SEGUNDA PARTE. La Fruta Prohibida

Capítulo 1

Ya a principios de junio prometía ser un verano caluroso y el Loira estaba bajo y áspero por las arenas movedizas y los desprendimientos. También había serpientes, más de las acostumbradas: culebras cobrizas de cabeza plana que acechaban en el frío barro de las aguas poco profundas. A Jeannette Gaudin le mordió una de esas serpientes mientras chapoteaba en el agua una tarde seca y la enterraron una semana después en el cementerio de la iglesia de Saint-Benedict debajo de una cruz y un ángel de escayola. Querida hija1934-1942. Yo era tres meses mayor que ella.

De pronto sentí como si se hubiese abierto un abismo debajo de mí, un agujero caliente y profundo como una boca gigantesca. Si Jeannette podía morir también podía yo. Y cualquiera. Cassis me miró con desprecio desde la altura de sus trece años. Se supone que la gente muere en tiempos de guerra, estúpida. Los niños también. La gente muere continuamente.

Intenté explicarle lo que sentía pero no pude. Que los soldados muriesen -incluido mi propio padre- era una cosa. Incluso que mataran a civiles en un bombardeo, aunque había habido muy poco de eso en Les Laveuses. Pero esto era distinto. Mis pesadillas empeoraron. Me pasaba horas contemplando el río con mi red de pesca, capturando a las malditas serpientes pardas en las aguas poco profundas, aplastándoles sus planas cabezas con una piedra y colgando sus cuerpos en las raíces que quedaban al descubierto en la ribera. A finales de semana había más de veinte de ellas colgadas lánguidamente de las raíces y el hedor -un olor a pescado y extrañamente dulzón, como algo podrido y fermentado- era abrumador. Cassis y Reinette iban todavía a la escuela -los dos iban al collège en Angers- y fue Paul quien me encontró, removiendo tenazmente la sopa de barro de la orilla con mi red y con una pinza en la nariz para eludir el tufo.

Él llevaba pantalones cortos y sandalias y llevaba atado a su perro Malabar con una correa hecha de cuerda.

Le dirigí una mirada de indiferencia y concentré mi atención en el agua. Paul se sentó a mi lado. Malabar se dejó caer pesadamente en el camino, jadeando. Hice caso omiso de ambos. Al final Paul habló.

– ¿Qué te pasa?

Me encogí de hombros.

– Nada. Sólo estoy pescando. Nada más.

Otro silencio.

– Serpientes. -Su voz era cuidadosamente indiferente.

Asentí con gesto desafiante.

– ¿Y?

– Y nada. -Acarició la cabeza de Malabar-. Puedes hacer lo que quieras. -Una pausa se arrastró entre nosotros como un caracol de carreras.

– Me pregunto si duele -dije por fin.

Estuvo meditando unos instantes como si supiera a lo que me refería, luego meneó la cabeza.

– No lo sé.

– Dicen que el veneno llega a la sangre y te deja paralizado. Como si te durmieras.

Me miró evasivo, sin mostrarse de acuerdo o en desacuerdo conmigo.

– Cassis dice que seguramente Jeannette Gaudin vio a la Gran Madre -dijo por fin-. Ya sabes. Por eso la serpiente la mordió. La maldición de la Gran Madre.

Sacudí la cabeza. Cassis, el ávido cuentista de historias y lector de revistas insólitas (con títulos como La maldición de la momia o El enjambre bárbaro), siempre andaba contando cosas de ésas.

– Ni siquiera creo que la Gran Madre exista -le respondí desafiante-. En cualquier caso, yo nunca la he visto. Además las maldiciones no existen. Todo el mundo lo sabe.

Paul me miró con ojos indignados y tristes.

– Por supuesto que sí -afirmó-. Y está ahí abajo. Mi padre la vio una vez, antes de que yo naciera. El lucio más grande que hayas visto jamás. Una semana después se rompió la pierna al caerse de la bicicleta. Hasta tu padre… -se detuvo, bajando los ojos, confundido de repente.

– No mi padre -le respondí cortante-. A mi padre lo mataron en el campo de batalla. -Se me apareció vívidamente su imagen marchando, un eslabón en una línea infinita que se movía inexorablemente hacia el horizonte abierto.

Paul movió la cabeza.

– Está ahí -dijo tercamente-. Ahí, en el punto más profundo del Loira. Debe de tener unos cuarenta años, cincuenta quizás. Los lucios viven mucho tiempo, los viejos. Es oscura como el barro en el que habita. Es astuta, endiabladamente astuta. Es capaz de engullir un pájaro que esté sobre el agua con la facilidad con que se tragaría un trozo de pan. Mi padre dice que no es un lucio sino un fantasma, una asesina, condenada a observar a los vivos eternamente. Por eso nos odia.

Aquel era un discurso largo para Paul y, a mi pesar, lo escuché arrobada. El río era pródigo en historias y cuentos de viejas, pero de todas, la historia de la Gran Madre era la que más había perdurado. Un lucio gigante con el hocico hendido y los anzuelos de los pescadores que habían intentado capturarla prendidos del labio. En sus ojos una inteligencia diabólica. En su estómago un tesoro de origen desconocido e incalculable valor.

– Mi padre dice que si alguien consiguiera cazarla, tendría que concederle un deseo. Dice que él se conformaría con un millón de francos y un vistazo a la ropa interior de esa Greta Garbo. -Sonrió tímidamente. «Son cosas de adultos», parecía decir su sonrisa.

Lo consideré. Me dije a mí misma que no creía en maldiciones ni en cuentos de brujas. Pero no podía borrar la imagen del viejo lucio.

– Si está ahí podríamos pescarla -le dije bruscamente-. Es nuestro río. Podríamos hacerlo.

De pronto, lo vi claro; no sólo era posible sino que era además una obligación. Pensé en los sueños que me habían estado mortificando desde que padre murió; sueños en los que me ahogaba, en los que me dejaba arrastrar ciegamente en la espuma negra del Loira crecido, con la pegajosa sensación de tener carne rodeándome por todas partes, de gritar y sentir mis gritos forzados a regresar a mi garganta, de ahogarme a mí misma. De algún modo, el lucio pasó a personificar todo eso y si bien mi pensamiento no era tan analítico como eso, algo en mí tuvo de pronto la certeza de que si pescaba a la Gran Madre, algo sucedería. No podía articular el qué, ni siquiera a mí misma. Pero algo, pensé con una excitación creciente e incomprensible. Algo.

Paul me miró asombrado.

– ¿Capturarla? -repitió-. ¿Para qué?

– Es nuestro río -le dije tercamente-. No debería estar en nuestro río. -Lo que quería decir era que el lucio me ofendía de algún modo secreto y visceral, mucho más que las serpientes; su malicia, su edad, su perversa complacencia. Pero no se me ocurría la forma de explicarlo. Era un monstruo.

– Además. Nunca lo conseguirás -continuó Paul-. Me refiero a que mucha gente lo ha intentado. Gente mayor. Con sedales y redes y todo. Muerde las redes. Y los sedales… los parte por la mitad. Es fuerte, ¿sabes? Más fuerte que cualquiera de nosotros.

– No tiene por qué -insistí-. Podemos atraparla.

– Tienes que ser endiabladamente lista para atrapar a la Gran Madre -dijo Paul imperturbable.

– ¿Y? -Empezaba a estar enfadada y lo encaré con los puños apretados y el rostro tenso por la frustración-. Pues seremos listos. Cassis y yo, Reinette y tú. Los cuatro. A menos que tengas miedo.

– No te-tengo miedo, pero es im-im-imposible. -Había empezado a tartamudear otra vez, como solía hacer cuando se sentía presionado. Lo miré.

– Bueno lo haré yo sola si no queréis ayudarme. Y atraparé al viejo lucio. Tú espera y verás.

Por alguna razón me escocían los ojos. Los froté furtivamente con la palma de la mano. Pude ver que Paul me observaba con expresión curiosa, pero no dijo nada. Escarbé con virulencia en los calientes charcos con mi red.

– Sólo es un viejo pez -dije. Hurgué-. Lo cogeré y lo colgaré de las piedras alzadas. -Hurgué-. Ahí mismo. -Señalé a la Piedra del Tesoro con la red que goteaba-. Ahí mismo. -Volví a repetir en voz baja, escupiendo al suelo para corroborar mis palabras.

Capítulo 2

Mi madre olió a naranjas durante todo aquel caluroso mes. Casi una vez por semana, aunque no siempre, era el preludio de uno de sus delirios. Mientras Cassis y Reinette estaban en el colegio, yo corría hasta el río, casi siempre sola, pero a veces acompañada de Paul cuando él podía escabullirse de sus tareas en la granja.

Había alcanzado una edad difícil y separada de mis hermanos durante la mayor parte de aquellos largos días me hice más descarada y rebelde, huyendo cada vez que mi madre me mandaba cosas que hacer, saltándome las comidas y llegando tarde a casa, sucia, con las ropas teñidas con el polvo ocre de la orilla del río, el cabello suelto y pegajoso por el sudor. Ya era indócil de nacimiento, pero el verano de mis nueve años empeoré como jamás lo había hecho antes. Mi madre y yo nos acechábamos mutuamente como gatas defendiendo nuestro territorio. Cada roce era un chispazo electroestático; cada palabra un insulto potencial; cada conversación, un campo minado. Durante las comidas estábamos sentadas la una frente a la otra, con la mirada ceñuda puesta en la sopa y las crêpes. Cassis y Reinette nos flanqueaban como temerosos cortesanos, con los ojos abiertos de par en par y silenciosos.

No sé por qué nos enfrentábamos de aquella forma; quizá fuese sencillamente por el hecho de que me estaba haciendo mayor. A medida que me iba acercando a la adolescencia veía con otros ojos a la mujer que me había aterrorizado durante mi infancia. Veía los mechones grisáceos en su cabello, las líneas que le enmarcaban la boca. Ahora veía -con un viso de desprecio- que sólo era una mujer que estaba envejeciendo y cuyos delirios la recluían irremediablemente en su habitación.

Y ella me atormentaba. Deliberadamente, o así lo creía yo. Ahora pienso que quizá no podía evitarlo, estaba tanto en su infeliz naturaleza como en la mía estaba el provocarla. Durante aquel verano, parecía que cada vez que abría la boca era para criticar. Mis modales, mi ropa, mi aspecto, mis opiniones. Todo, según ella, era reprobable. Era descuidada; dejaba mi ropa sin doblar a los pies de la cama al irme a dormir. Arrastraba los pies al andar, me convertiría en jorobada si no ponía remedio. Era glotona, me atiborraba de fruta del huerto. Por lo demás tenía poco apetito: estaba creciendo flaca y descarnada. ¿Por qué no podía ser como Reine-Claude? A los doce años, mi hermana ya se había desarrollado. Dulce y suave como la miel oscura, con los ojos ambarinos y el cabello otoñal; era la heroína de cualquier novela, todas y cada una de las diosas de la pantalla que había imaginado y admirado. Cuando éramos pequeñas me dejaba que le trenzara el cabello y yo insertaba flores y bayas en las gruesas trenzas y le rodeaba la cabeza con correhuelas, lo que la hacía parecer un hada del bosque. Ahora había algo casi adulto en su compostura, en su dulzura pasiva. A su lado, yo parecía una rana, me decía mi madre, una pequeña rana fea y flacucha con mi boca ancha y hosca y mis manos y pies grandes.

Recuerdo una de aquellas cenas conflictivas en particular. Teníamos paupiettes para cenar: esos pequeños rollos de carne de ternera rellenos de carne picada de tocino, liados con una cuerda y guisados con una espesa salsa de zanahorias, cebolletas y tomates en vino blanco. Miré al plato con una taciturna falta de interés. Reinette y Cassis no miraban nada en particular, cuidadosamente indiferentes. Mi madre apretó los puños, furiosa por mi silencio. Después de la muerte de mi padre no había nadie que atemperara su ira y siempre estaba a punto de estallar, hirviendo bajo la superficie. Casi nunca nos pegaba -algo muy raro en aquellos tiempos, casi anormal- aunque sospechaba que no se debía a su gran sentido del afecto, sino más bien al temor de que una vez hubiera empezado le fuera imposible detenerse.

– No arrastres los pies, por el amor de Dios. -Su voz era tan agria como una grosella verde-. ¿Es que no ves que si arrastras los pies acabarás por quedarte así?

Le dirigí una mirada rápida e insolente y apoyé los codos sobre la mesa.

– ¡Quita los codos de la mesa! -casi gimió-. Mira a tu hermana. Mírala. ¿Arrastra ella los pies? ¿Se comporta como una labriega resentida?

No se me ocurrió sentir resentimiento contra Reinette. Lo sentía contra mi madre y lo exteriorizaba con cada movimiento de mi avisado cuerpo adolescente. Le daba cualquier excusa para acosarme. Quería que tendiéramos la ropa por las costuras, pues yo lo hacía por el cuello. Los tarros de la despensa debían tener las etiquetas mirando hacia adelante, pues yo las ponía hacia atrás. Olvidaba lavarme las manos antes de las comidas. Cambiaba el orden de las sartenes que estaban colgadas de la pared de la cocina de mayor a menor. Dejaba la ventana de la cocina abierta de manera que cuando ella abría la puerta la corriente hacía que se cerrara de un portazo. Infringía miles de sus reglas personales y ella reaccionaba a cada transgresión con la misma rabia perpleja. Para ella, aquellas nimias reglas eran importantes pues eran las armas de las que se servía para controlar nuestro mundo. Si se las quitábamos se quedaba como el resto de nosotros, huérfana y perdida.

Naturalmente, yo no sabía aquello entonces.

– Eres una zorrilla dura de pelar, ¿no? -dijo finalmente, empujando su plato-. Dura como los clavos. -No había ni hostilidad ni afecto en su voz, simplemente una especie de fría falta de interés-. Yo solía ser así a tu edad -confesó. Era la primera vez que la oía hablar de su propia niñez. Su sonrisa se hizo más profunda y triste. Resultaba imposible imaginarla en su juventud.

Apuñalé mi paupiette, cuya salsa estaba pastosa y fría.

– También quería pelearme con todo el mundo -dijo mi madre-. Lo habría sacrificado todo, habría herido a cualquiera para demostrar que tenía razón. Para ganar. -Me miró intensamente, con curiosidad, sus ojos negros como alfileres en brea-. Rebelde. Eso es lo que eres. Desde el mismo instante en que naciste supe lo que ibas a ser. Has hecho que todo vuelva a empezar. Peor que nunca. Tu forma de gritar por las noches y de negarte a comer; y yo tumbada en la cama, despierta con las puertas cerradas y la cabeza martilleándome.

No respondí. Un momento después mi madre se echó a reír sarcástica y empezó a recoger la mesa. Fue la última vez que habló de la guerra que había entre nosotras, si bien la guerra estaba lejos de haber terminado.

Capítulo 3

El puesto de vigilancia era un olmo viejo que quedaba cerca de la ribera del Loira. Sobresaliendo del agua, un manojo de gruesas raíces pendían hacia abajo desde el suelo reseco de la ribera, haciendo que resultara fácil escalarlas incluso para mí. Y desde las ramas más altas se podía ver Les Laveuses. Cassis y Paul habían construido una cabaña primitiva -una plataforma y algunas ramas inclinadas que hacían las veces de tejado- pero era yo quien pasaba más tiempo en el refugio Reinette se mostraba poco dispuesta a subir a las ramas más altas, aunque habíamos facilitado el acceso gracias a una cuerda con nudos, y Cassis raramente iba por allí, así que a menudo disponía del lugar para mí sola. Iba allí para pensar y observar la carretera por la que a veces podía ver a los alemanes pasar con sus autos, o, con más frecuencia, con sus motocicletas.

Por supuesto, había poca cosa de interés para los alemanes en Les Laveuses. No había cuarteles, m escuelas ni edificios públicos que ocupar. Se establecieron en Angers y hacían algunas patrullas por los pueblos vecinos. Sólo los veía (sin contar los vehículos que pasaban por la carretera) cuando enviaban a grupos de soldados cada semana a requisar productos de la granja de Hourias. La nuestra era menos frecuentada no teníamos vacas, sólo algunos cerdos y cabras. Nuestra principal fuente de ingresos era la fruta y la temporada acababa de empezar. Un par de soldados venían a desgana una vez al mes, pero lo mejor de nuestros suministros estaba bien escondido, y madre siempre me enviaba al huerto cuando los soldados llegaban. Aun así, sentía curiosidad por los uniformes grises, y, a veces, sentada en el puesto de vigilancia lanzaba cohetes imaginarios a los coches que pasaban. No era verdaderamente hostil, ninguno de los niños lo éramos. Sencillamente sentíamos curiosidad y repetíamos los insultos que nuestros padres nos enseñaban (boche asqueroso, cerdo nazi) por puro instinto de imitación. No tenía ni idea de lo que sucedía en la Francia ocupada, ni de dónde estaba Berlín.

En una ocasión fueron a requisar el violín de Denis Gaudin, el abuelo de Jeannette. Ella me lo explicó al día siguiente. Estaba oscureciendo y las contraventanas estaban cerradas cuando oyeron que llamaban a la puerta. La abrieron y vieron a un oficial alemán. En un francés educado aunque dificultoso se dirigió a su abuelo.

Monsieur, creo que tiene usted un violín. Yo lo necesito.

Algunos oficiales habían decidido formar una banda militar. Me imagino que hasta los alemanes necesitaban alguna forma de pasar el tiempo.

El viejo Gaudin se lo quedó mirando.

– Un violín es como una mujer, mein Herr -repitió cortésmente-. No es algo que se pueda prestar.

Y suavemente cerró la puerta. Hubo un silencio mientras el oficial digería estas palabras. Jeannette miró a su abuelo con los ojos abiertos de par en par. Luego, afuera sonó la risa del oficial alemán que repetía:

– … wie eine Frau! Wie eine Frau!

El oficial alemán no regresó más y Denis conservó el violín hasta mucho después, casi hasta el final de la guerra.

Capítulo 4

No obstante, por primera vez aquel verano, mi interés no iba dirigido hacia los alemanes. Pasaba la mayor parte de mis horas despierta (y también muchas dormida) urdiendo tretas para atrapar a la Gran Madre. Estudiaba diversas técnicas de pesca. Sedales para anguilas, trampas para cangrejos, barrederas, redes de arrastre, cebos vivos y boyas. Iba a ver a Hourias y lo mortificaba hasta que me contaba todo lo que sabía de cebos. Sacaba gusanos de la orilla del banco de arena y aprendía a mantenerlos en la boca para darles calor. Atrapaba moscardas y las ataba en cañas erizadas con anzuelos como extraños oropeles. Hacía trampas con jaulas, sauce y cuerdas, en las que ponía desperdicios de comida. El mero contacto con una de las hebras de la caja hacía que ésta se cerrara de golpe, entonces el artilugio salía bruscamente despedido del agua en cuanto la rama sobre la que se apoyaba quedaba liberada. Puse trozos de redes en los canales estrechos entre los bancos de arena. Dejé colgados sedales fijos con bolos de carne putrefacta en el último banco. De este modo conseguí pescar un montón de percas, pequeñas brecas, gobios, anguilas y muchos pececillos. Algunos los llevaba a casa para comer y observaba a mi madre mientras los guisaba. La cocina era el único lugar neutral de la casa, un lugar de breve respiro en nuestra guerra privada. Solía quedarme a su lado, escuchando el tono monocorde de su voz, y juntas preparábamos su boullabaisse angevine, caldo de pescado con cebollas rojas y tomillo, y la perca asada en papel de estaño con estragón y setas silvestres. Algunas de mis capturas las dejaba expuestas en las piedras alzadas en guirnaldas ostentosas y pestilentes: una advertencia y un desafío.

Pero la Gran Madre no venía. Los domingos, cuando Reine y Cassis no tenían que ir al colegio intentaba contagiarles mi pasión por la captura. Pero desde la admisión de Reine-Claude en el collège a principios de aquel año, los dos se habían convertido en una raza aparte. Cinco años me separaban de Cassis. Tres de Reine. Y, sin embargo, ellos parecían más próximos en edad, con pose de adultos, tan parecidos con sus rostros dorados y sus pómulos altos que podrían haber pasado por gemelos. A menudo hablaban en susurros y risas secretas, refiriéndose a amigos de los que yo jamás había oído hablar, riéndose de sus bromas privadas. Nombres extraños puntuaban sus conversaciones. Monsieur Toupet. Madame Froussine. Madeimoselle Culourd. Cassis le había puesto apodos a todos sus profesores y podía imitar sus gestos y sus voces para hacer reír a Reine. Otros nombres, susurrados al resguardo de la oscuridad mientras yo dormía, que al parecer pertenecían a sus amigos. Heinemann, Leibniz, Schwartz. Risas cuando esos nombres eran pronunciados, una risa extraña y maliciosa con un atisbo de culpabilidad e histeria. Eran nombres que yo no reconocía, nombres extranjeros y cuando preguntaba por ellos, Cassis y Reine-Claude se limitaban a lanzar una risa sofocada y marcharse corriendo hacia el huerto cogidos del brazo.

Aquella actitud esquiva me preocupaba mucho más de lo me había imaginado. Se habían convertido en conspiradores cuando antes eran mis iguales. De pronto, todas nuestras actividades compartidas resultaban infantiles para ellos. El puesto de vigilancia, las piedras alzadas, eran sólo míos. Reine-Claude afirmaba que tenía miedo de ir a pescar por temor a las serpientes. En vez de eso se quedaba en su habitación, cepillándose el pelo, recogiéndoselo en complicados peinados y suspirando con las fotografías de las actrices de cine. Cassis escuchaba mis planes entusiastas con una cortés falta de atención y se inventaba excusas para dejarme sola. Una lección que copiar. Verbos latinos que aprender para la clase de Monsieur Toubon. Ya lo entendería cuando fuera mayor. Hacían cualquier cosa con tal de mantenerme alejada. Me enviaban a cruzar Les Laveuses con recados imaginarios, prometiendo encontrarse conmigo después en el río y luego se iban solos al bosque. Mientras les esperaba, lágrimas de rabia me ardían en los ojos. Y cuando se lo echaba en cara, simulaban inocencia, llevándose las manos a la boca con disimulo -«¿Estás segura de que era en el gran olmo? Estábamos convencidos de que habíamos quedado en el segundo roble»- y lanzaban una risilla sofocada mientras yo me marchaba con paso airado.

Sólo iban al río de vez en cuando para nadar. Reine-Claude entraba en el agua con extrema cautela, sólo en los tramos más profundos y claros, donde las serpientes no solían aventurarse. Yo intentaba llamar su atención haciendo extravagantes chapuzones desde la orilla y buceando durante tanto rato que Reine-Claude siempre acababa gritando que me había ahogado. Aun así, sentía que poco a poco se iban alejando de mí y la soledad me abrumaba.

Sólo Paul permaneció leal durante aquel tiempo. Aunque era más mayor que Reine-Claude y tenía casi la misma edad que Cassis parecía más joven, menos remilgado. Era incapaz de articular palabra cuando ellos estaban allí, sonriendo con azoramiento agónico cuando ellos hablaban del colegio. Paul apenas sabía leer y su escritura era artificiosa, la caligrafía penosa de un niño mucho más pequeño. Le gustaban las historias y yo le leía las revistas de Cassis cuando iba al puesto de vigilancia. Solíamos sentarnos en la plataforma, él tallando un trozo de madera con su pequeño cuchillo mientras yo leía La tumba de la momia o La invasión de Marte, media barra de pan sobre una tabla entre los dos, de la que de cuando en cuando cortábamos una rebanada. A veces él traía un pedazo de rillettes envuelto en papel de estraza o medio camembert. Yo añadía a nuestro pequeño banquete un puñado de fresas o uno de los quesos de cabra rebozados en ceniza que mi madre solía llamar petits cendrés. Desde el puesto podía supervisar todas mis redes y trampas, que controlaba cada hora, volviéndolas a poner en caso de que fuera necesario y extrayendo a los pececillos.

– ¿Qué deseo pedirás cuando la atrapes? -Para entonces Paul ya creía implícitamente que yo conseguiría cazar al viejo lucio y me hablaba en un tono de remiso respeto. Medité un instante.

– No sé. -Comí un poco de pan y rillettes-. No tiene sentido hacer planes hasta que no la haya cogido. Puede llevar mucho tiempo.

Y era tiempo lo que estaba dispuesta a invertir. Tres semanas de junio habían pasado y mi entusiasmo no había menguado. Todo lo contrario. Hasta la indiferencia de Cassis y Reine-Claude sólo servía para alimentar mi tozudez. En mi mente, la Gran Madre era un talismán, un talismán seductor y azabache que, en el caso de que consiguiera atraparlo, volvería a poner en su sitio todo lo que se había torcido.

Iban a ver. El día que atrapara a la Gran Madre todos me mirarían con asombro. Cassis, Reine. Y ver esa mirada en los ojos de mi madre, hacer que me viera, que cerrara quizá los puños por la rabia… O que me sonriera con sorprendente dulzura y me abriera los brazos.

Pero mi fantasía se detenía ahí; no me atrevía a seguir imaginando.

– Además -dije con estudiada languidez-, no creo en los deseos. Ya te lo dije.

Paul me lanzó una mirada cínica.

– Si no crees en los deseos -remarcó-, ¿entonces por qué estás haciendo todo esto?

Meneé la cabeza.

– No lo sé -dije al fin-. Para pasar el rato, supongo.

Se echó a reír.

– Típico de ti, Boise -dijo entre carcajadas-. Muy típico de ti. ¡Pescar a la Gran Madre por pasar el rato! -Y estalló otra vez en carcajadas, agitándose alarmantemente cerca del borde de la plataforma en su inusitada hilaridad hasta que Malabar, amarrado con la cuerda a los pies de un árbol, empezó a ladrar bruscamente y volvimos a permanecer en silencio antes de que nuestro refugio fuese descubierto.

Capítulo 5

Poco después de aquello encontré la barra de labios debajo del colchón de Reine-Claude. Un lugar estúpido para ocultarla, cualquiera podía haberla encontrado, hasta madre, pero Reinette nunca fue muy imaginativa. Me tocaba a mí hacer las camas y el objeto debió rodar por la sábana de abajo pues fue ahí donde la hallé, entre el borde del colchón y el somier. Al principio no lo identifiqué. Madre nunca usaba maquillaje. Un cilindro pequeño y dorado como un bolígrafo achaparrado. Giré la tapa y hallé resistencia, la abrí. Estaba experimentando con mucho tiento sobre mi brazo cuando oí un grito sofocado detrás de mí y Reinette me dio una sacudida. Su rostro estaba pálido y crispado.

– Dame eso -silbó-. ¡Es mío! -Me arrebató de las manos la barra de labios, que fue a parar al suelo y rodó por debajo de la cama. Rápidamente se agachó para sacarla, con el rostro encendido.

– ¿De dónde la has sacado? -le pregunté con curiosidad-. ¿Sabe madre que la tienes?

– Eso no es asunto tuyo -jadeó Reinette, emergiendo de debajo de la cama-. No tienes ningún derecho a fisgonear en mis cosas. Y si te atreves a contárselo a alguien…

Sonreí.

– Podría decirlo o podría no decirlo. Eso depende -dije.

Dio un paso adelante, pero yo era casi tan alta como ella y aunque la rabia la había hecho temeraria, sabía bien que más le valía no pelearse conmigo.

– No lo digas -musitó con voz mimosa-. Iré a pescar contigo esta tarde si quieres. Podríamos ir al puesto de vigilancia y leer revistas.

Me encogí de hombros.

– Quizá. ¿De dónde lo has sacado?

Reinette me miró.

– Prométeme que no lo dirás.

– Te lo prometo. -Me escupí en la mano. Después de un instante de duda ella hizo otro tanto. Sellamos el trato con un pegajoso apretón de manos.

– De acuerdo. -Se sentó en el borde de la cama, las piernas encogidas-. Fue en el colegio. En primavera. Teníamos un profesor de latín, Monsieur Toubon. Cassis lo llama Toupet porque parece que lleve un peluquín. Siempre estaba encima de nosotros. Fue el que castigó a toda la clase a quedarse aquella vez. Todo el mundo lo odiaba.

– ¿Te lo dio un profesor? -le dije incrédula.

– No, estúpida, escúchame. Sabes que los boches ocuparon los corredores de la planta baja y el primer piso y las habitaciones que dan al patio. Ya sabes, como cuartel y para hacer la instrucción.

Ya había oído algo de eso antes. La vieja escuela, emplazada en el centro de Angers con sus aulas espaciosas y sus patios enclaustrados resultaba ideal para sus propósitos. Cassis nos hablaba de los alemanes haciendo maniobras con sus máscaras grisáceas de vaca, de cómo nadie podía observarlos y de que las contraventanas que daban al patio tenían que estar cerradas en aquellos momentos.

– Algunos de nosotros nos arrastrábamos hasta allí para mirarlos por el resquicio de una de las contraventanas -confesó Reinette-. Era aburrido. Mucho marchar arriba y abajo y gritar en alemán. No veo por qué tiene que ser tan secreto. -Dejó caer la boca en una mueca de insatisfacción.

– Bueno, el caso es que el viejo Toupet nos pilló un día -prosiguió-. Nos echó un buen rapapolvo a Cassis y a mí y, bueno, a gente que no conoces. Hizo que nos perdiésemos la tarde libre del jueves y nos mandó muchos deberes extra de latín. -Su boca se torció rencorosamente-. No sé por qué se hacía el santo, él también iba a mirar a los boches. -Reinette se encogió de hombros-. Bueno -continuó en voz más alegre-, al final conseguimos devolvérsela. El viejo Toupet vive en el collège, su habitación está cerca del dormitorio de los chicos y Cassis se coló un día en el que Toupet no estaba. Y ¿a que no lo imaginas?

Me encogí de hombros.

– Tenía una radio grande guardada debajo de la cama. Uno de esos aparatos de onda larga. -Reinette hizo una pausa, parecía repentinamente inquieta.

– ¿Y? -Le eché un vistazo a la barra dorada entre sus dedos intentando ver la conexión.

Sonrió, una desagradable sonrisa adulta.

– Sé que no deberíamos tener nada que ver con los boches. Pero no puedes pasarte la vida evitando a la gente -dijo en tono de superioridad-. Quiero decir que los ves en la entrada del colegio, al ir al cine en Angers… -Era un privilegio que envidiaba enormemente a Reine-Claude y Cassis, el que los jueves por la tarde tuvieran permiso para ir en bicicleta hasta el centro de la ciudad al cine o al café, y torcí el gesto.

– Ve al grano -la insté.

– Ya voy. ¡Caray, Boise, eres tan impaciente…! -se quejó llevándose la mano al cabello-. Como iba diciendo, por fuerza acabas viendo a los alemanes en algún momento. Y no todos son malos. -De nuevo aquella sonrisa-. Algunos de ellos pueden ser muy amables. Sin duda más amables que el viejo Toupet.

Hice un gesto de indiferencia.

– Así que uno de ellos te dio la barra de labios -le dije en tono despectivo. Tanto ruido para tan pocas nueces, pensé entre mí. Era muy típico de Reinette emocionarse por nada.

– Se lo dijimos, bueno se lo mencionamos a uno de ellos, lo de Toupet y su radio -dijo. Por alguna razón se sonrojó; las mejillas le relucían como peonías-. Nos dio la barra de labios y algunos cigarrillos para Cassis y, bueno, otras cosas. -Ahora hablaba rápido, imparable, con los ojos chispeantes.

– Y luego, Yvonne Cressonet nos contó que había visto cómo entraban en la habitación del viejo Toupet y le quitaban la radio y él se fue con ellos y ahora, en vez de latín tenemos una clase extra de geografía con Madame Lambert y ¡nadie sabe lo que le ha pasado!

Alzó la mirada hacia mí. Recuerdo que sus ojos eran casi dorados, del color del caramelo cuando empieza a cuajar.

Me encogí de hombros.

– Supongo que no le ha pasado nada -le dije sensatamente-. Me refiero a que no mandarían al frente a un viejo como él sólo por tener una radio.

– No, naturalmente que no. -Su respuesta fue demasiado precipitada-. Además, para empezar él no debería tenerla.

Estuve de acuerdo en eso. Era contrario a las normas. Un profesor tenía que saberlo. Reine miró la barra de labios, la sostuvo en la mano suave y amorosamente.

– Entonces, ¿no vas a decirlo? -Me acarició dulcemente el brazo-. No lo harás, ¿verdad que no, Boise?

Me retiré frotándome automáticamente el brazo donde ella me había tocado. Nunca me gustó que me sobaran.

– ¿Veis Cassis y tú a menudo a esos alemanes? -pregunté.

– A veces -se encogió de hombros.

– ¿Les decís más cosas?

– No -fue demasiado pronta en la respuesta-. Sólo charlamos. Mira, Boise, no se lo vas a decir a nadie, ¿verdad?

Sonreí.

– Bueno, no lo haría. No, si haces algo por mí.

Me miró con los ojos entornados.

– ¿Qué quieres decir?

– Me gustaría ir alguna vez a Angers, contigo y con Cassis -dije astutamente-. Al cine, al café y todo eso. -Me detuve para ver el efecto que causaba y ella me miró ferozmente con sus ojos resplandecientes y afilados como cuchillos-. De lo contrario -continué en una falsa actitud beatífica-, podría decirle a madre que has estado hablando con la gente que mató a nuestro padre. Charlando con ellos y espiando para ellos. Enemigos de Francia. A ver qué dice de eso.

Reinette parecía agitada.

– Boise, lo prometiste.

Moví solemnemente la cabeza.

– Eso no vale. Es mi deber patriótico.

Debió sonar convincente pues Reinette se puso pálida. Con todo, aquellas palabras no significaban nada para mí. No sentía una verdadera hostilidad contra los alemanes. Ni siquiera cuando me decía a mí misma que habían matado a mi padre, que el hombre que lo hizo podía estar ahí, realmente ahí, en Angers. A una hora de bicicleta por la carretera, bebiendo Gros-Plant en algún que otro bar-tabac y fumando Gauloise… Veía con nitidez la imagen en mi mente y aun así carecía de fuerza. Quizá se debiera a que el rostro de mi padre ya se estaba desvaneciendo de mi recuerdo. Quizá por la misma razón que los niños nunca se meten en las peleas de los adultos y los adultos raramente comprenden la repentina hostilidad que estalla entre los niños sin ningún motivo aparente. En mi voz había afectación y una nota de reproche, pero lo que yo deseaba en realidad no tenía nada que ver con nuestro padre, Francia o la guerra. Quería que se me volviese a tener en cuenta, que se me tratase como a una adulta, una portadora de secretos. Y quería ir al cine, ver a Laurel y Hardy o a Bela Lugosi o Humphrey Bogart, sentarme en la oscuridad vacilante con Cassis a un lado y Reine-Claude al otro, quizá con una bolsa de patatas fritas en la mano o un palo de regaliz.

Reinette movió la cabeza.

– Estás loca -dijo al fin-. Sabes que madre jamás te dejará ir a la ciudad. Eres demasiado pequeña, Boise. Además.

– No iría sola. Tú o Cassis podríais llevarme en vuestra bicicleta -continué tozudamente. Ella llevaba la bicicleta de mi madre. Cassis la de mi padre, un extraño chisme de color negro con aspecto de caballete. Estaba demasiado lejos para ir andando y sin las bicicletas hubieran tenido que quedarse a dormir en el collège, como hacían muchos de los niños de los pueblos-. El trimestre casi ha terminado. Podríamos ir todos juntos a Angers. Ver una película. Dar una vuelta.

Mi hermana parecía empecinada.

– Ya lo verás, ella querrá que nos quedemos en casa y que trabajemos en la granja. ¿No te das cuenta? -dijo-, no quiere que nadie se divierta nunca.

– Con la de veces que ha estado oliendo a naranjas últimamente -le dije pragmática- no creo que importe. Podríamos escabullirnos. Tal y como está, ni siquiera se enteraría.

Fue fácil. Reinette siempre resultaba fácil de convencer. Su pasividad era adulta, su naturaleza maliciosa y dulce escondía una cierta apatía rayana en la indiferencia. Me miró frente a frente, lanzándome la última débil excusa como un puñado de arena.

– ¡Estás loca! -Por entonces todo lo que yo hacía era una locura para Reine. Era una locura bucear, balancearme sobre una pierna desde lo alto del puesto de vigilancia, contestar, comer higos verdes y manzanas acidas.

Moví la cabeza.

– Será fácil -le aseguré con firmeza-. Puedes confiar en mí.


Ya veis el inocente principio de todo. No era nuestra intención hacerle daño a nadie; no obstante, hay un lugar duro dentro de mí que recuerda implacable y con exacta perfección. Mi madre vio los peligros mucho antes de que nosotros lo hiciéramos. Yo era explosiva e inestable como la dinamita. Ella lo sabía y a su extraña manera intentó protegerme manteniéndome cerca de ella, aun cuando hubiera preferido lo contrario. Entendía más de lo que yo pensaba.

No es que me importara: tenía mi propio plan, un plan tan intrincado y cuidadosamente planeado como las trampas de los lucios en el río. En una ocasión pensé que Paul lo había adivinado, pero si lo hizo nunca mencionó una palabra al respecto.

Tempranos comienzos que me abocaban a las mentiras, los engaños y cosas peores.

Empezó en un puesto de fruta un sábado de mercado. Fue el cinco de julio, dos días después de mi noveno cumpleaños.

Empezó con una naranja.

Capítulo 6

Hasta entonces siempre se me había juzgado demasiado pequeña para ir a la ciudad los días de mercado. Mi madre solía llegar a Angers alrededor de las nueve y montaba su pequeño tenderete junto a la iglesia. Con frecuencia la acompañaban Cassis o Reinette. Yo me quedaba en la granja, supuestamente para hacer las tareas, aunque por lo general me pasaba todo el rato en el río, pescando, o en los bosques con Paul.

Pero aquel año fue diferente. Ya tenía edad suficiente para ser de alguna utilidad, me dijo con sus bruscas maneras. No podía seguir siendo eternamente la niña pequeña. Me miró, escudriñándome. Sus ojos tenían el color de las ortigas. Además, dijo en tono indiferente, sin dar la sensación de que me estaba concediendo un favor, quizá querría ir alguna vez a Angers más entrado el verano; al cine, tal vez, con mi hermano y mi hermana…

Supuse que aquello era cosa de Reinette. Nadie más podría haberla persuadido. Pero Reinette sabía cómo camelarla. Podía ser todo lo dura que quisiese, pero me parecía que su mirada se suavizaba cuando le hablaba a Reinette, como si debajo de su exterior malhumorado se conmoviese algo. Murmuré una frase torpe en respuesta.

– Además -prosiguió mi madre-, quizá necesites algo de responsabilidad. Para evitar que crezcas como una salvaje. Algo que te enseñe lo que es importante en la vida.

Asentí, intentando imitar la docilidad de Reinette.

No creo que consiguiera engañar a mi madre. Alzó la ceja satíricamente.

– Puedes ayudarme en el puesto -concluyó.

Y así fue como por primera vez acompañé a mi madre a la ciudad. Fuimos juntas en la tartana, con las mercancías embaladas en cajas y cubiertas con una tela alquitranada a nuestro lado. En una caja llevábamos pasteles y galletas, en otra quesos y huevos, y fruta en el resto. Fue a principio de la temporada y aunque la cosecha de fresas había sido buena había poca cosa más lista para vender. Completábamos nuestras ganancias vendiendo confituras endulzadas con la remolacha del otoño anterior antes de que la temporada empezase de verdad.

Angers bullía el día de mercado. Los carros se amontonaban en la calle principal, eje contra eje, bicicletas que acarreaban cestos de mimbre, una pequeña furgoneta descapotable cargada con lecheras, una mujer llevando sobre la cabeza una bandeja llena de barras de pan, tenderetes rebosantes de tomates de invernadero, berenjenas, calabacines, cebollas, patatas. En un puesto vendían lana u objetos de alfarería; en otro vino, leche, conservas, cuchillos, fruta, libros de segunda mano, pan, pescado, flores. Nos instalamos temprano. Junto a la iglesia había una fuente donde los caballos podían beber; también sombra. Mi trabajo consistía en envolver la comida y dársela a los clientes mientras mi madre cobraba. Su memoria y agilidad de cálculo eran extraordinarias. Podía memorizar toda la lista de precios sin necesidad de escribirla y jamás dudaba sobre el cambio. Los billetes en una parte, las monedas en la otra. Guardaba el dinero en los bolsillos de la bata y el excedente iba a parar a una vieja caja de galletas que tenía guardada debajo de la tela alquitranada. Todavía la recuerdo: de color rosado con una cenefa de rosas en el borde. Recuerdo el sonido de las monedas y billetes al chocar contra el metal: mi madre no confiaba en los bancos. Guardaba nuestros ahorros debajo del suelo de la bodega, junto con sus botellas más valiosas.

Aquel primer día de mercado habíamos vendido todos los huevos y los quesos al cabo de una hora. La gente era consciente de la presencia de los alemanes en la intersección, con las pistolas apoyadas en el codo con aire distendido, los rostros aburridos e indiferentes. Mi madre me pilló mirando a los uniformes grises y me llamó la atención bruscamente.

– ¡Deja ya de mirar con la boca abierta, niña!

Teníamos que desdeñarlos aunque aparecieran de pronto entre la multitud; podía notar la mano de mi madre agarrándome del brazo. Sentí que le recorría un estremecimiento cuando él se detuvo delante de nuestra parada, pero su rostro permaneció impávido. Un hombre robusto con el rostro redondo y colorado, un hombre que en otra vida bien pudo ser un carnicero o un vinatero. Los ojos azules brillando alegremente.

Ach, wie schöne Erdbeeren. -Su voz era jovial, con deje de cerveza, la voz de un hombre inactivo en vacaciones. Cogió una fresa entre sus dedos gordezuelos y se la metió en la boca-. Schmeckt gut, ja? -Se echó a reír, no con falta de amabilidad. Sus mejillas se abultaron-. Wunder-schön-gut! -Simuló un gesto de éxtasis, poniendo los ojos en blanco cómicamente. No pude por menos que sonreírle.

Mi madre me dio un apretón en el brazo a modo de advertencia. Podía sentir el calor nervioso que desprendían sus dedos. Volví a mirar al alemán, intentando entender el motivo de su tensión. Aquel hombre no me parecía más intimidatorio que los que venían al pueblo de vez en cuando, menos incluso, con su gorra de visera y una sola pistola en la funda colgada al cinto. Le sonreí otra vez, más por desafiar a mi madre que por cualquier otra razón.

Gut, ja -repetí y asentí con la cabeza. El alemán se echó a reír, cogió otra fresa y volvió a desaparecer entre la multitud; su uniforme oscuro parecía curiosamente fúnebre entre el animado gentío del mercado.

Luego mi madre intentó explicármelo. Todos los uniformes eran peligrosos, me dijo, pero los de color negro muy en especial. Los de negro no sólo eran el ejército. Eran la policía del ejército. Incluso los otros alemanes los temían. Podían hacer su santa voluntad. No importaba que sólo tuviese nueve años. Si cometía un fallo podían fusilarme. Fusilarme, ¿lo entendía? Tenía el rostro impasible pero la voz le temblaba y no paraba de llevarse la mano a la sien en un gesto de extraña impotencia, como si le rondara uno de sus dolores de cabeza. A duras penas escuché su advertencia. Era mi primer encuentro con el enemigo cara a cara. Pensando sobre ello más tarde desde lo alto del puesto de vigilancia, el hombre que había visto me pareció curiosamente inocuo, bastante decepcionante. Esperaba algo más impresionante.

El mercado se acababa a las doce. Ya habíamos vendido todos nuestros productos mucho antes, pero nos quedamos para hacer algunas compras y por la mercancía estropeada que a veces nos daban los otros vendedores. Fruta demasiado madura, desperdicios de carne, verduras estropeadas que no aguantarían un día más. Mi madre me envió a la parada de ultramarinos mientras ella compraba un retal de seda procedente de un paracaídas por debajo del mostrador de la tienda de costura de Madame Petit, ocultándolo con cuidado en el bolsillo del delantal. Los tejidos, fueran del tipo que fueran, resultaban difíciles de encontrar y todos llevábamos prendas usadas. Mi propio vestido estaba hecho de retales de otras dos prendas, con un corpiño de color gris y una falda de lino azul. El paracaídas, me contó mi madre, lo habían encontrado en un campo a las afueras de Courlé, y serviría para hacerle una blusa nueva a Reinette.

– Me ha costado una fortuna -gruñó mi madre, medio malhumorada, medio emocionada-. Desde luego que le van bien las cosas a la gente como ella. Incluso en tiempos de guerra. Siempre caen de pie.

Le pregunté qué quería decir con aquello.

– Judíos -dijo mi madre-. Tienen mucha destreza para hacer dinero. Pide la luna por un retal de seda mientras que ella no ha pagado ni un centavo por él. -En su tono no había resentimiento sino más bien admiración.

Cuando le pregunté qué hacían los judíos, se encogió de hombros quitándole importancia. Creo que en realidad no lo sabía.

– Lo mismo que nosotros, me imagino -dijo-. Ir tirando. -Acarició el paquete de seda en el bolsillo del delantal-. En cualquier caso -dijo en voz baja-, no está bien. Eso es aprovecharse de los demás.

A mí me daba igual. Tanta historia por un retal de seda. Pero todo lo que Reinette quería acababa consiguiéndolo. Lazos de terciopelo que para conseguirlos tenía que hacer cola y trueques, las mejores prendas de ropa de mi madre… Calcetines blancos hasta los tobillos que llevaba todos los días al colegio; y, aunque todos los demás nos hubiéramos visto obligados a usar los zuecos de madera, Reinette llevaba zapatos negros de charol con hebillas. No me importaba. Estaba acostumbrada a las extrañas incoherencias de madre.

Entre tanto, yo me paseaba por los otros puestos con mi cesto vacío. La gente me veía y, conociendo la historia de mi familia, me daban lo que no podían vender; un par de melones, algunas berenjenas, endibias, espinacas, una cabeza de brécol, un puñado de albaricoques tocados. Fui a comprar pan y el panadero me puso un par de croissants, acariciándome el pelo con su mano grande y enharinada. Intercambié historias de pesca con el pescadero y me dio algunos buenos restos envueltos en papel de periódico. Me detuve en un puesto de fruta y verdura mientras el propietario se agachaba para coger una caja de cebollas, intentando no traicionarme con los ojos…

Entonces la vi. En el suelo, justo al lado de la parada, junto a una caja de achicoria. Las naranjas escaseaban por entonces, envueltas individualmente en un fino papel de color púrpura y colocadas en una bandeja al abrigo del sol. No había esperado ver una en mi primera visita a Angers, pero ahí estaban, suaves y secretas en su cascarón de papel, cinco naranjas cuidadosamente alineadas para ser recogidas. De pronto quise una, necesitaba una con tal urgencia que apenas me paré a pensar. No habría ninguna oportunidad mejor que entonces; mi madre estaba fuera de la vista.

La naranja más cercana había rodado hasta el borde de la bandeja, casi tocando mi pie. El vendedor seguía aún de espaldas a mí. Su ayudante, un chico que debía rondar la edad de Cassis, estaba ocupado cargando las cajas en la parte trasera de la furgoneta. Aparte de los autobuses, había pocos vehículos. Por tanto, el tendero debía ser un hombre rico, pensé. Eso hacía que mis planes fuesen más fácilmente justificables.

Haciendo ver que miraba los sacos de patata me quité uno de mis zuecos. Luego estiré el pie descalzo disimuladamente y con dedos ágiles por años de escalar, extraje la naranja de la bandeja con rapidez. Rodó un poco como había esperado que hiciese, y quedó medio oculta en la tela verde que cubría el caballete más cercano.

Inmediatamente la cubrí con mi cesto de la compra, luego me agaché haciendo ver que me quitaba una piedra del zapato. Entre las piernas, observé al tendero mientras recogía las cajas de mercancías que quedaban y las metía en la furgoneta. No me vio meterme la naranja robada en el cesto.

Tan fácil, había sido tan fácil… Mi corazón latía con fuerza y tenía el rostro arrebolado con tal violencia que pensé que alguien se daría cuenta. La naranja en el cesto parecía una granada viva. Me enderecé como si tal cosa y me di la vuelta hacia el puesto de mi madre.

Entonces me quedé paralizada. Desde el otro lado de la plaza, uno de los alemanes me estaba observando. Estaba de pie junto a la fuente, un poco inclinado, con un cigarrillo en la palma de la mano. Los transeúntes del mercado evitaban acercársele demasiado y él permanecía en su pequeño círculo de silencio, con los ojos fijos en mí. Sin duda había visto mi hurto. No podía habérselo perdido.

Me quedé mirándolo por un momento, incapaz de moverme. Tenía la cara rígida. Demasiado tarde, recordé las historias de Cassis sobre la crueldad de los alemanes. Seguía observándome; me pregunté qué les hacían los alemanes a los ladrones.

Entonces me hizo un guiño.

Lo miré un segundo y luego me volví bruscamente, con el rostro encendido, la naranja casi olvidada en el fondo del cesto. No me atreví volver a mirarlo aunque el puesto de mi madre quedaba muy cerca del lugar donde él estaba. Temblaba con tal violencia que estaba segura de que mi madre lo notaría, pero ella estaba demasiado preocupada con otras cosas.

Detrás de nosotros noté los ojos del alemán puestos en mí; sentí la presión de aquel guiño pícaro y divertido como un clavo en la frente. Durante lo que me pareció una eternidad esperé a que llegara un golpe que no vino.

Entonces nos fuimos, después de desmontar el tenderete y guardar la lona y el caballete en la cochera. Cogí el morral de la yegua y la guié con delicadeza por entre las varas, sintiendo todo el tiempo los ojos del alemán en la nuca.

Había ocultado la naranja en el bolsillo del delantal, envuelta en un trozo del papel húmedo que me había dado el pescadero, de modo que mi madre no podría olerla. Mantuve las manos en los bolsillos para que ningún bulto sospechoso la alertara de su presencia y guardé silencio durante el camino de regreso.

Capítulo 7

No le dije a nadie lo de la naranja salvo a Paul, y eso fue porque se presentó de imprevisto en el puesto de vigilancia y me halló sonriendo satisfecha. Paul nunca había visto antes una naranja. Al principio pensó que se trataba de una pelota. Sostuvo la fruta en la copa de las manos casi con reverencia como si ésta fuera a extender unas alas mágicas y a echarse a volar.

Partimos la fruta por la mitad y pusimos cada mitad sobre dos grandes hojas para que no se desperdiciara ni una gota del jugo. Estaba buena, con la piel fina y un toque ácido tras su dulzura. Recuerdo cómo chupamos cada gota del jugo, cómo raspamos la pulpa clara de la piel con los dientes y lamimos lo que quedaba hasta que la boca se nos puso amarga y algodonosa. Paul hizo ademán de tirar la piel desde lo alto del puesto de vigilancia pero lo detuve a tiempo.

– Dámela -le ordené.

– ¿Por qué?

– La necesito para una cosa.

Cuando se hubo marchado llevé a cabo la última parte de mi plan. Con la navaja corté las dos mitades de la naranja en trozos pequeños. El olor del aceite, ácido y evocador, me subía por la nariz mientras trabajaba. Corté también las dos hojas que habíamos utilizado como platos; el aroma era tenue pero servirían para mantener húmeda la mezcla durante algún tiempo. Luego la metí dentro de un retal de muselina (robado del cuarto donde mi madre preparaba las conservas) y la até con firmeza. Seguidamente puse la bolsita de muselina con su fragante contenido en una caja de tabaco y volví a metérmela en el bolsillo.

Todo estaba listo.

Hubiera sido una buena asesina. Todo estaba meticulosamente planeado, las pocas huellas del crimen borradas en cuestión de minutos. Me lavé en el Loira para eliminar todo rastro del olor de la boca, el rostro, las manos: froté las palmas con la gruesa arena de la orilla de forma que resplandecían con aquel tono rosado y casi en carne viva; al final, restregué debajo de las uñas con un palo afilado. De camino a casa a través de los campos recogí tallos de menta y me froté con ellos las axilas, las manos, las rodillas y el cuello para que cualquier rastro del perfume quedara sofocado por el aroma intenso a fresco follaje. Sea como fuere, mi madre no notó nada cuando entré en casa. Estaba preparando un caldo de pescado con los restos del mercado y olía el rico aroma del romero, el ajo y los tomates y el aceite de fritura que emanaba de la cocina.

Bien. Palpé la caja de tabaco en el bolsillo. Muy bien.

Hubiera preferido que fuese jueves, claro. Era cuando Cassis y Reinette solían ir a Angers, y era el día en que recibían su asignación -a mí se me consideraba demasiado pequeña para tener asignación, ¿en qué podía gastarla?-, pero ya se me ocurriría algo. Además, me dije a mí misma, todavía no sabía si mi plan saldría bien. Primero tenía que probarlo.

Oculté la caja, abierta ahora, debajo de la estufa del salón. Estaba fría, claro, pero las tuberías que la conectaban con la caldeada cocina estaban lo suficientemente calientes para mi propósito. En pocos minutos el contenido de la bolsita de muselina había empezado a despedir un olor penetrante.

Nos sentamos a cenar.

El caldo estaba muy rico; las cebollas rojas y los tomates guisados con ajo, hierbas y una copita de vino blanco, los restos del pescado desmigados con cariño entre las patatas fritas y las cebolletas enteras. La carne fresca era muy escasa en aquellos días, pero las verduras procedían de nuestro propio huerto y mi madre tenía ocultas tres docenas de botellas de aceite de oliva debajo del suelo de la bodega junto con lo mejor del vino. Comí con voracidad.

– ¡Boise, quita los codos de encima de la mesa!

Su voz era brusca pero vi cómo los dedos reptaban involuntariamente hasta las sienes en un gesto familiar y esbocé una sonrisa. Estaba funcionando.

El lugar donde estaba sentada mi madre era el más cercano a la tubería. Comimos en silencio pero en otras dos ocasiones sus dedos tantearon disimuladamente la cabeza, las mejillas y los ojos como si comprobaran la densidad de la carne. Cassis y Reine no decían nada, con las cabezas gachas casi rozándoles los platos. El aire era pesado mientras el calor del día se iba haciendo más evidente y casi sentí que mi cabeza empezaba a dolerme por simpatía.

– Huelo a naranjas -espetó de repente-. ¿Alguno de vosotros ha traído naranjas a casa? -Su voz estridente, acusadora-. ¿Y bien?

Sin decir palabra negamos con la cabeza.

De nuevo aquel gesto. Más suavemente ahora, los dedos masajeando, tanteando.

– Estoy segura de oler a naranjas. ¿De verdad que no habéis traído naranjas a casa?

Cassis y Reine estaban más alejados de la caja de tabaco y la olla de caldo estaba de por medio despidiendo su buen aroma a vino, pescado y aceite. Además, estábamos acostumbrados a los delirios de madre. Jamás se les hubiera ocurrido pensar que el olor a naranja del que nuestra madre hablaba no era sino un producto de su imaginación. Volví a sonreír, pero oculté la sonrisa detrás de la mano.

– Boise, el pan, por favor.

Le pasé la panera redonda pero no llegó a probar la rebanada que cogió a lo largo de toda la comida. En su lugar no hacía más que darle vueltas y más vueltas encima del hule encarnado en actitud reflexiva, hundiendo los dedos en su centro blando, desmigándolo en el plato. Seguramente habría hecho algún comentario punzante de haber sido yo la que hubiese hecho aquello.

– Boise, ve a traer el postre, por favor.

Abandoné la mesa con una sensación de alivio apenas disimulado. Me sentía casi enferma por la excitación y el miedo, haciéndome muecas a mí misma en las relucientes sartenes de cobre. El postre consistía en una bandeja de fruta y algunas de las galletas de mi madre -las rotas, claro está; las buenas eran para vender mientras que las defectuosas eran para casa-. Me fijé en que mi madre examinaba suspicazmente los albaricoques que habíamos traído del mercado, dándoles la vuelta en la mano uno por uno, olisqueándolos incluso, como si alguno de ellos pudiese ser una naranja disfrazada. Tenía la mano en la sien, como si quisiese protegerse de un sol cegador. Tomó media galleta, la desmenuzó y la desechó en el plato.

– Reine, friega los platos. Creo que voy a ir a mi habitación a estirarme. Siento que se acerca uno de mis dolores de cabeza. -La voz de mi madre era impasible, sólo aquel tic suyo, el reiterado movimiento de los dedos por el rostro, las sienes, traicionaba su malestar-. Reine no te olvides de correr las cortinas. Las contraventanas. Boise asegúrate de que los platos están bien colocados. ¡Que no se te olvide! -Incluso en momentos así se preocupaba por mantener su estricto orden. Los platos, puestos en orden de tamaño y color, después de haberlos fregado uno por uno y secado con un paño almidonado; nada de dejarlos secar en el secaplatos, eso habría sido demasiado fácil; había que dejar los paños colgados para que luego se secaran en escrupulosas filas.

– Agua caliente para mis platos buenos, ¿me oyes? -ahora su voz sonaba inquieta, ansiosa por sus platos buenos-. Y sécalos bien, por las dos caras, que no se te ocurra colocar mis platos aún húmedos, ¿me oyes bien?

Asentí. Se volvió haciendo una mueca.

– Reine, asegúrate de que lo haga. -Tenía los ojos casi febriles. Miró al reloj con un peculiar movimiento de cabeza-. Y cerrad las puertas, los portalones también.

Por fin parecía dispuesta a marcharse. Volviéndose, deteniéndose, todavía renuente a dejarnos a nuestro libre albedrío, a nuestra libertad secreta. Hablándome en ese tono cortante y afectado con ansiedad amagada.

– ¡Ten cuidado con esos platos, Boise! ¡Recuerda, eso es todo lo que te digo!

Y se fue. La oí llenar de agua la pila del lavabo. Corrí las cortinas de la sala de estar, agachándome para sacar el bote de tabaco mientras lo hacía y luego, dirigiéndome al pasillo, dije en voz alta, lo bastante alta como para que ella pudiese oírme;

– Yo me encargo de las habitaciones.

La habitación de mi madre la primera. Cerré la contraventana y corrí la cortina, luego miré en derredor con rapidez. El agua seguía fluyendo en el baño y podía oír que mi madre estaba lavándose los dientes. Moviéndome con agilidad y sigilo retiré la funda a rayas de la almohada; luego, con la punta de la navaja hice una pequeña abertura en la costura e introduje la bolsita de muselina. La empujé hacia dentro todo lo que me fue posible con la empuñadura de la navaja para que no quedase ningún bulto que traicionara su presencia. Luego volví a poner la funda, con el corazón martilleándome con violencia, y alisé la cubierta con cuidado para evitar que se formaran arrugas. Mi madre siempre reparaba en cosas así.

Acabé justo a tiempo. Me crucé con ella en el pasillo, pero aunque me lanzó una mirada suspicaz no dijo nada. Parecía ausente y distraída, los ojos entrecerrados, el cabello castaño y canoso suelto. Podía oler el jabón en su piel y en la penumbra del pasillo parecía lady Macbeth -una historia que había escogido recientemente de otro de los libros de Cassis- frotándose las manos, llevándoselas a la cara, acariciándola, meciéndola, frotando otra vez, como si en vez de jugo de naranjas fuesen manchas de sangre las que no pudiera lavar.

Por un instante me asaltaron las dudas. Parecía tan vieja y tan cansada… En mi propia cabeza sentía punzantes latidos y me preguntaba cómo reaccionaría si me acercara a ella y la reclinara sobre su hombro. Noté un breve picor en los ojos. Al fin y al cabo ¿por qué estaba haciendo todo aquello? Luego pensé en la Gran Madre aguardando en las tinieblas, en su mirada delirante y siniestra, en el premio que ocultaba en el vientre.

– ¿Y bien? -La voz de mi madre era cortante y dura-. ¿Se puede saber qué estás mirando, idiota?

– Nada. -Los ojos volvieron a secárseme. Incluso mi dolor de cabeza se estaba desvaneciendo con la misma rapidez con la que había aparecido-. Nada en absoluto.

Oí cerrarse su puerta detrás de ella y regresé a la sala, donde mi hermano y mi hermana me aguardaban. Iba sonriendo por dentro.

Capítulo 8

– ¡Estás loca! -Era nuevamente Reinette, su acostumbrado grito de impotencia cuando todos los demás argumentos habían sido agotados. No es que resultara difícil agotarla; dejando a un lado las barras de labios y las estrellas de cine, su capacidad para argumentar era siempre limitada.

– Es un momento tan bueno como cualquier otro -le dije con firmeza-. Dormirá hasta bien entrada la mañana. Mientras dejemos hechas las tareas podemos ir a donde queramos. -La miré fijamente, con frialdad. Todavía estaba pendiente entre nosotras el asunto de la barra de labios y mis ojos se lo recordaron. Habían pasado dos semanas y yo no lo había olvidado. Cassis nos observó con curiosidad; estaba segura de que ella no se lo había contado.

– Se pondrá furiosa si se entera -dijo él con lentitud.

Me encogí de hombros.

– ¿Por qué habría de enterarse? Le diremos que nos fuimos al bosque a coger setas. Lo más probable es que aún no se haya levantado para cuando regresemos.

Cassis se detuvo a considerar la idea. Reinette le lanzó una mirada entre implorante y preocupada.

– Vamos Cassis -dijo. Luego, en voz queda-: Lo sabe. Lo descubrió -su voz se desvaneció-. Tuve que contárselo en parte -concluyó en tono lastimero.

– Oh. -Se quedó mirándome un instante y sentí que algo pasaba entre nosotros, algo cambiaba, era casi una mirada de admiración. Se encogió de hombros-. Bueno, y ¿a quién le importa? -Pero sus ojos permanecieron más vigilantes, más cautelosos.

– No fue culpa mía -se lamentó Reinette.

– No. Es lista, ¿verdad? -dijo Cassis a la ligera-. Habría acabado por descubrirlo tarde o temprano. -Aquel era un gran elogio que meses atrás me habría hecho flaquear a causa del orgullo, pero ahora me limité a mirarlo a los ojos-. Además -prosiguió en el mismo tono indiferente-, si está metida en esto no irá corriendo a mamá a chismorrearlo.

Apenas tenía nueve años y, aunque adulta para mi edad, era lo bastante infantil como para sentirme herida por el indiferente desprecio de esas palabras.

– ¡Yo no chismorreo!

Se encogió de hombros.

– Por mí puedes venir mientras te pagues lo tuyo -continuó manteniendo la compostura-. No veo por qué uno de nosotros tendría que pagar por ti. Te llevaré en la bicicleta. Eso es todo. Tú ya te despabilarás con lo demás. ¿De acuerdo?

Era una prueba. Adivinaba el desafío en su mirada. La sonrisa burlona, esa sonrisa no demasiado amable del hermano mayor que tan pronto compartía conmigo la última pastilla de chocolate como me pellizcaba el brazo hasta hacer que la sangre se me coagulara en manchas oscuras bajo la piel.

– Pero ella no recibe ninguna asignación -dijo Reinette en tono quejumbroso-. ¿De qué sirve…?

Cassis se encogió de hombros. Era un gesto típicamente terminante, un gesto masculino. He dicho. Esperó mi reacción con los brazos cruzados y media sonrisa en los labios.

– De acuerdo -dije intentando parecer tranquila-. Por mí vale.

– Muy bien -decidió él-. Entonces, iremos mañana.

Capítulo 9

Las tareas diarias empezaban por ahí. Cubos de agua que acarrear desde el pozo a la cocina para cocinar y lavarnos. No teníamos agua caliente -de hecho, tampoco teníamos agua potable salvo la que sacábamos con la bomba manual del pozo que quedaba a varios metros de la puerta de la cocina-. La electricidad tardó bastante en llegar a Les Laveuses y cuando las bombonas de gas empezaron a escasear tuvimos que cocinar en un hornillo de madera que había en la cocina. El horno estaba afuera; era un horno de carbón enorme y anticuado con la forma de un pan de azúcar. Junto a él estaba el pozo. Cada vez que necesitábamos agua, allí era donde teníamos que ir para cogerla: uno de nosotros bombeaba mientras el otro sostenía el cubo. Había una tapa de madera sobre el pozo, cerrada con candado desde mucho antes de mi nacimiento para evitar accidentes. Cuando madre no nos miraba nos lavábamos debajo de la bomba, mojándonos con agua fría. Cuando estaba cerca teníamos que usar las palanganas de agua calentada en cazos de cobre en la cocina y el arenoso jabón de brea que nos abrasaba la piel como si fuera piedra pómez, dejando una espuma grisácea en la superficie del agua.

Aquel domingo sabíamos que madre no haría su aparición hasta más tarde. Todos la habíamos oído durante la noche, quejándose para sí, dando vueltas y más vueltas en la vieja cama que había compartido con mi padre, levantándose de cuando en cuando y paseándose arriba y abajo de la habitación, abriendo las ventanas para que entrase aire, mientras las contraventanas golpeaban contra los muros de la casa y hacían temblar el suelo. Yo estuve despierta escuchando un buen rato mientras ella se movía, paseaba, suspiraba y discutía consigo misma en un rítmico susurro. Alrededor de la media noche me quedé dormida; me desperté una hora después y oí que aún estaba despierta.

Puede parecer insensible ahora, pero entonces lo consideré un triunfo. No sentía culpabilidad por lo que había hecho, ni pena por su sufrimiento. Entonces no lo entendía, no tenía ni idea del tormento que puede llegar a ser el insomnio. Me parecía imposible que una bolsita con la piel de la naranja dentro de su almohada pudiese desencadenar una reacción semejante. Cuanto más se movía y suspiraba sobre la almohada, mayor debía ser el olor, caldeado por su nuca febril. Cuanto mayor fuese el olor, mayor era su ansiedad. El dolor de cabeza llegaría pronto, eso pensaba ella. De algún modo, la anticipación del dolor puede ser más angustiosa, un sufrimiento mayor que el dolor en sí. La ansiedad era una arruga permanente en su frente, royéndole el cerebro como una rata en una caja, matando el sueño. Su olfato le decía que había naranjas pero su mente le decía que era imposible -¿cómo podía haberlas, por el amor de Dios?- y, aun así, persistía el olor a naranjas, ácido y amarillento como la vejez exudada por cada átomo oscuro de la habitación.

Se levantó a las tres y encendió la lámpara para escribir en su álbum. No puedo saber con seguridad que fuera entonces -nunca ponía fechas- y sin embargo lo sé.

«Peor que nunca -escribe. La caligrafía en minúscula, una columna de hormigas esparciéndose por la página en tinta violácea-. Estoy en la cama y me pregunto si alguna vez podré volver a dormir. Cualquier cosa que me ocurra no puede ser peor que esto. Incluso volverse loca sería un alivio. -Y un poco más adelante, debajo de la receta del pastel de patatas y vainilla, escribe-: Como el reloj, estoy dividida. A las tres de la madrugada, todo parece posible.»

Después de aquello se levantó para ir a buscar las pastillas de morfina. Las guardaba en el armario del baño, junto a los enseres de afeitar de mi padre. Oí cómo se abría la puerta, el crujido cansino de sus pies sudorosos contra las tablas enceradas. La botella tintineó y oí el ruido de la copa al chocar mientras ella vertía agua del jarro. Supongo que seis horas de insomnio habían acabado por provocarle uno de sus dolores de cabeza. En cualquier caso, estaba profundamente dormida cuando yo me levanté un rato después.

Reinette y Cassis seguían durmiendo; la luz que se filtraba por debajo de la gruesa cortina era verdosa y pálida. Debían de ser alrededor de las cinco. No había reloj en nuestra habitación. Me senté en la cama, tanteé para coger mi ropa en la oscuridad y me vestí presurosa. Conocía cada rincón de la pequeña habitación. Podía oír la respiración de Cassis y Reine -él tenía una respiración poco profunda y casi dificultosa- y con mucho tiento rodeé sus camas. Tenía mucho que hacer antes de despertarlos.

Lo primero que hice fue escuchar junto a la puerta del cuarto de mi madre. Silencio. Sabía que se había tomado las pastillas y lo más probable era que estuviera durmiendo profundamente, pero no podía correr ningún riesgo de ser atrapada. Con delicadeza giré el picaporte. Una de las tablas crujió bajo mis pies descalzos como si fuera un petardo. Me detuve en seco escuchando su respiración, por si hubiera cambios en el ritmo. No los había. Empujé la puerta. Una de las contraventanas había quedado entreabierta y el cuarto estaba iluminado. Mi madre yacía cruzada en la cama. Había apartado la cubierta con los pies durante la noche y una almohada había caído al suelo. La otra estaba medio cubierta por su brazo extendido y la cabeza le colgaba incómodamente en un ángulo, el cabello rozando el suelo. Reparé sin sorpresa que la almohada en la que había ocultado la bolsita de muselina era sobre la que ella descansaba. Me arrodillé a su lado. Su respiración era densa y pesada. Debajo de los párpados morados, las pupilas se movían erráticas. Lentamente deslicé los dedos por la funda de la almohada debajo de ella.

Resultó fácil. Mis dedos desataron el nudo en el centro de la almohada, atrayéndolo hasta la abertura del tejido. Palpé la bolsa, la acerqué con la uña, sacándola finalmente de su escondite y poniéndola a salvo en la palma de la mano. Mi madre ni se inmutó. Sólo sus ojos oscilaban y temblaban debajo de la piel oscura, como si siguieran constantemente algo brillante y elusivo. Tenía la boca medio abierta y un hilillo de saliva se había deslizado por la mejilla hasta el colchón. Siguiendo un impulso le puse la bolsa debajo de la nariz, estrujándola para que despidiera el aroma y ella gimió en sueños, volviendo la cabeza hacia el otro lado y frunciendo el entrecejo. Volví a meterme el saquito de naranja en el bolsillo.

Luego me puse en serio manos a la obra. Una última mirada a mi madre, como si fuese un animal peligroso que fingía estar dormido. Fui hasta la chimenea. Allí había un reloj, un pesado mecanismo con un disco redondo bajo una cúpula de cristal de color dorado. Se veía extraño encima del pequeño y desnudo hogar, demasiado ostentoso para la habitación de mi madre, pero lo había heredado de su madre y era una de sus posesiones más preciadas. Levanté la cúpula de cristal y cuidadosamente hice retroceder las manecillas del reloj. Cinco horas. Seis. Luego volví a poner la cúpula en su lugar.

Seguidamente cambié de sitio los objetos de la repisa de la chimenea -una fotografía enmarcada de mi padre, otra de una mujer que sabía era mi abuela, un jarrón de cerámica con flores secas, un plato que contenía tres agujas para el pelo y una almendra azucarada del bautizo de Cassis. Puse las fotografías de cara a la pared, el jarrón en el suelo. Cogí las agujas del pelo del plato y las metí en el bolsillo del delantal que se había quitado mi madre. Luego recogí su ropa y la fui repartiendo artísticamente por la habitación. Un zueco meciéndose en la pantalla de la lámpara, el otro en la repisa de la ventana. El vestido escrupulosamente colgado de un colgador detrás de la puerta pero el delantal extendido en el suelo como si fuese un mantel de picnic. Para terminar, abrí el armario y dejé la puerta de tal forma que el espejo interior reflejara la cama donde ella estaba tendida. Lo primero que vería al despertar sería su propia imagen.

No hice todo eso guiada por un verdadero sentido de malicia. Mi intención no era causarle ningún mal sino desorientarla, hacerla creer que su ataque imaginario había sido real y que había sido ella misma quien, sin saberlo, había cambiado de sitio los objetos, las ropas y el reloj. Por mi padre sabía que en ocasiones ella hacía cosas que más tarde no recordaba, que en el punto álgido de su dolor y confusión se le trastocaba la visión, y los pensamientos más aún. El reloj de la cocina podía parecer biseccionado, con una mitad claramente visible mientras que la otra desaparecía de repente y no quedaba nada salvo la pared desnuda debajo, o bien una copa de vino podía cambiar de lugar por medios propios, deslizarse sigilosamente de un lado del plato al otro. O un rostro humano -el mío, el de mi padre, el de Raphaël en el café- se podía mostrar con la mitad de sus facciones cercenadas como si hubiese sufrido una terrible cirugía, o la mitad de la página de un libro de cocina desaparecía mientras ella estaba leyendo, y las letras restantes danzaban incomprensiblemente ante ella.

Naturalmente, yo desconocía todo eso. Me enteré de la mayoría de estas cosas por el álbum, por sus anotaciones garabateadas, algunas de ellas frenéticas, casi desquiciadas -«a las tres de la madrugada todo parece posible»-, otras casi cínicas en su objetividad, anotando los síntomas con una fría curiosidad científica.

«Como el reloj, estoy dividida.»

Capítulo 10

Reine y Cassis seguían durmiendo cuando me marché; calculaba que aún disponía de media hora para ocuparme de mi asunto antes de despertarlos. Estudié el cielo que aparecía despejado y cetrino, con una tenue franja amarillenta en el horizonte. Faltaban unos diez minutos para el amanecer. Tenía que darme prisa.

Cogí un cubo de la cocina, me puse los zuecos que estaban preparados en la alfombrilla y corrí tan rápido como pude hacia el río. Tomé un atajo por el campo de detrás de la casa de Hourias, donde los girasoles estivales alzaban las cabezas vellosas, verdes aún, en el pálido cielo. Caminaba agachada, invisible, bajo el ramaje de hojas, con el cubo golpeándome la pierna a cada paso. Me llevó menos de cinco minutos llegar a las piedras alzadas.

A las cinco de la madrugada, el Loira está aún calmo y suntuoso por la niebla. El agua es hermosa en ese momento del día, fresca y mágicamente pálida, con los bancos de arena emergiendo como continentes perdidos. El agua huele a noche y, aquí y allá, una rociada de nuevos rayos de sol dibujaban sombras micáceas en la superficie. Me quité los zapatos y el vestido e inspeccioné el agua con mirada crítica. Parecía engañosamente mansa.

La última de las piedras alzadas, a la que solíamos llamar la piedra del tesoro, estaba a unos diez metros de la orilla y el agua en la base parecía extrañamente sedosa en la superficie, señal de que una potente corriente estaba en marcha. Podría ahogarme aquí, me dije de pronto, y ni siquiera sabrían dónde buscar para encontrarme.

Pero no tenía elección. Cassis había lanzado un desafío. Tenía que pagarme lo mío. ¿Cómo iba a hacer algo, yo que no tenía ninguna asignación, sin usar el monedero escondido en el cofre del tesoro? Por supuesto cabía la posibilidad de que él lo hubiera cogido. En ese caso, me arriesgaría a cogerlo del monedero de mi madre. Pero eso era algo que estaba reacia a hacer. No porque robar me pareciera especialmente malo, sino por la excepcional memoria que mi madre tenía para los números. Sabía lo que tenía hasta el último céntimo. Habría descubierto al instante mi hurto.

No. Tenía que ser el cofre del tesoro.

Desde que Cassis y Reinette habían terminado el curso había habido pocas expediciones al río. Ellos tenían un tesoro propio -un tesoro adulto- del que jactarse. Las pocas monedas que había en el monedero llegaban a un par de francos, no más. Contaba con la desidia de Cassis y su seguridad de que nadie salvo él era capaz de coger la caja atada al pilar. Estaba convencida de que el dinero seguía allí.

Con cuidado fui bajando por la orilla hasta entrar en el agua. Estaba fría, y el barro del río me rezumaba en los dedos de los pies. Fui vadeando hasta que el agua me alcanzó la cintura. Podía sentir la corriente como un perro impaciente en la traílla. ¡Dios mío, era tan fuerte ya! Puse la mano en el primer pilar, impulsándome hacia la corriente y di otro paso. Sabía que justo ahí había un declive, un lugar en el que el margen aún profundo del Loira se precipitaba en la nada. Cuando Cassis hacia el trayecto siempre simulaba ahogarse en este punto, dejándose flotar boca arriba en el agua opaca, forcejeando, gritando con un trago del pardusco río brotando de los labios. Siempre conseguía engañar a Reine; no importaba cuántas veces lo hiciera, siempre la hacía gritar de terror mientras él se hundía bajo la superficie.

No tenía tiempo para esa exhibición. Con los dedos de los pies busqué el declive. Ahí. Empujando contra el lecho del río, me impulsé tan lejos como pude con la primera patada, dejando las piedras alzadas río abajo, a mi derecha. El agua estaba más caliente en la superficie y la resistencia de la corriente no era tan fuerte. Nadé sin parar desde la primera piedra hasta la segunda dibujando un suave arco. Las piedras están separadas por casi cuatro metros en su tramo más ancho, esparcidas de forma desigual desde la orilla. Con una buena patada contra el pilar podía impulsarme más de un metro, yéndome ligeramente hacia arriba, de modo que la corriente me devolviera al siguiente pilar con el tiempo suficiente para volver a empezar. Como un pequeño barco contra un fuerte viento, fui avanzando dificultosamente hasta la piedra del tesoro, sintiendo la corriente cada vez más fuerte. Respiraba con dificultad a causa del frío. Me encontraba en el cuarto pilar, haciendo un esfuerzo final hasta mi meta. Mientras la corriente me arrastraba hacia la piedra del tesoro el pilar se me escapó y tuve un momento de repentino y brillante terror mientras me iba corriente abajo hacia el lugar de mayor profundidad del río con los brazos y las piernas agitándose en el agua. Jadeando, casi gritando a causa del pánico, conseguí enfilar hacia la piedra y me aferré a la cadena que mantenía sujeto el cofre del tesoro al pilar. Estaba lleno de malas hierbas y era desagradable al tacto, manchado con el lodo pardusco del río, pero lo utilicé para rodear el pilar.

Me quedé allí un instante, hasta que se calmara mi agitado corazón. Luego, con la espalda apoyada contra el pilar, tiré del cofre del tesoro sacándolo de su lecho encenagado. No era tarea fácil. La caja en sí no era demasiado pesada pero estaba cargada con la cadena y el tejido alquitranado parecía un peso muerto. Temblando de frío, castañeteándome los dientes, forcejeé con la cadena y finalmente sentí que algo cedía. Pataleando frenéticamente con las piernas para mantener mi posición contra el pilar, tiré de la caja. Tuve otro momento de pánico cuando el alquitranado, resbaladizo por el barro, se me quedó enredado en los pies; luego fui tirando de la cuerda a la que estaba atada la caja. Por un momento estuve segura de que mis dedos entumecidos no serían capaces de abrirla, pero en ese instante la cerradura cedió y el agua inundó el cofre del tesoro. Lancé una maldición. El monedero seguía ahí, el viejo objeto marrón que madre había desechado porque el cierre estaba estropeado. Lo agarré y lo sostuve entre los dientes para más seguridad, luego, con un último esfuerzo, cerré la caja de golpe y la dejé hundirse hasta el fondo, cargada con la cadena. El alquitranado se había perdido, claro, y el resto del tesoro estaba anegado, pero no se podía hacer nada. Cassis tendría que encontrar otro lugar más seco donde ocultar sus cigarrillos.

Tenía el dinero y eso era lo que importaba.

Volví a nadar hacia la orilla, pero no conseguí alcanzar dos de los pilares y fui arrastrada casi doscientos metros en dirección a la carretera de Angers hasta que conseguí salir de la corriente, más parecida a un perro que nunca, a un perro loco y pardo con la cuerda enmarañada furiosamente entre mis piernas heladas. Calculé que todo el episodio no había durado más de diez minutos.

Me obligué a descansar unos minutos, sintiendo el calorcillo de los primeros rayos de sol en el rostro y dejando que el barro del Loira se secara en mi piel. Estaba temblando de frío y de euforia. Conté el dinero del monedero; a buen seguro había bastante para una entrada de cine y un zumo. Bien. Caminé corriente arriba hasta el lugar donde había dejado mi ropa. Me vestí: una vieja falda y una camisa de hombre sin mangas de color rojo cortada para que hiciese las veces de guardapolvos. Mis zuecos. Eché un vistazo rutinario a mis trampas, vaciándolas de los pequeños peces o dejándolos en ellas como cebo. En una trampa para cangrejos junto al puesto de vigilancia había un inesperado premio: un lucio pequeño -claro que no era la Gran Madre-, que metí en el cubo que había traído de casa. Otras capturas eran un manojo de anguilas procedentes de las superficies enlodadas junto al gran banco de arena y una breca de tamaño respetable de una de mis redes. Lo metí todo en el cubo. Sería mi coartada en el caso de que Cassis y Reine estuviesen ya levantados. Luego me dirigí a casa campo a través tan discretamente como había ido.

Hice bien en llevar el pescado. Cassis estaba lavándose bajo la bomba cuando llegué, aunque Reinette había calentado un cuenco de agua y se estaba mojando delicadamente la cara con un paño enjabonado. Me lanzaron una mirada curiosa, luego el rostro de Cassis se relajó en una jovial expresión de sorna.

– Nunca te das por vencida ¿eh? -dijo, señalando con la cabeza húmeda al pescado del cubo-. ¿Qué llevas ahí?

Me encogí de hombros.

– Algunas cosas -respondí a la ligera. El monedero estaba en el bolsillo de mi guardapolvos y sonreí por dentro al notar su peso reconfortante-. Un lucio. Uno pequeño.

Cassis se echó a reír.

– Podrás coger los pequeños pero jamás conseguirás pescar a la Gran Madre -dijo-. Y aunque lo consiguieras ¿qué ibas a hacer con ella? Un lucio tan viejo no sería bueno para comer. Amargo como la hiel y lleno de espinas.

– La cogeré -afirmé con terquedad.

– ¡Oh! -Su tono era indiferente, incrédulo-. ¿Y entonces qué? Pedirás un deseo ¿no? Pedirás un millón de francos y un apartamento en la Rive Gauche.

Sin pronunciar una palabra negué con la cabeza.

– Yo desearía ser una estrella de cine -dijo Reine, secándose la cara-. Ver Hollywood y las luces, y Sunset Boulevard, y pasearme en una limusina y tener docenas de vestidos…

Cassis le dedicó una breve mirada de desprecio que me causó una tremenda alegría. Luego se volvió hacia mí.

– ¿Y bien? ¿Qué será, Boise? -Su sonrisa era descarada e irresistible-. ¿Qué vas a pedir? ¿Pieles? ¿Coches? ¿Una villa en Juan-les-Pins?

Volví a negar con la cabeza.

– Lo sabré cuando la capture -dije indiferente-. Y voy a conseguirlo. Ya lo verás.

Cassis me estudió brevemente, la sonrisa esfumándose del rostro. Luego emitió un gruñido de disgusto y volvió a sus abluciones.

– ¡Eres increíble, Boise! ¡Realmente increíble! -exclamó.

Luego nos apresuramos a acabar nuestras tareas diarias antes de que Madre se levantara.

Capítulo 11

Siempre hay mucho que hacer en una granja. Extraer agua de la bomba, dejarla en cubos de metal en la bodega para evitar que el sol la caliente, ordeñar las cabras, cubrir los baldes con paños de muselina y dejarlos en la lechería, luego sacar las cabras a pastar para que no acabaran por comerse todas las verduras del jardín, dar de comer a las gallinas y los patos, coger la cosecha diaria de fresas maduras, echar carbón en el horno aunque dudaba mucho de que madre fuese a utilizarlo hoy. Sacar a pastar al caballo, Bécassine, y ponerle agua fresca en el abrevadero… Todo ello, hecho con la máxima celeridad, nos llevó unas dos horas; cuando acabamos, el calor del sol se estaba haciendo más intenso, la humedad nocturna iba evaporándose de los caminos de tierra recocidos y el rocío se secaba en la hierba. Había llegado el momento de irnos.

Ni Reinette ni Cassis habían mencionado el tema del dinero. No había ninguna necesidad. Yo me pagaba lo mío, había dicho Cassis, asumiendo que eso sería imposible. Reine me miraba con extrañeza mientras estábamos cogiendo las últimas fresas, curiosa quizá por mi actitud confiada, y cuando miraba a Cassis a los ojos, lanzaba una risilla. Me fijé en que se había vestido con especial esmero aquella mañana -su falda plisada del colegio, los calcetines hasta los tobillos y los zapatos, un suéter encarnado de manga corta- y llevaba el pelo recogido en la nuca en una gruesa salchicha y asegurado con agujas. Despedía un olor extraño, una especie de olor empolvado y dulzón como a malvavisco y violetas, y se había pintado los labios con el carmín rojo. Me pregunté si había quedado con alguien. Un chico, quizá. Alguien que conocía del colegio. Ciertamente parecía más nerviosa de lo habitual, cogiendo la fruta con delicada rapidez como si fuese un conejo comiendo entre comadrejas. Mientras me movía por las hileras de fresales oí cómo le susurraba algo a Cassis y luego su risa nerviosa.

No importaba, pensé entre mí. Suponía que planeaban ir a algún sitio sin mí. Había convencido a Reine para que me llevara y no serían capaces de echarse atrás. Pero, por lo que ellos sabían, yo no tenía dinero. Eso significaba que podrían ir al cine sin mí, dejándome junto a la fuente para esperarlos o mandándome a algún recado imaginario mientras ellos iban a encontrarse con sus amigos… Digerí aquel pensamiento con amargura. Eso era lo que se suponía que iba a suceder. Tan seguros estaban de sí mismos que habían pasado por alto la única solución obvia a mi problema. Reine jamás habría ido nadando hasta la piedra del tesoro. Cassis seguía viéndome como la hermana pequeña, demasiado fascinada por el adorado hermano mayor para aventurarme a hacer algo sin su permiso. A veces me miraba y se sonreía satisfecho, con los ojos brillándole con sorna.

Partimos para Angers a las ocho; yo iba detrás de la enorme y destartalada bicicleta de Cassis, con los pies aprisionados peligrosamente bajo el manillar. La bicicleta de Reine era más pequeña y elegante, con el manillar alto y un sillín de cuero. En el manillar llevaba un cesto en el que había un termo con café de achicoria y tres paquetes idénticos con bocadillos. Reine se había anudado un pañuelo a la cabeza para proteger su coiffure y las puntas iban azotándole la nuca al pedalear. Nos detuvimos tres o cuatro veces durante el trayecto, para beber del termo que Reine llevaba en la bicicleta, arreglar una rueda desinflada y comer un pedazo de pan y queso a modo de desayuno. Al fin llegamos a las afueras de Angers, pasando al lado del collège -cerrado ahora por vacaciones y custodiado por un par de soldados alemanes apostados en la entrada- y bajamos por calles de casas estucadas hasta llegar al centro de la ciudad.

El cine, el Palais-Doré, estaba en la Plaza Mayor, cerca del lugar que ocupaba el mercado. Varias filas de tiendas pequeñas rodeaban la plaza; la mayor parte de ellas estaban abriendo, y un hombre fregaba el pavimento con un cubo de agua y una escoba. Empujamos las bicicletas, conduciéndolas hacia un callejón entre la barbería y la carnicería que aún tenía las persianas bajadas. El callejón apenas era lo suficiente ancho para pasar andando y el suelo estaba lleno de escombros y desperdicios; parecía bastante seguro que nadie tocaría nuestras bicicletas ahí. Una mujer en una terraza del café nos sonrió y lanzó un saludo; algunos clientes de domingo ya estaban en él, bebiendo tazas de achicoria y comiendo croissants o huevos duros. Un repartidor pasaba con la bicicleta haciendo sonar el timbre con aire de importancia; junto a la iglesia un quiosco vendía boletines de una página. Cassis miró a su alrededor y se dirigió al comercio. Vi que le daba algo al encargado y éste le entregaba a su vez a Cassis un fajo que rápidamente desapareció bajo el cinturón de su pantalón.

– ¿Qué era eso? -le pregunté curiosa.

Cassis se encogió de hombros. Noté que se sentía satisfecho consigo mismo, demasiado satisfecho como para ocultar la información sólo para molestarme. Bajó la voz en tono conspirador y me permitió echar un vistazo a los papeles enrollados que volvió a cubrir inmediatamente.

– Cómics. Seriales -le guiñó el ojo a Reine dándose importancia-. Revistas de cine americano.

Reine profirió un grito de excitación e hizo ademán de cogerle el brazo.

– ¡Déjame ver, déjame ver!

Cassis sacudió la cabeza irritado.

– Shh. ¡Por el amor de Dios, Reine! -Volvió a bajar el tono de voz-. Me debía un favor. Mercado negro. Los tenía guardados para mí debajo del mostrador.

Reine lo miró con asombro. Yo estaba menos impresionada. Quizá porque era menos consciente de la escasez de tales cosas; quizá porque el germen de la rebelión ya estaban creciendo en mí, impeliéndome a despreciar todo cuanto le hiciese sentirse abiertamente orgulloso a mi hermano. Hice un gesto de indiferencia. Pero seguí preguntándome qué tipo de favor le debía el vendedor de periódicos a Cassis y finalmente concluí que debía de estar fanfarroneando. Y así lo dije.

– Si yo tuviera contactos con el mercado negro -murmuré con un deje aceptable de escepticismo- me aseguraría de recibir algo mejor que unas revistas atrasadas.

Cassis pareció herido.

– Puedo tener lo que quiera -se precipitó a decir-. Cómics, cigarrillos, libros, café de verdad… chocolate… -se interrumpió con una risa sarcástica-. Tú ni siquiera puedes conseguir el dinero para pagarte una maldita entrada para el cine.

– ¡Ah!, ¿no? -Sonriendo saqué el monedero del bolsillo del delantal. Lo sacudí un poco para que pudiera oír el ruido de las monedas en su interior. Sus ojos se agrandaron al reconocerlo.

– Pequeña ladrona -espetó por fin-. ¡Maldita, puñetera, ladrona!

Me lo quedé mirando sin decir nada.

– ¿Cómo lo conseguiste?

– Fui nadando y lo cogí -le respondí desafiante-. En cualquier caso no es robar. El tesoro era de todos.

Pero Cassis apenas me escuchaba.

– Maldita ladrona -repitió.

Estaba claro que le molestaba que alguien que no fuera él pudiera obtener cosas con astucia.

– No veo qué tiene de diferente contigo y tu mercado negro -le dije calmosa-. Se trata del mismo juego, ¿no? -Y dejé que asimilara las palabras antes de continuar-. Lo que pasa es que estás molesto porque lo hago mejor que tú.

Cassis me miraba ferozmente.

– No es lo mismo -dijo por fin.

Mantuve una expresión descreída. Resultaba muy sencillo hacer que Cassis se traicionara. Lo mismo que su hijo años después. Ninguno de los dos entendía nada de astucia. Cassis estaba colorado y casi gritaba, olvidado su tono de conspirador.

– Podría conseguirte todo lo que quisieras. Buenos aparejos de pesca para tu estúpido lucio -gruñó salvajemente-. Goma de mascar, zapatos, medias de seda, ropa interior de seda si quisieses.

Me eché a reír. Tal y como nos habíamos criado, la idea de ropa interior de seda se me antojaba ridícula. Enrabiado, Cassis me agarró por los hombros y me sacudió.

– ¡Para ya! -Su voz estaba cascada por la furia-. ¡Tengo amigos! ¡Conozco a gente! ¡Podría conseguirte cualquier cosa!

Ya veis qué fácil resultaba sacarlo de sus casillas. En este sentido, Cassis estaba malcriado, demasiado acostumbrado a ser el hermano mayor, el hombre de la casa, el primero en ir al colegio, el más alto, el más fuerte, el más listo. Sus ataques ocasionales de desenfreno -sus escapadas a los bosques, sus atrevimientos en el Loira, sus pequeños hurtos de los puestos del mercado y de las tiendas de Angers- eran incontrolados, casi histéricos. No le daban ninguna satisfacción. Era como si necesitase demostrarnos algo, a nosotras o a sí mismo.

Sé que yo lo había dejado perplejo. Sus pulgares se hundían en mis brazos con tal fuerza que sin duda al día siguiente tendría grandes marcas en la piel, como moras maduras, pero no di muestras de ello. En cambio, seguí observándolo fijamente, intentando que él fuese el primero en desviar la mirada.

– Tenemos amigos, Reine y yo -explicó en un tono más bajo, casi razonable, con los pulgares horadándome aún los brazos-. Amigos poderosos. ¿De dónde crees que sacó ese estúpido carmín? ¿O el perfume? ¿O esa cosa que se pone en la cara por las noches? ¿De dónde crees que lo saca? ¿Y cómo crees que nos lo hemos ganado?

Me soltó los brazos con una expresión medio de orgullo y consternación y me di cuenta de que estaba sudoroso por el miedo.

Capítulo 12

No recuerdo gran cosa de la película. Circonstances atténuantes con Arletty y Michel Simon, una vieja película que Cassis y Reine ya habían visto. Al menos, Reine no se sintió en absoluto molesta por ello; extática, no le quitaba ojo a la pantalla. La historia me pareció poco creíble, demasiado alejada de mi propia realidad. Además, mi mente estaba en otras cosas. El proyector se estropeó en dos ocasiones; la segunda vez las luces se encendieron y el público bramó en señal de desaprobación. Un hombre con aspecto atormentado y vestido con esmoquin pidió silencio. Un grupo de alemanes en el rincón, con los pies descansando en los asientos de delante empezaron a aplaudir lentamente. De pronto, Reine que había salido de su estado de trance para quejarse irritada por la interrupción lanzó un grito de exaltación.

– ¡Cassis! -Se inclinó sobre mí y pude oler el químico aroma dulzón en su cabello-. ¡Cassis, está aquí!

– ¡Sss! -silbó furiosamente Cassis-. No mires.

Reine y Cassis se quedaron un instante mirando hacia el frente del auditorio, inexpresivos como momias. Luego él musitó algo como quien susurra en una iglesia.

– ¿Quién?

Reinette desvió la mirada hacia los alemanes con el rabillo del ojo.

– Ahí -respondió en el mismo tono-. Con otros que no conozco. -A nuestro alrededor la multitud zapateaba y vociferaba. Cassis se arriesgó a mirar.

– Esperaré a que se apaguen las luces -anunció.

Diez minutos después las luces se oscurecieron y la película continuó. Cassis se deslizó de su asiento hacia el fondo de la sala. Lo seguí. En la pantalla, Arletty bailaba y pestañeaba enfundada en un vestido ceñido y escotado. El reflejo de la luz de mercurio iluminaba nuestras figuras agazapadas y presurosas transformando el rostro de Cassis en una máscara lívida.

– Vuelve a tu sitio, idiota -me espetó-. No te quiero conmigo metiéndote por el medio.

– No me meteré por el medio -le dije meneando la cabeza-. No a menos que intentes evitar que te acompañe.

Cassis hizo un gesto impaciente. Sabía que estaba hablando en serio. En la oscuridad noté cómo temblaba por la excitación o los nervios.

– Mantente agachada y déjame hablar a mí -dijo al fin.

Nos detuvimos, agazapados, en el fondo del auditorio, cerca de donde el grupo de soldados alemanes había hecho una isla entre la multitud de civiles. Algunos hombres estaban filmando; veíamos lucecitas rojas en sus rostros vacilantes.

– ¿Lo ves ahí, al fondo? -susurró Cassis-. Ése es Hauer. Quiero hablar con él. Tú quédate a mi lado y no abras la boca, ¿estamos?

No respondí. No estaba dispuesta a prometer nada.

Cassis se deslizo por el pasillo junto al soldado que se llamaba Hauer. Mirando alrededor con curiosidad, advertí que nadie nos prestaba ni la más mínima atención salvo un alemán que estaba detrás de nosotros, un hombre joven, delgado y de rostro afilado con la gorra ladeada y un cigarrillo en la mano. Junto a mí oía a Cassis susurrando urgentemente a Hauer y luego el crujido de papeles. El alemán de rostro afilado me sonrió y me hizo un gesto con el cigarrillo.

De pronto, lo reconocí. Era el soldado del mercado, el que me había visto coger la naranja.

Durante un minuto me quedé paralizada sin poder hacer nada salvo mirarlo.

El alemán volvió a gesticular. El resplandor de la pantalla le iluminaba el rostro despidiendo sombras espectaculares de sus ojos y pómulos.

Nerviosa, desvié la mirada hacia Cassis pero mi hermano estaba demasiado ocupado hablando con Hauer para reparar en mí. El alemán seguía mirándome expectante, sus labios esbozaban una ligera sonrisa. Estaba de pie a cierta distancia de los demás. Sostenía el cigarrillo con la punta mirando hacia la palma y vi la mancha oscura de los huesos bajo la carne iluminada. Llevaba puesto el uniforme pero se había desabrochado la chaqueta y llevaba la cabeza desnuda.

Por alguna extraña razón eso me inspiró confianza.

– Ven aquí -susurró el alemán.

No podía hablar. Sentía como si tuviera la boca llena de paja. Hubiera echado a correr de haber estado segura de que mis piernas me responderían. Pero lo que hice fue alzar la barbilla y dirigirme hacia él.

El alemán sonrió y dio otra calada al cigarrillo.

– Eres la pequeña de la naranja ¿no? -dijo mientras me acercaba.

No respondí. A él parecía importarle poco mi silencio.

– Eres rápida. Tan rápida como yo cuando era niño. -Se echó la mano al bolsillo y sacó algo envuelto en papel de estaño-. Toma. Te gustará. Es chocolate.

– No lo quiero -respondí dirigiéndole una mirada llena de recelo.

– Prefieres las naranjas ¿no? -dijo sonriendo de nuevo.

Callé.

– Recuerdo que había un huerto junto al río -dijo en voz queda- cerca del pueblo en el que crecí. Tenía las ciruelas más grandes y moradas que hayas visto nunca. Estaba todo amurallado, y lo rondaban los perros de la granja. Durante todo el verano intenté coger las ciruelas. Tenía que coger aquellas ciruelas. Lo intenté todo. No podía pensar en otra cosa.

Su voz era agradable y con un ligero acento; los ojos le brillaban detrás de los dibujos del humo del cigarrillo. Lo observé con cautela; no me atrevía a moverme, dudosa de si me estaba tomando el pelo.

– Además lo robado siempre sabe mucho mejor que lo que te dan. ¿No crees?

Ahora estaba segura de que se estaba burlando de mí y mis ojos se agrandaron con indignación.

El alemán vio mi expresión y se echó a reír, ofreciéndome aún el chocolate.

– Vamos, backfisch, cógelo. Haz cuenta que se lo estás robando a los boches.

La onza estaba medio deshecha y me la comí directamente. Era chocolate de verdad y no aquella cosa blanquecina y arenosa que comprábamos de vez en cuando en Angers. El alemán me observó mientras comía y yo lo miraba con la misma sospecha pero con curiosidad creciente.

– ¿Las cogiste al final? -pregunté al fin con la voz espesa por el chocolate-. ¿Las ciruelas, me refiero?

El alemán asintió.

– Las cogí, backfisch. Aún recuerdo su sabor.

– ¿Y no te pillaron?

– Pues sí. -Su sonrisa se tiñó de arrepentimiento-. Comí tantas que me puse enfermo y así fue cómo me descubrieron. Me gané una buena paliza. Pero al final conseguí lo que quería. Eso es lo que importa ¿no?

– Es cierto -convine-. A mí me gusta ganar. -Hice una pausa-. ¿Por eso no dijiste nada de lo de la naranja?

El alemán se encogió de hombros.

– ¿Por qué iba a decírselo a nadie? No era asunto mío. Además, el tendero tenía muchas más. Bien podía prescindir de una.

Asentí.

– Tiene una furgoneta -anuncié lamiendo el trozo de papel de estaño para que no se perdiera nada del chocolate.

El alemán parecía estar de acuerdo.

– Hay gente que quiere guardarse todo lo que tienen para sí -comentó-. Eso no es justo.

– Como Madame Petit, la de la mercería -dije asintiendo con la cabeza-, te pide la luna por un trozo de paracaídas por el que ella no ha pagado nada.

– Exacto.

Se me ocurrió que quizá no debería haber mencionado a Madame Petit y le dirigí una rápida mirada, pero el alemán apenas parecía estar escuchándome. Tenía los ojos puestos en Cassis, que seguía hablando en susurros con Hauer al final de la fila de asientos. Sentí una punzada de disgusto al pensar que Cassis pudiera interesarle más que yo.

– Es mi hermano -le dije.

– ¿Ah, sí? -volvió a mirarme sonriente-. Sois toda una familia. Me pregunto si hay más de vosotros.

– Yo soy la pequeña -dije negando con la cabeza-, Framboise.

– Encantado de conocerte, Françoise.

– Framboise -le corregí con una sonrisa.

– Leibniz, Tomas. -Alzó la mano y después de un momento de duda se la estreché.

Capítulo 13

Así fue como conocí a Tomas Leibniz. Por alguna razón Reinette estaba furiosa porque había estado hablando con él y se pasó refunfuñando el resto de la película. Hauer le había pasado un paquete de Gauloise a Cassis y ambos reptamos nuevamente hasta nuestros asientos, él fumando uno de sus cigarrillos y yo perdida en especulaciones. Sólo cuando la película hubo terminado me sentí dispuesta a hacer preguntas.

– Esos cigarrillos -comenté-, ¿te refieres a eso cuando dices que puedes conseguir cosas?

– Pues claro -Cassis parecía satisfecho consigo mismo, pero todavía percibía cierta ansiedad bajo su apariencia. Sostenía el cigarrillo en la palma de la mano como si imitara a los alemanes pero, en él, aquel gesto se notaba artificial e inseguro.

– Les dices cosas, ¿no es así?

– A veces les decimos cosas -admitió Cassis con sonrisa afectada.

– ¿Qué tipo de cosas?

– Empezó con aquel viejo idiota y su radio -dijo en voz baja encogiéndose de hombros-. Se lo merecía. En cualquier caso, no debería haberla tenido, y tampoco debería haberse mostrado tan sorprendido; al fin y al cabo, lo único que hacíamos era mirar a los alemanes. A veces les dejamos notas con el cartero o en el café. A veces el repartidor de periódicos nos pasa cosas que han dejado para nosotros. A veces ellos mismos lo traen. -Intentó que su voz sonara impasible pero podía percibir cierta ansiedad e inquietud-. No tiene importancia -prosiguió-. La mayoría de los boches son los primeros en utilizar el mercado negro y envían cosas a su casa. Ya sabes, cosas que han requisado. Así que en el fondo no tiene importancia.

– Pero la Gestapo.

– ¡Oh, crece de una vez, Boise! -De pronto estaba enfadado, como siempre que lo ponía contra las cuerdas-. ¿Qué sabrás tú de la Gestapo? -Miró a su alrededor con nerviosismo y volvió a bajar la voz-. Naturalmente no tratamos con ellos. Esto es diferente. Ya te lo dije, sólo son negocios. Y, por cierto, no tiene nada que ver contigo.

– ¿Por qué no? -le espeté resentida-. Yo también sé cosas -Deseé haberle dicho más cosas de Madame Petit al alemán, haberle contado que era judía.

Cassis movió la cabeza despectivamente.

– No lo entenderías.

Regresamos a casa envueltos en un silencio algo aprensivo, esperando quizá que madre hubiese adivinado nuestro desautorizado viaje, pero al llegar nos la encontramos de un buen humor poco común. No dijo nada sobre el olor a naranjas, la noche en vela o los cambios que yo había hecho en su habitación. Y la comida que nos tenía preparada era casi una celebración, con una sopa de zanahorias y achicoria, boudin noir con manzanas y patatas, crêpes de trigo sarraceno y clafoutis de postre, grandes y jugosos con las últimas manzanas de la temporada anterior, crujientes con azúcar moreno y canela. Comimos en silencio como siempre, pero madre parecía abstraída; olvidó incluso decirme que quitase los codos de la mesa y ni siquiera reparó en que llevaba el pelo enredado y la cara sucia.

Quizá la naranja la haya amansado, pensé entre mí.

No obstante, al día siguiente se recuperó con creces volviendo a su antiguo ser. La evitamos en la medida de lo posible, haciendo nuestras tareas con rapidez y recluyéndonos en el puesto de vigilancia y el río, donde jugamos con desgana.

A veces Paul venía con nosotros pero intuía que ya no formaba parte del grupo, que había quedado excluido de nuestro círculo. Me daba pena y me sentí algo culpable; sabía bien lo que era sentirse excluida pero no podía hacer nada para evitarlo. Paul tenía que librar sus propias batallas como yo había librado las mías.

Además, a madre le desagradaba Paul tanto como le desagradaba el resto de la familia Hourias. A sus ojos, Paul era un vagabundo, demasiado holgazán para ir al colegio y demasiado estúpido incluso para aprender a leer en el pueblo con los demás niños. Sus padres no eran mucho mejores: él vendía lombrices rojas junto a la carretera y ella remendaba la ropa de otros. Pero mi madre se mostraba especialmente cruel con el tío de Paul. Al principio pensé que se trataba de un asunto de pura rivalidad típica de los pueblos. Philippe Hourias tenía la granja más grande de Les Laveuses, hectáreas de campos de girasoles, patatas, coles y nabos, veinte vacas, cerdos, cabras y un tractor en una época en que la mayoría de las gentes de por allí seguían arando con caballos, y también tenía una máquina para ordeñar… Eran los celos, me dije a mí misma, el resentimiento de la viuda que tiene que luchar para salir adelante contra el viudo rico. Aun así, no dejaba de ser extraño, dado que Philippe Hourias había sido el mejor amigo de mi padre. Habían crecido juntos de niños, habían ido a pescar y a nadar juntos y compartían secretos. Philippe había grabado personalmente el nombre de mi padre en el monumento de guerra y siempre le ponía flores los domingos. Pero madre no lo saludaba más que con un breve gesto. Nunca fue un alma gregaria y después del incidente de la naranja parecía aún más hostil hacia él.

No fue sino mucho después cuando empecé a intuir la verdad. Cuando leí el álbum, cuarenta años después. Aquella caligrafía diminuta y causante de migrañas que se esparcía por las páginas cosidas:

Hourias lo sabe -escribió-. A veces lo sorprendo mirándome. Lástima y curiosidad, como si yo fuese algo que atropellara en la carretera. La noche pasada me vio saliendo de La Rép con las cosas que tenía que comprar. No dijo nada pero sé que lo había adivinado. Cree que deberíamos casarnos, claro. Para él tiene sentido, un viudo y una viuda, casando sus tierras. Yannick no tenía ningún hermano que le sustituyera al morir. Y no se espera de una mujer que se encargue ella sola de la granja.

Si hubiera sido una mujer dulce quizás habría sospechado algo antes. Pero Mirabelle Dartigen no era una mujer dulce. Era sal sin refinar y lodo de río, con ataques de ira prestos y furiosos como inevitables tormentas estivales. Nunca pretendí averiguar las causas, me limitaba a evitar los efectos tan bien como podía.

Capítulo 14

No hubo más viajes a Angers aquella semana y ni Cassis ni Reinette parecían dispuestos a hablar de nuestro encuentro con los alemanes. En cuanto a mí, no quería mencionar mi conversación con Leibniz aunque no podía olvidarla. A veces me hacía sentir aprensiva y extrañamente poderosa.

Cassis estaba inquieto, Reinette ceñuda y descontenta, y por si fuera poco estuvo toda la semana lloviznando, así que el Loira se ensanchó peligrosamente y los campos de girasoles se pusieron azulados por la lluvia. Pasaron siete días desde nuestra última visita a Angers. El día de mercado llegó y pasó; esta vez Reinette acompañó a madre a la ciudad dejándonos a Cassis y a mí merodeando descontentos por el huerto mojado. Las ciruelas verdes en los árboles me traían a Leibniz al pensamiento con una mezcla de curiosidad e inquietud. Me preguntaba si volvería a verlo de nuevo.

E inesperadamente lo vi.

Era día de mercado, temprano por la mañana y le tocaba a Cassis ayudar con las provisiones. Reine había ido a buscar los quesos envueltos en las hojas de vid y madre estaba recogiendo los huevos del gallinero. Yo acababa de regresar del río con mis capturas del día, un par de pequeñas percas y brecas que había desmenuzado como cebo y que había dejado en el cubo junto a la ventana. No era el día en que los alemanes solían venir y por ello fui yo la que casualmente les abrió la puerta cuando llamaron.

Eran tres, dos a los que no conocía y Leibniz, muy correcto ahora con su uniforme, erguido con el fusil apoyado en el brazo. Se le agrandaron un poco los ojos al verme y sonrió.

Si hubiesen sido otros alemanes los que hubieran estado ante mí les habría cerrado la puerta en las narices como Denis Gaudin hizo cuando le fueron a requisar el violín. Habría ido a llamar a madre. Pero en aquella ocasión no sabía qué hacer; me moví nerviosamente por el umbral pensando en lo que debía hacer.

Leibniz se volvió hacia los otros dos y les dijo algo en alemán. Por los gestos que acompañaban sus palabras me pareció entender que él se encargaría de registrar aquella granja mientras los otros seguían hasta las casas de Ramondin y Hourias. Uno de los alemanes me miró y dijo algo. Los tres se echaron a reír. Luego, Leibniz asintió, aún sonriendo, y entró en nuestra cocina.

Sabía que debía llamar a madre. Cuando venían los soldados aún se ponía de peor humor; resentida por su presencia y su indiferente apropiación de todo cuanto precisaban. ¡Y tenía que ser hoy de entre todos los días! Ya estaba de bastante mal humor; aquel sería el golpe de gracia.

Las provisiones empezaban a escasear, me había explicado Cassis cuando le pregunté. Incluso los alemanes tenían que comer.

– Y comen como cerdos -había dicho con indignación-. Deberías ver su cantina -barras enteras de pan con mermelada y pâté, rillettes, queso y anchoas saladas, jamón, chucrut y manzanas- no te lo puedes llegar a imaginar.

Leibniz cerró la puerta tras de sí y miró a su alrededor. Fuera de la vista de los otros soldados se le veía más relajado, más como un civil. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un cigarrillo.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le dije al fin-. No tenemos nada.

– Ordenes, backfisch -dijo Leibniz-. ¿Está tu padre por aquí?

– No tengo padre -repliqué con una nota desafiante-. Los alemanes lo mataron.

– ¡Ah, lo siento! -Parecía incómodo y sentí cierto placer-. Tu madre entonces.

– Afuera -lo observé-. Hoy es día de mercado. Si nos quitas la mercancía no nos quedará nada. Sólo nos mantenemos a duras penas.

Leibniz echó un vistazo un poco avergonzado, me pareció. Lo vi mirar las baldosas limpias del suelo, las cortinas remendadas, la mesa de madera de pino rayada. Dudó.

– Tengo que hacerlo, backfisch -musitó-. Me castigarán si no obedezco las órdenes.

– Podrías decir que no encontraste nada. Podrías decir que ya no quedaba nada cuando llegaste.

– Quizá -se le encendieron los ojos al ver el cubo con los restos de pescado junto a la ventana-. ¿Hay algún pescador en la familia? ¿Quién es? ¿Tu hermano?

Negué con la cabeza.

– Yo.

Parecía sorprendido.

– ¿Pescas? -repitió-. No pareces lo bastante mayor.

– Tengo nueve años -respondí dolida.

– ¿Nueve? -Había luces bailando en sus ojos pero la boca permaneció seria-. Yo también pesco, ¿lo sabías? -murmuró-. ¿Qué es lo que pescas por aquí? ¿Truchas, carpas, percas?

Negué con la cabeza.

– ¿Entonces qué?

– Lucios.

Los lucios son los más listos de los peces de agua dulce. Astutos y cautelosos a pesar de sus crueles dientes, necesitan cebos cuidadosamente seleccionados para atraerlos a la superficie. Aun la cosa más insignificante puede alertarlos, el menor cambio en la temperatura del agua; el atisbo de un movimiento fugaz. No hay forma suficientemente rápida o fácil para capturarlos; dejando a un lado la suerte ciega, pescar lucios requiere tiempo y paciencia.

– Bueno, eso es distinto -dijo Leibniz pensativamente-. No creo que pueda fallarle a un compañero pescador -me sonrió-. Conque lucios, ¿eh?

Asentí.

– ¿Qué utilizas, abejorros o bolos alimenticios?

– Las dos cosas.

– Ya veo. -Ahora no sonrió; era un asunto serio. Lo observé en silencio. Era un truco que jamás me fallaba para poner nervioso a Cassis.

– No nos quites las provisiones del mercado.

Hubo otro silencio. Luego Leibniz asintió.

– Supongo que puedo inventarme alguna historia para contarles -dijo lentamente-. Pero tendrás que mantener la boca cerrada o me meterías en un grave aprieto. ¿Lo entiendes?

Asentí. Me parecía justo. Después de todo, él se había callado lo de la naranja. Escupí en la palma de la mano para cerrar el trato. No sonrió sino que nos dimos la mano con mucha seriedad, como si entre nosotros hubiese un acuerdo de adultos. Medio esperaba que me pidiese otro favor a cambio pero no lo hizo, y eso me gustó. Leibniz no era como los demás, me dije.

Lo miré marcharse. No se giró. Lo miré mientras avanzaba tranquilamente por la avenida en dirección a la granja de Hourias y apagó el cigarrillo contra el muro de la casa; la colilla despedía chispas rojizas contra la piedra grisácea del Loira.

Capítulo 15

No les conté nada a Cassis o Reinette de lo que había sucedido entre Leibniz y yo. Haberles dicho algo habría significado restarle autoridad. Por contra me guardé el secreto, acariciándolo en mi mente como un tesoro robado. Me daba un sentimiento de poder extrañamente adulto.

Ahora pensaba en las revistas de cine de Cassis y en la barra de labios de Reinette con cierto desdén. Se creían muy listos. Pero ¿qué habían hecho en realidad? Se habían comportado como niños contando chismes en la escuela. Los alemanes los trataban como niños, sobornándolos con chucherías. Leibniz no había intentado sobornarme. Me había tratado como a una igual, con respeto.

La granja de Hourias fue duramente expoliada. Los huevos de una semana, parte de la leche, dos mitades enteras de cerdo salado, siete libras de mantequilla, un barril de aceite, veinticuatro botellas de vino que estaban mal escondidas detrás de un tabique de la bodega más un montón de terrinas y conservas, todo requisado. Paul me lo contó. Sentí un ligera punzada de dolor por él -su tío era el que en mayor medida aprovisionaba a la familia- y me hice la firme promesa de compartir con él mi comida siempre que pudiese. Por otra parte, la temporada no había hecho más que empezar. Philippe Hourias no tardaría en recuperarse de sus pérdidas. Y yo tenía otras cosas en que pensar.

La bolsita de naranja seguía escondida donde la dejé. No debajo del colchón, aunque Reinette seguía insistiendo en mantener el mismo lugar para guardar sus chismes de belleza creyendo que era secreto. No; mi escondite era mucho más imaginativo. Había puesto la bolsita en un tarro de cristal de boca estrecha y lo había dejado caer en el barril de las anchoas saladas que mi madre guardaba en la bodega, atado con un trozo de cuerda, lo que me permitía localizarlo cuando lo necesitara. Era poco probable que me descubrieran, pues a mi madre le desagradaba el fuerte olor de las anchoas y siempre me enviaba a mí a buscarlas cuando las necesitaba.

Sabía que volvería a funcionar.

Esperé a la noche del miércoles. Esta vez oculté la bolsa bajo la rejilla de la cocina, donde el calor haría que el vapor saliera despedido más rápidamente. Como era de esperar, madre no tardó en empezar a frotarse las sienes en cuanto se puso a trabajar en la cocina, hablándome bruscamente si me retrasaba en traerle la harina o la madera, regañándome -«¡Que no se te ocurra desportillarme mis platos buenos!»- y husmeando el aire con aquella mirada animal de confusión y desespero. Cerré la puerta de la cocina para que el efecto fuera mayor; el aroma a piel de naranja invadió la estancia una vez más. Oculté la bolsita en su almohada como hiciera la vez anterior, cosiéndola en la funda rayada debajo de la almohada; los trozos de piel estaban duros y ennegrecidos por el calor de la cocina, y estaba segura de que sería la última vez que podría usarla.

La comida se quemó.

Nadie se atrevió a mencionarlo; mi madre tocaba el oscuro y frágil encaje negro de las crêpes chamuscadas y luego se palpaba la sien una y otra vez hasta que estaba segura de que iba a ponerme a gritar. Esta vez no preguntó si habíamos traído naranjas a casa aunque podía advertir que deseaba hacerlo. Se limitaba a tocar, desmigar, palpar y agitarse, rompiendo a veces el silencio con una fiera exclamación de rabia a la menor infracción de las normas de casa.

– ¡Reine-Claude, el pan encima de la mesa! ¡No quiero que vayas echando migas en mi suelo limpio!

Su voz era punzante, exasperada. Corté una rebanada de pan, volviendo a poner la barra sobre la mesa deliberadamente boca abajo. Por algún motivo eso solía irritar a madre, igual que mi manía de cortar las puntas de ambos lados y desechar la parte central.

– ¡Framboise! ¡Pon el pan boca arriba! -Volvió a tocarse la cabeza, fugazmente, como si estuviese comprobando que aún estaba allí-. ¿Cuántas veces tengo que decirte…?

Se quedó paralizada a media frase, con la cabeza a un lado y la boca abierta.

Permaneció así unos treinta segundos o más, con la mirada perdida en la nada, con el rostro de un escolar intentando recordar el teorema de Pitágoras o la declinación del ablativo absoluto. Tenía los ojos de color verde botella y negro como el hielo invernal. Nos miramos en silencio, observándola a medida que iban pasando los segundos. Luego volvió a moverse, el típico gesto brusco de irritación, y empezó a recoger la mesa, a pesar de que aún no habíamos acabado de comer. Tampoco lo mencionó nadie.

Al día siguiente, tal como había previsto, se quedó en la cama y nosotros fuimos a Angers como la vez anterior. En esta ocasión, sin embargo, no fuimos al cine; vagamos por las calles. Cassis fumaba ostentosamente uno de sus cigarrillos y nos instalamos en la terraza del café del centro, Le Chat Rouget. Reinette y yo pedimos un diabolo-menthe y Cassis hizo ademán de pedir pastis, aunque cambió dócilmente a panaché ante la mirada desdeñosa del camarero.

Reine bebía con mucho tiento para evitar que se le corriera el carmín. Parecía nerviosa; movía la cabeza de un lado a otro como si esperara a alguien.

– ¿A quién estás esperando? -inquirí curiosa-. ¿A tus alemanes?

Cassis se me quedó mirando.

– Anda, díselo a todo el mundo, idiota -espetó. Bajó la voz-. A veces quedamos aquí -me explicó-. Puedes pasar mensajes sin que nadie se entere. Intercambiamos información.

– ¿Qué tipo de información?

Cassis hizo un sonido de irrisión.

– Cualquier cosa -dijo en tono impaciente-. Gente con radios. Mercado negro. Traficantes. Resistencia. -Esta última palabra la pronunció con especial hincapié, bajando aún más la voz.

– Resistencia -repetí.

Intentad imaginaros lo que aquello significaba para nosotros. Éramos unos críos. Teníamos nuestras propias leyes. El mundo de los adultos era un planeta lejano habitado por seres extraños. Entendíamos muy pocas cosas de él. Y aún menos de la Resistencia, aquella cuasiorganización fabulosa. Años después los libros y la televisión la hacían parecer muy especializada; pero no es la imagen que yo guardo de ella. Al contrario, recuerdo una absurda amalgama en la que los rumores se veían desmentidos por otros rumores, los borrachos en los cafés hablaban a voz en grito en contra del nuevo régimen, y la gente huía a casa de sus parientes que vivían en el campo, fuera del alcance del ejército invasor que se expandía más allá de los límites de la tolerancia en las ciudades. La verdadera Resistencia, o sea, el ejército secreto tal y como lo veía la gente, no era sino un mito. Había numerosos grupos, comunistas, humanistas, socialistas, mártires, fanfarrones, borrachos, oportunistas y santos, todos santificados por el tiempo, pero en aquellos días no se parecía en nada a un ejército y menos aún secreto. Madre hablaba de ellos con desprecio. Decía que todos saldríamos mejor librados si la gente mantuviera la cabeza gacha.

Aun así, el murmullo de Cassis me infundió temor. Resistencia. Era una palabra que apelaba a mi sentido de aventura, de drama. Me devolvía imágenes de bandas rivales luchando por el poder, de fugas nocturnas, encuentros secretos, tesoros, peligros desafiados.

En cierto modo era bastante parecido a los juegos a los que solíamos jugar años atrás Reine, Cassis, Paul y yo; las pistolas de patata, las contraseñas y rituales. El juego se había ampliado un poco, eso era todo. Las apuestas estaban más altas.

– Tú no sabes nada de la Resistencia -le dije cínicamente, intentando no parecer impresionada.

– Quizás aún no -confesó Cassis-. Pero podríamos enterarnos. Hasta ahora hemos descubierto un montón de cosas.

– Todo va bien -continuó Reinette-. No hablamos de nadie de Les Laveuses. No se nos ocurriría chivarnos de nuestros vecinos.

Asentí. Eso no sería justo.

– En cualquier caso, en Angers es distinto. Aquí lo hace todo el mundo.

– Yo también podría enterarme de cosas -dije pensándolo un momento.

– ¿Qué ibas a hacer tú? -dijo Cassis desdeñosamente.

Estuve a punto de decirle lo que le había dicho a Leibniz de Madame Petit y el paracaídas de seda, pero decidí callarme. En su lugar le hice la pregunta que me había estado preocupando desde que Cassis mencionara por primera vez su trato con los alemanes.

– ¿Qué es lo que hacen ellos cuando les contáis cosas? ¿Matan a la gente? ¿Los mandan al frente?

– Pues claro que no. No seas tonta.

– ¿Entonces qué?

Pero Cassis ya no me estaba escuchando. Sus ojos estaban fijos en el puesto de periódicos que había junto a la iglesia enfrente de nosotros, en el que había un chico moreno más o menos de su edad que nos miraba con insistencia y luego nos hizo un gesto impaciente.

Cassis pagó las bebidas y se levantó.

– Vamos -anunció.

Reinette y yo lo seguimos. Cassis parecía tener amistad con el otro muchacho, supongo que lo conocía del colegio. Me pareció oír algunas palabras de un trabajo de vacaciones y una risa apagada y nerviosa. Luego lo vi deslizar un papel doblado en la mano de Cassis.

– Hasta luego -dijo Cassis, apartándose de él despreocupadamente.

La nota era de Hauer.

Sólo Hauer y Leibniz hablaban bien francés, me explicó Cassis mientras nos turnábamos para leer la nota. Los demás -Heinemann y Schwartz- apenas si chapurreaban un poco, pero Leibniz podría haber sido francés, alguien de Alsacia o Lorena quizá, con ese dialecto gutural de la región. Por alguna razón noté que eso le gustaba a Cassis, como si el hecho de pasar información a alguien casi francés fuese menos censurable.

«Nos vemos a las doce en el patio del colegio -decía brevemente la nota-. Tengo algo para ti.»

Reinette tocó el papel con la punta de los dedos. Se había sonrojado por el nerviosismo.

– ¿Qué hora es ya? -dijo-. ¿Llegaremos tarde?

Cassis negó con la cabeza.

– No con las bicicletas -dijo, intentando mantener un tono lacónico-. Vamos a ver lo que tienen para nosotros.

Mientras cogíamos las bicicletas de su habitual escondite en el callejón noté que Reinette sacaba una polvera del bolsillo de su vestido y se miraba fugazmente. Frunció el ceño; echó mano de la barra de labios dorado que guardaba en el bolsillo y se retocó los labios de color escarlata; sonreía, se retocaba y volvía a sonreír. Cerró la polvera. Desde el primer viaje me había quedado claro que tenía algo en mente aparte del cine. El esmero con que se vestía, la atención con que se peinaba, el carmín y el perfume… Todo aquello era por alguien. A decir verdad no era algo que me interesase especialmente. Estaba acostumbrada a Reine y su forma de ser. A los doce ya parecía una chica de dieciséis. Con el cabello ensortijado de aquella manera tan sofisticada y los labios carmesíes, aún parecía mayor. Ya había reparado en las miradas que le dedicaban en el pueblo. A Paul Hourias parecía que se le hubiera comido la lengua el gato cada vez que ella estaba cerca. Incluso Jean-Benet Darius, un hombre mayor de casi cuarenta años, y Auguste Ramondin o Raphaël, el del café… Los hombres la miraban; ya me había dado cuenta. Y ella también; desde el primer día de clase había contado historias sobre los chicos que conocía allí. Una semana era Justin, con aquellos ojos maravillosos o Raymond que hacía reír a toda la clase, o Pierre-André que sabía jugar al ajedrez o Guillaume, cuyos padres se habían trasladado desde París el pasado año… Ahora que lo pienso, incluso podía recordar cuándo se acabaron aquellas historias. Debió de ser más o menos por la fecha en que entraron las tropas alemanas.

Hice un gesto de indiferencia. Seguro que había algún misterio, me dije, pero los secretos de Reinette raramente me intrigaban.

Hauer estaba haciendo guardia en la entrada. Pude verle mejor a la luz del día; un alemán de cara ancha con un rostro casi inexpresivo. En voz baja nos dijo: «Pao arriba, dentro de unos diez minutos», y luego nos hizo un gesto de impaciencia como si nos hiciera continuar. Volvimos a montar en las bicicletas sin mirarlo, ni siquiera Reinette, lo que me indujo a pensar que Hauer no podía ser el objeto de su encaprichamiento.

Aún no habían transcurrido los diez minutos cuando avistamos a Leibniz. Al principio pensé que iba sin uniforme, pero luego advertí que simplemente se había quitado la chaqueta y las botas y tenía los pies colgados sobre el parapeto debajo del cual discurría el sigiloso y pardo Loira. Nos saludó con un gesto jovial y nos indicó que nos uniéramos a él. Arrastramos las bicicletas hacia la orilla para que no se pudiesen ver desde la carretera y luego nos fuimos a sentar junto a él. Parecía más joven de lo que yo recordaba, casi tan joven como Cassis, aunque se movía con una descuidada soltura que mi hermano jamás llegaría a poseer por mucho que se esforzara.

Cassis y Reinette lo observaban en silencio, como niños en un zoológico mirando a un animal peligroso. Reinette estaba colorada. Leibniz no parecía impresionado por nuestro escrutinio y encendió un cigarrillo sonriendo.

– La viuda Petit -dijo por fin entre una bocanada de humo- muy bien. -Sonrió entre dientes-. Seda de paracaídas y cientos de cosas más; estaba metida en el mercado negro hasta el cuello -me hizo un guiño-. Buen trabajo, backfisch.

Los otros me lanzaron una mirada de sorpresa pero no dijeron nada. Permanecí en silencio, debatiéndome entre el placer y la ansiedad por sus palabras de aprobación.

– He tenido suerte esta semana -continuó Leibniz en el mismo tono-. Goma de mascar, chocolate y -se metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete- esto.

El esto resultó ser un pañuelo de encaje que le entregó a Reinette. Mi hermana se ruborizó totalmente confundida.

Luego se volvió hacia mí.

– ¿Y tú qué, backfisch? ¿Qué es lo que quieres tú? -sonrió-. ¿Barra de labios? ¿Crema para la cara? ¿Medias de seda? No, eso es más del estilo de tu hermana. ¿Una muñeca? ¿Un osito de peluche? -Su tono era ligeramente burlón y le brillaban los ojos, llenos de reflejos plateados.

Ahora había llegado el momento de admitir que lo de Madame Petit no había sido más que un descuido. Pero Cassis seguía mirándome fijamente con aquella expresión de asombro; Leibniz seguía sonriendo; una idea se coló como un destello en mi cabeza.

No lo dudé.

– Un aparejo de pesca -anuncié-. Un buen aparejo de pesca. -Guardé silencio y le lancé una mirada insolente, clavando mis ojos fijamente en los suyos-. Y una naranja.

Capítulo 16

Volvimos a encontrarnos en el mismo lugar una semana después. Cassis le contó un rumor de que había juego a altas horas de la noche en Le Chat Rouget y algunas palabras que había oído decir al cura Traquet fuera del cementerio sobre un escondite secreto para la plata de la iglesia.

Pero Leibniz parecía preocupado.

– He tenido que esconder esto a los demás -me dijo-. Probablemente no les habría gustado que te lo diera. -De debajo de la chaqueta del uniforme que yacía tirada descuidadamente en la orilla del río sacó una bolsa fina de lona verde que medía más de un metro y que emitió un ligero ruido al entregármela-. Es para ti -dijo, y al ver que yo dudaba-: Vamos.

La bolsa contenía una caña de pescar. No era nueva pero incluso yo podía apreciar que se trataba de una pieza de gran calidad, de bambú oscuro ennegrecido por el tiempo y un carrete de metal brillante que se tensó bajo mis dedos con la misma suavidad que si se tratase de un rodamiento de bolas. Emití un largo y profundo suspiro de asombro.

– ¿Es… para mí? -pregunté, sin atreverme a creerlo.

Leibniz se echó a reír, un sonido alegre y sin matices.

– Por supuesto -dijo-. Nosotros los pescadores tenemos que ayudarnos los unos a los otros ¿no te parece?

Toqué la caña con dedos indecisos y ansiosos. El carrete estaba frío y ligeramente aceitoso, como si hubiese sido engrasado.

– Pero deberás guardarlo bien, ¿eh, backfisch? -me dijo-. No se lo vayas contando a tus padres y a tus amigos. Sabes cómo guardar un secreto ¿no es así?

– Por supuesto -asentí.

Sonrió. Tenía los ojos grises, oscuros y despejados.

– Pesca a ese lucio del que me habías hablado, ¿eh?

Asentí de nuevo.

– Créeme -dijo sonriendo-, con esa caña podrías pescar hasta un submarino alemán.

Le eché una mirada crítica para ver si se estaba burlando de mí. Era evidente que se estaba divirtiendo, pero era una burla amable, pensé, y había cumplido su parte del trato. Sólo había una cosa que me preocupaba.

– Madame Petit… -empecé vacilante-. No le habrá pasado nada, ¿no?

Leibniz apagó el cigarrillo y tiró la colilla al agua.

– Yo diría que no -dijo en tono indiferente-. No si mantiene la boca cerrada. -De pronto me lanzó una mirada penetrante que incluyó a Cassis y a Reinette-. Y vosotros tres también. No digáis nada sobre esto ¿de acuerdo?

Asentimos.

– Ah, una cosa más -se metió la mano en el bolsillo-. Me temo que tendréis que compartirla. Sólo pude encontrar una. -Y sacó una naranja.

Era encantador. Nos había cautivado a todos, a Cassis menos que a Reine y a mí, quizá porque era el mayor y entendía más de los peligros que corríamos, Reinette, tímida y con las mejillas arreboladas y yo… Bueno, quizá fuese sobre todo yo. Empezó con la caña de pescar pero fueron muchas cosas más, su acento, sus maneras despreocupadas, aquella mirada indolente suya y su forma de reír… Oh, era un hombre realmente encantador, no como intentaba serlo Yannick, el hijo de Cassis, con sus maneras toscas y sus ojos de comadreja. No, Tomas Leibniz tenía un encanto natural, incluso para una chiquilla solitaria con la cabeza llena de tonterías.

No sabría decir bien qué era. Reine habría dicho que era la forma con la que miraba a una o la forma en que sus ojos cambiaban de color -a veces gris verdoso, a veces gris pardusco como el río-, o cómo caminaba con la gorra inclinada a un lado y las manos en los bolsillos, como un muchacho haciendo novillos del colegio… Cassis habría dicho que era su naturaleza inquieta, su forma de cruzar a nado el Loira en su tramo más ancho o colgarse boca abajo desde el puesto de vigilancia como si fuera un chaval de catorce años, con el mismo desprecio juvenil por el miedo. Sabía todo acerca de Les Laveuses antes incluso de haber puesto un pie ahí; era un muchacho del campo de la Selva Negra y estaba lleno de anécdotas sobre su familia, sus hermanas, sus hermanos, sus planes. Siempre estaba haciendo planes. Había días en los que todo lo que decía parecía empezar con las mismas palabras -«Cuando sea rico y la guerra haya terminado…»- oh, sus planes no conocían límite. Era el primer adulto que habíamos conocido que seguía pensando como un muchacho y quizá fuera eso, al fin y al cabo, lo que nos atrajo de él. Era uno de nosotros, eso era todo. Jugaba con nuestras mismas reglas.

Había matado a un inglés y a dos franceses en lo que llevaba de guerra. No lo ocultaba, pero por la forma en que nos contaba lo sucedido habríamos jurado que no tenía ninguna otra opción. Podría haber sido nuestro padre, pensé después. Pero aun así lo habría perdonado. Le habría perdonado cualquier cosa.

Al principio estaba en guardia, claro está. Volvimos a verlo en tres ocasiones más, dos veces solo en el río, otra en el cine con los demás, Hauer, Heinemann -robusto y pelirrojo- y el lento y gordinflón de Schwartz. Dos veces le enviamos mensajes a través del chico del puesto de periódicos, otras dos veces recibimos cigarrillos, revistas, libros, chocolate y un paquete de medias de nilón para Reinette. Por lo general la gente suele ser menos precavida con los niños. Miden menos sus palabras. Recogíamos más información de lo que podría imaginarse y se la pasábamos a Hauer, Heinemann, Schwartz y Leibniz. Los demás soldados apenas nos dirigían la palabra. Schwartz, que casi no sabía francés, sonreía impúdicamente a Reinette y le susurraba cosas en su alemán gutural y grasiento. Hauer era rígido y poco amable, y Heinemann parecía preso de una nerviosa energía, rascándose incesantemente su barba rojiza de tres días que parecía una parte indeleble de su rostro… Los otros me incomodaban.

Pero no Tomas. Tomas era uno de los nuestros. Fue capaz de llegar a nosotros como nadie lo había hecho. No se trataba de algo tan evidente como la indiferencia de nuestra madre o la pérdida de nuestro padre, ni siquiera la falta de compañeros de juegos o las privaciones de la guerra. Apenas éramos conscientes de todas esas cosas, viviendo como vivíamos en nuestro pequeño y salvaje mundo imaginario. Realmente nos sorprendimos de lo mucho que llegamos a necesitar a Tomas. No por lo que nos daba; el chocolate, la goma de mascar, el maquillaje o las revistas. Necesitábamos a alguien a quien contarle nuestras hazañas, alguien a quien impresionar, un amigo conspirador que poseyera la energía de la juventud y la urbanidad que da la experiencia, alguien que supiera contar historias tan buenas que Cassis apenas no podía ni soñarlas. Naturalmente, eso no sucedió de un día para otro. Éramos animales salvajes, como madre decía, y necesitábamos que nos domasen. Él debió de darse cuenta desde el principio, por la manera tan astuta con la que nos fue camelando uno a uno, haciéndonos sentir especiales… Incluso ahora, que Dios me perdone, llego a creérmelo. Incluso ahora.

Escondí la caña en el cofre del tesoro para mayor seguridad. Debía tener mucho cuidado cuando la utilizaba, pues todo el mundo en Les Laveuses estaba dispuesto a ocuparse de los asuntos ajenos si uno no sabía ocuparse de ellos él mismo, y bastaba un comentario casual para alertar a madre. Naturalmente, Paul lo sabía pero le dije que la caña había sido de mi padre y, con su tartamudeo, no era de los que iban contando chismes. En cualquier caso, si alguna vez llegó a sospechar algo jamás lo dijo y yo le estaba agradecida por ello.

Julio se volvió caluroso y poco afable, con tormentas día sí día no y el cielo reventando enloquecido y grisáceo sobre el río. Al final de mes el Loira se desbordó arrastrando corriente abajo todas mis trampas y redes y desbordándose hasta los campos de Hourias, con el maíz ya amarillento a tres semanas de su completa maduración. Llovió casi cada noche aquel mes y los relámpagos se esparcían como crujientes rollos de papel de plata haciendo que Reinette gritara y fuese a esconderse debajo de la cama mientras Cassis y yo nos poníamos delante de la ventana abierta de par en par, con la boca abierta para ver si podíamos captar las señales de radio en nuestros dientes. Madre tenía más dolores de cabeza que nunca y sólo utilicé la bolsita con la naranja, revitalizada ahora con la piel de la naranja que me había dado Tomas, dos veces aquel mes y a lo largo del mes siguiente. El resto era problema suyo; a menudo dormía mal y se levantaba con la boca llena de alambre y sin ningún pensamiento amable en la cabeza. En aquellos días pensaba en Tomas como un hombre hambriento piensa en la comida. Creo que a los demás les sucedía lo mismo.

La lluvia causó también muchos daños en nuestra fruta. Las manzanas, las peras y las ciruelas se inflaron grotescamente y luego reventaron y se pudrieron en los árboles, y las avispas se apretujaban en las grietas de modo que los árboles estaban marrones por su presencia y zumbaban lentamente. Mi madre hizo todo lo que pudo. Cubrió algunos de sus árboles favoritos con tela alquitranada para protegerlos de la lluvia pero incluso eso no fue de gran ayuda. El suelo, resecado y emblanquecido por el sol de junio estaba enfangado y los árboles estaban en medio de charcos de agua, ahora con las raíces expuestas pudriéndose. Madre echaba serrín y tierra alrededor de la base para protegerlos de la putrefacción pero no sirvió de nada. La fruta caía al suelo y hacía una sopa dulzona de barro. Salvamos lo que pudimos recoger y con ello hicimos confitura de frutas verdes, pero todos sabíamos que la cosecha se había echado a perder antes siquiera de haber llegado su hora. Madre dejó de hablarnos. Durante aquellas semanas tenía la boca continuamente apretada en una fina línea blanca y los ojos hundidos. El tic precursor de sus dolores de cabeza era casi permanente y el nivel de las pastillas en la jarra del cuarto de baño disminuía más rápido que nunca.

Los días de mercado eran especialmente silenciosos y sombríos. Vendíamos lo que podíamos -todas las cosechas de la región habían sido malas y no había ni un solo agricultor a lo largo del Loira que no hubiera sufrido- pero las judías blancas, las patatas, las zanahorias, los calabacines e incluso los tomates habían enfermado con el calor y la lluvia y había muy poco para vender. En su lugar, nos pusimos a vender nuestras provisiones para el invierno, las confituras y los embutidos, las terrinas y las conservas de carne que madre había hecho la última vez que habíamos matado un cerdo; en su desespero, le parecía que cada venta era la última. Algunos días su mirada era tan negra y amarga que los clientes se daban media vuelta y huían antes que comprarle algo, y yo me retorcía por dentro de vergüenza por ella y por nosotros mientras ella permanecía con el rostro impávido y la mirada perdida, y un dedo en la sien como si fuese el cañón de una pistola.

Una semana llegamos al mercado y descubrimos que la tienda de Madame Petit había sido clausurada. Monsieur Loup, el pescadero, me dijo que la mujer había recogido sus cosas un buen día y se había marchado sin dar ninguna explicación ni otra dirección.

– ¿Fueron los alemanes? -pregunté con cierto desasosiego-. ¿Por ser judía, me refiero?

Monsieur Loup me dirigió una extraña mirada.

– No sé nada de eso. Sólo sé que se largó un día sin más. No he oído nada de lo otro y si tienes algo de sentido común no irás por ahí contándoselo a nadie.

Había tal frialdad y desaprobación en su expresión que me disculpé, avergonzada, y me fui, olvidándome casi del paquete con los restos de pescado.

El alivio que sentí porque Madame Petit no hubiese sido arrestada fue atemperado por un sentimiento de decepción. Durante algún tiempo medité tristemente en silencio y luego empecé a hacer discretas averiguaciones en Angers acerca de las personas sobre las que habíamos pasado información. Madame Petit, Monsieur Toupet o Toubon, el profesor de latín, el barbero de enfrente de Le Chat Rouget que recibía tantos paquetes, los dos hombres a quienes habíamos oído hablar fuera del Palais-Doré un jueves después de la película… Por extraño que parezca, la idea de haber estado pasando información inútil -quizá para el divertimiento y la sorna de Tomas y de los otros- me preocupaba más que la posibilidad de causar algún daño a la gente que denunciábamos.

Creo que Cassis y Reinette sabían la verdad. Pero los nueve años son un continente diferente a los doce y los trece. Poco a poco empecé a darme cuenta de que ni una sola persona de las que habíamos denunciado había sido arrestada o interrogada siquiera, ni habían hecho ninguna redada en cualquiera de los lugares que habíamos mencionado como sospechosos. Incluso la misteriosa desaparición de Monsieur Toubon o Toupet, el malhumorado profesor de latín, resultaba fácilmente explicable.

– ¡Oh, se fue a Rennes a la boda de su hija! -dijo Monsieur Doux sin darle importancia-. No hay nada de misterioso, pequeña. Yo mismo le entregué la invitación.

Ese pensamiento me estuvo corroyendo durante un mes hasta que sentí que tenía un nido de avispas en la cabeza, zumbando todas al mismo tiempo. Pensaba en ello mientras salía a pescar, ponía trampas, jugaba con Paul a las pistolas o excavaba cuevas en el bosque. Perdí peso. Mi madre me observaba con mirada crítica y decía que estaba creciendo tan aprisa que eso estaba afectando a mi salud. Me llevó al doctor Lemaître, que me mandó tomar un vaso de vino al día, pero ni siquiera eso causó algún cambio. Empecé a imaginar que la gente me seguía, que hablaban de mí. Perdí el apetito. Pensaba que Tomas y los otros eran miembros secretos de la Resistencia y que maquinaban eliminarme. Al final le acabé confesando mis preocupaciones a Cassis.

Estábamos solos en el puesto de vigilancia. Había estado lloviendo otra vez y Reinette estaba en casa con un resfriado. No era mi intención contárselo todo, pero una vez que hube empezado las palabras se desparramaron como los granos de un saco que ha reventado. No había manera de pararlas. En la mano llevaba la bolsa verdosa con la caña de pescar y en un instante de rabia la arrojé desde el árbol hasta los matojos y se quedó enredada entre las zarzas.

– No somos ningunos críos -grité furiosa-. ¿Acaso no se creen las cosas que les contamos? ¿Por qué me dio Tomas eso -señalé hacia la distante bolsa de pesca- si no me lo había ganado?

Cassis me miró asombrado.

– Cualquiera diría que esperabas que fusilara a alguien -dijo incómodo.

– Por supuesto que no -mi voz era hosca-, sólo pensé que…

– Tú no pensaste nada. -El tono era el del viejo y superior Cassis, impaciente y desdeñoso-. ¿De verdad piensas que ayudamos a que encierren a la gente o a que los maten? ¿Crees que haríamos algo así? -Parecía consternado pero en el fondo sabía que se sentía adulado.

«Eso es exactamente lo que pensaba -pensé para mí-. Y si a ti te conviniera, Cassis, estoy convencida de que tú harías exactamente lo mismo.» Me encogí de hombros.

– Eres tan ilusa, Framboise… -dijo mi grandilocuente hermano-. En realidad eres demasiado pequeña para estar metida en una cosa así.

Justamente entonces supe que ni siquiera él lo había entendido al principio. Había sido más rápido que yo, pero al principio tampoco él lo había sabido. Aquel primer día en el cine estaba realmente asustado, desabrido con sudor y nerviosismo. Y luego, hablando con Tomas… había visto el miedo en sus ojos. Más tarde, sólo más tarde entendió la verdad.

Cassis hizo un gesto de impaciencia y desvió la mirada.

– Chantaje -me escupió furiosamente en la cara bañándome en saliva-. ¿Lo captas? ¡De eso es de lo que se trata! ¿Crees que ellos lo tienen fácil en Alemania? ¿Crees que están mucho mejor de lo que lo estamos nosotros? ¿Crees que sus hijos tienen zapatos o chocolate o cosas de ésas? ¿No se te ha ocurrido pensar que también ellos pueden querer esas cosas de vez en cuando?

Lo miré boquiabierta.

– Tú no pensaste nada. -Sabía que estaba furioso, no por mi ignorancia sino por la suya-. Allí sucede lo mismo también, estúpida -gritó-. Están recogiendo cosas para mandar a casa. Averiguando cosas de gente y luego haciéndoles pagar por mantener la boca cerrada. ¿No oíste lo que dijo de Madame Petit? «Está metida hasta el cuello en el mercado negro.» ¿Crees que la hubieran dejado marchar si él se lo hubiera contado a alguien? -Ahora resollaba, al borde de la risa-. ¡Por nada del mundo! ¿Acaso no has oído lo que les hacen a los judíos en París? ¿No has oído hablar de los campos de exterminio?

Encogí los hombros sintiéndome estúpida. Por supuesto que había oído hablar de esas cosas. Lo que ocurría es que en Les Laveuses todo era diferente. Todos sabíamos lo de los campos de exterminio nazis, pero en mi mente aparecían asociados con el Rayo de la Muerte de La guerra de los mundos. La imagen de Hitler se confundía con las películas de Charlie Chaplin que aparecían en las revistas de cine de Reinette; los hechos se mezclaban con el folclore, los rumores y la ficción; los noticieros se convertían en seriales de guerreros de más allá del planeta Marte y los vuelos nocturnos por el Rin en pistoleros y pelotones de ejecución, los submarinos alemanes en el Nautilus a veinte mil leguas de viaje submarino.

– ¿Chantaje? -repetí sin comprender.

– Negocio -corrigió Cassis cortante-. ¿Te parece justo que algunos tengan chocolate, café y buenos zapatos, revistas y libros mientras otros tienen que pasar sin todo eso? ¿No crees que deben pagar por esos privilegios? ¿Compartir algo de lo que tienen? ¿Y los hipócritas como Monsieur Toubon y los mentirosos? ¿No crees que deben pagar también? No es que no puedan permitírselo. No es que le hagan daño a nadie.

Podría haber sido Tomas el que estuviera hablando. Y eso hacía que sus palabras fuesen difíciles de olvidar.

Lentamente asentí.

Me pareció que Cassis parecía aliviado.

– No es lo mismo que robar -continuó impaciente-. Lo del mercado negro es de todos. Yo sólo me aseguro de que recibimos lo que nos corresponde.

– Como Robin Hood.

– Exacto.

Volví a asentir. Visto así era perfectamente justo y razonable.

Satisfecha, fui a recoger la bolsa de pesca de donde la había tirado entre las zarzas, contenta, al fin y al cabo, por la información que acababa de recibir.

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