XVI

La cámara privada del Tecnarca McKenzie tenía una rígida y casi hierática simplicidad, rodeada de paredes negras de piedra y su brillante piso de mármol. Aquella cámara sin ventanas, había sido diseñada para impresionar tanto al ocupante como a sus visitantes con la sobria importancia de las responsabilidades de un Tecnarca… y en tal aspecto, era cosa que había sabido conseguir, pensó Bernard. Sintió un ligero matiz de temor cuando siguió a McKenzie.

Pocas palabras se habían intercambiado desde el aterrizaje del XV-ftl en Central Australia una hora antes. A la llegada de los viajeros del espacio, el Tecnarca había adivinado por el aspecto de sus rostros que las noticias de que eran portadores, no eran cosa para ser despachadas con urgencia. En cualquier caso, no había hecho preguntas, habiéndose limitado a recibirles con un gesto de la cabeza al abandonar la nave. Bernard se había dirigido el primero hacia él.

—A sus órdenes, Excelencia.

—Hola, Bernard. ¿Qué noticias hay?

—¿Podría informar a su Excelencia en su cámara privada?

La audiencia había sido así garantizada. Uno tras otro, pasando a través del dispositivo de la transmateria, todos cruzaron en una fracción de segundo el inmenso espacio terrestre que hay desde el espaciopuerto de Australia Central hasta el Centro Arconata. Y entonces, Dominici, Stone y Havig esperaban en la antecámara del Tecnarca, mientras que Martin Bernard, solo, se encaraba con él en el interior.

El Tecnarca se dejó caer en su asiento tras de su imponente mesa de despacho y le hizo un gesto al Dr. Bernard para que tomase igualmente asiento frente a él. Contento de evitar que las piernas le siguieran temblando, el Dr. Bernard lo hizo así. Sabía lo que tenía que decir; pero resultaba inevitable que una fuerte tensión se apoderase de él.

Miró rectamente a la cara del Tecnarca. A aquellos oscuros y terribles ojos, la fuerte nariz, los amplios y ajustados labios, la barbilla cuadrada y el cuello musculoso. McKenzie daba la impresión de tener la fuerza de un toro. Bernard se preguntó cuánta de aquella fuerza iba a necesitar McKenzie para soportar lo que tenía que oír.

—Quería usted informarme, Dr. Bernard. Muy bien. Estoy extremadamente interesado en conocer en detalle cómo ha ido su viaje. —La voz del Tecnarca era firme, bien modulada y con el agudo matiz de fuerza que le era característico conformando cada sílaba.

—Comenzaré por el principio, pues, Excelencia.

—Una idea excelente.

¡Buen principio!, pensó Bernard para sí. Los ojos del Tecnarca reflejaban impaciencia, burla, tal vez. Con una voz segura y tranquila, el Dr. Bernard comenzó:

—No tuvimos dificultades técnicas en llegar hasta el planeta de la colonia extraterrestre. Tomamos tierra, observamos a los extraños durante un rato y finalmente nos dimos a conocer a ellos. El doctor Havig hizo un excelente trabajo de lingüística al enseñar a los extraños a hablar el terrestre. Se llaman a sí mismos norglans, a propósito. Les hicimos comprender claramente que íbamos a negociar un tratado. En ese momento, los norglans nos dejaron para volver poco después, con dos de sus superiores más grandes físicamente y evidentemente mucho más inteligentes, puesto que fueron capaces de absorber toda la instrucción de una semana sobre la Tierra en sólo unas pocas horas, de su compañero. Cuando se encontraron con nosotros pudieron hablar perfectamente en nuestro idioma, mejorando en tal aspecto a cada minuto que pasaba.

—¿Y qué dijeron?

Bernard se inclinó hacia delante, apretando las dos manos tensamente.

—Les explicamos con absoluta claridad que las fronteras de nuestras respectivas esferas de expansión estaban a punto de chocar y les mostramos que era el deseo de la Tierra el llegar a un arreglo pacífico inmediatamente, más bien que dejar que las cosas llegaran a una eventual colisión, y con ello, la guerra.

—¿Sí? ¿Y cómo reaccionaron?

—Muy mal. Escucharon cuanto tuvimos que decirles y después, nos presentaron una contraposición: que la Tierra se confinase a sí misma en los mundos ya colonizados, dejando el resto para Norgla.

¡Qué! —La furia lanzaba destellos en los ojos del Tecnarca—. ¡Eso es la cosa más absurda y sin sentido que pueda oírse! ¿Quiere usted decir que ellos propusieron decididamente que cesara la expansión de la Tierra? ¿Que abdicásemos de nuestro poder galáctico?

Bernard asintió con un gesto de la cabeza.

—Esa fue precisamente la forma en que ellos plantearon la cuestión. La Galaxia es de ellos, a nosotros se nos permitiría solamente poseer lo que ya tenemos; pero nada más.

—Y usted rechazaría semejante disparate, por supuesto.

—No tuvimos la oportunidad de poder hacerlo, Excelencia.

—¿Qué?

—Los dos embajadores norglans, tras haber estipulado claramente su ultimátum, se marcharon sin decir adiós y partieron en el acto para su planeta de origen. Evidentemente, poseen algo equivalente a nuestra transmateria para viajar entre los mundos de su sistema, Excelencia. Protestamos ante el supervisor de la colonia; pero nos dijo que no podía hacer nada; los embajadores se habían marchado y no volverían. Por tanto, las conversaciones quedaban automáticamente rotas. Y nosotros tuvimos que despegar hacia la Tierra.

McKenzie parpadeó incrédulamente, como si no quisiera dar crédito a sus oídos. En sus mejillas aparecieron unos puntos coloreados; la nariz se dilató con una rabia suprimida.

—Se dará usted cuenta de lo que significa este ultimátum. Estamos en guerra con esas criaturas, a despecho de todo…

Bernard levantó una mano, luchando por conservar su firmeza.

—Le ruego que me perdone, Excelencia. No he terminado con el relato de la jornada.

—¿Hay más todavía?

—Mucho más. Tiene que saber, que nos perdimos en nuestro viaje de regreso a la Tierra. El Comandante Laurance y sus hombres, emplearon horas y horas intentando que la astronave continuase su ruta debida; pero resultó algo imposible de conseguir. Emergimos del hiperespacio, finalmente, en la región de la Gran Nube de Magallanes. —Bernard sintió que un nudo le apretaba el estómago, porque sabía que cada palabra iba teniendo un terrible efecto en la mente del Tecnarca—. Estábamos perdidos en el espacio, a cincuenta mil parsecs de la Tierra, sin posibilidad de poder volver. Pero, de repente, nuestra astronave fue tomada por una fuerza irresistible. Fuimos arrastrados hacia un planeta de la Nube de Magallanes, habitada por unos seres que se identificaron a sí mismos como los rosgolianos. Son unos seres extraños… y con unos poderes mentales maravillosos, increíbles. La teleportación, la sicoquinesis y muchas otras capacidades. Ellos… leyeron claramente todos nuestros pensamientos. Nos interrogaron. Y después… trajeron a los dos embajadores norglans a través del espacio para reunirse de nuevo con nosotros.

La expresión facial del Tecnarca había ido cambiando durante las últimas frases de Bernard. Ahora, McKenzie parecía estar mirando fijamente en el vacío, mientras que su rostro palidecía progresivamente y sus ojos brillaban con una profunda reflexión.

—Continúe —dijo el Tecnarca con una voz terriblemente quieta.

—Los rosgolianos, montaron una especie de escenario en forma de tribunal, examinando nuestras reclamaciones, o descartándolas. Los norglans se indignaron, y entonces los rosgolianos, les humillaron, haciendo con ellos un efecto de levitación, dejándoles suspendidos en el aire, y dejándoles caer después como unas marionetas, al suelo. Fue una demostración de un poder inalcanzable. Y cuando todo terminó, una vez que los rosgolianos nos mostraron que no podíamos discutir sus órdenes… dividieron la Galaxia en dos esferas de influencia, la terrestre y la de los norglans.

—¿Dividirla?

—Sí. Mire, aquí tengo el mapa en una proyección plana. Es una línea que parte a través del corazón de la propia galaxia. Todo cuanto hay a este lado es nuestro, y todo lo demás, al otro lado, de los norglans. Y si uno u otro cruza la línea fronteriza, si abandonamos los confines de la Galaxia, los exploradores rosgolianos lo descubrirán y administrarán el castigo adecuado.

El Tecnarca tomó la carta estelar de manos de Bernard, la miró por un instante y la inclinó rudamente hacia un lado. Pareció dejar escapar un suspiro.

—Bernard…, ¿no habrá sufrido usted alguna alucinación?

—No, Excelencia. Todo es absolutamente cierto.

Los rosgolianos están allí, y a medio millón de años de evolución progresiva respecto a nosotros… Hicieron constar, además, que hay otras razas incluso mucho más poderosas, en los distantes confines del universo.

—Y nosotros debemos quedarnos quietos en esa línea…, como unos niños en una escuela, los norglans aquí y los terrestres allá…, mientras que los rosgolianos están seguros de que nadie dará un paso más allá de esa línea. ¿No es así? —La faz del Tecnarca se convirtió en una máscara rígida de angustia. Se inclinó hacia delante, agarrándose al borde de la mesa con sus fuertes manos. Inclinó los ojos, cerrándolos, y haciendo muecas demostrativas de su tormento interior.

Algo debió romperse en el interior del Tecnarca, como un vaso deshecho en mil pedazos. Sus hombros comenzaron a hundirse, su rostro a flojear, su amplia boca caída y sus macizos antebrazos, con su fuerza perdida, cayeron como trapos a sus costados. Bernard miró hacia el suelo. El observar a McKenzie en aquel instante, era como ver un gran monumento derrumbarse hacia su completa destrucción; resultaba realmente doloroso de ver.

Cuando McKenzie habló de nuevo, lo hizo con una voz diferente, sin ninguna de la metálica fuerza del tono de un Tecnarca.

—Supongo que esta expedición no resultó tan bien, pues. Les envié a ustedes como representantes de la mejor raza de la galaxia…, y vuelven ustedes derrotados…, aplastados…

—¡Pero hemos conseguido, después de todo, el objetivo al que fuimos a buscar! —protestó Bernard—. Nos envió usted a dividir la galaxia con los norglans… ¡y hemos tenido éxito en ese logro!

Aquel sofisma sonó a hueco desde el momento en que había acabado de pronunciarlo. McKenzie sonrió de una forma extraña.

—¿Lo consiguieron? Envié a ustedes a dividir el universo; y han vuelto ustedes con la mitad de la galaxia, hecha dos porciones. No es la misma cosa, en absoluto, ¿no es cierto, Bernard?

—Excelencia…

—Así todos mis sueños han terminado. Pensé en la duración de toda mi vida, que vería a los terrestres situados en los últimos confines del universo, y en vez de eso nos quedamos encerrados y reducidos a la mitad de la galaxia por especial gracia concedida por nuestros amos. Bien esto es el fin, ¿verdad, Bernard? Una vez que se ha puesto un límite… una vez que se pone una valla a nuestro alrededor…» eso es la terminación de nuestros sueños de infinitud…

—No, Excelencia. Ahí es donde está usted equivocado.

—¿Eh? —exclamó McKenzie perplejo. Era seguramente la primera vez que un ser humano se había atrevido a contradecir a un Tecnarca tan claramente. Pero Bernard se sentía lo suficiente fuerte para mostrarse irritado.

—No es el fin, Excelencia. Admito que no estamos en la misma posición de supremacía que estábamos antes de que Laurance descubriera a los norglans; pero, ¡nunca estuvimos en tal posición de supremacía! Nunca fuimos los señores de la creación. Sólo lo parecía en esa forma, porque nunca nos hallamos con otra raza inteligente. Y ahora, por primera vez, vemos nuestra verdadera posición. »Es cierto, no es una postura de supremacía. Estamos a mucho camino de tal cosa. Somos demasiado jóvenes, demasiado nuevos, para tener la clase de poder que pensábamos. Están los norglans en nuestra propia galaxia y tan fuertes como nosotros, probablemente. Y fuera de la galaxia, están los rosgolianos, y ¿quién sabe qué grandes razas todavía superiores a ésa? Pero ahora, tenemos frente a nosotros una tarea definida por la que trabajar. Tenemos unas metas definidas, en lugar de unas vagas e indefinidas. Sabemos que tenemos que trabajar y luchar para evolucionar y sobrepasar a los norglans y aproximarnos a los rosgolianos. Cuando nos hallemos en su clase, estaremos legítimamente en condiciones de levantar nuestras cabezas con orgullo, excepto que habremos sobrepasado el punto en que el orgullo sea necesario.

»Creo que nosotros somos incluso una raza más joven que la de los norglans, Excelencia. Pero hemos sido considerados de igual a igual y catalogados como ellos, por esa prisa que se dan en expandirse y construir colonias…, y creo incluso que los rosgolianos tienen miedo de nosotros. Están viendo a qué velocidad nos estamos expandiendo; saben que hace sólo un millar de años que entramos en la Edad de la Máquina y conocen cuan lejos hemos ido en ese tiempo. Nos observan, preocupados, ansiosos. Quieren frenar de algún modo nuestro superdesarrollo y evitar que nos expandamos por el universo a mayor velocidad de la que debiéramos tomar.

»La frontera rosgoliana, garantizará que no podamos morder más de lo que podamos masticar, Excelencia. Pero tenemos todo el futuro por delante. El mañana nos pertenece. Hemos recibido un frenazo que aparentemente significa un paso atrás; pero no es tal, quizás, más bien un descanso y un fin momentáneo en el Tiempo a nuestra complacencia, un comienzo de la realización de que nosotros no somos el todo y el fin supremo de la creación. Y de que tenemos un largo camino que seguir. Así pues, no podemos dejar que esto nos amilane, Tecnarca McKenzie.

Bernard se detuvo. Se sintió como un muchacho, dando una conferencia a su profesor. Pero las antiguas relaciones habían cambiado ya y aquel hombre todopoderoso que estaba sentado frente a él, había dejado de ser la figura que producía temor y que hasta entonces lo había sido.

En una voz acolchada y hueca, McKenzie le dijo:

—Tal vez… tal vez tenga usted razón, Bernard. Pero… no es fácil de aceptar.

—Por su puesto que no, Excelencia.

McKenzie le miró.

—Yo quería forjar un imperio en las estrellas, para el Hombre. Y quería construirlo con estas manos.

—No se ha perdido esa esperanza, Excelencia.

—No. Nosotros no. Pero yo sí. Nunca sabrá usted lo que yo he soñado, Bernard. Ahora, esos sueños remotos sólo podrán ser logrados por nuestros descendientes… a miles de años del presente.

Bernard sacudió la cabeza con vehemencia. Luchaba en alguna forma, con objeto de transmitir al Tecnarca el optimismo que entonces había tomado cuerpo en su mente.

—Excelencia… ¿no ve usted que no hay nada que nos detenga? Tenemos a nuestro favor la corriente normal de las cosas. Llegaremos a escalar el sitio que nos pertenece, en nuestra ceguera, y nada nos detendrá. Llegaremos a la cima.

—Sí, algún día, tal vez —repuso McKenzie en una voz neutral—. Pero yo no viviré para verlo, Bernard, ni usted, ni ninguno de los hijos de nuestros hijos. Y había deseado verlo. Había querido construirlo, Bernard. Conformar el mañana con mis propias manos. ¿Es que no puede comprenderlo? ¡Yo! ¡Mientras viviese!

Un profundo sollozo estremeció el gigantesco corpachón del Tecnarca y Bernard apartó la vista a otro lado, tratando de pretender que no había visto nada. Se sintió desamparado para reprimir los sentimientos íntimos de aquel hombre que tenía en sus manos los destinos de la Tierra. No había nada que pudiera decir, ninguna imaginable palabra de simpatía, nada que hacer por aquel hombre macizo como una roca cuyos sueños de construir un imperio cósmico se habían hundido tan rápidamente en el polvo.

Los labios del Tecnarca se movieron, sin palabras, más allá de su propio control por un momento. Entonces, con un tremendo esfuerzo, se hizo dueño de sí mismo y dijo con voz ya más firme y revestido de su autoridad:

—De acuerdo, Bernard. Puede poner su informe por escrito y hacerlo llegar al Arconato en forma reglamentaria. Cuente la totalidad del relato, sin omitir detalle, desde el principio al fin, tal y como usted me lo ha contado a mí. No evite nada. ¿Comprendido?

—Sí, Excelencia. Hay…, ¿hay algo que pueda hacer por usted?

Se produjo una pausa.

—Puede marcharse, eso es todo. Sólo quiero que me deje solo. Diga a Naylor que no quiero ver a nadie en todo el día. ¡Márchese ahora de aquí!

—A sus órdenes, Excelencia.

Una oleada de piedad pareció apretar la garganta de Bernard al hacer la formal inclinación ante el Tecnarca, que todavía seguía siendo una formidable figura en sus ropas negras de oficio. McKenzie estaba obviamente luchando por conservar sus facciones bajo control, mientras que Bernard permaneciese en la estancia. Entonces, incapaz de soportar más aquella visión, Bernard se volvió y se dio prisa por salir de la cámara.

Dominici, Stone y Havig le estaban esperando, sentados tensamente en unos asientos de la antecámara. Bernard se dio cuenta que tenía la cara y el cuerpo mojados por la transpiración y que sus manos se apretaban y se abrían inconscientemente.

—¿Bien? —preguntó Stone—. ¿Qué tal encajó las noticias, Bernard?

—Malamente —repuso el sociólogo encogiéndose de hombros.

Aquella simple palabra hizo su efecto en quienes le escuchaban.

—¿Le dijo algo? —preguntó Dominici.

—Sí, sus trabajos, sus proyectos, sus sueños. Ha sido terrible observar su cara cuando acabé de contarle el relato de lo sucedido. Deseaba que el género humano saliese al espacio exterior y erigir colonias en Andrómeda, mientras que aún fuese Tecnarca. Supongo que no lo verá. —Bernard dejó escapar una ligera sonrisa—. Me ha dado verdadera lástima. Ese hombre es un monolito. Puede que sea incapaz de ajustarse a esta nueva situación.

—No lo subestime —repuso Stone—. Es un gran hombre.

—Grande, sí; pero esto puede destruirle; espero que no. Tal vez posea la fuerza para reajustarse a esta situación. Pero nunca volverá a ser el mismo hombre.

Naylor, el hombre de confianza del servicio personal del Tecnarca, llegó sin hacer ruido a la antecámara, con una expresión profesional en blanco. Bernard se preguntó cómo reaccionaría Naylor cuando encontrase a su amo en un estado próximo al colapso. Probablemente le ocurriría una cosa análoga a él también.

—¿Han concluido ustedes su conferencia con el Tecnarca, caballero?—preguntó Naylor.

—Sí, en efecto —repuso Bernard—. El Tecnarca me ha dado un recado para usted.

—¿Señor?

—Me ha dicho que no quiere ver absolutamente a nadie por el resto del día.

—Sí, señor. Muy bien, señor. —Y Naylor llevó la cuestión a un rincón de su mente—. ¿Debo disponer los arreglos necesarios para su viaje de vuelta a casa?

—Sí.

Mientras Naylor dispuso con precisión las coordenadas del aparato de la transmateria, Bernard estrechó la mano y dijo adiós a los tres hombres con quienes había compartido la jornada de aquella infeliz aventura hacia el reino de las estrellas. Stone, ahora una figura decaída y desesperanzada quedaba como si la base de su vida hubiese quedado reducida a polvo, al igual que el Tecnarca; Dominici, descarado como siempre y sin que al parecer la experiencia le hubiera producido una gran sensación, al menos exteriormente; y Havig, austero, retirado en sí mismo, piadoso; pero al menos también, menos solitario que antes.

Todos eran hombres, pensó Bernard.

Estaba contento de haberlos conocido.

—¿Sr. Bernard? —llamó Naylor, llegado el momento de marcharse.

—Hasta siempre, amigos.

—Que Dios le acompañe —dijo Havig.

Bernard sonrió y entró en el dispositivo de la transmateria, emergiendo en su propio piso de Londres, a cuatro mil millas de distancia. Todo estaba como lo había dejado; todas las cosas parecían estar esperándole. Incluso el aire estaba fresco y purificado, como si hiciese más tiempo que lo había abandonado la última vez. Todo estaba allí, sus libros, la pipa, la música, el brandy, esperando que se deslizase en su confortable vibro-sillón en el mismo punto en que lo había dejado todo.

Pero nunca volvería a ser todo como antes, pensó Bernard.

Nunca lo mismo otra vez para ninguno de nosotros.

Llegó hasta la ventana, mirando por sobre la neblina de Londres a las estrellas que brillaban tenuemente y que parecían luchar para dejarse ver a través de la atmósfera londinense.

Nunca lo mismo otra vez. Pero, de alguna forma, dentro de su alma, Bernard sintió que todas las cosas irían a desarrollarse para lo mejor; que aunque ni él ni el Tecnarca desdichado ni ningún otro hombre de los que paseaban vivos por la Tierra en aquella época viviese para verlo, la especie humana llegaría algún día a ocupar el lugar que le correspondía, por derecho, entre las estrellas.


FIN
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