I

Hacía sólo un mes que el Tecnarca McKenzie había enviado cinco hombres, tranquilamente, a una muerte probable en nombre del progreso de la Tierra. Pero, según parecía, aquellos cinco hombres no habían muerto realmente, después de todo, y el rostro tallado en piedra de McKenzie reflejaba una tensión interna y la carga emocional propia de la anticipación de semejante hecho.

El mensaje que le llegó al Centro de los Arcontes había sido muy breve: «El Centro de detección de la Luna informa de la vuelta al sistema solar del XV-ftl[1]. Aterrizaje en espacio-puerto de Australia Central, calculado para las 12.00, hora local»

El Tecnarca leyó el mensaje dos veces haciendo gestos aprobatorios, incluso permitiéndose a sí mismo el lujo de una leve sonrisa. Bien, ya estaban de vuelta… ¿tras un viaje de éxito? «Veremos a los hombres en las galaxias lejanas, pensó, y dentro de mi gobierno en este Arconato.»

Su naturaleza era demasiado rígida para permitirse más de un momento de natural orgullo. Había jugado, había vencido y tal vez su nombre quedaría para siempre en la Historia por milenios.

Bien, aquello no importaba demasiado. La nave experimental que viajaba por el espacio a velocidades superiores a las de la luz retornaba segura. Aquello le obligaba, como Tecnarca de la Tierra, a estar presente en el aterrizaje.

Oprimió un botón a su alcance.

—Dispongan una conexión de transmateria para el espaciopuerto de Australia Central, Naylor. Partida inmediata.

—Al momento, Excelencia.

McKenzie sé quedó mirando fijamente por unos instantes los grandes y recios dedos de sus manos puestas sobre su despacho de trabajo. Manos como aquéllas jamás podrían arreglar un delicado circuito electrónico, ni manejar un bisturí eléctrico, o sintonizar los finos controles de un generador termonuclear. Pero eran unas manos que gobernaban al mundo y que habían escrito: «Si permanecemos limitados para siempre a la velocidad limitada de la luz, seremos como unos caracoles arrastrándose a través de toda un continente. No podemos quedarnos dormidos en una vida complaciente con vistas a la expansión de nuestro imperio colonial, tan lento y tardío. Debemos darnos prisa, cueste lo que cueste, a salir hacia las lejanías del Universo, y la propulsión superlumínica tiene que ser el supremo objetivo de toda nuestra inteligencia y de todos nuestros esfuerzos aunados.»

Tales palabras las había escrito sólo quince años antes, en el 2.765 y hechas públicas al mundo al ser ascendido a la suprema autoridad del Arconato.

Y pasados aquellos quince años, una nave había salido hacia las estrellas y vuelto en menos de un mes. Siempre había existido la posibilidad de que no hubiesen ido más allá de la órbita de Plutón, fracasados y obligados a volver a la Tierra.

Levantándose, McKenzie atravesó el resplandeciente suelo de mármol de su cámara privada, una vergonzosa extravagancia, según había opinado personalmente; pero la cámara no había sido diseñada para su gusto único y personal; y pasó a través de la entrada del mecanismo de la transmateria. Nay-lor le esperaba allí, un tipo obsequioso y pequeñito vestido con la rígida ropa negra del personal del Tecnarca.

—Las coordenadas están a punto, Excelencia.

—¿Todo en orden y comprobado?

—Por supuesto, Excelencia. Las he comprobado dos veces.

McKenzie entró en la cabina. El radiante campo de energía del transmisor instantáneo de la materia, coloreado de verde, se abrió formando una cortina que dividía el interior en dos partes. Los ocultos generadores de energía del transmisor de materia estaban ligados directamente al generador principal que giraba eternamente sobre sus polos en alguna parte debajo del Atlántico, condensando la fuerza «theta» que hacía posible el viaje instantáneo de la materia. McKenzie no se preocupó en absoluto de comprobar el correcto dispositivo de las coordenadas dispuestas por Naylor, era para él como un acto de fe. El Tecnarca, estaba extraordínariamente confiado en que nadie hubiera podido ni siquiera imaginar la necesidad de su asesinato. La menor distorsión de una abscisa, y los átomos del Tecnarca se habrían perdido en la nada. Con la mayor naturalidad se dispuso a partir entre aquel verde resplandor que le rodeaba sin detenerse a examinar las coordenadas.

No hubo ni la menor sensación. El Tecnarca McKenzie fue instantáneamente disuelto en sus átomos constituyentes y conducido por un rayo energético, a medio mundo de distancia, para ser reconstituidos integralmente. Si el momento de la destrucción hubiese sido perceptible, el dolor producido habría sido insoportable. Pero el campo de la transmateria dispuso del cuerpo del Tecnarca, molécula a molécula, en una tal fracción de micro-segundo, que su sistema nervioso ni siquiera pudo percibir la menor sensación de dolor, y la restauración de la vida, fue casi instantánea, perfecta y completa. Rehecho y sin el menor daño, McKenzie salió de la cabina casi instantáneamente más tarde en el terminal de transmateria del Espacíopuerto de Australia Central, en donde una vez, siglos antes, había existido el desierto de Gibson y que entonces era el mayor espaciopuerto de la Tierra.

Cuando partió de New York era algo antes del mediodía y allí se halló en las primeras horas de la mañana. Un reloj de pared marcaba las 2.13. McKenzie abandonó el receptáculo de la transmateria.

Le localizaron en el acto; la impresionante figura del Tecnarca con su corpulencia y su aire de mando innato, era algo familiar en el Espaciopuerto de Australia Central y todos acudieron a darle inmediatamente la bienvenida. McKenzie sonrió al saludar a Daviot y a Leeson que habían desarrollado el sistema de propulsión en el hiperespacio de la nave experimental, a Herbig, el Comandante del espaciopuerto y a Jesperson, el coordinador de la investigación de las velocidades superlumínicas.

Jesperson hizo un gesto tímido al ser preguntado inmediatamente por el Tecnarca sobre qué noticias había de la astronave.

—Excelencia, han enviado todas las señales de conformidad hace cinco minutos. Ahora se encuentran en una órbita de deceleración descendiendo propulsados por cohetes y tocarán tierra sobre las 2.33.

—¿Y qué hay respecto al viaje?

Leeson respondió tranquilo, con su hermosa voz de bajo.

—Parece que lo hicieron de ida y vuelta en buenas condiciones.

—No podemos dar tal cosa como segura —objetó Daviot.

McKenzie frunció el entrecejo.

—Bien, caballeros, decídanse.

—Todo lo que sabemos —dijo Daviot—, es que conectaron la propulsión desde el vuelo en el hiperespacio a la propulsión plasmática poco tiempo después de pasar la órbita de Júpiter.

—¿No quiere decir eso que la propulsión en el hiperespacio ha sido un éxito? —preguntó Leeson.

—Lo que significa todo —-repuso. Daviot en tono pedante—, es que han tenido éxito en la conversión de una forma de propulsión en la otra. Eso no quiere decir que la propulsión en el hiperespacio les lleve necesariamente a cualquier parte.

—No, pero…

—Está bien, señores, dejémonos de discusiones —intervino Jesperson, al descubrir señales de molestia en el rostro del Tecnarca—. Lo sabremos dentro de veinte minutos.

—Pero el Tecnarca quería saber… —comenzó a decir Daviot, pero su voz se apagó y quedó en silencio.

McKenzie se alejó de la reunión. Se hallaban cerca del techo de ama gran cúpula transparente que cubría cientos de acres de terreno. Al exterior, sobre el espaciopuerto, la temperatura era sofocante incluso entonces, en las horas de la madrugada. Dentro, los acondicionadores de aire, mantenían un clima más agradable.

El Tecnarca recorrió el panorama con la vista. El aire del desierto, completamente transparente, proporcionaba una esplendorosa visión del cielo. Las estrellas brillaban en chispas repartidas por el firmamento como joyas relucientes y la Luna, en plenilunio, esparcía su pálido fulgor por el inmenso panorama. Muchos hombres se estaban dando prisa, corriendo de un lado a otro, disponiéndolo todo para la astronave que estaba a punto de tomar contacto con el espaciopuerto en pocos minutos.

McKenzie sintió un nudo en la garganta y una molesta opresión en el estómago. Le irritaba el hallarse tan tenso; pero ningún esfuerzo de su voluntad de hierro fue capaz de mantenerle relajado de la tensión interna que estaba padeciendo en aquellos momentos.

En menos de veinte minutos, él XV-ftl estaría de vuelta.

Miró a las estrellas. Cientos, miles de ellas, esparcidas por los cielos. Todas las estrellas dentro de un radio de cien años luz y que tuvieran un planeta habitable en su sistema, de los que había muchos, había sido ya alcanzado por la humanidad. Por siglos entonces, las astronaves viajando a nueve décimas de la velocidad de la luz[2], se habían dirigido hacia las estrellas, prisioneras por el límite de esa velocidad, pero sin embargo, capaces de devorar parsecs[3] dado el tiempo necesario. Se había llevado seis años en hacer el primer viaje al sistema de Centauro y el retorno vía transmateria había sido casi instantáneo.

Pero era indispensable llegar primero a las estrellas antes de poder instalar allí los dispositivos de la transmateria, y aquel era el problema acuciante y fundamental. Siempre más lejos, a saltos intermitentes y continuados, el imperio del Hombre se extendía pero siempre estorbado por los inexorables límites matemáticos del universo conocido. Una vez que cualquier planeta era alcanzado y eslabonado a la red interestelar de la transmateria, se hallaba tan próximo a la Tierra como cualquier otro punto de la red. La transmateria proporcionaba una infinita capacidad de enlace… una vez que el eslabón de enlace se había establecido. Pero hasta entonces…

El progreso, en tales condiciones, había sido lento. Tras algo más de cuatro siglos de viajes interestelares, el género humano había colonizado todos los mundos habitables dentro de una esfera de un radio de cuatrocientos años luz. Era razonable asumir que la pauta seguida por tal esfera se sostuviera en iguales condiciones para el resto de la galaxia; por lo menos un planeta habitable, pero inhabitado, giraba en órbita alrededor de un sol en condiciones similares al de la Tierra. No se había descubierto nunca ninguna otra forma de vida inteligente; el universo pertenecía al hombre… pero transcurrirían milenios antes de tomar posesión completa de él.

El hecho en sí había fastidiado a McKenzie durante los años de su entrenamiento para el Arcanato y cuando se produjo la muerte del Tecnarca Bongstrom, McKenzie fue elevado a tan suprema jerarquía. Entonces, ordenó que todas las energías de la Tierra se dedicasen a la tarea de crear los medios necesarios para burlar y escapar a las inflexibles, hasta entonces, cadenas de la Relatividad.

Hubo fracasos en los intentos y algunos verdaderamente costosos. Astronaves de ensayo se habían enviado al espacio exterior controladas y seguidas por otras tripuladas; pero muchas habían explotado reduciéndose a átomos y jamás habían vuelto. Pero así y todo, siempre había voluntarios para la próxima nave de ensayo y para la otra y la siguiente, y la que pudiera seguir a la otra.

Hasta que llegó el advenimiento glorioso de la Propulsión Daviot-Leeson, con su increíble generador de poco espacio y volumen, perforando el espacio-tiempo por empujes controlados termonucleares… y de repente, todo se hizo más claro y fácil. El espacio, en la región de una estrella, habían razonado Daviot y Leeson, está curvado y distorsionado por el calor y la masa de la estrella. Con sólo poder duplicar el mismo efecto, en miniatura, si sólo se pudiera abrir un resquicio en la estructura espacio-tiempo lo suficiente para que pasara a su través una astronave, y que viajase en una ruta predeterminada, y volver… los dominios del hombre no conocerían fronteras.

Se llevó seis años desde el envío del primer modelo piloto hasta el ya perfeccionado y digno de confianza que McKenzie permitió enviar tripulado hacia las estrellas. Y entonces se hallaba de vuelta… ya dentro de unos doce minutos. Los minutos pasaban tensos, interminables. Nadie osaba hablar. Jesperson, con los audífonos en la cabeza, estaba en permanente contacto con la estación monitora establecida en el extremo, más alejado del campo.

A los cinco minutos antes de la toma de tierra, Jesperson anunció:

—Han sido avistados clara y perfectamente. Llegarán a su debido tiempo.

McKenzie se humedeció los labios, apartándose de los demás para no dejar traslucir la tensión interna que estaba padeciendo. Cuatro minutos. Tres. Dos.

Jesperson estaba ya disponiendo la cuenta atrás. Y entonces, el XV-ftl apareció, como una dorada llama de fuego, descendiendo hasta posarse suavemente frente a ellos sobre sus estabilizadores y amortiguadores de aterrizaje. La descontaminación fue rápidamente efectuada por el personal de tierra y se abrió la escotilla principal.

Unos hombres salieron de su interior.

El Tecnarza los contó. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. No faltaba ninguno. A la distancia en que se encontraba, casi a unas mil yardas, no podía distinguir bien las facciones de los astronautas; pero eran cinco hombres los que habían salido hacia las estrellas y cinco los que volvían. Los nombres, comenzaron a formar un remolino en la mente del Tecnarca. Laurance, Peterszoon, Nakamura, Clive, Hernández. Hernández, Clive, Nakamura, Peterszoon, Laurance…

Los astronautas atravesaron ya el campo en dirección a la cúpula principal. Al aproximarse más, McKenzie observó que tres de ellos se habían dejado crecer la barba. Recordó el día en que los cinco habían permanecido en posición de firmes ante él en su cámara privada, despidiéndose y diciéndole adiós, que en su fuero interno no pudo evitar el creer que sería el último. Pero habían vuelto.

El Tecnarca dijo a Jesperson.

—Haga que los hombres vengan aquí inmediatamente.

—Entendido, señor.

Jesperson transmitió unas instrucciones por un intercomunicador. Momentos más tarde, la irisada puerta de acceso se abría y la tripulación del XV-ftl entró: Laurance, Peterszoon, Nakamura, Clive y Hernández.

Aparecían fatigados, entristecidos, sudorosos.

Los barbudos eran Laurance, Peterszoon y Clive. La cara de Nakamura aparecía limpia y afeitada; pero sus cabellos negros le colgaban en desorden por las orejas. Sólo Hernández daba el aspecto de hallarse en buena forma. Pero todos ofrecían el mismo aspecto decaído y derrotado.

McKenzie se dirigió prestamente hacia ellos y su manaza vigorosa apretó con decisión y fuerza la húmeda de Laurance.

—Bienvenido, Comandante. Bienvenidos todos ustedes, caballeros.

—Nuestra obediencia, Excelencia. Es… bueno volver.

—¿Ha sido un viaje de éxito?

Una expresión de duda surgió en la mirada enrojecida de Laurance y sus ojos rodeados de profundas ojeras, preocupados.

—¿Éxito? Bien, supongo que sí. La propulsión ha funcionado a las mil maravillas. Hemos cubierto 98 años luz de distancia con el chasquido de un dedo. Pero…

Daviot aparecía contento como un chiquillo. Leeson dio unas palmadas de entusiasmo en la espalda de Jesperson.

—Pero… ¿qué? —restalló McKenzie con su suprema autoridad.

Laurance miró a su alrededor.

—Es… es algo privado, Excelencia. Tal vez será mejor que hablemos de esto más tarde.

—Puede usted hablar en presencia de estos hombres —dijo el Tecnarca.

—De acuerdo, pues. El viaje ha sido magnífico. Entramos y salimos del hiperespacio cuando lo deseamos y hemos regresado en la misma forma. Sólo que hemos encontrado una raza extraterrestre.

—¿Que se han encontrado ustedes extraños?

—No solamente los hemos encontrado. Los hemos visto con nuestros propios ojos e hicimos lo imposible por salir de allí antes de que nos vieran. Estaban construyendo una ciudad, Excelencia. Daba la impresión como si… como si estuvieran colonizando aquel planeta, en la misma forma que lo solemos hacer nosotros.

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