VII

Pasada una semana, ya pudo contarse con una especie de comunicación, aunque ruda y elemental.

Los no terrestres captaron la idea en el acto. Vieron, sin que fuese necesario ningún ruego, que uno u otro grupo tendría que aprender el lenguaje del contrario y que cuanto más pronto se hiciera, mucho mejor. No se planteó la cuestión de quién era el que aprendería la lengua del otro. Los no terrestres se expresaban en un lenguaje ampliamente modulado que implicaba variaciones en el timbre de la voz y en la intensidad, aparte, además, de las lógicas complejidades gramaticales, y resultó obvio que los terrestres habrían tenido que dislocarse las mandíbulas en el intento de reproducir aquellos chasquidos, silbidos y modulaciones del lenguaje no terrestre. Teniendo en cuenta la base fisiológica, era imposible para los hombres de la Tierra aprender el lenguaje de los extraños; por tanto, eran éstos los que tendrían que aprender el lenguaje terrestre.

Y procedieron sistemáticamente a hacerlo. Havig, como lingüista del grupo, tenía a su cargo tal misión, y durante muchas horas cada día fue fabricando una especie de charadas para demostrar y enseñar los verbos del lenguaje terrestre. A veces resultaba una labor de titán, capaz de volver loco a cualquiera, especialmente bajo el calor, que sobrepasaba los noventa grados la mayor parte del día; pero Havig, con una infinita paciencia y una tenacidad heroica, no dejó perder un momento y cargó con todo el trabajo.

—Es preciso enseñar los verbos, y el resto se aprende fácilmente —decía una y otra vez—. Los nombres no ofrecen dificultad; sólo hay que apuntar al objeto y obtener el nombre sustantivo correspondiente. Son los verbos los que es preciso enseñar primero. Especialmente los verbos abstractos.

La primera sesión se prolongó casi a las seis horas. Los tres pieles azules que parecían hallarse al frente de la colonia estaban sentados en cuclillas de forma peculiar, al parecer incómoda, con los talones rozando con la parte posterior de los muslos, mientras que Havig iba dándoles instrucciones, seguido por los terrestres que tenía a su alrededor, sudando de una forma terrible.

—¡Doblar, doblar! —Y el lingüista se volvía hacia los no terrestres, uniendo la acción a la palabra, encorvando y doblando su enorme cuerpo y repitiendo de nuevo—: Doblar.

—Do…blarrr —repetían los extraños por turno.

Parecía imposible que una lengua pudiese ser enseñada de semejante forma, pero aquellas criaturas de piel azul gozaban de una excelente memoria retentiva y Havig tomó su tarea de enseñarles como si constituyera su sagrada tarea en el Cosmos. Y para cuando el sol comenzó a ocultarse en el horizonte oeste, ya se habían establecido claramente diversos conceptos verbales clave, tales como ser, construir, trabajar, andar… Al menos, Havig esperó que hubieran quedado establecidos. Parecía que sí, pero siempre quedaba la incertidumbre.

Los extraños parecían divertidos y encantados con su nuevo conocimiento. Se tocaban el pecho y exclamaban:

—Yo… norglan. Tú… terrestre.

—Yo terrestre. Nosotros… terrestres.

—Terrestres llegar. Cielo. Estrella.

Bernard se hallaba satisfecho. Por mucho que hubiera estado en desacuerdo con las ideas fundamentales de Havig respecto a las viejas culturas terrestres, además de sus particulares ideas del neopuritanismo de la época, tuvo que admitir que el lingüista había hecho un soberbio trabajo en aquellas primeras horas.

La noche se aproximaba y el calor del día evaporábase a toda prisa. Evidentemente, aquélla era la zona del planeta en que deberían ser más sensibles los contrastes dinámicos de las temperaturas, con la columna del mercurio subiendo y bajando en una medida extrema.

—Dígales que tenemos que marcharnos. Vea la forma de preguntarles si tienen alguna clase de vehículo y que nos lleven hasta nuestra astronave —dijo el Comandante al fin.

A Havig le costó quince minutos expresar tal idea con el auxilio de diversos movimientos del cuerpo y gesticulaciones de los brazos. Los pieles azules le escuchaban atentamente, repitiendo entonces más palabras con mucha mayor facilidad. Pero no parecían comprender bien. Bernard miró la decepcionante perspectiva de otra caminata de diez millas en dirección a la astronave con el frío y la oscuridad. Pero, finalmente, pareció surgir la adecuada chispa de comprensión. Uno de los pieles azules se puso en pie al instante con un rápido y casi imposible movimiento anatómico y gritó unas órdenes a un centinela verde que aguardaba.

Momentos más tarde, tres pequeños vehículos que parecían, en conjunto, muy similares a los de todo terreno de los terrestres llegaron al punto de reunión, conducido cada uno por un piel verde. Aquellos coches parecían unos escarabajos ovales, recubiertos en el exterior por lo que parecían ser planchas de cobre, y a una velocidad máxima de unas cuarenta millas por hora aproximadamente. Los pieles verdes conducían impasiblemente sin pronunciar una palabra, siguiendo simplemente la dirección que Laurance les iba señalando. Cuando llegaron a los arroyos y cursos de agua, pasaron sencillamente sobre ellos como pequeños tanques anfibios. El viaje de vuelta al XV-ftl les llevó menos de una hora, incluso teniendo en cuenta los largos rodeos que tuvieron que hacer frente a las infranqueables zonas de bosques. Cuando los hombres de la Tierra descendieron de aquellos vehículos, la noche había caído plenamente sobre aquel mundo. Se apreciaba una terrible quietud. Todo el clamor y el estallido de la vida que les había rodeado durante el día había desaparecido por completo a aquella hora. Unas brillantes y desconocidas constelaciones de estrellas refulgían en el cielo con las más extrañas configuraciones. Y una luna estaba surgiendo por el horizonte del este, una diminuta masa de roca rojiza que tal vez no tuviera más de cien millas de diámetro, comenzando a recorrer su paso silencioso en la noche. Pero lo hacía a una velocidad ostensible que contrastaba tan vivamente a los ojos de los humanos, acostumbrados desde los principios del Tiempo y del hombre a su suave paso por el cielo de la Tierra lejana.

Los pieles verdes se marcharon sin decir una sola palabra.

Los terrestres permanecieron igualmente silenciosos al saltar por la escalera metálica a bordo de la astronave. Había sido un largo día, fatigante y exhaustivo, y Bernard no pudo recordar en qué momento se había sentido más cansado. Jamás le había agotado tanto ninguna responsabilidad académica ni ninguna otra tribulación de su vida.

Pero aun sintiendo el peso de la enorme fatiga sufrida, que pesaba sobre todos los componentes del grupo, era imposible no sentir una profunda sensación de orgullo y la satisfacción de un deber bien cumplido. La Tierra había entrado en contacto con otra raza extraterrestre en aquel día memorable, con unas criaturas de otro mundo, y se había establecido una comunicación salvando el insondable abismo que les separaba.

En el interior de la astronave, Bernard buscó a Havig con cierta mala gana, pero con un deseo interior no menos imperativo. El neopuritano ni siquiera se había aflojado el apretado cuello de su traje negro, sino que se había dejado caer sobre su litera sin desnudarse. Bernard se le aproximó. Havig tenía los ojos abiertos, pero pareció no haber reparado en la presencia del sociólogo.

—¿Havig?

La mirada del neopuritano se dirigió hacia Bernard.

—¿Qué ocurre?

Bernard vaciló, luchando interiormente ante la idea de establecer una conversación con el otro.

—Yo… sólo quería expresarle mi creencia y la satisfacción de que ha hecho usted un espléndido trabajo hoy. Hemos tenido nuestras diferencias en el pasado, Havig, pero eso no impide en absoluto que le ofrezca mi más sincera felicitación por la forma en que ha conseguido usted tales resultados en la sesión de hoy con esos extraños seres. Sé reconocer un buen trabajo allí donde se produzca.

El neopuritano se incorporó a medias. Sus ojos grises miraron directamente a los más dulces de expresión y de azul claro de Bernard.

—No busco felicitaciones por mi trabajo, Bernard. Sea lo que haya podido llevar a cabo, he hecho sólo lo que Dios, por su virtud, ha querido que haga valiéndose de mí; por tanto, no hay ningún mérito que yo pueda considerar por pequeño que sea.

—Bueno, está bien. Dios ha actuado valiéndose de usted —replicó Bernard, sorprendiéndose de sus mismas palabras—. Pero sigo creyendo que hizo usted un trabajo formidable, magnífico y…

—No merezco su alabanza, Dr. Bernard. Pero reconozco y agradezco su gesto espiritual al ofrecérmela. —Entonces sonrió levemente—. Buenas noches, Dr. Bernard. —Y Havig volvió a tenderse a todo lo largo en su litera.

Bernard parpadeó maravillado. Se había sentido contento del esfuerzo realizado para felicitar al neopuritano, cosa que había considerado como un sacrificio de su propio orgullo personal.

Y aunque su gesto no había sido recibido con una completa repulsión, era evidente que Havig lo había considerado con una ostensible indiferencia. Bernard se sintió interiormente irritado. Y comenzó a decir algo.

Dominici le interrumpió amistosamente.

—Déjele solo, Bernard. Tanto él como usted caminan sin proponérselo en la misma dirección, recta y honrada. No fuerce las cosas ahora. ¿Qué espera que le diga: sonreírle y darle las gracias? Havig no cree realmente que se merece ninguna felicitación.

—Ha podido evitarme las palabras entonces —murmuró Bernard.

Se volvió y se dispuso a dormir. Havig, con los ojos cerrados, daba la impresión de haberse quedado ya dormido. Stone estaba tomando notas en una agenda y Dominici bañándose bajo la vibro-ducha de la cabina.

Bernard se desnudó y se unió al biofísico, situándose bajo la zona vigorizadora molecular de aquel chorro de iones que limpió de su cuerpo la suciedad y el sudor del día.

—No se tome la cosa a pecho porque no correspondiese cálidamente a su enhorabuena, Bernard —dijo Dominici—. Usted hizo lo correcto al felicitarle. Y él estuvo magnífico en su actuación con esos pieles azules.

—Sí, es cierto —convino Bernard—. Este hombre es un tipo congénitamente agrio como el vinagre.

No se ha portado conmigo con la más elemental forma de cortesía humana. Es…

—Havig cree honestamente que es un simple instrumento a través del cual Dios ha actuado hoy —dijo Dominici—. Creo que es mejor que olvide lo sucedido, que no cambie de actitud y que usted le haga pensar de forma diferente. Me parece que lo mejor es que se sienta agradecido por la forma en que ha actuado hoy allá y descanse tranquilamente.

Bernard se dejó caer en su litera e intentó relajarse. Intentó alejar de su mente a Havig, preguntándose una y otra vez qué clase de hombre era y cómo podía renunciar a todas las alegrías del vivir, a todos los placeres naturales y que tan sombríamente conducía su existencia, sin sonreír apenas jamás, yendo siempre vestido de negro. No había duda de que Havig había llevado a cabo un excelente trabajo, de una indiscutible primera categoría en su especialidad; pero ¿había de veras algo moralmente nocivo en aceptar la enhorabuena que se le había ofrecido tan humanamente? Tal vez, pensó Bernard, Havig era uno de esos hombres que son incapaces de aceptar cara a cara cualquier elogio sin sentirse profundamente confundidos, y de ahí que se escondiese bajo la máscara de una autosuficiencia con que su credo le proveía.

Bernard cerró los ojos, poniéndose las manos sobre ellos. Pensó por un momento en su propia vida cómoda, la vida que había dejado atrás, la vida que era tan diferente de la de Havig, como era fácil imaginarse. No había duda de que Havig la hubiera estimado como escandalosa, blasfema incluso tal vez, al gastar una tarde oyendo música, leyendo poesías y tomando un buen brandy a sorbos, cuyas horas podrían muy bien emplearse en la oración, la contemplación o la puesta en práctica de acciones caritativas.

Con todo, a pesar de su rígida, disciplina, no era mejor en su especialidad que Bernard en la suya; ni aun tomando en cuenta toda la indulgencia de Bernard, no era peor en su campo que Havig en el de la lingüística. Soy un hombre de vida fácil y hedonista; quizás un poco egoísta incluso, pero soy un buen hombre en mi campo de trabajo intelectual. Como Havig en el suyo, excepto cuando comienza a mezclar la propaganda con sus conclusiones. Para cimentar una cultura era indispensable tomar todo un completo espectro en mil matices con sus hombres correspondientes. Ponderó a Havig, queriendo saber qué es lo que había motivado su preocupación respecto a él, si era un fanático o si en él existía algo más y distinto.

Tras un rato, Bernard se quedó dormido.

Cuando despertó, lo hizo de mala gana. Nakamura se hallaba sobre su litera sacudiéndole sin contemplaciones.

—Es hora de levantarse, Dr. Bernard. — El sociólogo miraba fijamente al miembro de la tripulación, un tanto adormilado—. El Comandante Laurance dice que, por hoy, ya han dormido ustedes bastante.

El Comandante tenía, efectivamente, razón sobre el particular, tuvo que admitir Bernard; un vistazo al reloj le dijo que había dormido algo más de once horas. Pero le parecía sentir todavía la cabeza llena de telerañas, y tuvo que hacer un esfuerzo restregándose los ojos, como un chico, para sentirse completamente despierto.

Hacía ya una hora que había salido el sol. El día en aquel planeta era de veintiocho horas de tiempo absoluto con respecto al de la Tierra, más veintiocho minutos. Todavía soñoliento, Bernard se reunió con los demás para tomar el desayuno.

Laurance ya había dispuesto que se sacaran de la astronave los vehículos todo terreno. Al acabar el desayuno ordenó:

—Nos dividiremos en dos grupos. Clive, pilotará usted el número uno y le acompañarán Havig y Stone. Yo iré en él también. Hernández, tome usted el segundo, llevando a Bernard, Dominici, Peterszoon y Nakamura.

El viaje de ida al establecimiento extraterrestre les llevó aproximadamente una hora. Cuando los hombres de la Tierra llegaron a la colonia norglan comprobaron que la escena se parecía en mucho a la vista el día anterior; los constructores trabajaban frenéticamente como un enjambre de hormigas, con su fiera energía sin decaer lo más mínimo. Los tres pieles azules, que se habían hecho cargo de aprender el lenguaje terrestre, se aproximaron para saludarles, exhibiendo todo un vocabulario ya aprendido a guisa de saludo:

—Yo-ustedes. Viajar. Venir. Aquí. Nosotros-norglans. Ustedes-terrestres.

Bernard sonrió. En aquel momento la conversación tenía su tinte irónico, pero teniendo conciencia de que aquella especie de lenguaje casi silábico y elemental ya constituía un logro impresionante. Y sólo era el comienzo.

Tras otras tres horas de instrucción, un par de pieles verdes aparecieron un tanto vacilantes llevando una bandeja repleta de alimentos en unos platos amarillos y que aparecían a rebosar con una especie de filetes de carne de buen olor y unas botellas en forma de jarras de espesa arcilla curiosamente diseñada, con una especie de vino negro. Havig miró incierto al Comandante, quien le dijo:

—Rehúselo tan cortésmente como le sea posible. No tocaremos nada de eso en tanto Dominici no tenga la oportunidad de efectuar un análisis de esos alimentos.

El alimento fue cortésmente rechazado. Los hombres de la Tierra sacaron sus propios alimentos y Havig explicó de la mejor forma posible que podría no ser bueno para ellos el alimento norglan. Los extraterrestres parecieron comprender perfectamente la sugerencia al respecto.

Durante aquel día y el siguiente y el otro, Havig trabajó sin tomarse un momento de respiro, mientras que los hombres de la Tierra estaban aguardando, siendo de más o menos utilidad, excepto en sugerir una especie de charadas hechas con nuevos verbos. Bernard encontró aquellas lecciones tremendamente fatigantes, como para acabar con toda su paciencia. Había muy poco que pudiera hacer, excepto seguir expuesto a aquel sol terrible y contemplar el trabajo de Havig.

Aquel trabajo era increíble. Al quinto día, los norglans ya sabían reunir y expresar una serie muy plausible de frases y sentencias, manejando alrededor de quinientas palabras. Y aunque farfullaban se equivocaban o eventualmente las confundían u olvidaban alguna vez, resultaba evidente que eran unas criaturas dotadas de un fantástico poder de asimilación y de rápido aprendizaje. De cada seis palabras, cinco iban resultando bien hilvanadas y comprensibles. Y naturalmente, cuanto más amplia resultaba su riqueza de vocabulario, más fácil era seguir aprendiéndolo.

Al llegar el séptimo día, suficiente ya para una mutua comprensión y entendimiento, se iniciaron las negociaciones. La primera cuestión de la orden del día era establecer un lugar donde reunirse; el permanecer sentados por el suelo al aire libre con todo aquel frenético movimiento a su alrededor en la colonia no constituía ciertamente el lugar ideal. A. sugerencia de Havig, los norglans erigieron una tienda en medio de la zona de la colonia, en cuyo interior tuvieron lugar las futuras discusiones.

Cuando fue terminada la tienda, los hombres de la Tierra sonrieron aliviados. Una semana en aquel planeta les había quemado ya y tostado bien la piel. A los extraterrestres no parecía importarles mucho; sudaban, pero evidentemente su pigmentación les protegía de cualquier posible daño en sus tejidos celulares. Bernard, por otra parte, tenía el aspecto de una langosta. Dominici había comenzado a broncearse la piel y los demás miembros del grupo terrestre sufrían en más o en menos las molestias propias de su exposición a aquel ardiente sol.

Las negociaciones comenzaron en la mañana del noveno día. Stone, según habían decidido, no tomaría la palabra, dejando a Havig ser el portavoz del lenguaje convenientemente. Bernard haría las observaciones de tipo cultural y sociológico, Dominici las propias de la biofísica y de tal forma, los terrestres llegarían a un mejor entendimiento. El Tecnarca había elegido a sus hombres cuidadosamente.

En el interior de la tienda, se había dispuesto una mesa rudamente construida de madera. Los extraterrestres se quedaron en pie, al parecer no tenían la menor necesidad de asientos. Los terrestres, en el lado opuesto, adoptaron una posición de sentados con las piernas cruzadas. Havig comenzó:

—Este hombre de la Tierra se llama Stone. Él os hablará hoy.

El mayor en estatura de los tres norglans, quien se había identificado a sí mismo como Zagidh, sin que pudiera saberse si tal palabra significaba su nombre propio, o un título de dignidad o categoría, tomó la palabra.

—¿Ser piedra? ¿Yo tocar?[13].

Una mano de ocho dedos se alargó y agarró fuertemente el brazo de Stone. El diplomático se sintió alarmado por unos instantes; pero después le sonrió al norglan, estrechando a su vez el brazo extendido.

Zagidh soltó su mano y se quedó mirando fijamente a Stone.

—Stone, ser dura. Él no ser duro.

—Stone es una marca; no una descripción —explicó Havig.

El extraterrestre pareció embrollado durante unos momentos. Dominici murmuró:

—Tienes que echarle la culpa a tu nombre, Stone. Puede que nunca salvemos este punto porque no estás hecho de granito.

A Havig le llevó diez minutos explicar convenientemente la dificultad surgida y el que Zagidh pudiera entenderlo. Bernard pensó, que si un detalle tan poco importante les había proporcionado, de entrada, tal dificultad, ¿qué iba a ser el resto de las negociaciones?

Stone se lanzó con calma, procurando pronunciar las palabras lentamente y ayudado por Havig, a establecer un bosquejo fundamental de las negociaciones; pero tuvo éxito al fin, quedando bien entendido lo siguiente:

La Tierra era el núcleo de un Imperio Colonial.

El mundo de los norglans, donde quiera que estuviese, era un centro similar de expansión por el Universo.

Que era inevitable que alguna especie de conflicto resultaría entre dos sistemas planetarios en dinámica expansión.

Que, en consecuencia, era vital que allí y en aquel momento, se decidiese qué parte de la Galaxia debería ser reservada para los norglans y cuál para los terrestres.

Zagidh y sus compañeros, conferenciaron en su misterioso lenguaje respecto a aquellos cuatro puntos, y parecieron dar muestras de un completo entendimiento de lo que aquello significaba. Hubo una breve y férvida discusión entre los tres norglans, finalmente. Después el norglan situado a la izquierda de Zagidh hizo ademán de marcharse y los otros dos le siguieron, sin que antes Zagidh hiciera una extraña mueca que parecía ser adecuada a una declaración de mucha importancia. Con voz lenta y clara, dijo:

—Esto ser cuestión importante. Yo-nosotros no tener gran autoridad. Ustedes-nosotros no poder hablar más ahora. Otros-nosotros venir.

Aquellas frases parecieron haber agotado al norglan. La lengua se le enrolló en la boca y jadeó por el esfuerzo realizado. Se marcharon, dejando solos a los hombres de la Tierra.

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