X

Las palabras desafiantes de Laurance permanecieron en la mente de Bernard, mientras que éste se dirigía hacia su cabina preparándose para el despegue. No era frecuente que se oyera de nadie expresar un antagonismo tan libremente frente al Arconato, especialmente cuando aquel estallido de rebeldía procedía de un hombre de la talla de Laurance. Bernard comprobó que el pequeño intercambio de palabras al respecto, le habían excitado los nervios en mayor medida que la que era de esperar. Estamos condicionados en el amor y el respeto al Arconato, pensó. Y no nos damos cuenta de cuan profundamente se halla arraigado ese acondicionamiento mental, hasta que surge alguien que roza el problemas.

Resultaba extraño el pensar que se criticase al Arconato o a cualquier Arconte en particular. Al hacerlo así, se producía virtualmente una demostración atávica del urgente deseo de volver a los días de la terrible confusión que precedieron al Arconato. Y tal retorno a semejante situación, era, desde luego, inconcebible.

Los Arcontes habían gobernado la Tierra desde los lejanos días de la edad del espacio en sus comienzos. El Primer Arconato había surgido de la anarquía de pesadilla del siglo XXII, de la desorganización y la desesperación del género humano; trece hombres fuertes y verdaderos, habían empuñado las riendas del mando y establecido las cosas en su justo lugar. Antes del Arconato, la humanidad, dividida en nacionalidades, no había hecho otra cosa que agitarse en guerras intestinas y lanzarse unas a otras a la garganta como perros rabiosos, mientras que las estrellas esperaban en vano. Pero la invención por Merriman, de la transmateria, había hecho posible la promulgación del Arconato, con el propio Merriman como el primer Tecnarca, hacía ya cinco siglos. El hombre había aceptado el gobierno de la oligarquía y los Arcontes habían llevado al hombre hacia las estrellas.

Y, entrenando y eligiendo a sus propios sucesores, el Arconato había permanecido firme como una roca, como un cuerpo de suprema autoridad mundial, ya entonces casi tan sagrado para la Tierra como para cualquier otro planeta de su esfera de dominio. Pero Martin Bernard había estudiado muy bien la historia medieval y había aprendido que los patrones y sistemas del pasado demostraban que ningún imperio se sostenía por sí mismo indefinidamente. Todos y cada uno, a su tiempo, cometían su error fatal, para dar paso a otro sistema de gobierno.

¿Estaría a punto de terminar el ciclo del Arconato?, pensó Bernard mientras aguardaba impaciente el despegue de la astronave. Un mes atrás, semejante idea ni siquiera se le hubiera ocurrido. Pero quizás McKenzie —uno de los más grandes Tecnarcas desde Merriman, admitido por todos—, se había sobrepasado a sí mismo, había cometido el pecado que los griegos denominaban con la palabra hybris, al empujar a los hombres a romper las fronteras del límite de la velocidad. Aquel empuje desmedido y soberbio de McKenzie en el espacio interestelar, llevaría ahora la amenaza de una guerra devastadora a la Tierra, guerra que pulverizaría la paz de cinco siglos, con todos los logros adquiridos con su beneficio, aniquilando de paso en su caída, al Arconato, que pasaría al limbo del olvido con otros sistemas de gobierno y de suprema autoridad del hombre desde hacía ocho mil años.

Nakamura entró en la cabina.

—El Comandante Laurance, dice que estamos dispuestos a partir. ¿Están todos dispuestos en las literas de aceleración?

Hacia casa como un puñado de perros apaleados, reflexionó Bernard para sí. Comprobó los cinturones de seguridad y esperó la partida.

La señal llegó momentos después. Con sus estabilizadores retráctiles y posado en la pradera, el XV-ftl se erguía orgulloso, mientras que a diez millas de distancia, otra raza extraña estaba construyendo su colonia. Un trueno de iones lanzó la astronave hacia arriba, hasta que el planeta se fue alejando y desapareció como una mota brillante contra el llameante resplandor de aquel sistema cuyo sol ni tenía nombre. En el interior de la nave, Bernard yacía sobre su litera, sufriendo la inevitable tracción aceleratoria, tenso y con las molestias de tres G que el XV-ftl empleaba para su velocidad de escape.

El tiempo fue pasando monótono e incierto. El sociólogo dejó de pensar en nada; el pensar no era más que repasar el catálogo de las humillaciones sufridas, y repetir la cuenta del tratamiento que había recibido de manos de Zagidh y de los orgullosos norglans Skrinri y Vortakel. Esperó, con la mente ausente volando en el vacío espacial, mientras que la astronave incrementaba su velocidad en cada continuo instante de su aceleración.

Al fin, cesó la aceleración. La velocidad se hizo constante. Y todos pudieron relajarse.

Peterszoon entró en la cabina para informarles que la conversión al hiperespacio era inminente. El grande y talludo holandés, taciturno como siempre, se limitó a informar estrictamente del hecho y salió sin otras palabras. Peterszoon ya había dado claramente a entender que no tenía el menor interés en el viaje, y mucho menos en los cuatro pasajeros. Se le había ordenado por el Tecnarca servir en la tripulación, y eso estaba haciendo; pero las órdenes del Tecnarca no implicaban el sonreír a nadie.

Algún tiempo después, el gong de aviso comenzó a sonar. Bernard se puso tenso y nervioso. Entraban al no-espacio, al misterioso vacío del hiperespacio, lo que significaba en la práctica, que en menos de un día aterrizarían en la Tierra. No halló ninguna alegría en volver al hogar. En los tiempos antiguos —siguió pensando Bernard— un mensajero portador de malas noticias era muerto a renglón seguido. Nosotros no tendremos tanta suerte. Tendremos que vivir… y ser conocidos por siempre como los hombres que fueron derrotados por los norglans sin saber evitarlo.

Casi instantes antes de que llegara la conversión, Bernard se volvió para captar un vistazo final del sistema solar que quedaba atrás. No habían perdido por completo la vecindad de la estrella NGCR 185.143; brillaba en la pantalla con un disco apreciable todavía como una moneda de hierro de cinco créditos y fugazmente visible entre su resplandor, los oscuros puntos de sus planetas semiocultos. Después las luces de la cabina parpadearon y la pantalla se recubrió del gris indescifrable propio del hiperespacio. Bernard sintió el extraño golpe que le separaba del mundo que conocía.

Se había efectuado la conversión.

Ahora, transcurrirían diez y siete horas de espera terrible, sin fin. Bernard tomó un libro de su pequeño armario. Su existencia tan ordenada y simétrica de enseñar, leer y tomarse un brandy a sorbos regularmente, le pareció entonces infinitamente distante; pero esperó volver a captar algo, al menos, de la vida que le gustaba, antes de haber sido llevado a aquella misión capaz de destrozar los nervios de un superhombre.

¿Deberé compararte a un día de verano?

Tú eres más hermosa y más atemperada

fuertes vientos sacuden las flores de Mayo;

el verano tiene un encanto fugaz,

a veces el ojo del cielo brilla con demasiado fuego.

Y con frecuencia su dorada luz amengua,

y de tanto en tanto, todo se agosta y declina,

en virtud de la naturaleza cambiante…

Bernard suspiró con una completa frustración, dejando a un lado el libro. Era inútil, absolutamente inútil.

—¿Qué está leyendo? —preguntó Dominici.

—No estoy. Estaba. No puedo concentrarme.

—Bien, ¿y qué era?

—Shakespeare. Un poeta inglés medieval.

—Sí, sí, he oído hablar de Shakespeare —dijo Dominici—. ¿Era uno de los verdaderamente grandiosos, verdad?

Bernard sonrió mecánicamente.

—El más grande de todos, según creen algunos. Tengo aquí uno de sus libros de sonetos. Pero es inútil leerlos. No puedo evitar el recordar que Shakespeare murió hace mil doscientos años; la cara de Skrinri se interpone entre la página y yo.

—Veamos, démelo, por favor. Nunca leí nada de eso. Tal vez me guste.

Encogiéndose de hombros, Bernard le alargó el libro. Dominici lo abrió al azar y casi en el acto, frunció el .entrecejo. Levantó los ojos de la lectura a los pocos instantes.

—¡Esto no puede leerse! No me diga que lo ha estado usted leyendo en el original… ¿Qué es esto? ¿Griego? ¿Sánscrito?

—Inglés —repuso Bernard—. Es una afición particular mía, el estudiar las antiguas lenguas. Pero siga adelante, fíjese en cada palabra y pronúnciela fonéticamente como pueda. El inglés de Shakespeare no está suprimido de la Tierra hace tanto tiempo. Es que parece extraño. Pero debe saber que esa lengua «extraña» es la antepasada directa de nuestro idioma.

Dominici hizo un signo de extrañeza nuevamente, murmuró unas cuantas palabras con gran dificultad, a título experimental y pareció rendirse.

—Creo que es algo imposible para mí. Incluso aunque pudiera descubrir todas las palabras, nunca captaría el sentido que tienen. Tómelo.

Bernard se hizo cargo del libro. Era singular; pensó, se había hecho de forma tan natural al antiguo inglés que lo leía sin la menor dificultad. Pero tuvo que admitir, que no era, en realidad muy contemporáneo respecto al lenguaje terrestre. Cientos de años de civilización utilizando la transmateria, había mezclado de tal forma las lenguas de la Tierra en una homogénea, que tenía sus fundamentos en el inglés, pero inmensamente distinta en su estructura universal.

Resultaba extraño pensar que había existido una época en que los hombres habían hablado centenares de lenguajes distintos, y miles de dialectos. Pero así había sido el mundo a pocos siglos de distancia en el pasado. Sólo la transmateria, capacitando a una persona para ser más veloz que el rayo en sus desplazamientos, había reafirmado la continua uniformidad del lenguaje terrestre y su cultura por todas partes.

Puso el libro a un lado. La concentración era imposible; intervenían en la mente demasiados factores de temor, extraños e impalpables. Se sintió las manos frías por la tensión interna. La pantalla visora no mostraba nada, excepto el gris extraño y sin configuración posible del hiperespacio; resultaba imposible también decir si se estaban moviendo; pero lo cierto es que allí estaban, salvando incalculables distancias del universo a cada fracción de segundo, lanzados hacia la Tierra a velocidades superlumínicas.

Bernard no deseaba en modo alguno ver la cara del Tecnarca McKenzie cuando recibiese las noticias respecto a los norglans, y a su ultimátum. Pensó que de alguna forma, sería mejor enviarle alguna especie de informe escrito. Pero no habría forma de escapar a la prueba; la información tendría que ser dada en persona. Aquél sería un momento temible, de eso estaba bien seguro.

La cabina permanecía silenciosa. Havig, continuaba como inmerso en aquella impenetrable capa de abstracción que le era tan peculiar, como en una permanente comunión con Dios; era inútil, pues, buscar su compañía. Dominici se había quedado dormido. Stone miraba sin apartar la vista de aquel gris extraño de la pantalla, obviamente pensando en el fracaso total de su carrera diplomática. Un hombre que va a negociar un tratado y vuelve con el ultimátum de un enemigo, no puede soñar siquiera con llegar algún día a formar parte del Arconato.

Bernard se dirigió fuera de la cabina y se encaminó a la sala de control situada en el morro de la astronave. La puerta estaba abierta. En su interior, pudo apreciar a los cinco hombres de la tripulación dedicados por entero a su trabajo, como partes de un mismo organismo, una extensión de la propia astronave. Durante unos minutos, ninguno se apercibió de la presencia del sociólogo, a pesar de haber entrado y fisgoneado con curiosidad en las luces coloreadas de los computadores y los diversos controles, escuchando de tanto en tanto, los chasquidos mecánicos de las computadoras electrónicas.

Fue el Comandante el primero en verle. Volviendo los ojos, Laurance le miró con el ceño fruncido. A Bernard le pareció que las facciones de Laurance aparecían extrañamente rígidas, casi torturadas.

—Lo siento Dr. Bernard. Estamos muy ocupados. ¿No le importaría permanecer en su cabina?

—Ah, sí, claro, por supuesto. Lamento haber hecho el intruso…

Molesto e irritado, Bernard volvió a la parte de la astronave destinada a los pasajeros. Nada había cambiado. El reloj indicaba que quedaban todavía casi catorce horas de viaje por el hiperespacio.

Se sentía hambriento. Pero a pesar del paso de las manecillas del reloj, nadie aparecía para anunciarles que era la hora de comer algo. Bernard esperó.

—¿Tiene apetito? —le preguntó Stone.

—Sí, bastante. Pero todos parecen muy ocupados cuando estuve a verles hace un rato. Tal vez no tengan tiempo para ocuparse por ahora de la comida.

—Esperaremos otra hora —dijo Stone—. Entonces comeremos sin ellos.

Pasó la hora, y otra media, y otra hora más, completa. Stone y Bernard subieron ambos hasta la cabina de control y comprobó que los cinco hombres de la tripulación estaban frenéticamente dedicados a sus quehaceres como antes. Encogiéndose de hombros, salió sin ser advertido de nuevo.

—No parece que tengan planeado el comer —dijo Bernard—. Creo que podríamos hacerlo nosotros por nuestra cuenta.

—¿Y los otros dos?

—Dominici está dormido y Havig sumido en la meditación. Después de todo, pueden comer cuando les parezca.

—Creo que tiene usted razón —convino Stone.

Y se dedicaron a buscar los alimentos sintéticos. Nakamura conservaba la despensa en perfecto orden, con cada cosa en su lugar. Fijándose en el almacenamiento de los alimentos, en sus alacenas, Bernard descubrió con sorpresa que la astronave llevaba alimentos para cuando menos, varios meses. Esto debe ser para un caso de emergencia, pensó automáticamente. Después, pensó en sí mismo. ¿Una emergencia? Por primera vez, se dio cuenta de que el XV-ftl era una astronave experimental y que los viajes a velocidades superlumínicas, se hallaban todavía en su infancia.

Bernard preparó algunos alimentos con menos destreza culinaria que Nakamura, y los tomaron en silencio. Era la séptima hora del viaje por el hiperespacio para cuando terminaron la comida. En menos de medio día, el XV-ftl surgiría al universo familiar y al normal continuo espacio-tiempo, en alguna parte próxima a la órbita de Plutón.

Volviendo a la cabina, Bernard se sentó en su litera. Dominici se había despertado.

—¿Me he perdido el almuerzo? —preguntó.

—La tripulación está demasiado ocupada para tomarse ningún respiro —dijo Stone—. Nos hemos preparado el almuerzo nosotros mismos. Estaba usted profundamente dormido y no quisimos despertarle.

—Ah, está bien.

Dominici se dirigió por su cuenta en busca de comida y a poco le siguió Havig. Bernard siguió tumbado en su litera, con las manos tras la cabeza y se adormiló durante un buen rato. Cuando despertó, habían transcurrido seis horas más y volvió a sentir apetito.

—Creo que se han perdido ustedes algo —les aseguró Dominici—. La tripulación continúa condenadamente atareada allá en la cabina de control.

—¿Todavía? —preguntó Bernard alarmado. Y comenzó a sentirse a disgusto e inquieto.

Las horas continuaban pasando. Ya quedaban sólo tres horas, dos, una. Comenzó a contar los minutos. El plazo de las diecisiete horas del hiperespacio había terminado. Deberían ya haber efectuado la conversión; pero no llegaba la menor noticia procedente de la cabina de mando. La conversión comenzó a retrasarse en veinte minutos, en treinta. Una hora.

—¿Supone usted que haya alguna razón especial para que dure más la conversión del hiperespacio en el viaje de vuelta que en el de ida? —preguntó Stone.

Dominici se encogió de hombros.

—En el hiperespacio la teoría no significa casi nada. Pero no me gusta esto. En absoluto.

Cuando ya iba en retraso la conversión por tres horas, Bernard que ya no podía soportar más la tensión reinante, dijo tenso:

—Tal vez sea mejor que subamos a ver lo que pasa.

—Todavía no —opinó Stone—. Seamos pacientes.

Intentaron serlo. Sólo Havig lo consiguió, continuando inmóvil en su calma inalterable. Transcurrió otra hora, más difícil que las ya pasadas. De repente, el gong sonó por tres veces, reverberando el sonido por toda la astronave.

—Al fin —murmuró Bernard con alivio—. Con cuatro horas de retraso.

Las luces se oscurecieron, les llegó la indefinible sensación producida por la transición y al instante, la pantalla se iluminó con las luces del espacio normal. Por fin habían retornado al Universo…

Pero entonces, Bernard, frunció el ceño. La pantalla visora…

No era astrónomo; pero aún así se dio cuenta de que algo sorprendente y fantástico había ocurrido. Aquéllas no eran las constelaciones que conocía; las estrellas no aparecían en modo alguno de aquella forma en la órbita de Plutón. Aquella brillante estrella azul doble, con un círculo de otras pequeñas estrellas… era una formación celestial que jamás había visto antes, ni tenía la menor noción de lo que pudiera ser. Un frío pánico le recorrió la médula.

Laurance entró en la cabina súbitamente. Tenía el rostro pálido como una hoja de papel y sus labios incoloros, como si la sangre se hubiera retirado de ellos.

—¿Qué sucede, Comandante? —preguntaron Bernard y Dominici al mismo tiempo. Sin perder la calma, Laurance, contestó:

—Encomiéndense ustedes a cualquiera que sean los dioses en que creen. Nos hemos salido de la trayectoria prevista al efectuar la conversión. No sé dónde estamos… pero parece lo más verosímil que estemos a cien mil años luz de distancia de la Tierra.

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