Angers, junto con nuestros quesos de cabra, salchichas y frutas.
Siempre pretendió que Cassis se quedara la granja. Pero Cassis fue el primero en marcharse hacia París, despreocupadamente, rompiendo todo contacto a excepción de una firma estampada en una postal cada Navidad, y cuando ella murió, treinta y seis años después, ya no había nada que le interesara en aquella granja medio abandonada sobre el Loira. Se la compré con mis propios ahorros, mi dinero de viudedad, a un buen precio, pero fue un trato justo y en aquel momento él se sintió muy satisfecho de hacerlo. Comprendió la necesidad de mantener el lugar en la familia.
Naturalmente, ahora todo eso ha cambiado. Cassis tiene un hijo. El muchacho se casó con Laure Dessanges, la escritora de gastronomía, y tienen un restaurante en Angers, Aux Délices Dessanges. Lo vi varias veces antes de que Cassis muriera. No me gustó. Moreno y ostentoso, con tendencia a engordar como su padre, pero atractivo aún y, sabiéndolo, parecía estar en todas partes a la vez en su avidez por complacerme; me llamaba Mamie; me traía una silla, insistía en que me sentara en el sillón más cómodo, me preparaba café, con azúcar, con crema, se interesaba por mi salud, me adulaba en esto y en aquello hasta casi marearme. Cassis, que rondaba los sesenta y pico por entonces, hinchado con el germen de la trombosis que habría de matarlo, lo observaba con orgullo apenas contenido. Mi hijo. Fíjate qué hombre más refinado. Qué sobrino más admirable y atento tienes.
Cassis le puso Yannick, como nuestro padre, pero mi sobrino no me gustaba más por ello. En eso soy igual que mi madre: la misma aversión por las convenciones, por las falsas intimidades. No me gusta que me toquen ni que me sonrían bobamente. No veo por qué la sangre que compartimos debería unirnos en afecto. O el secreto de sangre derramada que mantuvimos oculto durante tanto tiempo entre nosotros.
¡Oh, sí! No creáis que me he olvidado de ese asunto. Ni por un instante, aunque los otros se esforzaron para que lo hiciera. Cassis limpiando pissoirs fuera de su bar en París. Reinette trabajando de acomodadora en un cine porno en Pigalle y yendo de hombre en hombre, despreciada como un perro perdido. ¡Vaya eso por el carmín y las medias de seda! En casa había sido la Reina de la Cosecha, la niña bonita, la belleza indiscutible del pueblo. En Monmartre todas las mujeres se parecen. Pobre Reinette. Sé lo que estáis pensando. Querríais que continuara con la historia. Es la única historia de los viejos tiempos que os interesa ahora; el único hilo de esta bandera mía hecha jirones, a la que aún llega la luz. Queréis saber de Tomas Leibniz. Tenerlo claro, etiquetado, concluido. Bueno, no es tan fácil. Al igual que sucede con el álbum de mi madre, las páginas no están numeradas. No hay un principio y el final parece el borde sin hilvanar de una falda sin dobladillo. Pero soy vieja -parece que aquí todo envejece muy deprisa; debe de ser el aire-, y tengo mi forma de hacer las cosas. Además, hay tantas cosas que debéis entender… Por qué mi madre hizo lo que hizo. Por qué ocultamos la verdad durante tanto tiempo. Y por qué elijo contar mi historia ahora, a extraños, a gente que cree que una vida puede condensarse en dos páginas del suplemento dominical, un par de fotografías, un párrafo y una cita de Dostoyevski. Pasa la página y se ha acabado.
No. Esta vez no. Escribirán cada palabra. No puedo hacer que la impriman, claro está, pero por Dios que me escucharán. Haré que me escuchen.
Me llamo Framboise Dartigen. Nací aquí, en el pueblo de Les Laveuses, a menos de quince kilómetros de Angers, en el Loira. Cumpliré sesenta y cinco años en julio, tostada y amarillenta por el sol como un albaricoque seco. Tengo dos hijas, Pistache, casada con un banquero en Rennes, y Noisette, que se trasladó a Canadá en el ochenta y nueve y que me escribe cada seis meses, así como dos nietos que vienen a pasar los veranos a la granja. Llevo luto por un marido que murió hace veinte años, bajo cuyo nombre he regresado en secreto a mi pueblo natal para volver a comprar la granja de mi madre, abandonada desde hace mucho tiempo, medio consumida por el fuego y los elementos. Aquí soy Françoise Simon, la veupe Simon, y a nadie se le ocurriría relacionarme con la familia Dartigen que se fue de aquí a raíz de aquel espantoso asunto. No sé por qué tenía que ser esta granja, este pueblo. Quizá sólo sea terquedad. Así es como fue. Este es el lugar adonde pertenezco. Los años con Hervé me parecen ahora como un espacio casi en blanco, como los extraños momentos de calma que a veces se instauran en un mar embravecido, un momento de espera, de olvido. Pero en realidad nunca olvidé Les Laveuses. Ni por un instante. Una parte de mí siempre estuvo aquí.
Fue necesario casi un año para hacer habitable la granja. Me instalé en el ala sur donde, al menos, el tejado se había mantenido en pie, y mientras los trabajadores recomponían el resto del tejado, teja a teja, yo trabajaba en el huerto, o en lo que quedaba de él, podando, arreglando y arrancando grandes ristras de muérdago devorador de los árboles. Mi madre sentía pasión por todas las frutas salvo por las naranjas, a las que se negaba a dar entrada en la casa. Por un aparente capricho suyo, nos puso nombres de fruta y de una receta. Cassis, por su pastel de casis; Framboise, por el licor de frambuesa; y Reine-Claude por las ciruelas Claudias que crecían contra el muro sur de la casa, espesas como uvas y almibaradas con avispas en verano. Hubo un tiempo en que llegamos a tener cien árboles -manzanos, perales, ciruelos, ciruelos Claudios, cerezos, membrillos, sin mencionar los frambuesos y los campos de fresas, grosellas, zarzamoras- cuyos frutos desecábamos, almacenábamos y convertíamos en confituras y licores y en maravillosas tartas sobre pâte brisée, crème pâtissière y pasta de almendras, y mis recuerdos están impregnados de sus olores, colores y nombres. Mi madre cuidaba de ellos como si se tratase de sus hijos predilectos. Los braseros contra la escarcha que alimentábamos con nuestro propio combustible para el invierno. Carretillas de estiércol que echábamos alrededor de la base cada primavera. Y en el verano, para ahuyentar a los pájaros, atábamos tiras de papeles plateados en los bordes de las ramas que temblaban y se mecían al viento, poníamos espantapájaros asegurados fuertemente con cuerdas que pasábamos a través de latas vacías para que emitieran ruidos extraños que asustaran a los pájaros, hacíamos molinillos de papeles de colores que giraban vertiginosamente, de modo que el huerto se convertía en un carnaval de chucherías, lazos brillantes y alambres chillones, como una fiesta navideña en pleno verano. Y los árboles tenían nombres.
Belle Yvonne, solía decir mi madre al pasar junto al nudoso peral. Rose d'Aquitaine, Beurre du roi Henry. En aquellos momentos su voz era suave, casi monocorde. No podría decir si estaba hablando consigo misma o conmigo. Conference. Williams. Ghislaine de Penthièvre.
Esta dulzura.
Ahora no quedan ni veinte árboles en el huerto, aunque son más que suficientes para cubrir mis necesidades. Mi licor amargo de cerezas goza de especial popularidad, aunque me siento un poco culpable por no poder recordar el nombre del cerezo. El secreto está en dejar los huesos. Se van echando alternativamente capas de cerezas y de azúcar en un tarro de vidrio de boca ancha; cada capa se va cubriendo con un licor (el kirsch es el mejor, pero también se puede utilizar vodka o incluso armagnac) hasta llenar la mitad de la capacidad del tarro. Se acaba de rellenar el contenido con el licor y se deja macerar. Cada mes, se decanta el tarro para extraer el azúcar acumulado. Al cabo de tres años, el licor ha exudado las cerezas que ahora son blancas, y se ha teñido de un rojo intenso, penetrando incluso en el hueso y en la almendra diminuta de su interior, tornándose acre, evocativo, una esencia del otoño pasado. Se sirve en pequeños vasos de licor, con una cuchara para extraer la cereza, y se deja en la boca hasta que la fruta macerada se disuelva bajo la lengua. Perfora el hueso con la punta del diente para extraer el licor que encierra en su interior y déjalo largamente en la boca, jugueteando con él con la punta de la lengua, pasándolo de arriba abajo como si se tratase de una sola cuenta del rosario. Intenta recordar el momento de su maduración, aquel verano, aquel otoño caluroso, cuando el pozo se secó, aquella vez que tuvimos el nido de avispas, tiempo pasado, perdido y recuperado en el lugar duro del corazón de la fruta…
Lo sé. Lo sé. Queréis que vaya al grano. Pero esto es casi tan importante como el resto, el método de contarlo, y el tiempo empleado en hacerlo… Me ha costado cincuenta y cinco años empezar. Al menos, dejadme que lo haga a mi manera.
Cuando llegué a Les Laveuses estaba casi segura de que nadie me reconocería. En cualquier caso me mostré abiertamente, casi con descaro, por el pueblo. Si alguien sabía quién era, si conseguían distinguir en mí los rasgos de mi madre, quería saberlo de inmediato. Quería saber el terreno que pisaba. Paseaba hasta el Loira cada día y me sentaba en las piedras lisas donde Cassis y yo solíamos pescar tencas. Iba hasta el cabo de nuestro puesto de vigilancia. Algunas de las piedras alzadas han desaparecido, pero todavía se pueden ver las estacas en que colgábamos nuestros trofeos, las guirnaldas, los lazos y la cabeza de la Gran Madre cuando finalmente la capturamos. Fui al estanco de Brassaud -ahora es su hijo quien lo lleva, aunque el anciano aún sigue con vida; los ojos oscuros, hoscos y despiertos-, al café de Raphaël, a la estafeta de correos donde Ginette Hourias hace de administradora.
Fui incluso al monumento a los caídos. A un lado, los dieciocho nombres de nuestros soldados muertos en guerra, bajo el lema grabado: «Morts pour la patrie». Observé que el nombre de mi padre ha sido borrado, dejando un parche rugoso entre Darius G. y Fenouil J-P. Al otro lado, una placa conmemorativa con diez nombres escritos en letras más grandes. No necesitaba leerlos. Los sabía de memoria. Pero fingí interés, sabiendo que, inevitablemente, alguien acabaría por contarme la historia, quizá me mostraría el lugar contra el muro oeste de la iglesia de Saint Benedict, me contaría que cada año hay un servicio especial en su memoria, que leen sus nombres en voz alta desde la grada del monumento y que les ponen flores… Me pregunto si podría soportarlo. Me pregunto si no lo adivinarían por mi expresión.
Martin Dupré, Jean-Marie Dupré, Colette Gaudin, Philippe Hourias, Henri Lemaître, Julien Lanicen, Arthur Lecoz, Agnès Petit, François Ramondin, Auguste Truriand. Hay tanta gente que aún lo recuerda… Tanta gente con los mismos nombres, los mismos rostros. Las familias han permanecido aquí. Los Hourias, los Lanicen, los Ramondin, los Dupré. Sesenta años después todavía recuerdan, los jóvenes criados en el odio casual de los mayores.
Durante algún tiempo desperté cierto interés. Algo de curiosidad. La misma casa. Abandonada desde que ella se fuera, la mujer Dartigen, «No, no puedo recordar los detalles, señora, pero mi padre, mi tío…». En cualquier caso, ¿por qué había comprado aquel lugar?, me preguntaban. Era una monstruosidad, un lugar lóbrego. Los árboles que aún permanecían en pie estaban medio podridos a causa del muérdago y la enfermedad. El pozo había sido tapado con hormigón, y estaba lleno de escombros y de piedras. Pero yo recordaba una granja limpia, próspera y animada; caballos, cabras, gallinas, conejos… Me gustaba pensar que quizá los conejos salvajes que veía correr por los campos del norte y en los que vislumbraba algunos parches blancos entre el color pardusco eran descendientes de aquellos otros. Para satisfacer a los curiosos, me inventé una infancia en una granja bretona. La tierra era barata, expliqué. Me mostré humilde, apologética. Algunas de las personas mayores me miraban con recelo, pensando, tal vez, que la granja debería haber seguido siendo un monumento conmemorativo para siempre. Iba de luto y ocultaba mi cabello bajo una sucesión de pañuelos. Como veis, fui vieja desde el principio.
Aun así, tardé algún tiempo en ser aceptada. La gente era educada pero poco cordial, y dado que yo tampoco poseo un talante demasiado sociable por naturaleza -áspera, solía decir mi madre-, las cosas continuaron igual. No iba a la iglesia. Sé cómo debía de sentar aquello, pero no podía obligarme a ir. Arrogancia quizá, el tipo de rebeldía que hizo que mi madre nos pusiera nombres de frutas en vez de los santos de la iglesia… Tuve que esperar a la tienda para pasar a formar parte de la comunidad.
Empezó como una tienda, aunque siempre tuve la intención de crecer. Dos años después de mi llegada, el dinero de Hervé casi se había agotado. Ahora la casa era habitable, aunque la tierra era prácticamente inútil: una docena de árboles, una parcela de hortalizas, dos cabras pigmeas y algunas gallinas y patos; era evidente que tardaría bastante tiempo en poder ganarme la vida con la tierra. Empecé a hacer pasteles y a venderlos: el brioche y pain d'épices de la región, así como otras especialidades bretonas de mi madre, paquetes de crêpes dentelle, tartas de frutas y paquetes de sablés, galletas, pan de nueces, pastelillos de canela… Al principio los vendía desde la panadería del pueblo, luego desde la granja misma, añadiendo poco a poco otros productos: huevos, quesos de cabra, licores de frutas y vinos. Con las ganancias compré cerdos, conejos y más cabras. Utilizaba las viejas recetas de mi madre, trabajando casi siempre de memoria pero consultando el álbum de cuando en cuando.
La memoria resulta a veces tan extraña… nadie en Les Laveuses parecía recordar la cocina de mi madre. Algunas de las personas mayores llegaron incluso a comentar la diferencia que mi presencia había supuesto; la mujer que estuvo aquí antes era severa y desaliñada. Su casa apestaba, sus hijos corrían descalzos. Fue un alivio librarse de ella, de ellos. Sentí que un estremecimiento me recorría por dentro, pero no dije nada. ¿Qué podría haberles dicho? ¿Que mi madre enceraba el suelo cada día, que nos obligaba a llevar zapatillas en la casa para evitar que le rayásemos el suelo con nuestros zapatos? ¿Que las jardineras de nuestras ventanas estaban siempre rebosantes de flores? ¿Que nos frotaba con la misma fiera imparcialidad con la que frotaba las escaleras, abrasándonos las caras con la manopla hasta que a veces temíamos sangrar?
Es una leyenda malvada de aquí. Incluso hubo una vez un libro. En realidad no fue más que un panfleto. Cincuenta páginas y algunas fotografías. Una del monumento, una de la iglesia de Saint Benedict, un primer plano del fatídico lado oeste. Sólo una referencia de pasada a sus tres hijos, ni siquiera nuestros nombres. Me sentí agradecida por ello. La ampliación de una fotografía borrosa de mi madre, con el cabello peinado hacia atrás con tal fiereza que sus ojos parecían achinados, la boca encrespada en una fina línea rígida de desaprobación. La fotografía oficial de mi padre con uniforme, la misma del álbum, en la que aparece ridículamente joven, con el rifle apoyado despreocupadamente en el brazo, sonriente. Luego, al final del libro, la fotografía que me hizo contener el aliento como un pez con el anzuelo en la boca. Cuatro hombres jóvenes con uniformes alemanes, cogidos todos del brazo salvo el cuarto, que permanece un poco apartado del resto, como cohibido, con el saxofón en la mano… Los otros también llevan instrumentos musicales: una trompeta, un tamboril, un clarinete, y aunque no se mencionan sus nombres los conozco a todos. «La banda militar de Les Laveuses, hacia el año 1942. A la derecha, Tomas Leibniz.»
Tardé algún tiempo en entender cómo pudieron llegar a averiguar tantos detalles. ¿Dónde habían descubierto la fotografía de mi madre? Que yo supiese, no había fotografías suyas. Incluso yo sólo había visto una, una vieja fotografía de boda en el fondo del cajón del dormitorio, dos personas enfundadas en abrigos de invierno en la escalera de la iglesia de Saint Benedict, él con un sombrero de ala ancha y ella con el pelo suelto y una flor detrás de la oreja… Una mujer diferente entonces, sonriendo rígida y tímidamente a la cámara. El hombre a su lado rodeándole los hombros con el brazo en actitud protectora. Comprendí que si mi madre se enteraba de que había visto aquella fotografía se enfadaría y la volví a poner en su lugar, temblando un poco, preocupada sin saber apenas el motivo.
La fotografía del libro es más como era ella, más como la mujer que creía conocer pero a la que en realidad nunca llegué a conocer de verdad, una mujer con el rostro endurecido y eternamente al borde de la ira… Entonces, al mirar la autora de la fotografía al final del libro, entendí de dónde se había sacado la información: Laure Dessanges, periodista y escritora gastronómica, pelo corto y pelirrojo y sonrisa adiestrada. La mujer de Yannick. La nuera de Cassis. Pobre, estúpido Cassis. Pobre ciego Cassis, cegado por el orgullo en su hijo triunfador. Arriesgando nuestra ruina por… ¿Por qué? ¿O, acaso había acabado por creerse su ficción?
Tenéis que entender que para nosotros la Ocupación fue muy diferente que para la gente de las ciudades. Les Laveuses apenas ha cambiado desde la guerra. Miradla ahora: un puñado de calles, algunas de ellas no son más que anchos caminos sin asfaltar que se prolongan desde el cruce principal. La iglesia queda al fondo, ahí, el monumento de guerra en la Place des Martyrs con su pedazo de jardín y la vieja fuente detrás, luego en la Rue Martin et Jean-Marie Dupré, la oficina de correos, la carnicería de Petit, el Café de La Mauvaise Réputation, el bar con su anaquel de postales del monumento a los caídos y el viejo Brassaud sentado en su balancín junto a la escalera, enfrente el director de la funeraria-floristería (la comida y la muerte siempre fueron un buen negocio en Les Laveuses), la tienda de ultramarinos (que todavía pertenece a la familia Truriand, aunque afortunadamente la lleva el nieto que se trasladó aquí hace poco) y el viejo buzón de correos pintado de amarillo.
Más allá de la calle principal pasa el Loira, suave y pardusco como una serpiente asoleándose, ancho como un campo de trigo, su superficie interrumpida en tramos irregulares por las islas y los bancos de arena, que para los turistas que van en dirección a Angers pueden parecer tan firmes como el camino que pisan. Por supuesto nosotros sabemos que no es así. Las islas, sin raíces, están moviéndose continuamente. Impulsadas insidiosamente por los movimientos del agua subterránea y opaca, se hunden y vuelven a emerger como lentas ballenas amarillentas, dejando pequeñas estelas en su despertar, inofensivas si se las ve desde un barco, pero mortíferas para el nadador; la resaca tirando sin piedad debajo de la suave superficie, arrastrando hacia abajo al imprudente para ahogarlo sin dramatismos, invisiblemente… Todavía hay peces en el viejo Loira: tencas, lucios y anguilas, crecidos hasta alcanzar proporciones monstruosas en las aguas residuales y en los desperdicios que hay río arriba. Casi todos los días se ven barcas por ahí, aunque la mitad de las veces los pescadores vuelven a tirar lo que han pescado.
En el viejo muelle, Paul Hourias tiene una cabaña en la que vende cebos y aparejos de pesca, a un tiro de piedra de donde nosotros solíamos pescar -él, Cassis y yo- y donde a Jeannette Gaudin le mordió una serpiente de agua. El viejo perro de Paul que yace a sus pies guarda un extraño parecido con el chucho marronáceo que fuera su compañero constante en los viejos tiempos, mientras él observa el río, haciendo oscilar un trozo de cuerda en el agua como si esperara capturar algo.
Me pregunto si recuerda. A veces lo sorprendo mirándome (es uno de mis clientes regulares) y casi puedo imaginarme que sí. Ha envejecido, por supuesto, todos lo hemos hecho. Su rostro redondo y distraído se ha ensombrecido; está abolsado y afligido, con un bigote lacio del color del tabaco mascado y una colilla entre los dientes.
Apenas habla (nunca fue muy hablador) pero mira con esa expresión de perro triste, la boina azul marino calada sobre el cráneo. Le gustan mis crêpes, mi sidra. Quizá por eso nunca dijo nada. Nunca fue de los que hacen una escena.
Habían pasado casi cuatro años desde mi regreso cuando abrí la crêperie. Para entonces había conseguido dinero, clientela y aceptación. Tenía un chico trabajando para mí en la granja (un chico de Courlé, no de una de las Familias), y contraté a una muchacha para que me ayudara con el servicio. Empecé con sólo cinco mesas (el truco siempre está en tener pocas pretensiones al principio, para evitar alarmar a la gente), pero acabé por doblar esa cantidad, más las mesas que podía colocar en la terraza los días de buen tiempo. Ofrecía una carta sencilla, que se limitaba a crêpes de trigo sarraceno con una variedad de rellenos, un plato principal cada día y una selección de postres. De esa forma yo me podía encargar de la cocina, mientras Lise tomaba nota de los pedidos. Llamé al lugar Crêpe Framboise, por la especialidad de la casa, una torta dulce con frambuesas coulis y mi licor casero, y sonreí para mis adentros, pensando en su reacción de haberlo sabido… Algunos de mis clientes habituales acabaron incluso por llamar al lugar Chez Framboise, lo que me hizo sonreír aún más.
Justamente entonces volví a llamar la atención de los hombres. Habéis de entender que me había convertido en una mujer bastante adinerada según los estándares de Les Laveuses. Después de todo, sólo tenía cincuenta años. Además sabía cocinar y llevar adelante una casa… Algunos hombres me cortejaron amablemente; hombres buenos y honestos como Gilbert Dupré y Jean-Louis Lelassiant, hombres holgazanes como Rambert Lercoz, que quería una comida gratis de por vida. Incluso Paul, el dulce Paul Hourias con su bigote caído y manchado de nicotina y sus silencios. Por supuesto aquello era totalmente imposible. Era una locura a la que jamás podía sucumbir. No me causó más que alguna que otra punzada ocasional de arrepentimiento; no, tenía el negocio. Tenía la granja de mi madre, mis recuerdos. Un marido me haría perderlo todo. No había manera de que pudiera ocultar para siempre mi identidad, y aunque los aldeanos pudieran perdonar mis orígenes al principio, no podrían perdonar cinco años de engaño. Así que, una a una, rechacé todas las propuestas, tanto las que me hicieron abiertamente como las otras más sutiles, hasta que se me consideró inconsolable al principio, inexpugnable después y, al final, pasados los años, demasiado vieja.
Llevaba casi diez años en Les Laveuses. Los últimos cinco años había invitado a Pistache y a su familia a pasar aquí las vacaciones de verano. Veía a los niños crecer desde ser meros fardos de ojos grandes y curiosos hasta pajarillos de colores brillantes que revoloteaban por mi pradera y mi huerto con alas invisibles. Pistache es una buena hija. Noisette (mi secreta favorita) se parece más a mí, astuta y rebelde, con los ojos negros como los míos y un corazón lleno de fiereza y resentimiento. Podría haber evitado que se marchara (una palabra, una sonrisa hubieran bastado), pero no lo hice; temiendo quizá, que por ella, yo acabaría siendo como mi madre. Sus cartas eran insípidas y sumisas. Su matrimonio ha acabado mal. Trabaja como camarera en un café nocturno en Montreal. Rechaza mis ofertas de dinero. Pistache es la mujer en la que Reinette pudo haberse convertido, rechoncha y digna de confianza, amable con sus hijos y fiera en su defensa, con el cabello castaño claro y los ojos tan verdes como el fruto del que ha tomado el nombre. Gracias a ella y a su hijos he aprendido a revivir los buenos momentos de mi infancia.
Por ellos he aprendido a ser madre otra vez, preparándoles crêpes y butifarras de hierbas y manzanas. Haciéndoles confituras de higos, tomates verdes, cerezas amargas y membrillo. Dejándoles jugar con los cabritillos castaños y traviesos, y alimentarlos con mendrugos de pan y zanahorias. Juntos dábamos de comer a las gallinas, acariciábamos los suaves hocicos de los ponis y recogíamos acedera para los conejos. Les enseñé el río y cómo llegar hasta los soleados bancos de arena. Les advertí (con el corazón compungido) de los peligros, las serpientes, las raíces, los remolinos y las arenas movedizas. Les hice prometer que nunca, nunca nadarían hasta allí. Les enseñé los bosques de los alrededores, los mejores lugares para ir a buscar setas, cómo distinguir los mízcalos falsos de los verdaderos, los amargos arándanos silvestres que crecían bajo los matorrales. Esta era la infancia que mis hijas deberían haber tenido. En vez de eso, tuvieron la costa agreste de Côte D'Armor en la que Hervé y yo vivimos durante un tiempo; las playas expuestas al viento, los bosques de pinos, las casas de piedra con tejados de pizarra. Intenté ser una buena madre para ellas, bien cierto que lo hice, pero siempre sentí que faltaba algo. Ahora me doy cuenta de que lo que faltaba era esta casa, esta granja, estos campos, el Loira adormecido y maloliente de Les Laveuses. Esto es lo que quería para ellas y volví a empezar con mis nietos. Al mimarlos a ellos, me mimaba a mí misma.
Quiero pensar que mi madre habría hecho lo mismo de haber tenido la oportunidad. Me la imagino como una abuela plácida, aceptando mis regaños con un parpadeo impenitente (desde luego, madre, vas a hacer de estas niñas un par de mimadas insoportables), y no me parece tan imposible como en otros tiempos lo fuera. O quizá la esté reinventando; quizá fue realmente como yo la recuerdo, una mujer dura que nunca sonreía y que me observaba con aquella mirada llena de un hambre monótono e incomprensible.
Nunca llegó a conocer a sus nietas, jamás supo de su existencia. A Hervé le dije que mis padres estaban muertos y él nunca me cuestionó la mentira. Su padre era pescador, su madre una mujer pequeña y redonda como una perdiz, que vendía pescado en el mercado. Me arropé en ellos, como si de una manta prestada se tratase, sabiendo que algún día tendría que volver al frío sin ellos. Un buen hombre, Hervé, un hombre tranquilo sin aristas con las que pudiera lastimarme. Lo amaba, no de la manera punzante y desesperada con la que amaba a Tomas, pero suficiente.
Cuando murió en 1975 (alcanzado por un rayo mientras pescaba anguilas con su padre), mi dolor estuvo teñido con un sentimiento de inevitabilidad, casi de alivio. Había sido bueno durante un tiempo, sí. Pero el trabajo (la vida) debe continuar. Regresé a Les Laveuses dieciocho meses después, con la sensación de despertar de un letargo largo y oscuro.
Puede parecer extraño que esperara tanto tiempo antes de leer el álbum de mi madre. Era mi único legado, a excepción de la trufa de Périgord, y en cinco años apenas le había echado un vistazo. Naturalmente, conocía de memoria tantas recetas que apenas necesitaba leerlas, pero aun así… Ni siquiera había estado presente en la lectura del testamento. No puedo deciros en qué día murió aunque sí sé dónde: en una residencia de ancianos en Vitré llamada La Gautraye, como consecuencia de un cáncer de estómago. Fue enterrada allí también, en el cementerio local, aunque sólo estuve allí una vez. Su tumba queda cerca del muro más alejado, junto a los bidones de basura. «Mirabelle Dartigen», reza, seguido de algunas fechas. Noté, sin demasiada sorpresa, que mi madre nos había mentido con respecto a su edad.
No sé lo que realmente incitó mis primeros estudios del álbum. Fue durante mi primer verano en Les Laveuses después de la muerte de Hervé. Había habido sequía y el Loira estaba un par de metros por debajo del nivel acostumbrado, dejando al descubierto sus márgenes feos y secos como el raigón de un diente enfermo. Las raíces se enredaban en el agua, desteñidas por el sol, y los niños jugaban entre ellas en las orillas, chapoteando con los pies descalzos en los charcos turbios y parduscos, hurgando con palos la basura que flotaba de río arriba. Hasta entonces había evitado mirar el álbum, sintiéndome absurdamente culpable, una voyeuse, como si mi madre pudiera presentarse en cualquier momento y pillarme leyendo sus extraños secretos… La verdad es que yo no quería conocer sus secretos. Era como entrar en una habitación por la noche y oír a tus padres hacer el amor; una voz interior me decía que aquello no estaba bien y tardé más de diez años en comprender que la voz que escuchaba no era la de mi madre sino la mía propia.
Como he dicho, mucho de lo que ella había escrito resultaba incomprensible. El lenguaje -algo parecido al italiano e impronunciable- en el que gran parte del álbum había sido escrito me era complejamente extraño, y después de algunos intentos infructuosos por descifrarlo, abandoné el empeño. Las recetas eran lo bastante claras, escritas en tinta azul o violeta, los garabatos frenéticos, los poemas, los dibujos y las anécdotas insertados entre ellas escritos sin ninguna lógica aparente, ni orden alguno que yo pudiese descubrir:
Hoy vi a Guilherm Ramondin. Con su pierna de madera. Se rió de R-C por quedarse mirándolo. Cuando ella le preguntó si le dolía, él le respondió que tenía suerte. Su padre hace zuecos. La mitad de trabajo que hacer un par, ja ja ja, y la mitad de posibilidades de pisarte los pies al bailar un vals, preciosa mía. No puedo dejar de pensar en el aspecto que tiene el interior de esa pata del pantalón recogida hacia arriba. Como una morcilla blanca y cruda, liada con un trozo de cuerda. Tuve que morderme la boca para no echarme a reír.
Las palabras están escritas, con letra muy pequeña, encima de la receta de la morcilla blanca. Estas breves anécdotas me parecían inquietantes con su triste sentido del humor.
En otros lugares, mi madre habla de sus árboles como si fuesen personas: «He pasado la noche entera en vela junto a Belle Yvonne, está resfriada». Y aunque sólo se refiere a sus hijos con abreviaturas -R-C, Cass y Fra-, nunca menciona a mi padre. Nunca. Durante muchos años me pregunté la razón. Naturalmente, no tenía forma de saber lo que había escrito en las otras secciones, las secciones secretas. Mi padre, por lo poco que sabía de él, bien podía no haber existido.
Luego se produjo el asunto del artículo. Yo no lo llegué a leer, sabéis; apareció en ese tipo de revistas que parecen considerar la comida puramente como un accesorio de estilo -«este año todos comemos cuscús, querida, es absolutamente el rigueur»- mientras que para mí la comida es sencillamente comida, un placer para los sentidos, algo efímero cuidadosamente elaborado, como los fuegos artificiales, un trabajo duro a veces, pero nada que deba tomarse en serio, no es arte, por el amor de Dios, por un extremo entra y por otro sale. En cualquier caso, ahí estaba un buen día, en una de esas revistas de moda, Viajes por el Loira, o algo parecido, las recomendaciones de un chef famoso probando restaurantes en su recorrido hacia la costa. Lo recuerdo bien; un hombrecillo pequeño y delgado, que llevaba sus propios frasquitos de sal y pimienta envueltos en una servilleta y un bloc de notas en el regazo. Tomó mi Paëlle Antillaise y la ensalada caliente de alcachofas, luego una ración del kougn-amann de mi madre con mi propia cidre bouché y un vaso de liqueur framboise para acabar. Me hizo muchas preguntas sobre mis recetas, quiso ver la cocina, el huerto y se sorprendió mucho cuando le enseñé la bodega con los estantes de terrines, mis confituras y aceites aromáticos de nuez, romero y trufa, y los vinagres de frambuesa, espliego y manzana ácida, me preguntó dónde había estudiado y casi se molestó cuando me eché a reír por la pregunta.
Quizá le conté demasiadas cosas. Me sentí adulada. Le invité a probar de esto y de aquello. Una rodaja de rillettes, otra de mi saucisson sec. Un sorbito de mi licor de pera, el poiré que mi madre solía hacer en octubre con las peras caídas que yacían ya fermentadas en el suelo caliente, tan enguantadas con avispas oscuras que teníamos que utilizar pinzas de madera para recogerlas… Le mostré la trufa que mi madre me dio, conservada cuidadosamente en el aceite como una mosca en ámbar, y sonreí al ver cómo se le agrandaban los ojos por el asombro.
– ¿Tiene usted idea de lo que vale esto?
Sí, me sentí adulada en mi vanidad. Un poco sola, también; contenta de poder hablar con ese hombre que conocía mi lenguaje, que sabía distinguir y nombrar las hierbas de una terrine al probarla y que me dijo que era demasiado buena para este lugar, que era un crimen… Quizá me eché a soñar un poco. Debería haberme dado cuenta antes.
El artículo apareció unos meses después. Alguien me lo trajo, arrancado de la revista. Una fotografía de la crêperie, un par de párrafos.
«Puede que los visitantes de Angers que anden buscando una auténtica cocina gastronómica se dirijan al prestigioso Aux Délices Dessanges. Al hacerlo se perderían sin duda uno de los descubrimientos más interesantes de mis viajes por el Loira… -Frenéticamente intenté recordar si le había hablado de Yannick-. Detrás de la modesta fachada de una casa de campo, un milagro culinario se está fraguando…»
Una sarta de tonterías le sigue sobre «las tradiciones campestres revitalizadas por el genio creativo de esta señora». Con impaciencia y pánico creciente escudriñé la página en busca de lo inevitable. Una sola mención del apellido Dartigen y todo mi trabajo cuidadosamente elaborado se iría al traste…
Puede parecer que estoy exagerando. No es así. La guerra sigue estando muy presente en Les Laveuses. Todavía hay personas que no se dirigen la palabra. Denise Mouriac y Lucille Dupré, Jean-Marie Bonet y Colin Brassaud. ¿No se destapó aquel asunto en Angers hace unos años, cuando encontraron a una mujer anciana encerrada en el desván de una casa? Sus padres la encerraron ahí en 1945 cuando descubrieron que había colaborado con los alemanes. Tenía dieciséis años. Cincuenta años después la sacaron, vieja y loca, cuando su padre murió por fin.
¿Y qué hay de esos hombres viejos -de ochenta y noventa años- encerrados por crímenes de guerra? Hombres viejos y ciegos, hombres viejos y enfermos endulzados por la demencia, sus rostros laxos y sin comprender. Resulta imposible creer que alguna vez fueran jóvenes. Imposible imaginar sueños sangrientos dentro de esos cráneos frágiles y olvidadizos. Destruye el receptáculo y la esencia se escapa. El crimen toma una vida -justificación- propia.
Por una extraña coincidencia, la propietaria de Crêpe Framboise, la señora Françoise Simon, resulta estar emparentada con la propietaria de Aux Délices Dessanges…
Se me cortó la respiración. Sentí como si una chispa de fuego me hubiese obturado la tráquea y de pronto me encontraba bajo el agua, el río pardusco tirando de mí hacia abajo, dedos de fuego aferrándose a mi cuello, a mis pulmones…
…nuestra mismísima Laure Dessanges. Resulta extraño que no haya conseguido averiguar muchos de los secretos de su tía. Yo por mi parte, en esta ocasión, preferí el encanto modesto de Crêpe Framboise a cualquiera de las elegantes (pero demasiado exiguas) propuestas de Laure.
Volví a respirar. Nada del sobrino, sino de la sobrina. No me habían descubierto.
Me prometí a mí misma que no habría más estupideces. No más charlas con amables escritores gastronómicos. Un fotógrafo de otra revista de París vino a entrevistarme una semana después, pero me negué a recibirlo. Peticiones de entrevistas llegaban por correo, pero no contestaba a ninguna. Un editor me propuso escribir un libro de recetas. Por primera vez, Crêpe Framboise estaba inundada de gente de Angers, turistas, gente elegante con coches deslumbrantes. Los rechacé a montones. Tenía mis clientes habituales, mis diez o quince mesas. No podía acomodar a tanta gente.
Intenté comportarme con la máxima normalidad posible. Me negué a hacer reservas por adelantado. La gente hacía cola en la acera. Tuve que contratar a otra camarera, pero por lo demás desdeñé como pude tanta atención no buscada. Ni siquiera me digné a escuchar al pequeño escritor gastronómico cuando regresó para discutir -razonar- conmigo. No, no le permitiría que usara mis recetas en su columna. No, no habría ningún libro. Nada de fotografías. Crêpe Framboise seguiría siendo lo que era, una crêperie de provincia.
Sabía que si me cerraba en banda durante el tiempo suficiente acabarían por dejarme en paz. Pero para entonces el daño ya estaba hecho. Ahora Laure y Yannick sabían dónde encontrarme.
Cassis debió de decírselo. Se había trasladado a un piso cerca del centro de la ciudad y, aunque nunca fue buen corresponsal, me escribía de tanto en tanto. Sus cartas eran informes sobre su célebre nuera y su refinado hijo. Bien, después del artículo y el revuelo que causó, se propusieron encontrarme. Trajeron a Cassis consigo, como si se tratase de un regalo. Supongo que pensaron que nos sentiríamos conmovidos al volver a vernos después de tantos años, pero aunque los ojos de él se humedecieron de una forma reumática y sentimental, los míos permanecieron resolutamente secos. Apenas había rastro del hermano mayor con el que había compartido tantas cosas; ahora estaba gordo, sus rasgos perdidos en aquella masa informe, la nariz enrojecida, las mejillas surcadas por capilares rotos, la sonrisa vacilante. De lo que una vez sintiera por él -la devoción por el hermano mayor que en mi mente era capaz de cualquier cosa: escalar el árbol más alto, desafiar a las abejas para robarles la miel, cruzar a nado el Loira en su tramo más ancho- no quedaba nada salvo una tenue nostalgia teñida de desprecio. Después de todo, aquello pasó hacía mucho. El hombre gordo del umbral era un desconocido.
Al principio fueron astutos. No pidieron nada. Les preocupaba el hecho de que viviera sola, me hicieron regalos -un procesador de comida, alarmados por el hecho de que aún no tuviera uno, un abrigo, una radio- se ofrecieron a sacarme… Incluso me invitaron a su restaurante en una ocasión, un lugar enorme con mesas de mármol de imitación, con manteles a cuadros y luces de neón y con estrellas de mar y cangrejos de plástico de colores llamativos enredados en las redes de pescador que colgaban de las paredes. Me referí a la decoración con cierta reserva.
– Bueno Mamie, es lo que se llama kitsch -me explicó Laure amablemente, dándome palmaditas en la mano-. No creo que te interesen estas cosas pero, créeme, en París esto está muy de moda. -Me mostró los dientes. Tiene los dientes muy blancos y grandes y el pelo es del color del pimiento fresco. Ella y Yannick se tocan y se besan a menudo en público. Debo admitir que me resultó todo bastante embarazoso. La comida fue moderna, supongo. No soy quién para juzgar estas cosas. Una especie de ensalada con un aderezo suave, varios tipos de verduras cortadas en forma de flores. Quizá había alguna endibia, pero la mayor parte eran simples hojas de lechuga, rábanos y zanahorias con formas caprichosas. Luego un trozo de merluza -un buen trozo, debo admitir, pero demasiado pequeño- con una salsa hecha con vino blanco y cebolletas y una hoja de menta encima, no me preguntéis por qué. Después, una raja de tartaleta de pera, prolijamente adornada con salsa de chocolate, azúcar de lustre y espirales de chocolate. Al mirar furtivamente al menú descubrí mucha palabrería autocongratulatoria del estilo de: «Nougatine de surtido de caramelos con una base de pasta finísima para hacer la boca agua, aderezada con chocolate espeso y oscuro y servida con coulis picante de albaricoques…». A mí no me pareció más que un simple florentino y cuando lo vi no era más grande que una moneda de cinco francos. Uno pensaría que Moisés lo había bajado de la montaña al leer cómo lo describían. ¡Y el precio! Cinco veces el precio de mi menú más caro y eso sin contar el vino. Naturalmente yo no tuve que pagar. Pero, en cualquier caso, empezaba a sospechar que habría algún precio oculto en toda aquella atención repentina.
Lo había.
Dos meses más tarde vinieron con su primera propuesta. Me ofrecían mil francos si les daba mi receta de la paëlle antillaise y les permitía incluirlo en su menú. La paëlle antillaise de Mamie Framboise tal y como aparecía mencionado en el Hôte & Cuisine (julio de 1991) por Jules Lemarchand. Al principio pensé que se trataba de una broma. «Una delicada mezcla de marisco fresco aderezado sutilmente con plátanos verdes, piña, moscatel y arroz azafranado…» Me eché a reír. ¿Acaso no tenían suficientes recetas propias?
– ¡No te rías, Mamie! -Yannick fue casi brusco, sus ojos negros y brillantes muy cerca de los míos-. Quiero decir que Laure y yo nos sentiríamos tan agradecidos… -Me dedicó una sonrisa amplia y abierta.
– No seas tan modesta Mamie. -Ojalá no me llamaran así. Laure me rodeó con su brazo desnudo y frío-. Me aseguraré de que todo el mundo sepa que es tu receta.
Cedí. En realidad no me importaba darles mis recetas; después de todo ya había dado bastantes a la gente de Les Laveuses. Les daría la paëlle antillaise gratis y todo aquello de lo que se encapricharan pero con una condición: que dejaran a Mamie Framboise fuera del menú. Ya me había escapado por los pelos. No quería atraer más atención.
Accedieron con tanta rapidez a mis condiciones como con pocas protestas. Y tres semanas después, la receta de La paëlle antillaise de Mamie Framboise apareció en Hôte & Cuisine al lado de un efusivo artículo de Laure Dessanges. «Espero poder proporcionaros más recetas campestres de Mamie Framboise muy pronto -prometió-. Hasta entonces, podéis probarlas en Aux Délices Dessanges, Rue des Romarins, Angers.»
Supongo que jamás se les ocurrió que leería el artículo. Quizá pensaron que no hablaba en serio cuando se lo dije. Cuando se lo mencioné se disculparon, como chiquillos a los que han pillado en una simpática travesura. El plato estaba teniendo mucho éxito y estaban planeando dedicar toda una sección de la carta a Mamie Framboise, en la que incluirían mi couscous à la provençale, mi cassoulet trois haricot y los famosos crêpes de Mamie Framboise.
– ¿Te das cuenta Mamie? -explicó Yannick encantador-. Lo más hermoso de todo es que no esperamos que hagas nada. ¡Sólo sé tú misma! ¡Sé natural!
– Yo podría publicar una columna en la revista -añadió Laure-. Los consejos de Mamie Framboise, o algo por el estilo. Por supuesto, tú no tendrías que escribirla. Yo me encargaría de todo. -Me sonrió alegremente, como si fuese un niña que necesita que le den seguridad.
Volvieron a traer a Cassis consigo; él también sonreía alegremente aunque parecía un poco confundido, como si todo aquello lo desbordase.
– Pero os lo advertí. -Mantuve la voz contenida, dura, para evitar que temblara-. Ya os lo advertí antes. No quiero nada de eso. No quiero formar parte de esto.
Cassis me miró desconcertado.
– Pero es una oportunidad tan buena para mi hijo… -suplicó-. Piensa en lo que esa publicidad significaría para él.
Yannick tosió.
– Lo que mi padre quiere decir -se apresuró a corregir- es que todos podríamos beneficiarnos de la situación. Las posibilidades son infinitas si la cosa resulta bien. Podríamos lanzar al mercado las confituras de Mamie Framboise, las galletas de Mamie Framboise… Naturalmente Mamie, tú tendrías un porcentaje sustancial.
Negué con la cabeza.
– No me estáis escuchando -dije alzando la voz-. No quiero publicidad. No quiero ningún porcentaje. No me interesa.
Yannick y Laure intercambiaron miradas.
– Y si estáis pensando lo que creo que estáis pensando -espeté cortante-, que fácilmente podéis hacerlo sin mi consentimiento (al fin y al cabo, un nombre y una fotografía es todo lo que necesitáis), entonces escuchadme bien. Si vuelvo a enterarme de que ha aparecido alguna receta más de Mamie Framboise en esa revista, en cualquier revista, ese mismo día llamaré al editor y le venderé los derechos de todas las recetas que tengo. ¡Qué diablos, se las daré gratis!
Estaba sin aliento, el corazón martilleándome por la rabia y el miedo. Pero nadie presiona a la hija de Mirabelle Dartigen. Ellos también sabían que estaba hablando en serio, podía leerlo en sus rostros.
– Mamie… -protestaron en vano.
– Y dejad ya de llamarme Mamie.
– Dejadme hablar con ella. -Ése era Cassis, levantándose con dificultad de la silla. Noté que la edad lo había encogido, lo había hundido suavemente en sí mismo, como un soufflé fallido. Incluso aquel pequeño esfuerzo lo hacía resollar dolorosamente.
– En el jardín.
Sentada en un tronco caído junto al pozo abandonado tuve un extraño sentimiento de duplicación, como si el viejo Cassis pudiese quitarse de la cara la máscara del hombre gordo y volver a aparecer como antes, intenso, temerario y salvaje.
– ¿Por qué haces esto? -inquirió-. ¿Es por mí?
Moví la cabeza lentamente.
– No tiene nada que ver contigo -le dije-, ni con Yannick. -Volví la cabeza bruscamente hacia la granja-. Te habrás fijado en que he podido arreglar la vieja granja.
Se encogió de hombros.
– Nunca supe por qué querías hacerlo -confesó-. Yo no hubiera tocado el lugar. Me da escalofríos sólo de pensar que estás viviendo aquí. -Y me dirigió una extraña mirada, maliciosa, casi penetrante-. Pero es típico de ti -sonrió-. Siempre fuiste su favorita, Boise. Incluso te pareces a ella ahora.
Me encogí de hombros.
– No me convencerás -le dije terminantemente.
– Incluso empiezas a hablar como ella. -Su voz, una mezcla de amor, culpa y odio-. Boise.
Lo miré.
– Alguien tenía que recordarla -le dije-. Y sabía que no ibas a ser tú.
– Pero aquí, en Les Laveuses… -dijo haciendo un gesto de impotencia.
– Nadie sabe quién soy -le dije-. Nadie me relaciona. -Sonreí de pronto-. Sabes, Cassis, para la mayoría de gente, las mujeres mayores parecen todas iguales.
Asintió.
– Y crees que Mamie Framboise cambiaría todo eso.
– Sé que lo haría.
Silencio.
– Siempre fuiste buena mentirosa -observó casualmente-. Es otra de las cosas que heredaste de ella. La capacidad de ocultar. Yo soy un libro abierto. -Estiró los brazos a ambos lados para ilustrarlo.
– Bien hecho -comenté indiferente. Incluso se lo creía él mismo.
– Eres una buena cocinera, lo reconozco. -Miró al huerto por encima de mi hombro, los árboles pesados por la fruta madura-. A ella le habría gustado. Saber que mantienes las cosas funcionando. Te pareces tanto a ella… -repitió lentamente, no era un cumplido sino una afirmación, con cierto desagrado, cierto temor.
– Me dejó su libro -le confesé-. El que contiene las recetas. El álbum.
Sus ojos se agrandaron.
– ¿De veras? Bueno, eras su preferida.
– No sé por qué sigues diciendo eso -respondí impaciente-. Si madre tuvo alguna vez una preferida, ésa fue Reinette, no yo. Acuérdate.
– Ella misma me lo dijo -explicó-. Me dijo que de los tres tú eras la única con sentido común y agallas. «Hay cien veces más de mí en esa astuta zorrilla que en vosotros dos juntos.» Eso fue lo que dijo.
Sonaba a madre. Su voz en la de él, clara y afilada como el vidrio. Debía de estar enfadada con él, en uno de sus ataques de ira. Casi nunca nos ponía la mano encima, pero ¡Dios, aquella lengua!
Cassis hizo una mueca.
– Fue la forma de decirlo, también -me dijo suavemente-. Tan fría y seca. Con esa curiosa mirada en los ojos, como si fuese una especie de prueba. Como si esperase ver cómo reaccionaría yo.
– ¿Y cómo reaccionaste?
– Me eché a llorar, claro. Sólo tenía nueve años -dijo y se encogió de hombros.
Claro que lo hizo, me dije a mí misma. Siempre hacía lo mismo. Demasiado sensible debajo de su fiereza. Solía escaparse de casa con frecuencia, durmiendo en los bosques, en las cabañas que hacía en los árboles, sabiendo que madre no lo azotaría. Ella estimulaba secretamente su mala conducta, porque parecía desafío. Parecía fortaleza. Yo le habría escupido en la cara.
– Dime, Cassis -la idea me vino de pronto y casi me dejó sin aliento por la excitación-. Mamá… ¿tú recuerdas si hablaba italiano o portugués? ¿Alguna lengua extranjera?
Cassis me miró sorprendido y negó con la cabeza.
– ¿Estás seguro? En el álbum -le hablé de las páginas escritas en lenguaje extraño, las páginas secretas que jamás había aprendido a descifrar.
– Déjame verlas.
Las miramos juntos, Cassis palpando las hojas amarillentas y rígidas con renuente fascinación. Noté que evitaba tocar la escritura aunque a veces tocaba otras cosas: las fotografías, las flores secas, las alas de mariposas, los retazos de tela pegados en las páginas.
– Dios mío -musitó-. Jamás tuve ni idea de que hubiera hecho algo parecido. -Alzó la mirada hacia mí-. ¿Y tú dices que no eras su preferida?
Al principio parecía estar más interesado en las recetas que en cualquier otra cosa. Rozando levemente el álbum, sus dedos parecían haber recuperado parte de su antigua destreza.
– Tarte mirabelle aux amandes -susurró-. Tourteau fromage. Clafoutis aux cerises rouges. ¡Me acuerdo de éstos! -Su entusiasmo era de repente muy juvenil, muy del viejo Cassis-. Todo está aquí -dijo suavemente-. Todo.
Le señalé uno de los pasajes extraños.
Cassis los estudió por un momento y empezó a reír.
– No es italiano -dijo-. ¿No te acuerdas de lo que es? -Parecía que encontraba todo aquello muy divertido, sacudiéndose y resollando. Incluso sus orejas temblaban, unas orejas grandes de viejo como champiñones garzos-. Es el lenguaje que papá inventó. Bilinienverlini, solía llamarlo. ¿No te acuerdas? Solía hablarlo a menudo.
Intenté recordar. Tenía siete años cuando murió. Debía de quedar algo, pensé para mí. Pero había muy poco. Todo había sido engullido por una enorme garganta hambrienta de oscuridad. Puedo recordar a mi padre pero sólo en retazos. El olor a polillas y tabaco que desprendía su abrigo. Las aguaturmas que sólo a él le gustaban pero que todos teníamos que comer una vez a la semana. Cómo me había clavado accidentalmente un anzuelo en la parte membranosa de la mano, entre el dedo pulgar y el índice, y sus brazos rodeándome, su voz instándome a ser valiente… Recuerdo su rostro por las fotografías, todas en color sepia. En el fondo de mi mente, algo -algo remoto- arrojado por la oscuridad. Mi padre, sonriente, farfullándonos algo sin sentido. Cassis riendo, yo riendo sin entender realmente la broma y a salvo de madre, por una vez, fuera de nuestra vista, con uno de sus dolores de cabeza quizás, unas vacaciones inesperadas…
– Recuerdo algo -dije al final.
Entonces me lo explicó pacientemente. Un lenguaje de sílabas invertidas, de palabras al revés, prefijos y sufijos absurdos. «Roquieni carpliexni.» «Quiero explicar.» «Inoi yotsei roguseni iedi nia iquieni.» «No estoy seguro de a quién.»
Por extraño que resulte, Cassis no parecía estar en absoluto interesado en los escritos secretos de mi madre. Su mirada se detenía en las recetas. El resto estaba muerto. Las recetas eran algo que podía entender, tocar, probar. Podía sentir su incomodidad al estar tan cerca de mí, como si mi parecido con ella pudiese infectarlo.
– Si mi hijo pudiese ver estas recetas… -musitó.
– No se lo digas -dije con firmeza. Empezaba a conocer a Yannick. Cuanto menos supiese de nosotros mejor.
Cassis se encogió de hombros.
– Naturalmente que no. Te lo prometo.
Y lo creí. Eso demuestra que no me parezco tanto a mi madre como él pensaba. Confié en él, que Dios me ayude, y durante un tiempo pareció haber cumplido su promesa. Yannick y Laure mantuvieron las distancias, Mamie Framboise desapareció de la escena y el otoño sucedió al verano, arrastrando una suave cola de hojas muertas.
Yannick dice que vio a la Gran Madre hoy -escribe-. Vino corriendo desde el río, medio loco por la excitación y farfullando. Con las prisas había olvidado el pescado y yo le reñí por perder el tiempo. Me miró con ese triste desamparo en sus ojos y creí que iba a decir algo pero no lo hizo. Supongo que se siente avergonzado. Yo me siento dura por dentro, helada. Quiero decir algo pero no estoy segura del qué. Trae mala suerte ver a la Gran Madre, todo el mundo lo dice, pero de eso, ya hemos tenido bastante hasta ahora. Quizá por eso soy como soy.
Me tomé tiempo para leer el álbum de mi madre. En parte era por miedo. De lo que pudiera descubrir, quizá. O de lo que me vería obligada a recordar. En parte era porque la redacción era confusa, el orden de los acontecimientos estaba experta y deliberadamente mezclado, como un ingenioso juego de cartas. Apenas recordaba el día en que había hablado, aunque soñé con él más tarde. La letra, aunque clara, era obsesivamente pequeña y me causaba terribles dolores de cabeza si la estudiaba demasiado tiempo. En esto también soy como ella. Recuerdo con nitidez sus dolores de cabeza, precedidos por lo que Cassis solía llamar sus «ataques». Habían empeorado cuando yo nací, me dijo. Él era el único de nosotros con edad suficiente para acordarse de cómo era ella antes.
Me acuerdo de cómo era antes -escribe debajo de la receta para la sidra especiada-. Estar en la luz. Sentirme pletórica. Yo fui así durante un tiempo, antes de que C. naciera. Intento recordar cómo era ser tan joven. Ojalá nos hubiésemos mantenido alejados, me digo a mí misma. No regreses nunca más a Les Laveuses. Y, intenta ayudar. Pero ya no hay amor. Ahora me tiene miedo, miedo de lo que pueda hacer. A él. A los niños. No hay dulzura en el sufrimiento, piense lo que piense la gente. Al final acaba por corroerlo todo. Y se queda por los niños. Debería estarle agradecida. Podría abandonarme y nadie pensaría mal de él. Al fin y al cabo, él nació aquí.
Nunca se le dio bien quejarse, aguantaba el dolor hasta que no podía más antes de retirarse a su habitación en penumbra mientras nosotros salíamos afuera sin hacer ruido, como gatos cautelosos. Cada seis meses solía sufrir un ataque realmente serio que la dejaba postrada durante días. En una ocasión, cuando yo era muy pequeña, se desmayó de camino a casa desde el pozo, desplomándose hacia delante sobre el cubo, un chorro de líquido tiñó el camino reseco ante ella, su sombrero de paja caído de lado para dejar al descubierto la boca abierta, los ojos mirando fijamente. Yo me encontraba en el huerto que estaba junto a la cocina recogiendo hierbas, estaba sola. Lo primero que pensé fue que estaba muerta. Su silencio, el agujero negro de la boca en contraste con la piel tensa y ocre del rostro, los ojos como bolas. Dejé mi cesto muy lentamente y me dirigí hacia ella.
El sendero parecía deformarse extrañamente a mis pies, como si llevara puestas las gafas de otra persona y tropecé un poco. Mi madre yacía apoyada sobre el costado. Una pierna extendida, la falda negra un poco levantada dejando al descubierto la bota y la media. La boca abierta de par en par glotonamente. Yo estaba tranquila.
«Está muerta», me dije. El torrente de sentimientos que me inundó ante tal pensamiento fue tan intenso que por un instante me sentí incapaz de identificarlo. Una sensación como si fuese la brillante cola de un cometa, haciéndome cosquillas en las axilas y volteando mi estómago, como si se tratase de una crêpe. Terror, pena, confusión. Miré en mi interior pero no hallé nada de eso. En su lugar, una explosión de fuegos artificiales envenenados que me llenaban la cabeza de luz. Miré lacónica al cadáver de mi madre y sentí alivio, esperanza y una alegría fea y primitiva.
Esta dulzura…
Me siento dura por dentro, helada.
Lo sé, lo sé. No puedo esperar que entendáis cómo me sentí. También a mí me parece grotesco recordar cómo fue, me pregunto si no será éste otro falso recuerdo… Por supuesto, pudo ser el shock. La gente tiene experiencias extrañas bajo los efectos de un shock. Incluso los niños. Especialmente los niños, los salvajes gazmoños y reservados que éramos. Encerrados en nuestro mundo de locura, entre el Puesto de Vigilancia y el río, con las piedras alzadas para custodiar nuestros rituales secretos… En cualquier caso, fue alegría lo que sentí.
Estaba junto a ella. Los ojos muertos observándome sin pestañear. Me pregunté si no debía cerrárselos. Había algo inquietante en aquella mirada esférica y como de pez que me recordó a la de la Gran Madre el día en que por fin conseguí pescarla. Un hilo de saliva brillaba entre sus labios. Me acerqué un poco más…
Su mano salió disparada y se aferró a mi tobillo. No estaba muerta sino al acecho, los ojos brillándole con mezquina astucia. Su boca moviéndose penosamente, pronunciando cada palabra con precisión cristalina. Cerré los ojos para no gritar.
– Escucha. Tráeme mi bastón. -Su voz era áspera y metálica-. Tráelo. Cocina. Rápido.
La miré fijamente, su mano aferrada aún a mi tobillo desnudo.
– Esta mañana lo vi venir -dijo monótonamente-. Sabía que sería de los fuertes. Sólo veía la mitad del reloj. Olía a naranjas. Tráeme el bastón. Ayúdame.
– Pensé que ibas a morir. -Mi voz sonaba extrañamente como la suya, clara y dura-. Pensé que estabas muerta.
Frunció la comisura de la boca y emitió un graznido apagado que identifiqué como una carcajada. Fui corriendo hasta la cocina con aquel sonido en los oídos, encontré el bastón, una vara de espino pesada y retorcida con la que solía alcanzar las ramas más altas de los árboles y se la llevé. Ya se había puesto de rodillas, empujando el suelo con las manos. De cuando en cuando meneaba la cabeza con un gesto brusco e impaciente, como si la persiguieran las avispas.
– Bien -su voz era espesa como una bocanada de barro-. Ahora déjame. Ve y díselo a tu padre. Me voy a mi habitación. -Luego, levantándose violentamente con la ayuda del bastón, tambaleándose, manteniéndose en pie por el simple esfuerzo de su voluntad-: ¡Te he dicho que te vayas!
Y me golpeó torpemente con la mano entrecerrada, perdiendo casi el equilibrio, tropezando con el bastón. Corrí entonces, y sólo me di la vuelta cuando ya estaba fuera del alcance de su ira, ocultándome en una hilera de grosellas para observar su andar vacilante hacia la casa, arrastrando los pies y levantando espirales de polvo tras de sí.
Fue la primera vez que me di verdaderamente cuenta de la aflicción de mi madre. Más tarde mi padre nos lo explicó, el asunto del reloj y las naranjas, mientras ella yacía en la penumbra. No entendimos gran cosa de lo que nos habló. Nuestra madre padecía delirios, nos dijo pacientemente, dolores de cabeza que eran tan terribles que a veces ni siquiera era consciente de sus actos. ¿Habíamos sufrido alguna vez una insolación? ¿Experimentado aquel sentimiento de aturdimiento e irrealidad, imaginar que las cosas estaban más cerca de lo que lo estaban de verdad, oír los ruidos más fuertes? Lo miramos sin entender. Sólo Cassis, de nueve años frente a mis cuatro, parecía comprender.
– Hace cosas -prosiguió mi padre- cosas de las que después ya no se acuerda. Todo por los delirios.
Lo miramos con solemnidad. Delirios.
Mi mente infantil asociaba aquella palabra a cuentos de brujas. La casita de pan de jengibre. Los siete cisnes. Me imaginé a mi madre tumbada en la cama en la oscuridad, con los ojos abiertos, extrañas palabras deslizándose entre sus labios como anguilas. La imaginé mirando a través de las paredes y viéndome, viendo en mi interior y sacudiéndose con aquella risa espantosa y chirriante… Padre dormía a veces en la silla de la cocina cuando mi madre tenía sus delirios. Una mañana al despertar nos lo encontramos lavándose la frente en la pila de la cocina y el agua estaba teñida de sangre… Un accidente, nos dijo. Un estúpido accidente. Pero recuerdo haber visto sangre en las tejas de terracota. Había un haz de leña para la estufa sobre la mesa que también tenía sangre.
– Ella no nos haría daño, ¿verdad papá?
Me miró un instante. Titubeó un segundo, quizá dos. Y en sus ojos, una mirada valorativa, como si estuviera sopesando cuánto debía contar.
Luego sonrió.
– Por supuesto que no, cariño. -Qué cosas tienes, venía a decir su sonrisa-. Ella nunca os haría daño a vosotros. -Me estrechó entre sus brazos y olí a tabaco y a polillas y al olor dulzón de sudor rancio. Pero nunca olvidé aquel titubeo, aquella mirada de cálculo. Por un segundo lo había considerado. Le había dado vueltas en su cabeza, preguntándose cuánto debía contarnos. Quizá pensó que le quedaba tiempo, mucho tiempo para contárnoslo cuando fuésemos mayores.
Aquella noche escuché ruidos que procedían de la habitación de mis padres; gritos, rotura de cristales. Me levanté temprano para descubrir que mi padre había pasado toda la noche en la cocina. Mi madre se levantó tarde pero de buen humor -de tan buen humor como jamás lo estuvo-. Tarareando una cancioncilla en un tono bajo y discordante mientras removía los tomates verdes en su olla para la confitura, me dio un puñado de ciruelas Claudias del bolsillo de su delantal. Tímidamente le pregunté si se sentía mejor. Me miró sin entender, su rostro blanco e inexpresivo como un plato recién lavado. Más tarde me colé en su habitación y hallé a mi padre tapando la ventana rota con papel de cera. Los cristales estaban en el suelo y el reloj de la repisa de la chimenea yacía ahora boca abajo sobre las tablas del suelo. Una mancha rojiza se había secado en el papel de la pared justo encima del cabezal de la cama y mis ojos la perseguían con una especie de fascinación. Podían distinguirse las huellas de los cinco dedos y la palma de la mano donde había apuñalado el papel. Cuando volví a mirar unas horas más tarde la pared estaba limpia y la habitación volvía a estar en orden. Ninguno de mis padres mencionó el incidente, se comportaban como si no hubiese sucedido nada malo. Pero después de aquello, mi padre cerraba las puertas de nuestra habitación y echaba el cerrojo en las ventanas cada noche, como si tuviese miedo de que algo fuese a forzar la entrada.
Cuando mi padre murió no sentí verdadero pesar. Indagando en mi interior en busca de dolor sólo encontré un lugar duro, como el hueso en el centro de una fruta. Me decía que jamás volvería a ver su rostro, pero para entonces ya casi lo había olvidado. Había sido reemplazado por una especie de imagen con los ojos en blanco, como un santo de escayola, con los botones de su uniforme lanzando suaves destellos. Intenté imaginarlo muerto, caído en el campo de batalla, yaciendo en alguna fosa común, despedazado por una mina que le había explotado en la cara… Imaginé horrores pero eran tan irreales para mí como las pesadillas. Cassis fue el que se lo tomó peor. Se escapó y estuvo ausente durante dos días después de conocer la noticia. Cuando al final regresó a casa, estaba exhausto, hambriento y lleno de picaduras de mosquito. Había estado durmiendo en el otro lado del Loira, donde los bosques ceden paso al pantanal. Creo que tuvo la absurda idea de alistarse en el ejército, pero se había perdido, vagando en círculos durante horas hasta que volvió a encontrar el Loira. Intentó fanfarronear, hacernos creer que había vivido aventuras, pero por primera vez no lo creí.
Después de aquello le dio por pelearse con otros chicos y a veces llegaba a casa con las ropas rasgadas y sangre bajo las uñas. Pasaba horas y horas solo en el bosque. Nunca lloró por padre y se enorgullecía de ello, incluso llegó a insultar a Philippe Hourias cuando en una ocasión intentó consolarlo. Reinette, al contrario, parecía disfrutar de la atención que la muerte de padre le proporcionaba. La gente se presentaba con regalos o le acariciaban la cabeza cuando se la encontraban por el pueblo. En el café, el tema de nuestro futuro -y el de nuestra madre- se comentaba con voces quedas y serias. Mi hermana aprendió a humedecer sus ojos a voluntad y cultivó una sonrisa de niña valiente y huérfana que le valía regalos o caramelos, además de la fama de ser la única sensible de la familia.
Mi madre nunca volvió a hablar de él después de su muerte. Era como si, después de todo, mi padre nunca hubiese vivido con nosotros. La granja siguió funcionando y con más eficiencia si cabe. Arrancamos las hileras de aguaturmas que sólo a él le gustaban y las reemplazamos con espárragos y brécol púrpura que se mecía y susurraba en el viento. Empecé a tener pesadillas en las que estaba enterrada, pudriéndome, abrumada por el hedor de mi propia putrefacción. Me ahogaba en el Loira, sintiendo el cieno del lecho del río reptar por mi carne muerta y cuando intentaba pedir ayuda notaba cientos de cuerpos junto a mí, meciéndose suavemente con la corriente del río, amontonados unos junto a otros, hombro con hombro, algunos enteros, otros mutilados, sin rostro, con sonrisas quebradas por las mandíbulas dislocadas y con los ojos muertos en blanco en una ostentosa señal de bienvenida… Me despertaba de esos sueños sudorosa y gritando pero madre nunca acudía. Cassis y Reinette venían en su lugar, a veces impacientes, a veces amables. En algunas ocasiones me pellizcaban y me amenazaban en voz baja y exasperada. En otras me abrazaban y me dormían acunándome en sus brazos. A veces Cassis nos explicaba historias y Reine-Claude y yo le escuchábamos con los ojos abiertos a la luz de la luna; eran historias de gigantes y de brujas, de rosas devoradoras de hombres, de montañas y dragones disfrazados de hombres… Oh, Cassis era muy bueno contando historias en aquellos días y aunque con frecuencia se mostraba cruel y se reía a menudo de mis terrores nocturnos, ésas son las historias que ahora recuerdo con más nitidez, además del brillo de sus ojos.
Al irse padre, aprendí a reconocer los delirios de madre casi tan bien como lo hiciera él. Al principio empezaba a hablar con cierta vaguedad, y sentía cierta tensión alrededor de las sienes que traicionaba meneando la cabeza con gestos impacientes y rápidos. A veces intentaba coger algún objeto -una cuchara, un cuchillo- y erraba, golpeándose la mano repetidamente contra la mesa o con el fregadero como si buscara el objeto. A veces preguntaba: «¿Qué hora es?», aunque estuviera justo delante del reloj de la cocina, grande y redondo. Y en todas aquellas ocasiones siempre la misma tajante y sospechosa pregunta:
– ¿Alguno de vosotros ha traído naranjas a casa?
Silenciosamente negábamos con la cabeza. Las naranjas escaseaban; sólo las habíamos probado ocasionalmente. En el mercado de Angers las veíamos de vez en cuando: jugosas naranjas españolas de corteza gruesa y cubierta de surcos; naranjas sanguinas de grano fino procedentes del sur, abiertas para revelar la carne purpúrea y áspera… Nuestra madre siempre se mantenía a distancia de esos tenderetes, como si su mera vista la pusiese enferma. Una vez, cuando una amable mujer del mercado nos dio una naranja para compartir, nuestra madre se negó a dejarnos entrar en la casa hasta que nos hubiéramos lavado, restregado las uñas y frotado las manos con bálsamo de limón y espliego, y aun así protestaba que podía oler el aceite de la naranja en nosotros, dejando las ventanas abiertas durante dos días hasta que finalmente el olor se desvaneció. Las naranjas de sus delirios eran puramente imaginarias, claro está. El perfume precedía a sus migrañas y al cabo de pocas horas de olerlo ya estaba echada en la cama a oscuras con un pañuelo empapado en lavanda en la cara y las pastillas a mano. Las pastillas, luego lo supe, eran morfina.
Ella nunca nos explicaba nada. La información que podíamos recoger era fruto de una larga observación. Cuando sentía aproximarse un ataque de migraña se limitaba a retirarse a su habitación sin darnos ninguna explicación, dejándonos que nos las arregláramos solos. Así fue como empezamos a considerar esos delirios suyos como una especie de vacaciones cuya duración podía variar entre dos horas y un día entero, quizá dos, durante los cuales corríamos libremente. Para nosotros eran días maravillosos, días que hubiera deseado que duraran eternamente, nadando en el Loira o pescando cangrejos en las aguas poco profundas, explorando el bosque, poniéndonos enfermos de tanto comer cerezas, ciruelas o grosellas, peleándonos, disparando con pistolas de patata y decorando las piedras alzadas con el botín de nuestras aventuras.
Las piedras alzadas eran los restos de un viejo embarcadero arrastrado por la corriente tiempo atrás. Cinco pilares de piedra, uno más bajo que los demás, que emergían del agua. Un enganche de metal sobresalía en cada uno de los lados, derramando lágrimas oxidadas en la piedra podrida, donde una vez habían estado fijadas las tablas. En esas protuberancias metálicas colgábamos nuestros trofeos; bárbaras guirnaldas de cabezas de pescado y flores, señales escritas en códigos secretos, piedras mágicas, esculturas de madera a la deriva. El último pilar estaba asentado en aguas profundas, en un lugar donde la corriente era especialmente fuerte; ahí escondíamos nuestro cofre del tesoro. Se trataba de una caja de latón envuelta en un tejido alquitranado y sujeta con un trozo de cadena. La cadena estaba atada a una cuerda que a su vez permanecía sujeta al pilar al que todos nos referíamos como la piedra del tesoro. Para coger el tesoro era preciso nadar hasta el último pilar -toda una hazaña- luego, aferrándose a él con un brazo, había que levantar el cofre hundido, desatarlo y volver a nadar con él a cuestas hasta la orilla. Todos dábamos por sentado que Cassis era el único capaz de hacerlo. El «tesoro» consistía básicamente en objetos que ningún adulto consideraría valiosos. Las pistolas de patata, goma de mascar envuelta en papel untado de grasa para que se conservara mejor, una barra de azúcar, tres cigarrillos, algunas monedas en un monedero desgastado, fotografías de actrices (que, al igual que los cigarrillos, eran de Cassis) y algunos ejemplares de una revista ilustrada especializada en historias escabrosas.
Algunas veces Paul Hourias nos acompañaba en lo que Cassis solía llamar nuestras «salidas de caza», aunque no estaba totalmente iniciado en nuestros secretos. Me gustaba Paul. Su padre vendía cebos en la carretera de Angers y su madre hacía remiendos para poder llegar a fin de mes. Era hijo único de unos padres con edad suficiente para ser sus abuelos y la mayor parte de su tiempo lo pasaba quitándose fuera de su vista. Él vivía como yo ansiaba vivir; en verano pasaba noches enteras en el bosque sin despertar por ello ninguna intranquilidad en su familia. Sabía dónde encontrar setas en el bosque y hacer silbatos de las ramas de un sauce. Tenía unas manos diestras y ágiles pero a menudo era torpe y lento en el hablar y cuando había adultos cerca solía tartamudear. Aunque tenía casi la misma edad que Cassis no iba al colegio; en vez de eso ayudaba en la granja de su tío, ordeñando las vacas y sacándolas a pastar. Se mostraba paciente conmigo, más que Cassis, nunca se burlaba de mi ignorancia o me despreciaba por ser pequeña. Por supuesto, ahora ya está viejo. Pero a veces pienso que de nosotros cuatro es el que menos ha envejecido.