Habían pasado cinco meses desde la muerte de Cassis -tres años desde el asunto de Mamie Framboise-, cuando Yannick y Laure regresaron a Les Laveuses. Era verano y mi hija Pistache estaba de visita con sus dos hijos, Prune y Ricot, y hasta aquel momento había sido un tiempo de felicidad. Los niños crecían con rapidez y era tan dulces como su madre; Prune, con los ojos del color del chocolate y el cabello rizado y Ricot, alto y con las mejillas aterciopeladas; ambos tan risueños y traviesos que casi se me parte el corazón al verlos, tanto me recuerdan al pasado. Juro que rejuvenezco cuarenta años cada vez que vienen a verme y aquel verano les había estado enseñando a pescar, a poner trampas, a hacer macarrones de caramelo y confitura de higos verdes. Ricot y yo leíamos juntos Robinson Crusoe y Veinte mil leguas de viaje submarino y a Prune le contaba mentiras increíbles sobre los peces que una vez atrapé y nos echábamos a temblar por las historias del terrible don de la Gran Madre.
– Se decía que si lograbas capturarla y la dejabas en libertad te concedería el deseo que anhelaba tu corazón pero si la veías, aunque fuera por el rabillo del ojo, y no la pescabas, algo terrible te sucedería.
Prune me miró con sus ojos del color de los pensamientos, el pulgar colgando cómodamente de la boca.
– ¿Cómo de terrible? -murmuró con una nota de temor.
– Que te morías, cariño -le dije en voz baja y amenazadora-. Tú u otra persona. Alguien a quien amaras. O algo incluso peor. Y aunque lograras sobrevivir, la maldición de la Gran Madre te perseguiría hasta la tumba.
Pistache me dirigió una mirada de reprobación.
– Maman, no sé por qué le cuentas esas cosas -dijo en tono de reproche-. ¿Quieres que luego tenga pesadillas y moje la cama?
– Yo no mojo la cama -protestó Prune. Me miró expectante, tirándome de la mano-. Mémée, ¿llegaste a ver a la Gran Madre? ¿La viste? ¿La viste?
De pronto sentí frío, y deseé haberle contado otra historia. Pistache me dirigió una mirada penetrante e hizo ademán de coger a Prune, que estaba sentada en mi rodilla.
– Prunette, deja en paz a Mémée. Es hora de irse a la cama y aún no te has lavado los dientes ni…
– Por favor, Mémée, dímelo. ¿La viste?
Abracé a mi nieta y sentí que el frío cedía un poco.
– Cariño, me pasé un verano entero intentando pescarla. Durante todo ese tiempo intenté atraparla con redes, sedales y trampas. Cada día los preparaba e iba a revisarlos dos veces al día o más si podía.
Prune me miraba con ojos solemnes.
– Debías de querer mucho ese deseo ¿no?
– Supongo que sí -asentí.
– ¿Y la capturaste?
Su rostro se iluminó como una peonía. Olía a galletas y a hierba recién cortada, el maravilloso y dulce aroma de la juventud. La gente mayor necesita tener a los jóvenes a su alrededor, para recordar.
– La capturé -le dije sonriendo.
Sus ojos se agrandaron por la excitación. Bajó la voz hasta convertirla apenas un susurro.
– ¿Y cuál fue tu deseo?
– No formulé ningún deseo, cariño -le dije serenamente.
– ¿Quieres decir que se te escapó?
– No, conseguí atraparla.
Pistache me miraba ahora, su rostro en las sombras. Prune me puso su mano regordeta en la cara.
– Entonces ¿qué pasó?
Me la quedé mirando un instante.
– No la devolví al río -confesé-. Acabé pescándola, pero no la dejé marchar.
Sólo que eso no era del todo cierto, me dije entonces. No era toda la verdad. Y luego, besé a mi nieta y le dije que le contaría el resto otro día, que no sabía por qué le estaba contando aquellas viejas historias de pesca, y a pesar de todas sus protestas, entre mimos y tonterías, conseguimos llevarla a la cama. Aquella noche medité sobre aquello, mucho después de que los demás estuviesen durmiendo. Nunca había tenido demasiados problemas para dormir pero aquella vez me pareció que pasaba una eternidad antes de que consiguiera encontrar la paz, e incluso entonces soñé con la Gran Madre en el agua oscura, yo tirando de ella y ella de mí, y yo tirando más fuerte, como si ninguna de las dos pudiese soportar la idea de verse libre de la otra…
Sea como fuere, se presentaron poco después de aquel incidente. De entrada fueron al restaurante, casi con humildad, como clientes normales. Pidieron brochet angevin y el tourteau fromage. Los observé a escondidas desde mi puesto en la cocina, pero se comportaron bien y no causaron problemas. Hablaban entre ellos en susurros, no pidieron nada extravagante de la bodega y, por una vez, evitaron llamarme Mamie. Laure estaba encantadora, Yannick animado; ambos se mostraban ansiosos por complacer y ser complacidos. De algún modo me sentí aliviada al ver que ya no se tocaban ni se besaban en público con tanta frecuencia e incluso consentí en charlar con ellos un rato mientras tomaban el café y los petits fours.
Laure había envejecido en aquellos tres años. Había perdido peso -quizás era la moda, pero no le sentaba bien- y llevaba el cabello cortado como si fuese un casco liso y cobrizo. Parecía inquieta, con esa manía suya de tocarse el abdomen como si sintiese dolor. No me pareció que Yannick hubiese cambiado en absoluto.
El restaurante les iba bien, declaró alegremente. Mucho dinero en el banco. Estaban planeando irse de viaje a las Bahamas en la primavera; no habían ido de vacaciones juntos desde hacía muchos años. Hablaban de Cassis con afecto y sincero pesar, me pareció.
Empecé a pensar que los había juzgado con demasiada dureza.
Me equivocaba.
Aquella misma semana se presentaron en la granja justo cuando Pistache iba a poner a los niños a dormir. Trajeron regalos para todos, dulces para Prune y Ricot, flores para Pistache. Mi hija los miró con aquella expresión de dulzura simplona que yo sé que significa aversión y que sin duda ellos tomaron por estupidez. Laure miraba a los niños con una curiosa insistencia que me resultaba inquietante; los ojos se desviaban constantemente hacia Prune, que estaba jugando en el suelo con unas piñas.
Yannick se instaló en el sillón que había junto al fuego. Y vi claramente que Pistache se sentaba calladamente a un lado y deseé que mis intempestivos huéspedes se marchasen pronto. Sin embargo, ninguno de los dos hacía ademán de irse.
– La comida fue sencillamente magnífica -observó Yannick con indolencia-. Aquella brochet, no sé lo que hiciste con ella, pero quedó absolutamente maravillosa.
– Aguas residuales -comenté plácidamente-. Hay tantos residuos vertidos en el río que los peces casi se alimentan exclusivamente de ellos. Caviar del Loira, le llamamos. Muy rico en minerales.
Laure me miró anonadada. Luego Yannick soltó aquella risilla suya, je, je, je, y ella se rió también.
– A Mamie le encanta bromear. Ja, ja. Caviar del Loira. Querida mía, eres realmente muy chistosa.
Pero noté que después de aquello jamás volvieron a pedir lucio.
Al cabo de un rato se pusieron a charlar de Cassis. Comentarios inofensivos al principio: «¡Cómo le habría gustado a papá conocer a su sobrina y a sus pequeños!».
– Siempre estaba diciendo lo mucho que le gustaría que tuviésemos hijos -comentó Yannick-. Pero en aquel momento de la carrera de Laure…
– Queda mucho tiempo para eso -lo interrumpió Laure casi con brusquedad-. No soy tan vieja aún ¿no te parece?
– Por supuesto que no -negué con la cabeza.
– Y claro está, en aquel momento también estaba el gasto extra de tener que cuidar a papá. Apenas tenía nada, Mamie -dijo Yannick mordiendo una de mis sablés-. Todo lo que tenía era nuestro. Incluso la casa donde vivía.
No me costaba creerlo. Cassis nunca fue de los que acumulan riqueza. El dinero se le escurría entre los dedos como si fuese humo, y las más de las veces iba a parar a su estómago. Durante la temporada que vivió en París, Cassis fue siempre su mejor cliente.
– Naturalmente, nunca se nos pasó por la cabeza escatimarle nada -la voz de Laure era dulce-. Le teníamos mucho cariño al pobre papá, ¿no es verdad, chéri?
Yannick asintió con más entusiasmo que sinceridad.
– ¡Oh, sí, mucho cariño! Y además era un hombre tan generoso… Nunca sintió el menor resentimiento por lo de esta casa, o la herencia ni nada. Extraordinario. -Me miró entonces, una mirada penetrante y afilada.
– ¿Qué quieres decir con eso? -exclamé poniéndome de pie de un salto y derramando casi el café, muy consciente sin embargo de que Pistache, sentada junto a mí, estaba escuchando. Jamás les había hablado de Reinette o de Cassis a mis hijas. Nunca los habían llegado a conocer. Por lo que ellas sabían, yo era hija única. Jamás les había dicho ni una sola palabra acerca de mi madre.
Yannick me miró tímidamente.
– Bueno, Mamie, ya sabes que en realidad esta casa debía heredarla él.
– No es que te culpemos.
– Pero él era el mayor y según el testamento de vuestra madre…
– ¡Esperad un minuto! -intenté evitar que mi voz sonara estridente pero por un instante hablé igual que mi madre. Vi que Pistache se estremecía-. Le pagué a Cassis un buen dinero por esta casa -dije moderando el tono-. Después del incendio no quedó más que el esqueleto, todo estaba calcinado con las vigas asomándose entre las tejas. Él jamás habría podido vivir aquí, ni tampoco lo habría querido. Le pagué bien, más de lo que me podía permitir y…
– Shhh. Está bien. -Laure miró a su marido-. Nadie está sugiriendo que el acuerdo fuera impropio en ningún sentido.
Impropio.
Era una palabra típica de Laure, remilgada, autosatisfecha y con la dosis justa de escepticismo. Sentí como mi mano se aferraba con más fuerza a la taza de café, lo que me dejó impresos puntitos brillantes de quemazón en las yemas de los dedos.
– Pero ponte en nuestro lugar. -Ese era Yannick, con su rostro ancho e iluminado-. La herencia de nuestra abuela.
No me gustaba el cariz que estaba tomando la conversación. Muy en especial me molestaba la presencia de Pistache, cuyos ojos redondos lo asimilaban todo.
– Ninguno de vosotros llegó a conocer a mi madre -les interrumpí bruscamente.
– No se trata de eso, Mamie -se apresuró a decir Yannick-. De lo que se trata es de que erais tres. Y la herencia fue dividida entre tres. ¿No es cierto?
Asentí cautelosamente.
– Pero como el pobre papá ha fallecido, no nos queda más que preguntarnos si el acuerdo informal al que vosotros dos llegasteis es justo para los restantes miembros de la familia. -Su tono era casual pero advertí el brillo de sus ojos y me eché a gritar, repentinamente furiosa.
– ¿A qué acuerdo informal te estás refiriendo? Ya te he dicho que le pagué bastante dinero -firmé los papeles…
– Yannick no pretendía molestarte, Mamie -dijo Laure poniéndome la mano en el brazo.
– Nadie me está molestando -repliqué fríamente.
Yannick pasó por alto el comentario y continuó.
– Es sólo que alguien podría pensar que el acuerdo al que llegaste con el pobre papá, un hombre enfermo y desesperado por conseguir algo de dinero…
Vi que Laure escrutaba a Pistache y maldije por lo bajo.
– Además de la tercera parte no reclamada que debería haberle pertenecido a Tante Reine, «la fortuna enterrada bajo el suelo de la bodega», las diez cajas de Burdeos escondidas allí el año en que ella nació, ocultas y emparedadas para evitar que los alemanes y lo que viniese después las descubriesen, por un valor de mil francos o más por botella, me atrevería a asegurar, todo ello en espera de que lo recojan.
¡Maldición! Cassis jamás había sido capaz de mantener la boca cerrada cuando debía.
– Eso sigue ahí para ella. Yo no he tocado nada -lo interrumpí bruscamente.
– Pues claro que no, Mamie. Aun así… -Yannick sonrió tristemente, pareciéndose tanto a mi hermano que casi me causó dolor. Le eché una rápida mirada a Pistache, sentada muy erguida en la silla, con el rostro inescrutable-… Aun así, tienes que admitir que Tante Reine no está en situación de reclamarlas ahora y, ¿no te parece justo para todos los implicados…?
– No tocaré nada de lo que pertenezca a Reine -aseguré impávida-, no tocaré nada. Ni tampoco os lo daré a vosotros. ¿Responde eso a tu pregunta?
Laure se volvió entonces hacia mí. Con aquel vestido negro y con la luz de la lámpara reflejada en su rostro se me ocurrió pensar que estaba gravemente enferma.
– Lo siento -dijo lanzándole una mirada significativa a Yannick-. El propósito de esta conversación no era el dinero. Es evidente que no esperamos que dejes tu hogar ni que nos des ninguna parte de la herencia de Tante Reine. Si alguno de los dos hemos dado la impresión…
Meneé la cabeza asombrada.
– Entonces ¿de qué diablos se trata?
– Había un libro… -me interrumpió Laure con los ojos resplandecientes.
– ¿Un libro? -repetí.
– Papá nos lo contó -dijo Yannick asintiendo con la cabeza-. Tú se lo dejaste ver.
– Un libro de recetas -puntualizó Laure con extraña serenidad-. Debes de conocer de memoria todas las recetas. Si nos pudieses dejar que le echásemos un vistazo, prestárnoslo…
– Por supuesto pagaríamos por todo lo que utilizásemos -se apresuró a añadir Yannick-. Míralo como una forma de mantener vivo el apellido Dartigen.
Debió ser eso lo que lo desencadenó: el nombre. Por unos breves instantes, la confusión, el miedo y la incredulidad se habían debatido en mi interior, pero la mención de aquel nombre fue como si un gran clavo de terror me hubiese atravesado por dentro. De un manotazo derribé todas las tazas de café que había sobre la mesa y que fueron a estrellarse contra las baldosas de terracota de mi madre. Acerté a ver a Pistache mirándome extrañada, pero no podía hacer nada salvo seguir el cauce de mi rabia.
– ¡No, nunca! -Mi voz se alzó como lo haría una cometa roja en una pequeña habitación y por un segundo abandoné mi cuerpo y me observé desde arriba, impávida, una mujer triste de rasgos angulosos con un vestido gris y con el cabello fieramente recogido atrás en un moño. Vi una extraña mirada de comprensión en los ojos de mi hija y una hostilidad velada en los rostros de mi sobrino y mi sobrina, luego la rabia se apoderó de mí y me perdí a mí misma durante un rato-. ¡Sé lo que queréis! -gruñí-. Si no podéis tener a Mamie Framboise, entonces os conformaréis con Mamie Mirabelle. ¿No es eso? -La respiración me rasgaba como si hubiese sido un alambre de púas-. Bueno, no sé qué fue lo que Cassis os contó, pero no era asunto suyo, ni vuestro tampoco. ¡Esa vieja historia ha muerto! ¡Ella está muerta y no sacaréis nada de mí, ni aunque paséis cincuenta años esperando! -Estaba sin aliento y me dolía la garganta de gritar. Cogí el regalo más reciente, una caja de pañuelos qué estaba encima de la mesa de la cocina envuelta en su papel plateado y se la devolví ferozmente a Laure-. Y ya os podéis llevar vuestros sobornos y os los podéis meter en vuestro fino culo junto con vuestros menús de París y el coulis picante de albaricoque y vuestro pobre papá -bramé en voz ronca.
Nuestras miradas se cruzaron por un segundo y por fin vi caer el velo de la suya, revelándose de verdad, llena de odio.
– Podría hablar con mi abogado -empezó.
– ¡Eso es! -aullé echándome a reír-. ¡Tu abogado! Al final siempre se acaba ahí ¿no? -Volví a lanzar una carcajada salvaje-. ¡Tu abogado!
Yannick intentó calmarla, con los ojos brillándole por la alarma.
– Bueno chérie, ya sabes cómo…
Laure se volvió hacia él ferozmente.
– ¡Quítame de encima tus asquerosas manos!
Seguí riéndome a carcajadas, inclinándome sobre mí misma. Puntos de oscuridad danzaban ante mis ojos. Laure me lanzó una mirada cargada de odio y luego recobró la compostura.
– Lo siento -su voz era glacial-. No te imaginas lo importante que esto es para mí. Mi carrera…
Yannick intentaba llevarla hacia la puerta, mirándome con recelo.
– Nadie pretende molestarte Mamie -se apresuró a decir-. Volveremos cuando estés más razonable. No pretendemos quedarnos con el libro.
Las palabras iban cayendo como cartas resbaladizas. Reí más fuerte. Sentía cómo el terror iba creciendo dentro de mí, pero no podía controlar la risa, y aún después de que se hubieran ido -el chirrido de los neumáticos del Mercedes extrañamente furtivo en la noche-, seguía presa de espasmos ocasionales, que se transformaban en amargos sollozos a medida que la adrenalina me abandonaba, dejándome turbada y vieja.
Muy vieja.
Pistache seguía mirándome, el rostro indescifrable. La carita de Prune asomó por detrás de la puerta del dormitorio.
– ¿Mémée? ¿Qué pasa?
– Vuelve a la cama, cariño -le dijo rápidamente Pistache-. Todo va bien. No pasa nada.
Prune parecía dudosa.
– ¿Por qué gritaba Mémée?
– Por nada -su voz era más seca ahora, ansiosa-. Vuelve a la cama.
Prune se fue a desgana. Pistache cerró la puerta.
Nos sentamos en silencio.
Sabía que hablaría cuando estuviese preparada, como también sabía que más me vaha no meterle prisas. Parece muy dulce pero tiene una vena de tozudez. La conozco bien, yo también la tengo. Así que me puse a fregar los platos y las tazas, los sequé y los coloqué. Después cogí un libro e hice como que leía.
Al cabo de un rato Pistache habló.
– ¿A qué se referían con lo de la herencia?
Me encogí de hombros.
– Nada. Cassis les hizo creer que era un hombre rico para que lo cuidasen en su vejez. Deberían haberse dado cuenta. Eso es todo. -Esperé que dejara la conversación ahí pero había una arruga de terquedad entre los ojos que vaticinaba problemas.
– Ni siquiera sabía que tuviera un tío -dijo lacónica.
– No teníamos demasiada relación.
Silencio. Casi podía ver cómo le daba vueltas a aquello en la mente y hubiera deseado poder detener la rueda de sus pensamientos, pero sabía que era imposible.
– Yannick se parece mucho a él -comenté, intentando que mi voz sonara despreocupada-. Guapo e irreflexivo. Y su mujer lo tiene dominado como a un oso bailarín -dije afectadamente, esperando que esbozase una sonrisa, pero en su lugar su mirada se hizo aún más pensativa.
– Parecen creer que lo engañaste -comentó-. Que lo convenciste cuando estaba enfermo.
Me obligué a mí misma a comedirme. A estas alturas la rabia no iba a ayudar a nadie.
– Pistache -empecé pacientemente-. No debes creer todo lo que te digan ese par. Cassis no estaba enfermo, al menos, no de la manera que pareces pensar. Se arruinó bebiendo, abandonó a su mujer y a su hijo y vendió la granja para pagar sus deudas.
Me miró con curiosidad y tuve que hacer un esfuerzo para mantener el tono de mi voz.
– Mira, todo eso pasó hace mucho tiempo. Se ha acabado. Mi hermano está muerto.
– Laure dijo que tenías una hermana.
– Reine-Claude -dije asintiendo.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– No teníamos…
– … mucho contacto. Ya me lo imagino.
Habló en voz queda y monocorde. Volví a sentir una punzada de miedo y añadí en un tono más brusco de lo que habría querido.
– ¿Bueno? Tú ya lo entiendes ¿no? Al fin y al cabo Noisette y tú nunca… -Me mordí la lengua pero era tarde. Vi cómo se arredraba y me maldije por ello.
– No, pero yo al menos lo intenté. Por ti.
Maldita sea. Había olvidado lo sensible que era. Durante todos estos años la había considerado la más tranquila, viendo a mi otra hija crecer cada día más rebelde y testaruda… Sí, Noisette siempre fue mi favorita. Pero hasta ahora pensé que lo había disimulado mejor. Si hubiese sido Prune la habría estrechado entre mis brazos pero al mirarla ahora, a aquella mujer de treinta años, tranquila y de rostro impávido, esbozando una sonrisa tenue y dolida y con aquellos ojos soñolientos de gato… Pensé en Noisette y en cómo la había convertido en una extraña para mí por el orgullo y la terquedad. Intenté explicárselo.
– Nos separamos hace mucho tiempo. Después… de la guerra. Mi madre estaba… enferma y… fuimos a vivir con parientes distintos. No teníamos contacto. -Aquello era parcialmente verdad, o, al menos era tan cercano a la verdad como me era posible contarle-. Reine se fue a… trabajar… a París. Cayó… enferma. Está en un hospital privado en las afueras de París. Fui a visitarla una vez pero…
¿Cómo podía explicárselo? El tufo a institución que flotaba en el lugar, a col hervida, a ropa sucia y a enfermedad; los televisores ululando en habitaciones llenas de gentes perdidas, que se echaban a llorar por el mero hecho de que no les gustaran las manzanas asadas o que a veces se ponían a gritar unos contra otros con inesperada violencia, alzando los puños indecisos y empujándose mutuamente contra las paredes de color verde pálido. Había un hombre en una silla de ruedas, un hombre bastante joven con el rostro lleno de cicatrices y los ojos en blanco, desesperado. Durante todo el rato que duró mi visita no paró de gritar: «¡No me gusta estar aquí! ¡No me gusta estar aquí!», hasta que su voz fue apagándose en un zumbido e incluso yo misma me sorprendí olvidando su sufrimiento. Había una mujer en un rincón con el rostro vuelto hacia la pared, llorando quedamente sin que nadie le prestase la menor atención. Y la mujer echada en la cama; aquella cosa enorme e hinchada con el pelo teñido, los muslos redondos y pálidos y los brazos fríos y suaves como pasta fresca, sonriendo para sí, serenamente, y murmurando… Sólo la voz era la misma, y sin ella jamás lo habría creído, una voz de muchacha farfullando sílabas incomprensibles, los ojos tan inexpresivos y redondos como los de un búho. Me obligué a tocarla.
– Reine. Reinette.
De nuevo aquella sonrisa insípida, un ligero movimiento de cabeza, como si en sus sueños ella fuese la reina y yo la súbdita. Había olvidado su nombre, me dijo tranquilamente la enfermera pero era bastante feliz; tenía sus «días buenos» y le encantaba ver la televisión, sobre todo los dibujos animados, también le gustaba que le cepillaran el cabello mientras escuchaba la radio…
– Por supuesto seguimos teniendo nuestros delirios -comentó la enfermera y me paralicé al oír las palabras, sintiendo que algo se encogía en mi estómago y se convertía en un fuerte nudo de terror-. Nos despertamos en mitad de la noche -extraño pronombre, como si al tomar parte de la identidad de la mujer fuese capaz de compartir parte de la experiencia de ser vieja y loca-, y a veces también tenemos nuestras rabietas ¿verdad? -me sonrió radiante, una mujer joven y rubia de veintitantos años, y en aquel instante la odié tanto por su juventud y su alegre ignorancia que a punto estuve de devolverle la sonrisa.
Ahora sentía la misma sonrisa congelada en mi rostro al mirar a mi hija y me odié por ello. Intenté que mi voz sonara desenfadada.
– Ya sabes que no soporto las residencias de ancianos, los hospitales… -confesé en tono de disculpa-. Le envío algo de dinero.
Metí la pata. Hay días en los cada vez que una abre la boca es para meter la pata. Mi madre lo sabía bien.
– Dinero -repitió Pistache desdeñosamente-. ¿Acaso es eso lo único que le importa a la gente?
Se fue a dormir poco después y nada volvió a ir bien entre nosotras aquel verano. Dos semanas después se marchó, un poco antes de lo que solía, alegando cansancio y la proximidad del inicio del curso escolar, pero me di cuenta de que algo iba mal. Intenté hablar con ella en un par de ocasiones pero no sirvió de nada. Se mantenía distante, con ojos cautos. Me di cuenta de que recibía mucho correo pero no pensé en ello hasta mucho después. Tenía la mente puesta en otro sitio.
Pocos días después del asunto con Yannick y Laure llegó el puesto de snacks. Lo trajeron con un gran camión que descargó su contenido en el borde de la carretera, justo enfrente de Crêpe Framboise. Un hombre joven con un sombrero de papel rojo y amarillo bajó del camión. En aquel momento me encontraba muy atareada con los clientes y no le presté demasiada atención, y cuando volví a mirar por la tarde me sorprendí al ver que el furgón se había ido, dejando un remolque en el que aparecían pintadas las palabras Super Snack en letras mayúsculas de color rojo vivo. Salí de la tienda para echarle un vistazo con más detenimiento. El remolque parecía abandonado, si bien los postigos estaban asegurados con gruesas cadenas y cerrados con candados. Llamé a la puerta. No hubo respuesta.
Al día siguiente, el puesto de snacks abrió al público. Me percaté de ello alrededor de las once y media, cuando mis primeros clientes solían empezar a llegar. Los postigos se abrieron para dejar al descubierto un mostrador encima del cual se extendía un toldo rojo y amarillo. Había colgada una cuerda con banderas multicolores, en cada una de las cuales aparecía anotado el nombre de un plato y el precio -bistec con patatas fritas 17 francos, salchicha con patatas fritas 14 francos y, finalmente unos pósters de colores vivos anunciando los super snacks o las hamburguesas gigantes y una lista de refrescos.
– Parece que tienes competencia -dijo Paul Hourias, puntual como siempre a las doce y cuarto.
No le pregunté lo que iba a tomar, siempre pedía el plato especial y una mediana; con él se podía poner el reloj en hora. Nunca hablaba mucho: se sentaba en su sitio habitual junto a la ventana, comía y miraba la carretera. Pensé que aquella no era sino otra de sus bromas raras.
– Competencia -repetí burlonamente-. Monsieur Hourias, el día que Crêpe Framboise tenga que competir con un grasiento vendedor ambulante en una caravana empezaré a empaquetar mis ollas y sartenes para siempre.
Paul soltó una risita. El especial del día eran sardinas a la plancha, uno de sus platos favoritos, con una ración de mi pan de nueces; comió pensativamente, mirando la carretera, como siempre solía hacer. La presencia del puesto de snacks no parecía afectar al número de los clientes de la crêperie, y las dos horas siguientes estuve muy ocupada supervisando la cocina mientras Lisa, mi ayudante, anotaba los pedidos. Cuando volví a mirar, había un par de personas en el puesto pero eran adolescentes, no eran clientes míos, una chica y un chico con paquetes de patatas fritas en las manos. Me encogí de hombros. Podía vivir con aquello.
Al día siguiente había una docena de ellos, todos jovencitos, y una radio de la que salía música estridente a todo volumen. A pesar del calor que hacía cerré la puerta de la crêperie, pero aun así, espectros diminutos de guitarras y percusión marchaban a través los cristales y Marie Fenouil y Charlotte Dupré, ambas clientas regulares, se quejaron del calor y del ruido.
Al día siguiente el gentío era aún mayor, la música estaba aún más alta y fui a quejarme. Encaminándome hacia el puesto de snacks a las once y cuarenta me vi rodeada de adolescentes, algunos de los cuales reconocí, pero también había muchos que no eran del pueblo, muchachas con camisetas de tirantes y faldas veraniegas o pantalones vaqueros, chicos con los cuellos de la camisa levantados y botas de motociclismo con hebillas tintineantes. Vi algunas motos aparcadas contra los lados del puesto y había un olor a gasolina mezclado con el de la fritura y la cerveza. Una chica con el pelo cortado a cepillo y un pendiente en la nariz me miró con insolencia mientras me dirigía hacia el mostrador y lanzó el codo delante de mí, no dándome por los pelos.
– ¡Eh, espera tu turno, Mémère! -masculló con la boca llena de chicle-. ¿Es que no ves que hay gente esperando?
– ¡Oh! ¿Es eso lo que estás haciendo, querida? -le repliqué-. Pensé que estabas buscando clientela.
La chica se me quedó mirando boquiabierta y yo me abrí paso a codazos sin volver a mirar. Mirabelle Dartigen, cualquier cosa que hiciera no crió a sus hijos para que tuviesen pelos en la lengua.
El mostrador era alto y me encontré mirando cara a cara a un joven de unos veinticinco años, guapo, con el pelo largo hasta los hombros de color rubio sucio, las facciones angulosas y un pendiente de oro bailándole, una cruz, creo. Ojos que quizá me hubiesen hecho sentir algo cuarenta años atrás; pero ahora soy demasiado vieja y demasiado especial. Creo que aquel viejo reloj se paró en el mismo tiempo en que los hombres dejaron de llevar sombrero. Hubo algo en él al mirarlo que me resultó familiar; pero en aquel momento no estaba pensando en eso.
Naturalmente, sabía quién era.
– Buenos días, Madame Simon -me saludó con voz educada e irónica-, ¿Qué puedo hacer por usted? Tengo una estupenda burger américain que quizá le gustaría probar.
Estaba enfadada pero intenté disimularlo. Su sonrisa anticipaba que estaba esperando problemas y estaba seguro de poder enfrentarse a ellos. Le respondí con toda la dulzura de la que fui capaz.
– No, gracias, otro día. Pero le estaría muy agradecida si pudiera bajar el volumen de esa radio suya. Mis clientes…
– Faltaría más -su voz era suave y cultivada, los ojos brillantes de color azul porcelana-. No tenía ni idea de que estuviera molestando a alguien.
A mi lado, la chica con el pendiente en la nariz emitió un ruido de incredulidad. La oí dirigirse a su amiga, otra chica enfundada en un top y unos pantalones cortos tan estrechos que dejaban al descubierto carnosas medias lunas.
– ¿Has oído lo que me ha dicho? ¿Lo has oído?
El joven rubio sonrió y a mi pesar vi que ahí había encanto, inteligencia y algo tan familiar que me fastidiaba y me corroía. Se inclinó para apagar la música. Una cadena de oro colgada al cuello. Manchas de sudor en la camiseta gris. Las manos demasiado finas para ser las de un cocinero. ¡Oh!, había algo malo en él, en todo aquello y por primera vez no sentí enfado sino miedo…
– ¿Le parece bien así Madame Simon? -dijo solícito.
Asentí.
– Me disgustaría mucho que se me considerara un vecino intruso.
Las palabras eran las correctas pero no podía quitarme la sensación de que algo iba mal, una nota burlona en aquel tono frío y cortés que se me escapó y aunque había obtenido lo que deseaba me fui rápidamente del lugar, a punto de torcerme el tobillo en el borde de la carretera, sintiendo contra mí la presión de cuerpos jóvenes: debía de haber unos cuarenta, quizá más, y el ruido de sus voces me asfixiaba. Salí apresuradamente, nunca me ha gustado que me toquen, y al regresar a Crêpe Framboise escuché el ruido de una risa estridente, como si hubiese estado aguardando a que yo me fuese para hacer algún comentario. Me volví bruscamente, pero estaba de espaldas hacia mí, dándole la vuelta con soltura a una hilera de hamburguesas.
Sin embargo, no pude desprenderme de aquella sensación de que algo iba mal. Me sorprendía a mí misma mirando por la ventana con más frecuencia de la habitual y cuando, al día siguiente, Marie Fenouil y Charlotte Dupré, las clientas que se habían quejado por el ruido el día anterior, no aparecieron a su hora acostumbrada empecé a inquietarme. «Puede que no sea nada -me dije a mí misma-, Al fin y al cabo, sólo es una mesa vacía. La mayoría de mis clientes estaban allí como siempre.» Y, aun así, observaba el puesto de snacks con renuente fascinación, observándolo a él mientras trabajaba, mirando a la gente que estaba junto a la carretera, jóvenes comiendo de cucuruchos de papel y cajas de poliestireno mientras él estaba ligando… Parecía tener muy buenas relaciones con todo el mundo. Media docena de chicas -entre ellas la del pendiente en la nariz- estaban apoyadas en el mostrador con latas de refrescos en la mano. Otras andaban por ahí en actitud lánguida y abundaba un estudiado lucimiento de pechos y movimientos de caderas. Al parecer aquellos ojos habían llegado a corazones más blandos que el mío.
A las doce y media oí el ruido de motocicletas desde la cocina. Un ruido terrible, como el chirrido de neumáticos al unísono y dejé caer la sartén con la que estaba friendo una ración de bolets farcis para salir corriendo a la carretera. El ruido era insoportable. Me tapé los oídos con las manos y aun así sentí un dolor agudo lacerándome los tímpanos, sensibles a causa de tantos años sumergiéndome en el viejo Loira. Cinco motocicletas que había visto por última vez arrimadas contra el puesto de snacks estaban ahora aparcadas al otro lado de la carretera y sus propietarios, tres de los cuales llevaban a chicas delicadamente sentadas detrás de ellos, estaban acelerando para marcharse, cada uno intentando superar a los demás en volumen y chulería. Les grité pero no pude oír nada salvo el chirrido torturante de las máquinas. Algunos de los clientes jóvenes del puesto se echaron a reír y aplaudieron. Gesticulé furiosamente con los brazos, incapaz de hacerme oír en medio de aquel estrépito y los motoristas me devolvieron el saludo burlonamente, uno de ellos levantando las ruedas de delante como un caballo encabritado con una oleada de ruido redoblado.
Toda la exhibición duró unos cinco minutos durante los cuales se me quemaron mis bolets, los oídos me pitaban dolorosamente y sentí que mi mal humor aumentaba hasta alcanzar un punto álgido. No tenía tiempo de quejarme al propietario del puesto de snacks, pero me prometí a mí misma que tan pronto como mis clientes se hubiesen ido lo haría. Sin embargo, para entonces el puesto estaba cerrado y aunque golpeé furiosamente los postigos nadie respondió.
Al día siguiente volvió la música.
Hice caso omiso tanto tiempo como pude y luego salí a quejarme. Había aún más gente que antes; algunos de ellos me reconocieron e hicieron comentarios insolentes mientras me abría camino entre el grupo. Demasiado enfadada hoy para mostrarme educada, me encaré con el propietario del remolque y solté:
– Creí que teníamos un acuerdo.
Me dedicó una sonrisa, tan amplia y radiante como la puerta de un granero, y respondió interrogativamente: «¿Madame?»
Pero no estaba de humor para que me camelaran.
– No intente disimular que no sabe de lo que le estoy hablando. ¡Quiero que pare esa música ahora mismo!
Educado como siempre, aparentemente dolido por mi feroz ataque, apagó la música.
– Por supuesto, madame. No era mi intención ofenderla. En vista de que vamos a ser vecinos tan próximos debemos intentar acomodarnos el uno al otro.
Durante algunos segundos estaba demasiado enfadada para oír incluso las voces de alarma.
– ¿A qué se refiere con eso de vecinos próximos? -conseguí musitar al fin-. ¿Cuánto tiempo cree que va a quedarse aquí?
– ¿Quién sabe? -dijo encogiéndose de hombros. Su voz era sedosa-. Ya sabe usted cómo es el negocio de la hostelería, madame. Imprevisible. Un día está a tope y al siguiente está medio vacío. ¿Quién sabe lo que puede suceder?
Las voces de alarma en mi interior se habían convertido en un griterío y empezaba a sentir frío.
– Su remolque está en la vía pública -le dije secamente-. Me imagino que la policía lo hará trasladarse en cuanto lo descubran.
Movió negativamente la cabeza.
– Tengo permiso para estar aquí, a un lado del camino -anunció amablemente-. Todos mis papeles están en regla. -Luego me miró con aquella insolente amabilidad suya-. Me pregunto si los suyos también lo están, madame.
Mantuve el rostro inescrutable mientras se me desbocaba el corazón como si fuese un pez agonizante. Sabía algo. La idea me daba vueltas vertiginosamente por la cabeza. ¡Oh, Dios! Sabía algo. Pasé por alto su pregunta.
– Otra cosa más. -Estaba satisfecha con el tono de mi voz, bajo y seco. La voz de una mujer que no tiene miedo. Debajo de las costillas sentía que el corazón me latía más aprisa-. Ayer se produjo un escándalo con las motocicletas. Si vuelve a permitir que sus amigos molesten a mis clientes lo denunciaré por perjuicio público. Estoy segura de que la policía…
– Estoy seguro de que la policía le dirá que los responsables son los motoristas y no yo -parecía divertido-. Realmente, madame estoy intentando ser razonable pero las amenazas y las acusaciones no van a resolver nada.
Me marché sintiéndome extrañamente culpable, como si fuese yo y no él quien hiciese las amenazas. Aquella noche dormí a intervalos y por la mañana le reñí a Prune por derramar la leche y a Ricot por jugar a fútbol demasiado cerca del huerto de la cocina. Pistache me miró con extrañeza; apenas habíamos vuelto a hablar desde la visita de Yannick y me preguntó si me sentía bien.
– No es nada -le dije secamente y regresé en silencio a la cocina.
Los días siguientes la situación empeoró. Durante dos días no hubo música y luego empezó a sonar de nuevo, más fuerte que nunca. La banda de motoristas se presentó en varias ocasiones, siempre acelerando violentamente al llegar y al irse y dando vueltas a la manzana por el lugar donde se picaban unos a otros y lanzaban largos aullidos.
El grupo de clientes regulares del puesto de snacks no daba señales de disminuir y cada día me pasaba más tiempo recogiendo latas vacías y papeles acumulados en el arcén. La cosa empeoró cuando el puesto empezó a abrir también por las tardes, desde las siete hasta la media noche -casualmente seguía justo el mismo horario de apertura al público que el mío- y empecé a temer el ruido del generador del remolque cuando se ponía en marcha, sabiendo que mi tranquila crêperie tendría que enfrentarse a una fiesta callejera cada vez más frecuentada. Un letrero de neón rosa encima del remolque anunciaba: Chez Luc, Bocadillos-Snacks-Patatas-Fritas y el típico olor de las ferias: a fritura, cerveza y gofres dulzones y calientes invadía el cálido aire nocturno.
Algunos de mis clientes se quejaron. Otros se limitaron a marcharse. Al final de la semana, siete de mis clientes habituales habían dejado de venir y los días de entre semana el lugar estaba medio vacío. El sábado llegó un grupo de nueve personas de Angers pero el ruido era especialmente estruendoso aquella noche y no paraban de dirigir nerviosas miradas a la multitud apostada al otro lado de la carretera donde habían dejado los coches aparcados. Se fueron sin siquiera pedir ni postre o café y con una conspicua ausencia de propina.
Aquello no podía continuar así.
Les Laveuses no disponía de comisaría de policía pero había un gendarme, Louis Ramondin, el nieto de François, aunque nunca había tenido mucho contacto con él, por pertenecer a una de las Familias. Era un hombre de treinta y muchos recientemente divorciado después de un matrimonio demasiado temprano con una de las muchachas del pueblo, con la mirada de su tío abuelo Guilherm, el de la pierna de madera. No tenía ganas de hablar con él pero notaba que todo se me estaba escapando de las manos, tirando de mí en todas las direcciones, y necesitaba ayuda.
Le expliqué la situación con el puesto de snacks. Le hablé del ruido, la basura, mis clientes y las motos. Me escuchó con la mirada indulgente de un hombre joven hablando con una abuela quisquillosa, asintiendo y sonriendo hasta que me entraron ganas de darle un cabezazo. Luego me dijo, en el tono jovial y paciente que los jóvenes reservan para los sordos y los ancianos, que no se había infringido ninguna ley. Crêpe Framboise estaba en la carretera principal, dijo. Las cosas habían cambiado desde que me trasladara por primera vez al pueblo. Él podía hablar con Luc pero yo debía comprender que… y ¡ya lo creo que lo comprendí! Más tarde lo vi en el remolque, sin uniforme, charlando con una chica guapa que llevaba una camiseta blanca de manga corta y unos vaqueros. Sostenía una lata de Stella en una mano y en la otra un gofre azucarado. Luc me lanzó una de sus satíricas miradas al verme pasar con el cesto de la compra; hice como si no viera a ninguno de los dos. Comprendí lo que pasaba.
En los días sucesivos, el trabajo en Crêpe Framboise cayó en picado. El lugar estaba medio vacío, incluso los sábados por la noche, y las comidas de entre semana eran aún peor. Paul siguió viniendo, el leal Paul con su plato especial y su demi y, por pura gratitud, le dije que la cerveza corría a cuenta de la casa aunque nunca pidió más de un vaso.
Lise, mi joven camarera, me dijo que Luc -el propietario del puesto de snacks- se alojaba en La Mauvaise Réputation, donde seguían alquilando algunas habitaciones.
– No sé de dónde es -me dijo-. De Angers, creo. Ha pagado por adelantado tres meses de alquiler, así que parece que piensa quedarse.
Tres meses. Aquello nos llevaría hasta casi diciembre. Me preguntaba si su clientela seguiría siendo tan entusiasta cuando llegaran las primeras heladas. Solía ser una temporada baja para mí, con pocos clientes fijos para ir tirando, pero tal como estaban las cosas no podría ni siquiera contar con ellos. El verano era mi mejor temporada y durante esos meses de vacaciones podía recoger dinero suficiente para aguantar sin problemas hasta la primavera. Pero aquel verano… Tal y como estaban yendo las cosas, me dije fríamente, podría incluso llegar a tener pérdidas. No pasaba nada. Disponía de algún dinero ahorrado, pero tenía que contar con el sueldo de Lise además del dinero que enviaba a Reine, la comida de los animales, las compras y el combustible, la maquinaria alquilada… y con el otoño en ciernes habría que pagar a los jornaleros, los recogedores de manzanas y a Michel Hourias con su cosechadora, aunque podía vender el grano y la sidra en Angers para salir del apuro.
Aun así, sería duro. Me pasé algún tiempo preocupándome por que salieran los números. Me olvidé de jugar con mis nietos y por primera vez deseé que Pistache no hubiera venido a pasar el verano conmigo. Se quedó otra semana y luego se fue con Ricot y Prune; y en sus ojos vi que me juzgaba irrazonable pero no pude hacer acopio de valor suficiente en mi interior para contarle lo que sentía. Había un lugar frío y duro allí, donde debiera estar mi amor por ella, un lugar duro y seco como el hueso de una fruta. La abracé brevemente al despedirnos y regresé a casa con los ojos secos. Prune me dio un ramo de flores que había cogido en los campos y por un instante se apoderó de mí un repentino terror. Me estaba comportando como mi madre, me dije. Severa e impasible pero llena de temores e inseguridades por dentro. Quería coger a mi hija, explicarle que no era algo que ella hubiera hecho, pero por alguna razón me era imposible. Nos educaron para acallar nuestros sentimientos y ésa no es una costumbre que pueda romperse con facilidad.
Así pasaron las semanas. Volví a hablar con Luc en diversas ocasiones pero no saqué nada salvo su irónica amabilidad. No podía quitarme de la cabeza la sensación de que me era familiar pero no lograba situarlo. Intenté averiguar su apellido con la esperanza de que eso me diera una pista pero pagaba en efectivo en La Mauvaise Réputation y cuando fui allí, el café parecía estar lleno de la misma gente foránea que solía frecuentar el puesto de snacks. También había gente del pueblo: Murielle Dupré y los dos muchachos Lelac con Julien Lecoz, pero la mayoría era gente de fuera, chicas impertinentes con vaqueros de diseño y camisetas de tirantes, hombres jóvenes con las chaquetas de cuero típicas de los motoristas o con pantalones cortos de licra. Reparé en que el viejo Brassaud había añadido un tocadiscos automático y una mesa de billar a su colección de desvencijadas máquinas tragaperras; al parecer, no todos los negocios de Les Laveuses habían salido perjudicados.
Quizá fue ése el motivo de que mi campaña recibiera un apoyo tan poco entusiasta. Crêpe Framboise queda a un extremo del pueblo, en la carretera a Angers. La granja había permanecido siempre aislada de las otras y no había ninguna otra casa en medio kilómetro en dirección al pueblo. Sólo la iglesia y la oficina de correos están lo bastante cerca como para oír el alboroto. Pero ni que decir tiene que Luc se cuidaba mucho de permanecer en silencio cuando había misa. Incluso Lise lo excusaba, sabiendo como sabía el daño que estaba causando a nuestro negocio. Volví a quejarme a Louis Ramondin en dos ocasiones más, pero para el caso que me hizo fue como si me hubiera dirigido al gato.
El hombre no le hacía daño a nadie, aseguró con firmeza. Si infringía la ley, entonces quizá habría algo que hacer. En caso contrario, yo debía permitir que siguiera con su negocio. ¿Estaba claro?
Justamente entonces empezó el otro asunto. Al principio fueron pequeñas cosas. Una noche tiraron petardos en la calle. Luego fueron las motos haciendo ruido en la puerta de mi casa a las dos de la madrugada. Basura acumulada en mi portal durante la noche. Uno de los cristales de mi puerta roto. Una noche un tipo se metió con la moto en mis cultivos y se dedicó a hacer ochos, frenazos y vueltas absurdas sobre las mieses ya maduras. Menudencias. Molestias. Nada que pudiese relacionarse con él, ni siquiera con la gente de fuera que él había traído consigo. En otra ocasión alguien abrió la puerta del gallinero, un zorro entró y mató a todas mis preciosas polacas castañas. Diez gallinas se llevó. Todas ellas buenas ponedoras, todas en una sola noche. Se lo dije a Louis, en teoría él debía hacerse cargo de los ladrones e intrusos, pero prácticamente me acusó de haber dejado la puerta abierta.
– ¿No cree que quizá se abrió de pronto durante la noche? -me dirigió una de esas amplias y amigables sonrisas campestres, casi como si pudiese resucitar a mis gallinas sonriendo. Le devolví una mirada cortante.
– Las puertas cerradas con llave no suelen abrirse así como así -repliqué-. Y tiene que ser un zorro muy listo para romper un candado. Alguien mezquino lo hizo a propósito, Louis Ramondin, y a ti te pagan para averiguarlo.
Louis me miró furtivamente y murmuró algo en voz baja.
– ¿Que has dicho? -inquirí bruscamente-. No tengo ningún problema en los oídos, joven Louis, y más te vale creerlo. Aún recuerdo cuando… -acabé el resto de la frase precipitadamente. Había estado a punto de decirle que recordaba cómo su viejo abuelo roncaba en la iglesia, borracho como una cuba y con los pantalones manchados de orín, escondido en el confesionario durante la misa de Pascua, pero eso era algo que la veuve Simon jamás habría podido saber y sentí un escalofrío al pensar que podría haberme delatado por un estúpido chismorreo. Ahora entendéis por qué no quería tener nada que ver con las Familias si podía evitarlo.
Sea como fuere, Louis acabó accediendo a ir a echar un vistazo a la granja pero no encontró nada y yo seguí aguantando lo mejor que pude. La pérdida de las gallinas fue un duro golpe. No podía permitirme reemplazarlas y, además, nadie me aseguraba que no fuese a suceder lo mismo otra vez. Así que tenía que comprar los huevos a la granja de Hourias, que ahora pertenecía a una pareja llamada Pommeau que cultivaban maíz tierno y girasoles que vendían río arriba a la planta depuradora.
Sabía que Luc estaba detrás de todo aquello. Lo sabía pero no podía probarlo, y eso me estaba volviendo loca. Peor aún, no sabía por qué lo estaba haciendo y mi rabia crecía hasta convertirse en un lagar que exprimía mi vieja cabeza como si hubiese sido una manzana madura y a punto de reventar. El día después de que el zorro entrara en el gallinero me aposté junto a la ventana en penumbra con la escopeta colgada al hombro; debía de tener una pinta extraña para cualquiera que me viera: con mi camisón y el abrigo de otoño haciendo guardia en mi jardín. Compré algunos candados para las puertas y para el corral y noche tras noche hacía guardia esperando que alguien viniera, pero nadie vino. El bastardo debía saber lo que hacía yo, como si de algún modo hubiese podido adivinarlo. Empezaba a pensar que podía leerme el pensamiento.
No pasó mucho tiempo antes de que la falta de sueño me pasara factura. Empecé a perder la concentración durante el día. Olvidaba las recetas. No conseguía recordar si ya le había echado sal a la tortilla y le echaba dos veces o la dejaba sosa. Me hice un corte bastante grave mientras estaba picando cebollas. Descubrí que me había quedado dormida de pie y al despertar me vi la mano ensangrentada y una brecha en el dedo. Actuaba secamente con los clientes que me quedaban, y a pesar de que el ruido de la música y las motos parecía haber disminuido un poco, la noticia debía de haber pasado de boca en boca porque los clientes que había perdido no regresaban. Oh, no estaba totalmente sola. Tenía algunos amigos que estaban de mi parte, pero también yo debía de llevar en la sangre la profunda reserva y la continua sensación de sospecha que hicieran de Mirabelle Dartigen una extraña entre la gente del pueblo. Me negaba a que me compadecieran. Mi rabia alejaba a mis amigos y asustaba a mis clientes. Y yo vivía enteramente de rabia y de adrenalina.
Curiosamente fue Paul quien puso fin a todo aquello. Algunos días de entre semana era mi único cliente a la hora de comer. Era tan puntual como el reloj de la iglesia, se quedaba exactamente una hora, con su perro tumbado obedientemente debajo de la silla y él mirando por la ventana mientras comía. Cualquiera diría que estaba sordo por el caso que le hacía al puesto de snacks, y apenas intercambiábamos dos palabras salvo para decir hola y adiós.
Un día se presentó pero no se sentó en su mesa habitual y supe que algo iba mal. Ocurrió la semana después del incidente del zorro en el gallinero y yo estaba rendida. Llevaba un grueso vendaje en la mano izquierda después de haberme lesionado y le había pedido a Lisa que cortara ella las verduras para la sopa. Me empeñé en hacer la pasta yo misma y resultó ser una tarea harto difícil: imaginaos tener que hacer la pasta con la mano enfundada en una bolsa de plástico. De pie, medio dormida en la puerta de la cocina, apenas le devolví el saludo a Paul. Me miró por el rabillo del ojo, quitándose la boina y apagando su pequeño cigarrillo oscuro en la puerta.
– Bonjour, madame Simon.
Hice un gesto de asentimiento e intenté sonreír. La fatiga era como una manta grisácea y reluciente que lo cubría todo. Sus palabras eran un bostezo de vocales en un túnel. El perro fue a tumbarse bajo la mesa junto a la ventana, pero Paul permaneció de pie, la boina en una mano.
– No tiene buen aspecto -observó con su modo cansino.
– Estoy bien -respondí secamente-. No he dormido demasiado bien esta noche. Eso es todo.
– Ni ninguna otra noche en todo este mes, diría yo -añadió-. ¿Qué es, insomnio?
Le dirigí una mirada severa.
– Tiene la comida en la mesa -respondí-. Pollo fricassée con guisantes. Y no pienso calentárselo si se le enfría.
Me devolvió una sonrisa soñolienta.
– Empieza a hablarme como si fuese usted mi mujer, madame Simon. ¿Qué dirá la gente?
Pensé que se trataba de otra de sus bromas y la pasé por alto.
– Quizás yo podría ayudarle -insistió Paul-. No tiene derecho a tratarla de este modo. Alguien debería hacer algo al respecto.
– Por favor no se preocupe, monsieur. -Después de tantas noches interrumpidas podía sentir las lágrimas aflorar a la superficie durante el día e incluso aquella simple y amable charla hacía que me escocieran los ojos. Puse una voz seca y sarcástica para compensar y miré a propósito hacia el otro lado-. Puedo arreglármelas yo sola perfectamente.
Paul permaneció inalterable.
– Ya sabe que puede confiar en mí -dijo dulcemente-. A estas alturas ya debería saberlo. Todo este tiempo… -Y entonces lo miré y de pronto lo supe-. Por favor, Boise…
Me puse rígida.
– No pasa nada. No se lo he dicho a nadie ¿no es cierto?
Silencio. La verdad se extendió entre nosotros como si fuera goma de mascar.
– ¿No es cierto?
– No, no lo has hecho -dije negando con la cabeza.
– Bien, entonces -dio un paso hacia mí-. Siempre te negabas a aceptar ayuda cuando la necesitabas, aún en los viejos tiempos. -Pausa-. No has cambiado tanto, Framboise.
Es curioso. Pensé que sí lo había hecho.
– ¿Cuándo lo supiste? -pregunté al fin.
– No tardé mucho tiempo -me contestó lacónicamente, encogiéndose de hombros-. Es probable que fuera la primera vez que probé el kouign amann de tu madre. O quizá fuese el lucio. Jamás olvido una receta.
Y volvió a sonreír bajo su bigote lacio, una expresión que era a la vez dulce y amable, indeciblemente triste al mismo tiempo.
– Debió de ser duro -comentó.
El escozor en los ojos era ahora casi insoportable.
– No quiero hablar de eso ahora -le dije.
Asintió.
– No soy muy hablador -se limitó a responder.
Se sentó para comer su fricassée, deteniéndose ocasionalmente para mirarme y sonreír y al cabo de un rato fui a sentarme junto a él -después de todo, estábamos solos en el restaurante- y me serví un vaso de mi Gros-Plant. Permanecimos en silencio durante un rato. Después de algunos minutos apoyé la cabeza en la mesa y me eché a llorar calladamente. Los únicos ruidos procedían de mis sollozos y de los cubiertos de Paul mientras comía pensativamente, sin mirarme, sin reaccionar. Pero sabía que su silencio era amable.
Cuando hube terminado me limpié el rostro cuidadosamente con el delantal.
– Ahora me gustaría hablar -empecé.
Paul sabe escuchar. Le conté cosas que jamás habría pretendido contar a ningún ser viviente y él escuchaba en silencio, asintiendo ocasionalmente. Le hablé de Yannick y de Laure, de Pistache y de cómo la había dejado ir sin ni siquiera una palabra, de las gallinas, las noches en vela y cómo el ruido del generador me hacía sentir como si un montón de hormigas se colaran en mi cerebro. Le conté mis miedos por el negocio, por mí misma, por mi hermoso hogar y el lugar que me había hecho entre aquella gente. Le confesé mi miedo a envejecer, y mi asombro por el hecho de que los jóvenes de hoy fueran más extraños y duros de lo que fuimos nosotros, aún teniendo en cuenta lo que habíamos visto durante guerra. Le hablé de mis sueños, de la Gran Madre con un bocado de naranja y de Jeannette Gaudin y las serpientes y poco a poco noté cómo el veneno que había dentro de mí empezaba a remitir.
Cuando por fin terminé se hizo el silencio.
– No puedes pasarte todas las noches en vela -dijo Paul al fin-. Acabarías matándote.
– No tengo elección -respondí-. Esa gente podría presentarse en cualquier momento.
– Nos repartiremos las guardias -se limitó a decir Paul. Y así se hizo.
Le dejé que se instalara en la habitación de huéspedes ahora que Pistache y los niños se habían ido. No era ningún estorbo, se ocupaba de sus cosas, se hacía la cama y lo tenía todo ordenado. La mayor parte del tiempo ni siquiera me daba cuenta de su presencia y, sin embargo, estaba allí, tranquilo y discreto. Me sentía culpable por haberle considerado siempre algo lento. De hecho era más rápido que yo en muchos aspectos; efectivamente fue él quien acabó relacionando el puesto de snacks con el hijo de Cassis.
Habíamos estado dos noches vigilando a los intrusos -Paul de las dos a las seis y yo de las diez a las dos- y empezaba a sentirme más descansada y más capaz de enfrentarme a ello. El mero hecho de compartir el problema me bastaba, el saber que había alguien más… Por supuesto los vecinos empezaron a cuchichear casi al instante. No hay forma de mantener las cosas en secreto en un lugar como Les Laveuses y había demasiada gente enterada de que el viejo Paul Hourias había abandonado su cabaña junto al río para trasladarse a la casa de la viuda. La gente se callaba al verme entrar en las tiendas. El cartero me guiñó el ojo mientras estaba haciendo el reparto. También me dirigían algunas miradas recriminadoras procedentes del cura y de sus beatas del domingo, pero por lo general no hubo más que algunas risillas calladas e indulgentes. A Louis Ramondin se le oyó decir que la viuda se había comportado de forma extraña últimamente y ahora sabía el porqué. Irónicamente, muchos de mis clientes regresaron durante algunos días aunque sólo fuese para comprobar que los rumores eran ciertos.
No les hice caso.
Naturalmente, el puesto de snacks no se había movido de sitio y el ruido y la molestia procedente de la multitud congregada no disminuyó. Había desistido de intentar razonar con el hombre y con las autoridades, que tal y como estaban las cosas, parecían no mostrar el menor interés, lo que nos dejaba a Paul y a mí con una única alternativa.
Investigamos.
Cada día Paul se iba a tomar una demi a La Mauvaise Réputation, donde solían ir los motoristas y las chicas de la ciudad. Interrogó al cartero. Lise, mi camarera, también nos ayudó, a pesar de que no pude contratarla durante el invierno, y metió en el caso a su hermano pequeño, Viannet, lo que sin duda hizo de Luc el hombre más observado de Les Laveuses. Descubrimos algunas cosas.
Era de París. Hacía seis meses que se había trasladado a Angers. Tenía dinero y bastante, y lo gastaba despreocupadamente. Nadie parecía conocer su apellido aunque llevaba un anillo con las iniciales L.D. Y tenía buen ojo para las chicas. Conducía un Porsche blanco que aparcaba en la parte trasera de La Mauvaise Réputation. En general parecía tener buena prensa, lo que significaba que probablemente invitaba a muchas rondas.
No era mucho para todo el esfuerzo que habíamos invertido.
Entonces fue cuando a Paul se le ocurrió inspeccionar el puesto de snacks. Naturalmente yo ya lo había hecho antes pero Paul esperó a que estuviera cerrado y su propietario estuviese a salvo en La Mauvaise Réputation. Estaba cerrado a cal y canto pero en la parte trasera del remolque encontró una pequeña placa de metal con un registro y un número de contacto inscrito en él. Comprobamos el número de teléfono y lo localizamos…
Pertenecía al restaurante Aux Délices Dessanges, Rue des Romarins, Angers.
Debería haberlo imaginado desde el principio.
Yannick y Laure no habían renunciado con tanta facilidad a una fuente potencial de ingresos. Y sabiendo lo que ahora sabía era fácil de entender dónde lo había visto antes. La misma nariz ligeramente aquilina, los ojos astutos y brillantes, los pómulos pronunciados… Luc Dessanges. El hermano de Laure.
Mi primera reacción fue ir directamente a la policía. No a nuestro Louis sino a la policía de Angers para contarles que estaba siendo víctima de un acoso. Pero Paul me convenció de lo contrario.
No había pruebas, me dijo amablemente. Sin pruebas nadie podía hacer nada. Luc no había hecho nada abiertamente ilegal. En el caso de que pudiéramos pillarlo, bueno, eso sería otra cosa, pero era demasiado cuidadoso, demasiado astuto para eso. Estaban esperando a que me derrumbase, esperando el momento oportuno para venir y exponerme sus exigencias… «Si pudiésemos ayudarte, Mamie. Déjanos intentarlo. Sin guardar rencores.»
Estaba por coger el autobús hacia Angers en aquel mismo instante. Ir a buscarlos a su guarida. Ponerlos en evidencia delante de sus amigos y clientes. Gritarles a todos y a cada uno de los presentes que me estaban acosando, extorsionando. Pero Paul dijo que debíamos esperar. La impaciencia y la agresividad me habían hecho perder a la mitad de mis clientes. Por primera vez en mi vida esperé.
Se presentaron una semana después.
Era domingo por la tarde y llevaba tres semanas cerrando la crêperie los domingos. El puesto de snacks también estaba cerrado -él seguía mis horas de apertura casi al minuto- y Paul y yo estábamos en el jardín con el último sol de otoño caldeando nuestros rostros. Yo estaba leyendo pero Paul, a quien nunca se le dio bien leer en los viejos tiempos, parecía satisfecho estando ahí sentado, sin nada que hacer, mirándome de vez en cuando de aquella forma suya, pacífica y sin exigencias, o quizá estaba tallando un trozo de madera.
Oí un ruido en la puerta y fui a ver quién era. Era Laure, fría y práctica en su vestido azul oscuro, con Yannick con traje gris marengo detrás. Sus sonrisas eran como las teclas de un piano de cola. Laure llevaba una planta con hojas rojas y verdes. No los dejé pasar del umbral.
– ¿Quién se ha muerto? -pregunté fríamente-. No seré yo, aún no, aunque no quedará por vuestros malditos intentos.
Laure hizo una mueca de dolor.
– Vamos, Mamie -empezó.
– No vuelvas a mamearme -le repliqué-. Conozco vuestros sucios juegos intimidatorios. No os va a funcionar. Me moriré antes de que me saquéis un céntimo, así que ya puedes decirle a tu hermano que coja su grasiento carro y se largue de aquí, porque ya sé qué es lo que anda buscando y como no pare ahora mismo juro que iré a la policía y le contaré lo que estáis haciendo con pelos y señales.
Yannick pareció alarmado y empezó a hacer ruidos apaciguadores, pero Laure estaba hecha de pasta más dura. La sorpresa en su rostro no duró más que diez segundos, después de los cuales se endureció en una sonrisa fría y seca.
– Desde el principio supe que lo mejor sería contártelo todo de entrada -dijo, dirigiéndole una mirada desdeñosa de soslayo a su marido-. Todo esto no nos va a ayudar en absoluto a ninguno de nosotros y estoy convencida de que una vez te lo haya explicado todo entenderás el valor de un poco de cooperación.
– Puedes explicarme lo que te dé la gana -anuncié cruzándome de brazos-, pero la herencia de mi madre nos pertenece a mí y a Reine-Claude, os contara lo que os contara Cassis, y no hay nada más que decir.
Laure me dedicó una amplia y odiosa sonrisa de desagrado.
– ¿Es eso lo que crees que queremos, Mamie? ¿Tu pequeña parte de dinero? ¡Oh, de veras! Debes pensar que somos un par de indeseables.
De pronto fue como si me viese a mí misma a través de sus ojos, una mujer anciana con un delantal lleno de manchas, los ojos como endrinas y el cabello repeinado hacia atrás, tan estirado que hacía que la piel se me tensara. Me puse a gruñirles entonces, como un perro aturdido, y me aferré a la jamba de la puerta para mantenerme firme. La respiración entrecortada, cada aliento un penoso viaje.
– No es que no nos fuera a ir bien algo de dinero -anunció Yannick seriamente-. El negocio del restaurante no va demasiado bien últimamente. Y los artículos en Hôte & Cuisine no fueron de gran ayuda. Y tenemos algunos problemas…
Laure lo hizo callar con la mirada.
– Yo no quiero el dinero para nada -repitió.
– Sé lo que quieres -repuse, bruscamente, intentando no revelar mi confusión-. Las recetas de mi madre. Pero no pienso dártelas.
Laure se me quedó mirando sin dejar de sonreír. Me di cuenta que no eran sólo las recetas lo que quería y un puño frío me atenazó el corazón.
– No -musité.
– El álbum de Mirabelle Dartigen -anunció Laure dulcemente-. Su verdadero álbum. Sus pensamientos, sus recetas, sus secretos. La herencia de nuestra abuela para todos nosotros. Sería un crimen mantener para siempre en secreto algo así.
– ¡No!
La palabra salió despedida de mí y sentí como si la mitad de mi corazón se fuese con ella. Laure se sobresaltó y Yannick dio un paso hacia atrás. Mi respiración era como si tuviese la garganta llena de anzuelos.
– No podrás guardar el secreto para siempre, Framboise -dijo Laure razonable-. Resulta increíble que nadie lo haya descubierto. Mirabelle Dartigen… -estaba con las mejillas arreboladas, casi hermosa en su excitación-… una de las criminales más esquivas y enigmáticas del siglo xx. De golpe asesina a un joven soldado y aguanta impertérrita mientras la mitad del pueblo es fusilado en castigo y luego se larga sin dar ni una palabra de explicación a nadie.
– ¡No fue así! -protesté a pesar de mí misma.
– Entonces dime cómo fue -rogó Laure, avanzando un paso-. Te lo consultaría todo. Tenemos en nuestras manos la oportunidad de una fantástica y exclusiva investigación de todo esto, y estoy segura de que podría salir un libro fabuloso…
– ¿Qué libro? -le dije estúpidamente.
– ¿Cómo que qué libro? -Laure me miró impaciente-. Pensé que ya lo habías imaginado. Dijiste…
Sentí la lengua pegada al paladar. Y murmuré con dificultad:
– Pensé que te interesaba el libro de recetas. Después de lo que me dijiste…
Negó con la cabeza con impaciencia.
– No, necesito investigar para mi libro. Leíste el panfleto, ¿no? Debiste suponer que estaba interesada en el caso. Y cuando Cassis nos dijo que ella estaba emparentada con nosotros. La abuela de Yannick… -se interrumpió para cogerme la mano. Sus dedos eran largos y fríos, las uñas pintadas de color rosa como los labios-… Mamie, eres la última de sus hijos. Cassis muerto, Reine-Claude inútil…
– ¿Fuiste a verla? -le dije sin comprender.
Asintió.
– No recuerda nada. Un completo vegetal -hizo una mueca-. Además nadie en Les Laveuses recuerda nada digno de importancia o, si lo hacen, no quieren hablar…
– ¿Cómo lo sabes? -La rabia había cedido paso a un sentimiento de frialdad, la conclusión de que aquello era mucho peor de lo que había sospechado al principio.
– Luc, naturalmente -dijo encogiéndose de hombros-. Le pedí que viniese aquí, hiciese algunas preguntas, que invitara a algunas rondas en el viejo club de pescadores, ya sabes a lo que me refiero. -Me dirigió una mirada impaciente, burlona-. Antes dijiste que ya lo sabías todo.
Asentí en silencio, demasiado paralizada para hablar.
– Tengo que admitir que te las has arreglado muy bien para mantenerlo todo en secreto por más tiempo del que imaginé posible -continuó con un tono de admiración-. Nadie sospecha que seas más que una amable señora bretona, la veuve Simon. Eres muy respetada. Te has hecho un buen hueco aquí. Nadie alberga la menor sospecha. Ni siquiera se lo contaste a tu hija.
– ¿Pistache? -Me sentí estúpida, con la boca abriéndoseme a la par que mi mente-. ¿Has hablado con ella?
– Le escribí algunas cartas. Pensé que podría saber algo de Mirabelle. Nunca se lo contaste ¿no es cierto?
¡Oh, Dios! ¡Oh, Pistache! Estaba en medio de un desprendimiento de tierras en el que cada movimiento desencadenaba un nuevo deslizamiento de montañas, causando otro colapso de un mundo que yo creía seguro.
– ¿Pero qué hay de tu otra hija? ¿Cuándo fue la última vez que estuvisteis en contacto? ¿Y qué es lo que ella sabe?
– No tienes ningún derecho, ningún derecho… -las palabras eran ásperas, como si tuviese la boca llena de sal-. No entiendes lo que esto significa para mí, este lugar. Si la gente llegara a enterarse…
– Bueno, bueno, Mamie. -Me sentía demasiado débil para empujarla y me rodeó con los brazos-. Naturalmente mantendríamos tu nombre fuera de todo esto. E incluso en el caso de que se descubriera, tienes que aceptar que podría pasar algún día, entonces te encontraremos otro lugar. Un lugar mejor. De todos modos, a tu edad no deberías estar viviendo en una granja vieja y destartalada como ésta, por el amor de Dios ni siquiera tienes buenas cañerías, podríamos instalarte en un bonito apartamento en Angers, mantendríamos a la prensa alejada de ti. Nos preocupamos por ti, Mamie, a pesar de lo que puedas pensar. No somos unos monstruos. Queremos lo mejor para ti…
La empujé con más fuerza de la que creí tener.
– ¡No!
Poco a poco me fui dando cuenta de la presencia de Paul, de pie detrás de mí, guardando silencio, y mi temor se transformó en una gran flor de rabia y de júbilo. No estaba sola. Paul, mi leal y viejo amigo, estaba conmigo ahora.
– Piensa en lo que podría significar para la familia, Mamie.
– ¡No! -empecé a cerrar la puerta, pero Laure interpuso su tacón en la rendija.
– No puedes esconderte para siempre.
Entonces Paul se adelantó hacia el portal. Habló con una voz tranquila y ligeramente pausada, la voz de un hombre que o bien está en profunda paz consigo mismo o bien es un poco retrasado.
– Quizá no hayas oído a Framboise. -Habría dicho que su sonrisa era casi errática de no haber sido por el guiño que me hizo y en aquel momento lo quise con tal plenitud y arrebato que hizo ahuyentar mi rabia-. Si no lo he entendido mal, ella no quiere saber nada de este asunto. ¿No es eso?
– ¿Quién es éste? -inquirió Laure-. ¿Qué está haciendo aquí?
Paul le dedicó una de sus sonrisas dulces y ausentes.
– Un amigo de hace muchos años -se limitó a decir.
– Framboise -me llamó Laure por encima del hombro de Paul-. Piensa en lo que te hemos dicho. Piensa en lo que significa. No te lo pediríamos si no fuera importante. Piensa en…
– Estoy seguro de que lo hará -dijo Paul amablemente y cerró la puerta. Laure empezó a llamar persistentemente y Paul echó el pestillo y puso la cadena de seguridad. Podía oír su voz, apagada por el grosor de la madera, con una nota de zumbido estridente en ella.
– ¡Framboise, sé razonable! ¡Le diré a Luc que se marche! ¡Las cosas pueden volver a ser como antes! ¡Framboise!
– ¿Café? -sugirió Paul, entrando en la cocina-. Te hará sentirte, ya sabes, mejor.
Le eché un vistazo a la puerta.
– Esa mujer -dije con la voz temblorosa-. Esa odiosa mujer.
Paul se encogió de hombros.
– Lo tomaremos fuera -se limitó a sugerir-. No la oiremos desde allí.
Para él era tan sencillo como aquello, y yo le seguí exhausta mientras él me traía de la cocina un café solo con crema de canela y azúcar y un trozo de far de arándanos de la alacena. Comí y bebí en silencio durante un rato hasta que sentí que me volvían las fuerzas.
– No cejará en el empeño -le dije al fin-. De un modo u otro estará encima de mí hasta que consiga echarme. Entonces no tendrá ningún sentido mantener el secreto por más tiempo -me llevé la mano a mi dolorida cabeza-. Sabe que no puedo resistir eternamente. Todo lo que tiene que hacer es esperar. En cualquier caso, no podré aguantar mucho.
– ¿Vas a ceder ante ella? -la voz de Paul era tranquila y curiosa.
– No -repuse bruscamente.
– Entonces no deberías hablar como si pensaras hacerlo. Eres más lista que ella. -Por alguna razón se había sonrojado-. Y puedes vencerla si te lo propones…
– ¿Cómo? -Sé que sonaba a mi madre, pero no podía evitarlo-. ¿Contra Luc Dessanges y sus amigos? ¿Contra Laure y Yannick? No han pasado ni dos meses y ya me han medio arruinado el negocio. Lo único que tienen que hacer es seguir así y para la primavera… -Hice un gesto furioso de frustración-. ¿Y qué pasará cuando empiecen a hablar? Lo único que tienen que decir… -se me atragantaron las palabras-… lo único que tienen que hacer es mencionar el nombre de mi madre…
Paul negó con la cabeza.
– No creo que lo hagan -dijo tranquilamente-. En cualquier caso, no de entrada. Quieren algo con lo que poder negociar. Saben que eso te da miedo.
– Cassis se lo dijo -confesé apagadamente.
– No importa -repuso encogiendo los hombros-. Te dejarán en paz por un tiempo. Esperan convencerte. Hacerte entrar en razón. Quieren que lo hagas por voluntad propia.
– ¿Y? -empezaba a sentir mi rabia dirigiéndose hacia él-. ¿Cuánto tiempo me deja eso? ¿Un mes? ¿Dos? ¿Qué puedo hacer en dos meses? Podría devanarme los sesos durante un año entero y seguiría sin…
– Eso no es cierto. -Habló terminantemente, sin resentimiento, sacando un Gauloise de su bolsillo superior y frotando una cerilla contra el pulgar para encenderlo-. Puedes hacer todo lo que te propongas. Siempre pudiste. -Me miró entonces por encima del ojo rojo del cigarrillo y me dedicó su débil y triste sonrisa-. Te acuerdas de los viejos tiempos. Capturaste a la Gran Madre, ¿no?
– No es lo mismo -le dije moviendo la cabeza.
– Sí lo es, más o menos -replicó Paul, exhalando el áspero humo-. Ya deberías saberlo. Se puede aprender mucho de la vida por la pesca. -Lo miré perpleja. Continuó-: Piensa en la Gran Madre, por ejemplo. ¿Cómo conseguiste pescarla cuando todos los demás no pudieron?
Consideré la pregunta por un instante, pensando como la niña de nueve años que entonces era.
– Estudié el río -dije por fin-. Aprendí los hábitos del viejo lucio, dónde se alimentaba y de qué. Y esperé. Tuve suerte, eso es todo.
– Humm. -El cigarrillo volvió a resplandecer y expelió el humo por la nariz-. Y si ese Dessanges fuese un pez, ¿qué harías entonces? -Sonrió de repente-. Averiguarías dónde se alimenta. Buscarías el cebo adecuado y ya es tuyo. ¿No te parece?
Me lo quedé mirando.
– ¿No te parece?
Quizá. La esperanza trazó una fina línea plateada en mi corazón. Quizá.
– Soy demasiado vieja para luchar contra ellos -suspiré-. Demasiado vieja, y estoy demasiado cansada.
Paul me puso su mano morena y rugosa sobre la mía y me sonrió.
– No para mí -confesó.
Naturalmente, Paul tenía razón. Se puede aprender mucho de la vida a través de la pesca. Tomas me había enseñado eso, entre otras cosas. Hablábamos mucho el año en que fuimos amigos. A veces Cassis y Reine estaban allí; charlábamos e intercambiábamos información a cambio de algunos artículos de contrabando; una barra de goma de mascar, una tableta de chocolate, un frasco de crema para la cara para Reine o una naranja… Tomas parecía tener una reserva ilimitada de esas cosas que nos repartía con una indiferencia casual. Ahora casi siempre venía solo.
Desde mi conversación con Cassis en la cabaña del árbol sentía que las cosas entre nosotros, Tomas y yo, habían quedado asentadas. Seguíamos las normas; no las normas arbitrarias inventadas por nuestra madre sino las normas sencillas que incluso una niña de nueve años podía entender: «Mantén los ojos bien abiertos. Busca el número uno. Comparte y hazlo equitativamente». Habíamos tenido que apañárnoslas solos durante tanto tiempo que resultaba estupendo, cuando no un silencioso consuelo, volver a tener a alguien que estuviera al mando; un adulto, alguien que se encargase de poner orden.
Recuerdo un día que estábamos juntos, nosotros tres, y Tomas llegaba tarde. Cassis seguía llamándole Leibniz, aunque Reine y yo hacía tiempo que habíamos progresado a un trato de primera persona, y aquel día Cassis estaba inquieto y malhumorado, sentado lejos de nosotras en la orilla del río, lanzando piedras al agua. Se las había tenido con mi madre aquella mañana por un asunto de poca importancia.
– ¡Si nuestro padre viviese no te atreverías a hablarme así!
– ¡Si vuestro padre viviese haría lo que se le mandara, igual que tú!
Ante el látigo de su lengua Cassis huyó, como hacía siempre. Tenía guardada la vieja chaqueta de caza de padre en un colchón de paja en la cabaña del árbol y ahora la llevaba puesta, encorvado como si fuese un viejo indio envuelto en una manta. Siempre era una mala señal cuando llevaba puesta la chaqueta de padre y Reine y yo lo dejamos en paz.
Aún estaba sentado ahí cuando Tomas llegó.
Tomas se dio cuenta al instante y se sentó en la orilla, un poco más allá, sin decir nada.
– Ya estoy harto -dijo Cassis por fin sin mirar a Tomas-. Son cosas de críos. Ya casi tengo catorce años. Ya estoy harto de eso.
Tomas se quitó su guerrera y la puso a un lado para que Reinette pudiese registrarle los bolsillos. Yo estaba echada boca abajo en la orilla y los observaba.
Cassis volvió a hablar.
– Cómics. Chocolate. Todo eso no son más que tonterías. Eso no es la guerra. No es nada. -Se puso en pie, parecía agitado-. Nada de eso es serio. Es sólo un juego. A mi padre le volaron la cabeza y para ti todo es un puñetero juego, ¿eh?
– ¿Es eso lo que crees?
– Creo que eres un boche.
– Ven conmigo -dijo Tomas levantándose-. Chicas, vosotras os quedáis aquí ¿vale?
Reine lo hizo de muy buen grado, para poder hojear las revistas y los tesoros que escondían los muchos bolsillos del gran abrigo. La dejé y me escabullí detrás de ellos agazapada, arrastrándome por el suelo musgoso. Sus voces llegaban hasta mí distantes, como motas de polvo desde la cúpula del árbol.
No podía escuchar todo lo que decían. Estaba acurrucada detrás de un tronco caído, temerosa casi hasta de respirar. Tomas desenfundó la pistola y se la dio a Cassis.
– Cógela. Siente la sensación de tenerla entre las manos.
Debió de sentirla pesada. Cassis la alzó y apuntó hacia el alemán. Tomas pareció no darse cuenta.
– A mi hermano lo mataron por desertor -dijo Tomas-. Acababa de terminar el período de entrenamiento. Tenía diecinueve años y estaba asustado. Era ametrallador y el ruido debió de hacer que enloqueciera. Murió en un pueblo francés, justo al inicio de la guerra. Pensé que si hubiese estado conmigo podría haberlo ayudado, podría haberlo tranquilizado, haber hecho que no se metiera en líos. Yo ni siquiera estaba allí.
Cassis lo miró con hostilidad.
– ¿Y?
Tomas pasó por alto la pregunta.
– Era el favorito de mis padres. Ernst siempre era quien repelaba las cacerolas cuando mi madre estaba cocinando. Quien tenía menos tareas que hacer. Quien los hacía sentirse más orgullosos. ¿Yo? Yo era un estudiante más aplicado que brillante, que sólo servía para sacar la basura y dar de comer a los cerdos. No mucho más que eso.
Ahora Cassis le escuchaba. Podía sentir la tensión entre ellos como algo candente.
– Cuando recibimos la noticia yo me encontraba en casa de permiso. Llegó una carta. Se suponía que debía ser un secreto pero al cabo de una media hora todos en el pueblo sabían que el chico Leibniz había desertado. Mis padres no podían entender lo que estaba sucediendo. Se comportaban como si hubiesen sido alcanzados por un rayo.
Me acerqué un poco más a rastras, utilizando el tronco caído como protección. Tomas prosiguió.
– Lo más curioso es que siempre había pensado que yo era el cobarde de la familia. Siempre agachaba la cabeza. No me arriesgaba. Pero a partir de aquel momento me convertí en un héroe para mis padres. De pronto había pasado a ocupar el puesto de Ernst. Era como si él jamás hubiera existido. Yo era su único hijo. Lo era todo.
– ¿No te daba… miedo? -la voz de Cassis apenas era audible.
Tomas asintió.
Entonces oí a Cassis suspirar, como el ruido de una pesada puerta al cerrarse.
– Se suponía que no tenía que morir -dijo mi hermano. Supuse que se estaba refiriendo a mi padre.
Tomas esperó pacientemente, impasible en apariencia.
– Se suponía que era el más inteligente. Lo tenía siempre todo bajo control. Él no era un cobarde -Cassis se interrumpió y miró a Tomas como si su silencio implicara algo. Le temblaba la voz y las manos.
Entonces empezó a gritar con voz aguda y torturada, palabras que yo apenas podía identificar y que salían atropelladamente en una furiosa avidez por liberarse.
– Se suponía que no tenía que morir. Se suponía que lo arreglaría todo y haría que todo fuese mejor y en vez de eso se fue y consiguió que le volasen su estúpida crisma y ahora soy yo quien está al cargo y ya no sé… qué es lo que debo hacer y estoy tan asus…
Tomas esperó a que terminase. Tardó algún tiempo. Luego alargó la mano y le quitó tranquilamente la pistola.
– Ése es el problema con los héroes -señaló-. Que nunca llegan a cumplir las expectativas, ¿no crees?
– Podría haberte disparado -dijo Cassis hosco.
– Hay más de una forma de contraatacar -respondió Tomas.
Sentí que la conversación estaba llegando a su fin e inicié la retirada entre los arbustos; no quería que me viesen cuando regresaran. Reinette seguía allí, absorta en un ejemplar de Ciné-Mag. Cinco minutos después Cassis y Tomas regresaron, cogidos del brazo como si fuesen hermanos y Cassis llevaba puesta la gorra del alemán un poco ladeada.
– Quédatela -le dijo Tomas-. Sé dónde puedo encontrar otra.
El cebo había picado. Desde aquel momento Cassis se convirtió en su esclavo.
Después de aquello, nuestro entusiasmo por la causa de Tomas se duplicó. Cualquier información, no importaba cuán trivial fuese, era harina para su molino. Madame Henriot en la oficina de correos abría las cartas en secreto, Gilles Petit, el carnicero, vendía carne de gato haciéndola pasar por conejo, habían oído a Martin Dupré hablar contra los alemanes en La Mauvaise Réputation en compañía de Henri Drouot, todo el mundo sabía que los Truriand tenían una radio escondida en una trampilla en el jardín de detrás y que Martin Francin era comunista. Cada día Tomas visitaba a esas personas con la excusa de recoger provisiones para el cuartel y salía con un poco más de lo que había ido a buscar, un puñado de billetes, algún retal de tela del mercado negro o una botella de vino… A veces sus víctimas pagaban con más información; un primo de París oculto en una bodega de Angers, o un muerto, apuñalado detrás del café Le Chat Rouget. Al final del verano Tomas Leibniz conocía la mitad de los secretos de Angers y dos tercios de Les Laveuses y poseía una pequeña fortuna acumulada en su colchón en el cuartel. Una forma de contraatacar, lo llamaba él. Contra qué, nunca necesitó decirlo.
Mandaba dinero a Alemania aunque nunca supe cómo. Había formas de hacerlo. A través de valijas diplomáticas, en el correo, en trenes de comestibles y camiones de hospitales. Muchas vías para ser explotadas por un joven emprendedor, dados los contactos adecuados. Intercambiaba obligaciones con otros compañeros para visitar las granjas locales. Escuchaba detrás de la puerta del comedor de los oficiales. Tomas gustaba a la gente, confiaban en él, hablaban con él. Y él jamás se olvidaba de algo.
Era arriesgado. Me lo confesó un día que nos encontramos en el río. Si cometía un error podían fusilarlo. Pero sus ojos resplandecían por la risa mientras me lo decía. Sólo pillan a los bobos, dijo sonriente. Un tonto se vuelve descuidado y negligente, y quizá codicioso también. Heinemann y los otros eran tontos. Antes los había necesitado pero ahora resultaba más seguro jugar en solitario. Eran un lastre para él, todos ellos. Demasiadas debilidades; a Schwartz, el gordinflón, le gustaban demasiado las chicas, Hauer bebía en exceso y Heinemann, con sus tics constantes, era un candidato de primera para el manicomio. No, dijo perezosamente, mientras yacía de espaldas con un tallo de trébol entre los dientes, era preferible trabajar solo y esperar y dejar que fuesen los otros quienes asumieran los riesgos.
– Mira tu lucio -me dijo pensativamente-. No ha conseguido vivir tanto tiempo en el río arriesgándose. Es de los que se alimenta casi siempre en el fondo, aunque sus dientes le permitirían devorar a casi cualquier pez del río. -Hizo una pausa para tirar el tallo de trébol e incorporarse a una posición sentada, escrutando el agua-. Sabe que lo andan buscando, backfisch, así que espera en el fondo, se alimenta de residuos y de lodo. En el fondo está a salvo. Observa a los otros peces, a los más pequeños, más cercanos a la superficie, atisba los reflejos del sol en sus vientres, y cuando ve uno pequeño que está un poco apartado del resto, uno que quizás esté en problemas, ¡ñam! -Lo mostró con un movimiento rápido de las manos, cerrando unas mandíbulas imaginarias sobre la víctima invisible.
Yo lo observaba con los ojos abiertos de par en par.
– Se mantiene alejado de las trampas y las redes. Las conoce de lejos. Los otros peces son avariciosos pero el viejo lucio se toma su tiempo. Sabe esperar. Y el cebo, también lo conoce. Las trampas no sirven de nada con el viejo lucio. Sólo le interesan los cebos vivos, e incluso ésos sólo a veces. Se ha de ser muy listo para pescar un lucio. -Sonrió-. Tú y yo podríamos aprender algunas lecciones de un viejo lucio como ése, backfisch.
Bien, le tomé la palabra. Lo veía una vez cada quincena o cada semana incluso, y en una o dos ocasiones estuve sola con él, aunque la mayoría de veces estábamos los tres. Solía ser los jueves y nos encontrábamos en el puesto de vigilancia, íbamos al bosque o al río, lejos del pueblo, donde nadie pudiese vernos. A menudo Tomas venía vestido de paisano; el uniforme lo dejaba oculto en la cabaña del árbol para que nadie hiciese preguntas. En los malos días de madre, yo utilizaba la naranja para hacer que permaneciese en su cuarto mientras quedábamos con Tomas. El resto de los días me levantaba cada mañana a las cuatro y media y me iba a pescar antes de empezar con las tareas matinales, cuidando elegir los tramos más oscuros y tranquilos del Loira. Capturaba cebos vivos en mis trampas para cangrejos, manteniéndolos con vida y cautivos hasta que pudiese utilizarlos con la nueva caña. Entonces los hacía oscilar a ras del agua, ligeramente, para que sus pálidos vientres tocasen la superficie, rastrillando la corriente con el riel. Conseguí pescar varios lucios de esta forma pero todos eran jóvenes, ninguno más grande que un pie o una mano. Aun así, los colgaba en las piedras alzadas junto a las tiras malolientes hechas con las serpientes de agua que había dejado secar ahí durante el verano.
Como el lucio, esperaba.
Era a principios de septiembre y el verano estaba concluyendo. Aunque todavía hacía calor había una nueva madurez en el aire, algo rico y henchido, un aroma dulzón a decadencia. Las malas lluvias de agosto habían echado a perder la mayor parte de la cosecha de frutas y lo que quedaba estaba lleno de avispas, pero aun así lo cogíamos: no podíamos permitirnos desperdiciarlo, y lo que no podía venderse como fruta fresca servía para hacer confituras o licores para el invierno. Mi madre supervisaba la operación. Nos daba gruesos guantes y pinzas de madera para coger la fruta caída, guantes que en otros tiempos habían sido utilizados para sacar la colada de los toneles de agua hirviendo en la lavandería. Recuerdo que las avispas eran especialmente agresivas aquel año, quizás intuían la llegada del otoño y su muerte cercana, pues nos picaban continuamente a pesar de los guantes mientras echábamos la fruta medio podrida en grandes sartenes para hacer la confitura. Al principio, la misma confitura era la mitad de avispas y Reine, que odiaba los insectos, estaba casi histérica por tener que sacar con la espumadera sus cuerpos medio muertos de la superficie espumosa, que iba dejando un líquido encarnado, para tirarlos con una rociada de jugo de ciruelas lejos, al camino, donde sus compañeras vivas se aprestaban a arrastrarse pegajosamente. Madre no tenía paciencia con semejante comportamiento. Se suponía que no debíamos tener miedo de cosas como las avispas y cada vez que Reine gritaba y lloraba por tener que recoger aquella masa enjambrada de ciruelas caídas, madre le hablaba en un tono más rudo del que solía emplear habitualmente.
– No seas más boba de lo que Dios te hizo, niña -la reñía-. ¿Te crees que las ciruelas se recogen solas? ¿O esperas que nosotros lo hagamos por ti?
Reine lloriqueaba con los brazos rígidamente extendidos y el rostro contraído por el asco y el miedo.
El tono de madre se hizo más peligroso. Por un momento su voz sonó incisiva, como un zumbido amenazador.
– Venga -la instó-. O te daré una razón para que llores de verdad. -Y le dio un fuerte empujón hacia el montón de ciruelas que habíamos recogido: un montón de fruta esponjosa y medio fermentada, volátil con avispas. Reine se vio inmersa en un enjambre de insectos y se puso a gritar, retrocediendo hacia mi madre con los ojos cerrados, lo que le impidió ver el repentino espasmo de rabia que cruzó el rostro de ésta. Por un instante madre pareció casi paralizada, luego agarró del brazo a Reinette, que seguía chillando presa de la histeria, y la arrastró bruscamente hacia la casa sin mediar palabra. Cassis y yo nos miramos pero no hicimos ademán de seguirlas. Sabíamos bien que más nos valía no hacerlo. Cuando Reinette empezó a gritar con más fuerza, cada lamento puntuado por un ruido semejante al chasquido de un pequeño rifle de aire, nos limitamos a encogernos de hombros y regresar al trabajo entre las avispas, utilizando las pinzas de madera para recoger los montones de ciruelas tocadas y ponerlas en los bidones que estaban alineados en el camino.
Después de lo que se me antojó un buen rato, cesó el ruido de los azotes y Reine y mi madre salieron de la casa, ésta sujetando aún el trozo de cuerda de tender la ropa que había utilizado, y se pusieron a trabajar en silencio, Reinette sorbiéndose la nariz de cuando en cuando y secándose los ojos enrojecidos. Poco después, los tics de mi madre empezaron de nuevo y se marchó a su habitación dejándonos instrucciones expresas para acabar de recoger la fruta caída y poner la confitura al fuego. Nunca volvió a mencionar el incidente después ni tampoco pareció acordarse de lo que había sucedido, aunque aquella noche oí a Reinette moviéndose desapaciblemente y gimiendo y le vi los verdugones morados en las piernas mientras se ponía el camisón.
A pesar de ser algo bastante insólito, estuvo lejos de ser la última cosa insólita que madre haría aquel verano y muy pronto todos lo olvidamos, menos Reinette, claro está. Teníamos otras cosas en las que pensar.
Había visto muy poco a Paul aquel verano; cuando Cassis y Reinette no iban a la escuela mantenía las distancias. Pero en septiembre el nuevo curso estaba a punto de empezar y Paul empezó a venir con más frecuencia. A pesar de que me gustaba Paul, me inquietaba la idea de que conociera a Tomas, así que a menudo lo evitaba: me ocultaba entre los matorrales que había junto al río hasta que se iba, no hacía caso de sus llamadas o hacía ver que no lo veía cuando me saludaba. Al cabo de un tiempo debió de captar el mensaje porque dejó de venir.
Justamente a partir de aquel momento madre empezó a comportarse de forma extraña. Desde el incidente con Reinette la habíamos observado con recelosa desconfianza, como seres primitivos a los pies de su dios, y, en verdad, ella era para nosotros una especie de ídolo, un ente de favores y castigos arbitrarios, y sus sonrisas y entrecejos eran la veleta que marcaba el giro de nuestro viento emocional. Ahora, con septiembre a la vuelta de la esquina y la escuela a punto de empezar para sus dos hijos mayores, madre se transformó en una parodia de sí misma; se enfurecía por la menudencia más insignificante: una servilleta dejada junto al fregadero, un plato sobre la tabla de secar, una mota de polvo en el cristal del marco de una fotografía. Sus dolores de cabeza la torturaban casi a diario. Casi envidiaba a Cassis y a Reine, que podían pasar largos días en el colegio, pero la escuela primaria había sido clausurada y yo hasta el año siguiente no tendría edad suficiente para acompañarlos a Angers.
Utilizaba a menudo la bolsita con la naranja. Me sentía aterrorizada ante la idea de que mi madre llegase a descubrir el truco pero no podía evitarlo. Sólo se tranquilizaba cuando se tomaba las pastillas y sólo se las tomaba cuando olía a naranjas. Ocultaba mi provisión de piel de naranja en el fondo del barril de anchoas y lo sacaba cada vez que lo necesitaba. Era arriesgado, pero a veces me proporcionaba cinco o seis horas de una paz muy necesitada.
La guerra continuaba pese a aquellos breves lapsos de tregua. Yo crecía muy deprisa; ya era tan alta como Cassis y había pasado a Reinette. Tenía el mismo rostro aquilino de mi madre, sus ojos oscuros y recelosos. Me sentía más ofendida por aquel parecido que por su nuevo comportamiento y mientras el verano se enranciaba en el otoño sentía cómo crecía mi resentimiento hacia ella hasta casi ahogarme en él. Había un espejo en nuestra habitación y me sorprendía mirándome en él en secreto. Nunca antes me había interesado mi aspecto pero ahora me volví curiosa primero y crítica después. Hacía una lista de mis defectos y me desesperaba al ver que eran tan numerosos. Me habría gustado tener el pelo rizado como Reinette, y los labios carnosos y encarnados. Miraba a hurtadillas las fotografías de cine de debajo del colchón de mi hermana y llegué a memorizarlas una a una. No con suspiros y éxtasis sino con los dientes apretados por la desesperación. Me retorcía el cabello con cuerdas para hacer que se rizase. Me pellizcaba con fiereza los capullos castaños de mis pechos para hacerlos crecer. No servía de nada. Seguía siendo la viva imagen de mi madre, hosca, inarticulada y desgarbada. Había otras cosas extrañas. Tenía sueños vividos de los que despertaba respirando con dificultad y sudando, a pesar de que las noches eran frías. Mi sentido del olfato se había aguzado tanto que algunos días podía percibir el heno quemado procedente del campo de Hourias con el viento en contra, sabía cuándo Paul había comido jamón cocido o lo que mi madre estaba cocinando incluso antes de llegar al huerto. Por primera vez fui consciente de mi propio olor: un olor salado, cálido y como a pescado que persistía aun después de haberme frotado la piel con bálsamo de limón y hierbabuena, y el aroma intenso y empalagoso de mi cabello. Tenía dolores de estómago, yo que nunca estaba enferma, y me dolía la cabeza. Empecé a preguntarme si la rareza de mi madre no era algo que yo hubiese heredado, un secreto absurdo y terrible al cual me veía abocada.
Una mañana me levanté y encontré las sábanas manchadas de sangre. Cassis y Reinette se estaban preparando para ir al colegio en bicicleta y no me prestaron demasiada atención. Instintivamente eché la cubierta por encima de la sábana manchada y me puse una falda vieja y un jersey antes de salir corriendo hacia el Loira para investigar mi aflicción. Tenía las piernas manchadas de sangre y me lavé en el río. Intenté hacerme un vendaje con pañuelos viejos pero la herida era demasiado profunda, demasiado compleja para aquello. Me sentía como si me estuviesen desgarrando nervio a nervio.
Jamás se me pasó por la cabeza contárselo a mi madre. Nunca había oído nada sobre la menstruación. Madre era obsesivamente remilgada con las funciones corporales y pensé que estaba muy grave, moribunda incluso. Una mala caída en los bosques, una seta venenosa que hacía que me desangrara por dentro, quizá un pensamiento envenenado. No íbamos nunca a la iglesia, a mi madre le disgustaba lo que ella solía llamar «la clerigalla» y se mofaba de la gente cuando iba camino de misa, y sin embargo nos había inculcado una profunda noción del pecado. Sea como fuere, la maldad acababa saliendo, solía decir, y nosotros estábamos llenos de maldad según ella, como odres llenos de una amarga vendimia, siempre debiendo ser vigilados, golpeados ligeramente; cada mirada y murmullo eran indicios de la maldad más profunda e instintiva que ocultábamos.
Yo era la peor. Lo sabía. Lo veía en mis ojos al mirarme al espejo, tan parecidos a los de ella con aquella insolencia absoluta, animal. Un solo pensamiento bastaba para atraer a la muerte, solía decir, y aquel verano todos mis pensamientos habían sido malos. La creía. Como un animal envenenado me oculté; escalé hasta lo alto del puesto de vigilancia y me acurruqué en el suelo de madera de la cabaña del árbol, aguardando que llegara la muerte. Me dolía el vientre como un diente picado. En vista de que la muerte no llegaba, me puse a hojear algunos de los cómics de Cassis y luego me quedé tendida contemplando la brillante cúpula de hojas, hasta que me dormí.
Me lo explicó después mientras me daba una sábana limpia. Inmutable salvo por la mirada de apreciación que siempre llevaba puesta en mi presencia; sus labios eran una delgada línea casi invisible y sus ojos como púas de alambres de espino en su palidez.
– La maldición ha venido pronto -dijo-. Será mejor que uses esto. -Y me dio un fajo de paños cuadrados que parecían pañales de bebé. No me dijo cómo usarlos.
– ¿La maldición? -me había pasado todo el santo día en la cabaña del árbol esperando morir. Su falta de afecto me enfureció y me confundió. Siempre me gustó el dramatismo. Me había imaginado a mí misma muerta a sus pies, con flores en la cabeza. Una lápida de mármol: «Querida hija». Me dije a mí misma que debía de haber visto a la Gran Madre sin saberlo y ahora estaba maldita.
– Es la maldición de la madre -dijo como si corroborara lo que yo pensaba-. Ahora serás como yo.
No dijo nada más. Tuve miedo durante un día o dos pero no le dije nada al respecto. Lavaba los paños en el Loira y, después de eso, la maldición se terminó por algún tiempo y me olvidé del episodio.
Excepto por el resentimiento. Ahora estaba enfocado, acentuado de algún modo por mi miedo y su negativa a darme consuelo. Sus palabras me perseguían -ahora serás como yo- y empecé a imaginarme a mí misma cambiando imperceptiblemente, pareciéndome más a ella en su forma de ser furtiva e insidiosa. Me pellizcaba los brazos y las piernas flacuchas porque eran suyos. Me abofeteaba las mejillas para darles color. Un día me corté el cabello -tan corto que me dejé rodales casi pelados en algunas partes- porque se negaba a rizarse. Intenté depilarme las cejas pero no tenía práctica en esas cosas y cuando Reinette me encontró ya me había quitado casi todos los pelos, entornando los ojos en el espejo con las pinzas y con una profunda arruga de rabia entre los ojos.
Madre apenas se dio cuenta. Pareció satisfecha con mi historia: que me había chamuscado el pelo y las cejas intentando encender el fuego de la cocina. Sólo en una ocasión -debió de ser en uno de sus días buenos- mientras estábamos en la cocina haciendo terrines de lapin se volvió hacia mí con una mirada extrañamente impulsiva en el rostro.
– ¿Quieres ir al cine hoy, Boise? -me preguntó bruscamente-. Podríamos ir juntas. Tú y yo.
La propuesta era tan atípica de mi madre que me sorprendió. Nunca dejaba la granja salvo por trabajo. Nunca gastaba dinero en entretenimientos. De pronto me di cuenta de que llevaba puesto un vestido nuevo -en cualquier caso, tan nuevo como lo permitían aquellos días rigurosos- con un atrevido corpiño de color rojo. Debía de haberlo hecho con retales en su habitación durante las noches de insomnio, porque jamás se lo había visto antes. Tenía el rostro ligeramente ruborizado, casi juvenil y había sangre de conejo en sus manos alargadas.
Me arredré. Había sido un gesto amistoso. Lo sabía. Rechazarlo era impensable. Y aun así quedaban demasiadas cosas por decir entre nosotras para que aquello fuese posible. Por un instante me imaginé yendo con ella, permitiéndole que me abrazara, contándoselo todo…
El pensamiento se atemperó al instante.
¿Contarle qué?, me pregunté a mí misma severamente. Había demasiadas cosas que contar. No había nada que contar. Me miró interrogante.
– ¿Boise? ¿Qué te parece? -su voz era excepcionalmente suave, casi acariciadora. Me vino a la mente una imagen repentina y espantosa de ella en la cama con mi padre, los brazos extendidos con la misma mirada de seducción…-. No hacemos otra cosa que trabajar -dijo pausadamente-. Nunca tenemos tiempo para nada más. Estoy cansada.
Era la primera vez que recuerdo que se quejase. Volví a experimentar la necesidad de acercarme a ella, sentir su calor, pero era imposible. No estábamos acostumbradas a esas cosas. Apenas nos tocábamos. La idea se me antojó casi indecente.
Murmuré algo desabrido sobre haber visto antes la película.
Por un momento las manos manchadas de sangre permanecieron haciendo señas. Luego su rostro se cerró y sentí una repentina punzada de alegría feroz. Por fin, en nuestro largo y amargo juego, yo había marcado un punto.
– Claro -musitó impávida. Nunca más habló de ir al cine y no hizo ningún comentario cuando aquel jueves fui a Angers con Cassis y Reine a ver la misma película que había declinado ver con ella. Quizá lo había olvidado.
Aquel mes nuestra madre arbitraria e imprevisible dispuso de una nueva gama de caprichos. Un día alegre, tarareando para sí en el huerto mientras supervisaba la última parte de la recolección, al siguiente echándonos la bronca cada vez que nos acercábamos a ella. Hubo regalos inesperados: terrones de azúcar, una valiosa jícara de chocolate, una blusa para Reine hecha con la famosa tela de paracaídas de Madame Petit y con pequeños botones de perlas. También debió de hacerla en secreto, como el vestido del corpiño, pues no la vi cortando la tela ni probándosela ni siquiera una sola vez, pero era bonita. Como solía ser costumbre, ni una sola palabra acompañaba el regalo, simplemente un gesto, un silencio brusco durante el cual toda manifestación de agradecimiento hubiera resultado impropia.
«Está muy guapa -escribió en el álbum-. Ya es casi una mujer, con los ojos de su padre. Si no estuviese muerto casi me sentiría celosa. Quizá Boise lo note, con su simpática carita de rana, como la mía. Ya encontraré algo para complacerla. No es demasiado tarde.»
Si hubiese dicho algo en vez de anotarlo todo en aquella caligrafía diminuta y jeroglífica suya… Tal y como sucedió, aquellos pequeños actos de generosidad (si eso es lo que eran) conseguían irritarme aún más si cabe y me sorprendía a mí misma maquinando nuevas formas de herirla, como había sucedido en aquella ocasión en la cocina.
No me disculpo. Quería herirla. El viejo cliché es cierto; los niños son crueles. Cuando cortan, llegan al hueso con una intención más certera que la de los adultos y nosotros éramos pequeñas fieras, sin piedad cuando percibíamos debilidad. Aquel momento de acercamiento en la cocina había sido fatal para ella y quizá lo sabía, pero era demasiado tarde. Había percibido debilidad en ella y desde aquel momento fui implacable. Dentro de mí, mi soledad abría una boca insaciable, dando paso a galerías más profundas y más oscuras en mi corazón y, aunque también había momentos en los que la quería con dolorosa y punzante desesperación, desterraba tales pensamientos con recuerdos de su ausencia, su frialdad y su rabia. Mi lógica era maravillosamente absurda; haría que se arrepintiese, me dije. Conseguiría que me odiase.
Soñaba a menudo con Jeannette Gaudin, con su blanca lápida con un ángel, lirios blancos en un jarrón. «Querida hija.» A veces me despertaba con la cara llena de lágrimas, con la mandíbula dolorida después de haberme pasado horas haciendo rechinar los dientes. Otras veces me levantaba confusa, convencida de que me estaba muriendo. Después de todo, la serpiente de agua me había mordido, me decía a mí misma aturdida. A pesar de todas mis precauciones. Me había mordido, pero en vez de morirme rápidamente -flores blancas, mármol, lágrimas- me estaba convirtiendo en mi madre. Gemía en mi duermevela, cogiéndome la cabeza pelada entre las manos.
Había veces en las que utilizaba la bolsita de naranja por puro despecho, una venganza secreta por mis sueños. La oía paseando por la habitación, hablando consigo misma en ocasiones. La jarra de morfina estaba casi vacía. En una ocasión arrojó contra la pared algo pesado que se rompió, luego encontré los trozos del reloj de su madre en la basura, la cubierta de cristal estaba hecha pedazos, la esfera partida por la mitad. No sentí pena. Lo habría hecho yo misma de haberme atrevido.
Había dos cosas que me mantuvieron cuerda durante aquel septiembre. En primer lugar la captura del lucio. Pesqué varios siguiendo el consejo de Tomas de utilizar cebos vivos. Las piedras alzadas hedían con sus cadáveres y el aire era un reflejo púrpura crujiente por las moscas, y, aunque la Gran Madre seguía eludiéndome, estaba segura de que me estaba acercando a ella. Me imaginaba que cada vez que pescaba un lucio ella me estaba observando, su ira crecía a la par que su imprudencia. El deseo de venganza la haría perderse al final, me dije. No podía pasar por alto un ataque semejante contra su especie. Por muy paciente, por muy impasible que fuera, llegaría el momento en que no podría pararse. Saldría y lucharía y yo la cogería. Persistí y aplacaba mi ira con los cadáveres de las víctimas con creciente ingenuidad, usando en ocasiones lo que quedaba como cebo para mis trampas de cangrejos.
Mi segunda fuente de consuelo era Tomas. Lo veíamos cada semana cuando podía escaparse, casi siempre los jueves, que era su día libre. Venía con la moto (que escondía junto con el uniforme entre los arbustos de detrás del puesto de vigilancia), a menudo con un paquete de objetos del mercado negro para compartirlos con nosotros. Por extraño que parezca, nos habíamos acostumbrado tanto a sus visitas que su mera presencia nos habría bastado, pero todos ocultábamos este hecho, cada uno a su modo. En su presencia nos transformábamos; Cassis se volvía más temerario, presumiendo con bravatas desesperadas -mirad cómo cruzo el Loira por aquí, donde la corriente es más fuerte, mirad cómo desafío a las abejas robándoles la miel-, Reine se mostraba coqueta y tímida, observándolo con sus ojos oscuros y poniendo morritos con su bonita boca pintada. Yo despreciaba su actitud. Como no podía competir con mi hermana en su juego me dediqué a desafiar a Cassis en todos y cada uno de sus actos. Nadaba en las partes del río aún más profundas y peligrosas. Permanecía bajo el agua durante más rato que él. Me balanceaba desde las ramas más altas del puesto de vigilancia y cuando Cassis se atrevía a imitarme me colgaba boca abajo conociendo su secreto temor por las alturas, riendo y gritando a los otros que estaban abajo como si fuese un mono. Con el pelo corto parecía más chico que cualquier chico, incluso Cassis empezaba a dar muestras de la debilidad que lo sorprendería en su madurez. Yo era más dura y fuerte que él. También era demasiado joven para entender el miedo como él, por lo que arriesgaba mi vida alegremente para hacerle sombra. Fui yo quien inventó el juego de las raíces que habría de convertirse en uno de nuestros favoritos y me pasaba horas practicando, de modo que casi siempre resultaba vencedora.
Las reglas del juego eran sencillas. Por las orillas del Loira, desde el final de las lluvias, abundaban las raíces de los árboles que habían quedado al descubierto por el paso del río. Algunas eran gruesas como el talle de una muchacha, otras eran meras hebras que colgaban lánguidamente en la corriente, volviéndose a arraigar con frecuencia en el suelo ocre un metro o más bajo el agua, de manera que formaban bucles de materia leñosa en el agua turbia. El propósito del juego era bucear entre aquellos bucles -algunos de ellos muy estrechos- haciendo oscilar el cuerpo bruscamente por debajo, entre el bucle y retrocediendo de nuevo. Si no encontrabas el bucle en el agua turbia a la primera o volvías a la superficie sin haberlo cruzado o si rehusabas el desafío estabas eliminado. La persona que cruzaba más bucles sin fallar ganaba.
Era un juego peligroso. Los bucles de raíces siempre se encontraban en los tramos más rápidos del río donde el banco de arena solía estar más erosionado por el paso del agua. Las serpientes habitaban en los agujeros que había debajo de las raíces y en el caso de que el banco se hundiera era posible quedar atrapado bajo el suelo derrumbado. El camino por debajo era prácticamente invisible y había que andar a tientas entre los raigones para hallar la salida. Siempre cabía la posibilidad de que alguien se quedase atrapado, inmovilizado por la salvaje corriente, hasta ahogarse, pero eso, por supuesto, era precisamente lo que hacía que el juego fuese hermoso y atractivo.
Yo lo hacía muy bien. Reine no jugaba casi nunca y con frecuencia le daba un ataque de histeria cada vez que nosotros competíamos para impresionar, pero Cassis nunca fue capaz de resistirse a un desafío. Seguía siendo más fuerte que yo, pero yo tenía la ventaja de ser más ligera y de tener una columna más flexible. Era una anguila, y cuanto más me jactaba y alardeaba más rígido se ponía él. No recuerdo haber perdido nunca.
Las únicas veces que veía a Tomas a solas era cuando Cassis y Reine se portaban mal en el colegio. Sólo entonces los obligaban a quedarse los jueves después de que los demás se hubiesen marchado, sentados en sus pupitres en la sala de castigos, conjugando verbos o copiando frases. Por regla general no sucedía casi nunca, pero eran tiempos difíciles para todo el mundo. El colegio seguía estando ocupado. Había pocos maestros y en las clases se apiñaban cincuenta o sesenta alumnos. La paciencia se agotaba; cualquier cosa era una excusa. Una palabra dicha a destiempo, un mal resultado en un examen, una pelea en el patio, una lección olvidada. Yo rezaba para que eso sucediese.
El día en que sucedió fue único. Lo recuerdo tan nítidamente como algunos de mis sueños, un recuerdo más colorido y claro que el resto, de una transparencia perfecta entre los acontecimientos borrosos e inciertos de aquel verano. Durante un día todo sucedió con perfecta sincronía y por primera vez experimenté una especie de tranquilidad, una paz conmigo misma y con mi mundo, el sentimiento de que, de haber podido elegir, habría querido que aquel día perfecto durase eternamente. Es un sentimiento que jamás he vuelto a experimentar del todo, aunque creo haber sentido algo parecido en los días de los respectivos nacimientos de mis hijas y quizás en un par de ocasiones con Hervé o cuando el plato que estaba preparando salía perfecto; pero aquello fue auténtico, memorable, un elixir.
Madre había estado enferma la tarde anterior. Esta vez no fue cosa mía; la piel de naranja ya no servía de nada, pues la había calentado tantas veces el mes anterior que la piel estaba ennegrecida y chamuscada y su olor apenas era perceptible. No, en esta ocasión era uno de sus delirios habituales, de modo que al cabo de un rato se tomó las pastillas y se fue a la cama dejándome tranquila. Me levanté temprano y salí hacia el río antes incluso de que Cassis y Reine se hubiesen levantado. Era uno de esos días de un dorado púrpura de principios de octubre; el aire vivificante y seco y tan embriagador como el aguardiente de manzana. A las cinco el cielo ya estaba despejado y de ese azul carmesí que sólo traen los mejores días de otoño. Sólo hay unos tres días al año así y aquel era uno de ellos. Iba cantando mientras revisaba las trampas y mi voz resonaba en las brumosas orillas del Loira como un reto. Era la temporada de las setas, así que después de haber llevado la pesca a la granja y haberla limpiado cogí algo de pan y queso para desayunar y partí hacia los bosques en busca de setas. Era algo que siempre se me había dado bien. A decir verdad, aún soy bastante experta, pero en aquellos días tenía un olfato como el de un cerdo adiestrado para encontrar trufas. Las encontraba por su olor, el mízcalo y el robellón blanco, con su aroma de albaricoque, el hongo moscado y el gurumelo, el bejín pequeño, que es comestible y el champiñón garzo y el normal. Madre siempre nos decía que lleváramos las setas que cogíamos al farmacéutico para asegurarnos de que ninguna era venenosa, pero yo jamás cometía un error. Sabía distinguir el aroma carnoso del hongo moscado y el aroma seco y terroso del champiñón. Conocía sus lugares predilectos y dónde solían crecer. Era una recolectora paciente.
Era casi mediodía cuando regresé a casa; Cassis y Reinette deberían haber vuelto de la escuela para entonces pero todavía no había ni rastro de ellos. Limpié las setas y las puse en un tarro con aceite de oliva, añadiendo un poco de tomillo y de romero para adobarlas. Podía oír la respiración profunda y narcotizada de mi madre procedente del otro lado de la puerta de su habitación.
Llegó el mediodía y pasó. Deberían haber regresado ya. Tomas solía venir alrededor de las dos como muy tarde. Empecé a sentir una punzada de excitación aguijoneándome el vientre. Fui a nuestra habitación y me miré en el espejo de Reinette. El pelo había empezado a crecer pero por detrás seguía llevándolo corto como el de un chico. Me puse mi sombrero de paja a pesar de que hacía tiempo que habíamos dejado atrás los días de pleno verano y me pareció que tenía mejor aspecto.
La una. Llegaban una hora tarde. Me los imaginé en la sala de castigo con el sol entrando oblicuamente por los altos ventanales y el olor a cera y a libros viejos impregnando sus nances. Cassis estaría malhumorado y Reinette gimotearía furtivamente. Sonreí. Cogí la preciada barra de labios de Reinette de su escondite debajo del colchón y me embadurné la boca. Me miré críticamente. Luego me puse un poco en los párpados y repetí la acción. Tenía un aspecto distinto, pensé entre mí con un gesto de aprobación. Estaba casi hermosa. No de la misma forma que Reinette o que sus retratos de actrices, pero aquel día no me importaba. Aquel día Reinette no estaba allí.
A la una y media partí hacia el río, al lugar donde solíamos quedar. Lo esperé observando desde el puesto de vigilancia, medio convencida de que no aparecería -tanta suerte parecía estar destinada a otra persona, desde luego no a mí-, y oliendo el aroma dulzón y jugoso de las crujientes hojas encarnadas que poblaban las ramas de alrededor. Una semana más y el puesto de vigilancia quedaría inservible durante los próximos seis meses, la cabaña del árbol estaría desnuda como una casa en lo alto de una colina, pero aquel día aún había suficiente follaje para mantenerme oculta a la vista. Temblores deliciosos me recorrían como si alguien estuviera tocando el xilófono con mis huesos justo encima de la pelvis y mi cabeza resonaba con una sensación de ligereza indescriptible. Hoy cualquier cosa es posible, me dije mareada. Cualquier cosa.
Veinte minutos después oí el ruido de una motocicleta por la carretera y de un brinco salí del árbol en dirección al río tan rápido como me fue posible. La sensación de vértigo era aún más fuerte y me sentía ligeramente desorientada, andando por un suelo que parecía no estar allí. Me asaltó una sensación de poder casi tan grande como mi alegría. Hoy Tomas era mi secreto, mi posesión. Lo que nos dijéramos el uno al otro sería nuestro y de nadie más. Lo que yo le dijera a él… Se había detenido en el borde de la carretera y echó una mirada rápida hacia atrás para ver si alguien lo había visto; luego arrastró la moto hacia abajo por los tamariscos junto a la larga orilla arenosa. Lo observé, extrañamente renuente a dejarme ver ahora que había llegado el momento, repentinamente tímida por nuestra soledad, por nuestra nueva intimidad. Esperé a que se quitara la chaqueta del uniforme y la escondiera. Luego miró a su alrededor. Llevaba un paquete liado con una cuerda y tenía un cigarrillo en la comisura de la boca.
– Los otros no han venido. -Intenté que mi voz sonara adulta para igualar su mirada, consciente de pronto del carmín en la boca y los ojos, preguntándome si haría algún comentario al respecto. Si se atrevía a reírse, pensé con fiereza, si se atrevía a reírse, entonces… Pero Tomas se limitó a sonreír.
– Bien -dijo en tono casual-. Entonces tú y yo solos.
Como ya he dicho fue un día perfecto. Resulta difícil explicar la trémula alegría de aquellas horas desde la distancia de sesenta y cinco años; a los nueve años una es tan susceptible que incluso una palabra basta a veces para hacer que corra la sangre y yo era más sensible que muchas, casi aguardando a que él lo estropease todo… No me llegué a preguntar si lo amaba. Era algo irrelevante en aquel momento. Resultaba imposible comparar lo que sentía -aquella alegría punzante y desesperada- con el lenguaje de las películas favoritas de Reinette. Aun así eso era lo que sentía. Mi propia confusión, mi soledad, el distanciamiento con mi madre, la separación con mi hermana y mi hermano habían dado origen a un hambre musitado, una boca que se abría instintivamente a cualquier palabra o pequeño gesto de amabilidad, aunque procediera de un alemán, un extorsionista alegre a quien sólo le importaba mantener abiertos sus canales de información.
Ahora me digo a mí misma que eso es lo único que quería. Aun así una parte de mí sigue negándolo. No era sólo eso. Había algo más. Le gustaba estar conmigo, charlar conmigo. Si no ¿por qué se habría quedado tanto rato? Recuerdo cada palabra, cada gesto, cada entonación. Me habló de su hogar en Alemania, de la bierwurst y del Schnitzel, de la Selva Negra y de las calles del viejo Hamburgo y de Renania, del Feuerzangenbohle con una naranja en llamas tachonada con clavos en medio de un tazón de ponche humeante, de los keks, strudel, backenoff y frikadelle con mostaza y las manzanas que crecían en el huerto de su abuelo antes de la guerra, y yo le hablé de madre, de sus pastillas, de sus rarezas y de la bolsita con naranja y de las trampas para cangrejos y el reloj partido con la esfera rota y de que si pudiera conseguir un deseo desearía que aquel día no terminase nunca.
Me miró entonces; una mirada extrañamente adulta pasó entre los dos, como una variante del juego de Cassis de desafiar con la mirada, sólo que esta vez fui yo quien primero bajó los ojos.
– Lo siento -murmuré.
– Está bien -respondió, y en cierto modo así era.
Cogimos algunas setas más y tomillo silvestre, con un aroma mucho más intenso que el cultivado, con sus diminutas florecillas púrpura, y algunas fresas tardías debajo de un leño. Mientras él subía entre las hojas de abedul caídas le rocé fugazmente la espalda, haciendo ver que había tropezado, y durante horas después seguí sintiendo el calor de su piel cauterizado en mi palma como si fuese una quemadura. Luego nos sentamos junto al río y contemplamos el encendido disco solar mientras se ocultaba detrás de los árboles; por un instante estuve segura de haber visto algo, oscuro contra el agua oscura, algo medio visible en el centro de una enorme V de ondas, una boca, un ojo, la curva escurridiza de una ijada moviéndose, una doble fila de colmillos atravesados por anzuelos antiguos… Algo imponente, de proporciones increíbles, que se desvaneció en el mismo instante en que intenté darle un nombre, dejando tras de sí ondas y una agitación de agua turbulenta donde antes había estado su presencia.
Me puse en pie de un salto con el corazón desbocado.
– Tomas, ¿has visto eso?
Tomas me lanzó una mirada perezosa, con la colilla del cigarrillo entre los dientes.
– Un tronco flotante -dijo lacónico-. Un tronco en la corriente. Se ven pasar continuamente.
– No, no lo era -mi voz sonaba chillona y trémula por la exaltación-. ¡La he visto, Tomas! Era ella, era ella, la Gran Madre, la Gran Ma… -Con una frenética y repentina descarga de velocidad, eché a correr hacia el puesto de vigilancia para buscar la caña de pescar. Tomas soltó una risita sofocada.
– Nunca lo conseguirás -me dijo-. Aun en el caso de que fuese el viejo lucio, créeme, backfisch, no hay ningún lucio que pueda crecer hasta alcanzar esas dimensiones.
– Era la Gran Madre -insistí tercamente-. Lo era, lo era. Casi cuatro metros de largo, dice Paul, negra como un pozo. No podía ser ninguna otra cosa. Era ella.
Tomas sonrió.
Por un instante sostuve su mirada desafiante y luego bajé la mía avergonzada.
– Lo era -repetí casi en un susurro-. Sé que lo era.
A menudo he pensado en aquello. Quizá no era más que un tronco flotante, como Tomas dijo. Es cierto que cuando finalmente acabé pescando a la Gran Madre no medía ni con mucho cuatro metros aunque sí era el lucio más grande que ninguno de nosotros había visto jamás. Los lucios no pueden crecer tanto, me digo a mí misma, y lo que vi -o creí ver- en el río aquel día debía tener fácilmente el tamaño de uno de los cocodrilos con los que Johnny Weissmuller solía pelearse los sábados por la mañana en el Majestic.
Pero ése es un razonamiento de adultos. En aquellos días, barreras como la lógica o el realismo eran inexistentes. Veíamos lo que veíamos y si a veces lo que veíamos hacía reír a los adultos, ¿quién podía decir dónde estaba la verdad? En mi corazón sabía que aquel día había visto un monstruo, algo tan viejo y astuto como el mismo río, algo que nadie podía capturar. Se llevó a Jeannette Gaudin. Se llevó a Tomas Leibniz. Casi se me llevó a mí.