XII

A la deriva y hacia abajo, cayendo siempre, a través de la negrura del espacio, pasando de largo los brillantes soles de aquel cielo ignoto y arrastrados como una mota inútil… sin que nadie fuese capaz de hacer nada por evitarlo. A bordo del XV-ftl, nueve hombres esperaban impotentes.

Los controles aparecían totalmente bloqueados, los reactores de plasma habían dejado de funcionar, los cohetes estabilizadores estaban fuera de todo servicio y ningún indicador registraba nada. Resultaba incluso absolutamente imposible la conexión con la propulsión Daviot-Leeson para la conversión al hiperespacio.

Nada que hacer sino esperar. Y esperar en silencio. ¿Qué podría decirse? Aquello estaba más allá de toda comprensión humana, más allá de toda razón y de toda lógica.

—Podría postularse un campo magnético enorme —sugirió Dominici—. Algo así como cincuenta trillones de gauss[17], de tal intensidad que ni siquiera podamos imaginar. Es como si fuese el total del campo magnético de todo este enjambre estelar tal vez. Y nos encontramos atrapados en él, arrastrados sin saber dónde…

—Los campos magnéticos no se interfieren con los propulsores de las astronaves —remarcó Bernard—. Tampoco congelan los controles. Ni siquiera toda esa cifra de gauss u otra cualquiera mayor que usted propone. Hay alguna inteligencia poderosa tras todo esto…, y yo diría que una inteligencia tan superior a la nuestra como lo estaría ese imaginario campo magnético de otro cualquiera que pudiéramos medir.

Havig se estremeció en su litera, murmurando algo incoherentemente. Volvía en sí, aunque daba la impresión de hallarse solo en el umbral de la conciencia de sus sentidos.

—¿A qué velocidad nos desplazamos? —preguntó Stone.

El Comandante Laurance miró al diplomático. —Imposible decirlo. Pero una cosa es cierta: que nos desplazamos a enorme velocidad. Los muchachos están intentando obtener algún punto de referencia por el efecto Doppler. Me atrevería a decir que viajamos muy próximo a la velocidad de la luz.

—Sin aceleración —dijo Nakamura abstraído y sombrío—. Es algo incomprensible. Desde un arranque normal hasta C, sin aceleración. Ya pueden ustedes figurarse lo que eso significa. Es increíble. La conversación declinó. En la pantalla visora, las estrellas daban la impresión de echárseles materialmente encima, con sus discos ardientes y multicolores, pasando y quedando atrás a velocidades fantásticas. Los cálculos vectoriales de Laurance habían sido precisos: se dirigían hacia un sol amarillento que crecía a pasos agigantados a cada momento que transcurría.

Y continuó aquel fantástico viaje por el espacio. Pasó una hora de aquel viaje forzado, una segunda y otra más. Hernández informó de que su cálculo de la velocidad, a juzgar por los efectos Doppler obtenidos, debería ser muy aproximadamente la de 9,6/10 de la velocidad de la luz. Lo que significaba que estaban viajando virtualmente al tope máximo del universo normal… sin ninguna fuente aparente de energía.

Era algo increíble. No tenía el menor sentido. Continuó siendo algo absurdo por las tres horas siguientes. Por entonces Havig ya se había despertado. El lingüista se incorporó de golpe, sacudiendo la cabeza. —¿Qué…?

—¿Se siente mejor, Havig? —¿Qué es lo que ha ocurrido? Todos ustedes me miran de una forma tan extraña… ¿Qué sucede? —Nada de particular —le repuso Bernard—. Se trastornó usted un poco, tuvimos que inyectarle un sedante soporífero y ha descansado varias horas. ¿Se siente ahora con más calma?

Havig se pasó una mano temblorosa por la frente. —¡Oh!, sí, estoy perfectamente en calma. Estoy tratando de recordar… Sí, el terror me invadió. Quiero pedirles excusas a todos ustedes. Y… Bernard, tengo que darle las gracias en particular por haber intentado confortarme. Ha sido un gesto generoso y lo que más le agradezco ha sido el esfuerzo que le ha costado. Ahora recuerdo, sí… La analogía de Job, eso fue exactamente…

—A mí me lo pareció también.

Havig sonrió.

—Supongo que uno puede controlarse a sí mismo durante mucho tiempo, y cuando menos lo espera esa fuerza se debilita… aun creyendo uno que es fuerte. Creo que me he comportado como un hombre débil y cobarde. Pero fue una experiencia importante para mí. Ello me ha demostrado que mi fe puede ser sacudida. Sacudida, pero no destruida. Vea usted, como lo veo yo ahora, que Dios puede a veces retirar sus dones y su gracia para nuestro bien aunque no podamos ver su propósito realmente… Job no lo comprendió, pero obedeció. Como yo tendría que haber hecho, pero en un momento de debilidad… Ahora me enfrento con la prueba que quiera enviarme más fuerte que nunca. Es la prueba de la fe lo que confirma… —Havig se detuvo y sonrió humildemente—. Bien, no quiero darles a ustedes toda una conferencia con mi agradecimiento. Les suplico su indulgencia por la escena.

—Olvídelo, Havig —dijo Dominici—. Todos hemos ido pasando por turno nuestros berrinches. Usted ha debido ir aguantándolo todo hasta que, llegado un momento, ha estallado.

Havig aprobó con un gesto.

—Sí, pero gracias de nuevo, muchísimas gracias a todos. Sin embargo, creo que hay algo que me están ustedes ocultando, algo que está ocurriendo desde que he estado dormido. Todos ustedes tan pálidos, tan asustados…

—Creo que será mejor que se lo digamos —dijo Dominici.

—Adelante —le urgió Stone.

Tan concisamente como pudo, Bernard explicó la situación, tal y como se hallaba en aquel momento. Havig escuchó las explicaciones de Bernard gravemente, frunciendo el ceño más y más conforme avanzaba en su narración.

—Y así, pues, es como nos encontramos fuera de control —terminó Bernard abruptamente—. Eso es todo. No tenemos nada absolutamente que hacer sino esperar y ver qué es lo que tiene que ocurrirnos. Si alguna vez tuvo que presentarse una ocasión para su estoicismo neopuritano, aquí la tiene ahora.

—Todos tenemos ahora que armarnos de valor —repuso Havig con firmeza—. Todos tenemos que darnos cuenta de que lo que nos está destinado es para nuestro bien, y no debemos temer nada.

Bernard aprobó con un gesto de la cabeza. Entonces comenzó realmente el verdadero Havig, un hombre que era ciertamente austero y sombrío, pero que, a despecho de sus formas ascéticas de vida, era algo que imponía respeto. No el estar de acuerdo con él, sino respetarlo. Existía un evidente núcleo interno de fuerza en Havig. No utilizaba sus creencias como un escudo para ayudarse egoístamente en su paso por la vida, sino como una guía que le capacitaba para enfrentarse con la existencia firme y honestamente. Algo que el propio Bernard no hubiera sido capaz de hacer antes de aquel viaje.

Se sintió aliviado. Evidentemente, el momentáneo desmayo de Havig al perder el control de sus acciones había terminado, un breve destello de bisterismo que había muerto apenas había aparecido. Dominici susurró casi al oído de Bernard: —Creo que tiene usted razón respecto a la prueba de Job. Se está adaptando a ello.

—Ya se había adaptado —repuso Bernard—. Es más fuerte de lo que usted supone.

Resultaba confortante, pensó Bernard, saber que una vez más había un hombre a bordo dueño de una calma absoluta, fatalmente resignado a cualquier cosa que pudiera sobrevenir, fuese lo que fuese. Aunque no, no de forma fatalista. Aquélla era una expresión equivocada. Havig aparecía mucho más cordial entonces. La fe y la resignación no son la misma cosa.

Continuó la caída de la astronave por más de otra hora, hasta que parecía que tuviese que estar haciéndolo por siempre, como una caída sin fin, la caída de Lucifer extendida hacia el infinito… o hasta que la astronave desapareciera convertida en átomos antes de llegar al sol amarillo que parecía su destino irrevocable.

Los hombres forzaron la mente a ignorar la situación en que se hallaban. Estaba todo demasiado fuera de su poder de controlarla como para preocuparse más por ello.

Nakamura preparó una comida; todos comieron, aunque sin el menor entusiasmo. Clive sacó de alguna parte un sintetizador sónico y tocó una serie de canciones folklóricas, mientras que las cantaba con una voz raspeante y nasal que alcanzaba una sorprendente calidad artística. Bernard puso atención a las palabras de las canciones, realmente fascinado; la mayor parte de ellas correspondían a viejos idiomas y lenguajes de la Tierra, lenguas enterradas ya en el polvo de los siglos. Bernard obtuvo una grata sensación de comprensión en el sentido sociológico de aquellas viejas canciones.

Pero poco después llegó a sentirse aburrido. Clive dejó el aparato a un lado. Resultaba imposible olvidar que la astronave se hallaba fuera de todo control, llevándoles desamparados y sin rumbo fijo, al parecer, hacia lo que parecía ser una condenación fatal e indetenible. Era imposible también olvidar que se enfrentaban con fuerzas más allá de toda imaginación. E imposible seguir viviendo bajo tales condiciones. Pero tuvieron que continuar viviendo.

Y entonces los rosgolianos llegaron a bordo.

Laurance y sus hombres permanecían en sus puestos intentando inútilmente hacerse con los controles y albergando una muy débil esperanza de poder conseguir algún resultado de los hasta entonces inútiles esfuerzos. En el compartimiento de los pasajeros el tiempo transcurría con lentitud. Bernard intentó leer algo sin absorber nada, hasta acabar por dejar el libro a un lado y quedarse mirando fijamente cualquier punto perdido del espacio.

La primera noticia de que algo extraño iba a ocurrir llegó cuando sintió un resplandor repentino esparciéndose desde el rincón trasero de la cabina, cerca de la litera de Dominici. Aquella extraña luminosidad se filtró por la totalidad de la cabina. Frunciendo el ceño y perplejo, Bernard se volvió para ver la causa. Antes de conseguirlo le llegó la voz de Dominici presa del pánico.

—¡María, Madre de Dios, protégeme! —gritó el biofísico—. ¡Estoy perdiendo el juicio!

Bernard se quedó con la boca abierta ante lo que vio.

En la cabina se había materializado una figura directamente tras la litera de Dominici. Aparecía a unos tres o cuatro pies del suelo en la intersección de los planos de la pared. De aquella figura irradiaba un resplandor misterioso e indefinible. Era un ser de pequeña estatura, de tal vez unos cuatro pies de altura, suspendido tranquilamente en el aire. Aunque se hallaba completamente desnudo, resultaba imposible considerarlo de tal guisa. Una especie de ornamento de luz le envolvía de una forma fantástica, aunque sin ocultarlo del todo. Su rostro era algo como una especie de planos resplandecientes en ángulos inimaginables. Tras haberlo mirado unos momentos, Bernard se sintió mareado, teniendo que apartar los ojos de aquella fantástica criatura.

Aquel ser irradiaba no solamente una bella y fantástica luz resplandeciente, sino una impresión de total serenidad, de completa confianza y la más asombrosa habilidad y capacidad para realizar cualquier acto.

—¿Qué… diablos… es eso? —preguntó Stone, igualmente perplejo, con una voz que apenas le salía de la garganta. Dominici estaba postrado, hablando rápidamente para sí mismo con una voz monocorde. Havig, todavía con su autodominio, se había arrodillado, rezando, mientras temblaba visiblemente. Bernard hizo un esfuerzo por tragar saliva.

—No tienen que tener ningún miedo —dijo la visión—. No recibirán daño alguno.

Las palabras no fueron pronunciadas en voz alta.

Parecían simplemente fluir del cuerpo de aquella criatura radiante, tan claras e inequívocas como su brillo luminoso.

A pesar de aquellas palabras de seguridad y confianza, Bernard sintió una oleada de terror invadirle la mente y el cuerpo de pies a cabeza. Sus piernas se negaban a sostenerle y se dejó caer a plomo sobre su litera, apretándose las manos fuertemente. Sabía, sin lugar a dudas, que se hallaba frente a una criatura tan infinitamente evolucionada respecto al hombre como el hombre de los monos. Y posiblemente el abismo fuera mucho más insondable que la comparación antedicha. Bernard se sintió presa del temor, de una especie de reverencia y, por encima de todo, una sensación tremenda de temor ante lo desconocido.

—No tienen ustedes que temer nada —repitió aquella criatura, pronunciando cada palabra con perfección, clara y distinta. Por un instante la luz que irradiaba creció a mayor intensidad hasta adoptar un matiz de un marrón claro. Bernard sentía ya el temor como un peso que efectivamente gravitase sobre él.

Miró vacilante a la fantástica criatura y farfulló como pudo una instintiva pregunta.

—¿Quién… qué… es… usted?

—Yo soy un rosgoliano, hombres de la Tierra. Seré su guía mientras toman tierra.

—Y… ¿somos entonces llevados…?

—A Rosgola, hombres de la Tierra. —La respuesta era calmosa, precisa y totalmente desprovista de toda información.

Bernard sacudió la cabeza. Esto debe ser una alucinación, es la única respuesta posible, pensó entre el caos de ideas que le bullía en la cabeza—. Sí, es la única explicación. Incluso en la Gran Nube de Magallanes resulta imposible imaginar que haya seres que lleguen a través de las paredes metálicas de una astronave y que hablen perfectamente el idioma terrestre.

Se puso en pie.

—¡Dominici! —gritó—. ¡Vamos, de pie! ¡Havig! ¡Vamos, deje ya de estar arrodillado! ¿No ven ustedes que es absolutamente irreal? Estamos sufriendo una alucinación colectiva…

—¿De veras lo piensa usted así? —dijo la voz gentil del rosgoliano. En su voz había un ligero tinte de humor. Aquella voz tranquila continuó—: Ustedes, pequeñas criaturas dignas de lástima, ¿quiénes son para decidir con tanta arrogancia entre lo que es y no es real? En el Universo existen muchísimas cosas más que los hombres de la Tierra jamás podrán comprender aunque piensen que tienen el dominio de ellas. No somos ninguna alucinación. Muy lejos de eso, hombres de la Tierra.

Las mejillas de Bernard se pusieron al rojo. Inclinó la cabeza y le vinieron a la mente las palabras de Shakespeare: Hay más cosas en los cielos y en la tierra, Horacio…

Se mordió los labios y permaneció silencioso.

Por toda la cabina retumbó como un millar de carcajadas alegres. El extraño ser parecía enormemente divertido por las pretensiones de los humanos.

—Una vez fuimos como vosotros, terrestres, hace cientos de miles de años. Éramos inquietos, bulliciosos, exploradores, además de afectados, fanfarrones, orgullosos y estúpidos, como lo sois ahora vosotros, terrestres. Sobrevivimos a tal estadio de evolución. Tal vez vosotros lo consigáis también.

Stone levantó la vista, pálido el rostro y contraídas las facciones.

—¿Cómo… cómo nos han encontrado? ¿Han sido ustedes la causa de que nos hayamos perdido?

—No —replicó el rosgoliano—. Les hemos estado observando desde hace mucho tiempo, a medida que han ido evolucionando; pero sin el menor deseo de tomar contacto con vosotros. Hasta el momento en que tuvimos noticias de que una astronave vuestra se aproximaba a nuestra galaxia. Al principio, temimos que vinierais en nuestra busca…, pero pronto nos convencimos de que estabais perdidos en el espacio. Me enviaron a mí para hacer de guía y conduciros a puerto seguro. Hay muchas cosas que tenéis que oír.

—¿Dónde…, cómo… ? —insistió Stone.

—Por ahora es bastante —repuso el rosgoliano con un tono de firmeza que descartaba cualquier ulterior discusión—. Las respuestas se os darán más tarde, a su debido tiempo. Voy a volver.

La luz se desvaneció.

Y el rosgoliano desapareció de su presencia como por encanto.

La pantalla visora mostraba el sol amarillo tan grande ya en el espacio que ocupaba casi un cuadrante.

En la cabina, cuatro hombres aterrados se miraron fijamente uno al otro, en la más completa confusión y desaliento.

Stone encontró palabras para hablar primero.

—¿Lo hemos visto en realidad? —preguntó con los ojos dilatados por el asombro.

—Sí, lo hemos visto —repuso Havig—. Apareció en aquel rincón. Comenzó a radiar una especie de luz extraña. Y nos habló después.

Bernard comenzó a reír con unas secas carcajadas que tenían poco de humor. Los demás fruncieron el ceño ante él.

—Parece divertido —dijo Stone.

—¿Qué broma es esa, Bernard? —preguntó Dominici.

—No es ninguna broma, la broma está en nosotros mismos. Sobre todos los que ocupamos esta cabina, en los norglans y sobre el pobre y viejo Tecnarca McKenzie, también. ¿Recuerdan ustedes lo que nos dijeron Skrinri y Vortakel? ¿Los términos del ultimátum?

—Pues claro que sí —repuso Stone. E imitando el tono de los norglans repitió: Ustedes pueden conservar esos mundos. Todos los demás pertenecen a Norgla.

—Así es —convino Bernard—. En este estallido de orgullo cósmico hemos atravesado el espacio en busca de los norglans, para ofrecerles magnánimamente dividir el universo en partes iguales con ellos. Y ellos, con mayor orgullo todavía, nos dieron con la puerta en las narices. Y… ¿quién somos nosotros, de cualquier forma para decir… «Este Universo es nuestro»? ¡Insectos! ¡Monos! Unas criaturas que no tienen la menor importancia.

—Somos hombres —dijo Havig con solemnidad.

Bernard se volvió hacia el neopuritano.

¡Hombres! —le remedó—. Habla usted como si supiera todos los secretos de Dios, Havig. ¿Qué sabe usted de nada? ¿Qué hace Dios para ocuparse de nosotros, de todos nosotros? No somos más que una parte insignificante de la creación. Si Dios existe, tiene que considerarnos sólo como una forma de vida más, entre otras, tal vez en número infinito. No tenemos nada especial. Somos como gusanos en una charca, y porque da la casualidad de que nos hemos hecho los dueños y señores de esta charca particular, hemos intentado creernos y afirmar que somos los propietarios exclusivos del Cosmos.

—¡Un momento, Bernard! —protestó Dominici—. ¿Es usted ahora el que se ha propuesto volvernos locos a todos? ¿Qué es lo que pretende decir con todo eso?

—En realidad no estoy seguro de lo que quiero decir… todavía —repuso Bernard con calma—. Pero creo entrever lo que tenemos por delante. Creo que van a ponernos en el lugar que nos corresponde en el orden general de las cosas universales. No somos los reyes de la creación. Apenas si estamos civilizados a los ojos de esa gente. ¿Oyeron bien lo que dijo el rosgoliano? Fueron como nosotros, hace cientos de miles de años. A su escala del tiempo, hace apenas dos minutos que descendimos de los árboles y sólo dos o tres segundos desde que aprendimos a leer y escribir y nada más que una fracción de instante desde que comenzamos a conseguir algún dominio de nuestro entorno vital.

—Está bien, está bien —dijo Dominici—. Así, se hallan grandemente avanzados…

—¿Grandemente? —Bernard se encogió de hombros—. La diferencia es inconcebible. El abismo en la escala evolutiva del ser inteligente que hay entre ellos y nosotros, es tan tremendo que ni siquiera lo podemos imaginar. Es lo bastante como para destruir de un manotazo cualquier trazo de arrogancia que podamos tener, ¿no lo ven? ¿Y que en modo alguno somos reyes ni dueños de apenas nada?

—La Tierra tendrá que recibir algunas sorpresas —remarcó Havig.

—Si es que volvemos —apuntó Dominici.

—Sí, la Tierra va a recibir algunas sorpresas, de acuerdo —continuó Bernard—. Lo suficientemente grandes como para echarlo todo a rodar. Hemos vivido demasiado tiempo engañados. Como supremos dueños y señores de cuanto hemos descubierto. Ya ha sido un mal asunto encontrarnos con los norglans esparcidos por nuestro universo; pero ahora… para colmo de todo, tener que vérnoslas con esa gente…

—¿Y quién sabe cuántas otras razas pueden haber? —dijo Stone exaltado, con una traza de maravilla en los ojos—. En Andrómeda, en las otras galaxias… Criaturas que incluso sean mucho más evolucionadas y perfectas que los rosgolianos…

Resultaba una idea abrumadora. Bernard apartó la vista, sintiendo como si un vértigo le invadiese ante la súbita revelación de la inmensidad del Universo. El hombre no estaba solo. Muy lejos de ello… Y sobre planetas increíblemente distantes, viejas razas observaban y florecían, en mil aspectos de estadios evolutivos de la inteligencia, hasta un extremo capaz de nublar la mente de cualquier hombre… sí, era algo increíble, inimaginable, abrumador.

Todavía podía ver, como si sólo hiciera un instante, a aquella criatura resplandeciente, hablarle en perfecto terrestre, con aquellas inflexiones que infundían seguridad, calma y confianza: Y recordar sus palabras de una infinita humillación para el ser humano…

—Vamos a ver al Comandante —sugirió—. Tenemos que informar a Laurance de lo ocurrido.

—Sí, debemos hacerlo —convino Stone.

Se dirigieron hacia la cabina de control. Pero no había necesidad de contarle a Laurance la historia de aquella extraña visión. Los hombres de la tripulación estaban sentados en sus puestos de control, perplejos y sacudidos por un extraño temblor.

—¿Lo vieron ustedes también? —preguntó Dominici.

—¿A los rosgolianos? —repuso Laurance—. Sí, sí, también les vimos. —Su voz resultaba totalmente natural e indiferente.

Clive comenzó a emitir una risa seca e histérica que comenzó mecánicamente a surgir de su garganta y después a sacudirle con la fuerza de un ataque casi epiléptico. Durante unos instantes, nadie se movió. Bernard dio unos pasos rápidamente en el interior de la cabina de mando, agarró a Clive por el cuello de la camisa y le abofeteó por tres veces fuerte, sin pausa.

—¡Deténgase, Clive! ¡Vamos, vuelva en sí!

El histerismo comenzó a desvanecerse. Clive parpadeó, sacudió la cabeza y se frotó las mejillas rojas por las bofetadas del sociólogo. Bernard se miró los dedos todavía enrojecidos también por la fuerza de las bofetadas que había tenido que proporcionarle al astronauta. Se dio cuenta de que era la primera vez en toda su vida que había tenido que golpear a otro ser humano. Pero no había otro remedio que haberlo hecho, por lamentable que fuese. Aquella histeria de Clive podía haberse propagado a los demás, como una plaga infecciosa. En aquellos instantes, todos se hallaban a caballo entre la locura y el buen sentido. Bernard se humedeció los labios.

—¡No podemos dejar que perdamos la cabeza!

—¿Por qué no? —repuso Laurance, como ausente—. Es el fin de todo, ¿verdad? ¿La terminación de nuestra gigantesca tarea de dominación galáctica y su colosal Imperio? Ahora ya sabemos lo insignificantes que somos. Sólo unos mamíferos que viven por azar en un cierto sol amarillo en aquella pequeña galaxia de la pantalla. Podríamos extendernos a unos cuantos mundos; pero eso no quiere decir, ni con mucho que podamos llamarnos los amos del Universo, ¿no es cierto?

Bernard no replicó. Clavó la vista en la gran pantalla visora de la cabina de mando. Un planeta crecía de tamaño en el foco visual. El XV-ftl, ya estaba colocado en órbita a su alrededor, una órbita que iba estrechándose más y más.

—Estamos aterrizando —anunció Bernard.

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