Limpia y destripa las anchoas y sálalas por dentro y por fuera. Rellénalas generosamente con sal gema y ramitas de salicor. Pónlas en un barril con la cabeza apuntando hacia arriba, y ve echándole capas de sal hasta cubrirlas por completo.
Otra afectación. Al abrir el barril estarían allí, de pie, erguidas sobre sus colas en la sal reluciente y grisácea, mirando fijamente con su muda llamada de pez. Saca las que necesites para prepararlas ese mismo día y vuelve a poner el resto en su lugar, añadiendo más sal y salicor. En la penumbra de la bodega parecen desesperadas, como niños ahogándose en un pozo.
Corta de raíz este pensamiento como si fuese el tallo de una flor.
Mi madre escribe en tinta azul, la letra pulida y ligeramente sesgada. Debajo añade algo más, en una letra un poco más descuidada, pero está en blini enverlini, un exótico garabato con un lápiz de color rojo brillante como si fuese una barra de labios: nisi nisallitsapi.
Sin pastillas.
Las tenía desde que estallara la guerra; las había racionado con sumo cuidado al principio, a razón de una por mes o menos; luego con menor prudencia a medida que iba avanzando aquel extraño verano y estaba oliendo a naranjas continuamente.
Y hace todo lo que puede para ayudar -escribe con estilo desigual-, nos da un cierto respiro a ambos. Consigue las pastillas en La Rép de un hombre a quien conoce Hourias. Otros consuelos también. Me supongo. Ya me cuidaré bien de preguntárselo. Al fin y al cabo, no es de piedra. No es como yo. Intento no darle importancia. No tiene sentido hacerlo. Es discreto. Debería estarle agradecida. Me cuida a su manera, pero no sirve de nada. Estamos divididos. Él vive en la luz. El mero pensamiento de mi sufrimiento lo deja consternado. Lo sé y aun así lo odio por ser lo que es.
Luego, más adelante, después de la muerte de mi padre:
Sin pastillas. El alemán dice que puede conseguirme algunas pero no viene. Es una locura. Vendería a mis hijos por una noche de descanso.
Esta última entrada, en contra de lo acostumbrado, está fechada. Así es como lo sé. Era muy celosa con las pastillas, y escondía la botella en su habitación, en el fondo de un cajón. A veces sacaba la botella y la abocaba. Era de vidrio, de color caoba, la etiqueta aún traslucía algunas palabras en alemán, apenas legibles.
Sin pastillas.
Fue la noche del baile, la noche de la última naranja.
– ¡Ey, backfisch, casi se me olvidaba! -Dándose la vuelta me la lanzó despreocupadamente como si fuese un muchacho que está pasando una pelota, para ver si yo la cogía. Él era así, hacía ver que se le había olvidado, se burlaba de mí, se arriesgaba a que el premio fuese a parar al Loira enlodado si yo era lenta o patosa-. Tu favorita.
La cogí con facilidad, con la mano izquierda. Sonreí.
– Dile a los otros que vengan a La Mauvaise Réputation esta noche -me hizo un guiño, los ojos verdes le brillaban maliciosos como los de un gato-. Puede que haya diversión.
Naturalmente, madre jamás nos habría permitido salir por la noche. A pesar de que el toque de queda no solía aplicarse en los pueblos pequeños y remotos como el nuestro, existían otros peligros. La noche ocultaba más correrías ilícitas de las que podíamos imaginarnos, y por entonces a un grupo de alemanes sin uniforme les había dado por frecuentar el café para tomar algo. Al parecer les gustaba salir de Angers, lejos de la mirada recelosa de las SS. En nuestros encuentros, Tomas solía aludir a esto y a veces yo oía el ruido de motos en la carretera distante y me lo imaginaba a él yendo a casa. Su imagen se me aparecía con nitidez en la mente, el pelo hacia atrás a causa del viento, la luz de la luna iluminándole el rostro y la fría y blanquecina extensión del Loira. Por supuesto, el conductor de la motocicleta podía ser cualquiera. Pero yo siempre pensaba en Tomas.
Aquel día, sin embargo, era distinto. Envalentonada quizá por el tiempo secreto que habíamos pasado juntos, todo me parecía posible. Colgándose la chaqueta del uniforme sobre los hombros, Tomas me saludó indolente mientras se iba, levantando una nube del polvo amarillento del Loira con las ruedas y de pronto mi corazón se ensanchó de manera insoportable. La pérdida me inundó como un baño de agua fría y caliente y eché a correr detrás de él, probando el polvo, haciendo señas con los brazos, incluso mucho después de que su moto hubiese desaparecido por la carretera de Angers y las lágrimas empezaron a cavar surcos rosados en la máscara polvorienta de mi rostro.
No era suficiente.
Había tenido mi día, mi día perfecto y aun así, mi corazón hervía de rabia e insatisfacción. Estudié el sol para saber la hora. Cuatro horas. Un tiempo imposible, toda una tarde y aun así no era suficiente. Quería más. Más. El descubrimiento de aquel nuevo apetito en mi interior hizo que me mordiese el labio en señal de desesperación; el recuerdo del breve contacto entre los dos me quemaba la mano como una brasa. Varias veces me llevé la palma a los labios y besé la quemadura que su piel había dejado. Evoqué sus palabras como si fuesen poesía. Reviví todos y cada uno de aquellos preciosos instantes con incredulidad creciente, como en los días de invierno al recordar el verano. Pero era un apetito que ninguna dosis de comida podía satisfacer. Quería verlo de nuevo, aquel día, en aquel mismo instante. Me venían a la cabeza locos pensamientos de los dos huyendo juntos, viviendo en el bosque lejos de la gente; pensamientos de mí misma construyendo una cabaña en un árbol para él y de los dos alimentándonos de setas, fresas silvestres y castañas hasta que la guerra terminase…
Me hallaron en el puesto de vigilancia, con la naranja en una mano, tumbada de espaldas y mirando la cúpula otoñal.
– O-os di-di-je que es-estaría aquí -anunció Paul (siempre tartamudeaba mucho en presencia de Reine)-. La vi ca-ca-caminando hacia el bo-bosque mientras pe-pe-pescaba.
Parecía tímido y violento junto a Cassis, consciente de su mono azul desaliñado (hecho de uno de los monos de su tío) y los pies sin calcetines en los zuecos de madera. Su viejo perro, Malabar, estaba con él, atado a un trozo de cuerda verde de jardinería. Cassis y Reine llevaban puestas sus ropas de colegio y ella llevaba el pelo recogido con un lazo de seda amarillo. Siempre me preguntaba por qué Paul iba tan mal vestido teniendo una madre costurera.
– ¿Estás bien? -La voz de Cassis sonaba brusca por la ansiedad-. Al ver que no volvías a casa pensé… -Le dirigió a Paul una mirada rápida y sombría y luego otra de advertencia hacia mí-. Sabes quién no ha estado aquí, ¿no? -musitó, deseando claramente que Paul se fuese.
Asentí. Cassis hizo un gesto de disgusto.
– ¿Qué te tengo dicho? -dijo en voz baja y furiosa-. ¿Qué te tengo dicho de no estar a solas con…? -Otra mirada a Paul-. Bueno, será mejor que nos vayamos a casa ahora -dijo subiendo el tono-. Madre empezará a preocuparse, está preparando pavé. Será mejor que te des prisa y…
Pero Paul estaba mirando la naranja que yo sostenía en la mano.
– Has has con-conseguido otra -dijo con aquella curiosa y pausada forma suya.
Cassis me dirigió una mirada de disgusto.
– ¿Por qué no se te habrá ocurrido esconderla, estúpida? Ahora tendremos que compartirla con él.
Dudé. Compartir no entraba dentro de mis planes. Necesitaba la naranja para aquella noche. Y aun así, podía ver que Paul seguía sintiendo curiosidad. Estaba dispuesto a hablar.
– Te daré un poco si no dices nada -le dije por fin.
– ¿De dónde la has sacado?
– La canjeé en el mercado por un poco de azúcar y seda de paracaídas -dije con facilidad sospechosa-. Madre no lo sabe.
Paul asintió, luego miró tímidamente a Reine.
– Podríamos compartirla ahora -dijo cautelosamente-. Tengo una navaja.
– Dámela -le ordené.
– Yo lo haré -dijo Cassis al instante.
– No, es mía -repliqué-. Déjame a mí.
Estaba pensando aceleradamente. Naturalmente podría arreglármelas para guardar parte de la piel de naranja, pero no quería que Cassis sospechase.
Me volví de espaldas a ellos para partir la naranja, con cuidado para evitar cortarme la mano. Dividirla en cuartos habría sido fácil: cortar por el centro y luego volver a dividirla en dos, pero en esta ocasión necesitaba una parte extra que fuese lo bastante grande para satisfacer mi propósito pero lo bastante insignificante para que no se notase, un trozo que pudiese deslizarme en el bolsillo para utilizarlo luego… Mientras estaba partiendo la naranja noté que el regalo de Tomas era una naranja de Sevilla, una sanguina, y por un breve instante me quedé paralizada ante el jugo encarnado que goteaba entre mis dedos.
– Date prisa, torpe -dijo Cassis impaciente-. ¿Cuánto tiempo necesitas para cortar una naranja a cuartos?
– Lo estoy intentando -repliqué-. La piel es muy dura.
– De-déjame a mí -Paul hizo ademán de acercarse a mí y por un segundo estuve segura de que me había visto, el quinto cuarto, no más grande que una raja, antes de que lo deslizara bajo la manga y fuera de la vista.
– Ya está -anuncié-. Ya lo he hecho.
Las partes eran desiguales. Lo había hecho lo mejor que había podido, pero aún había un cuarto que era perceptiblemente más grande que el resto y otro que era muy pequeño. Yo tomé el pequeño y me di cuenta de que Paul le dio el más grande a Reine.
Cassis miró con repugnancia.
– Te dije que me dejaras hacerlo a mí -se quejó-. El mío no es un cuarto decente. Eres muy torpe, Boise.
Chupé mi trozo de naranja en silencio. Al cabo de un rato Cassis paró de refunfuñar y se comió el suyo. Vi que Paul me observaba con una expresión extraña pero no dijo nada.
Lanzamos al río las pieles. Yo me las compuse para guardar un trozo de piel en la boca pero el resto lo tiré, incómodamente consciente de los ojos de Cassis puestos en mí, y sentí cierto alivio al ver que se relajaba un poco. Me pregunté qué habría sospechado. Deslicé el trozo de piel mordida al bolsillo junto con el ilícito quinto cuarto, complacida conmigo misma.
Esperaba que bastase con eso.
Les enseñé a los otros cómo lavarse las manos y la boca con menta e hinojo y cómo restregarse las uñas con barro para ocultar el color de la naranja; luego regresamos a casa campo a través, donde madre, cantando de forma monótona para sí, estaba preparando la cena.
Se rehoga la cebolla y las cebolletas en aceite de oliva con un poco de romero fresco, las setas y un puerro pequeño. Se añade un puñado de tomates secos, perejil y tomillo. Se cortan cuatro anchoas a lo largo y se ponen en la sartén unos cinco minutos.
– Boise, trae algunas anchoas del barril. Cuatro de las grandes.
Fui a la bodega con un plato y las pinzas de madera para que la sal no me agrietara la piel de las palmas. Saqué el pescado, luego la bolsa de naranja dentro de su tarro protector. Añadí a ella el nuevo trozo de naranja estrujando el aceite y el jugo para reavivar la vieja piel, luego corté el resto con mi navaja y lo até dentro de la bolsita. En seguida el aroma se hizo penetrante. Volví a poner la bolsita en el tarro, limpié el cristal de sal y lo metí en el bolsillo de mi delantal para que no se desperdiciara más del preciado aroma. Me froté fugazmente las palmas contra el pescado salado para engañar a madre.
Se agrega una copita de vino blanco y las patatas sancochadas y harinosas. Se añaden sobras de comida -unas tiras de tocino, sobras de pescado o carne- y una cucharada de aceite. Se deja cocer a fuego lento durante diez minutos sin remover ni levantar la tapa.
Podía oírla canturreando para sí en la cocina. Tenía una voz monótona y un tanto áspera, que se alzaba y decaía a intervalos.
Se añade el mijo crudo y colado -humm- y se retira del fuego. Se deja tapado durante -humm- diez minutos sin remover o -humm- hasta que se haya embebido el caldo. Se pone en un plato llano -humm- se pincela con aceite y se deja cocer hasta que se tueste.
Con un ojo en lo que estaba sucediendo en la cocina puse por última vez la bolsita de naranja debajo del tubo de la calefacción.
Esperé.
Durante un rato pareció que no iba a funcionar. Madre seguía en la cocina, murmurando para sí de aquella forma átona y obstinada. Además del pavé había un pastel oscurecido con bayas y cuencos con ensalada y tomates. Parecía casi una cena de celebración, aunque no tenía ni idea de qué era lo que celebrábamos. Madre era así a veces; en sus días buenos había un banquete, en los malos teníamos que apañárnoslas con crêpes frías y trozos de rillettes. Hoy tenía un aspecto casi espiritual, con el cabello cayéndole en zarcillos de su habitual estilo recogido severamente hacia atrás, el rostro húmedo y sonrosado por el calor del fuego. Había una cualidad casi febril en ella, en su forma de hablarnos, el rápido y contenido abrazo que le dio a Reine al entrar, una rareza casi tan inusual como sus escasos episodios de violencia, el tono de su voz, la forma de mover las manos en el cuenco, en la tabla de cortar, con la rápida y nerviosa oscilación de los dedos.
Sin pastillas.
Una arruga entre los ojos, arrugas alrededor de la boca, su sonrisa tensa y forzada. Me miró cuando le di las anchoas y me sonrió con una dulzura peculiar, una sonrisa que un mes antes, un día antes, incluso podría haber enternecido mi corazón.
– Boise.
Pensé en Tomas sentado en la orilla del río. Pensé en la cosa que había visto, la resbaladiza y monstruosa belleza de su flanco contra el agua. Deseo. Deseo. Que él esté allí esta noche, me dije a mí misma, en La Mauvaise Réputation. Con la chaqueta colgada descuidadamente del respaldo de la silla. Me imaginé a mí misma, transformada repentinamente en una belleza como las artistas de cine, refinada con un vestido de seda ondeando detrás de mí, todo el mundo observándome. Deseo. Deseo. Si hubiera tenido la caña a mano…
Mi madre me observaba con una expresión de vulnerabilidad extraña, casi embarazosa.
– ¿Boise? -repitió-. ¿Te encuentras bien? ¿Estás enferma?
Negué con la cabeza en silencio. La oleada de odio que me invadió fue como un latigazo, una revelación. Deseo… Deseo… Puse un gesto hosco. Tomas, sólo tú. Para siempre.
– Tengo que ir a comprobar mis trampas -anuncié con voz apagada-. No tardaré mucho.
– ¡Boise! -la oí llamarme, pero no hice caso. Corrí hasta el río, comprobé todas las trampas dos veces, segura de que aquella ocasión, aquella ocasión, cuando tanto necesitaba el deseo… Todas vacías. Volví a lanzar al río los peces pequeños: percas, gobios, anguilas de hocicos pequeños y aplastados con una rabia repentina y punzante.
– ¿Dónde estás? -escruté el agua silenciosa-. ¿Dónde estás, vieja y astuta zorra?
Debajo de mis pies el Loira sombrío fluía inmóvil, pardo y burlón. Deseo. Deseo. Cogí una piedra de la orilla y la arrojé tan lejos como pude, haciéndome daño en el hombro.
– ¿Dónde estás? ¿Dónde te escondes? -mi voz sonaba ronca y estridente como la de mi madre. El aire estaba crispado con mi furia-. Sal de ahí y déjame verte. ¡Atrévete! ¡Atrévete!
Nada. Nada salvo el río serpenteante y pardusco y los bancos de arena medio sumergidos en la luz crepuscular. Sentía la garganta tosca y rasposa. Las lágrimas se agolpaban en el borde de mis ojos como avispas.
– Sé que puedes oírme -le dije en voz baja-. Sé que estás ahí.
El río parecía darme la razón. Podía percibir los sedosos sonidos del agua contra la orilla a mis pies.
– Sé que estás ahí -repetí, casi acariciante.
Ahora parecía que todo me estaba escuchando, los árboles con las hojas cambiando de color, el agua, la abrasada hierba otoñal.
– Sabes lo que deseo ¿verdad? -De nuevo aquella voz que parecía pertenecer a otra persona, una voz adulta y seductora-. Lo sabes.
Entonces pensé en Jeannette Gaudin y en la serpiente de agua, en los largos cuerpos de color marrón colgados en las piedras alzadas y la sensación que había tenido, ya a principio de aquel verano hace un millón de años, la convicción… Era una abominación. Un monstruo. Nadie podía pactar con un monstruo.
Deseo. Deseo.
Me pregunté si Jeannette había estado allí, de pie donde estaba yo ahora, descalza y mirando el agua. ¿Qué deseó ella? ¿Un vestido nuevo? ¿Una muñeca para jugar? ¿Otra cosa?
Una cruz blanca. «Querida hija.» De pronto no me pareció algo tan terrible estar muerta y ser querida, un ángel de escayola en la cabeza y silencio…
Deseo. Deseo.
– Te devolvería al agua -le susurré furtivamente-. Sabes que lo haría.
Por un instante me pareció ver algo. Un lomo erizado en el agua, un algo resplandeciente y silencioso como una mina, todo dientes y metal. Pero era sólo mi imaginación.
– Lo haría -repetí suavemente-. Te devolvería al agua.
Pero aun en el caso de que realmente hubiera estado allí, ahora no estaba. Junto a mí una rana croó repentina y absurdamente. Hacía más frío. Me volví y regresé por los mismos campos donde había venido, cogiendo algunas espigas de trigo como excusa por mi tardanza.
Al cabo de un rato empecé a oler el pavé y apresuré el paso.
«La he perdido. Los estoy perdiendo a todos.»
Está escrito en el álbum de mi madre enfrente de la receta para el pastel de zarzamoras. En tinta negra y con una caligrafía diminuta e incitadora de migrañas, las líneas se cruzan y se vuelven a cruzar, como si el código en el que escribe no bastase para ocultarnos el miedo que sentía hacia nosotros y hacia sí misma.
Hoy me ha mirado como si yo no estuviese ahí. Deseaba tanto estrecharla entre mis brazos… pero ha crecido mucho y me dan miedo sus ojos. Sólo R-C. parece guardar algo de candidez pero B. ya no parece mi hija. Mi error fue pensar que los niños eran como los árboles. Pódalos y crecerán más dulces. No es verdad. No es verdad. Cuando Y. murió les hice crecer demasiado deprisa. No quería que fuesen niños. Ahora son más duros que yo. Como animales. La culpa es mía. Yo los hice así. Naranjas en casa otra vez esta noche, pero nadie las huele salvo yo. Me duele la cabeza. Si ella me pusiese la mano sobre la frente… Sin pastillas. El alemán dice que puede conseguir más pero no viene. Boise. Hoy ha llegado tarde a casa. Como yo, está dividida.
Parece un galimatías pero de repente su voz suena en mi mente con gran claridad. Es profunda y plañidera, la voz de una mujer aferrándose a su cordura con todas sus fuerzas.
El alemán dice que puede conseguir más, pero no viene.
Oh, madre. Si lo hubiese sabido…
Paul y yo íbamos leyendo el álbum poco a poco durante aquellas largas noches. Yo descifraba el código mientras él escribía y anotaba las referencias en pequeñas tarjetas para intentar ordenar los acontecimientos en secuencias. Jamás hacía comentarios, ni siquiera cuando yo me saltaba algunos pasajes sin explicarle el porqué. Cubríamos una media de dos o tres páginas por noche, no era gran cosa, pero cuando llegó octubre ya habíamos leído casi la mitad del álbum. Por alguna razón parecía una tarea menos ardua que cuando lo había intentado yo sola y, a menudo, permanecíamos sentados hasta bien entrada la noche recordando los viejos tiempos en el puesto de vigilancia y los rituales en las piedras alzadas: los buenos tiempos antes de que apareciera Tomas. En un par de ocasiones estuve casi a punto de contarle la verdad pero siempre me contuve a tiempo.
No. Paul no debía saberlo.
El álbum de mi madre sólo era una historia que a él le resultaba parcialmente familiar. Pero la historia de detrás del álbum… Lo miré mientras estábamos sentados juntos, la botella de Cointreau entre los dos y, detrás, una cafetera de cobre humeando en el hornillo. La luz rojiza del fuego le iluminaba el rostro y perfilaba su viejo y amarillento bigote en llamas. Me sorprendió mirándole -parece que es algo que hace cada vez con más frecuencia- y sonrió.
No fue tanto la sonrisa como lo que había detrás de ella -una mirada, una especie de mirada irónica y escrutadora- lo que hizo que el corazón me latiera más deprisa y que el rostro se me encendiera por algo más que el calor del fuego. Si se lo dijera, pensé entre mí, esa mirada desaparecería de su rostro. No podía decírselo. Jamás.
Cuando entré los otros ya estaban sentados a la mesa. Madre me saludó con una alegría extraña y forzada pero podía ver que estaba al límite de su tolerancia. Mi sensibilizado olfato se sintió invadido por el olor a naranja. La miré intensamente.
Comimos en silencio.
La cena de celebración era pesada, como comer barro, y mi estómago se rebelaba ante ella. Iba retirando la comida a un lado del plato hasta que estaba segura de que mi madre miraba a otra parte, y luego la transfería al bolsillo de mi delantal para deshacerme de ella más tarde. No tenía por qué preocuparme. En el estado en que se encontraba dudo mucho que se hubiera dado cuenta, aunque la hubiese tirado contra la pared.
– Huelo a naranjas. -Su voz era frágil por la desesperación-. ¿Alguno de vosotros ha traído naranjas a casa?
Silencio. La miramos con rostros inexpresivos, expectantes.
– ¿Y bien? ¿Habéis traído naranjas? -El tono de voz iba en aumento ahora; una queja, una acusación.
De pronto Reine se me quedó mirando, con aire de culpabilidad.
– Claro que no. -Hice que mi voz sonara lacónica y hosca-. ¿De dónde íbamos a sacarlas?
– No lo sé. -Los ojos se le achicaron con recelo-. Los alemanes quizá. ¿Cómo voy a saber lo que hacéis durante todo el día?
Aquello estaba tan cerca de la verdad que por un instante me sorprendió pero no lo traslucí. Me encogí de hombros, muy consciente de que Reinette no me quitaba el ojo de encima. Le devolví una mirada de advertencia.
¿Serías capaz de chivarte?
Reine volvió a su pastel. Yo seguí mirando a mi madre. Desafiándola con la mirada. Ella era mejor que Cassis, los ojos tan inexpresivos como endrinas. Entonces se puso en pie bruscamente, casi tirando el plato y arrastrando consigo medio mantel.
– ¿Qué estás mirando? -me espetó, apuñalando el aire con las manos-. ¿Qué estás mirando? Maldita seas. ¿Acaso tengo algo en la cara?
– No -respondí con un encogimiento de hombros.
– Eso no es cierto. -Su voz era como la de un pájaro. Aguda y certera como el pico de un pájaro carpintero-. Siempre me estás mirando. Mirando. ¿Se puede saber qué es lo que miras, pequeña zorra?
Podía oler su angustia y su miedo y sentí que el corazón se me henchía por la victoria. Sus ojos se desviaron de los míos. Lo conseguí, pensé entre mí. Lo conseguí. Había vencido.
Ella también lo sabía. Se me quedó mirando unos segundos más pero había perdido la batalla. Le esbocé una tenue sonrisa que sólo ella acertó a ver. La mano se deslizó hasta la sien en el viejo gesto de impotencia.
– Tengo dolor de cabeza -musitó con dificultad-. Voy a echarme un rato.
– Buena idea -respondí lacónica.
– Que no se os olvide fregar los platos -advirtió, pero ya no era más que ruido. Sabía que había perdido-. Que no se queden húmedos. No dejéis… -En ese instante se paralizó, muda, con la mirada perdida en el espacio durante medio minuto. Una estatua paralizada en mitad de un gesto con la boca abierta. El resto de la frase pendiendo entre nosotros durante un incómodo medio minuto-… los platos en el escurreplatos toda la noche -concluyó por fin y se fue tambaleando por el pasillo, deteniéndose un momento en el baño para comprobar que ya no quedaban pastillas.
Nosotros, Cassis, Reinette y yo, nos miramos.
– Tomas dijo que nos encontráramos con él en La Mauvaise Réputation esta noche -les dije a los otros-. Dice que puede haber diversión.
Cassis se me quedó mirando.
– ¿Cómo lo has hecho? -dijo.
– ¿Hacer qué? -repetí.
– Ya sabes. -Su tono era bajo y apremiante, casi reverente. En aquel momento parecía haber perdido toda autoridad sobre nosotros. Ahora yo era el líder, la única a la que los demás mirarían en busca de guía. Lo más extraño fue que a pesar de haberme dado cuenta en seguida apenas sentí alguna satisfacción. Tenía otras cosas en la mente.
Pasé por alto su pregunta.
– Esperaremos hasta que se haya dormido -decidí-. Una hora, dos como mucho. Luego iremos campo a través. Nadie nos verá. Podemos escondernos en el callejón y esperarlo allí.
Los ojos de Reinette se iluminaron pero Cassis tenía una expresión escéptica.
– ¿Por qué? -preguntó al fin-. ¿Por qué habríamos de ir allí? No tenemos nada que contarle y ya ha dejado las revistas de cine…
– Revistas -repliqué-. ¿Es que sólo piensas en eso?
Cassis me miró malhumorado.
– Dijo que podría pasar algo interesante -le dije-. ¿No sientes curiosidad?
– No mucha. No es seguro. Ya sabes que madre…
– Eres un gallina -repliqué con fiereza.
– ¡No es cierto! -Sí lo era. Podía adivinarlo en sus ojos.
– Gallina.
– Es que no le veo el sentido…
– Te reto.
Silencio. De pronto Cassis dirigió una mirada suplicante a Reine. Empecé a desafiarlo con la mirada. Mantuvo sus ojos en los míos durante uno o dos segundos y luego los desvió.
– Son cosas de críos -dijo con burlona indiferencia.
– Te reto. Te reto dos veces.
Cassis hizo un gesto furioso de impotencia y derrota.
– ¡Oh, vale, pero te aviso que será una pérdida de tiempo!
Me eché a reír victoriosa.
El café de La Mauvaise Réputation, «La Rép», para sus clientes habituales; suelo de madera, una barra con un viejo piano a su lado. Naturalmente, ahora le faltan la mitad de las teclas y hay un plantador de geranios donde solía estar lo principal, una hilera de botellas -por aquel entonces no había sifones-, y los vasos colgando de ganchos debajo y alrededor del bar. Hoy el letrero ha sido reemplazado por una cosa de neón azul y hay máquinas y un tocadiscos automático, pero entonces no había nada más que un piano y algunas mesas que podían retirarse contra la pared si a alguien le entraban ganas de bailar.
Raphaël sabía tocar el piano cuando quería y a veces había alguien -una de las mujeres, Colette Gaudin o Agnès Petit- que cantaba. Nadie tenía tocadiscos en aquella época y la radio estaba prohibida, pero se decía que el café era un lugar animado por las noches y en ocasiones, cuando el viento soplaba en la dirección correcta, nos llegaba el murmullo de la música a través de los campos. Allí, Julien Lecoz perdió sus tierras del sur en una partida de cartas -se rumoreó que había apostado hasta a su mujer pero no hubo nadie que aceptara la apuesta- y era el segundo hogar de los borrachos locales que se sentaban en la terraza a fumar o a jugar a la petanca junto a la escalera. El padre de Paul frecuentaba el lugar, demasiado, para desagrado de su madre, y aunque nunca lo vi borracho tampoco estaba nunca totalmente sobrio; sonreía vagamente a los transeúntes y mostraba su dentadura grande y amarillenta. Era un lugar que nunca pisábamos. Éramos criaturas territoriales y contemplábamos ciertos lugares como si fuesen de nuestra propiedad, los otros pertenecían al pueblo, a los adultos, lugares de misterio o indiferencia, la iglesia, la estafeta de correos donde Michelle Hourias distribuía las cartas y chismorreaba apoyado en el mostrador, la pequeña escuela donde habíamos pasado nuestros primeros años pero que ahora estaba cerrada.
La Mauvaise Réputation.
Nos manteníamos alejados de allí, en parte porque nuestra madre nos lo decía. Sentía un odio especial por la embriaguez, la suciedad y la vida alegre y el lugar era un compendio de todo aquello. Aunque no iba nunca a la iglesia, tenía una visión de la vida casi puritana, creía en el trabajo duro, en una casa limpia, en niños educados y con buenos modales. Cuando pasaba delante del lugar lo hacía inclinando la cabeza a modo de protección, con un mantón sobre su exiguo pecho, la boca fruncida en una fina línea ante el ruido de la música y las risas procedentes del interior. Resultaba extraño que una mujer así -una mujer tan auto controlada y con tal devoción por el orden- hubiese acabado víctima de la drogadicción.
«Como el reloj -escribe en su álbum-, estoy dividida. Cuando sale la luna ya no soy yo misma.» Se iba a su habitación para que no pudiésemos ver su transformación.
Fue una sorpresa para mí descubrir, después de leer los pasajes secretos, que iba regularmente a La Mauvaise Réputation. Una vez por semana, cuando no más, iba allí después de anochecer, en secreto, odiando cada instante y odiándose a sí misma por su necesidad. No bebía, no. ¿Por qué iba a hacerlo, teniendo como teníamos en la bodega docenas de botellas de sidra o prunelle o incluso de calvados de su Bretaña nativa? La embriaguez, nos dijo en un extraño momento de confianza, es un pecado contra la fruta, el árbol, el vino mismo. Es un escándalo, un abuso, como una violación lo es del acto del amor. Entonces se sonrojó, volviéndose bruscamente -«¡Reine-Claude, el aceite y un poco de albahaca, rápido!»- pero aquel pensamiento no me abandonó. El vino, destilado y criado de un brote hasta el fruto y luego a lo largo de todo el proceso que lo hace ser como es, se merece algo mejor que ser engullido por un borrachín con la cabeza llena de pájaros. Merece reverencia. Alegría. Gentileza.
Sí, mi madre entendía bien el vino. Entendía el proceso de dulcificación, la fermentación, la cocción y maduración de la vida en la botella, el oscurecimiento, la lenta transformación, el nacimiento de una nueva cosecha en una mezcla de aromas como el abanico de papeles floreados de un prestidigitador. Si hubiese tenido tiempo y paciencia suficientes para nosotros… Un niño no es como un árbol. Se dio cuenta demasiado tarde. No existe ninguna receta para hacer que un niño se convierta en un adulto dulce y seguro. Debería haberlo sabido.
Naturalmente todavía se siguen vendiendo drogas en La Mauvaise Réputation. Hasta yo sé eso y no soy tan vieja para no reconocer el olor dulzón y chillón de la marihuana entre el vaho de la cerveza y las frituras. Dios sabe que lo percibí infinitas veces desde el otro lado de la carretera procedente del puesto de snacks -tengo nariz aunque ese idiota de Ramondin carezca de ella-, y el aire se tornaba pajizo por el humo algunas de las noches que venían los motoristas. Drogas recreativas, las llaman hoy en día, y les ponen nombres caprichosos. En aquellos días no había nada de eso en Les Laveuses. Aún faltaba una década para que llegaran los clubes de jazz de St. Germain-des-Prés, y, además, nunca llegaron a alcanzarnos, ni siquiera en los sesenta. No, mi madre iba a La Mauvaise Réputation por necesidad, por simple necesidad, porque allí se llevaba a cabo la mayor parte de los intercambios. Mercado negro, ropa y calzado y cosas menos inocuas como cuchillos, pistolas, munición… Todo tenía un lugar en La Rép, cigarrillos y brandy, fotografías de mujeres desnudas, medias de nailon y ropa interior de encaje para Colette y Agnès que llevaban el pelo suelto y se coloreaban las mejillas de un tono bermejo pasado de moda, de manera que parecían muñecas holandesas, una mancha carmesí en cada mejilla y un capullo redondeado en los labios como Lillian Gish.
Al fondo, las sociedades secretas, los comunistas, los descontentos, los héroes en ciernes hacían sus planes. En el bar los parlanchines daban audiencias e intercambiaban pequeños paquetes o hablaban en susurros y brindaban por futuras empresas. En el bosque, algunos se embadurnaban la cara con hollín y se dirigían a encuentros secretos en Angers, desafiando el toque de queda. A veces -muy de cuando en cuando- nos llegaba el ruido de disparos desde el otro lado del río.
Cómo debía de odiarlo madre.
Pero allí conseguía sus pastillas. Lo escribió en el álbum: pastillas para la migraña, morfina del hospital, de tres en tres al principio, luego seis, diez, doce, veinte. Sus proveedores variaban. Al principio era Philippe Hourias. Julien Lecoz conocía a alguien, un trabajador voluntario. Agnès Petit tenía un primo, un amigo de un amigo en París… A Guilherm Ramondin, el de la pierna de madera, se le podía convencer para que le cediese algo de su medicación a cambio de vino o de dinero. Pequeños paquetes, un par de tabletas en un papel liado, una ampolla y una jeringa, un frasco de pastillas. Cualquier cosa que tuviese una base de morfina. Por supuesto no había manera de conseguir nada a través del médico. El más cercano vivía en Angers y todas las provisiones estaban destinadas para atender a nuestros soldados. Después de que sus propias provisiones se agotaran, gorroneó, vendió, canjeó. Lo anotó todo en su álbum.
Dos de marzo de 1942 Guilherm Ramondin. Cuatro tabletas de morfina a cambio de doce huevos. Dieciséis de marzo de 1942 Françoise Petit. Tres tabletas de morfina a cambio de una botella de calvados.
Vendió sus joyas en Angers el collar de perlas que lucía en la fotografía de su boda, sus anillos, los pendientes de diamantes que había heredado de su madre. Era ingeniosa a su manera. Casi tanto como Tomas, aunque siempre era justa en los tratos. Se las iba arreglando con un poco de ingenuidad.
Luego llegaron los alemanes.
Al principio uno o dos. Algunos en uniforme, otros no. El bar se quedaba en silencio cuando entraban, pero ellos compensaban con su alborozo, sus risas, las rondas que bebían de pie, tambaleantes, dirigiéndoles algunas sonrisas a Colette o Agnès y un puñado de monedas tiradas descuidadamente sobre el mostrador a la hora de cerrar. A veces traían mujeres consigo. Nunca las reconocíamos, chicas de la ciudad con boas de pieles, medias de nailon y vestidos atrevidos, con el cabello recogido imitando a las artistas de cine, brillante por las agujas y los pasadores, con las cejas depiladas y los labios pintados de un rojo intenso, los dientes blancos y las manos de largos dedos sosteniendo con languidez una copa de vino. Sólo iban por las noches. Sólo acompañadas de los alemanes, en el asiento trasero de sus motos, chillando con estridente placer mientras se adentraban velozmente en la noche con el cabello flotando. Cuatro mujeres. Cuatro alemanes. De cuando en cuando las mujeres cambiaban, pero los alemanes eran los mismos.
Escribe sobre ellos en el álbum, su primera impresión.
Asquerosos boches y sus putas. Me miraron de arriba abajo, yo con el guardapolvos, y se sonreían por lo bajo. Me habría gustado matarlos. Les miré mientras me miraban y me sentí vieja y fea. Uno de ellos tiene ojos amables. La chica que lo acompañaba lo aburría, lo pude ver. Una chica chabacana y estúpida, con la costura de las medias pintada con un rotulador brillante. Casi sentí lástima por ella. Pero él me dirigió una sonrisa. Tuve que morderme la lengua para no sonreírle también.
Por supuesto no tengo ninguna prueba de que se refiera a Tomas. Pudo ser cualquiera por lo que dice en esas pocas líneas. No hay ninguna descripción, nada que pueda sugerir que fuera él y aun así, de algún modo, estoy segura de que lo era. Sólo Tomas podía hacerle sentirse así. Sólo Tomas podía hacerme sentir así.
Todo está en el álbum. Podéis leerlo si así lo deseáis, si sabéis dónde buscar. No hay ninguna secuencia de los hechos. Aparte de los detalles de sus transacciones secretas apenas si contiene ninguna fecha. Pero madre es meticulosa a su manera. Describía La Rép como era, con tal precisión, que ahora, años después aún siento un nudo en la garganta. El ruido, la música, el humo, la cerveza, las voces que se alzaban en risas o las peleas de borrachos. No me extraña que no nos dejara acercarnos a aquel lugar. Se avergonzaba demasiado de su propia relación con él y le preocupaba lo que pudiésemos aprender de la gente que lo frecuentaba.
La noche que nos deslizamos furtivamente hasta allí, íbamos a sufrir una decepción. Habíamos imaginado una guarida secreta de vicios de adultos. Esperábamos ver bailarinas desnudas, mujeres con rubíes en el ombligo y el cabello suelto hasta la cintura. Cassis, aparentando aún indiferencia, se había imaginado peleas con la Resistencia, guerrilleros vestidos de negro con los ojos endurecidos bajo el camuflaje de la noche. Reinette se había imaginado a sí misma, maquillada y encremada, con una estola de piel cubriéndole los hombros, dando sorbitos a un martini. Pero aquella noche, atisbando entre las ventanas lóbregas, parecía no haber nada de interés. Sólo algunos viejos sentados a las mesas, una tabla de backgammon, una baraja de cartas, el viejo piano y Agnès Petit con su blusa de seda de paracaídas desabrochada hasta el tercer botón, reclinándose sobre él y cantando… Todavía era temprano. Tomas aún no había llegado.
Nueve de mayo. Un soldado alemán (bávaro). 12 tabletas con un alto contenido en morfina a cambio de un pollo, un saco de azúcar y una loncha de tocino. Veinticinco de mayo. Soldado alemán (cuello ancho). 16 tabletas con un alto contenido en morfina a cambio de una botella de calvados, un saco de harina, un paquete de café, seis tarros de conservas. -Por fin, la última entrada, la fecha deliberadamente vaga-: Septiembre. T.L. Una botella con treinta tabletas de morfina.
Por primera vez se olvida de apuntar su contribución al intercambio. Quizá fuese sólo descuido, la letra es apenas legible, garabateada con precipitación. Quizá esa vez pagara más de lo que se atrevía a anotar. ¿Cuál era el precio? Treinta tabletas debían parecer un premio de riquezas casi inimaginables. No había necesidad de regresar a La Rép durante un tiempo. No tendría que hacer negocios con patanes como Julien Lécoz. Se me ocurrió que debió de pagar mucho por la escasa paz mental que aquellas treinta tabletas le proporcionaban. ¿Qué fue exactamente lo que pagó por su paz mental? ¿Información? ¿Otra cosa?
Esperamos en lo que habría de convertirse en un aparcamiento. En aquellos días no era más que una zona para basuras, donde estaban los bidones y donde se servían algunas de las entregas: barriles de cerveza u otras mercancías de índole más ilícita. Había un muro por detrás del edificio que desaparecía en una maraña de saúcos y zarzas. La puerta trasera estaba abierta, incluso en pleno octubre hacía un calor sofocante, y la fulgurante luz ambarina se desparramaba por el suelo del bar. Estábamos sentados sobre el muro, listos para saltar al otro lado si alguien se acercaba demasiado, y esperábamos.
Como dije, no ha cambiado gran cosa. Algunas luces más, algunas máquinas, más gente pero sigue siendo la misma Mauvaise Réputation, la misma gente con peinados distintos, las mismas caras. Al entrar allí hoy, casi se puede volver al pasado, con los viejos borrachines y los jóvenes con sus chicas a remolque y por todas partes el olor a cerveza, perfume y cigarrillos.
Estuve allí, ¿sabéis?, cuando llegó el puesto de snacks. Paul y yo nos escondimos en el aparcamiento igual que lo hiciéramos Cassis, Reine y yo la noche del baile. Por supuesto, ahora había coches. Esa noche hacía frío también y estaba lloviendo. Los saúcos y las zarzas han desaparecido y ahora sólo hay asfalto y un muro nuevo por la parte de atrás, donde suelen ir los amantes, o los borrachos a orinar. Estábamos espiando a Dessanges, nuestro Luc, con su rostro afilado y atractivo, pero mientras estaba allí, esperando en la oscuridad, con el nuevo letrero de neón parpadeando contra el pavimento mojado, me pareció haber retrocedido a mis nueve años mientras Tomas entraba en el cuarto interior con una chica en cada brazo… Curiosas bromas que gasta el tiempo. Había una doble fila de motos en el aparcamiento que brillaban por el agua.
Eran las once. De pronto me sentí estúpida, apoyada en la nueva pared de hormigón como una chiquilla tonta espiando a los adultos, la niña de nueve años más vieja del mundo con Paul junto a mí y su viejo perro atado con la misma correa de cuerda de siempre. Estúpidos y vencidos. Dos viejos espiando un bar en la oscuridad. ¿Para qué? Un estallido de música procedente del tocadiscos, nada que pudiese identificar. Incluso los instrumentos me suenan extraños ahora, cosas electrónicas que no precisan de bocas ni de dedos que los toquen. La risa de una chica, aguda y desagradable. Por un momento las puertas se abrieron de par en par y pudimos verlo claramente, una chica en cada brazo. Llevaba puesta una chaqueta de cuero que debía de haberle costado dos mil francos o más en una tienda de París. Las chicas eran sedosas y con las bocas carmesíes y muy jóvenes enfundadas en sus vestidos de tirantes. Sentí un repentino y frío desespero.
– Míranos. -Me di cuenta de que tenía el pelo mojado, los dedos agarrotados como palos-. James Bond y Mata Hari. Anda, vámonos a casa.
Paul me miró a su manera reflexiva como siempre hace. Cualquier otra persona habría pasado por alto la inteligencia en sus ojos, pero yo la vi. En silencio, tomó mi mano entre las suyas. Tenía las manos agradablemente calientes y sentí la hilera de callosidades en las palmas.
– No te des por vencida -dijo.
– No estamos haciendo nada aquí -repliqué encogiéndome de hombros-. Sólo nos estamos poniendo en ridículo. Acéptalo Paul no vamos a conseguir sacarle nada a Dessanges, así que será mejor que nos lo vayamos metiendo en estas tozudas cabezotas nuestras. Quiero decir que…
– No, nunca lo haces. -Su voz era lenta y casi divertida-. Jamás te das por vencida, Framboise. Nunca lo hiciste.
Paciencia. Su paciencia, suficientemente amable y tozuda para esperar toda una vida.
– Eso era entonces -le dije sin mirarlo a los ojos.
– No has cambiado tanto Framboise…
Quizá era verdad. Todavía había algo en mí, algo duro y no necesariamente bueno. Aún lo siento de vez en cuando, algo frío y duro como una piedra en un puño cerrado. Siempre lo tuve, aun en los viejos tiempos, algo mezquino, obstinado y lo suficientemente astuto para mantenerme firme el tiempo que hiciese falta con tal de ganar… Como si de alguna forma la Gran Madre se hubiese metido dentro de mí aquel día y, mientras iba en busca de mi corazón hubiese sido engullida por la boca de mi interior. Un pez fosilizado dentro de un puño de piedra -una vez vi una foto de uno en uno de los libros de dinosaurios de Ricot-, devorándose a sí mismo por su obstinado despecho.
– Quizá debería cambiar -dije quedamente-. Quizá debería…
Creo que por un momento sentí de veras lo que decía. Estaba cansada, ¿comprendéis? Cansada más allá de lo indecible. Habían pasado dos meses y, bien lo sabía Dios, lo habíamos intentado todo. Observábamos a Luc. Intentábamos razonar con él. Ideamos elaboradas fantasías: una bomba debajo de su remolque, un matón de París, la bala perdida de un francotirador desde el puesto de vigilancia. Oh sí, habría podido matarlo. Mi rabia me agotaba pero el miedo me mantenía despierta durante la noche, de manera que mis días eran cristales rotos y me dolía la cabeza lodo el tiempo. Era mucho más que el simple miedo a ser descubierta; después de todo, era la hija de Mirabelle Dartigen. Tenía su espíritu. Me importaba el restaurante pero aunque los Dessanges me arruinasen el negocio, aunque todo el pueblo de Les Laveuses no me dirigiera la palabra nunca más, era capaz de luchar contra eso. No, mi verdadero temor, no revelado a Paul y oculto casi hasta para mí misma, era algo más oscuro, más complejo. Acechaba desde las profundidades de mi mente como la Gran Madre en un lecho viscoso, y rezaba por que ningún cebo la tentara a subir a la superficie.
Había recibido dos cartas más; una de Yannick y la otra dirigida a mí con la letra de Laure. Leí la primera con desasosiego creciente. En ella, Yannick adoptaba un tono quejumbroso y zalamero: estaba pasando una racha muy mala. Laure no lo comprendía, aseguraba; constantemente utilizaba su dependencia económica como un arma en su contra. Llevaban tres años intentando tener hijos sin éxito; ella lo culpaba también de eso y había llegado a mencionar el divorcio.
Según Yannick, el préstamo del álbum de mi madre cambiaría todo eso. Lo que Laure necesitaba era algo en lo que ocupar su mente; un proyecto nuevo. Su carrera necesitaba un empujón. Yannick estaba seguro de que yo no sería tan despiadada como para negarme…
Quemé la segunda carta sin abrirla. Quizá fue por el recuerdo de las cartas lacónicas y objetivas de Noisette que me llegaban desde Canadá, pero el caso es que las confidencias de mi sobrino me parecieron penosas y violentas. No quería saber nada más. Impertérritos, Paul y yo nos preparamos para el asedio final.
Era nuestra última esperanza. No sabía exactamente qué era lo que esperábamos y si no sería pura obstinación la que nos mantenía en pie. Quizá todavía necesitaba ganar, al igual que aquel último verano en Les Laveuses. Quizás era el espíritu duro e irrazonable de mi madre en mí, negándose a ser derrotado. Si cedo ahora, su sacrificio habrá sido inútil. Estaba luchando por nosotras dos y pensé que hasta mi madre se habría sentido orgullosa.
Jamás habría imaginado que Paul demostraría ser un ayudante tan valioso. Observar el café había sido idea suya; también fue él quien descubrió la dirección de los Dessanges en la parte trasera del puesto de snacks. En aquellos meses me había acostumbrado a contar mucho con Paul y a confiar en su juicio. A menudo hacíamos guardia juntos, con una manta arropándonos los pies si las noches eran frías, una cafetera y un par de vasos de Cointreau entre los dos. Se hacía indispensable en pequeños detalles. Pelaba las verduras para la cena. Traía leña y limpiaba el pescado. A pesar de que escaseaban las visitas a Crêpe Framboise -dejé de abrir entre semana e incluso los fines de semana; la presencia del puesto de snacks desanimaba a todos salvo a los clientes más resueltos- él seguía haciendo guardia en el restaurante, fregaba los platos, barría el suelo. Y casi siempre en silencio, el silencio confortable de una larga intimidad, el sencillo silencio de la amistad.
– No cambies -dijo por fin.
Me había dado la vuelta para irme pero él me mantuvo cogida la mano y no pude soltarme. Veía las gotas de lluvia brillando en su boina y en el bigote.
– Creo que quizá haya dado con algo -anunció Paul.
– ¿Qué? -Mi voz era áspera por el cansancio. Lo único que quería era tumbarme y dormir-. Por el amor de Dios, ¿qué hay ahora?
– Quizá no sea nada -dijo con cuidado, con la lentitud que me hacía querer gritar de frustración-. Espera aquí. Sólo quiero… ya sabes… comprobar una cosa.
– ¿Cómo? ¿Aquí? -le espeté casi gritando-. Paul espera un…
Pero ya se había marchado, moviéndose con la rapidez y el sigilo de un cazador furtivo en dirección al bodegón. Otro segundo y había desaparecido.
– ¡Paul! -mascullé furiosa-. ¡Paul! ¡No creas que me voy a quedar aquí afuera esperándote! ¡Maldito seas, Paul!
Pero lo hice. Mientras la lluvia empapaba el cuello de mi abrigo bueno de otoño, reptando lentamente por el pelo y haciendo gotear fríos regueros entre mis pechos, tuve mucho tiempo para darme cuenta de que en realidad y después de todo no había cambiado mucho.
Cassis, Reinette y yo llevábamos casi una hora esperando cuando llegaron. Una vez estuvimos en el exterior de La Rép, Cassis dejó a un lado toda pose de indiferencia y se puso a mirar con avidez a través de la ranura de la entrada, empujándonos cuando intentábamos hacer turnos. Mi interés era limitado. Al fin y al cabo, hasta que Tomas llegara no había gran cosa que ver. Pero Reine era persistente.
– Quiero ver -se quejaba-. ¡Cassis, no seas miserable, quiero ver!
– No hay nada -le decía yo impaciente-. Nada excepto viejos sentados en mesas y esas dos fulanas con las bocas pintadas de rojo.
Apenas había echado un vistazo pero lo recuerdo bien. Agnès al piano y Colette con una ajustada chaqueta cruzada de color verde revelando unos pechos prominentes como balas de cañón. Aún recuerdo el lugar en el que estaba cada uno: Martin y Jean Dupré jugando a las cartas con Philippe Hourias, que por las apariencias estaba desplumándolos como siempre; Henri Lemaître sentado en la barra del bar con una eterna demi y el ojo puesto en las señoras; François Ramondin y Arthur Lecoz, el primo de Julien, hablando furtivamente en un rincón con Julien Lanicen y August Truriand, el viejo Gustave Beauchamp solo junto a la ventana, con la boina calada hasta sus peludas orejas y el cabo de la pipa entre los labios. Los recuerdo a todos. Si me esfuerzo puedo ver el sombrero de Philippe encima del mostrador junto a él, huelo el humo del tabaco; por aquel entonces el preciado tabaco se reforzaba con hojas de dientes de león y apestaba a fuego hecho de madera húmeda o al olor a café de achicoria. La escena tiene la quietud de un cuadro viviente, un halo dorado de nostalgia arrasado por la llamarada de un rojo intenso del fuego. ¡Oh, lo recuerdo! ¡Ojalá pudiera olvidarlo!
Cuando llegaron por fin, nos habíamos quedado tiesos y estábamos de mal humor por haber estado agazapados contra la pared. Reinette estaba al borde de las lágrimas. Cassis había estado observando por la puerta y habíamos hallado un lugar debajo de una de las ventanas manchadas desde la que podíamos distinguir figuras moviéndose confusamente en la humeante luz. Fui yo quien los oyó primero, el sonido distante de las motos acercándose por la carretera de Angers, luego avanzando estrepitosamente por la sucia pista con una serie de pequeñas explosiones apagadas. Cuatro motocicletas. Supongo que deberíamos haber esperado mujeres. Si hubiéramos podido leer el álbum de madre lo habríamos sabido de sobras, pero éramos profundamente inocentes a pesar de todo y la realidad nos sorprendía un poco. Supongo que fue porque al entrar en el bar vimos que se trataba de mujeres de verdad: conjuntos ceñidos, perlas falsas, una de ellas sosteniendo en la mano los zapatos de tacón alto, la otra registrando su bolso en busca de una polvera. No eran especialmente guapas ni tampoco jóvenes. Habría esperado glamour. Pero sólo eran mujeres corrientes como mi madre, de rostros aquilinos, el cabello recogido detrás con pasadores de metal, con las espaldas arqueadas en una combadura imposible a causa de aquellos zapatos agonizantes. Tres mujeres corrientes.
Reinette estaba boquiabierta.
– Mira los zapatos. -La cara, pegada al sucio cristal, estaba sonrosada por el deleite y la admiración. Me di cuenta de que ella y yo estábamos viendo cosas distintas, que mi hermana seguía viendo el glamour de las estrellas de cine en las medias de nailon, en las boas de piel, los bolsos de piel de cocodrilo, las plumas, los pendientes de diamantes, y los peinados complicados. El minuto siguiente se lo pasó murmurando para sí extasiada-. ¡Mira ese sombrero! ¡Ohh! ¡Su vestido! ¡Ohhh!
Tanto Cassis como yo no le hacíamos caso. Mi hermano estudiaba las cajas que habían traído detrás de la cuarta motocicleta. Yo miraba a Tomas.
Estaba ligeramente apartado de los demás, con un codo apoyado en el mostrador. Vi que le decía algo a Raphaël, que empezó a sacar vasos de cerveza. Heinemann, Schwartz y Hauer se instalaron con las mujeres en una mesa libre cerca de la ventana y reparé en que el viejo Gustave se dirigía a la otra punta del bar con una mueca de disgusto, llevándose el vaso consigo. Los otros clientes se comportaban como si estuviesen acostumbrados a tales visitas, saludando incluso a los alemanes con un gesto de cabeza mientras éstos atravesaban la sala; Henri comiéndose con los ojos a las tres mujeres aún después de que se hubiesen sentado. Sentí una repentina y absurda punzada de triunfo por el hecho de que Tomas no llevase escolta. Permaneció en el mostrador un rato charlando con Raphaël y tuve la oportunidad de mirar su expresión, sus gestos desenfadados, la gorra ladeada y la chaqueta del uniforme abierta dejando al descubierto la camisa. Raphaël hablaba poco, su rostro era inexpresivo y cortés. Tomas parecía percibir su desagrado, pero aquello parecía divertirlo más que enojarlo. Alzó el vaso de forma ligeramente burlona y bebió a la salud de Raphaël. Agnès se puso a tocar el piano, una tonadilla de vals con un brioso plinc-plinc que salía de las notas altas por estar una tecla estropeada.
Cassis se estaba aburriendo.
– No pasa nada -dijo malhumorado-. Vámonos.
Pero Reinette y yo estábamos fascinadas, ella por las luces, las joyas, el cristal, el humo de una elegante pitillera lacada, sostenida entre unas uñas esmaltadas y yo… Tomas, por supuesto. No importaba lo que estuviera sucediendo. Habría sentido el mismo placer de haber estado observándolo sólo a él, mientras dormía. Había cierto encanto en el hecho de observarlo en secreto. Podía poner mis manos sobre el cristal sucio y enmarcar su rostro entre ellas. Podía presionar los labios contra la ventana e imaginar su piel contra la mía. Los otros tres habían bebido bastante; el gordo de Schwartz con una mujer sentada en sus rodillas, una mano subiéndole la falda más y más, de manera que de vez en cuando podía echarle un vistazo al borde de las medias de color castaño y al liguero rosado que las sujetaba. También me di cuenta de que Henri se había acercado al grupo, repasando con los ojos a las mujeres, que graznaban como pavos con cada galantería. Los jugadores de cartas habían detenido su juego para observar y Jean-Marie, que parecía ser el que había ganado más, se deslizó por el mostrador acercándose a Tomas, puso algo de dinero en la desgastada superficie y Raphaël sirvió más bebidas. Tomas echó una ojeada fugaz al grupo de bebedores y sonrió. Fue un breve intercambio de palabras que debió de pasar inadvertido a cualquiera que no estuviese observando a Tomas deliberadamente. Creo que sólo yo me di cuenta de la transacción, una sonrisa, un murmullo, un papel deslizado por el mostrador y guardado rápidamente en el bolsillo del abrigo de Tomas. No me sorprendió. Tomas hacía negocios con todo el mundo. Tenía ese don. Los observamos y esperamos una hora más. Creo que Cassis se quedó medio dormido. Tomas estuvo tocando un rato el piano mientras Agnès cantaba, pero me alegré al ver que mostraba poco interés por las mujeres que lo adulaban y acariciaban. Me sentí orgullosa de él por eso. Tomas tenía mejor gusto.
Entonces todos estaban ya un poco bebidos. Raphaël sacó una botella de fine y lo tomaron solo en taras de café que no contenían café. Empezó una partida de cartas entre Hauer y los hermanos Dupré, con Philippe y Colette de espectadores y las bebidas como apuesta. Oí sus risas a través del cristal cuando Hauer volvió a perder, aunque no hubo resentimientos, pues las bebidas ya estaban pagadas. Una de las mujeres de la ciudad se torció el tobillo y fue a caer sentada en el suelo, riéndose tontamente, con el cabello tapándole la cara. Sólo Gustave Beauchamp parecía al margen, rechazando el fine de Philippe y manteniéndose tan alejado de los alemanes como le era posible. Su mirada se cruzó con la de Hauer en una ocasión y murmuró algo por lo bajo, pero Hauer no lo oyó y se limitó a mirarlo fríamente por un instante antes de volver al juego. Sin embargo, unos minutos más tarde volvió a suceder y esta vez Hauer, el único en el grupo aparte de Tomas que entendía el francés, se puso de pie, echando mano al cinto donde llevaba colgada la pistola. El viejo lo miró ceñudo, con la pipa sobresaliéndole de sus dientes amarillentos como el cañón de un viejo tanque.
Por un momento la tensión entre los dos se hizo paralizante. Vi cómo Raphaël se movía hacia Tomas, que observaba la escena con imperturbable deleite. Un intercambio silencioso pasó entre ellos. Durante uno o dos segundos pensé que iba a dejar que continuara sólo por el placer de ver lo que sucedía. El viejo y el alemán estaban cara a cara. Hauer le sacaba dos cabezas a Gustave, con sus ojos azules inyectados en sangre y las venas de la frente como gusanos contrastando con su piel morena. Tomas miró a Raphaël y sonrió. «¿Qué opinas? -parecía decir su sonrisa-. Sería una pena intervenir ahora que parece que las cosas se ponen divertidas. ¿Tú qué crees?» Luego avanzó hasta su amigo de forma casual mientras Raphaël ponía al viejo Gustave a salvo. No sé qué fue lo que hizo pero creo que en aquel momento Tomas le salvó la vida a Gustave, rodeando a Hauer por los hombros con un brazo mientras que con el otro gesticulaba vagamente hacia las cajas que habían traído en la cuarta motocicleta: las cajas negras que tanto habían intrigado a Cassis y que ahora estaban junto al piano esperando ser abiertas.
Hauer miró a Tomas un momento. Vi que los ojos se le achicaban hasta convertirse en pequeñas rajas en sus carnosas mejillas, como la piel agrietada de un pedazo de tocino. Luego Tomas añadió algo más y Hauer se relajó, echándose a reír con un gruñido de gigante sobre el repentinamente renovado ruido del local. El momento había pasado. Gustave se fue arrastrando los pies a un rincón para acabar su bebida y los demás se acercaron al piano, donde aguardaban las cajas.
Durante un rato no pude ver más que cuerpos. Luego oí un sonido, una nota musical mucho más clara y dulce que la del piano y cuando Hauer se volvió hacia la ventana tenía en la mano una trompeta. Schwartz sostenía un tambor. Heinemann un instrumento que no reconocí; más adelante supe que era un clarinete, aunque jamás había visto antes una cosa así. Las mujeres se hicieron a un lado para dejar que Agnès se sentara al piano, luego Tomas volvió a entrar en mi campo de visión con su saxofón colgado de un hombro como si se tratase de un arma exótica. Por un instante creí que era un arma. Junto a mí, Reinette lanzó un largo y vacilante suspiro de asombro. Cassis, olvidando su aburrimiento, se inclinó hacia delante, apartándome casi a empellones. Él identificó los instrumentos para los demás. No teníamos tocadiscos en casa pero Cassis tenía edad suficiente para recordar la música que solíamos oír en la radio antes de que aquellas cosas hubiesen sido prohibidas y había visto las películas de la orquesta de Glenn Miller en los noticiarios que tanto adoraba.
– ¡Eso es un clarinete! -su voz sonaba muy infantil de pronto, repentinamente parecida al temor reverente de su hermana por los zapatos de las mujeres de la ciudad-. Y Tomas tiene un saxofón… ¡Oh! ¿De dónde los habrán sacado? Los habrán requisado… no me sorprende que Tomas los haya conseguido… ¡Oh, espero que toquen! ¡Espero que…!
No puedo juzgar si eran muy buenos. No tenía nada con que compararlos entonces, pero estábamos tan emocionados por la agitación y el asombro que cualquier cosa nos habría encantado. Sé que ahora parecerá ridículo pero en aquellos días la música era escasa: el piano de La Mauvaise Réputation, el órgano de la iglesia para los que la frecuentaban, el violín de Denis Gaudin que sonaba el catorce de julio o el Mardi Gras, cuando solíamos bailar por las calles… Naturalmente, no hubo mucho de aquello después de estallar la guerra, pero aún seguimos haciéndolo algún tiempo, hasta que al final también el violín fue requisado, como todo lo demás. Pero ahora unos sonidos -sonidos tan poco familiares y tan exóticos comparados con el viejo piano de La Mauvaise Réputation como una ópera se asemeja a un ladrido- se elevaban en el local y nos acercamos más a la ventana para no perdernos ni una sola nota. Al principio los instrumentos no hacían gran cosa salvo extraños sonidos lastimeros -supongo que los estaban afinando pero no lo sabíamos-, cuando empezaron a tocar una melodía rutilante y de tonos agudos que no reconocimos, aunque creo que debía ser algo de jazz. Una ligera percusión del tambor, un burbujeo gutural del clarinete, pero del saxofón de Tomas una cadena de notas brillantes como las luces de Navidad, emitiendo un dulce gemido, un áspero susurro, subiendo y bajando sobre el fondo discordante como una voz humana amplificada por arte de magia que encerraba todo el repertorio humano de suavidad, tosquedad, mimos y pesar…
Por supuesto la memoria es algo muy subjetivo. Tal vez por eso siento las lágrimas agolparse a mis ojos cada vez que recuerdo aquella música, una música del fin del mundo. Seguramente no era nada parecido a lo que yo recuerdo -un grupo de alemanes borrachos martilleando algunas notas de jazz-blues con instrumentos robados-, pero para mí era magia. También debió de tener el mismo efecto sobre los otros, porque al cabo de pocos minutos estaban bailando, algunos solos, otros en pareja. Las mujeres de la ciudad en los brazos de los hermanos Dupré, que habían estado jugando a las cartas, y Philippe y Colette con los rostros uno junto al otro, una forma de bailar que jamás habíamos visto antes, un baile de giros y sacudidas, en el que los tobillos se torcían y las mesas eran arrinconadas por traseros oscilantes y la risa se elevaba por encima de las voces de los instrumentos; incluso Raphaël seguía el ritmo con el pie y se olvidó de su seriedad. No sé cuánto tiempo duró. Quizá menos de una hora. Quizá fueron sólo unos minutos. Sé que nos unimos a ellos, alegres detrás de la ventana, zangoloteando y dando vueltas como pequeños demonios. La música era caliente, y el calor nos abrasaba como el alcohol en un flambée, con su olor penetrante y ácido y brincábamos como indios sabiendo que con el volumen de la música en el interior podíamos meter tanto ruido como quisiésemos sin ser oídos. Afortunadamente seguí mirando por la ventana todo el tiempo porque fui la única que vio al viejo Gustave abandonar el lugar. Di la alarma al instante y nos zambullimos detrás del muro justo a tiempo de verlo salir tambaleándose a la fría noche, una figura encorvada y oscura con la cazoleta deslumbrante de su pipa haciendo de su rostro una rosa roja. Estaba borracho pero no debilitado. De hecho, creo que nos oyó porque se detuvo junto al muro y escrutó fijamente las sombras en la parte trasera del edificio, una mano apoyada contra el ángulo del porche para evitar caerse.
– ¿Quién anda ahí? -Su voz era quejumbrosa-. ¿Hay alguien por ahí?
Seguimos callados detrás del muro, ahogando las risas.
– ¿Nadie? -repitió entonces el viejo Gustave, aparentemente satisfecho, murmuró algo apenas audible para sí mismo y se puso de nuevo en movimiento. Llegó hasta el muro, golpeó la pipa contra la piedra. Una lluvia de chispas flotó por nuestra parte y hube de taparle la boca a Reinette con la mano para evitar que se pusiese a gritar. Luego, reinó el silencio por un momento. Esperamos sin apenas atrevernos a respirar. Después lo oímos orinar contra la pared de forma exuberante y pertinaz, dando un pequeño gruñido de satisfacción al hacerlo. Sonreí en la oscuridad. No era de extrañar que estuviera tan ansioso por comprobar si había alguien por ahí. Cassis me dio un codazo furioso, una mano sobre su boca. Reine hizo una mueca de disgusto. Luego lo oímos abrocharse el pantalón y unos pasos que se dirigían al bar. Luego nada más. Esperamos algunos minutos.
– ¿Dónde está? -susurró Cassis al fin-. No se ha ido. Lo habríamos oído.
Me encogí de hombros. Bajo el fulgor de la luna podía ver la cara de Cassis reluciendo por el sudor y la ansiedad. Hice un gesto hacia el muro.
– Ve a mirar -articulé moviendo los labios-. Quizás haya perdido el conocimiento o algo así.
Cassis movió negativamente la cabeza.
– Tal vez nos haya localizado -dijo con una mueca- y está esperando a que uno de nosotros asome la cabeza y ¡paf!
Volví a hacer un gesto de indiferencia y miré con cuidado por encima del muro. El viejo Gustave no había perdido el conocimiento, estaba sentado de espaldas a nosotros observando el café, muy quieto.
– ¿Y bien? -dijo Cassis mientras yo volvía a agazaparme detrás del muro.
Le conté lo que había visto.
– ¿Qué hace? -dijo Cassis con frustración.
Moví la cabeza.
– ¡Maldito sea el viejo idiota! ¡Nos tendrá aquí esperando toda la noche!
Puse el dedo sobre la boca.
– ¡Shh! ¡Alguien viene!
El viejo Gustave debió de oírlo también porque se apretó un poco más contra el muro en la maraña de zarzamoras por la que lo habíamos oído llegar. No fue tan sigiloso como nosotros y si hubiese seguido unos metros más a la izquierda habría aterrizado directamente encima de nosotros. Sea como fuere, fue a caer en un zarzal, maldiciendo y golpeando con su bastón y nosotros retrocedimos un poco más entre la espesura. Había una especie de túnel donde nos encontrábamos, hecho de cercos de seto y agrimonias, y para jóvenes de nuestra edad y agilidad parecía viable arrastrarse a través de él hasta llegar a la carretera. Si lo conseguíamos podríamos evitar tener que saltar al otro lado del muro y, de ese modo, escaparíamos en la oscuridad sin ser vistos.
Casi había decidido intentarlo cuando escuché el sonido de voces desde el otro lado de la pared. Una era voz de mujer, la otra sólo hablaba alemán, y reconocí a Schwartz.
Seguía oyendo la música en el bar y pensé que Schwartz y su amiguita se habían escabullido sin ser vistos. Desde mi posición en el zarzal podía ver sus figuras confundidas sobre el muro y les hice un gesto a Reinette y Cassis para que se quedasen donde estaban. También podía ver a Gustave, a cierta distancia de nosotros, sin saber de nuestra presencia, agachado contra los ladrillos junto a él y observando por una de las grietas en la mampostería. Oí la risa de la mujer, alta y un poco nerviosa, luego la espesa voz de Schwartz murmurándole algo en alemán. Él era más bajo que ella y parecía un duende al lado de la esbelta figura femenina; la forma con la que se inclinaba sobre el cuello de la mujer parecía curiosamente carnívora, igual que los sonidos que producía mientras lo hacía, como si sorbiera y musitara entre dientes, como un hombre con prisas por acabar su comida. Mientras se movían por el porche trasero, los iluminó de lleno la luz de la luna y acerté a ver las manazas de Schwartz moviéndose torpemente por la blusa de la mujer -Liebschen, Liebling- y oí la risa de ella más estridente que nunca -ji, ji, ji- mientras avanzaba sus pechos hacia las manos de él. De pronto ya no estaban solos. Una tercera figura llegó desde detrás del porche, pero el alemán no parecía sorprendido por su llegada pues saludó con un leve gesto al recién llegado -aunque la mujer parecía no darse cuenta de lo que pasaba- y siguió con lo que estaba haciendo mientras el otro hombre miraba, silencioso y ávido, los ojos rutilantes en la oscuridad del porche como los de un animal. Era Jean-Marie Dupré.
No se me ocurrió pensar entonces que Tomas había arreglado este encuentro. El espectáculo de la mujer a cambio de otra cosa; un favor quizá, o un paquete de café del mercado negro. No pensé que el intercambio que había presenciado entre ellos en el bar y aquello tuviese alguna conexión, de hecho ni siquiera estaba segura de qué era aquello, estaba lejos del precario conocimiento que yo tenía de esas cosas. Cassis lo habría sabido pero seguía acurrucado contra el muro junto a Reinette. Hice frenéticos gestos, creyendo que había llegado el momento de escapar mientras los tres protagonistas seguían absortos en lo suyo. Asintiendo, él empezó a desplazarse hacia mí a través de los matorrales, dejando a Reinette en la sombra del muro, sola con su blusa de seda de paracaídas blanca, visible desde donde nosotros estábamos, esperando.
– Maldita sea. ¿Por qué no me ha seguido? -siseó Cassis.
El alemán y la mujer se habían acercado más al muro, de manera que apenas podíamos ver lo que estaba pasando. Jean-Marie estaba cerca de ellos, «lo suficiente para mirar», pensé, sintiendo una repentina punzada de culpabilidad y asco al mismo tiempo; podía oír su respiración, la respiración pesada y glotona del alemán y la aguda y excitada respiración del mirón con un grito penetrante y sofocado de la mujer situada entre los dos, y de pronto me sentí agradecida por no poder ver lo que estaba sucediendo, agradecida por ser demasiado joven para entenderlo, pues aquel acto parecía imposiblemente feo, imposiblemente sucio y, aun así, parecían estar disfrutando con él, los ojos en blanco hacia la luz de la luna y las bocas jadeando como peces y de pronto el alemán estaba sacudiendo a la mujer contra la pared con movimientos breves y rítmicos y oía cómo la cabeza de ella y su trasero golpeaban los ladrillos y su voz chillona, «¡ah, ah, ah!», y el gruñido de él «Liebschen, ja, Liebling, Ach ja» y deseé levantarme y echar a correr en aquel mismo instante; entonces sentí que toda mi entereza me abandonaba con una oleada de pánico desbordante. Estaba a punto de seguir mi instinto, medio erguida, volviéndome hacia la carretera, midiendo la distancia entre mi posición y mi escapada, cuando los ruidos cesaron bruscamente y una voz masculina, muy alta en el silencio repentino, profirió:
– Wie ist das?
Justamente entonces le entró pánico a Reinette, que se había acercado poco a poco a nosotros con cuidado. En lugar de quedarse quieta como habíamos hecho antes cuando el viejo Gustave había desafiado a la oscuridad, ella debió de pensar que la habían descubierto porque se levantó y echó a correr, con el reflejo de la luna iluminando su blusa blanca y fue a caer entre los matorrales con un grito, torciéndose el tobillo y con el rostro pálido vuelto vanamente hacia nosotros y la boca moviéndose con desespero y sin palabras.
Cassis se movió deprisa. Blasfemando por lo bajo, fue corriendo hasta los matorrales que quedaban enfrente; las ramas más viejas le azotaban el rostro mientras corría y las espinas de las zarzas se le clavaban en la carne de los tobillos. Sin mirar atrás a ninguna de las dos, volteó el muro y desapareció por la carretera.
– Verdammt! -Era Schwartz. Había visto su cara pálida y lunar por encima del muro y me hice invisible entre los matorrales-. Wer war das?
Hauer había llegado desde la parte trasera y movió la cabeza negativamente.
– Weiβ nicht. Etwas über da! -dijo señalando. Tres rostros aparecieron por encima del muro. Sólo pude ocultarme detrás del oscuro follaje y esperé a que Reinette tuviera el suficiente sentido común para huir hasta él en cuanto le fuera posible. Al menos yo no había huido como Cassis, pensé con desdén. Vagamente me percaté de que en La Rép había cesado la música.
– Esperad, sigue habiendo alguien ahí -exclamó Jean-Marie, atisbando sobe el muro. La mujer de la ciudad llegó hasta él, el rostro tan pálido como la harina a la luz de la luna. Su boca parecía negruzca y cruel en contraste con aquella palidez antinatural.
– Bueno, pequeña puta -dijo agudamente-. ¡Sí, tú! ¡Levántate ahora mismo! ¡Sí, tú, la que se esconde detrás del muro! ¡Espiándonos! -La voz era chillona e indignada, quizá un poco culpable. Obedientemente, Reine se levantó despacio. Una chica tan buena, mi hermana. Siempre tan presta a responder a la voz de la autoridad. Menudo bien le hizo. Oía su respiración, el silbido rápido y asustado en su garganta mientras se volvía hacia ellos. Se le había salido la blusa de la falda al caer y el cabello se le había soltado y le caía sobre la cara.
Hauer musitó algo a Schwartz en alemán y este último saltó el muro para llevar a Reinette a su lado.
Durante unos segundos ella dejó que la levantaran en vilo sin protestar. Nunca fue muy rápida pensando y, de nosotros tres, era con mucho la más dócil. Una orden de un adulto y su primera reacción era obedecer sin chistar.
Luego pareció entender. Quizá fueron las manos de Schwartz sobre ella o quizá entendió lo que Hauer había murmurado porque empezó a forcejear. Demasiado tarde, Hauer la sujetaba mientras Schwartz le desgarraba la blusa, que salió volando por encima de la pared como una bandera blanca a la luz de la luna. Luego otra voz -Heinemann, creo- exclamó algo en alemán y entonces mi hermana se puso a gritar, unos gritos fuertes y jadeantes de aversión y terror -¡Ah, ah, ah!-. Por un breve instante vi su rostro por encima del muro, el cabello envolviéndola, los brazos abrazando la noche y el de Schwartz, un rostro de cerveza con una mueca burlona, vuelta hacia ella, luego desapareció aunque los sonidos continuaron, los sonidos glotones de los hombres y de la mujer de la ciudad gritando por lo que debía considerar su triunfo.
– ¡Se lo merece, la pequeña puta! ¡Se lo merece!
Y ante todo risas, aquel gruñido de cerdos que aún ahora desgarra mi sueño algunas noches, eso y el sonido del saxofón, tan parecido a una voz humana, tan parecido a su voz…
Vacilé unos treinta segundos. No más, aunque me parecieron más mientras me mordía los nudillos para ayudar a la concentración y me aplastaba contra el suelo. Cassis ya se había escapado. Yo sólo tenía nueve años, ¿qué podía hacer?, me dije a mí misma. Pero aunque entendía vagamente lo que estaba sucediendo seguía sin poder abandonarla. Me levanté, abrí la boca para gritar -dentro de mí sabía que Tomas estaba cerca y él detendría todo aquello- sólo que alguien estaba escalando torpemente el muro, alguien con un bastón que descargó sobre los mirones con más rabia que acierto, alguien que bramó con voz colérica y cavernosa:
– ¡Boche asqueroso! ¡Boche asqueroso!
Era Gustave Beauchamp.
Volví a agacharme contra el suelo. Ahora podía ver bien poco de lo que estaba sucediendo pero vislumbré a Reinette cogiendo lo que quedaba de su blusa y corriendo entre gemidos por el muro en dirección a la carretera. Podría haberme unido a ella entonces pero la curiosidad y una repentina euforia me inundaron al oír la voz familiar alzándose entre el pandemonio.
– ¡Está bien! ¡Está bien!
El corazón me dio un vuelco.
Lo oí abrirse paso entre la pequeña congregación. Otros se habían sumado a la pelea ahora y el ruido del bastón de Gustave se produjo dos veces más como si alguien estuviera golpeando coles. Palabras de calma -la voz de Tomas- en francés y en alemán: «Ya está bien, calmaos, verdammt, cálmate quieres, Fränzl, ya has hecho bastante por un día», seguido de la voz airada de Hauer y las confusas protestas de Schwartz.
Hauer, con la voz trémula por la rabia, gritó a Gustave:
– Es la segunda vez que lo intentas conmigo esta noche, viejo arschloch…
Tomas exclamó algo incomprensible, seguido de un grito agudo de Gustave abortado de pronto por un ruido como el de un saco de harina golpeando el suelo de piedra del granero, un ¡bum! terrible contra la piedra, luego un silencio tan inesperado como una ducha helada.
Duró unos treinta segundos o más. Luego, nadie habló. Nadie se movió.
Y enseguida la voz de Tomas, alegremente despreocupada: «Ya está bien. Volved al bar. Id a acabaros las bebidas. El vino debe de haberlo vencido al fin».
Hubo un murmullo inquieto, un susurro, un silbido de protestas. La voz de una mujer, Colette, creo. «Sus ojos…»
– Es sólo la bebida -la voz de Tomas era risueña y liviana-. Un viejo como él… Nunca sabe cuándo terminar. -Su risa fue absolutamente convincente y aun así yo sabía que estaba mintiendo-. Fränzl, quédate y ayúdame a llevarlo a casa. Udi, llévate a los demás para adentro.
Tan pronto como los otros hubieron regresado al bar volví a oír la música del piano, una voz femenina elevándose con un nervioso gorjeo entonando la melodía de una canción popular. Solos, Tomas y Hauer empezaron a hablar en tonos rápidos y urgentes.
– «Leibniz, was muβ…» -decía Hauer.
– Halt's Maul! -lo cortó Tomas bruscamente. Dirigiéndose al lugar donde me pareció que había caído el cuerpo del anciano, se arrodilló. Oí cómo movía a Gustave, luego le habló con suavidad un par de veces en francés.
– Viejo. Despierta, viejo.
Hauer dijo algo rápido y enfadado en alemán que no conseguí captar. Luego Tomas habló, pausada y claramente, y el tono que empleó, más que las palabras mismas, fue lo que me hizo entender. Lenta y deliberadamente, las palabras eran casi divertidas con su frío desprecio.
– Sehr gut, Fränzl -dijo Tomas secamente-. Er ist tot.
Sin pastillas. Debía de estar desesperada. Aquella noche terrible, con el aroma a naranjas por todas partes y nada a lo que pudiera aferrarse.
«Vendería a mis hijos por una noche de descanso.»
Luego, debajo de una receta recortada y pegada de un periódico, en su caligrafía tan pequeña que mis viejos ojos necesitaron una lupa para distinguir las palabras:
T.L. volvió. Dijo que había habido un problema en La Rép. Algunos soldados se desmandaron. Dijo que R-C. podía haber presenciado algo. Trajo pastillas.
¿Fueron aquellas las treinta tabletas de morfina? ¿A cambio de su silencio? ¿O las pastillas eran algo completamente diferente?
Paul volvió media hora después. Tenía la expresión ligeramente tímida de un hombre que está esperando una regañina, y olía a cerveza.
– Tuve que tomar algo -me dijo en tono de disculpa-. Habría parecido un poco raro que me hubiese quedado mirándolos sin más.
Entonces yo ya estaba totalmente empapada e irritable.
– ¿Y bien? -pregunté-. ¿Cuál es tu gran descubrimiento?
Paul se encogió de hombros.
– Quizá no sea nada -dijo en tono reflexivo-. Me gustaría… bueno, espera un momento hasta que compruebe algunas cosas antes de darte esperanzas.
Me lo quedé mirando fijamente a los ojos.
– Paul Désiré Hourias -declaré-. Llevo un siglo esperándote bajo la lluvia. He aguantado el tufo de este café espiando a Dessanges porque tú creías que quizá descubriríamos algo. No me he quejado una sola vez. -Llegados a este punto me dirigió una mirada burlona que pasé por alto-. Eso me convierte prácticamente en una santa -añadí con firmeza-. Pero si te atreves a dejarme en la oscuridad, si realmente se te ocurre hacerlo…
Paul hizo un gesto de derrota.
– ¿Cómo sabes que mi segundo nombre es Désiré? -inquirió.
– Yo lo sé todo -respondí sin sonreír.
No sé lo que hicieron después de que huyéramos. Un par de días después un pescador halló el cuerpo del viejo Gustave en el Loira, a las afueras de Courlé. Los peces se habían cebado en él. Nadie mencionó lo sucedido en La Mauvaise Réputation, aunque los hermanos Dupré parecían más furtivos que nunca y un silencio insólito reinaba en el café. Reinette no dijo una palabra de lo que había pasado y yo le hice creer que había huido al mismo tiempo que Cassis para que ella no sospechara lo que había visto. Pero en cierto modo había cambiado. Parecía más fría, más agresiva. Cuando creía que yo no estaba mirando se tocaba el cabello y el rostro de forma compulsiva, como si comprobara que todo estaba en su sitio. Faltó a la escuela unos días argumentando tener dolor de estómago.
Sorprendentemente, madre lo consintió. Se sentaba junto a ella, dándole bebidas calientes y hablándole en voz baja y premiosa. Trasladó la cama de Reinette a su propia habitación, algo que jamás antes había hecho ni por mí ni por Cassis. Una vez vi que le daba dos tabletas que Reinette tomó con desgana, entre protestas. Desde mi puesto de espía detrás de la puerta acerté a oír parte de su conversación en la que me pareció reconocer la palabra maldición. Reinette estuvo bastante enferma algunos días después de haberse tomado las pastillas pero pronto se recuperó y no se volvió a hablar más del incidente.
Apenas hay referencias sobre esto en el álbum. En una página mi madre escribe: «R-C. está totalmente recuperada», debajo de una caléndula y de la receta de una tisana de ajenjo. Pero siempre albergué sospechas al respecto. ¿Eran las pastillas una especie de purgante para evitar un embarazo no deseado? ¿Eran las mismas pastillas que madre mencionaba en su diario? ¿Y las iniciales T.L. se referían a Tomas Leibniz?
Creo que Cassis debió de adivinar algo de lo que pasaba pero estaba demasiado absorto en sus propios asuntos para reparar mucho en Reinette. En cambio, se dedicaba a memorizar sus lecciones, leer sus revistas, jugar en los bosques con Paul y hacer como si nada hubiera sucedido. Quizá para él así fuese.
Intenté hablar con él en una ocasión.
– ¿Pasó algo? ¿Qué quieres decir con que pasó algo? -Estábamos sentados en lo alto del puesto de vigilancia comiendo bocadillos de mostaza y leyendo La máquina del tiempo. Había sido mi historia favorita de aquel verano y nunca me cansaba de oírla. Cassis me miró, con la boca llena y sus ojos esquivando los míos.
– No estoy segura -aventuré con tiento, observando su plácido rostro asomando por encima de la cubierta del libro-. Quiero decir, que sólo me quedé un minuto más pero… -Resultaba difícil ponerlo en palabras. No había palabras en mi vocabulario para un acto así-. Casi cogieron a Reinette -comenté sin convicción-. Jean-Marie y los otros. La… la empujaron contra la pared. Le rasgaron la blusa -dije.
Había más, si hubiese podido hallar las palabras. Intenté evocar el sentimiento de horror, de culpabilidad que me había invadido entonces, el sentimiento de que estaba a punto de presenciar algo repulsivo, un misterio apremiante, pero todo parecía borroso, confuso como las imágenes en un sueño.
– Gustave estaba ahí -continué desesperada.
Cassis se estaba enfadando.
– ¿Y qué? -dijo con brusquedad-. ¿Y qué? Estuvo todo el rato ahí, el viejo idiota. ¿A qué me vienes ahora con eso? -Con todo, sus ojos seguían evitando los míos, deteniéndose en la página, oscilando de un lado a otro como las hojas muertas en el viento.
– Hubo una pelea. Algo parecido a una pelea -tuve que decir. Sabía que él no quería que lo hiciese, vi su mirada evitándome deliberadamente, concentrándose en la página, y deseando que yo cerrara la boca de una vez.
Silencio. En silencio nuestros deseos luchaban entre sí, él con sus años y experiencia, yo con el peso de lo que sabía.
– ¿Crees que quizá…?
Entonces se me encaró, ferozmente, con los ojos iluminados por la rabia y el terror.
– Si creo qué. ¡Por el amor de Dios! Si creo qué -me espetó-. ¿Acaso no has hecho bastante ya, con tus arreglos, tus planes y tus brillantes ideas? -Estaba jadeando, el rostro febril y muy cerca del mío-. ¿No te parece que ya has hecho bastante?
– No sé qué… -Estaba al borde de las lágrimas.
– Bien, pues piensa, ¿por qué no lo haces para variar? -gritó Cassis-. Digamos que sospechas algo. Digamos que sabes por qué murió el viejo Gustave. -Se detuvo para observar mi reacción, bajando la voz a un seco murmullo-. Digamos que sospechas de alguien. ¿A quién vas a decírselo? ¿A la policía? ¿A madre? ¿A la jodida legión extranjera?
Lo miré sintiéndome despreciable pero no lo demostré, sino que insolente lo desafié con la mirada, como solía hacer.
– No podríamos contárselo a nadie -siguió Cassis con la voz alterada-. A nadie. Querrían saber cómo lo averiguamos. Con quién hemos estado hablando. Y si lo decimos -sus ojos se desviaron de los míos-, si dijéramos algo… a alguien… -se interrumpió de pronto y volvió a enfrascarse en el libro. Hasta su miedo había desaparecido dejando en su lugar una cauta indiferencia-. Tenemos suerte de ser sólo unos críos -comentó en un tono nuevo e inexpresivo-. Los críos siempre andan jugando con cosas de ésas. Intentando averiguarlo todo, haciéndose pasar por detectives, cosas así. Todo el mundo sabe que no es real. Todo el mundo sabe que sólo son invenciones nuestras.
– Pero Gustave… -le dije mirándolo fijamente.
– Sólo un pobre viejo -dijo Cassis, haciéndose eco inconscientemente de las palabras de Tomas-. Se cayó al río, había bebido demasiado vino. Pasa a menudo. ¿Entendido?
Me estremecí.
– No vimos nada -dijo Cassis imperturbable-. Ni tú, ni yo, ni Reinette. Nada ocurrió. ¿Entendido?
– Yo lo vi. Lo vi -dije negando con la cabeza.
Pero Cassis ya no volvió a mirarme, refugiándose en las páginas de su libro en el que los Morlocks y los Eloi guerreaban furiosamente detrás de las barreras seguras de la ficción. Cada vez que intenté hablar con él en ocasiones posteriores hizo como que no sabía de qué le hablaba o creía que yo estaba jugando. Con el tiempo quizá llegó a creerse su propia historia.
Los días pasaron. Eliminé todo rastro de la bolsita de la naranja de la almohada de mi madre, así como la piel de naranja oculta en el barril de las anchoas y las enterré en el jardín. Tenía la sensación de que jamás volvería a utilizarlas.
Me he levantado a las seis esta mañana -escribe- por primera vez desde hace meses. Es extraño como todo parece distinto. Cuando no has dormido parece como si el mundo fuese desvaneciéndose poco a poco. El suelo no está firme bajo tus pies. El aire parece estar lleno de partículas brillantes y punzantes. Siento que he dejado atrás una parte de mí misma pero no consigo recordar el qué. Me miran con ojos tan solemnes… Creo que me temen. Todos menos Boise. Ella no tiene miedo de nada. Querría advertirle que eso no dura siempre.
Tenía razón sobre aquello. No dura siempre. Lo supe en el mismo instante en el que Noisette nació, mi Noisette, tan astuta, tan dura, tan como yo misma. Ahora tiene una hija, una niña que no he llegado a conocer salvo por las fotografías. Le ha puesto Peche. A veces me pregunto cómo se las arregla, sola, tan lejos de casa. Noisette solía mirarme del mismo modo, con aquellos ojos suyos, oscuros y fuertes. Ahora se me ocurre que ella se parece más a mi madre incluso que yo.
Unos días después del baile en La Rép, Raphaël se presentó en casa. Se inventó alguna excusa -comprar vino o algo-, pero sabíamos lo que realmente quería. Cassis nunca lo llegó a admitir, por supuesto, pero lo adiviné en los ojos de Reine. Quería averiguar lo que sabíamos nosotros. Supongo que estaba preocupado más que el resto porque, a fin de cuentas, era su café y se sentía responsable. Quizá lo había adivinado. Quizás alguien había hablado. Sea como fuere, estaba nervioso como un gato cuando mi madre abrió la puerta: sus ojos se movían precipitadamente hacia el interior de la casa y luego hacia afuera. Desde el baile, el negocio en La Mauvaise Réputation había ido mal. En la estafeta de correos había oído comentar, quizá fuera a Lisbeth Genêt, que el lugar se había echado a perder, que los alemanes llevaban ahí a sus putas, que no había nadie decente que se dejara ver por allí y, si bien nadie había establecido la conexión entre lo sucedido aquella noche y la muerte de Gustave Beauchamp, no había la menor duda de que pronto empezarían las habladurías. Al fin y al cabo era un pueblo, y en un pueblo nadie puede mantener un secreto demasiado tiempo.
En fin, madre no le dio lo que se llamaría una cálida bienvenida. Quizás era demasiado consciente de que los estábamos observando, demasiado consciente de lo que él sabía de ella. Quizá su enfermedad la hacía ser brusca o quizás fuese sólo su temperamento hosco. En cualquier caso, Raphaël no volvió más, aunque hay que decir que una semana después, él y todos los presentes la noche del baile en La Mauvaise Réputation estaban muertos, así que tal vez no tuvo la oportunidad.
Madre hace una referencia a su visita.
Ese idiota de Raphaël vino. Demasiado tarde, como de costumbre. Me dijo que sabía dónde podía conseguir algunas pastillas. Le dije que nunca más.
Nunca más. Así. Si hubiese sido otra mujer no la hubiese creído, pero Mirabelle Dartigen no era una mujer como las demás. Nunca más, dijo. Y fue su última palabra. Que yo sepa no volvió a tomar morfina nunca más, aunque quizás aquello se debiera también a lo que sucedió después más que a un puro acto de fuerza de voluntad. Naturalmente, a partir de entonces no habría más naranjas, nunca más. Incluso creo que había perdido el gusto por ellas.