Os dije que gran parte de lo que escribía eran mentiras. Párrafos enteros llenos de mentiras enmarañadas con la verdad como enredaderas en un seto, obscurecido aún más por la jerga delirante que utilizaba; líneas que se entrecruzan y se vuelven a cruzar, palabras interrumpidas e invertidas de modo que cada una se convierte en una batalla de mi voluntad contra la suya para extraer el significado del código en el que está escrita.
«Hoy paseaba a orillas del río. Vi a una mujer con una cometa hecha de madera contrachapada y bidones de aceite. Jamás me habría imaginado que una cosa así pudiese volar. Grande como un tanque pero pintada de muchos colores y con lazos colgándole de la cola. Pensé… (a esas alturas algunas palabras están borrosas por las manchas de aceite de oliva, que han vuelto la tinta de un violeta intenso en el papel)… pero ella saltó por encima del cruce y se elevó en el aire. Al principio no la reconocí aunque creo que debía de ser Minette pero…» (una mancha más grande oscurece casi todo el resto, aunque hay algunas palabras visibles). «Hermosa» es una de ellas. Garabateada al principio del párrafo escribe la palabra «balancín» en caligrafía normal. Debajo, un diagrama irregular que podría representar cualquier cosa pero que parece mostrar un monigote sobre la imagen de una esvástica.
En cualquier caso, no tiene importancia. No había ninguna mujer con una cometa. Incluso la referencia a Minette carece de sentido alguno: la única Minette que conocíamos era una anciana prima lejana de mi padre a quien la gente consideraba amablemente como «excéntrica»; solía llamar «bebés» a todos sus gatos y, a veces, la habían visto dando de mamar a los gatitos en lugares públicos, su rostro apacible encima de su carne flácida y escandalosa.
Sólo os cuento esto para que entendáis. Había todo tipo de cuentos fantásticos en el álbum de madre: historias de encuentros con personas fallecidas tiempo atrás, sueños disfrazados de realidad, imposibilidades prosaicas, días lluviosos transformados en días radiantes, un perro guardián imaginario, conversaciones que nunca tuvieron lugar, algunas de ellas bastante aburridas, un beso de un amigo desaparecido hacía tiempo. A veces tiene una forma de mezclar la verdad con las mentiras tan diestra que ya no soy capaz de distinguir la una de las otras. Además, no hay un propósito aparente. Quizá fuese su enfermedad la que hablaba, o las ilusiones de su adicción. No sé si pretendía que el álbum lo vieran otros ojos que no fueran los suyos. No responde a la función de unas memorias. En algunos lugares es casi un diario; aunque no del todo; la secuencia irregular le roba toda lógica y utilidad. Quizá por eso me llevó tanto tiempo comprender lo que saltaba a la vista, ver las razones que la impulsaron a obrar así y las terribles repercusiones de mis propias acciones. A veces sus frases están doblemente escondidas, apretujadas entre líneas de recetas con una caligrafía de trazos diminutos. Tal vez así es como ella deseara que fuera, entre ella y yo, al fin, un esfuerzo de amor.
Confitura de tomates verdes.
Se cortan los tomates en rodajas, como si fuesen manzanas, y se pesan. Se ponen en un recipiente con un kilo de azúcar por cada kilo de fruta. Me desperté a las tres de la madrugada y fui a buscar las pastillas. Había vuelto a olvidar que ya no quedaban. Cuando el azúcar se haya fundido (se retira del fuego y se le añaden un par de vasos de agua si es necesario) se remueve con una cuchara de madera. No dejo de pensar en que si acudiese a Raphaël, él podría encontrarme otro proveedor. No me atrevo a ir a los alemanes otra vez, no después de lo que pasó, preferiría morirme antes que hacerlo. Luego se añaden los tomates y se deja cocer a fuego lento, removiendo con frecuencia. De vez en cuando espumar la confitura con una espumadera. A veces morir es mejor que esto. Al menos entonces no tendría que preocuparme por despertar, ja, ja. No dejo de pensar en los niños. Temo que Belle Yolande tiene el hongo de la miel, tendré que excavar las raíces infectadas o se extenderá por todas las demás. Se deja cocer a fuego lento durante dos horas, algo menos quizás. Me siento muy enfadada, conmigo misma, con él, con ellos. Conmigo principalmente. Cuando ese idiota de Raphaël me lo dijo tuve que morderme los labios hasta hacerlos sangrar para no delatarme. No creo que se diera cuenta. Le dije que ya lo sabía, que las chicas estaban siempre haciendo travesuras, que no había pasado nada. Pareció aliviado y cuando se fue cogí un hacha y estuve cortando madera hasta que apenas podía mantenerme en pie, deseando en todo momento que fuese su cara.
Ya veis. La narración es confusa. Sólo pasado el tiempo empieza a tener algo de sentido. Y, claro está, ella jamás nos contó nada de su conversación con Raphaël. Sólo me cabe imaginar lo que sucedió, la ansiedad de él, el silencio impertérrito y pétreo de ella, la culpabilidad de él. Después de todo, era su café. Pero madre jamás habría dicho nada. Pretender que ya lo sabía era una táctica defensiva, una forma de poner una barrera contra su preocupación no deseada. Reine podía cuidarse de sí misma, le habría dicho seguramente. Además, no había pasado nada en realidad. Reine sería más cuidadosa en el futuro. Podíamos estar contentos de que nada malo hubiera pasado.
T. me dijo que no fue culpa suya, pero Raphaël dijo que él estaba allí y que no hizo nada. Después de todo, los alemanes eran sus amigos. Quizá pagaron por Reine lo mismo que hacían con esas mujeres de la ciudad que Tomas traía consigo.
Lo que acalló nuestras sospechas fue el hecho de que ella jamás se refiriera al incidente con nosotros. Tal vez sencillamente no sabía cómo hacerlo -sentía un profundo desagrado por cualquier cosa que le recordara las funciones corporales- o quizá pensó que se trataba de un asunto que mejor era dejarlo como estaba. Pero su álbum revela su rabia creciente, su violencia, sus sueños de venganza. «Quería machacarlo hasta que no quedara nada de él», escribe. Cuando lo leí por primera vez estaba convencida de que se refería a Raphaël pero ahora ya no estoy tan segura. La intensidad de su odio habla de algo más profundo, más tenebroso. Una traición, quizá. O un amor frustrado.
Tenía las manos más suaves de lo que había imaginado -escribe debajo de la receta para el pastel de salsa de manzana-. Parece muy joven y sus ojos tienen el mismo color que el mar en un día tormentoso. Pensé que odiaría el acto y lo odiaría a él pero hay algo en su dulzura. Aun siendo alemán. Me pregunto si estoy loca por creer sus promesas. Soy mucho más vieja que él. Y, aun así, no soy tan vieja. Quizá todavía esté a tiempo.
No hay nada más sobre eso aquí, como si se hubiese avergonzado de su propia audacia pero, ahora que sé dónde buscar, encuentro breves referencias por todo el álbum. Palabras sueltas, frases interrumpidas por recetas o consejos de jardinería, codificadas incluso para sí misma. Y el poema:
Esta dulzura
sacada a cucharadas
como una fruta lustrosa.
Durante años creí que también eso era producto de su fantasía, como muchas de las otras cosas que menciona. Mi madre jamás podría haber tenido un amante. Le faltaba la capacidad de ternura. Sus defensas eran demasiado buenas, sus impulsos sensuales sublimados gracias a sus recetas para crear unas lentilles cuisinées perfectas, la crême Brûlée más ardiente. Nunca se me ocurrió que habría algo de verdad en aquellas fantasías harto improbables. Recordar sus facciones, la amarga mueca de su boca, las líneas duras de los pómulos, el cabello peinado hacia atrás y recogido en un moño en la coronilla, incluso la historia de la mujer de la cometa se me antojaba más probable que aquello.
No obstante, acabé creyéndolo. Quizá fue Paul quien me hizo empezar a recapacitar. Quizá fue el día en que me sorprendí a mí misma mirando mi imagen en el espejo, con un pañuelo de color rojo atado a la cabeza y los pendientes de mi cumpleaños (un regalo de Pistache que nunca me había puesto antes) colgando coquetamente. Tengo sesenta y cinco años, por el amor de Dios. Debería ser más juiciosa. Y aun así hay algo en su forma de mirarme que hace que mi viejo corazón empiece a sufrir sacudidas como el motor de un tractor. No es el sentimiento perdido y frenético que albergaba por Tomas. Ni siquiera el alivio temporal que Hervé me ofreció. No, esto es algo completamente diferente. Una sensación de paz. La sensación que se tiene al conseguir que una receta salga perfecta, un soufflé perfectamente esponjoso, una sauce hollandaise impecable. Es una sensación que me dice que cualquier mujer puede ser bella a los ojos del hombre que la ama.
Me ha dado por ponerme crema en las manos y en la cara antes de acostarme por las noches y el otro día saqué una vieja barra de labios -agrietada y grumosa por el desuso- y me puse un poco de carmín antes de quitármelo presa de una culpable confusión. ¿Qué estoy haciendo? ¿Y por qué? A los sesenta y cinco años debería haber pasado la edad en que se puede pensar decentemente en cosas así. Pero la severidad de mi propia voz interior no me convence. Me cepillo el pelo con más cuidado que antes y me lo recojo detrás con una peineta de carey. La cabeza blanca y el seso por venir, me digo duramente.
Y mi madre tenía casi treinta años menos.
Ahora miro su fotografía con una especie de serenidad. La mezcla de emociones que durante tantos años sentí, la amargura y la culpabilidad han disminuido, de modo que ahora puedo ver -realmente puedo ver- sus rasgos. Mirabelle Dartigen, las facciones tan afiladas y el cabello tan tirante que duele sólo de mirarla. ¿De qué tenía miedo la mujer solitaria de la fotografía? La mujer del álbum es distinta, la mujer melancólica del poema, riéndose y enfureciéndose detrás de su máscara, a veces flirteando, otras fríamente letal en sus maquinaciones. La veo con claridad, sin haber entrado aún en los cuarenta, con el cabello apenas pincelado de gris, los ojos negros reteniendo aún su brillo. Una vida entera de trabajo no ha conseguido doblegarla y los músculos de sus brazos siguen siendo fuertes y firmes. También los senos son firmes debajo de una sucesión de austeros delantales grises; a veces mira su cuerpo desnudo en el espejo que hay detrás de la puerta del armario y se imagina su larga y solitaria viudez, la llegada de la vejez, los vestigios de la juventud abandonándola, las líneas hundidas del vientre colgándole en pliegues flácidos en las caderas, los muslos flacos haciendo sobresalir sus rodillas abultadas. Queda tan poco tiempo…, se dice la mujer a sí misma. Casi puedo oír su voz ahora desde las páginas del álbum. Tan poco tiempo…
¿Y quién llegaría, aun después de cien años de espera? ¿El viejo Lecoz con su mirada legañosa y lasciva? ¿O Alphonse Fenouil o Jean-Pierre Truriand? Secretamente, ella sueña con un extranjero de voz suave, en su mente lo ve, un hombre capaz de ver más allá de lo que ella se había convertido en lo que podía haber llegado a ser.
Naturalmente, no hay forma de saber lo que sentía. Pero ahora me noto más próxima a ella de lo que he estado en toda mi vida, casi tanto como para oír esa voz procedente desde las frágiles páginas del álbum: una voz que se esfuerza por intentar ocultar su verdadera naturaleza, la mujer pasional y desesperada detrás de esa máscara de hielo.
Habéis de entender que todo esto es pura especulación. Ella nunca menciona su nombre. No puedo probar que tuviera un amante y mucho menos que éste fuese Tomas Leibniz. Pero algo en mi interior me dice que, aunque no acierte en todos los detalles, la esencia es cierta. Podían haber sido muchos otros hombres, me digo a mí misma. Pero en el fondo de mi corazón creo que sólo pudo ser Tomas. Quizá me parezco más a ella de lo que querría pensar. Quizás ella lo sabía y dejarme el álbum fue su forma de intentar hacerme entender.
Quizá fue un intento de poner fin a nuestra guerra.
No volvimos a ver a Tomas hasta pasadas un par de semanas después del baile en La Mauvaise Réputation. En parte fue por madre -medio enloquecida a causa del insomnio y las migrañas- y en parte porque percibíamos que algo había cambiado. Todos lo percibíamos: Cassis, ocultándose detrás de sus cómics. Reine, con su nuevo e inexpresivo silencio, incluso yo misma. ¡Oh, lo echábamos de menos! Los tres lo hacíamos: el amor no es algo que se pueda cerrar como si fuese un grifo, y cada uno a nuestro modo intentábamos excusarlo por lo que había hecho, por su complicidad en lo sucedido.
Pero el fantasma del viejo Gustave Beauchamp nadaba debajo de nosotros como la sombra amenazadora de un monstruo marino, impregnándolo todo. Jugábamos con Paul casi como lo hacíamos antes de conocer a Tomas, pero nuestros juegos eran desganados y eso nos impelía a fingir exuberancia para ocultar el hecho de que habían perdido toda su vitalidad. Nadábamos en el río, corríamos por los bosques, trepábamos a los árboles con más energía que antes, pero detrás de todo sabíamos que estábamos esperando, sufriendo y agitándonos por la impaciencia de verlo. Creo que, incluso entonces, todos pensamos que él sería capaz de arreglarlo.
Yo, por mi parte, tenía esa certeza. Él estaba siempre tan seguro, era tan arrogante y tenía tal confianza en sí mismo… Lo imaginaba con el cigarrillo colgado de las comisuras de los labios y la gorra ladeada hacia atrás, el sol en los ojos y aquella sonrisa iluminándole el rostro, aquella sonrisa que iluminaba el mundo entero…
Pero el jueves llegó y pasó y Tomas no apareció. Cassis lo buscó en la escuela pero no había ni rastro de él en ninguno de los lugares que solía frecuentar. Hauer, Schwartz y Heinemann también estaban extrañamente ausentes, como si intentaran evitar el contacto con nosotros. Otro jueves llegó y pasó. Hicimos ver que no lo notábamos, ni siquiera mencionábamos su nombre entre nosotros aunque es posible que lo susurráramos entre sueños, siguiendo los avatares de la vida sin él como si nos importara bien poco el hecho de volver a verlo o no. Mis intentos de capturar a la Gran Madre se volvieron casi frenéticos. Llegaba a comprobar las trampas unas diez o veinte veces al día y las renovaba continuamente. Robaba comida de la bodega para preparar nuevos cebos más tentadores. Nadaba hasta la piedra del tesoro y me pasaba horas allí sentada con mi caña de pescar, observando el gracioso arco del sedal al hundirse en el agua y escuchando los ruidos del río a mis pies.
Raphaël volvió a pasar para ver a madre. El negocio en el café iba mal. Alguien había pintado Colaborador en letras rojas en el muro trasero y durante la noche tiraban piedras a los cristales de atrás, de modo que había tenido que taparlos. Escuché en la puerta mientras hablaba a madre en voz queda y urgente.
– No fue culpa mía, Mirabelle -dijo-. Tienes que creerme. Yo no fui responsable.
Mi madre emitió un sonido evasivo entre dientes.
– No se puede estar a malas con los alemanes -dijo Raphaël-. Hay que tratarlos de la misma forma que a cualquier otro cliente. No es que yo sea el único que…
– En este pueblo quizá sí lo eres -respondió mi madre con un gesto de indiferencia.
– ¿Cómo puedes decir eso? Bien que te fue a ti en un tiempo…
Madre dio un paso adelante. Raphaël se apresuró a retroceder, haciendo sonar los platos que estaban sobre el aparador. La voz de ella era apagada y furiosa.
– ¡Cierra la boca, estúpido! -silbó-. Eso se ha terminado. ¿Me oyes bien? Terminado. Y si tengo la menor sospecha de que se lo has contado a alguien…
La cara de Raphaël estaba amarillenta por el miedo pero se hizo el fanfarrón.
– No toleraré que nadie me llame estúpido… -empezó a decir con voz trémula.
– ¡A ti te llamo estúpido y puta a tu madre si me da la gana! -la voz de mi madre era brusca y estridente-. Eres un bobo y un cobarde, Raphaël Crespin, y los dos lo sabemos. -Ella estaba tan cerca de él que apenas si pude ver el rostro de Raphaël, aunque vi sus manos a ambos lados de ella en actitud suplicante-. Pero si tú o alguien habla de esto… Que Dios te ayude si mis hijos llegan a enterarse de algo a través de ti… -oía su respiración seca, como hojas muertas en la diminuta cocina-, porque entonces te mataré -susurró mi madre, y Raphaël debió de creerla, pues su cara estaba blanca como el requesón cuando abandonó la casa.
»¡Ay de quien se meta con mis hijos, mataré a los bastardos! -espetó mi madre detrás de él y lo vi estremecerse como si las palabras de ella estuviesen llenas de veneno-. Mataré a los bastardos -repitió mi madre, aunque Raphaël ya casi estaba en la puerta del jardín, medio corriendo, con la cabeza agachada como si soplara una fuerte ventisca.
Eran palabras que después habrían de perseguirnos.
Estuvo de un humor de perros el resto del día. Hasta Paul recibió el latigazo de su lengua cuando vino a preguntarle a Cassis si iban a jugar. Madre, que había permanecido en silencio, buscando pelea desde la visita de Raphaël, lanzó contra él un ataque tan fiero sin la menor provocación que el pobre Paul sólo pudo mirarla, moviendo los labios, la voz atrapada en un tartamudeo agónico: «Estoy tan… tan… es-estoy tan…»
– ¡Habla bien, cretino! -gritó mi madre con su voz vidriosa y por un instante me pareció ver que los mansos ojos de Paul se encendían con algo casi salvaje, luego se dio la vuelta sin decir palabra y huyó bruscamente hacia el Loira, recuperando la voz durante la carrera y ululando una serie de quiebros extraños y desesperados mientras corría.
– ¡Vete con viento fresco! -gritó mi madre detrás de él, cerrando la puerta de un portazo.
– No deberías haberle dicho eso -le dije fríamente a su espalda-. No es culpa suya si tartamudea.
Mi madre se volvió hacia mí, los ojos como ágatas.
– Te pondrías de su lado -dijo rotundamente-. Si tuvieses que elegir entre un nazi y yo, te pondrías de parte del nazi.
Entonces empezaron a llegar los anónimos. Fueron tres, garabateados en papel de carta de color azul y deslizados por debajo de la puerta. La sorprendí mientras recogía uno de ellos y la vi metérselo en el bolsillo del delantal casi gritándome para que me fuese a la cocina, no estaba en condiciones de ser vista, coge el jabón y frota, frota, frota. Había una nota estridente en su voz que me recordó a la bolsita de naranja. Me largué de allí pero no olvidé la nota y pasado el tiempo, cuando la encontré pegada en el álbum entre una receta para el boudin noir y un recorte de periódicos sobre cómo quitar manchas de betún, la reconocí al instante.
«Savemos lo que as estao haciendo -se leía en letras pequeñas y temblorosas-. Te emos estao oservando y savemos lo que ay que acer con los colavoradores.» Debajo ella había escrito en letras de color rojo vivo: «Aprende ortografía, ja, ja, ja». Pero sus palabras son demasiado grandes, demasiado intensas como si se esforzara por aparentar indiferencia. Ciertamente, nunca nos habló de los anónimos aunque ahora me doy cuenta de que sus repentinos cambios de humor podían estar relacionados con su secreta llegada. Otro de ellos parece sugerir que el escritor anónimo sabía algo de nuestros encuentros con Tomas.
Emos visto a tus ijos con el, asin que no intentes negarlo. Savemos a que estas jugando. Te crees mucho mehor que los damas pero no eres mas que una puta de boches y tus ijos le venden informacion a los alemanes. Que te pareze eso.
Los anónimos podían ser de cualquiera. Era cierto que la expresión denotaba una educación pobre y la ortografía era atroz, pero cualquiera del pueblo podía ser el autor. Mi madre empezó a comportarse de forma más errática que antes si cabe, encerrándose en la granja durante la mayor parte del día y observando a la gente que pasaba con una sospecha que rayaba en la paranoia.
La tercera carta fue la peor. Supongo que no hubo más, aunque quizá ella decidió no guardarlas, pero creo que ésta es la última.
No mereces vivir -dice-. Tu eres una puta de nazis y tus ijos unos engreios. Apuesto a que no savias que nos estan vendiendo a los alemanes. Preguntales de onde sacan toas esas cosas. Las tien guardas en un lugar en el bosque. Las reciven de un tal Libnits creo que es. Tu lo conozes y nosotros te conozemos a ti.
Aquella misma noche alguien pintó una C escarlata en la puerta principal de nuestra casa y Puta De Nazis en una de las paredes del corral, aunque pintamos encima antes de que nadie pudiese ver lo que había escrito. Y el octubre se hizo eterno.
Aquella noche Paul y yo regresamos tarde de La Mauvaise Réputation. La lluvia había cesado pero aún hacía frío -no sé si es que las noches son más frías que antes o que yo aguanto menos el frío que en los viejos tiempos- y estaba impaciente y malhumorada. Pero cuanto más impaciente me ponía, más reservado estaba Paul, hasta que los dos nos mirábamos el uno al otro en silencio con el ceño fruncido, despidiendo oleadas de vaho mientras caminábamos.
– Aquella chica -dijo Paul por fin. Su voz era tranquila y pensativa, como si estuviese hablando consigo mismo-. Parecía muy joven ¿no crees?
Me molestó lo que se me antojó irrelevante.
– ¿Qué chica, por el amor de Dios? -le espeté-. Pensé que estábamos buscando la forma de librarnos de Dessanges y su grasiento remolque no dándote una excusa para que andes echándoles el ojo a las chicas.
Paul no me hizo caso.
– Estaba sentada a su lado -dijo despacio-. La habrás visto entrar. Vestido rojo, tacones altos. También va con frecuencia al puesto.
Resultaba que sí me acordaba de ella. Recordaba el contorno amohinado de su boca roja bajo una raja de pelo negro. Una de las clientas regulares de Luc procedentes de la ciudad.
– ¿Y?
– Era la hija de Louis Ramondin. Se trasladó a Angers hace un par de años, ¿sabes? con su madre Simone, después del divorcio. Te acordarás de ellos. -Asintió como si le hubiese dado una respuesta educada en vez del gruñido que proferí-. Simone volvió a utilizar su apellido de soltera, Truriand. La chica tendrá ahora unos catorce o quince años.
– ¿Y? -Seguía sin poder ver el interés de todo aquello. Me saqué la llave y la metí en la cerradura. Paul prosiguió con su mismo tono lento y pensativo.
– No puede tener más que quince, diría yo -repitió.
– Muy bien -dije bruscamente-. Me alegro de que hayas encontrado algo que te anime la noche. Es una pena que no le preguntases el número de pie que calza; en ese caso tendrías algo más real con lo que poder soñar.
– Estás celosa -sugirió Paul dedicándome una de sus sonrisas indolentes.
– En absoluto -respondí indignada-. Ya me gustaría a mí que fueses a babear en la alfombra de otra, viejo verde.
– Bueno, estaba pensando -empezó Paul con lentitud.
– Bien hecho -repliqué.
– Estaba pensando que Louis, siendo un gendarme y todo eso, quizá pondría objeciones si resulta que es su hija quien está también liada… a los quince, quizás incluso catorce… con un hombre… un hombre casado… como Luc Dessanges. -Me dirigió una breve mirada triunfal y burlona-. Ya sé que los tiempos han cambiado desde que nosotros éramos jóvenes pero los padres y las hijas, sobre todo los policías…
– ¡Paul! -exclamé.
– Además, fumando también esos cigarrillos -añadió en el mismo tono reflexivo-. De esos que solía haber en los clubes de jazz, hace años.
Lo miré sorprendida.
– Paul eso es algo casi inteligente.
Se encogió de hombros con modestia.
– He estado por ahí haciendo algunas preguntillas -confesó-. Pensé que tarde o temprano me llegaría algo -se detuvo-. Justamente por eso estuve un rato allí dentro -añadió-. No estaba seguro de poder persuadir a Louis para que viniera a verlo con sus propios ojos.
– ¿Llevaste a Louis? ¿Mientras yo estaba fuera esperando? -estaba boquiabierta.
Paul asintió.
– Hice ver que me habían robado la cartera en el bar. Me aseguré de que pudiese verlo bien. -Otra pausa-. Su hija estaba besando a Dessanges -explicó-. Eso ayudó un poco.
– Paul -declaré-. Ya puedes babear en todas las alfombras de la casa si así lo quieres. Tienes mi permiso.
– Preferiría hacerlo sobre ti -dijo Paul con una extravagante sonrisa impúdica.
– Viejo verde.
A la mañana siguiente, cuando Luc llegó al puesto de snacks se encontró con que Louis lo estaba esperando. El gendarme iba uniformado de la cabeza a los pies; su rostro, habitualmente distraído y plácido, tenía una expresión de indiferencia casi militar. Había un objeto en la hierba junto al remolque que parecía una especie de carretilla.
– Ven a ver esto -me llamó Paul desde la ventana.
Abandoné mi lugar junto a la cocina donde el café estaba empezando a hervir.
– Ven a verlo -repitió Paul.
La ventana estaba un poco entreabierta y pude oler la neblina humeante del Loira extendiéndose por los campos. El aroma era nostálgico como hojas quemadas.
– Hé, là! -La voz de Luc sonaba con gran claridad desde donde nosotros estábamos, iba andando con la seguridad despreocupada de quien se sabe irresistible. Louis Ramondin se limitó a observarlo impasible.
– ¿Qué es eso que ha traído? -Le pregunté quedamente a Paul, señalando hacia la máquina que yacía sobre la hierba. Paul sonrió.
– Tú mira y verás -respondió.
– ¡Ey! ¿Qué sucede? -Luc se echó la mano al bolsillo para sacar las llaves-. Debes de tener prisa para desayunar, hein? ¿Llevas mucho rato esperando?
Louis sólo lo miraba sin decir ni una palabra.
– Pues escucha bien -Luc hizo un gesto expansivo-: crêpes, butifarra de granja, huevos y bacon â l'anglaise. El desayuno Dessanges. Más un enorme tazón de mi café noirissime de lo más negro y fuerte, porque creo adivinar que has tenido una noche dura. -Se echó a reír-. ¿Qué ha sido, hein? ¿Vigilancia en el bazar de la iglesia? ¿Alguien que molestaba a las ovejas locales? ¿O al revés?
Louis seguía sin decir ni pío. Estaba muy quieto, como un policía de juguete, una mano en el mango de la carretilla que había sobre la hierba.
Luc se encogió de hombros y luego abrió la puerta del puesto de snacks.
– Esperemos que estés un poco más sociable después de tomar mi desayuno Dessanges.
Los observamos durante algunos minutos mientras Luc sacaba el toldo y los banderines que anunciaban los menús del día. Louis permaneció imperturbable junto al remolque como si no se diera cuenta. De vez en cuando, Luc canturreaba algo alegre al policía expectante. Al cabo de un rato oímos música procedente de la radio.
– ¿A qué está esperando? -inquirí impaciente-. ¿Por qué no dice algo?
– Dale tiempo -dijo Paul sonriendo-. Los Ramondin no son de los que las cogen al vuelo, pero una vez que se ponen en marcha…
Louis permaneció sus buenos diez minutos mirando. Para entonces, Luc seguía animado pero desconcertado y había abandonado cualquier intento de conversación. Había empezado a calentar las planchas para hacer las crêpes, con el sombrero de paja ladeado airosamente sobre la frente. Luego, por fin, Louis se movió. No fue muy lejos; simplemente se dirigió hasta la parte trasera del remolque con su carretilla y desapareció de la vista.
– ¿Qué es eso que lleva? -pregunté.
– Un gato hidráulico -respondió Paul, aún sonriendo-. Los utilizan en los garajes. Mira.
Y mientras seguíamos mirando, el puesto de snacks empezó a inclinarse hacia delante con suavidad. Casi imperceptiblemente al principio, luego con una brusca sacudida que hizo que Dessanges abandonara su cocina de inmediato y saliera hacia afuera más rápido que un hurón. Parecía enfadado pero también asustado, desconcertado por primera vez en todo aquel penoso juego, y me gustó mucho aquella expresión.
– ¿Qué coño crees que estás haciendo? -le aulló a Ramondin, medio incrédulo-. ¿Qué es eso?
Silencio. Vi que el remolque volvía a ladearse, sólo un poco. Paul y yo estiramos el cuello para ver lo que pasaba.
Luc echó un breve vistazo al remolque para asegurarse de que no había sufrido daños. El toldo estaba torcido y la caja se había inclinado ebriamente como una chabola construida en la arena. Vi cómo regresaba a su rostro la mirada inquisitiva, la mirada celosa y afilada de un hombre que no sólo se guarda los ases en la manga sino que cree tener toda la baraja.
– Por un momento has hecho que me preocupara -dijo con aquella voz jovial e implacable-. Realmente has hecho que me preocupara. Se podría decir que me has sobresaltado.
No oímos ni una palabra de Louis pero nos pareció ver que el remolque volvía a ladearse un poco más. Paul descubrió que desde la ventana del dormitorio se veía la parte trasera del remolque así que nos fuimos hasta ahí para tener mejor vista. Las voces eran tenues pero audibles en el fresco aire de la mañana.
– Vamos, tío -dijo Luc, un deje de nerviosismo en la voz-. Ya se ha acabado la broma ¿vale? Vuelve a poner derecho el remolque y te haré mi desayuno especial. A cuenta de la casa.
Louis lo miró.
– Desde luego señor -dijo amablemente, pero el remolque se inclinó un poco más hacia delante.
Luc hizo un gesto rápido hacia él como si quisiera enderezarlo.
– Si estuviera en su lugar, me haría a un lado, señor -sugirió Louis mansamente-. No me parece demasiado estable. -El remolque se inclinó un poco más.
– ¿A qué crees que estás jugando? -percibí que volvía la nota de enfado a su voz.
Louis se limitó a sonreír.
– Anoche hubo mucho viento, señor -observó cortés, haciendo otro movimiento con el gato hidráulico a sus pies-. Un montón de árboles fueron derribados junto al río.
Vi que Luc se ponía rígido. La rabia le hacía perder la apostura, tenía la cabeza ladeada como si fuese un gallo de pelea. Reparé en que era más alto que Louis pero mucho más delgado. Louis, bajito y corpulento, con la misma mirada de su tío abuelo Guilherm, se había pasado la mayor parte de su vida metiéndose en peleas. Esa era, en primer lugar, la razón por la que se había metido a policía. Luc dio un paso adelante.
– Deja ese gato inmediatamente -le advirtió en voz baja y amenazadora.
– Por supuesto señor -respondió Louis sonriendo-. Lo que usted diga.
Lo vimos como si fuera a cámara lenta. El puesto de snacks colgado precariamente de lado se cayó hacia atrás en cuanto le faltó el apoyo. Se produjo un «catacrac» cuando el contenido -platos, vasos, cubiertos, sartenes- fue desplazado de forma violenta, lanzado hacia el extremo del remolque con un estrépito de vajilla rota. El remolque siguió moviéndose hacia atrás describiendo un arco indolente, impulsado por su propio ímpetu y el peso del mobiliario que se había desplazado. Por un momento parecía que se iba a enderezar solo. Luego volcó de lado, lenta y casi pesadamente, en la hierba del borde de la carretera con un estrépito que estremeció la casa e hizo sonar las copas del aparador del piso de abajo con tal fuerza que las oímos desde nuestro puesto de vigilancia en la habitación.
Durante unos segundos los dos hombres se miraron, Louis con una expresión de preocupación y simpatía, Luc con incredulidad y rabia creciente. El puesto de snacks yacía en la hierba de lado; dentro de su vientre continuaban apaciblemente los ruidos de tilines y roturas.
– ¡Vaya! -exclamó Louis.
Luc se precipitó furiosamente hacia Louis. Por un segundo algo se hizo borroso entre los dos, brazos, puños moviéndose demasiado deprisa para poderlos ver bien. Acto seguido, Luc estaba sentado en la hierba con el rostro oculto entre las manos y Louis lo ayudaba con aquella expresión amable de simpatía.
– ¡Vaya por Dios, señor! ¿Cómo habrá podido suceder algo así? Habrá perdido el conocimiento unos instantes. Será el shock, es muy natural. Tómeselo con calma.
Luc estaba hirviendo de ira.
– ¿Tienes… una jodida… idea de lo que has hecho, imbécil? -Sus palabras eran confusas por la forma con que se tapaba la cara con las manos. Paul me dijo después que había visto el codo de Louis golpeándole claramente en el caballete de la nariz, aunque todo había sucedido demasiado deprisa para que yo hubiese podido verlo. Lástima. Me habría gustado.
– Mi abogado te va a… dejar sin blanca, casi merecerá la pena verlo… ¡mierda! Me estoy desangrando.
Resulta curioso pero ahora notaba el parecido familiar más pronunciado que nunca; algo en la forma que tenía de enfatizar las sílabas, el grito frustrado del chico consentido de ciudad al que jamás se le ha negado nada. Por un instante habría jurado que hablaba igual que su hermana.
Paul y yo fuimos abajo, no creo que hubiésemos podido permanecer en casa ni un minuto más, y salimos a presenciar la diversión. Luc se había puesto en pie, ya no estaba tan guapo, con la sangre goleándole de la nariz y los ojos humedecidos. Vi que tenía una mierda de perro fresca incrustada en una de sus caras botas de París. Le di mi pañuelo. Luc me dirigió una mirada desconfiada y lo cogió. Empezó a secarse la nariz. Me di cuenta de que todavía no había comprendido nada; estaba pálido pero conservaba en el rostro una mirada combativa llena de tozudez, la mirada de un hombre que tiene abogados, consejeros y amigos en altos puestos a quienes poder recurrir.
– Visteis lo que me hizo ¿no? Visteis lo que me hizo ese hijo de puta, ¿verdad? -Se miró el pañuelo manchado de sangre con una especie de incredulidad. La nariz se le estaba poniendo bien hinchada y los ojos también-. Los dos visteis cómo me pegó ¿verdad? -insistió Luc-. En pleno día. Podría demandarle por cada… jodido… céntimo…
Paul se encogió de hombros.
– Yo no he visto mucho -dijo con su voz pausada-. Nosotros, los viejos, ya no vemos tan bien como antes, ni tampoco oímos igual de bien…
– Pero estabais mirando -insistió Luc-. Por fuerza habréis tenido que ver… -me pilló sonriendo y entornó los ojos-. ¡Oh, ya entiendo! -dijo en tono desagradable-. De eso es de lo que se trata, ¿eh? Creísteis que podíais hacer que vuestro gendarme domesticado me intimidase, ¿no? -Se quedó observando a Louis-. Si eso es lo mejor que sabes hacer… -se sujetó los orificios para detener la hemorragia.
– No creo que haya que ir lanzando calumnias por ahí -dijo Louis impasible.
– ¿Ah, no? -replicó Luc-. Cuando mi abogado vea…
– Es muy natural que estuviera molesto -lo interrumpió Louis-. El viento derribando de ese modo su café. Puedo entender que no supiera usted lo que estaba haciendo.
Luc lo miró con incredulidad.
– Una noche terrible la pasada -añadió Paul amablemente-. La primera de las tormentas de octubre. Estoy seguro de que podrá reclamar a la compañía de seguros.
– Naturalmente, se veía venir -dije yo-. Un vehículo tan alto como ése a un lado de la carretera… Me sorprende que no haya sucedido antes.
Luc asintió.
– Ya veo -dijo suavemente-. No está mal, Framboise. No está nada mal. Veo que has estado muy ocupada. -Su tono era casi halagador-. Pero sin el remolque aún hay muchas cosas que puedo hacer, que podemos hacer. -Intentó sonreír, luego hizo una mueca de dolor y volvió a frotarse ligeramente la nariz-. Será mejor que les des lo que quieren, ¿eh, Mamie? -continuó en el mismo tono casi seductor-. ¿Qué me dices?
No estoy segura de lo que le habría respondido. Al mirarlo me sentí vieja. Habría esperado que se diera por vencido, pero parecía menos derrotado que nunca, su rostro anguloso lleno de expectación. Había hecho mi mejor jugada, nuestra mejor jugada, Paul y yo, y aun así Luc parecía invencible. Como niños intentando contener el río. Habíamos tenido nuestro momento de triunfo: aquella mirada en su cara, casi compensaba todo aquello, pero al final, por muy valeroso que fuese el intento, el río siempre acaba ganando. Louis también había pasado su infancia junto al Loira, me dije. Debía de saberlo. Lo único que había conseguido era meterse en líos él también. Imaginé un ejército de abogados, asesores, policía urbana: nuestros nombres en el periódico, nuestro secreto revelado… Me sentí cansada. Muy cansada.
Entonces vi la cara de Paul. Estaba sonriendo con aquella sonrisa suya, dulce y pausada, que le daba un aspecto de bobo a no ser por la indolente diversión en sus ojos. Se caló la boina sobre la frente en un gesto que era a la vez terminante, cómico y heroico, como si fuese el último caballero del mundo bajándose la visera para la última justa contra el enemigo. Sentí unas repentinas y absurdas ganas de reír.
– Creo que… ejem… podemos resolverlo -anunció Paul-. Quizá Louis se ha dejado llevar un poco. Todos los Ramondin son un poco… prestos a ofenderse. Lo lleva en la sangre. -Sonrió, apologético, luego se volvió para dirigirse a Louis-. Hubo aquella historia con Guilherm, quién era, el hermano de tu abuela, ¿no? -Dessanges escuchaba con creciente irritación y desdén.
– De mi abuelo -corrigió Louis.
– Sí -asintió Paul-. Sangre caliente, los Ramondin. Tos ellos. -Estaba volviendo al dialecto otra vez. Era una de las cosas que madre le recriminaba más, eso y su tartamudez… y su acento era más denso de lo que recordaba cuando éramos pequeños-. Recuerdo cómo dirigieron a la chusma aquella noche contra la granja, el viejo Guilherm al frente con su pierna de madera, y todo por aquella historia en La Mauvaise Réputation… parece que ha mantenido la misma mala reputación durante todo este tiempo…
Luc se encogió de hombros.
– Mire, me encantaría oír el cuento de hoy de «Las encantadoras y curiosas historias de los Viejos Tiempos», pero lo que de verdad querría…
– Fue un hombre joven quien lo empezó todo -continuó Paul inexorablemente-. No era muy distinto a ti, diría yo. Un hombre de la ciudad, hein, del extranjero, que creía que podía engatusar a la pobre y estúpida gente del Loira.
Me dirigió una rápida mirada como si quisiera comprobar mi barómetro emocional por la expresión de mi cara.
– Tuvo mal final. ¿No es verdad?
– El peor -dije con aspereza-. El peor de todos.
Luc nos miraba a los dos, sus ojos cautos.
– ¡Oh! -exclamó.
– A él también le gustaban las jovencitas -dije en una voz que a mis oídos sonaba tenue y distante-. Jugaba con ellas. Las utilizaba para descubrir cosas. Hoy en día lo llaman corrupción.
– Claro, en aquella época la mayoría de aquellas chicas no tenía padres -dijo Paul suavemente-. Por la guerra.
Vi cómo los ojos de Luc se iluminaban por el entendimiento. Dio un leve asentimiento como si anotara algo mentalmente.
– Esto tiene algo que ver con la noche pasada, ¿no?
– Tú eres un hombre casado, ¿no? -le pregunté, sin hacer caso de su pregunta.
Volvió a asentir.
– Sería una pena si tu mujer se viera envuelta en todo esto -proseguí-. Corrupción de menores, un asunto muy feo, pero no veo cómo habría forma de evitar que se viera implicada.
– Nunca conseguiréis llevar esto a buen puerto -se apresuró a decir Luc-. La chica no…
– La chica es mi hija -dijo Louis sencillamente-. Diría… lo que le pareciera que es lo correcto.
De nuevo aquel asentimiento. Tenía temple, sí, tengo que admitirlo.
– Bien -dijo por fin. Incluso consiguió esbozar una sonrisa-. Bien, he captado el mensaje. -Parecía relajado a pesar de todo; su palidez era más a causa de la ira que del miedo. Me miró directamente, con una mueca irónica en la boca-. Espero que la victoria mereciese la pena, Mamie -dijo con énfasis-. Porque cuando llegue mañana necesitarás algún consuelo, por pequeño que sea, del que poder echar mano. Mañana tu pobre y miserable secreto aparecerá en cada revista, en cada periódico del país. Tengo el tiempo justo para un par de llamadas telefónicas antes de seguir la ruta… después de todo ha sido muy aburrido, y si nuestro amigo aquí piensa que la pequeña zorra de su hija empezaba a hacer que mereciese la pena… -se interrumpió para sonreír cruelmente a Louis y se quedó boquiabierto cuando las esposas del policía se cerraron bruscamente primero sobre una muñeca y luego sobre la otra.
– ¿Qué? -Parecía incrédulo, cercano a la risa-. ¿Qué coño te has creído que estás haciendo ahora? ¿Añadiendo secuestro a la lista? ¿Dónde te crees que estás? ¿En el jodido salvaje Oeste?
Louis lo miró imperturbable.
– Señor, es mi deber advertirle que no toleraré un comportamiento violento y ofensivo por su parte; también es mi deber…
– ¿Qué? -La voz de Luc subió de tono hasta convertirse casi en un grito-. ¿Qué comportamiento? ¡Has sido tú quien me ha golpeado a mí! No puedes…
Louis le dirigió una mirada de educada reprobación.
– Tengo razones para creer que dado su errático comportamiento es posible que esté bajo la influencia del alcohol o de otras sustancias estupefacientes y por su propia seguridad considero mi deber mantenerlo bajo vigilancia hasta…
– ¿Me estás arrestando? -preguntó Luc incrédulo-. ¿Tú me estás acusando a mí?
– No a menos que me vea obligado señor -respondió Louis en tono de reproche-. Pero estoy convencido de que estos dos testigos corroborarán su comportamiento ofensivo y amenazador, un lenguaje violento y una conducta indisciplinada… -hizo un gesto de asentimiento en mi dirección-. Tendré que pedirle que me acompañe a la comisaría, señor.
– No hay ninguna jodida comisaría -gritó Luc.
– Louis utiliza el sótano de su casa para los borrachos y alborotadores -aclaró Paul tranquilamente-. Claro está que no habíamos tenido ninguno desde hace tiempo, no desde que Auguste Tinon pilló aquella borrachera hace cinco años…
– Pero yo tengo un sótano que está enteramente a tu disposición, Louis, por si crees que existe el peligro de que se desmaye de camino al pueblo en este estado -propuse suavemente-. Hay una buena cerradura y no hay forma de que pueda lastimarse…
Louis pareció considerar la idea.
– Gracias, veuve Simon -dijo por fin-. Creo que quizá será lo mejor. Al menos hasta que resuelva cuál va a ser el siguiente paso.
Lanzó una mirada crítica a Dessanges que ahora estaba pálido por algo más que por la rabia.
– Estáis locos. Los tres -dijo despacio.
– Por supuesto habrá que registrarle primero -anunció Louis con calma-. No podemos arriesgarnos a que le prenda fuego al lugar o algo así. ¿Podría vaciarse los bolsillos, por favor?
– No puedo creerlo -dijo Luc meneando la cabeza.
– Lo lamento, señor -persistió Louis-. Pero tengo que pedirle que se vacíe los bolsillos.
– Pide lo que quieras -replicó Luc ácidamente-. No sé qué es lo que esperas sacar de todo esto, pero cuando mis abogados se enteren…
– Yo lo haré -sugirió Paul-. De todos modos, no creo que pueda llevarse las manos a los bolsillos con las esposas puestas.
Se movió con rapidez a pesar de su aparente torpeza, sus manos de cazador furtivo cacheando las ropas de Luc y sacando su contenido: un mechero, algunos papeles enrollados, las llaves del coche, una cartera, un paquete de cigarrillos. Luc forcejeó en vano, profiriendo insultos. Miraba a su alrededor como si esperara ver a alguien a quien poder pedir ayuda, pero la calle estaba desierta.
– Una cartera -Louis miró su contenido-, un encendedor. De plata. Un teléfono móvil -abrió el paquete de cigarrillos para sacar el contenido en la palma. En aquel momento vi algo en la mano de Louis que no reconocí. Un bloque pequeño e irregular de color marrón negruzco como un viejo caramelo de melaza.
– Me pregunto qué será esto -inquirió Louis con suavidad.
– ¡Vete a la mierda! -le espetó Luc bruscamente-. ¡Eso no es mío! Me lo has puesto tú, viejo bastardo… -Esto iba dirigido a Paul, que lo miraba con una expresión de sorpresa medio alelada-. Nunca conseguirás que se acepte…
– Quizá no -dijo Louis con aire de indiferencia-, pero podemos intentarlo. ¿No te parece?
Louis dejó a Dessanges en la bodega como había prometido. Podía tenerlo encerrado veinticuatro horas, nos dijo, antes de hacer una acusación formal. Con una curiosa mirada a los dos y una estudiada falta de inflexión en la voz nos informó de que disponíamos de ese tiempo para poner fin a nuestros asuntos. Un buen chico, Louis Ramondin, a pesar de ser algo lento. Aunque demasiado parecido a su tío abuelo Guilherm para hacerme sentir cómoda; supongo que fue eso lo que no me dejó ver su bondad esencial. Sólo espero que no tenga motivos para arrepentirse de lo que ha hecho.
Al principio Dessanges despotricó y aulló en la bodega. Exigía hablar con su abogado, pedía su teléfono, a su hermana Laure, sus cigarrillos. Se quejaba de que le dolía la nariz, de que estaba rota y de que estaba seguro de que los fragmentos de huesos iban de camino a su cerebro. Golpeó la puerta, rogó, amenazó y blasfemó. No le hicimos caso y al final los ruidos cesaron. A las doce y media le llevé un poco de café y algo de pan con charcuterie; estaba malhumorado pero tranquilo, la mirada de cálculo otra vez en sus ojos.
– Sólo estás retrasando el momento, Mamie -me dijo mientras le cortaba el pan a rebanadas-. Veinticuatro horas es todo lo que tienes porque, como bien sabes, tan pronto como haga esa llamada telefónica…
– ¿De verdad quieres comer? -le espeté bruscamente-. Porque no te vendría nada mal pasar un poco de hambre y de ese modo no tendría que escuchar más tus desagradables palabras. ¿Estamos?
Me lanzó una mirada emponzoñada pero no dijo nada más sobre el asunto.
– Bien -concluí.
Paul y yo hicimos ver que trabajamos el resto de la tarde. Era domingo y el restaurante estaba cerrado pero aún seguía habiendo trabajo en el huerto. Azadoné, podé y escardé hasta que mis riñones parecían vidrio caliente y el sudor me empapaba las axilas. Paul me miraba desde la casa sin saber que yo también lo estaba mirando a él.
Aquellas veinticuatro horas me escocieron e irritaron como un ataque agudo de urticaria. Sabía que tenía que hacer algo, pero el qué, era algo que superaba mi capacidad de decisión. Había frustrado a un Dessanges, temporalmente al menos, pero los otros seguían en libertad y más llenos de malicia que nunca. Y el tiempo se agotaba. Varias veces llegué a ir a la cabina de teléfonos que había enfrente de correos, inventándome recados para pasar por ahí cerca; una vez llegué incluso a marcar el número pero colgué antes de que nadie respondiera pues me di cuenta de que no tenía ni la menor idea de lo que iba a decir. Parecía que, mirara donde mirara, veía la misma verdad terrible con su vista fija en mí, las mismas alternativas terribles. La Gran Madre, con la boca abierta y llena de anzuelos, con sus ojos vidriosos mirándome fijamente, y yo resistiéndome a esa espantosa presión, mordisqueándola como un pececillo haría con el sedal, como si el lucio fuera una parte de mí y yo estuviese luchando por liberarme, una parte oscura de mi propio corazón debatiéndose y agitándose en el sedal, una presa terrible y secreta…
Todo se reducía a la elección entre dos opciones. Mi mente podía jugar con otras posibilidades, que Laure Dessanges me prometiera dejarme al margen a cambio de poner en libertad a su hermano menor, pero en el fondo práctico de mi mente sabía que aquello no podía funcionar. Hasta el momento sólo habíamos ganado una cosa con nuestros actos: tiempo, y sentía cómo el premio se me iba escurriendo segundo a segundo mientras me estrujaba el cerebro para decidir cómo podía utilizarlo. En caso contrario, al día siguiente, la predicción de Luc; «Mañana tu pobre y miserable secreto aparecerá en cada revista, en cada periódico» surgiría delante de nuestras narices impresa en papel en blanco y negro y yo lo perdería todo: la granja, el restaurante, mi sitio en Les Laveuses… La única alternativa, lo sabía, era utilizar la verdad como arma. Pero aunque eso podía hacer que recuperara mi casa y mi negocio ¿quién podía saber el efecto que tendría sobre Pistache, sobre Noisette, sobre Paul?
Apreté los dientes por la frustración. Nadie debería tener que hacer una elección así, me lamenté en mi interior. Nadie.
Saché una hilera de cebolletas con tanta fuerza y tan cegada que me olvidé de mí misma y empecé excavar los cultivos casi maduros, mandando a paseo a las pequeñas cebollas junto con la mala hierba. Me limpié el sudor de los ojos y me di cuenta de que estaba llorando.
Nadie debería tener que elegir entre una vida y una mentira. Y, no obstante, ella lo hizo, Mirabelle Dartigen, la mujer de la fotografía con las perlas falsas y la sonrisa tímida, la mujer con los pómulos afilados y el cabello negro recogido hacia atrás. Ella lo hizo, renunció a todo, a la granja, al huerto, al pequeño nicho que ella misma se había cavado, a su dolor, a la verdad… lo enterró sin volver la vista atrás y siguió adelante… Sólo hay una cosa que no aparece en el álbum, tan cuidadosamente cotejada y remitida, una cosa que ella no podía haber escrito porque no podía haberlo sabido. Un solo hecho que falta para completar nuestra historia. Un hecho.
Si no fuera por mis hijas y por Paul, me dije a mí misma, lo contaría todo. Aunque sólo fuera para mortificar a Laure, para robarle su triunfo. Pero ahí estaba Paul, tan callado y modesto, tan humilde en su silencio que consiguió vencer mis defensas antes incluso de que me diera cuenta. Paul, siempre algo chistoso con su tartamudeo y su viejo y desarrapado mono azul, Paul con las manos de cazador furtivo y la sonrisa fácil. ¿Quién hubiera pensado que sería Paul, después de todos estos años? ¿Quién habría pensado que después de tanto tiempo encontraría el camino de vuelta al hogar?
Casi llamé en varias ocasiones. Encontré el número en una de mis viejas revistas. Al fin y al cabo, Mirabelle Dartigen había fallecido hacía tiempo. No tenía necesidad de arrastrarla por las extrañas aguas de mi corazón como a la Gran Madre con el sedal. Una segunda mentira no iba a cambiarla ahora, me dije. Ni tampoco podría resarcirla el hecho de revelar la verdad a estas alturas. Pero Mirabelle Dartigen es una mujer tozuda incluso muerta. Aun ahora puedo sentirla, oírla, como el lamento de las alambradas en un día de viento, aquella voz de tiple, estridente y confusa, que es todo lo que ahora me queda de su recuerdo. No importa que yo nunca supiera lo mucho que la quería. Su amor, aquel secreto imperfecto y duro, me arrastra con él hacia el lodo.
Y, aun así, no estaría bien. Es la voz de Paul dentro de mí, inexorable como el río. No estaría bien vivir una mentira. Ojalá no tuviera que elegir.
El sol se estaba poniendo cuando vino a buscarme. Me había pasado tanto tiempo trabajando en el jardín que el dolor en mis huesos se había convertido en un imperativo chirriante y desapacible. Tenía la garganta seca y llena de anzuelos. La cabeza me daba vueltas. Aun así le di la espalda mientras él permanecía en silencio detrás de mí, sin necesidad de hablar, sencillamente esperando, tomándose su tiempo.
– ¿Qué quieres? -le espeté al fin-. ¡Deja ya de mirarme, por el amor de Dios, y ponte a hacer algo útil!
Paul no dijo nada. Sentía que la nuca me ardía. Al final me di la vuelta, tirando la azada en la parcela de verduras y gritándole con la misma voz de mi madre.
– ¡Cretino! ¿Es que no puedes dejarme en paz? ¡Miserable y viejo loco! -Quería herirlo, pensé. Habría resultado más fácil si hubiera sido capaz de herirlo, hacer que se alejara de mí por la rabia, el dolor o la repugnancia, pero me plantó cara -tiene gracia, yo siempre pensé que era mejor que nadie en ese juego-, con su paciencia inexorable, sin moverse, sin hablar, sólo esperando a que yo acabase mi parlamento para que él pudiera decir el suyo. Me giré furiosa, temerosa de sus palabras, de su terrible paciencia.
– He preparado algo de cena para nuestro huésped -dijo por fin-. Quizá te apetezca tomar un poco también.
– Lo único que quiero es que me dejen en paz -le dije.
Oí cómo Paul suspiraba a mis espaldas.
– Ella era igual. Mirabelle Dartigen. Jamás quiso aceptar la ayuda de nadie, ni siquiera de sí misma. -Su voz era tranquila y reflexiva-. Te pareces mucho a ella, ¿sabes? Demasiado para tu propio bien o para el de cualquiera.
Contuve una respuesta brusca y me negué a mirarlo.
– Se distanciaba de todo el mundo con su terquedad. Sin saber que la habrían ayudado si ella lo hubiese dicho. Pero ella nunca lo dijo. Ella jamás se lo dijo a nadie.
– No creo que pudiera -murmuré insensible-. Hay cosas que no se pueden decir. No… se… pueden…
– Mírame -dijo Paul.
Su rostro estaba sonrosado con los últimos destellos del sol, sonrosado y joven a pesar de las arrugas y el bigote manchado de nicotina. Detrás de él, el cielo era de un color rojo intenso, con nubes formando lengüetas.
– Llega un momento en que alguien tiene que contarlo -dijo razonable-. No me he pasado todo este tiempo leyendo el libro de retazos de tu madre para nada y, a pesar de lo que puedas pensar de mí, no soy tan estúpido.
– Lo siento. No era mi intención decir eso.
– Ya lo sé -dijo Paul sacudiendo la cabeza-. No soy listo, como Cassis o como tú, pero me parece que a veces los listos son los que se pierden antes. -Sonrió y se golpeó suavemente la sien con los nudillos-. Pasan demasiadas cosas aquí dentro -dijo amablemente-. Demasiadas.
Lo miré.
– Mira, no es la verdad lo que duele. Si ella lo hubiese visto es posible que no hubiese sucedido nada de todo esto. Si les hubiera pedido ayuda en vez de ir a su aire como siempre hizo…
– No. -Mi voz era inexpresiva y categórica-. Tú no lo entiendes. Ella no llegó a conocer nunca la verdad. O si lo hizo la ocultó incluso a sí misma. Por nosotros. Por mí… -Me estaba ahogando ahora, un gusto familiar subía desde mi ácido estómago, haciendo que me estremeciera por su amargura-. No le tocaba a ella decir la verdad sino a nosotros, a mí. -Tragué saliva dolorosamente-. Sólo podía haberlo hecho yo -dije con esfuerzo-. Sólo yo conocía toda la historia. Si hubiese tenido el coraje…
Me detuve para volverlo a mirar. Su sonrisa era dulce y triste. Inclinó los hombros hacia delante, los de una mula que ha llevado largas y pesadas cargas con paciencia y paz de espíritu. Cómo lo envidiaba. Cómo lo quería.
– Sí que tienes coraje -dijo Paul por fin-. Siempre lo tuviste.
Permanecimos mirándonos. Silencio entre los dos.
– Muy bien -asentí al fin-. Déjalo marchar.
– ¿Estás segura? Las drogas que Louis le encontró en el bolsillo…
Lancé una carcajada que sonó extrañamente despreocupada en mi boca seca.
– Los dos sabemos que no llevaba drogas. Una farsa inofensiva, eso fue todo, algo que tú mismo le metiste mientras le registrabas los bolsillos. -Volví a reír al ver su mirada de desconcierto-. Dedos de cazador furtivo, Paul, manos de cazador furtivo. ¿Te creíste que eras el único con una mente recelosa?
Paul asintió.
– ¿Qué vas a hacer entonces? -inquirió-. En cuanto se lo cuente a Yannick y Laure…
Meneé la cabeza.
– Deja que se lo cuente -dije. Me sentía ligera por dentro, más ligera de lo que jamás me había sentido antes, un milano en el agua. Sentí que la risa crecía en mi interior, la risa loca de una persona que está a punto de lanzar al viento todo lo que posee. Me metí la mano en el bolsillo del delantal y saqué un trozo de papel con un número de teléfono anotado.
Luego, pensándolo mejor, fui a buscar mi libreta de direcciones. Después de buscar un momento encontré la página precisa.
– Creo que ahora sé lo que voy a hacer -anuncié.
Clafoutis de manzana y albaricoques secos.
Se baten los huevos y la harina junto con el azúcar y la mantequilla derretida hasta que la mezcla quede espesa y cremosa. Se añade la leche poco a poco sin dejar de batir. La consistencia final debería ser parecida a la de un batido. Se unta generosamente una bandeja con mantequilla y se añade la fruta troceada al batido. Se agrega la canela y la pimienta inglesa y se hornea a temperatura media. Cuando el pastel haya empezado a subir se espolvorea con un poco de azúcar moreno y se añaden puntitos de mantequilla. Se deja cocer hasta que la capa de arriba esté dorada y firme al tacto.
Había sido una cosecha pobre. La sequía, seguida de las lluvias desastrosas había dado buena cuenta de ella. Aun así, todos aguardábamos con expectación el festival de la cosecha de finales de octubre, incluso Reine, incluso madre, que había preparado sus pasteles especiales y había dejado cuencos de fruta y verduras en las repisas de las ventanas y había hecho barras de pan para venderlas en el mercado de Angers de una belleza extravagante e intrincada; una espiga de trigo, un pez, una cesta de manzanas. La escuela del pueblo había cerrado el año anterior cuando el maestro se fue a París, pero la escuela dominical seguía funcionando.
Aquel día todos los escolares desfilaban alrededor de la fuente (decorada de forma pagana con flores, frutas y guirnaldas de maíz, calabacines y calabazas de colores, vaciadas y cortadas en forma de fanales), vestidos con sus mejores ropas, sosteniendo velas y cantando. La misa continuaba en la iglesia, donde el altar había sido vestido en tonos verdes y dorados y los himnos -que resonaban hasta la plaza donde nosotros estábamos escuchando, fascinados por el atractivo de las cosas prohibidas- iban sobre la cosecha de los elegidos y la quema de las ahechaduras. Esperamos hasta que la misa hubiera concluido y nos unimos a las festividades con el resto mientras el curé se quedaba en la iglesia para recibir la confesión y las hogueras de la cosecha desprendían un humo dulzón en los extremos de los campos pelados.
En aquel momento empezaba la fiesta: la Feria de la Cosecha con luchas, carreras y todo tipo de competiciones de baile, juegos de pescar manzanas con la boca, comer crêpes y hacer carreras de gansos. Los ganadores y los perdedores recibían pan de jengibre caliente y sidra, y junto a la fuente se vendían cestas de productos caseros mientras la Reina de la Cosecha sonreía en su trono dorado y bañaba con flores a los transeúntes.
Aquel año apenas si la habíamos sentido llegar. Otros años esperábamos la celebración con una impaciencia mayor aún que la Navidad, pues los regalos escaseaban en aquellos tiempos y diciembre no era una buena época para celebraciones. Octubre, fugaz y jugoso con la luz dorada y purpúrea, las tempranas heladas blancas y las hojas tornándose de colores brillantes; octubre es otro cantar, es un tiempo mágico, un último y alegre desafío al frío que se avecina. Otros años teníamos montones de leña y de hojas muertas preparadas en un lugar resguardado con semanas de antelación, los collares de manzanas silvestres y las bolsitas de nueces aguardando, nuestras mejores ropas planchadas y listas y nuestros zapatos lustrosos para el baile. Habría una celebración especial en el puesto de vigilancia, guirnaldas colgadas de la piedra del tesoro y flores escarlatas lanzadas al Loira lento y pardo; peras y manzanas cortadas y horneadas, guirnaldas de la buena suerte de maíz amarillento, trenzadas en forma de muñecas y puestas alrededor de la casa, bromas planeadas para los confiados y las tripas rugiendo en hambrienta anticipación.
Pero aquel año no había nada de todo aquello. La amargura después de lo sucedido en La Mauvaise Réputation había iniciado nuestro declive y con él llegaron las cartas, los rumores, las pintadas en las paredes, los cuchicheos a nuestras espaldas y los silencios corteses delante de nosotros. Se daba por supuesto que cuando el río suena, agua lleva. Las acusaciones (Puta de Nazis pintada en rojo en una pared del corral, pintada una y otra vez a pesar de nuestros esfuerzos por limpiarla), además de la negativa de nuestra madre por reconocer o negar las habladurías y las noticias exageradas de sus visitas a La Rép pasando de boca en boca de forma hambrienta bastaban para despertar aún más sospechas. Aquel año la época de la cosecha se presentaba como un momento amargo para la familia Dartigen.
Los otros hicieron sus hogueras y recogieron las mieses. Los niños trabajaban entre las hileras para asegurarse de que no se perdía nada del grano. Nosotros recogimos las últimas manzanas, bueno, las que no estaban podridas a causa de las avispas, y las guardamos en bandejas en la bodega, separadas unas de otras para que la podredumbre no se extendiera. Almacenamos nuestras verduras en bidones y bajo tapas sueltas de tierra seca en el sótano. Madre llegó incluso a preparar algo de su pan especial aunque había poco mercado en Les Laveuses y lo vendía impasible en Angers. Recuerdo un día en que llevamos al mercado un montón de barras y pasteles, cómo brillaba el sol sobre las bruñidas cortezas: bellotas, erizos, pequeñas máscaras sonrientes. Algunos de los niños del pueblo nos negaban la palabra. Un día alguien escondido entre unos tamariscos junto a la orilla del río les tiró puñados de tierra a Cassis y Reine cuando iban de camino al colegio. Conforme se acercaba el gran día, las chicas empezaron a compararse mutuamente, cepillándose el cabello con especial atención y lavándose la cara con avena, pues el día del festival una de ellas sería elegida Reina de la Cosecha y llevaría una corona de cebada y sostendría un jarro de vino.
A mí aquello no me interesaba en absoluto. Con el pelo corto y liso y mi carita de rana jamás sería Reina de la Cosecha. Además, sin Tomas no había nada que me importara gran cosa. Me preguntaba si volvería a verlo de nuevo. Estaba sentada junto al Loira, con mis trampas y mi caña de pescar, observando. No podía dejar de pensar que, de algún modo, si conseguía capturar al lucio, Tomas regresaría.
La mañana del día de la cosecha amaneció fría y resplandeciente, con el destello de las ascuas al extinguirse, típico de octubre. Madre había trasnochado la noche anterior, más por tozudez que por amor a la tradición. Preparando pan de jengibre y crêpes de harina de trigo sarraceno y confitura de zarzamoras que fue poniendo en cestos y nos los dio para llevar a la feria. Yo no tenía planeado ir. En su lugar, ordeñé a la cabra, acabé algunas de mis tareas dominicales y me dirigí al río. Acababa de colocar una trampa muy ingeniosa cerca de la orilla, que consistía en una serie de jaulas y bidones atados los unos a los otros con tela metálica, en los que había un cebo de restos de pescado, y estaba ansiosa por probarla. El aire olía a hierba con la primera de las hogueras otoñales y el aroma era intenso, con siglos de antigüedad, un recuerdo de tiempos más dichosos. También me sentí vieja, avanzando penosamente por los campos de maíz hacia el Loira. Me sentí como si ya hubiese vivido muchos y muchos años.
Paul me estaba esperando en las piedras alzadas. No pareció sorprendido al verme: me echó un rápido vistazo mientras pescaba antes de volver a meter el corcho en el agua.
– ¿No vas a ir a la fe-fe-feria? -preguntó.
Moví negativamente la cabeza. Me di cuenta de que no lo había vuelto a ver desde que madre lo echara de la casa y sentí una repentina punzada de culpabilidad por haberme olvidado de mi viejo amigo por completo. Quizá por eso me senté junto a él. A buen seguro no fue por tener compañía: las ganas de estar sola me estaban ahogando.
– Yo tam-tampoco. -Aquella mañana parecía malhumorado, con cara de pocos amigos, juntando los ojos en un gesto de concentración que era inquietantemente adulto-. Todos esos idiotas em-emborrachándose y ba-bailando por ahí. ¿A quién le interesa?
– A mí no. -A mis pies los remolinos parduscos del río eran hipnóticos-. Yo voy a comprobar todas mis trampas y luego creo que iré a probar suerte en el gran banco de arena. Cassis dice que a veces hay lucios por allí.
Paul me dirigió una mirada cínica.
– Nunca la cogerás -dijo lacónico.
– ¿Por qué no?
– No, no lo ha-harás, eso es todo.
Estuvimos pescando un rato el uno junto al otro mientras el sol nos caldeaba las espaldas y las hojas iban cayendo, amarillentas, encarnadas y negruzcas, una a una en el agua sedosa. Oímos las campanas de la iglesia repicando dulces y distantes a través de los campos, que anunciaban el final de la misa. Diez minutos más tarde daría comienzo la feria.
– ¿Van a ir los otros? -Paul se sacó una lombriz de su caliente escondite en la mejilla izquierda y lo clavó con destreza en el anzuelo.
– No me importa -dije indiferente.
Durante el silencio que siguió oí el estómago de Paul crujir con fuerza.
– ¿Tienes hambre?
– No.
Y entonces la oí. Clara como el recuerdo de la carretera de Angers, casi imperceptible al principio, haciéndose más fuerte como el zumbido de una avispa adormilada, más fuerte aún que el latido de la sangre en las sienes después de una carrera por los campos hasta perder el aliento. El sonido de una motocicleta.
Sentí una violenta sacudida de pánico. Paul no debía verlo. Si era Tomas yo tenía que estar sola, y mi corazón, brincando de dicha, me decía con una certidumbre clara y extática que se trataba de Tomas.
Tomas.
– Quizá podríamos ir a echar un vistazo -dije con fingida indiferencia.
Paul emitió un ruido evasivo.
– Habrá pan de jengibre -le dije astutamente-. Y patatas cocidas y maíz asado, y pasteles y salchichas en las brasas de la hoguera.
Oí gruñir sus tripas con más fuerza.
– Podríamos entrar y servirnos -sugerí.
Silencio.
– Cassis y Reine estarán allí.
Al menos eso esperaba. Contaba con su presencia para que eso me permitiera escabullirme con rapidez y volver con Tomas. El mero pensamiento de su proximidad -la alegría insoportable y cálida que me inundaba sólo de pensar que iba a verlo- era como tener ladrillos ardientes bajo mis pies.
– ¿Es-estará ella allí? -Tenía la voz apagada por el odio, lo que en otras circunstancias me habría sorprendido. Nunca imaginé que Paul fuera de los que guardan rencor-. Quiero de-decir tu ma-ma-ma… -hizo una mueca por el esfuerzo-, tu ma-ma…
Negué con la cabeza.
– No lo creo -le interrumpí con más brusquedad de la intencionada-. ¡Dios, Paul, me sacas de quicio cuando haces eso!
Paul hizo un gesto de indiferencia. Ahora se podía oír con claridad el ruido de la moto, a un par de kilómetros o tres por la carretera. Cerré los puños con tanta fuerza que las uñas me dejaron señales en las palmas.
– Quiero decir, quiero decir que no importa en realidad -le dije en un tono más amable-. Ella no lo entiende. Eso es todo.
– ¿Es-estará ella allí? -insistió Paul.
– No -le mentí-. Dijo que iba a limpiar el establo de las cabras esta mañana.
– Vale -dijo Paul dócilmente.
Tomas podía esperar en el puesto de vigilancia una hora más o menos. Hacía calor; seguramente escondería la moto en los arbustos y se pondría a fumar un cigarrillo. Si no había nadie a la vista quizá se arriesgara incluso a meterse en el río. Si para entonces seguía sin aparecer nadie garabatearía un mensaje para nosotros y lo dejaría (quizá junto a un paquete de revistas o dulces envueltos cuidadosamente en papel de periódico) en lo alto del puesto de vigilancia, en la horca que había debajo de la plataforma. Lo sabía; ya lo había hecho en otras ocasiones. Entre tanto yo podía ir al pueblo con Paul y luego regresar corriendo sin que nadie me prestara atención. No le diría a Cassis o a Reinette que él estaba ahí. Sentí un estallido de avara alegría sólo de pensarlo, imaginando su rostro iluminándose con una sonrisa de bienvenida, una sonrisa que sería para mí sola. Con aquel pensamiento casi arrastré a Paul hacia el pueblo, la mano caliente agarrando con fuerza la suya fría, el pelo sudoroso tapándome los ojos.
La plaza junto a la fuente ya estaba medio llena de gente. Las personas iban saliendo de la iglesia, niños con velas, jovencitas con coronas de hojas otoñales, un puñado de hombres jóvenes recién confesados: Guilherm Ramondin entre ellos, comiéndose a las chicas con los ojos antes de recoger una nueva cosecha de pensamientos pecaminosos. Más, si podía; la cosecha era el momento para ello, después de todo, había muy pocas cosas que esperar aparte de eso… Vi a Cassis y Reinette un poco separados del resto de la multitud. Reine llevaba un vestido de franela de color rojo y un collar de bayas y Cassis estaba comiendo pasteles de azúcar. No parecía que nadie les hablara y sentí un círculo de aislamiento a su alrededor. Reinette estaba riendo, un sonido alto y quebradizo como el grito de un ave marina.
Un poco más allá mi madre estaba de pie, observando, con un cesto con pastas y fruta en la mano. Parecía muy gris entre la multitud festiva; su vestido negro y el pañuelo en el pelo discordaban con las flores y las banderas. Sentí que Paul se ponía rígido a mi lado.
Un grupo de personas junto a la fuente empezaron a cantar una alegre canción. Raphaël estaba allí, creo, y Colette Gaudin y el tío de Paul, Philippe Hourias -con un pañuelo amarillento anudado al cuello de forma incongruente-, y Agnès Petit con su vestido de los domingos y sus zapatos de charol, y una corona de bayas en el pelo. Recuerdo su voz alzándose sobre las demás; no era una voz educada pero era dulce y clara, y sentí que un escalofrío me erizaba los pelos de la nuca, como si el fantasma en el que habría de convertirse hubiese hecho que me estremeciese. Aún recuerdo las palabras que cantó:
A la claire fontaine j'allais me promener
j'ai trouvé l'eau si belle que je m'y suis baignée
il y a longtemps que je t'aime
jamais je ne t'oublierai.
Tomas, en el caso de que fuese él, estaría ya en el puesto de vigilancia. Pero Paul, a mi lado, se mostraba poco dispuesto a mezclarse con la multitud. En vez de eso, miraba la figura de mi madre al otro lado de la fuente y se mordía el labio con nerviosismo.
– Creí que dijiste que no ven-vendría -dijo.
– No lo sabía.
Permanecimos unos instantes observando mientras la gente salía de la iglesia y se iba a tomar algo. Había jarras de sidra y de vino en el reborde de la fuente y muchas mujeres, al igual que mi madre, habían traído barras de pan, brioche y fruta para repartir en la puerta de la iglesia. Vi que mi madre guardaba las distancias y pocos se acercaban lo bastante para pedir la comida que ella había preparado con tanto esmero. Sin embargo, su rostro permanecía impasible, casi indiferente. Sólo las manos la delataban, sus manos blancas y nerviosas aferrándose con fuerza al asa del cesto. Se mordía tanto los labios que se veían blancos en contraste con su pálido rostro.
Me estaba inquietando. Paul no hacía ademán de despegarse de mi lado. Una mujer, Francine Crespin, creo, la hermana de Raphaël, sostuvo una cesta de manzanas delante de Paul y luego, al verme, se le endureció la sonrisa. Eran pocas las personas que no habían reparado en la pintada del corral.
El cura salió de la iglesia. El padre Froment, cuyos ojos débiles y apacibles brillaban ante la idea de tener a su gente reunida, con el crucifijo alzado sobre un palo de madera y elevado como un trofeo. Detrás de él, dos monaguillos sostenían a la Virgen con el estrado dorado, decorado con bayas y hojas otoñales. Los niños de la escuela dominical se unieron a la pequeña procesión con sus velas al aire y empezaron a entonar un himno de la cosecha. Las chicas se acicalaban y practicaban sus sonrisas. Vi que Reinette también se giró. En aquel momento llegó el trono de la Reina de la Cosecha sacado en alza por dos jóvenes desde el interior de la Iglesia. Al fin y al cabo, era paja y nada más, con el respaldo y los brazos hechos de gavilla y un cojín de hojas otoñales. Pero por un instante, con el sol iluminándolo, bien podría haber sido de oro.
Había quizás una docena de muchachas de la edad adecuada esperando junto a la fuente. Las recuerdo a todas: Jeannette Crespin con su traje de comunión demasiado ceñido, la pelirroja Francine Hourias con su masa de pecas que no se desvanecían por mucho que se frotara la cara con salvado, Michèle Petit con sus trenzas bien tiesas y las gafas. Ninguna de ellas podía hacer sombra a Reinette. Ellas lo sabían también. Podía percibirlo en su forma de mirarla -un poco apartada del resto con su vestido de color rojo y el pelo largo y suelto con bayas entrelazadas entre los rizos- con envidia y recelo y con una nota de satisfacción, también: nadie podía votar a Reinette Dartigen como la Reina de la Cosecha de aquel año. Aquel año no, no con los rumores que se cernían sobre nosotros como las hojas muertas en el viento.
El cura empezó a hablar. Yo le escuchaba con creciente impaciencia. Tomas estaba esperando. Tenía que irme pronto si no quería perderlo. A mi lado, Paul observaba la fuente con aquella mirada suya de intensidad medio alelada en el rostro.
– Ha sido un año de muchas pruebas… -Su voz era un zumbido consolador, como el balar distante de las ovejas-. Pero vuestra fe y energía han hecho que lo consigamos una vez más.
Noté una impaciencia similar a la mía procedente de la gente que lo escuchaba. Acababan de oír un largo sermón. Ahora había llegado el momento de coronar a la Reina, del baile y la celebración. Vi a un niño pequeño alargar la mano para coger un trozo de pastel del cesto de mi madre y comérselo con rapidez, disimuladamente, escondiéndolo detrás de su mano, con bocados ávidos y furtivos.
– Ahora ha llegado el momento de la celebración. -Aquello era más acertado. Oí un rumor apagado de la multitud, un murmullo de aprobación e impaciencia. El padre Froment también lo notó-. Sólo os pido un poco de moderación en todas las cosas -baló-, recordad qué es lo que estáis celebrando… sin Quién no habría ni cosecha ni alegría…
– Vaya al grano, padre -sonó una voz áspera y jovial desde el interior de la iglesia. El padre Froment parecía ofendido y resignado a la vez.
– Todo llegará, mons fils -advirtió-. Como iba diciendo… ahora es el momento de dar comienzo al festival de Nuestro Señor eligiendo a la Reina de la Cosecha… una muchacha de edad comprendida entre los trece y los diecisiete años… Que reine sobre nuestras celebraciones y lleve la corona de cebada.
Una docena de voces lo interrumpieron gritando nombres. Algunos eran casi inelegibles. Raphaël gritó: «¡Agnès Petit!» y Agnès, que no tenía menos de treinta y cinco, se ruborizó con complacido azoramiento, pareciendo hasta hermosa por un instante.
– ¡Murielle Dupré!
– ¡Colette Gaudin! -las mujeres besaban a sus maridos, mostrando falsa indignación por el cumplido.
– ¡Michèle Petit! -Ésa era la madre de Michèle, tenazmente leal.
– ¡Georgette Lemaître! -Aquel era Henri votando por su abuela con más de noventa años que lanzó una violenta risotada por la broma.
Algunos hombres jóvenes llamaron a Jeannette Crespin y ella se sonrojó terriblemente detrás de las manos. Entonces Paul, que había permanecido en silencio a mi lado, se adelantó de pronto.
– ¡Reine-Claude Dartigen! -gritó en voz alta y sin tartamudear y su voz era fuerte, casi adulta, una voz de hombre muy distinta de su propia habla lenta y vacilante-. ¡Reine-Claude Dartigen! -volvió a gritar y la gente se giró para mirarlo con curiosidad, murmurando-. ¡Reine-Claude Dartigen! -dijo una vez más y cruzó la plaza hacia la estupefacta Reinette llevando en la mano su collar de manzanas silvestres.
»Aquí tienes. Es para ti -dijo en voz más suave, pero sin ningún rastro aún de su tartamudeo.
Y puso el collar sobre la cabeza de Reinette. La pequeña fruta rojiza y amarillenta refulgió en la luz púrpura de octubre.
– Reine-Claude Dartigen -anunció Paul una vez más y tomando la mano de Reine la guió los pocos pasos que la separaban del trono de paja. El padre Froment no dijo nada, una sonrisa incómoda en los labios, pero permitió que Paul pusiese la corona de cebada sobre la cabeza de Reinette.
– Muy bien -dijo suavemente el cura-. Muy bien. -Luego, en un tono más alto-: ¡Así pues, nombro a Reine-Claude Dartigen la Reina de la Cosecha de este año!
Quizá fuera la impaciencia de pensar en tanto vino y sidra esperando ser bebidos. Quizá fuera la sorpresa de escuchar al pobre y pequeño Paul Hourias hablar por primera vez en su vida sin tartamudear. Quizá la imagen de Reinette sentada en el trono con los labios como cerezas y el sol iluminándole el rostro como un halo. Pero la mayoría aplaudió. Algunos incluso lanzaron vítores y gritaron su nombre, todos ellos hombres, me fijé, incluso Raphaël y Julien Lanicen, que estuvieron aquella noche en La Mauvaise Réputation. Pero algunas de las mujeres no aplaudieron. Sólo fueron unas pocas, sólo un puñado, pero eran suficientes. La madre de Michèle fue una de ellas, y también chismosas resentidas como Marthe Gaudin e Isabelle Ramondin. Pero aún eran pocas y, aunque algunas parecían un tanto incómodas, unieron sus voces al resto, otras llegaron incluso a aplaudir cuando Reine lanzó los pétalos y las frutas de su cesta al grupo de colegiales. Mientras empezaba a escabullirme atisbé el rostro de mi madre y me sorprendí por la repentina mirada en su expresión, la súbita suavidad, la mirada cálida -tenía las mejillas alborotadas y los ojos casi tan brillantes como en la olvidada fotografía de su boda-, el pañuelo casi cayéndole del pelo mientras corría al lado de Reinette. Creo que fui la única en verlo. Todos los demás estaban mirando a mi hermana. Incluso Paul la estaba mirando a ella desde su puesto junto a la fuente, con la mirada estúpida de nuevo en el rostro como si jamás lo hubiese abandonado. Sentí que algo se crispaba en mi interior. La humedad hizo que los ojos me escocieran con tal intensidad que por un instante estuve segura de que algún insecto -quizás una avispa- me había aterrizado en el párpado.
Se me cayó la pasta que había estado comiendo y me di la vuelta para marcharme desapercibidamente. Tomas me estaba esperando. De pronto era muy importante creer que Tomas me estaba esperando. Tomas, que me amaba. Tomas, sólo Tomas, para siempre. Giré la cabeza y por un instante fugaz fijé aquella escena en mi mente. Mi hermana, la Reina de la Cosecha, la Reina de la Cosecha más hermosa jamás coronada, la gavilla en una mano y en la otra una fruta redonda y lustrosa: una manzana, quizás, o una granada, puesta sobre su palma por el padre Froment, sus miradas cruzándose, él sonriendo de aquella manera suya, dulce y ovina, mi madre, con la sonrisa congelándosele en su rostro radiante en un repentino gesto de retirada, su voz llegando hasta mí apagadamente por encima del ruido de la alegre multitud: «¿Qué es eso? Por el amor de Dios ¿qué es eso? ¿Quién te ha dado eso?»
Eché a correr entonces, mientras nadie me prestaba atención. Riendo casi, con el aguijón invisible clavándoseme aún en los párpados mientras corría hacia el río, tan rápidamente como me llevaban las piernas. Pero de vez en cuando tenía que pararme para acallar los espasmos que me subían desde el estómago, espasmos extrañamente parecidos a la risa pero que hacían que me brotaran las lágrimas. ¡Aquella naranja! Guardada con celo y cariño sólo para la ocasión, escondida y envuelta en papel de seda para la Reina de la Cosecha, copada en su mano mientras madre… mientras madre… Dentro de mí sentía una risa amarga, pero el dolor era exquisito, haciéndome rodar por el suelo como si fuese arrastrada por un anzuelo. La mirada en el rostro de mi madre me provocaba convulsiones cada vez que pensaba en ella, la mirada de orgullo mudándose en miedo, qué digo, en terror, a la vista de una sola y diminuta naranja. Seguí corriendo, entre espasmos, tan rápido como pude, calculando que tardaría unos diez minutos en llegar al puesto de vigilancia, a lo que había que añadir el tiempo que habíamos estado en la fuente -unos veinte minutos al menos-; seguí gritando sofocadamente por miedo a que Tomas se hubiera ido.
Esta vez se lo pediría, me prometí a mí misma. Le pediría que me llevara con él esta vez, donde quiera que fuese, de regreso a Alemania o a los bosques o huyendo permanentemente, fuese lo que fuese lo que él quisiera mientras él y yo… él y yo… Recé a la Gran Madre mientras corría, las zarzas arañándome las piernas desnudas sin que lo notase. «Por favor. Tomas. Sólo tú. Para siempre.» No me crucé con nadie en mi loca carrera por los campos. Todos los demás debían de estar en el festival. Cuando llegué a las piedras alzadas estaba gritando su nombre a todo pulmón, con mi voz estridente como la de un avefría en el silencio sedoso del río.
¿Era posible que se hubiese marchado ya?
– ¡Tomas, Tomas! -Estaba ronca por la risa, ronca por el miedo-. ¡Tomas, Tomas!
Casi ni lo vi, fue así de rápido. Deslizándose desde unos arbustos, agarrándome la muñeca con una mano, con la otra tapándome la boca. Por un segundo ni siquiera llegué a reconocerlo -tenía el rostro ensombrecido- y luché ferozmente, intentando morderle la mano, haciendo ruiditos de pájaro contra su palma.
– ¡Shhh, Backfisch! ¿Qué diablos intentas hacer? -reconocí su voz y dejé de forcejear.
– Tomas. Tomas. -No podía parar de decir su nombre; mi olfato se vio inundado por el aroma familiar a tabaco y sudor de su ropa. Estreché su abrigo contra mi cara de un modo que jamás me habría atrevido a hacer dos meses atrás. En la secreta oscuridad, le besé el forro con pasión desesperada-. Sabía que volverías, lo sabía.
Él me miró sin decir nada.
– ¿Estás sola? -la mirada parecía más aguzada de lo habitual, cauta.
Asentí.
– Bien. Quiero que me escuches. -Hablaba muy lentamente, enfatizando, enunciando cada palabra. No llevaba ningún cigarrillo en la comisura, no había brillo en sus ojos. Parecía haber adelgazado en las últimas semanas, su rostro era más afilado, la boca menos generosa-. Quiero que me escuches atentamente.
Asentí obediente. Lo que tú quieras, Tomas. Sentía el brillo y el calor en mis ojos. «Sólo tú Tomas. Sólo tú.» Quería contarle lo de mi madre, Reine y la naranja pero percibí que aquel no era el momento adecuado. Escuché.
– Es posible que vengan algunos hombres al pueblo -anunció-. Uniformes negros, sabes lo que eso significa ¿no?
Asentí.
– Policía alemana. Las SS.
– Exacto. -Hablaba con un tono cortante y preciso muy distinto de su habitual y desenfadada forma de hablar-. Es muy probable que hagan preguntas.
Lo miré sin comprender.
– Preguntas sobre mí -aclaró Tomas.
– ¿Por qué?
– Eso no importa. -Seguía agarrándome dolorosamente la muñeca con la mano crispada-. Podrían preguntarte algunas cosas. Cosas sobre lo que hemos estado haciendo.
– ¿Te refieres a las revistas y a todo eso?
– Exacto. Y sobre el viejo del café. Gustave. El que se ahogó. -Tenía una expresión ceñuda y cansada en el rostro. Me cogió la cara para que lo mirase, acercándose mucho. Pude oler el humo de cigarrillo en el cuello del abrigo y en su aliento-. Escúchame, Backfisch. Esto es importante. No les cuentes nada. Nunca me has visto. No estabas en La Rép la noche del baile. Ni siquiera sabes mi nombre. ¿De acuerdo?
Asentí.
– No lo olvides -insistió Tomas-. No sabes nada. Nunca has hablado conmigo. Díselo a los demás.
Volví a asentir y pareció relajarse un poco.
– Hay algo más. -Su voz había perdido la dureza, sonando ahora casi acariciadora. Hizo que me deshiciera por dentro, como caramelo caliente. Lo miré llena de expectación-. No podré volver aquí de nuevo -dijo amablemente-. Al menos, durante algún tiempo. Se ha vuelto muy peligroso. A duras penas he conseguido salirme con la mía la última vez.
Guardé silencio durante un momento.
– ¿Podríamos vernos en el cine? -sugerí tímidamente-. Como solíamos hacer. O en los bosques…
Tomas meneó la cabeza con gesto impaciente.
– ¿Es que no me has oído? -replicó-. No podemos vernos más. En ningún sitio.
El frío me hacía cosquillas en la piel como si fuesen copos de nieve. Mi mente era una nube negra agitándose.
– ¿Durante cuánto tiempo? -conseguí susurrar.
– Mucho, mucho tiempo. -Notaba su impaciencia-. Quizá para siempre.
Me arredré y empecé a temblar. El cosquilleo se convirtió en una sensación de terrible escozor como si me estuviera revolcando entre las ortigas. Me cogió la cara entre sus manos.
– Mira Framboise -dijo despacio-. Lo siento. Ya sé que tú… -se interrumpió bruscamente-. Sé que es duro. -Sonrió, una sonrisa fiera pero arrepentida, como un animal salvaje intentando esbozar un gesto amistoso-. Os he traído algunas cosas -dijo al fin-. Revistas, café. -De nuevo la misma sonrisa rígida y animada-. Goma de mascar. Chocolate. Libros.
Lo miré en silencio. Sentía el corazón como un trozo de barro húmedo.
– Escóndelos ¿quieres? -Le brillaban los ojos, los ojos de un muchacho compartiendo un delicioso secreto-. Y no le hables a nadie de nosotros. A nadie.
Regresó al arbusto desde donde había saltado y sacó un paquete atado con una cuerda.
– Ábrelo -me instó.
Lo miré de forma apagada.
– Vamos. -Su voz sonaba tensa por la forzada alegría-. Es tuyo.
– No lo quiero.
– ¡Oh, vamos Backfisch! -Hizo ademán de abrazarme pero yo lo empujé.
– ¡Te he dicho que no lo quiero! -Era la voz de mi madre otra vez, chillona y brusca y de pronto lo odié por haberla provocado-. No lo quiero, no lo quiero, no lo quiero.
Me sonrió vacilante.
– Oh, vamos -repitió-. No seas así. Yo sólo…
– Podríamos escaparnos -le dije de pronto-. Conozco muchos lugares en los bosques. Podríamos escaparnos y nadie sabría nunca dónde encontrarnos. Podríamos comer conejos y otras cosas: setas, bayas… -Me hervía el rostro. Tenía la garganta seca e irritada-. Estaríamos a salvo. Nadie lo sabría… -insistí pero en su expresión vi que era inútil.
– No puedo -dijo tajante.
Sentía las lágrimas agolpándose en mis ojos.
– ¿No podrías quedarte un ra-rato más? -Ahora hablaba como Paul, de forma humilde y estúpida, pero no podía evitarlo.
Una parte de mí habría deseado dejarlo marchar con un silencio frío y orgulloso, sin decir ni una palabra, pero las palabras se precipitaban a mi boca espontáneamente.
– ¿Por favor? Podrías fumarte un cigarrillo, o nadar un rato, o podríamos pe-pescar.
Tomas movió negativamente la cabeza.
Sentí que algo se desmoronaba dentro de mí con lenta inevitabilidad. En la distancia oí un repentino choque de metal contra metal.
– Sólo unos minutos. Por favor. -Cómo odié el sonido de mi voz en aquel momento, aquel ruego estúpido y herido-. Te enseñaré mis nuevas trampas. Te enseñaré mi trampa para lucios.
Su silencio era irrecusable y paciente como una tumba. Sentía que nuestro tiempo se me escapaba inexorablemente. De nuevo volví a oír el choque de metal contra metal, el sonido de un perro con una lata de metal atada a la cola y de pronto reconocí el ruido. Me inundó una oleada de alegría desesperada.
– ¡Por favor! ¡Es importante! -grité en voz alta e infantil, con la esperanza de salvación, más próxima que nunca a las lágrimas, con calor manando de mis párpados y de la garganta-. Lo contaré todo si no te quedas, lo contaré, lo contaré…
Asintió una vez impaciente.
– Cinco minutos. Ni uno más. ¿De acuerdo?
Mis lágrimas cesaron.
– De acuerdo.
Cinco minutos. Sabía lo que tenía que hacer. Era nuestra última oportunidad -mi última oportunidad-, pero mi corazón, latiendo como un martillo, llenaba mi mente desesperada con una música salvaje. Me había concedido cinco minutos. Me invadió la euforia mientras lo arrastraba de la mano hacia el banco de arena grande donde había colocado mi última trampa. La oración que había ocupado mi mente mientras corría desde el pueblo se había convertido ahora en un imperativo quejumbroso y ensordecedor -«sólo tú sólo tú oh Tomas por favor oh por favor por favor»- el corazón me latía con tanta fuerza que amenazaba con reventarme los tímpanos.
– ¿Adónde vamos? -Su voz era tranquila, divertida, casi indiferente.
– Quiero enseñarte algo -jadeé, estirando más fuerte de su mano-. Algo importante. ¡Vamos!
Oía el ruido de las latas de metal que había atado al bidón de aceite. Había algo ahí dentro, me dije con un violento escalofrío de emoción. Algo grande. Las latas se agitaban furiosamente en el agua, golpeando el bidón. Debajo, las jaulas unidas con alambres daban sacudidas debajo de la superficie.
Tenía que ser. Tenía que ser.
Desde su escondite debajo de la orilla saqué el palo de madera con el que solía sacar a la superficie mis trampas pesadas. Al principio me temblaban tanto las manos que a punto estuve de dejar caer el palo al agua. Con el anzuelo asegurado al extremo del palo solté las jaulas del flotador y empujé el bidón. Las jaulas corcoveaban y saltaban.
– ¡Es demasiado pesado! -grité.
Tomas me miraba anonadado.
– ¿Qué demonios es eso? -preguntó.
– Oh, por favor… por favor… -Estaba levantando las jaulas, intentando arrastrarlas hasta la orilla. El agua salía a chorros a través de los listones de las paredes de las cajas. Algo grande y violento se retorcía y se agitaba en el interior.
A mi lado oí la risa apagada de Tomas.
– Oh, Backfisch. Creo que al final lo has cogido. Ese viejo lucio… Lieber Gott, pero debe ser enorme…
Apenas lo escuchaba. La respiración me frotaba la garganta como un papel de lija. Sentía mis talones desnudos en el barro, deslizándose sin remedio hacia el agua. Lo que tenía entre las manos me estaba arrastrando poco a poco.
– ¡No pienso perderla! -jadeé bruscamente-. ¡No lo haré! ¡No lo haré! -Di un paso hacia arriba en dirección a la orilla, tirando de las jaulas. Luego otro más. Sentía bajo mis pies que el lodo resbaladizo y amarillento amenazaba con hacerme caer. El palo se hundía cruelmente en mis hombros mientras luchaba por levantarlo. Y en el fondo de mi mente, el delirante convencimiento de que él me estaba mirando, de que si conseguía arrastrar a la Gran Madre desde su escondite, entonces mi deseo… mi deseo…
Un paso. Luego otro. Hundí los dedos en el barro y me arrastré más hacia arriba. Un paso más, mi carga se iba haciendo más ligera a medida que el agua salía de las jaulas. Sentía a la criatura de su interior moverse furiosa contra las paredes de la caja. Un paso más.
Luego nada.
Tiré, pero las jaulas no se movieron. Gritando de frustración, me precipité hacia la orilla tan lejos como pude, pero la jaula estaba bien atascada. Una raíz, tal vez, colgando de la orilla desnuda como el raigón de un diente cariado o un tronco flotante inmovilizado en el alambre.
– ¡Se ha quedado atascada! -grité desesperada-. ¡La maldita trampa se ha quedado atascada con algo!
Tomas me dirigió una mirada cómica.
– Sólo es un viejo lucio… -dijo con un deje de impaciencia.
– Por favor Tomas… -musité-. Si lo dejo ir… se me escapará… Agáchate y suéltalo… Por favor…
Tomas se encogió de hombros y se quitó la chaqueta y la camisa dejándolas con cuidado sobre un arbusto.
– No me voy a manchar el uniforme de barro -comentó suavemente.
Me temblaban los brazos por el esfuerzo; mantuve el palo agarrado mientras Tomas investigaba la obstrucción.
– Son unas raíces -me gritó-. Parece como si uno de los listones se hubiese soltado y se hubiese quedado enganchado en las raíces. Está muy encallada.
– ¿Puedes llegar hasta ella? -le dije.
– Lo intentaré. -Se quitó los pantalones para colgarlos junto al resto de su uniforme y dejó las botas junto a la orilla. Lo vi temblar al entrar en el agua, era muy profunda en ese punto, y lo oí mascullar de forma graciosa.
– Debo de estar loco -dijo Tomas-. ¡Me estoy congelando! -El agua parda le llegaba hasta los hombros. Recuerdo cómo el Loira se partió en ese momento, con una corriente lo bastante fuerte para hacer pequeños remolinos de espuma alrededor de su cuerpo.
– ¿Puedes cogerla? -le grité, con los brazos surcados por calambres abrasadores y la cabeza latiéndome con furia. Seguía sintiendo al lucio… aún medio cubierto de agua… moviéndose con brío contra las paredes de la jaula.
– Está ahí abajo -le oí decir-. Justo debajo de la superficie. Creo… -Un ruido como un chapoteo mientras se zambullía momentáneamente y volvía a resurgir brillante como una nutria-. Un poco más abajo…
Me tiré hacia atrás con toda la fuerza de mi peso. Las sienes me ardían y tenía ganas de gritar por el dolor y la frustración. Cinco segundos… diez segundos… casi desmayándome, flores rojas y negras floreciendo ante mis párpados y la plegaria: «Oh, por favor por favor te dejaré libre lo juro lo juro por favor por favor Tomas sólo tú Tomas solo tú para siempre sólo…».
Entonces, sin previo aviso, la jaula cedió. Me resbalé hacia el banco soltando casi el palo, con la trampa liberada casi rebotando detrás de mí. Con la visión nublada y el sabor de metal en la garganta la arrastré a la orilla, clavándome fragmentos de la jaula rota en las uñas y con las palmas llenas de heridas. Rompí el alambre, desgarrándome la piel de las manos, con la certeza de que el lucio se había escapado… Algo golpeó contra los lados de la caja. Plas, plas, plas. El sonido fiero y húmedo de una manopla contra un cuenco esmaltado. «¡Mira esa cara, Boise! Eres un desastre. ¡Ven aquí y deja que te la limpie!» De pronto me acordé de madre y de cómo solía frotarnos cuando no quedábamos limpios hasta hacernos sangrar a veces.
Plas, plas, plas. El sonido era más débil ahora, menos persistente, aunque sabía que un pez podía vivir minutos… incluso retorcerse durante media hora después de haber sido pescado. A través de los listones en la oscuridad de la jaula pude discernir una forma enorme del color del aceite oscuro y de vez en cuando veía el brillo de su ojo, como una sola bola desviándose hacia mí en un rayo de sol. Sentí una punzada de felicidad tan salvaje que fue como morir.
– Gran Madre -susurré con voz ronca-. Gran Madre. Deseo. Deseo. Haz que se quede. Haz que Tomas se quede -le susurré presurosa para que Tomas no pudiera oír lo que decía, y luego, al ver que no subía por la orilla lo volví a repetir por si el viejo lucio no lo había oído la primera vez-. Haz que Tomas se quede. Haz que Tomas se quede para siempre.
Dentro de la jaula el lucio seguía golpeando y forcejeando. Podía distinguir la forma de su boca, una desagradable media luna vuelta hacia abajo, punteada por el acero, recuerdo de anteriores intentos por capturarla, y sentí terror por su tamaño y orgullo por mi victoria, así como un sentimiento de alivio enloquecido y anegado… Se había terminado. La pesadilla que había empezado con Jeannette y la serpiente de agua, las naranjas, el descenso de madre a la locura… todo se había acabado aquí, en la orilla del río, con una chica con la falda sucia de barro y los pies descalzos, el pelo corto cubierto de barro y el rostro resplandeciente; esa caja; ese pez; ese hombre con aspecto casi de muchacho sin su uniforme y con el cabello chorreando… Miré a mi alrededor impaciente.
– ¡Tomas! ¡Ven a ver!
Silencio. Sólo los leves ruidos del río batiendo la cuenca encenagada de la orilla. Me puse en pie para mirar en los márgenes.
– ¡Tomas!
Pero no había ni rastro de Tomas. En el lugar donde se había zambullido sólo había una tersura cremosa y lisa del color del café con leche con algunas burbujas en la superficie.
– ¡Tomas!
Quizá debería haber sentido pánico. Si hubiera reaccionado inmediatamente, tal vez podría haber llegado a tiempo, evitando lo inevitable… Eso me lo digo a mí misma ahora. Pero entonces, todavía aturdida por mi victoria, con las piernas temblorosas por el esfuerzo y la fatiga, sólo podía recordar los cientos de veces que él y Cassis habían jugado a aquel juego, sumergiéndose profundamente en el agua y haciendo ver que se habían ahogado, ocultándose en agujeros debajo del banco de arena para volver a resurgir con la cara roja y riendo mientras Reinette no paraba de gritar… En la caja, la Gran Madre se agitaba imperiosamente. Avancé otros dos pasos hacia el margen.
– ¿Tomas?
Silencio. Permanecí ahí un instante que se me antojó una eternidad. Susurré:
– ¿Tomas?
El Loira siseaba suavemente bajo mis pies. Los ruidos de la Gran Madre en la jaula se habían hecho más débiles. A lo largo de la orilla podrida, las largas y amarillentas raíces se extendían por el agua como dedos de brujas. Y lo supe.
Tenía mi deseo.
Cuando Cassis y Reine me encontraron dos horas después, estaba tumbaba en los márgenes del río, con una mano sobre las botas de Tomas y la otra sobre una jaula rota que contenía los restos de un pez grande que ya empezaba a heder.
Éramos sólo unos niños. No sabíamos qué hacer. Estábamos asustados. Tal vez Cassis el que más, porque era el mayor y comprendía mejor que nosotras lo que nos pasaría si nos relacionaban con la muerte de Tomas. Fue Cassis quien arrastró a Tomas de debajo de la orilla, liberándole el tobillo de la raíz en la que se había quedado atrapado. Fue Cassis también quien recogió el resto de sus ropas y las lió con su cinturón. Estaba llorando pero aquel día había algo duro en él, algo que no habíamos visto antes. Después se me ocurrió que quizás aquel día agotó la reserva de valentía de toda su vida. Quizás por eso luego huyó al dulce olvido de la bebida.
Reinette no era de ninguna utilidad. Permanecía sentada en la orilla, llorando, con el rostro arrugado y casi feo. Sólo cuando Cassis la zarandeó y le dijo que tenía que prometer -prometer-, dio muestras de reaccionar, asintiendo apenas perceptiblemente a través de las lágrimas y gimoteando: «¡Tomas, oh Tomas!» Tal vez aquello fue lo que hizo que, a pesar de todo, nunca consiguiese odiar a Cassis. Al fin y al cabo, aquel día me ayudó y aquello era más de lo que nadie había hecho por mí. Hasta ahora, claro está.
– Tienes que entenderlo -su voz juvenil, vacilante por el miedo, seguía pareciendo extrañamente un eco de la de Tomas-. Si nos descubren pensarán que nosotros lo matamos. Nos fusilarán. -Reine lo miraba con los ojos enormes y aterrorizados. Yo observaba el río, sintiéndome curiosamente indiferente, curiosamente insensible. Nadie podía dispararme a mí. Yo había capturado a la Gran Madre. Cassis me golpeó bruscamente en el brazo. Parecía afectado pero tenaz.
– ¡Boise! ¿Me estás escuchando?
Asentí.
– Tenemos que simular que fue otra persona quien lo hizo -dijo Cassis-. La Resistencia o cualquier otro. Si se creen que se ahogó… -Se interrumpió para mirar supersticiosamente al río-. Si descubren que venía a nadar con nosotros… podrían hablar con los otros, con Hauer y con el resto… y… -Cassis tragó saliva convulsivamente. No había necesidad de decir más.
Nos miramos el uno al otro.
– Tenemos que simular… -Me lanzó una mirada casi suplicante-. Ya sabéis. Una ejecución.
Asentí.
– Yo lo haré -dije.
Nos llevó algún tiempo saber cómo disparar la pistola. Había un seguro. Lo quitamos. La pistola pesaba y olía a grasa. Luego quedaba decidir dónde teníamos que disparar. Yo decía que en el corazón, Cassis que en la cabeza. Un solo tiro bastaría, dijo él, justo aquí, en la sien, para hacerlo parecer un asunto de la Resistencia. Le atamos las manos con una cuerda para que pareciera más auténtico. Amortiguamos el ruido del disparo con su chaqueta, pero aun así el impacto -seco pero con una resonancia peculiar que duraba y perduraba- pareció llenar el mundo entero.
Mi pena me había calado hondo, demasiado hondo para dejarme sentir nada, salvo un entumecimiento perenne. Mi mente era como el río, suave y reluciente en la superficie, llena de frío por debajo. Arrastramos a Tomas hasta el borde y lo dejamos caer en el agua. Sin sus ropas ni chapas de identidad. Lo sabíamos, virtualmente sería imposible identificarlo. Quizá mañana, nos dijimos, la corriente ya lo habría arrastrado hasta Angers.
– Pero ¿qué haremos con su ropa? -Había un tono azulado alrededor de la boca de Cassis pero su voz seguía siendo fuerte-. No podemos arriesgarnos a tirarla al río. Alguien podría encontrarla. Y saber…
– Podríamos quemarla -sugerí.
Cassis hizo un gesto negativo.
– Demasiado humo -se limitó a decir-. Además no puedes quemar la pistola, el cinturón o la chapa de identificación.
Encogí los hombros con indiferencia. En mi mente veía a Tomas meciéndose hacia dentro del agua, como un niño cansado en la cama, una y otra vez. Entonces tuve una idea.
– El agujero de Morlock -dije.
Cassis asintió.
– Muy bien -dijo.
El pozo no ha cambiado mucho desde entonces, aunque alguien lo haya revestido de hormigón para evitar que los niños se caigan. Naturalmente, ahora tenemos agua en casa. En el tiempo de mi madre, el pozo era la única agua potable que teníamos para beber, aparte de la que quedaba en el canalón procedente de las lluvias y que sólo empleábamos para regar. Era un artilugio gigantesco y cilíndrico, hecho de ladrillos, que se alzaba un metro y medio del suelo, con una bomba de mano para sacar el agua. En el extremo del cilindro había una tapa de madera asegurada con un candado para evitar los accidentes y la contaminación. A veces, cuando el tiempo era muy seco, el agua del pozo salía amarillenta y salobre, pero durante la mayor parte del año era dulce. Después de leer La máquina del tiempo, a Cassis y mí nos había dado por jugar algún tiempo a los Morlocks y los Eloi alrededor del pozo que, por su austera solidez, me recordaba a los agujeros oscuros en los que las criaturas habían desaparecido.
Esperamos hasta que se hiciera de noche para regresar a casa. Llevábamos el hato con las ropas de Tomas, y lo ocultamos entre unos frondosos arbustos de espliego que quedaban en un extremo del jardín hasta que oscureciera. También trajimos el paquete con las revistas sin abrir; ni siquiera Cassis estaba interesado en echarle un vistazo después de lo sucedido. Uno de nosotros tendría que inventarse una excusa para salir, dijo Cassis -daba por sentado que era yo quien tenía que hacerlo-, sacar rápidamente el hato y tirarlo al pozo. La llave del candado estaba colgada detrás de la puerta junto con el resto de la llaves de la casa -ponía Pozo; siendo como era la pasión de madre por el orden- y podía ser extraída y devuelta sin que ella lo notase. Después de aquello, dijo Cassis con una dureza no acostumbrada en la voz, el resto dependía de nosotros. Nunca habíamos conocido ni habíamos oído hablar de un tal Tomas Leibniz. Jamás habíamos hablado con soldados alemanes. Hauer y los otros mantendrían la boca cerrada si sabían lo que les convenía. Todo lo que teníamos que hacer era hacernos los tontos y no decir nada.
Resultó más fácil de lo que imaginábamos. Madre tenía otro de sus delirios y estaba demasiado preocupada por su propio sufrimiento para notar nuestras pálidas caras y ojos turbios. Mandó a Reine al baño inmediatamente, protestando porque su piel seguía teniendo olor a naranjas y le frotó las manos con alcanfor y piedra pómez hasta que Reinette gritó y suplicó. Volvieron a salir veinte minutos más tarde -Reine con el cabello liado en una toalla y oliendo intensamente a alcanfor-, mi madre malhumorada y con una mueca rígida en la boca por la ira contenida. No había cena para nosotros.
– Hacérosla vosotros si queréis -nos dijo madre-. Corriendo por los bosques como gitanos. Pavoneándoos en esa plaza de ese modo… -casi gemía, con una mano en la sien con su viejo gesto de advertencia. Un silencio, durante el cual nos miró como si fuésemos extraños; luego se retiró a su mecedora junto a la chimenea, retorciendo ferozmente su labor de punto entre las manos, meciéndose y contemplando las llamas.
– Naranjas -musitó en voz baja-. ¿Por qué habríais de traer naranjas a la casa? ¿Tanto me odiáis? -Pero a quién iba dirigida su charla no estaba claro y ninguno nos atrevimos a contestarle. En cualquier caso, tampoco estoy muy segura de lo que le hubiésemos respondido.
A las diez se fue a su cuarto. Ya era tarde para nosotros, pero madre, que durante sus delirios perdía la noción del tiempo, no dijo nada. Nos quedamos un rato en la cocina, escuchando el trajín mientras ella se preparaba para dormir. Cassis fue a la bodega a buscar algo para comer y regresó con un trozo de rillettes envuelto en papel y media barra de pan. Comimos, aunque ninguno tenía mucha hambre. Creo que quizás intentábamos evitar hablarnos.
El acto -el terrible acto del que éramos cómplices- pesaba sobre nosotros como una fruta espantosa. Su cuerpo, su pálida piel del norte casi amoratada en el colorido fondo de las hojas, su rostro desviado, su vuelco adormecido y lánguido dentro del agua. Echando hojas con los pies sobre el confuso estropicio en la parte posterior de su cabeza -es extraño que el agujero de la bala fuese tan pulcro en su lugar de entrada- luego el chasquido lento y regio en el agua… Una rabia sombría oscurecía mi pena. «Me engañaste», pensé entre mí. «Me engañaste. Me engañaste.»
Cassis fue el primero en romper el silencio.
– Deberías… ya sabes… hacerlo ahora.
Le dirigí una mirada llena de odio.
– Deberías hacerlo -insistió-. Antes de que se haga demasiado tarde.
Reine nos miró con aquellos ojos suplicantes de novilla.
– Está bien -dije lacónica-. Lo haré.
Después volví al río una vez más. No sé lo que esperaba encontrarme allí -el fantasma de Tomas Leibniz, quizás, reclinado sobre el puesto de vigilancia y filmando- pero el lugar estaba extrañamente normal, incluso le faltaba aquella misteriosa quietud que habría esperado después de algo tan terrible. Las ranas croaban. El agua se mecía suavemente contra la cuenca de la orilla. En la luz grisácea y fría de la luna, el lucio muerto me miraba con sus ojos como bolas y la boca de babosa llena de púas. No podía quitarme de la cabeza la idea de que no estaba muerto, de que podía oír cada palabra, de que estaba escuchando…
– Te odio -le dije sigilosa.
La Gran Madre me miraba con desprecio vidrioso. Había anzuelos alrededor de toda su boca llena de dientes, algunos incluso habían llegado casi a cicatrizar con el tiempo y tenían el aspecto de extraños colmillos.
– Te habría dejado marchar -le dije-. Lo sabes. -Me tumbé en la hierba a su lado, nuestras caras casi tocándose. El hedor a pescado podrido se mezclaba con el húmedo olor del suelo-. Me engañaste.
En la pálida luz, los ojos del viejo lucio parecían casi maliciosos. Casi triunfantes.
No sé con certeza cuánto tiempo estuve fuera aquella noche. Creo que me quedé dormida un rato, pues cuando me desperté la luna estaba ya río abajo, reflejando su imagen partida sobre el agua tersa y láctea. Hacía mucho frío. Frotándome agarrotados las manos y pies me levanté, luego cogí con cuidado el lucio muerto. Pesaba mucho y estaba encenagado por el barro del río, había restos dentados de anzuelos incrustados en sus flancos relucientes como trozos de carapacho. En silencio lo llevé hasta las piedras alzadas donde había colgado los cadáveres de las serpientes de agua a lo largo de aquel verano. Lo clavé por el labio inferior a uno de los clavos. La carne era dura y elástica; por un instante dudé si la piel no se desgarraría, pero haciendo un esfuerzo lo conseguí. La Gran Madre estaba colgada con la boca abierta sobre el río con una falda de piel de serpiente que temblaba en la brisa.
– Al menos te he cogido -le dije en voz baja.
Al menos te he cogido.
Casi fallé en la primera llamada. La mujer que me respondió se había quedado a trabajar más tiempo -ya eran las cinco y diez- y se le había olvidado conectar el contestador automático. Parecía muy joven y aburrida. Y sentí que mi corazón se encogía al escuchar su voz. Conseguí balbucir mi mensaje moviendo los labios que tenía extrañamente entumecidos. Hubiese preferido una mujer más mayor que pudiese recordar la guerra, una que quizá recordara el nombre de mi madre y por un instante estuve convencida de que me iba a colgar, me diría que ahora toda aquella historia tan antigua era cosa acabada y que nadie quería saber nada más…
En mi mente llegué incluso a oír cómo lo decía. Estiré la mano para cortar la comunicación.
– Madame? Madame? -Su voz era apremiante-. ¿Sigue usted ahí?
– Sí -dije haciendo un esfuerzo.
– ¿Dijo usted Mirabelle Dartigen?
– Sí. Soy su hija. Framboise.
– Espere. Por favor, espere. -La voz parecía casi sin aliento detrás de la cordialidad profesional, había desaparecido cualquier amago de aburrimiento-. Por favor. No se vaya.
Había esperado un artículo, un reportaje como mucho, quizá con una fotografía o dos. En vez de eso, ellos me hablaron de derechos cinematográficos, de los derechos de mi historia en el extranjero, de un libro… Pero yo no podía escribir un libro, les dije, espantada. Podía leer, pero en cuanto a escribir… ¿A mi edad, además? No importaba, me aseguraron con dulzura. Podían encargar la redacción a un negro.
Un negro. Aquello me producía escalofríos.
Al principio creí que lo hacía para vengarme de Laure y Yannick. Para robarles su miserable momento de gloria. Pero el tiempo de eso ha pasado. Como Tomas dijo una vez, hay más de una forma de contraatacar. Además, ahora me dan lástima. Yannick me ha escrito varias veces con creciente urgencia. Está en París por ahora. Laure ha empezado los trámites del divorcio. Ella no ha intentado ponerse en contacto conmigo y no puedo evitar sentir un poco de pena. Después de todo, no tienen hijos. No tienen ni idea del cambio que eso produce en nosotros.
Mi segunda llamada fue para Pistache. Mi hija respondió casi de inmediato, como si me estuviera esperando. Su voz sonaba tranquila y lejana. De fondo oía a Prune y a Ricot practicando un juego ruidoso y el perro ladrando.
– Por supuesto que iré -dijo con suavidad-. Jean-Marc puede ocuparse de los niños unos días.
Mi dulce Pistache. Tan paciente y poco exigente. ¿Cómo va a saber lo que significa tener ese lugar duro en el interior? Ella jamás lo tuvo. Tal vez me amará… quizás incluso me perdone… pero nunca llegará a entenderme realmente. Quizá sea mejor para ella de ese modo.
La última llamada era de larga distancia. Dejé un mensaje, luchando con el acento extraño, las palabras imposibles. Mi voz sonaba vieja y vacilante, tuve que repetir el mensaje varias veces para hacerme oír por encima de los ruidos de la vajilla, de la gente hablando y del distante tocadiscos. Esperaba que con eso bastase.
Lo que sucedió después es bien sabido por todos. Encontraron a Tomas casi de inmediato, no habían pasado ni siquiera veinticuatro horas de lo sucedido en Les Laveuses y no fue en absoluto en los alrededores de Angers. En vez de verse arrastrado por la corriente lejos de allí, se había quedado en un banco de arena a un kilómetro de distancia del pueblo, donde fue encontrado por el mismo grupo de alemanes que habían localizado su moto, escondida detrás de unos arbustos debajo del camino de las piedras alzadas. A través de Paul nos enteramos de los rumores que corrían por el pueblo; que un grupo de la Resistencia había disparado contra un alemán que los había descubierto después del toque de queda; que un francotirador comunista le había disparado cuando le pidió los papeles; que se había tratado de una ejecución hecha por su propia gente tras descubrir que traficaba en el mercado negro con mercancía procedente del ejército alemán. De pronto los alemanes estaban por todo el pueblo: uniformes negros y grises registrando casa por casa.
Mostraron un interés superficial por nuestra casa. Después de todo, no había ningún hombre, sino un puñado de mocosos con su madre enferma. Fui yo quien les abrió la puerta cuando vinieron y los conduje por la casa, pero sobre todo parecían más interesados en lo que sabíamos de Raphaël Crespin. Paul nos dijo que Raphaël había desaparecido aquel mismo día, temprano por la mañana o quizá durante la noche; había desaparecido sin dejar ni rastro, llevándose su documentación y el dinero, mientras que en el sótano de La Mauvaise Réputation los alemanes habían encontrado un alijo de armas y explosivos lo bastante grande como para hacer explotar Les Laveuses un par de veces.
Los alemanes volvieron luego a nuestra casa y la registraron de arriba a abajo y más tarde parecieron perder el interés por completo. Me fijé, con poca sorpresa, que el oficial de las SS que acompañaba a la patrulla era el mismo hombre de rostro encarnado y jovial que hizo un comentario sobre nuestras fresas a principios de aquel verano. Seguía con el mismo rostro encarnado y la misma jovialidad a pesar de la naturaleza de la investigación, sacudiéndome con descuido el pelo al pasar y se aseguró de que los soldados lo dejaban todo en orden a su paso. Colgaron un mensaje en francés y alemán en la puerta de la iglesia invitando a cualquiera que supiese algo del asunto a dar información. Madre permaneció en su habitación con una de sus migrañas, durmiendo durante el día y hablando consigo misma durante las noches.
Nosotros dormíamos mal y teníamos pesadillas.
Cuando finalmente sucedió fue como un sentimiento de anticlímax. Ya estaba hecho antes incluso de que nos hubiésemos enterado, a las seis de la mañana contra la pared oeste de la iglesia de Saint Benedict, cerca de la fuente donde apenas dos días atrás Reinette había estado con su corona de avena tirando flores.
Paul vino a contárnoslo. Su rostro estaba pálido y lleno de manchas, con una vena prominente resaltando en su frente mientras nos hablaba en una voz que era un largo tartamudeo. Lo escuchamos en un silencio horrorizado, paralizados, preguntándonos cómo había podido acabar así, cómo nuestra pequeña semilla había podido crecer hasta convertirse en aquella flor sangrienta. Sus nombres caían en mis oídos como piedras en el agua profunda. Diez nombres que jamás podré olvidar mientras viva. Martin Dupré. Jean-Marie Dupré. Colette Gaudin. Philippe Hourias. Henri Lemaître. Julien Lanicen. Arthur Lecoz. Agnès Petit. François Ramondin. Auguste Truriand. Vuelven a mi memoria como el estribillo de una canción que sabes que jamás te dejará en paz, me rompen el descanso nocturno resonando en mis sueños, sirviendo de contrapunto en los movimientos y ritmos de mi vida con implacable precisión. Diez nombres. Uno por cada una de las diez personas que estuvieron aquella noche en La Mauvaise Réputation.
Más adelante supimos que la desaparición de Raphaël fue el elemento decisivo. El alijo de armas en el sótano hacía pensar que el propietario del café tenía conexión con grupos de la Resistencia. Nadie lo sabía. Quizá todo aquello no era más que una tapadera para las actividades cuidadosamente organizadas de la Resistencia, o quizá la muerte de Tomas había sido un simple caso de venganza por lo que le había pasado al viejo Gustave unas semanas antes, pero fuese lo que fuese, Les Laveuses pagó un precio muy alto por aquella pequeña rebelión. Como las avispas de final del verano, los alemanes sentían que se acercaba su fin y se revolvían con rabia instintiva.
Martin Dupré. Jean-Marie Dupré. Colette Gaudin. Philippe Hourias. Henri Lemaître. Julien Lanicen. Arthur Lecoz. Agnès Petit. François Ramondin. Auguste Truriand. Me pregunto si cayeron en silencio como las figuras de un sueño o si lloraron, suplicaron y se arañaron los unos a los otros en su intento por escapar. Me pregunto si registraron sus cadáveres después, alguno todavía presa de espasmos y mirando, pero silenciado por fin por la culata de un fusil; un soldado levantando la falda ensangrentada para dejar al descubierto parte de un muslo rollizo… Paul dijo que no duró más que un segundo. No se le permitió a nadie mirar y había soldados con armas apostados en las ventanas cerradas. Me los imagino quietos, detrás de las contraventanas, los ojos pegados con avidez en las rendijas y los agujeros, las bocas medio abiertas en un estúpido shock. Luego, el murmullo, sus voces apagándose, sofocándose, borboteando palabras, como si éstas les pudieran ayudar a entender.
«¡Ya vienen! Son los chicos Dupré. Y Colette, Colette Gaudin. Philippe Hourias. Henri Lemaître -pero si no le haría daño ni a una mosca, apenas está sobrio diez minutos al día-, el viejo Julien Lanicen. Arthur Lecoz. Y Agnès. Agnès Petit. Y François Ramondin. Y Auguste Truriand.»
Desde la iglesia donde ya había dado comienzo la primera misa de la mañana se alzó el ruido de las voces. Un himno de la cosecha. Más allá de las puertas cerradas, dos soldados hacían guardia con caras aburridas y agrias. El padre Froment lanza las palabras como un balido mientras la congregación murmura. Sólo unas docenas de personas hoy, los rostros endurecidos y acusadores, pues ha corrido la voz de que el cura ha hecho un trato con los alemanes para asegurar la cooperación. El órgano aporrea una canción a todo volumen, pero aun así se pueden oír los disparos desde fuera hacia el lado oeste, la muda percusión de las balas mientras golpean la vieja piedra, algo que permanecerá incrustado en la carne de cada uno de los miembros de la congregación como un viejo anzuelo, medio curado pero que jamás podrá ser desprendido del todo. En el fondo de la iglesia alguien empieza a cantar La Marsellesa pero las palabras suenan ebrias y demasiado estridentes en el repentino sosiego y el cantante se calla, avergonzado.
Lo veo todo en mis sueños, que son más claros que mis recuerdos. Veo sus rostros. Oigo sus voces. Veo la transición fugaz, como un puñetazo, de la vida a la muerte. Pero mi pena ha echado raíces demasiado profundas para encontrarlas y cuando me despierto con lágrimas en los ojos sólo advierto un extraño sentimiento de sorpresa, casi indiferencia. Tomas se ha ido. Nada más tiene sentido.
Supongo que estábamos bajo los efectos de un shock. No hablábamos entre nosotros de lo ocurrido, sino que cada uno iba a la suya. Reinette a su habitación, donde permanecía tumbada horas y horas en la cama, hojeando sus revistas de cine; Cassis a sus libros, cada vez más parecido a un hombre de mediana edad, creo ahora, como si algo se hubiese derrumbado dentro de él, y yo a los bosques y al río. Le prestábamos poca atención a madre durante aquel tiempo, aunque sus delirios continuaron con tanta frecuencia como antes, superando en tiempo los peores de aquel verano. Pero para entonces nos habíamos olvidado de temerla. Incluso Reinette se olvidó de sobresaltarse ante sus ataques de ira. Después de todo, habíamos matado. Después de eso, ¿qué más había que temer?
Mi odio no se había centrado aún: la Gran Madre estaba clavada a la piedra y, al fin y al cabo, no podía ser culpada por la muerte de Tomas, pero la sentía moverse, observar como el ojo de una cámara de agujero de alfiler, parpadeando en la oscuridad, tomando nota de todo, tomando nota. Al salir de su habitación después de otra noche sin dormir madre parecía pálida, gastada y desesperada. Sentía que mi odio se tensaba al verla, encogiéndose en un punto de entendimiento exquisito como un diamante negro.
Tú fuiste tú fuiste tú.
Ella me miraba como si me oyera.
– ¿Boise? -Su voz era temblorosa, vulnerable.
Me di la vuelta sintiendo el odio en mi corazón corno una pepita de hielo.
Detrás de mí, oí su afligido suspirar.
Luego vino lo del agua. El agua del pozo siempre era dulce y clara salvo cuando el tiempo había sido excepcionalmente seco. Aquella semana había empezado a tornarse marronácea como la turba y tenía un sabor extraño, algo amargo y chamuscado, como si las hojas muertas se hubiesen colado por el cilindro. No hicimos caso durante un día o dos pero iba empeorando. Incluso madre, cuya alucinación había concluido por fin, se dio cuenta.
– Tal vez haya entrado algo en el agua -sugirió.
La miramos con nuestra inexpresividad habitual.
– Iré a echar un vistazo -decidió.
Esperábamos que nos descubrieran con una expresión externa de estoicismo.
– No puede probar nada -dijo Cassis desesperado-. No puede saberlo.
Reine gimió.
– Lo sabrá, lo sabrá. Lo encontrará todo y lo sabrá…
Cassis se mordió los puños con ferocidad para evitar echarse a gritar.
– ¿Por qué no nos dijiste que había café en el paquete? -se lamentó-. ¿Es que no piensas?
Encogí los hombros. Sólo yo, de los tres, permanecía serena.
El descubrimiento no llegó a producirse. Madre regresó del pozo con un cubo lleno de hojas muertas y proclamó que el agua estaba limpia.
– Probablemente sea el sedimento a causa de la crecida del río -anunció, casi jovial-. Cuando baje el nivel, el agua volverá a ser clara. Ya lo veréis.
Luego volvió a poner la tapa del pozo y se puso la llave en el cinturón. No tuvimos oportunidad de volverlo a mirar.
– El paquete debe de haberse hundido hasta el fondo -resolvió Cassis al fin-. Era pesado, ¿no? No podría verlo a menos que el pozo se secase. -Todos sabíamos que había pocas probabilidades de que eso sucediese. Y para el próximo verano, el contenido del paquete habría quedado reducido a una masa blanda y espesa en el fondo del pozo-. Estamos a salvo -dijo Cassis.
Receta para crema de licor de frambuesa.
Lo reconocí al instante. Por un momento pensé que sólo se trataba de un montón de hojas. Lo saqué con un palo para limpiar el agua. Se limpian las frambuesas y se les quitan las púas. Se dejan en remojo con agua caliente durante una media hora. Luego vi que era un hato de ropas liadas con un cinturón. No tuve necesidad de registrarle los bolsillos para saberlo inmediatamente. Se cuela el agua de la fruta y se pone en un tarro grande hasta cubrir el fondo. Poner una gruesa capa de azúcar y se van alternando capas de fruta y de azúcar hasta llenar el tarro por la mitad. Al principio no podía pensar. Dije a los niños que había limpiado el pozo y me fui a mi habitación para estirarme. Eché el candado al pozo. No podía pensar con claridad. Se cubre la fruta y el azúcar con coñac, asegurándose de no alterar las capas y luego llenar de coñac el resto del tarro. Dejar reposar al menos unos dieciocho meses.
La letra es pulida y apretujada en los extraños jeroglíficos que madre suele emplear cuando quiere que sus palabras sean secretas. Casi puedo oír su voz mientras habla, la entonación ligeramente nasal, la frialdad de su terrible conclusión.
Debo de haberlo hecho yo. He tenido sueños violentos con mucha frecuencia y esta vez debo de haberlo hecho de verdad. Sus ropas en el pozo. Su identificación en el bolsillo. Debió de presentarse otra vez por aquí y yo le disparé, lo desnudé y lo maniaté y luego lo tiré al río. Casi puedo recordarlo pero no del todo, como si fuese un sueño. Hay muchas cosas que ahora me parecen sueños. No puedo decir que lo sienta. Después de lo que me hizo, de lo que hizo, de lo que dejó que le hicieran a Reine a mí a los niños a mí…
Llegados a este punto, las palabras son ilegibles, como si la estilográfica hubiese sido presa del terror y se hubiese lanzado a hacer garabatos desesperados por la página, pero vuelve a recobrar el control casi de inmediato.
… tengo que pensar en los niños. No creo que estén a salvo. Los estaba utilizando todo el tiempo, pensé que era a mí a quien quería pero estaba utilizando a los niños. Contentándome a mí para poderlos utilizar más. Esas cartas. Esas palabras malévolas… pero me hicieron abrir los ojos. ¿Qué hacían ellos en La Rép? ¿Qué más les tenía reservado? Quizá fuera bueno lo que le sucedió a Reine. Al fin le estropeó los planes. Las cosas acabaron por írsele de las manos. Alguien murió. Eso no entraba en sus planes. Esos otros alemanes nunca formaron parte del asunto. También los utilizaba a ellos. Para que cargaran con las culpas si era preciso. Y ahora mis hijos…
Más garabatos frenéticos
… ojalá pudiese acordarme. ¿Qué me ofreció esta vez por mi silencio? ¿Más pastillas? ¿Creería realmente que yo podría dormir sabiendo lo que había pagado por ellas? ¿O sonreiría y me acariciaría la cara de aquella forma especial como si nada hubiese cambiado entre nosotros? ¿Fue eso lo que desencadenó que lo hiciera?…
Las palabras son legibles pero trémulas, reprimidas por un enorme esfuerzo de voluntad
… siempre hay un precio. Aunque mis hijos no. Coged a cualquier otro. A cualquiera. Coged a todo el pueblo si queréis. Eso es lo que pienso para mis adentros cuando veo sus rostros en sueños. Que lo hice por mis hijos. Los mandaré con Juliette durante un tiempo. Acabaré aquí y los recogeré cuando la guerra haya terminado. Allí estarán a salvo. A salvo de mí. Los enviaré lejos a mis dulces Reine Cassis Boise sobre todo a mi pequeña Boise. ¿Qué otra cosa puedo hacer y cuándo acabará todo?…
Se interrumpe aquí; una receta escrita en tinta de color rojo para conejo guisado separa lo anterior del párrafo final que está escrito en un color y estilo diferentes, como si se hubiese tomado mucho tiempo para meditarlo.
… todo está arreglado. Los mandaré con Juliette. Estarán a salvo allí. Inventaré alguna historia para contentar a los chismosos. No puedo dejar la granja así como así, los árboles necesitan cuidados para el invierno. Belle Yolande da señales de hongos, tengo que decidir muchas cosas. Además estarán más seguros sin mí. Eso lo sé ahora.
No puedo ni siquiera empezar a imaginar cómo debía de sentirse. Miedo, remordimiento, desespero… y luego el terror de que al final se estuviera volviendo loca, que los delirios hubieran abierto la puerta de sus pesadillas al mundo real, amenazando todo lo que ella amaba… pero su tenacidad lo cortó de raíz. La terquedad que yo heredé de ella, el instinto por aferrarse a lo que era suyo aunque acabara matándola.
No, nunca me di cuenta de lo que tuvo que pasar. Yo tenía mis propias pesadillas. Pero, aun así, había empezado a oír rumores en el pueblo, rumores que eran cada vez más altos y amenazadores y que madre, como siempre, no negaba, ni siquiera parecía darse por enterada. Las pintadas en el gallinero habían desencadenado un goteo de rencor y sospecha que ahora, después de las ejecuciones en la iglesia, empezó a correr con mayor libertad. La gente tiene formas diferentes de expresar su pena, algunos lo hacen en silencio, otros con furia, otros aun con rencor. Raramente la pena hace salir lo mejor de las personas, a pesar de lo que los historiadores locales digan, y Les Laveuses no fue ninguna excepción. Chrétien y Murielle Dupré, después del breve silencio tras la conmoción causada por la muerte de sus dos hijos, se tiraron los trastos a la cabeza, ella hecha una arpía cruel y él un palurdo, mirándose furtivamente en los bancos de la iglesia, ella con un nuevo morado en un ojo, con algo cercano al odio. El viejo Gaudin se encerró en sí mismo como una tortuga que se prepara para hibernar. Isabelle Ramondin, siempre una lengua maliciosa aun en los mejores tiempos, se hizo más artera y falsa, mirando a la gente desde sus ojos negro azulados, con la blanda barbilla temblándole llorosa. Sospecho que tal vez fuese ella quien empezó. O quizá fuese Claude Petit, que nunca habla dicho nada bueno de su hermana mientras estaba en vida pero que ahora parecía el vivo retrato del dolor fraternal. O Martin Truriand, quien pasaba a heredar el negocio de su padre ahora que su hermano estaba muerto… Parece que la muerte siempre hace salir a las ratas de los agujeros, y en Les Laveuses las ratas eran la envidia, la hipocresía, la falsa piedad y la codicia. Al cabo de tres días parecía que todo el mundo miraba con recelo a los demás; la gente se congregaba en grupos de dos en dos y de tres en tres para hablar en susurros y callarse en cuanto alguien se acercaba; algunos rompían a llorar con lágrimas inexplicables y al minuto siguiente le sacaban los ojos al vecino, y poco a poco, incluso yo me apercibí de que las conversaciones acalladas, las miradas de reojo, las imprecaciones susurradas se producían casi siempre cuando nosotros pasábamos por allí, cuando íbamos a correos para recoger las cartas, a la granja de Hourias a buscar leche o a la ferretería para comprar una caja de clavos de mampostería. Siempre las mismas miradas. Los mismos murmullos. En una ocasión fue una piedra lanzada contra mi madre por detrás del establo. Otra, puñados de tierra arrojados contra nuestra puerta después del toque de queda. Las mujeres nos giraban la cara sin saludarnos.
Más pintadas, esta vez en las paredes de nuestra casa. Puta De Nazis, rezaba una. Otra, en la pared del establo de las cabras decía: nuestros hermanos y hermanas han muerto por ti.
Pero madre los trataba a todos con un desprecio indiferente. Empezó a comprar la leche en Crécy cuando la granja de Hourias se quedó seca y echaba sus cartas al correo en Angers. Nadie le hablaba directamente, pero cuando Francine Crespin le escupió a sus pies una mañana de domingo de regreso de la iglesia madre le devolvió el escupitajo, justo en mitad de la cara de Francine, con una increíble rapidez y puntería.
En cuanto a nosotros, éramos despreciados. Paul todavía nos hablaba de vez en cuando, aunque no en presencia de otros. Los adultos parecían no vernos pero, de cuando en cuando, alguien como la demente Denise Lelac nos metía en el bolsillo una manzana o un trozo de pastel, murmurando con su voz cascada: «Tomadlo, tomadlo, por el amor de Dios, es una pena que niños como vosotros tengáis que veros metidos en un asunto así», antes de apresurarse a seguir su camino, arrastrando la falda negra por el ácido polvo amarillento y con la cesta de la compra agarrada fuertemente entre sus dedos huesudos.
El lunes todo el mundo sabía que Mirabelle Dartigen había sido la puta de los alemanes y que por esa razón su familia no había sufrido el castigo. El martes algunas personas recordaron que nuestro padre había expresado simpatías por los alemanes. El miércoles por la noche, un grupo de borrachos -La Mauvaise Réputation había cerrado sus puertas hacía tiempo y la gente se había vuelto más amargada y violenta bebiendo en solitario- vinieron a proferir insultos a nuestra puerta y a lanzar piedras. Nos quedamos en la habitación con las luces apagadas, temblando y escuchando las voces medio familiares, hasta que madre salió para ponerle fin. Aquella noche se fueron pacíficamente. La noche siguiente se marcharon armando un alboroto. Después llegó el viernes.
Justo después de la cena los oímos llegar. Había hecho un día gris y húmedo, como si una vieja manta hubiese sido extendida por el cielo y la gente estaba encendida y quisquillosa. La noche traía un poco de alivio, dejando caer una niebla blanquecina por los campos, de modo que nuestra granja parecía una isla, con la niebla húmeda filtrándose por debajo de las puertas y alrededor de los marcos de las ventanas. Habíamos comido en silencio, como ya era costumbre, y con poco apetito, aunque recuerdo que madre había hecho un esfuerzo para preparar lo que más nos gustaba. Pan recién hecho con semillas de amapola esparcidas por encima, mantequilla fresca de Crécy, rillettes, lonchas de andouillette del cerdo del año anterior, trozos de boudin que chisporroteaban con su grasa y crêpes de trigo sarraceno tostadas en la sartén, tan crujientes y fragantes como las hojas otoñales en una bandeja. Madre, intentando por todos sus medios mostrarse animada, nos sirvió un vaso de sidra dulce de los bolées de barro. Pero ella no la probó. Recuerdo que sonrió continua y doloridamente durante toda la comida, lanzando a veces una risa falsa y aguda como un ladrido, aunque ninguno de nosotros hubiese dicho nada gracioso.
– He estado pensando -su voz era brillante y metálica-. Pensando que quizá necesitemos un cambio de aires. -La miramos con indiferencia. El olor a la grasa y la sidra era abrumador-. Estaba pensando en ir a visitar a Tante Juliette en Pierre-Buffière -prosiguió-. Os gustará aquello. Está en las montañas, en el Limousin. Hay cabras y marmotas y…
– También hay cabras aquí -le dije yo con voz lacónica.
Madre volvió a lanzar otra de esas frágiles e infelices carcajadas.
– Debería haberme imaginado que pondrías alguna objeción -dijo.
Nuestras miradas se cruzaron.
– Quieres que huyamos -le dije.
Por un momento simuló no entender.
– Sé que parece muy lejos -dijo con aquella alegría forzada-. Pero no lo está y Tante Juliette estará tan contenta de vernos a todos…
– Quieres que huyamos por lo que dice la gente -afirmé-. Eso de que eres una puta de nazis.
Madre se ruborizó.
– No deberías hacer caso a las habladurías -replicó en voz brusca-. No trae nada bueno.
– Oh, así que no es verdad, ¿no? -le pregunté simplemente para avergonzarla. Sabía que no lo era… no podía imaginarme que fuese cierto. Había visto putas antes. Las putas eran sonrosadas y rellenitas, suaves y hermosas, con ojos grandes e insípidos y las bocas pintadas como las actrices de cine de Reinette. Las putas se reían, daban grititos y llevaban zapatos de tacón alto y bolsos de piel. Madre era vieja, fea y amargada. Incluso cuando reía era fea.
– Pues claro que no. -Sus ojos me esquivaron.
– Entonces, ¿por qué tenemos que huir? -dije insistentemente.
Silencio. Y en el repentino silencio lo oímos, el primer murmullo bronco de voces afuera, el golpeteo de metales y los zapatazos, antes incluso de que la primera piedra golpeara los postigos. El sonido de Les Laveuses con todo su mezquino resentimiento y rabia vengativa, de personas que ya no eran personas -no había Gaudin, Lecoz o Truriand, ni Dupont o Ramondin- sino miembros de un ejército. Atisbando por la ventana vimos cómo se concentraban fuera de la entrada de nuestro jardín veinte, treinta o más, la mayoría hombres pero también algunas mujeres, algunos con lámparas y antorchas como en una procesión de la cosecha tardía, otros con los bolsillos llenos de piedras. Mientras observábamos y la luz de la cocina se desparramaba por el jardín alguien se volvió hacia la ventana y lanzó otra piedra que partió el viejo marco de madera y esparció vidrios por la habitación. Era Guilherm Ramondin, el hombre de la pata de palo. Apenas pude verle la cara en la luz rojiza y vacilante de las antorchas, pero sentí el peso de su odio incluso a través del cristal.
– ¡Zorra! -Su voz era apenas reconocible, espesada con algo más que la bebida-. ¡Sal de ahí, zorra, antes de que decidamos entrar a por ti!
Una especie de rugido coreó sus palabras, acompañado de fuertes pisadas, aclamaciones y una descarga de puñados de arena y terrones que salpicaron nuestras contraventanas entornadas.
Madre abrió un poco la ventana rota y gritó:
– ¡Vete a casa Guilherm, loco, antes de que te caigas en redondo y alguien tenga que llevarte a cuestas! -Risas y mofa de la multitud. Guilherm blandió la muleta con la que se apoyaba.
– ¡Una respuesta valiente de una zorra alemana! -bramó. Su voz era ronca y sonaba a cerveza aunque las palabras apenas se distinguían-. ¿Quién les habló de Raphaël? ¿Quién les dijo lo de La Rép? ¿Fuiste tú, Mirabelle? ¿Les contaste a las SS que ellos habían matado a tu amante?
Madre abrió de un golpe la ventana.
– ¿Valiente? -Su voz era estridente y alta-. ¿Tú eres quien me habla de valentía, Guilherm Ramondin? ¡Lo bastante valiente como para ir a la casa de una mujer honesta y aterrorizar a sus hijos! ¡Lo bastante valiente como para volver a casa la primera semana de batalla mientras que a mi marido lo mataron!
Al oír esto Guilherm emitió un rugido de rabia. Detrás de él la multitud lo coreó en voz ronca. Otra descarga de piedras y tierra golpeó la ventana, haciendo que la tierra se desperdigara por el suelo de la cocina.
– ¡Zorra! -Ahora estaban forzando la entrada del jardín, sacándola de sus podridos goznes con facilidad. Nuestro viejo perro ladró una vez, dos y luego calló con un repentino quejido-. ¡No creas que no lo sabemos! ¡No creas que Raphaël no se lo contó a nadie! -Su voz triunfante y odiosa sobresalía entre el resto. En la encendida oscuridad debajo de la ventana vi sus ojos mientras reflejaban la luz del fuego como un mosaico de cristal roto-. ¡Sabemos que negociabas con ellos, Mirabelle! ¡Sabemos que Leibniz era tu amante!
Desde la ventana, madre arrojó un jarro de agua al primero que pilló.
– ¡Refrescaos! -gritó furiosa-. ¿Os pensáis que la gente sólo piensa en eso? ¿Os pensáis que todos estamos a vuestro nivel?
Pero Guilherm ya había franqueado la entrada y estaba aporreando la puerta sin inmutarse.
– ¡Sal de ahí, zorra! ¡Sabemos lo que has estado haciendo!
Veía la puerta temblar con el pestillo bajo la presión de sus golpes. Madre se volvió hacia nosotros encendida de rabia.
– ¡Coged vuestras cosas! ¡Coged la caja del dinero de debajo del fregadero! ¡Coged nuestros papeles!
– ¿Por qué…? Pero…
– ¡Cogedlo, os digo!
Salimos volando.
Al principio pensé que el «crac» -un ruido terrible que hizo temblar las tablas del suelo podridas- era el sonido de la puerta viniéndose abajo. Pero cuando volvimos a la cocina vimos que madre había arrastrado la vitrina hasta la puerta, rompiendo muchos de sus valiosos platos en el proceso y la estaba utilizando para hacer una barricada en la entrada. También había arrastrado la mesa hacia la puerta, de manera que aunque la vitrina cediera nadie pudiera entrar. En una mano sujetaba la escopeta de mi padre.
– Cassis comprueba la puerta de atrás. No creo que hayan pensado en eso aún, pero nunca se sabe. Reine, quédate conmigo. Boise… -me miró de forma extraña por un instante, con los ojos negros, brillantes e indescifrables, pero fue incapaz de terminar la frase pues en aquel momento un peso terrible chocó contra la puerta abriendo una brecha en la parte derecha del marco, dejando al descubierto un pedazo del cielo nocturno. Los rostros encendidos por el fuego y la furia se asomaron, subidos a espaldas de sus compañeros. Una de las caras era la de Guilherm Ramondin. Su sonrisa era feroz.
– ¡No puedes esconderte en tu pequeña casa! -jadeó-. Vamos a sacarte… zorra. Vas a pagar por lo que… hiciste… a…
Incluso entonces, con la casa desmoronándose encima suyo, mi madre logró proferir una amarga risa.
– ¿A tu padre? -dijo en voz alta y desdeñosa-. ¿Tu padre, el mártir? ¿François? ¿El héroe? ¡No me hagas reír! -alzó la escopeta para que él pudiese verla-. Tu padre era un patético viejo borracho que se meaba en los pantalones día sí y día también cuando no estaba sobrio. Tu padre…
– ¡Mi padre era de la Resistencia! -La voz de Guilherm era aguda por la rabia-. ¿Por qué si no hubiese ido a casa de Raphaël? ¿Por qué si no lo cogieron los alemanes?
Madre volvió a reírse.
– ¡Oh!, conque de la Resistencia, ¿eh? Y el viejo Lecoz también supongo que era de la Resistencia ¿no? ¿Y la pobre Agnès? ¿Y Colette? -Por primera vez aquella noche, Guilherm no supo reaccionar. Madre dio un paso hacia la puerta rota con la escopeta levantada.
»No te digo todo esto porque sí, Ramondin -dijo-. Tu padre no era más de la Resistencia que yo soy Juana de Arco. Era un pobre y triste diablo, eso es todo, a quien le gustaba hablar demasiado y que no conseguía que se le empinase ni clavándole un alambre primero. Lo que sucedió fue que estaba en el lugar incorrecto a la hora incorrecta, como el resto de vosotros, idiotas de ahí fuera. ¡Ahora idos a casa! ¡Todos vosotros! -Disparó un tiro al aire-. ¡Todos! -rugió.
Pero Guilherm era tozudo. Se encogió cuando los trozos de madera pulverizada le rozaron la mejilla pero no se agachó.
– Alguien mató a ese boche -dijo en una voz más sobria-. Alguien lo ejecutó. ¿Quién si no la Resistencia? Y luego alguien los delató a las SS. Alguien del pueblo. ¿Quién si no tú, Mirabelle? ¿Quién?
Mi madre empezó a reír. En la luz de las llamas podía ver su rostro, alborotado y casi hermoso por la rabia. A su alrededor las ruinas de su cocina en pedazos y fragmentos. Su risa era terrible.
– ¿Quieres saberlo, Guilherm? -Había una nota nueva en su voz, una nota casi de alegría-. No te irás a casa hasta que no lo sepas, ¿verdad? -volvió a disparar la escopeta al techo, haciendo que la argamasa cayera como plumas ensangrentadas a la luz del fuego-. ¿De verdad quieres enterarte de una jodida vez?
Lo vi estremecerse con las palabras más que con el disparo de la escopeta. En aquellos días era normal que los hombres dijeran palabrotas pero que las mujeres lo hiciesen… una mujer decente, al menos… era impensable. Comprendí que con sus propias palabras acababa de condenarse ella misma. Pero madre no parecía haber terminado.
– Voy a contarte la verdad, ¿eh, Ramondin? -dijo. Su voz estaba entrecortada por la risa (histeria, supongo), pero en aquel momento estaba convencida de que se lo estaba pasando bien-. Te diré cómo sucedió en realidad, ¿eh? -asintió alegremente-. Yo no tuve que acusar a nadie ante los alemanes, Ramondin. ¿Y sabes por qué? ¡Porque yo maté a Tomas Leibniz! ¡Lo maté! ¿No me crees? ¡Lo maté! -Oí cómo apretaba secamente el gatillo aunque los dos cañones estaban vacíos. Su sombra fluctuante en el suelo de la cocina era roja y blanca y gigantesca. Su voz se elevó hasta convertirse en un alarido-. ¿Te hace sentir eso mejor, Ramondin? ¡Yo lo maté! Sí que fui su puta, y no me arrepiento. ¡Yo lo maté y lo volvería a matar otra vez si tuviera que hacerlo! ¡Mil veces lo mataría! ¿Qué te parece eso? ¿Qué coño te parece eso?
Aún estaba gritando cuando la primera antorcha cayó en el suelo de la cocina. Aquella se apagó, aunque Reinette se echó a llorar tan pronto como vio las llamas, pero la segunda prendió en las cortinas y la tercera aterrizó en lo que quedaba de la vitrina. El rostro de Guilherm había desaparecido de la parte superior de la puerta, pero lo oía gritando órdenes afuera. Otra antorcha, un manojo de paja muy parecido al empleado para hacer el trono de la Reina de la Cosecha, fue a parar volando a lo alto de la vitrina y aterrizó ardiendo lentamente en el centro de la cocina. Madre seguía gritando fuera de sí:
– ¡Lo maté, cobardes! ¡Lo maté y me alegro de haberlo hecho y os mataré a vosotros, a todos los que se metan conmigo y con mis hijos!
Cassis intentó cogerla del brazo y ella lo tiró contra la pared.
– ¡La puerta de atrás! -le grité a Cassis-. ¡Tenemos que salir por la puerta de atrás!
– ¿Y qué hacemos si están esperando? -lloriqueó Reine.
– ¿Y qué? -le grité impaciente.
De pronto, los rumores y los silbidos se volvieron salvajes afuera. Cogí a mi madre por un brazo. Cassis la cogió por el otro. Juntos la arrastramos, todavía desvariando y riendo, hacia la parte de atrás de la casa. Naturalmente que estaban esperando, con sus rostros encendidos a la luz del fuego. Guilherm nos cerró el paso, flanqueado por Lecoz el carnicero y Jean-Marie Hourias, con una expresión un tanto avergonzada pero con una sonrisa de hoz. Demasiado borracho quizá, o tal vez cauto, animándose para el acto de matar, como los niños cuando juegan a desafiarse mutuamente. Ya le habían prendido fuego al corral y al establo. El hedor a plumas quemadas casaba con el frío húmedo de la niebla.
– No vais a ningún sitio -dijo Guilherm agriamente. Detrás de nosotros la casa susurraba y parecía emitir una risa sofocada mientras era pasto de las llamas.
Madre le dio la vuelta a la vieja escopeta y con un gesto casi demasiado rápido para verla le propinó un golpe en el pecho con la culata. Guilherm se cayó. Por un instante quedó un hueco en el lugar donde él había estado y me escurrí por allí, por debajo de los codos, serpenteando entre una maleza de piernas, palos y horcas. Alguien me cogió de los pelos pero yo era escurridiza como una anguila en aceite y me escabullí entre la exaltada multitud. Me vi a mí misma empujada, sofocada entre la repentina oleada de cuerpos. Me abrí paso a empellones al aire y al espacio, apenas sintiendo los golpes que me caían encima. Eché a correr campo a través hacia la oscuridad, refugiándome en una hilera de frambuesos. En algún lugar detrás de mí me pareció oír la voz de mi madre, más allá del miedo ahora, furiosa y gritando. Parecía un animal defendiendo a sus crías.
El hedor a humo se hacía cada vez más fuerte. Enfrente de la casa algo se cayó con un ruido seco y sentí una suave bofetada de calor llegar hasta mí a través del campo. Alguien -creo que fue Reine- gritaba ahogadamente.
La muchedumbre era una cosa informe, toda odio. Su sombra se extendía hasta los frambuesos y más allá. Detrás, apenas llegué a tiempo de ver el lejano tejado de la casa desmoronarse en una rociada de fuegos artificiales. Una chimenea purpúrea de aire hipercalentado se elevó al cielo, lanzando espuma y petardos, graznando en el cielo gris como un géiser de llamas.
Una figura rompió de la multitud informe y corrió a través del campo. Reconocí a Cassis. Hizo una carrera hacia el maizal, creo que se dirigía al puesto de vigilancia. Un par de personas empezaron a seguirlo pero la granja en llamas tenía a la mayoría hipnotizada. Además, era a madre a quien querían. Podía distinguir sus palabras entre las gargantas gemelas de la multitud y el fuego. Gritaba nuestros nombres.
– ¡Cassis! ¡Reine-Claude! ¡Boise!
Me puse en pie detrás de los frambuesos, lista para echar a correr si alguien se acercaba. Poniéndome de puntillas pude vislumbrarla un instante. Parecía algo salido de un cuento de pescadores, cogida por todas partes pero agitándose furiosamente, con el rostro encarnado y ennegrecido por el fuego, la sangre y el humo, un monstruo de las profundidades. También acerté a ver otras caras: Francine Crespin, su cara de santa con los ojos de cordero distorsionada en un grito de odio, el viejo Guilherm Ramondin como un ser de ultratumba. Ahora había miedo en el odio, el tipo de miedo supersticioso que sólo puede curarse mediante la destrucción y el asesinato. Les había costado algún tiempo prepararse, pero el tiempo de matar había llegado. Vi a Reinette escabullirse por uno de los flancos de la multitud hacia el maizal. Nadie intentó detenerla. Para entonces, a la mayoría les hubiera costado reconocer quién era, cegados como estaban por el ansia de sangre.
Madre cayó. Me imagino una mano alzada sobre los rostros crispados. Fue como algo sacado de los libros de Cassis: La plaga de los Zombis o El valle de los caníbales. Lo único que faltaba eran los tambores de la jungla. Pero la peor parte del horror era que conocía aquellos rostros que vislumbraba brevemente, gracias a Dios, en la oscuridad refulgente. Aquel era el padre de Paul. Aquella era Jeannette Crespin, que casi había sido la Reina de la Cosecha, apenas dieciséis años y con el rostro manchado de sangre. Incluso el padre Froment estaba ahí… aunque resultaba imposible discernir si estaba intentando poner orden o contribuir al caos. Palos y puños martilleaban la cabeza y la espalda de mi madre, ella enroscada en sí misma como un puño cerrado, como una mujer con un bebé en sus brazos, gritando aún desafíos, aunque apagados ahora por el peso caliente de la carne y el odio.
Entonces sonó el disparo.
Todos lo oímos, incluso, por encima del ruido; el graznido de un arma de grueso calibre, una escopeta de dos cañones quizá, o uno de los revólveres antiguos que se guardaban aún en los áticos de las granjas o debajo de las tablas del suelo en los pueblos de toda Francia. Fue un disparo a lo loco -aunque Guilherm Ramondin sintió que le chamuscaba la mejilla e inmediatamente vació su vejiga por el terror- y las cabezas se volvieron curiosas para ver de dónde procedía. Nadie lo sabía. Debajo de las manos, súbitamente paralizadas, mi madre empezó a arrastrarse, sangrando por una docena de lugares; le habían tirado tanto del pelo que tenía el cuero cabelludo con rodales totalmente pelados, le habían clavado un palo afilado a través de la mano, de forma que los dedos habían quedado irremediablemente extendidos.
El ruido del fuego -bíblico, apocalíptico- era ahora el único sonido. La gente aguardaba, recordando quizás el ruido del pelotón de ejecución frente a Saint Jêrome, temblando tal vez por sus propias intenciones sangrientas. Una voz llegó (desde el campo de maíz, tal vez, o desde la casa incendiada, o incluso desde el mismísimo cielo), una voz masculina, retumbante y autoritaria, imposible de pasar por alto o desobedecer.
– ¡Dejadlos!
Mi madre seguía arrastrándose. La multitud incómoda se abrió en dos para dejarla pasar como el trigo con el viento.
– ¡Dejadlos! ¡Volved a casa!
La voz sonaba algo familiar, dijo la gente más tarde. Había una inflexión que reconocían pero que no podían identificar del todo. Alguien gritó presa de la histeria:
– ¡Es Philippe Hourias! -Pero Philippe estaba muerto.
Un escalofrío recorrió a la gente. Mi madre alcanzó el campo abierto, poniéndose en pie desafiante. Alguien se adelantó para detenerla y luego se lo pensó mejor. El padre Froment baló algo débil y bienintencionado. Un par de gritos airados vacilaron y se extinguieron en el silencio supersticioso. Cautelosamente, con insolencia, sin desviar el rostro de su mirada colectiva empecé a avanzar hacia mi madre. Me sentía arder la cara por el calor y mis ojos reflejaban la luz de las llamas. La tomé de la mano sana.
La amplia extensión del campo de maíz de Hourias se abría ante nosotras. Nos adentramos en ella sin una palabra. Nadie nos siguió.
Fui a casa de Tante Juliette con Reinette y Cassis. Madre siguió allí una semana, luego se marchó, quizá por culpabilidad o por miedo, ostensiblemente por su propia salud. Sólo volvimos a verla algunas veces después de aquello. Nos enteramos de que se había cambiado de nombre, adoptando de nuevo su apellido de soltera y se había trasladado a Bretaña. Los detalles posteriores eran vagos. Oí que se ganaba la vida en una panadería, haciendo algunas de sus viejas especialidades. La cocina siempre fue su primer amor. Nos quedamos con Tante Juliette, y nos independizamos tan pronto como pudimos: Reine intentó abrirse camino en el cine, por lo que había suspirado tanto tiempo, Cassis se escapó a París y yo a un matrimonio aburrido pero cómodo. Nos llegaron rumores de que la granja en Les Laveuses había sido sólo parcialmente engullida por el fuego, que los cobertizos estaban casi intactos y que, del edificio principal, sólo la parte de delante estaba completamente destruida. Podríamos haber regresado. Pero se había extendido el rumor de la matanza de Les Laveuses. La admisión de culpabilidad de madre -frente a tres docenas de testigos-, sus palabras: «Fui su puta, lo maté y no me arrepiento», así como los sentimientos que había expresado contra sus paisanos bastaron para condenarla. Se erigió un monumento a los diez mártires de la Gran Matanza y, más adelante, cuando aquellas cosas habían pasado a ser curiosidades para visitar en los ratos de ocio, cuando el dolor por la pérdida y el terror hubo menguado un poco, quedó claro que era poco probable que la hostilidad contra Mirabelle Dartigen y sus hijos disminuyera. Tenía que enfrentarme a la verdad; jamás regresaría a Les Laveuses. Nunca más. Y durante mucho tiempo ni siquiera me di cuenta de lo mucho que lo deseaba.
El café está hirviendo en la cocina. Su olor es amargamente nostálgico, un olor de hoja negra quemada con una nota de humo en el vapor. Lo tomo muy dulce, como las víctimas de un shock. Creo que empiezo a entender cómo se debió de sentir mi madre, la locura, la libertad de echarlo todo por la borda.
Todo el mundo se ha ido. La chica con la grabadora y su montaña de cintas. El fotógrafo. Incluso Pistache se ha ido a casa, por insistencia mía, aunque aún puedo sentir sus brazos estrechándome y el último roce de sus labios contra mi mejilla. Mi buena hija, descuidada durante tanto tiempo en favor de la mala. Pero la gente cambia. Al fin siento que puedo hablar con vosotras ahora, mi salvaje Noisette, mi dulce Pistache. Ahora puedo teneros en mis brazos sin ese sentimiento de ahogarme bajo sedimentos. La Gran Madre está muerta por fin; su maldición ha terminado. No ocurrirá ningún desastre si me atrevo a quereros.
Noisette contestó a mi llamada tarde aquella misma noche. Su voz era tensa y cauta como la mía; me la imagino apoyada como yo contra la superficie pulida del mostrador, con su rostro anguloso lleno de recelo. Hay poco calor en sus palabras, viniendo como vienen a través de fríos kilómetros y de años malgastados, pero a veces, cuando habla de su hija, me parece apreciar algo en su voz. Algo como un principio de suavidad. Y eso me llena de felicidad.
Se lo contaré cuando llegue el momento, creo; poco a poco, atrayéndola hacia mí. Al fin y al cabo me puedo permitir ser paciente; conozco la técnica. En cierto modo ella necesita la historia más que nadie: ciertamente más que el público, husmeando en los viejos escándalos, más incluso que Pistache. Pistache no guarda rencor. Acepta a las personas tal y como son, honestamente y con bondad. Pero Noisette necesita esta historia y su hija Peche también la necesita si no queremos que el espectro de la Gran Madre vuelva a levantar la cabeza algún día. Noisette también tiene sus propios demonios. Sólo espero que yo ya no sea uno de ellos.
La casa está extrañamente vacía ahora que todo el mundo se ha marchado, deshabitada. El viento levanta algunas hojas muertas sobre las tejas. Y, sin embargo, no me siento sola. Es absurdo imaginar que los fantasmas han permanecido en esta vieja casa. He vivido aquí tanto tiempo y jamás he sentido ni la menor vibración de una presencia, y no obstante hoy siento… Alguien aguarda detrás de las sombras, una presencia silenciosa, discreta y casi humilde, esperando…
– ¿Quién anda ahí? He preguntado que quién está ahí. -Mi voz es más brusca de lo que pretendía. Con un sonido metálico contra las paredes desnudas, el suelo embaldosado. Salió a la luz y de pronto sentí ganas de reír y de llorar ante su presencia.
– Huele a buen café -dijo con sus mansas maneras.
– Dios, Paul. ¿Cómo te las arreglas para andar con tanto sigilo?
Sonrió.
– Pensé que tú… pensé que… -balbuceé.
– Piensas demasiado -dijo sencillamente Paul moviéndose hacia la cocina. El rostro parecía dorado en la tenue luz de la lámpara; su bigote lacio le daba una expresión lúgubre traicionada por el raudo destello en sus ojos.
Intenté recordar cuánto había llegado a oír de mi historia. Sentado en las sombras de aquel modo me había olvidado de que estaba allí.
– También hablas demasiado -dijo no sin amabilidad, sirviéndose una taza de café-. Pensé que te ibas a pasar toda la semana hablando tal y como ibas. -Me dirigió una sonrisa fugaz y maliciosa.
– Necesitaba que lo entendieran -empecé con dificultad-. Y Pistache…
– La gente entiende más de lo que tú te crees. -Dio un paso hacia mí y me puso la mano en la cara. Olía a café y a tabaco rancio-. ¿Por qué te ocultaste durante tanto tiempo? ¿Qué pretendías con ello?
– Había… cosas… que no podía soportar contar -titubeé-. Ni a ti ni a nadie. Cosas que creí que harían que el mundo entero se viniera abajo a mi alrededor. Tú no lo entiendes… nunca has hecho nada…
Se echó a reír, un sonido dulce y sencillo.
– ¡Oh, Framboise! ¿Es eso lo que crees? ¿Que no sé lo que significa guardar un secreto? -Me cogió la mano sucia entre las suyas-. ¿Que soy demasiado estúpido incluso para tener un secreto?
– Eso no es lo que pensé… -empecé. Pero lo era. Que Dios me perdone, lo era.
– Crees que el peso del mundo recae sólo sobre tus espaldas -dijo Paul-. Pues bien, escucha esto. -Volvió a pasar al dialecto y en algunas palabras me pareció oír un temblor de su tartamudeo de la infancia. La combinación hizo que me pareciera muy joven-. Aquellas cartas anónimas… ¿te acuerdas de aquellas cartas, Boise? ¿Las de la mala ortografía? ¿Y las pintadas en la puerta del granero?
Asentí.
– ¿Recuerdas cómo las es-escondía en cuanto entrabais en la casa? ¿Recuerdas cómo podías adivinar que había recibido una por aquella mirada en su rostro, la forma de andar pisando fuerte, su aspecto asustado… y enfadado… y de cómo la odiabas especialmente aquellos días, la odiabas tanto que podrías haberla matado tú misma?
Asentí.
– Fui yo -dijo Paul sencillamente-. Yo las escribí, todas y cada una. Apuesto a que ni siquiera sabías que sabía escribir, ¿eh? Y bastante mal trabajo que hice para todo el tiempo que me llevó escribirlas. Para vengarme. Porque me había llamado cretino aquel día delante de ti… y de Cassis y de Reine-C-C-C… -Frunció la expresión con una repentina frustración, sonrojándose furiosamente.
– Entiendo.
Por supuesto. Como todos los acertijos, claro como la luz de las estrellas cuando sabes la respuesta. Recuerdo la mirada en su rostro cada vez que Reinette estaba cerca, la forma en que se ruborizaba, tartamudeaba y se quedaba en silencio, a pesar de que cuando estaba conmigo su voz fuese casi normal. Recuerdo la mirada de odio profundo y llano en sus ojos aquel día -«¡habla bien, cretino!»- y el misterioso lamento de dolor y furia que cruzó los campos tras de él. Recuerdo la forma en que a veces miraba los libros de cómics de Cassis con una expresión de fiera concentración: Paul, todos lo sabíamos, no podía leer ni una palabra. Recuerdo la mirada de valoración en su rostro cuando di los trozos de la naranja, la extraña sensación en el río de que a veces me sentía observada… incluso aquella última vez, aquel último día con Tomas… incluso entonces, Dios, incluso entonces.
– Jamás tuve intención de que llegara tan lejos. Quería que se arrepintiese. Pero nunca quise que pasara lo otro. Se me fue de las manos. Como suele pasar con estas cosas. Como un pez demasiado grande, se te lleva por delante el sedal. Pero intenté rectificar. Al final lo intenté.
Me lo quedé mirando.
– ¡Dios mío Paul! -estaba demasiado sorprendida incluso para sentirme enfadada, suponiendo que aún tuviese capacidad en mí para enfadarme-. Fuiste tú, ¿no es cierto? Tú, con la escopeta aquella noche en la granja. Tú, escondido en el campo.
Paul asintió. No podía dejar de mirarlo, de verlo, quizá, por primera vez.
– ¿Tú lo sabías? ¿Todo este tiempo tú lo sabías todo?
Encogió los hombros.
– Todos pensabais que era un poco bobo -dijo sin amargura-. Os pensabais que podíais hacerlo delante de mis narices y que no iba a enterarme… -Me dirigió su sonrisa dulce y triste-. Supongo que ahora ya está. Entre tú y yo. Supongo que todo ha acabado.
Intenté pensar con claridad pero los hechos se negaban a permanecer en su lugar. Durante muchos años pensé que fue Guilherm Ramondin quien lo empezó -Guilherm quien mandaba la noche del fuego- o quizá Raphaël, o una de las familias… y oír ahora que fue Paul, mi dulce y lento Paul, con apenas doce años y abierto como un cielo de verano… Lo empezó y también lo acabó, con la simetría firme e inevitable del paso de las estaciones. Cuando por fin pude hablar fue para decir algo totalmente distinto, algo que nos sorprendió a los dos.
– ¿La amabas mucho? -Mi hermana con los pómulos altos y los rizos satinados. Mi hermana, la Reina de la Cosecha, con carmín en los labios y coronada de bayas, con una espiga de trigo en una mano y una cesta de manzanas bajo el brazo. Así la recordaré siempre, ¿sabéis? Esa imagen vivida y perfecta en mi mente. Sentí una repentina punzada de celos en el corazón.
– Probablemente lo mismo que tú lo amabas a él -dijo Paul con calma-. Como tú amabas a Leibniz.
¡Qué par de tontos éramos de niños! ¡Qué par de tontos crueles e ilusionados! Me pasé la vida soñando con Tomas, durante mis días de casada en Bretaña, durante toda mi viudez, soñando con un hombre como Tomas, con su risa desenfadada y los ojos del color intenso del río, el Tomas de mis deseos -«tú, Tomas, sólo tú para siempre»-. La maldición de la Gran Madre cumplida de forma terrible.
– Me llevó algún tiempo -dijo Paul-. Pero lo superé. Lo dejé pasar. Es como nadar a contra corriente. Te agota. Al cabo de un tiempo, no importa quién seas, tienes que dejarte llevar y el río te trae de vuelta a casa.
– A casa. -Mi voz sonaba extraña a mis oídos. Sus manos sobre las mías eran ásperas y cálidas como el pelo de un perro viejo.
Tengo una imagen de lo más extraña de los dos juntos, allí de pie en la luz mortecina, como Hansel y Gretel que se han vuelto viejos y grises en la casa de la bruja y que finalmente cierran la puerta de jengibre tras de sí.
«Déjate ir y el río te trae de vuelta a casa.» Parecía tan fácil…
– Hemos esperado mucho tiempo, Boise.
– Demasiado, quizás -dije volviendo el rostro.
– No lo creo.
Di un largo suspiro. Había llegado el momento. Tenía que explicarle que todo había acabado, que la mentira entre los dos era demasiado vieja para ser borrada, demasiado grande para ser franqueada, que nosotros éramos demasiado viejos, por el amor de Dios, que era ridículo, que era imposible, que además, además…
Entonces me besó en los labios, no el beso tímido de un anciano sino algo completamente distinto, algo que me dejó perpleja, indignada y extrañamente esperanzada. Sus ojos resplandecieron mientras se sacaba lentamente algo del bolsillo, algo que lanzó destellos rojos y amarillos a la luz de la lámpara…
Una guirnalda de manzanas silvestres.
Lo miré mientras me pasaba dulcemente el collar por la cabeza. La fruta lustrosa, redonda y reluciente descansaba en mi pecho.
– La Reina de la Cosecha -susurró Paul-. Framboise Dartigen. Sólo tú.
Olía el aroma bueno y ácido de la pequeña fruta contra mi piel tibia.
– Soy demasiado vieja -dije temblando-. Es demasiado tarde.
Me besó de nuevo, en la sien y en la comisura de los labios. Entonces, del bolsillo se sacó una trenza de paja amarillenta que me puso en la frente como una corona.
– Nunca es tarde para volver a casa -dijo y me atrajo dulcemente, insistentemente hacia él-. Lo único que tienes que hacer… es dejar de nadar en contra.
La resistencia es como nadar a contracorriente, agotador y sin sentido. Recliné el rostro en el hueco de sus hombros como si fuera una almohada. Alrededor de mi cuello, las manzanas silvestres despedían el aroma intenso y jugoso, como los octubres de nuestra niñez.
Brindamos por nuestra vuelta a casa con café solo bien dulce, croissants y la confitura de tomates verdes según la receta de mi madre.