Para Wille y Meja


Lo que mejor recordaba era su perfume. El que guardaba en el baño. El frasco lila brillante de aroma dulce e intenso. De mayor fue un día a buscarlo a una perfumería, hasta que dio con él. Le entró la risa di ver el nombre: Poison.

Ella solía ponerse un poco en las muñecas, que luego se frotaba en el cuello y, si llevaba falda, también en los talones.

A él le parecía tan hermoso. Sus muñecas delgadas, delicadas, frotándose con gracia la una contra la otra. El aroma se difundía por la habitación alrededor de su persona y siempre añoraba el instante en que la tenía cerca, muy cerca, el momento en que ella se inclinaba para besarlo, Siempre en la boca. Siempre de forma tan leve que a veces se preguntaba si el beso habría sido real o si sólo era un sueño.

«Cuida de tu hermana», le decía ella siempre antes de salir por la puerta como si, más que caminar, volara.

Después, nunca recordaba si le había contestado en voz alta o si, simplemente, había asentido con la cabeza.

El sol primaveral entraba a raudales por las ventanas de la comisaría de policía de Tanumshede, revelando, implacable, la suciedad de las ventanas. La humedad del invierno aparecía adherida a los cristales como una membrana y Patrik se sentía como si a él le ocurriese otro tanto. Había sido un invierno muy duro. Cuando se tenían hijos, la vida era infinitamente más divertida, pero también infinitamente más trabajosa de lo que nunca imaginó. Y aunque las cosas funcionaban mucho mejor que al principio con Maja, Erica seguía insatisfecha con su vida de ama de casa. Aquella certeza atormentaba a Patrik cada segundo y cada minuto que pasaba en el trabajo. Por si fuera poco, todo lo sucedido con Anna les había supuesto una carga más que soportar.

Unos golpecitos en el marco de la puerta vinieron a interrumpir su lúgubre reflexión.

– ¿Patrik? Acaba de llegar una emergencia, un accidente de tráfico. Un solo vehículo, en la carretera hacia Sannäs.

– Vale -dijo Patrik al tiempo que se levantaba-. Oye, ¿no era hoy cuando empezaba la sustituta de Ernst?

– Sí -respondió Annika-. Pero es que aún no son las ocho en punto.

– Bueno, en ese caso, le pediré a Martin que me acompañe. Había pensado llevarla conmigo un tiempo, hasta que adquiriera algo de rodaje.

– Ya, pues que sepas que la pobre me da lástima -respondió Annika.

– ¿Por salir de servicio conmigo? -preguntó Patrik. dedicándole en broma una mirada llena de indignación.

– Por supuesto -confirmó Annika-. Sé cómo conduces No, en serio, no creo que Mellberg se lo ponga nada fácil.

– Pues, después de haber leído su currículum, creo que nadie mejor que Hanna Kruse para manejar al jefe. Parece una chica dura, a juzgar por sus méritos, por su hoja de servicio y por las palabras de recomendación que trae.

– Sí, y por eso no acabo de explicarme que haya pedido un destino como Tanumshede…

– Ya, claro, en eso no te falta razón -admitió Patrik mientras se ponía la cazadora-. Le preguntaré por qué se rebaja a trabajar en este callejón sin salida profesional con un puñado de policías aficionados… -dijo guiñándole un ojo a Annika. que le dio un golpecito en el hombro.

– ¡Anda ya! Sabes que no me refería a eso.

– No, ya lo sé, era por hacerte rabiar… Por cierto, ¿tienes algún dato más sobre el lugar del accidente? ¿Hay heridos; ¿Algún muerto?

– Según la persona que llamó para dar el aviso, parece que sólo había un ocupante en el vehículo. Y está muerto.

– Mierda. Bueno, voy a buscar a Martin y nos ponemos en marcha, a ver qué hay. No creo que tardemos mucho en volver. Entretanto, enséñale a Hanna la comisaría.

En ese preciso momento se oyó una voz de mujer en la recepción.

– ¿Hola?

– Me parece que es ella -dijo Annika ya camino de la puerta. Patrik la siguió, pues sentía una gran curiosidad por ver quién era la fémina que venía a incrementar el personal de la comisaría.

Cuando vio a la mujer que los aguardaba en la recepción, se quedó sorprendido. Patrik no sabía exactamente qué esperaba, aunque quizá a alguien más… grande. Y, desde luego, no tan bonita… ni tan rubia. La joven le tendió la mano primero a Patrik y luego a Annika, y se presentó:

– Hola, soy Hanna Kruse. Hoy es mi primer día en esta comisaría.

La voz de la colega, profunda y firme, encajaba más con las Expectativas de Patrik.

Su apretón de manos revelaba, además, las muchas horas de gimnasio y Patrik ya empezaba a modificar su primera impresión.

– Hola, Patrik Hedström. Ésta es Annika Jansson, la médula espinal de la comisaría…

Hanna sonrió al tiempo que replicaba:

– El único bastión femenino en este territorio de dominación masculina, por lo que me han dicho. Al menos, hasta ahora.

Annika se rió de buena gana.

– Sí, admito que es un alivio contar con alguien que equilibre el alto índice de testosterona que encierran estas paredes. Patrik interrumpió su charla.

– Chicas, ya confraternizaréis luego. Hanna, acaba de llegarnos un aviso de accidente de tráfico, un solo vehículo y ocupante, con resultado de muerte. He pensado que podrías venirte conmigo ahora mismo, si te parece. Así empiezas de lleno el primer día.

– Por mí, bien -respondió Hanna-. ¿Dónde puedo dejar el bolso?

– Te lo llevo a tu despacho -respondió Annika-. Ya te lo enseñaré todo cuando volváis.

– Gracias -respondió Hanna apresurándose a alcanzar a Patrik, que ya había salido.

– Bueno, ¿y qué tal te sientes? -preguntó Patrik ya rumbo a Sannäs.

– Bien, gracias, muy bien, aunque siempre hay nervios cuando se empieza en un nuevo lugar de trabajo.

– A juzgar por tu curriculum, ya te has movido por bastantes comisarías -observó Patrik.

– Sí, quería adquirir tanta experiencia como me fuese posible -explicó Hanna sin dejar de observar con curiosidad el Panorama- Distintas regiones de Suecia, distintos ámbitos de servicio, lo que sea. Todo aquello que pueda ampliar mi experiencia como policía.

– Pero ¿por qué? -continuó Patrik-. Quiero decir, ¿cuál es tu objetivo?

Hanna sonrió con tanta amabilidad como firmeza.

– Un puesto en la jefatura, naturalmente. En el seno de alguno de los distritos policiales más importantes. De modo que asisto a todo tipo de cursos, amplío mi experiencia y trabajo tanto como puedo.

– Suena como la receta del éxito -respondió Patrik sonriendo también. Sin embargo, la desmedida ambición que revelaba la colega lo hacía sentirse un tanto incómodo. Era algo a lo que no estaba acostumbrado.

– Eso espero -aseguró Hanna sin dejar de contemplar el paisaje que iban atravesando.

– ¿Y tú? ¿Cuánto tiempo llevas trabajando en Tanumshede?

Patrik se irritó al oír que respondía un tanto avergonzado.

– Pues… desde que terminé en la academia, la verdad.

– Vaya, a mí me habría sido imposible. Pero eso significa que estás muy a gusto aquí. Eso me favorece a mí… -constató entre risas y volviendo la mirada hacia él.

– Sí, claro, lo puedes ver así. Sin embargo, también es por costumbre y por comodidad. Yo soy de aquí, aquí me crié y conozco la zona como la palma de la mano. Aunque ya no vivo en Tanumshede, sino en Fjällbacka.

– ¡ Ah, es verdad, me dijeron que estás casado con Erica Falck! ¡Me encanta cómo escribe! Bueno, sus libros sobre casos de asesinato, admito que no he leído las biografías…

– Bah, no te preocupes. Al parecer, media Suecia ha leído la última novela, a juzgar por las cifras de ventas, pero la mayoría ni siquiera sabe que ha escrito cinco biografías de otras tantas escritoras suecas. La que más vendió fue la de Karin Boye, y creo que sacaron nada menos que dos mil ejemplares… Por cierto que aún no estamos casados, pero falta muy poco, lo hacemos el sábado de Pentecostés.

– Vaya, ¡enhorabuena! ¡Qué bonito, una boda en Pentecostés!

– Sí, bueno, esperemos… Aunque, para ser sincero, yo quisiera escaparme a Las Vegas y ahorrarme todo el jaleo. No tenía ni idea de que casarse fuese una empresa de tanta envergadura.

Hanna se rió de buena gana.

– Sí, me lo imagino…

– Pero tú también estás casada, por lo que he visto en tu documentación. ¿No os casasteis por la iglesia con toda la pompa?

Una sombra apagó el semblante de Hanna, que apartó la mirada y murmuró en voz tan baja que Patrik apenas la oyó:

– Lo hicimos por lo civil, pero de eso ya hablaremos en otra ocasión. Parece que ya hemos llegado, ¿no?

Ante ellos tenían, en efecto, un coche destrozado en la cuneta. Dos bomberos intentaban acceder al interior por el techo. No parecían tener prisa. Tras una ojeada al asiento delantero del coche siniestrado, Patrik comprendió la razón.

No fue casualidad que la reunión se celebrase en la casa de Erling W. Larson, en lugar de en las oficinas del ayuntamiento. Tras meses de constantes trabajos de renovación, la casa, o «la perla», como él solía llamarla, estaba por fin lista para ser admirada. Era una de las casas más antiguas y más grandes de Grebbestad, y le costó mucho convencer a los antiguos propietarios de que la pusieran en venta. Siempre esgrimían el mismo argumento y se lamentaban diciendo «que si había pertenecido a la familia», «que si había ido pasando de padres a hijos», pero los lamentos se convirtieron en un sordo murmullo que, a su vez, se fue tornando en alegre gruñir, a medida que él aumentaba el precio de su oferta. Y los imbéciles de los lugareños ni siquiera se percataron de que les había ofrecido mucho menos de lo que habría estado dispuesto a pagar. Seguramente, jamás habían puesto un pie fuera del pueblo y carecían de esa conciencia del valor de las cosas que se adquiría al vivir en Estocolmo, acostumbrados a las condiciones inmobiliarias de la capital. Una vez formalizada la compra se gastó, sin pestañear, otros dos millones en renovar la casa, y ahora le mostraba orgulloso el resultado al resto de la comisión municipal.

– Aquí trajimos de Inglaterra una escalera que encaja muy bien con los detalles de época. Claro que no fue barata, precisamente. Sólo se fabrican cinco escaleras como ésta al año, pero la calidad cuesta. Y hemos mantenido una estrecha colaboración con el museo de Bohuslán, con la idea de no destruir el espíritu de la casa. Tanto Viveca como yo somos muy meticulosos con esas cosas y procuramos renovar las viviendas con sumo cuidado de no destruir su espíritu. Por cierto, tenemos varios ejemplares del último número de la revista Residence, donde se da cuenta del resultado de nuestra reforma. El fotógrafo dijo que jamás había visto una reforma ejecutada con tanto gusto. Tomad un ejemplar de la revista y así podéis hojearlo en casa tranquilamente. Ah, quizá debería explicar que Residence es una revista en la que sólo aparecen viviendas de lujo. Vamos, que no es como la sueca, Sköna Hem, donde meten la casa de fulanito y de menganito -observó Erling con una risita que indicaba lo absurda que se le antojaba la idea de que su casa apareciese en semejante publicación-. En fin, ¿nos sentamos y nos ponemos manos a la obra? -dijo señalando la gran mesa del salón, preparada con el servicio de café.

Su mujer había ido poniéndola mientras él les enseñaba la casa y ahora aguardaba en silencio a que tomaran asiento. Erling le hizo un gesto de aprobación. Su querida Viveca valía su peso en oro, sabía cuál era su sitio y era una anfitriona excepcional. Un tanto taciturna, quizá, nada versada en el arte de la conversación, pero más valía una mujer capaz de callar que una charlatana incansable, como solía decirse.

– Bien, ¿qué ideas se os ocurren sobre el gran tema al que nos enfrentamos hoy?

Se habían sentado todos a la mesa y Viveca iba sirviéndoles el café en delicadas tazas de porcelana blanca.

– Bueno, ya sabes cuál es mi postura -respondió Uno Brorsson mientras se ponía cuatro terrones de azúcar. Erling lo observó con desprecio. No entendía a los hombres que descuidaban su físico y su salud de aquel modo. El salía a correr todas las mañanas y hasta se había hecho algún que otro lifting discretísimo, aunque esto sólo lo sabía Viveca.

– Ya, de tu postura no cabe la menor duda -aseguró Erling, con más crudeza de la que pretendía-. Pero tú has tenido la oportunidad de decir lo que pensabas y, ahora que hemos adoptado esta decisión, considero que debemos procurar sacarle el mayor partido posible. De nada sirve seguir debatiendo el asunto. El equipo de televisión llegará hoy y, bueno, ya conocéis mi punto de vista, personalmente considero que es lo mejor que le podía suceder a la comarca. No tenéis más que ver las consecuencias que las ediciones anteriores han tenido para las zonas donde se ha desarrollado el programa. Cierto que Amal saltó a la fama con la película de Moodysson, pero eso no fue nada comparado con la publicidad que obtuvo gracias al programa protagonizado por gente del pueblo. Y Fucking Töreboda dio a conocer el pueblo en todo el país. ¡Sabed que la mayor parte de la población sueca se plantará ante el televisor para ver Fucking Tanut! ¡Es una posibilidad única para promocionar la mejor cara de este rincón de Suecia!

– ¡La mejor cara! -resopló Uno-. Alcohol y sexo y un montón de imbéciles, de famosos de pacotilla que se creen estrellas de televisión por salir en el programa, ¡eso es lo que verán de Tanumshede!

– Ya, bueno, yo creo que será muy emocionante -terció entusiasmada Gunilla Kjellin, con su voz un tanto chillona, mirando a Erling con chiribitas en los ojos. A Gunilla le encantaba Erling. Incluso podría decirse que estaba enamorada de él, aunque ella jamás admitiría tal cosa. En cualquier caso, Erling no vivía ignorante de dicha circunstancia y la aprovechaba para conseguir su voto en todos los asuntos que deseaba sacar adelante.

– Ahí lo tienes, ¡ya oyes a Gunilla! Ese es el espíritu con que todos deberíamos acoger el futuro proyecto. Vamos a emprender una aventura muy emocionante y una oportunidad que deberíamos agradecer -exclamó Erling con su tono de voz más persuasivo y entusiasta. El mismo que le había valido siempre la atención y el interés tanto del personal como del Consejo. Cuando pensaba en los años de éxito candente, lo invadía la nostalgia. Pero, por suerte, lo había dejado a tiempo. Cogió el merecido pago y se despidió. Antes de que los periodistas, movidos por su sed de sangre, se lanzasen a la caza de los desgraciados de sus colegas, como sobre una presa que abatir y descuartizar. A Erling lo angustió mucho la decisión de jubilarse anticipadamente después del infarto, pero luego se dio cuenta de que había hecho lo correcto-. Venga, probad estos deliciosos dulces: de la pastelería Elg. -Los animó señalando la bandeja repleta de bollos de crema y de canela. Todos obedecieron y se sinceran, un dulce. El se abstuvo. El hecho de haber sufrido un infarto, pese a lo cuidadoso que era con la alimentación y el ejercicio había incrementado más aún su prudencia.

– ¿Qué pasará con los posibles daños? Tengo entendido que en Töreboda hubo muchos destrozos durante la grabación del programa. ¿Se hará cargo de los desperfectos la cadena de televisión?

Erling resopló impaciente en dirección al origen de la pregunta. El joven jefe municipal de economía tenía que andar siempre incordiando con minucias, en lugar de ver la imagen a gran escala, the big picture, como él solía decir. Por lo demás ¿qué demonios sabría él de economía? Apenas había cumplido los treinta y seguramente no habría visto en toda su vida la cantidad que Erling manejaba en un solo día en los tiempos dorados de La Empresa. No, esos ridículos contables no le parecían dignos de ninguna consideración. Se dirigió a Erik Bohlin, el contable en cuestión, y le dijo con retintín:

– No es ése un asunto que debamos abordar ahora. Teniendo en cuenta el incremento del flujo turístico, no creo que merezca la pena preocuparse por unos cristales rotos. Y además, espero que la policía haga cuanto esté en su mano por ganarse el sueldo y mantener la situación bajo control.

Posó la mirada en cada uno de ellos durante unos segundos, ira una técnica que le había procurado muchos éxitos con anterioridad. Y así fue también en esta ocasión. Todos bajaron la vista y se guardaron sus protestas para sí, como debía ser. Habían tenido su oportunidad, pero la decisión había sido adoptada tras una votación conforme al mejor espíritu democrático, y los autobuses de la tele entrarían aquel día en Tanumshede, con los participantes del programa.

– Todo saldrá bien – dijo Jörn Schuster, que aún no se había recuperado del golpe que le supuso el hecho de que Erling ocupase ahora el puesto de consejero municipal, puesto que había ido suyo durante casi quince años.

Erling, por su parte, no alcanzaba a comprender por qué habría decidido Jörn quedarse en el Consejo. Si a él lo hubieran desacreditado con tan pocos votos, se habría retirado con el rabo entre las piernas. Pero si Jörn quería quedarse, por él no había problema. Tenía ciertas ventajas conservar al viejo zorro, aunque ya estuviese cansado y desdentado, hablando metafóricamente. Aún contaba con un puñado de fieles seguidores y, mientras Jörn siguiese activo en el Consejo, no causarían problemas.

– Bien, pues entonces empezamos hoy mismo, ¡adelante a toda máquina! Yo iré a darle la bienvenida al equipo personalmente, a la una en punto, y ni que decir tiene que vosotros también podéis participar. De lo contrario, nos vemos en la reunión ordinaria del jueves. -Dicho esto, se levantó para indicar que había llegado el momento de despedirse.

Cierto que Uno seguía mascullando entre dientes cuando se iba, pero, por lo demás, Erling creía haber logrado unir a las tropas. Aquello olía a éxito, tenía el presentimiento.

Más que satisfecho, salió al porche y encendió el puro de la victoria. Dentro, en el comedor, Viveca quitaba la mesa en silencio.

– Ta-ta-ta-ta. -Maja parloteaba en la trona al tiempo que, con habilidad asombrosa, esquivaba la cuchara que Erica intentaba meterle en la boca. Tras unos minutos de enfrentamiento con la habilidad de la pequeña, logró por fin introducir una cucharada de papilla, pero fue breve la satisfacción, puesto que Maja eligió justo aquel momento para demostrar lo bien que sabía reproducir el sonido de un coche.

– Brrrrr -dijo con tal pasión que la papilla salió despedida para aterrizar en una capa homogénea en la cara de Erica.

– ¡Jobar con la niña! -se quejó Erica con voz cansina, aunque se arrepintió en el acto de sus palabras.

– Brrrr -insistió Maja alegremente, consiguiendo así esparcir sobre la mesa los últimos gramos de la papilla que aún le quedaban en la boca.

– ¡Jobar con la niña! -dijo Adrian, a lo que Emma, ejerciendo de hermana mayor, lo reprendió enseguida.

– Adrian, no debes decir palabrotas.

– Pues Ica sí las dice.

– Bueno, pero no deben decirse de todos modos. ¿A que no, tía Erica? ¿A que no se deben decir palabrotas? -preguntó Emma con los brazos en jarras y clavando en Erica una mirada exigente.

– No, por supuesto que no deben decirse. Lo que he hecho ha estado muy feo, Adrian.

Satisfecha con la respuesta, Emma continuó con su yogur. Erica la observó con una mezcla de cariño y preocupación. Se había visto obligada a hacerse mayor demasiado deprisa. A veces se comportaba con Adrian más como su madre que como su hermana mayor. Anna no parecía advertirlo, pero Erica lo veía clarísimo. De hecho, sabía muy bien lo que suponía cargar con ese papel cuando aún se era demasiado joven.

Y allí estaba otra vez, haciendo de madre de su hermana, al mismo tiempo que era madre de Maja y una especie de madre suplementaria de Emma y Adrian, a la espera de que Anna despertase de su letargo. Erica echó una ojeada a la planta de arriba mientras ponía orden en el desbarajuste que había sobre la mesa. Pero no se oía nada. Anna rara vez se despertaba antes de las once y Erica la dejaba dormir. No sabía qué hacer.

– Yo no quiero ir a la guardería hoy -declaró Adrian adoptando un mohín desafiante que mostraba a las claras: «E intenta obligarme, si eres capaz».

– Por supuesto que vas a ir, Adrian -intervino Emma, con as brazos otra vez en jarras.

Erica frenó la riña que sabía estaba a punto de iniciarse y, mientras limpiaba como podía a su hija de ocho meses, ordenó:

– Emma, ve a ponerte el abrigo y los zapatos. Adrian, no tengo ganas de discutir por eso hoy. Irás a la guardería con Emma, sin posibilidad de negociación.

Adrian abrió la boca para protestar, pero algo vio en la mirada de su tía que le dijo que, justo aquella mañana, era mejor obedecer, de modo que, con una sumisión nada habitual en él, se encaminó también al vestíbulo.

– Muy bien, ahora ponte los zapatos -le dijo Erica al tiempo que le daba las zapatillas de deporte. Al verlas, el pequeño negó con vehemencia.

– Yo no sé, tendrás que ayudarme.

– Por supuesto que sabes, si en la guardería te las pones tú solo.

– No, no sé. Soy demasiado pequeño -añadió, para que quedase bien claro.

Erica dejó escapar un suspiro y sentó en el suelo a Maja, que empezó a alejarse gateando mucho antes de que ella se hubiese arrodillado siquiera. La pequeña había aprendido a gatear muy pronto y, a aquellas alturas, era una maestra en la materia.

– Maja, bonita, quédate aquí -le dijo Erica mientras intentaba ponerle una zapatilla a Adrian. No obstante, la niña optó por ignorar el encarecido ruego de su madre y se lanzó a la aventura. Erica notó cómo le corría el sudor a raudales por la espalda y las axilas.

– Yo la cojo -dijo Emma solícita, que tomó el silencio de Erica por una afirmación. Al cabo de un instante, apareció zapateando ligeramente con Maja retorciéndose como un gato en sus brazos. Erica vio que la carita de su hija empezaba a adquirir ese tono rojizo que, por lo general, anunciaba la pataleta, y

se apresuró a cogerla. Luego apremió a los niños para que se dirigieran al coche. ¡Mierda!, cómo odiaba esas mañanas.

– Venga, al coche, que llegamos tarde otra vez y ya sabéis lo poco que le gustan los retrasos a la señorita Ewa.

– No le gustan nada -constató Emma meneando la cabeza con preocupación.

– No, desde luego, no le gustan lo más mínimo -corroboró Erica mientras le ponía a Maja el cinturón de la sillita.

– Yo quiero ir delante -declaró Adrian cruzando los brazos indignado, preparándose para la batalla. Pero a Erica ya se le había agotado la paciencia.

– Vete ahora mismo a tu asiento -le rugió al pequeño que, con cierta satisfacción para Erica, se sentó volando en su sitio. Emma se sentó en el centro, sobre su cojín, y se puso el cinturón de seguridad sin ayuda. Con cierto exceso de brusquedad. Erica le ajustó el cinturón a Adrian, pero se moderó cuando, de repente, sintió una manita en la mejilla.

– Ica, te quieeeeeero mucho -declaró el pequeño esforzándose al máximo por parecer tan dulce como le era posible. Estaba más que claro que se trataba de un intento de hacerle la pelota, pero no fallaba nunca. Erica sintió que se le derretía el corazón, se inclinó y le plantó un sonoro beso en la mejilla.

Lo último que hizo antes de dar marcha atrás para salir fue lanzar una mirada inquieta hacia la ventana del dormitorio de Anna. Pero el estor seguía bajado.

Jonna pegó la frente a la fría ventana del autobús y contempló el paisaje que discurría ante su vista, de nuevo invadida por la inmensa indiferencia de siempre. Se tiró de los puños del jersey hasta cubrir bien con ellos las muñecas. Con los años, se había convertido en un gesto instintivo. Se preguntaba qué hacía ella allí. Cómo se vio envuelta en aquello. ¿Por qué existía tal fascinación por su vida y su día a día? Jonna no lo entendía. Una joven destrozada llena de cortes en el brazo, una joven rara y condenadamente sola. Aunque, quizá justo por eso la votasen en La Casa semana tras semana, porque había otras muchas jóvenes como ella en todo el país. Chicas ávidas de reconocerse en su persona, cada vez que terminaba discutiendo con los demás participantes, cuando se sentaba en el cuarto de baño a llorar y hacerse cortes en los brazos con cuchillas de afeitar, cuando -adiaba tanta impotencia y desesperación que los demás ocupantes de La Casa se apartaban de ella como si tuviese la rabia. Quizá fuera justo por eso.

– ¡Ooooh, qué emocionante! ¡Qué suerte que tengamos otra oportunidad, oye! -Jonna oía la infinita expectación que resonaba en la voz de Barbie, pero se negó a ofrecerle ni un amago de respuesta. Su solo nombre le producía náuseas. Pero a la prensa le encantaba aquello. BB-Barbie quedaba divinamente en las portadas. Aunque su verdadero nombre era Lillemor Persson. Uno de los diarios de la tarde lo había averiguado. Además, habían encontrado fotos suyas de hacía un tiempo, de cuando era una chica esquelética con el pelo castaño y unas gafas demasiado grandes, que no se parecía en nada a la bomba rubia de silicona que era en la actualidad. Jonna se echó a reír cuando vio aquellas fotos en el ejemplar del periódico que les llevaron a La Casa. Pero Barbie lloró. Y luego quemó el diario.

– ¡Mira cuánta gente hay! -Barbie señalaba excitada la aglomeración de personas hacia la que parecía dirigirse el autobús-.;Te das cuenta, Jonna? Todo esto es por nosotros, por nosotros, ¿no lo entiendes? -Barbie no era capaz de estarse quieta, y Jonna la miró con desprecio. Luego se puso los auriculares del reproductor de mp3 y cerró los ojos.

Patrik rodeó el coche despacio. Había caído por una pronunciada pendiente hasta que lo frenó el árbol. La parte delantera estaba completamente aplastada pero, por lo demás, el vehículo había quedado intacto. No debía de ir a mucha velocidad.

– Parece que el conductor se dio contra el volante. Yo diría que ésa fue la causa de la muerte -opinó Hanna, que se hallaba en cuclillas junto al lateral del conductor.

– Bueno, yo creo que eso es mejor dejárselo al forense -dijo Patrik con un tono algo más cortante de lo que pretendía-. Quiero decir que…

– No pasa nada -atajó Hanna-. La mía ha sido una apreciación absurda. En lo sucesivo, me limitaré a observar, no a sacar conclusiones. O al menos, todavía no -añadió.

Patrik había dado la vuelta alrededor del coche y fue a acuclillarse al lado de la colega. La puerta del conductor estaba abierta de par en par y el accidentado seguía allí, aún con el cinturón puesto, pero con la cabeza sobre el volante. Tenía la cara llena de sangre, que también había goteado hasta el suelo.

De repente oyó el clic de la cámara de uno de los técnicos que fotografiaba el lugar del accidente.

– ¿Os estorbamos aquí? -preguntó Patrik dándose la vuelta.

– No, ya hemos tomado la mayor parte de las fotos que necesitamos. Pensábamos incorporar el cadáver y sacarle algunas instantáneas. ¿Podemos? Me refiero a si ya habéis visto lo que queríais, por ahora.

– ¿Tú qué dices, Hanna? -preguntó Patrik, procurando no excluir a su colega. Se imaginaba lo difícil que era ser nuevo en un puesto de trabajo y él estaba decidido a hacer lo posible por facilitarle las cosas.

– Sí, eso creo. -Tanto ella como Patrik se pusieron de pie y se apartaron para que el técnico pudiera acceder al cadáver. El hombre cogió cuidadosamente por los hombros a la víctima y la apoyó en el reposacabezas. Entonces vieron que era una mujer. Llevaba el pelo corto y ropa neutra, de ahí que en un primer momento pensaran que se trataba de un hombre, pero su cara les dijo, sin asomo de duda, que la accidentada era una mujer de unos cuarenta años.

– Es Marit -declaró Patrik.

– ¿Marit? -preguntó Hanna.

– Tiene un pequeño comercio en la calle Affíarsvägen, donde vende té, café, chocolate y cosas así.

– ¿Tiene familia? -La voz de Hanna sonó un tanto extraña al hacer la pregunta, y Patrik la miró de soslayo, pero su nueva compañera tenía el mismo aspecto y pensó que serían figuraciones suyas.

– Pues la verdad es que no lo sé. Tendremos que averiguarlo.

El técnico había terminado de hacer las fotos y se retiró. Patrik dio un paso al frente y Hanna lo imitó.

– Ten cuidado, no toques nada -le dijo Patrik instintivamente. Antes de que Hanna hubiese podido responder, añadió-: Perdona, se me olvida que eres nueva aquí, no en la Policía. Deberás tener un poco de consideración conmigo -le dijo a modo de disculpa.

– No exageres -se rió Hanna-, No soy taaaaan sensible.

Patrik rió con ella, aliviado. No era consciente de hasta qué punto se había acostumbrado a trabajar con gente a la que conocía bien y sabía cómo funcionaban. Seguramente, sería muy saludable para él la llegada de sangre nueva. Además, era un lujo, en comparación con Ernst.

Que lo hubieran despedido después de su actuación arbitraria del otoño pasado había sido… bueno, ¡un milagro!

– Venga, dime qué ves -le preguntó Patrik acercándose a la cara de Marit.

– No es tanto lo que veo como lo que huelo -respondió Hanna inspirando con fuerza-. Aquí apesta todo a alcohol. Debía de ir como una auténtica cuba cuando se salió de la carretera.

– Sí, eso parece, sin duda -confirmó Patrik, aunque sonó algo vacilante. Con el ceño fruncido, miró el interior del coche. No había nada de particular en el suelo. Un envoltorio de caramelo, una botella de plástico de coca-cola, vacía, una página que parecía arrancada de un libro y al fondo, ya bajo el asiento del acompañante, una botella de vodka, también vacía.

– Pues no parece muy complicado. Accidente de un solo vehículo y un conductor borracho -sentenció Hanna retrocediendo un par de pasos, como dispuesta a marcharse. La ambulancia ya estaba lista para transportar el cadáver y no podían hacer mucho más.

Patrik observó el rostro de la víctima un poco más de cerca. Examinó con atención las heridas. Allí había algo que no encajaba.

– ¿Puedo limpiarle la sangre de la cara? -le preguntó a uno de los técnicos, que ya estaba recogiendo el equipo.

– Sí, no habrá problema, tenemos documentación más que suficiente. Aquí tienes un paño. -El técnico le dio un trozo de tela blanca y Patrik se lo agradeció con un gesto de asentimiento. Con sumo cuidado, casi con mimo, retiró la sangre que había manado, sobre todo, de la herida de la frente. La mujer tenía los ojos abiertos y Patrik no pudo continuar sin antes cerrarlos despacio con el dedo índice. Debajo de la sangre, aquella cara era como un estudio de todo tipo de heridas y moratones. Sin duda, el volante la habría golpeado con fuerza, pues el coche era un modelo antiguo que no llevaba airbag.

– ¿Podrías hacer unas fotos más? -le preguntó al colega que le había dado el paño. El técnico asintió y echó mano de la cámara. Rápidamente tomó varias fotos y miró inquisitivo a Patrik.

– Sí, así vale -le dijo Patrik caminando en dirección a Hanna, que parecía confusa.

– ¿Has visto algo? -le preguntó.

– No lo sé -respondió Patrik con franqueza-. Es que hay algo que… No sé… -Desechó la idea con un gesto de la mano-Seguro que no es nada. Venga, volvamos a la comisaría, así los demás podrán terminar con esto.

Entraron en el coche y pusieron rumbo a Tanumshede. Durante todo el trayecto de regreso, reinó en el ambiente un extraño silencio. Y en ese silencio, algo reclamaba la atención de Patrik. Sólo que él no sabía qué.

Bertil Mellberg sentía una curiosa alegría en su corazón. La misma que sólo experimentaba cuando pasaba unos días con Simon, aquel hijo suyo de cuya existencia nada había sabido durante quince años. Por desgracia, Simon no iba a verlo muy a menudo, sólo de vez en cuando, pero habían logrado mantener algo parecido a una relación. No era desbordante, ni apreciable a simple vista, y se desarrollaba discretamente. Pero existía.

Aquella sensación difícil de explicar se debía a algo muy curioso que le había sucedido el sábado anterior. Sten, su buen amigo y probablemente el único, al que quizá incluso cabría definir como simple conocido-, llevaba varios meses insistiéndole y presionándolo para que lo acompañase a la verbena de Munkedal, que se celebraba en un granero, con música folk. Y él había accedido. Por más que Mellberg se tuviera por un bailarín bastante bueno, hacía muchos años que no acudía a un salón de baile y lo de la música folk sonaba en cierto modo a… hambo y a calcetines con pompones. Pero Sten asistía habitualmente y al final logró convencerlo de que en ese tipo de bailes no sólo se disfrutaba de la música que apreciaba la gente de su generación, sino que también constituían un excelente coto de caza. «Te las encuentras sentadas en hilera, esperando a que alguien las saque a bailar», le había dicho Sten. Mellberg no podía negar que aquello sonaba bien, el mujerío había escaseado en su vida en los últimos años, y claro que al amigo le hacía falta airearse un poco. Pero su escepticismo se debía a que se imaginaba muy bien qué tipo de mujeres solía haber en esos bailes. Viejas urracas desesperadas, con más ganas de buscarse un hombre con una buena pensión en el que clavar sus garras que de darse un revolcón en el granero. Sin embargo, si algún arte dominaba era precisamente el de protegerse de viejas ansiosas de boda, se dijo, de modo que finalmente decidió ir al baile y probar suerte en la cacería. Por si acaso, se había puesto su mejor traje y se había rociado con un poco de «huele-bien» aquí y allá. Sten fue a su casa y, juntos, se tomaron un refuerzo para entrar en calor antes de marcharse. Sten se había encargado de que fueran a buscarlos en coche, de modo que no tenían que preocuparse por mantenerse sobrios. Y no era que a Mellberg lo inquietase mucho en general, pero no estaría bien que lo detuvieran por conducir borracho. Después del incidente con Ernst, la dirección no le quitaba la vista de encima, de modo que más le valía portarse bien. O, al menos, fingir que se portaba bien. Ojos que no ven, corazón que no siente…

Pese a los preparativos, Mellberg no entró con demasiada esperanza en la gran sala de baile, que ya estaba totalmente llena. Y, desde luego, vio confirmadas todas sus sospechas. Sólo había vejestorios de su misma edad donde quiera que mirase. En eso estaban totalmente de acuerdo él y Uffe Lundell [1], ¿quién coño quiere en su cama el cuerpo de una tía de mediana edad, arrugado y flácido, cuando había en el mundo tantos otros tersos, hermosos y jóvenes? Aunque Mellberg se vio obligado a admitir que Uffe tenía un poco más de éxito que él en ese terreno. Y todo por el rollo aquel de ser estrella de rock. Una injusticia como un piano.

Estaba a punto de ir a reponer sus reservas vigorizantes cuando oyó a su espalda a alguien que le dirigía la palabra:

– Vaya sitio. Y una aquí, sintiéndose mayor.

– Bueno, yo he venido protestando -respondió Mellberg haciéndole un reconocimiento visual a la mujer que tenía a su lado.

– Lo mismo digo. A mí me ha traído Bodil -explicó la mujer al tiempo que señalaba a una de las damas que hacía todo lo posible por deshacerse en sudor en la pista de baile.

– En mi caso, ha sido Sten -respondió Mellberg señalando también la pista.

– Me llamo Rose-Marie -dijo la mujer tendiéndole la mano para estrechársela.

– Bertil -respondió Mellberg.

En el preciso momento en que la palma de su mano rozó la de ella, cambió su vida. A lo largo de sus sesenta y tres años, Mellberg había experimentado el deseo, la excitación, las ansias de poseer a alguien ante algunas de las mujeres a las que había conocido, pero nunca había estado enamorado. Ahora, aquel sentimiento se apoderó de él con toda su intensidad. La contemplaba admirado. El yo eminentemente objetivo de Mellberg registró la presencia de una mujer de sesenta años, de un metro sesenta de estatura, con cierto grado de redondez, el cabello corto tintado de un vivo color rojo y una alegre sonrisa. Pero su yo subjetivo sólo se fijó en sus ojos. Eran azules y lo observaban con curiosidad y persistencia, y él sintió que se perdía en ellos, como decían en las novelas románticas de tres al cuarto que vendían en los quioscos.

A partir de aquel momento, la noche pasó demasiado rápido. Bailaron, hablaron y él iba a buscarle la bebida y le retiraba la silla para que se sentara. Actitudes que, desde luego, no se incluían en su repertorio habitual. Pero claro, nada hubo de normal aquella noche.

Cuando se despidieron, Mellberg se sintió al punto desorientado y vacío. Sencillamente, tenía que volver a verla. Y allí estaba ahora en la oficina, un lunes por la mañana, con el ánimo de un escolar. Tenía sobre la mesa un papel con su nombre y un número de teléfono anotado debajo.

Mellberg miró la nota, respiró hondo y marcó el número.

Habían vuelto a discutir por enésima vez. Sus disputas degeneraban en combates de boxeo verbales con demasiada frecuencia. Y, como de costumbre, ambas defendían su punto de vista. Kerstin quería contarlo. Marit deseaba seguir manteniéndolo en secreto.

– ¿Acaso te avergüenzas de mí? ¿De nosotras? -le gritó Kerstin. Y Marit apartó la vista, como en tantas ocasiones, y evitó mirarla a los ojos. Porque, de hecho, ahí estaba el problema, precisamente. Se querían, pero Marit se avergonzaba de ello.

Al principio, Kerstin se dijo que no era tan importante. Lo único que contaba era que se hubiesen conocido, que las dos, después del maltrato sin paliativos que les había dispensado la vida y de las heridas que algunas personas les habían dejado en el alma, hubiesen llegado a conocerse y a quererse. ¿Qué importancia podía tener el sexo del ser amado? ¿Qué importancia podía tener lo que dijeran u opinaran los demás? Pero Marit no lo veía así. No estaba preparada para exponerse a la opinión y los prejuicios del entorno, y quería que todo siguiese como durante aquellos cuatro años. Pretendía que siguieran viviendo juntas como amantes pero fingiendo, de cara a la galería, que eran dos amigas que compartían piso por razones económicas o de tipo práctico.

– ¿Cómo puede importarte tanto lo que diga la gente? -le había preguntado Kerstin durante la discusión de la tarde anterior. Marit se echó a llorar, como siempre que se peleaban. Y, como siempre, consiguió con ello aumentar la rabia de Kerstin. El llanto era una especie de combustible para la ira que había ido creciendo tras el muro creado por el secreto. Kerstin detestaba hacer llorar a Marit. Detestaba que la gente y las circunstancias hiciesen sufrir a la persona que más amaba en el mundo.

– Pero ¡piensa en cómo le afectaría a Sofie que todo saliera a la luz!

– ¡Sofie es mucho más valiente de lo que crees, así que no la utilices como excusa de tu propia cobardía!

– ¿Cómo de valiente puede ser una chica de quince años de la que se ríen porque su madre es bollera? ¿No comprendes el infierno que sería para ella la escuela? ¡No puedo hacerle eso! -Marit tenía la cara desencajada por el llanto, como si fuera una máscara horrenda.

– ¿De verdad crees que Sofie no lo sabe todo ya? ¿De verdad crees que la engañamos sólo porque tú te mudes al cuarto de invitados las semanas que pasa con nosotras y porque tú y yo nos dediquemos a hacer un absurdo paripé? ¡Que sepas que ella se ha enterado hace siglos! Y si yo estuviera en su lugar, me avergonzaría de una madre que es capaz de vivir en una mentira de mierda sólo para evitar las habladurías de la gente. ¡Eso sí que sería una vergüenza!

A aquellas alturas, Kerstin gritaba tan alto que se le quebraba la voz. Marit la miró con aquella expresión dolida que Kerstin había aprendido a odiar con los años y, por experiencia, sabía lo que vendría después. En efecto, Marit se levantó bruscamente y se puso la cazadora entre sollozos.

– ¡Pues lárgate, joder, lárgate! ¡Es lo que haces siempre! ¡Lárgate! ¡Pero esta vez, no te molestes en volver!

Cuando Marit cerró la puerta, Kerstin se sentó a la mesa de la cocina. Respiraba de forma acelerada y jadeante, como si hubiese estado corriendo. Y, en cierto modo, quizá fuera así. Corriendo en pos de la vida que deseaba para las dos, pero que el miedo de Marit les impedía vivir. Y por primera vez, sentía o que le había dicho. Una voz interior le decía que no resistiría mucho más.

A la mañana siguiente, sin embargo, aquella sensación dio paso a un profundo y angustioso desasosiego. Estuvo despierta toda la noche, esperando que se abriese la puerta, deseando oír los pasos familiares sobre el parqué, ansiando abrazar a Marit y pedirle perdón. Pero Marit no volvió a casa. Y las llaves del coche habían desaparecido, pues Kerstin lo comprobó durante a noche. ¿Dónde demonios se había metido? ¿Se habría ido con su ex marido, el padre de Sofie? ¿O se le habría ocurrido irse a Oslo, con su madre?

Con mano temblorosa, Kerstin cogió el auricular para hacer algunas llamadas.

– ¿Qué creéis que supondrá esto para la industria turística del municipio de Tanum? -preguntó el reportero del Bohusläningen, lápiz y papel en mano, a la espera de anotar su respuesta.

– Muchísimo. Sencillamente, muchísimo. Durante cinco semanas se emitirá un programa diario de media hora desde Tanumshede y, bueno, no creo que a esta comarca se le haya presentado nunca una oportunidad semejante de publicidad -respondió Erling radiante. Ante la puerta del antiguo caserío se había congregado un público numeroso para recibir el autobús con los participantes. La mayoría eran adolescentes que no cabían en sí de excitación ante la posibilidad de, por fin, encontrarse personalmente con sus ídolos.

– ¿Y no podría surtir el efecto contrario? Me refiero a que, en ediciones anteriores, todo ha quedado en peleas, sexo y borracheras. Y no creo que sea ése el mensaje que deseen transmitirles a los turistas.

Erling miró irritado al periodista. ¡Joder con la gente! ¿Por qué tenían que ser siempre tan negativos? Ya había tenido bastante con el Consejo Municipal y ahora la prensa local empezaba con lo mismo.

– Ya, bueno, pero habrás oído el dicho: «Toda publicidad es buena publicidad». Y, si hemos de ser sinceros, Tanumshede tiene una existencia cuestionable, a escala nacional, me refiero. Eso cambiará radicalmente con la emisión de Fucking Tanum.

– Puede, pero… -comenzó el periodista que, no obstante, se vio interrumpido por Erling, cuya paciencia se había agotado.

– Por desgracia, no tengo tiempo para hacer más comentarios, debo ejercer de comité de bienvenida. -Y, dicho esto, se dio media vuelta y encaminó sus pasos hacia el autobús, que acababa de aparcar. Los jóvenes se agolpaban expectantes ante la puerta del vehículo y aguardaban a que se abriese con miradas ardientes. La visión de tantos adolescentes ansiosos confirmó a Erling en su opinión de que aquello era precisamente lo que necesitaba la comarca. Ahora todo el mundo sabría dónde quedaba Tanumshede.

Cuando la puerta del autobús se abrió con un chasquido, el primero que bajó fue un hombre de unos cuarenta años. La decepción que reflejaba la mirada de los jóvenes indicaba que no era uno de los participantes. Erling no había seguido ninguno de los programas, así que no tenía ni idea de quién o qué podía esperar.

– Erling W. Larson -dijo ofreciéndole la mano y ajustando la mueca de su mejor sonrisa. Las cámaras trabajaban ávidamente.

– Fredrik Rehn -respondió el hombre estrechándole la mano-. Hemos hablado por teléfono, yo soy el productor de este circo. -Ahora, sonreían los dos.

– Bien, mi más sincera bienvenida a Tanumshede. En nombre del pueblo, quisiera decir que estamos muy contentos y orgullosos de teneros aquí y esperamos entusiasmados una temporada llena de apasionantes episodios.

– Gracias, muchas gracias. Sí, también nosotros tenemos grandes esperanzas. Con las dos temporadas de éxito que nos avalan, nos sentimos bastante seguros, sabemos que este formato siempre triunfa y confiamos en que la colaboración será excelente. Pero no creo que debamos seguir castigando a estos jóvenes -dijo Fredrik con una sonrisa tan amplia como resplandeciente hacia el esperanzado público-. Aquí están. Los participantes de Fucking Tanum: Big Brother-Barbie, Big Brother-Jonna, Robinson-Calle, Tina de El bar, Robinson-Uffe y, por último, aunque so menos importante, Farmen-Nlehmet.

Uno tras otro fueron saliendo del autobús y enseguida estalló el griterío. La gente daba alaridos y señalaba, y se empujaban unos a otros para tocarlos o pedirles un autógrafo. Los cámaras ya habían empezado a filmarlo todo. Erling observaba satisfecho, aunque un tanto desconcertado, la exaltación a que había dado origen la llegada de los participantes. Y no pudo por menos de preguntarse qué le pasaba en realidad a la juventud actual. ¿Cómo era posible que un puñado de mocosos desharrapados despertasen tal histeria? En fin, él no tenía por qué entender el fenómeno, lo importante era aprovechar al máximo la popularidad que el programa le proporcionaría a Tanumshede. Si, además, conseguía quedar como el gran benefactor del pueblo, una vez consumado el éxito, sería un efecto secundario muy agradable.

– Veamos, hemos de acabar con esto por ahora. Tendréis un sinfín de oportunidades de conocer a los participantes. No en vano, van a vivir aquí durante cinco semanas. -Fredrik iba aparando a la gente que aún se agolpaba en torno al autobús-. Los participantes necesitan instalarse y descansar un poco. Pero supongo que pondréis la tele la semana que viene, ¿verdad? ¡El lunes a las siete damos el pistoletazo de salida! -exclamó con los pulgares en alto y otra sonrisa tan antinatural como todas las demás.

Muy a su pesar, los jóvenes se fueron retirando, la mayoría de ellos en dirección a la escuela de secundaria. Sin embargo, a algunos les pareció que aquélla era una excelente oportunidad para pasar de las clases ese día, por lo que se encaminaron hacia Hedemyrs.

– Desde luego, no hay duda, esto tiene muy buena pinta -auguró Fredrik pasando los brazos por los hombros de Barbie y Jonna-. ¿Qué decís, chicas? ¿Listas para empezar?

– Por supuesto -respondió Barbie con un luminoso parpadeo. El revuelo ocasionado le había supuesto, como de costumbre, un subidón de adrenalina que la hacía dar saltitos sin cesar.

– ¿Y tú, Jonna? ¿Qué tal?

– Bien -respondió la joven en un murmullo-. Pero sería lo suyo que pudiéramos deshacer las maletas.

– Eso lo arreglamos ahora mismo, querida -respondió Fredrik dándole un apretón extra-. Lo más importante es que estéis a gusto -aseguró antes de dirigirse a Erling.

– ¿El alojamiento está listo?

– Por supuesto que sí -respondió Erling señalando un edificio antiguo de color rojo situado a tan sólo cincuenta metros de donde se encontraban-. Se hospedarán en el caserío, ya hemos colocado las camas y demás, y creo que estaréis estupendamente.

– Whatever, con tal de que haya algo de beber, yo duermo donde haga falta -declaró Farmen-Mehmet, cuyo comentario fue acogido por los demás con risitas y gestos de asentimiento. Una de las condiciones para que participasen era que se les ofreciese alcohol gratis. Eso, y todas las posibilidades para practicar sexo que les brindase su condición de celebridades.

– Tranquilo, Mehmet -le respondió Fredrik sonriente-. Hay un buen bar con todo lo que queráis. Y también un par de cajas de cerveza. Pero cuando se acaben habrá más. Nosotros nos encargamos de vuestro bienestar, ya lo sabes. -En este punto, Fredrik hizo amago de pasar los brazos también por Mehmet y Uffe, pero los chicos se escabulleron con suma habilidad. Desee muy pronto lo etiquetaron como un marica redomado, no les apetecía lo más mínimo tontear con un amanerado y querían dejárselo muy claro. Aunque, desde luego, se trataba de un equilibrio difícil de mantener, puesto que el marica era, además, el productor, y había que estar a buenas con él, según les habían aconsejado los participantes de la temporada anterior. El productor podía decidir quién estaba más tiempo en el aire y quién menos, y los minutos en pantalla eran lo único que contaba. Que, durante esos minutos, aparecieras vomitando, orinando en el suelo o haciendo el ridículo en general no tenía la menor importancia.

De todo eso Erling no tenía ni la más remota idea. Él nunca había oído hablar de camareros que se hacían famosos, ni de la dura inversión al servicio de la guarrería que se exigía para mantenerse en el candelero como famoso de un reality-show. No, a él sólo le interesaba la expansión económica que experimentaría Tanum. Y que se hablase de él como su artífice.

Erica ya había almorzado cuando Anna bajó del dormitorio. Se sentó a la mesa y aceptó la taza de café que le ofrecía Erica.

– Es la una y cuarto.

– Ta-ta -dijo Maja manoteando entusiasmada en dirección a Anna, en un intento de reclamar su atención. Anna ni se dio cuenta.

– Mierda, he dormido hasta más de la una… ¿Por qué no me has despertado? -preguntó Anna antes de dar un sorbo al café humeante.

– Bueno, no sabía qué querías. Parece que necesitas descansar -respondió Erica prudente, al tiempo que se sentaba también a la mesa.

La relación entre ella y Anna consistía, desde hacía tiempo en que Erica tenía que vigilar su lengua. Y la cosa no había mejorado mucho después de todo lo que pasó con Lucas. El simple hecho de que ella y Anna viviesen de nuevo en la misma casa las inducía a reproducir unos patrones antiguos que ambas habían luchado por desechar. Erica asumía automáticamente el papel maternal con su hermana, mientras que Anna parecía debatirse entre el deseo de dejarse cuidar y de rebelarse. Los últimos meses, aquellas paredes se habían cargado de una atmósfera opresiva a causa de todo aquello de lo que no se hablaba, pero que esperaba el momento oportuno para salir a relucir. Sin embargo, puesto que Anna aún se encontraba en un estado de shock, del que, por otra parte no parecía capaz de salir, Erica se dedicaba a andar de puntillas con todo, aterrada ante la idea de hacer o decir lo que no debía.

– ¿Y los niños? Habrán ido a la guardería, ¿no?

– Sí, claro, y todo ha ido muy bien -le respondió Erica sin mencionar el pequeño incidente con Adrian. Anna tenía ahora tan poca paciencia con los niños… La mayoría de las tareas de tipo práctico recaían sobre Erica, y en cuanto los niños alborotaban lo más mínimo, Anna se quitaba de en medio y dejaba que su hermana se encargase de todo. Iba hecha un trapo, arrastrando exánime los pies por toda la casa, como si quisiera encontrar lo que la mantuvo viva en su día. Erica estaba terriblemente preocupada.

– Anna, no te enfades, pero ¿no crees que deberías hablar con alguien? Nos dieron el nombre de un psicólogo que dice que es fenomenal, y creo que te vendría…

Anna la interrumpió con brusquedad.

– No, ya te he dicho que no. Tengo que salir de esto yo sola. Es culpa mía. He asesinado a una persona. No puedo ir a lamentarme ante un extraño, he de arreglarlo sola. -Tenía los nudillos blancos de tanto apretar la taza de café.

– Anna, ya sé que hemos hablado de ello mil veces, pero te lo digo vez más: tú no asesinaste a Lucas, lo mataste defensa propia. Y no sólo en defensa de ti misma, sino también de los niños. Nadie lo dudó un instante, te dejaron libre y te declararon inocente sin cargo alguno. El te habría matado a ti, Anna, era él o tú.

Anna contrajo ligeramente los músculos de la cara mientras Erica hablaba y Maja, consciente de la tensión que flotaba en el aire, empezó a protestar en la trona.

– No-tengo-fuerzas-para-hablar-de-ello -dijo Anna apretando los dientes-. Me vuelvo a la cama. ¿Recoges tú a los niños? -Y sin esperar respuesta, se levantó y dejó a Erica en la cocina.

– Sí, yo recojo a los niños -respondió Erica con lágrimas en los ojos. Pronto no podría más. Alguien tendría que hacer algo.

Entonces, se le ocurrió una idea. Tomó el auricular y marcó el número de memoria. Valía la pena intentarlo.

Hanna fue directamente a su despacho y empezó a instalarse. Patrik continuó hasta el cuartucho de Martin Molin y llamó discretamente a la puerta.

– Entra.

Patrik pasó y, con la mayor confianza, se sentó en la silla que había frente a la mesa de Martin. Ambos trabajaban mucho juntos y pasaban bastante tiempo el uno en la silla de las visitas del otro.

– Me han dicho que salisteis por un accidente de tráfico. ¿Alguna víctima mortal?

– Sí, la conductora. Iba sola. Y la reconocí. Es Marit, propietaria de una tienda en la calle Affársvägen.

– ¡Joder! -dijo Martin con un suspiro-. ¡Qué absurdo! ¿Se cruzó con un ciervo o algo así?

Patrik dudó.

– Los técnicos estaban allí, de modo que su informe, junto con el de la autopsia, nos dará la respuesta definitiva, pero el coche apestaba a alcohol.

– Joder! -exclamó Martin una vez más-. O sea, que conducía borracha. Aunque creo que jamás la detuvieron por eso antes. Podría ser la primera vez que conducía bebida. O quizá se hubiese librado hasta ahora.

– Bueeeno -respondió Patrik dubitativo-. Sí, podría ser.

– ¿Pero? -intervino Martin para animarlo a hablar mientras se cruzaba las manos en la nuca. El color rojizo de su cabello brillaba en contraste con el blanco de las palmas de la mano-. Parece que hay algo que no acaba de convencerte. Te conozco lo bastante bien a estas alturas.

– Bah, yo qué sé -dijo Patrik-. No es nada concreto. Era sólo que había algo… algo raro, pero no te puedo decir qué.

– Bueno, tus corazonadas suelen dar en el clavo -dijo Martin preocupado, meciéndose hacia atrás y hacia delante en la silla-. Pero, dada la situación, lo mejor será esperar a ver qué dicen los expertos. En cuanto los técnicos y el forense lo hayan visto, sabremos más. Quizá ellos den con la explicación de lo que a ti te resultaba raro.

– Sí, tienes razón -dijo Patrik rascándose la cabeza pensativo-. Pero… no, bueno, tienes razón, no tiene sentido ponernos a especular. Por ahora hemos de centrarnos en lo que si podemos hacer. Y por desgracia, eso incluye precisamente informar a sus familiares. ¿Tú sabes si tenía familia?

Martin frunció el entrecejo.

– Tiene una hija adolescente, eso sí lo sé. Y comparte piso con una amiga. Se ha murmurado más de una cosa sobre ese arreglo, pero no sé…

Patrik dejó escapar un suspiro.

– En fin, no hay más que ir a su casa, a ver qué tal.

Y, en efecto, unos minutos más tarde llamaban a la puerta del apartamento de Marit. Con una ojeada a la guía de teléfonos comprobaron que vivía en un bloque situado no muy lejos de la comisaría. Tanto Patrik como Martin iban apesadumbrados. Aquél era el cometido policial más detestado entre los profesionales. Hasta que no oyeron los pasos al otro lado de la puerta ni se les había ocurrido que a aquella hora del día no hubiera nadie.

La mujer que les abrió la puerta supo enseguida cuál era el motivo de la visita. Patrik y Martin lo notaron en el tono pálido que su rostro adquirió al verlos y el modo en que se hundieron sus hombros, con gesto resignado.

– Es por Marit, ¿verdad? ¿Le ha pasado algo? -Le temblaba la voz, pero se apartó para que entrasen en el vestíbulo.

– Sí, por desgracia traemos malas noticias. Marit Kaspersen sufrió un accidente de tráfico, el suyo era el único vehículo implicado. Marit… falleció en el accidente -anunció Patrik con voz queda. La mujer permaneció inmóvil, como si se hubiese congelado en aquella posición y no fuese capaz de enviar señales del cerebro a los músculos. De hecho, tenía la mente ocupada en procesar la información que acababa de recibir.

– ¿Quieren café? -preguntó al fin, moviéndose como un autómata en dirección a la cocina, sin aguardar la respuesta de los dos policías.

– ¿Hay alguien a quien podamos llamar? -preguntó Martin. La mujer parecía conmocionada. Llevaba el pelo castaño en un corte muy práctico y se lo pasaba constantemente por detrás de las orejas. Era muy delgada y vestía vaqueros y un jersey de lana, el típico modelo noruego, con un hermoso dibujo y grandes y sinuosos herrajes plateados.

Kerstin meneó la cabeza.

– No, no tengo a nadie salvo a… a Marit. Y a Sofie, claro, pero está con su padre.

– Sofie es la hija de Marit, ¿no? -preguntó Patrik negando con la cabeza cuando Kerstin, después de haber servido tres tazas de café, le mostró el cartón de leche.

– Sí, tiene quince años. Esta semana le toca a Ola. Pasa una semana con Marit y conmigo y otra con Ola, en Fjällbacka.

– ¿Eran muy amigas Marit y usted? -Patrik se sintió un poco incómodo con su forma de hacer la pregunta, pero no sabía cómo abordar el asunto. Tomó un sorbo de café mientras aguardaba la respuesta. Estaba muy rico. Cargado, justo como a él le gustaba.

La media sonrisa de Kerstin le reveló que sabía a qué se refería.

Cuando empezó a hablar, el llanto acudió a sus ojos:

– Éramos amigas las semanas que Sofie pasaba aquí, y amantes las semanas que pasaba con Ola. Por eso fue por lo que… -Se le quebró la voz y rompió a llorar a lágrima viva. Estuvo sollozando un rato, al cabo del cual hizo un esfuerzo por recobrar el control de la voz y continuó-: Por eso discutimos ayer por la tarde. Por enésima vez. Marit no quería salir del armario, pero yo me estaba asfixiando y quería contarlo todo. Ella se escudaba en Sofie, pero no era más que un pretexto. Era ella, que no quería exponerse a las habladurías y a las miradas críticas de la gente. Yo intenté explicarle que de eso no se libraba de todos modos, que la gente hablaba y nos miraba desde hacía tiempo. Y que, aunque al principio nos criticaran si hacíamos pública nuestra relación, estoy convencida de que al final se habrían terminado aburriendo. Pero Marit no se atrevía a prestar oídos a ese razonamiento. Durante muchos años, vivió la vida gris de la sueca media, el marido, la hija, el chalé y las vacaciones en caravana y todo lo demás y, claro, arrinconó en lo más recóndito de su ser la posibilidad de sentir algo por una mujer. Pero cuando nos conocimos, fue como si de repente todo encajase. O, al menos, así fue como me lo describió. Asumió las consecuencias, abandonó a Ola y se mudó conmigo. Sin embargo, no se atrevía a ser consecuente con ello al cien por cien. Por eso discutimos ayer. -Kerstin extendió el brazo en busca de una servilleta y se sonó ruidosamente.

– ¿A qué hora salió? -preguntó Patrik.

– Sobre las ocho. Ocho y cuarto, creo. Sabía que había pasado algo. Nunca se había ausentado toda la noche, pero no me decidí a llamar a la policía. Pensé que quizá se hubiera ido a casa de alguien o que habría pasado la noche caminando por ahí o, bueno, no sabía qué pensar. Cuando han llegado, estaba a

punto de empezar a llamar a los hospitales y, si no hubiera dado con ella, les habría llamado a ustedes.

Empezaba a moquear de nuevo y tuvo que volver a sonarse. Patrik veía la tristeza, el dolor y la culpa mezclados en su semblante y deseó poder decirle algo que, al menos, paliase el sentimiento de culpa. Sin embargo, se veía obligado a echar más leña al fuego.

– Verá… -comenzó indeciso, y carraspeó antes de proseguir-. Verá, sospechamos que estaba muy ebria cuando se produjo el accidente. ¿Sabe si tenía problemas con el alcohol?

Tomó otro sorbo de café y durante un segundo deseó hallarse en otro lugar, muy lejos de allí. No en aquella cocina, con aquellas preguntas y con todo aquel dolor. Kerstin lo miró atónita.

– Marit nunca bebía alcohol. Al menos, no desde que yo la conozco, es decir, durante más de cuatro años. No le gustaba el sabor, decía, y ni siquiera tomaba sidra.

Patrik cruzó con Martin una mirada elocuente. Otro dato extraño se añadía a aquella sensación intangible que había experimentado desde que vio el lugar del accidente, hacía un par de horas.

– ¿Está completamente segura? -La pregunta sonó absurda, Kerstin ya había respondido, pero no quería dar lugar a vaguedades.

– ¡Por supuesto! Jamás, jamás la he visto beber alcohol, ni vino, ni cerveza ni nada de eso, y la idea de que se haya emborrachado antes de sentarse al volante…, bueno, sencillamente, me parece imposible. Pero, no entiendo… -Kerstin miraba desconcertada a Patrik y a Martin. Aquello no tenía ni pies ni cabeza, Marit no bebía nunca, así de sencillo.

– ¿Dónde podemos localizar a su hija? ¿Tiene la dirección del ex marido de Marit? -preguntó Martin al tiempo que sacaba lápiz y papel.

– Vive en Fjällbacka, en el barrio de Kullen. Aquí tengo la dirección.

Cogió un papel del corcho de la cocina y se lo dio a Martin. Aún parecía confundida y aquella información tan extraña la hizo olvidar el llanto por un instante.

– Entonces, ¿no quiere que llamemos a nadie? -preguntó Patrik poniéndose de pie.

– No. En realidad, lo que quiero es estar sola.

– Vale, pero llámenos si necesita algo -Patrik le dio su tarjeta de visita. Se dio la vuelta justo antes de que la puerta se cerrase una vez que hubieron salido. Kerstin seguía sentada en la cocina. Totalmente inmóvil.

– ¡Annika! ¿Ha llegado la nueva muchacha? -Mellberg vociferó la pregunta en medio del pasillo.

– ¡Sí! -le respondió Annika también a gritos, sin molestarse en moverse de la recepción.

– ¿Y dónde está? -continuó Mellberg desgañitándose.

– ¡Aquí! -Se oyó la voz de una mujer. Un segundo después, Hanna apareció en el pasillo.

– Ajá, bueno, bueno, pues si no estás muy ocupada, quizá tengas un momento para venir y presentarte -le dijo en tono arisco-. Es costumbre entrar a saludar al nuevo jefe. Por lo general, es lo primero que hace la gente.

– Lo siento -se disculpó Hanna muy seria acercándose a Mellberg para estrecharle la mano-. Acababa de llegar cuando Patrik Hedström me pidió que fuera con él a atender un aviso. Acabo de llegar. Y ahora mismo estaba pensando en ir a presentarme, por supuesto. He de decir que tengo tan buenas referencias de vuestro trabajo… Las investigaciones de asesinato de los últimos años han sido un éxito y se ha hablado mucho de la excelente dirección que debe de tener esta comisaría, pues, pese a ser tan pequeña, ha resuelto los casos de un modo ejemplar.

Dicho esto, estrechó con firmeza la mano de Mellberg, que la miró suspicaz para comprobar si hallaba algún indicio de ironía en sus palabras. Sin embargo, Hanna lo observaba con seriedad y Mellberg decidió enseguida tragarse la alabanza con piel y espinas. Tal vez la cosa no fuese tan mal con una fémina de uniforme. Además, estaba de buen ver. Un tanto escuálida para su gusto, pero bien proporcionada, sí señor, muy bien proporcionada. Aunque después de la conversación mantenida aquella mañana y de su halagüeño final, debía admitir que ya no sentía en el estómago el mismo cosquilleo de antaño cuando veía a una mujer atractiva. Antes al contrario, y para su sorpresa, tal visión lo hacía pensar en la cálida voz de Rose-Marie y en la alegría con la que aceptó su invitación a cenar.

– Bueno, veamos, no podemos quedarnos aquí en el pasillo -observó después de, muy a su pesar, abandonar el recuerdo de la agradable conversación telefónica-. Entremos en mi despacho y hablemos con calma.

Hanna lo acompañó hasta su oficina y se sentó en la silla que había frente a Mellberg.

– Entonces, ya has entrado de lleno en el trabajo de la comisaría, ¿no?

– Sí, el comisario Hedström me pidió que lo acompañara al lugar de un accidente de tráfico, con un solo coche implicado y con resultado de muerte, por desgracia.

– Sí, son cosas que pasan.

– Según nuestra primera estimación, había alcohol de por medio. La conductora apestaba a vodka.

– ¡Joder! ¿Te dijo Patrik si tenía antecedentes en ese sentido?

– Pues no, no daba esa impresión. Y él conocía a la víctima. Se trata de una mujer que, al parecer, tenía un comercio en la calle Affarsvägen. Marit, si no recuerdo mal.

– ¡Menuda pu…! -exclamó Mellberg rascándose reflexivo el cabello que llevaba enroscado sobre la calva-. ¿Marit? Jamás lo habría creído de ella. -Mellberg carraspeó ligeramente-. En cualquier caso, espero que no hayas tenido que ir a darles la noticia a los familiares en tu primer día, ¿no?

– No -respondió Hanna bajando la vista-. Patrik y un chico pelirrojo algo más joven se encargaron de eso.

– Sí, es Martin Molin -aclaró Mellberg-. ¿No os ha presentado Patrik?

– No, me figuro que se le olvidó. Sospecho que tenía la mente ocupada con lo que les esperaba.

– Vaya -respondió Mellberg pensativo. Siguió un largo silencio que rompió con un nuevo carraspeo-: Bueno, pues muy bien. Bienvenida a la comisaría de Tanumshede. Espero que estés a gusto aquí. Por cierto, ¿cómo te has organizado el alojamiento?

– Lars, mi marido, y yo hemos alquilado una casa en la zona, enfrente de la iglesia. La verdad es que nos mudamos hace ya una semana y hemos intentado instalarnos en la medida de lo posible. La casa se alquilaba amueblada, pero queremos organizaría a nuestro gusto.

– Y tu marido, ¿a qué se dedica? ¿También él tiene trabajo aquí?

– Aún no -respondió Hanna bajando la vista de nuevo y retorciéndose las manos con nerviosismo.

Mellberg resopló despectivo para sus adentros. O sea, que estaba casada con uno de esos tíos, un cerdo sin empleo que permitía que lo mantuviese su mujer. En fin, algunos sabían montárselo bien.

– Lars es psicólogo -explicó Hanna, como si acabase de oír lo que pensaba Mellberg-. Y está buscando trabajo, pero la oferta en esta zona no es muy amplia. De modo que, mientras encuentra algo, está escribiendo un libro. Un libro divulgativo. Y además, trabajará unas horas por semana como psicólogo de los participantes de Fucking Tanum.

– Ajá -respondió Mellberg en un tono que indicaba que ya hacía rato que había perdido el interés por el trabajo de su marido-. En fin, reitero mi bienvenida. -Dicho esto, se puso en pie para indicarle que, una vez despachadas las formalidades, podía marcharse.

– Gracias -respondió Hanna.

– Cierra la puerta al salir -le dijo Mellberg. Por un instante, creyó advertir una sonrisa en los labios de la mujer, pero se habría confundido. La nueva policía parecía sentir un gran respeto por su persona y por su trabajo. De hecho, así se lo había dicho, más o menos, y gracias a su profundo conocimiento del ser humano, Mellberg estaba en condiciones de asegurar cuándo la gente era sincera y cuándo no. Y Hanna había sido muy sincera.

– ¿Qué tal te ha ido? -le preguntó Annika en un susurro unos segundos más tarde en su despacho.

– Bueno -respondió Hanna exactamente con la sonrisa divertida que Mellberg creyó no haber visto-. Un verdadero… personaje, diría yo -continuó mientras meneaba la cabeza.

– Un personaje. Sí, creo que se lo puede llamar así -admitió Annika entre risas-. De todos modos, parece que tú sabes llevarlo. No le aguantes ningún desmán, es mi consejo. Si cree que puede hacer lo que quiera contigo, estás perdida.

– Te aseguro que he conocido a algún que otro Mellberg en mi vida, así que creo que sé cómo manejarlo -respondió Hanna. Annika no dudó ni un momento de que fuese verdad-. Hay que adularlo un poco, fingir que haces exactamente lo que te diga, pero hacer luego lo que uno considere mejor. Si el resultado es bueno, se comportará como si hubiese sido idea suya desde el principio, ¿me equivoco?

– No, acabas de dar la receta perfecta de cómo se trabaja a las órdenes de Mellberg -confirmó Annika riendo, antes de retirarse a su mesa de la recepción. Estaba claro que no iba a tener que preocuparse de aquella joven. Curtida, inteligente y valiente como ella sola. Sería un placer ver cómo se las arreglaba con Mellberg.

Dan ordenaba desolado las habitaciones de las niñas. Como de costumbre, habían dejado sus dormitorios en tal estado que parecía que hubiese caído una bomba de las pequeñas. Sabía que debería esforzarse por educarlas para que recogieran sus cosas, pero el tiempo que pasaba con ellas era demasiado precioso. Las tenía en casa los fines de semana alternos, y quería aprovechar al máximo aquellas horas, en lugar de malgastarlas en discusiones y peleas. Sabía que no hacía lo correcto, que debería asumir su papel de educarlas en lugar de dejarle toda la responsabilidad a Pernilla, pero el fin de semana pasaba tan rápido… como los años, que también parecían volar a una velocidad aterradora. Belinda había cumplido ya los dieciséis y se estaba haciendo mayor, y Malin, que tenía diez, y Lisen, de siete, crecían a tal ritmo que a veces tenía la sensación de no ser consciente. Tres años después de la separación, aún lo abrumaba la culpa como si fuera un bloque de piedra inmenso. Si no hubiese cometido aquel error fatal, quizá ahora no se vería así, recogiendo la ropa y los juguetes de las niñas en una casa tan vacía que sólo se oía el resonar del eco. Quizá también hubiese sido un error quedarse en la casa de Falkeliden. Pernilla se había mudado a Munkedal, para tener a su familia más cerca, pero Dan no quería que las niñas perdieran también la casa. De modo que trabajaba, ahorraba y luchaba para que sus hijas se sintieran en casa cada dos fines de semana. Aunque aquello dejaría de funcionar muy pronto. Los gastos de la casa lo estaban arruinando. En un plazo de seis meses, como máximo, se vería obligado a tomar una decisión. Se desplomó en la cama de Malin, con la cabeza entre las manos.

El teléfono, que estaba encima de la cama de su hija, lo sacó de sus cavilaciones.

– Hola.

– …

– ¡Vaya! Hola, Erica.

– …

– Sí, es un poco duro. Las niñas se fueron ayer por la tarde.

– …

– Ya, ya sé que vendrán otra vez dentro de una semana, pero me parece una eternidad. Bueno, dime, ¿cómo estás tú?

Dan la escuchó con atención. La preocupación que reflejaba su semblante antes de la llamada se agravó más aún.

– ¿Tan mal están las cosas? Bueno, si hay algo que yo pueda hacer, dímelo.

Continuó escuchando a Erica hasta que, finalmente, le respondió:

– Pues… sí que puedo, claro. Si crees que servirá de algo.

– …

– Bien, entonces, saldré ahora mismo.

Dan colgó el auricular y permaneció un rato sentado, sumido en honda reflexión. No sabía si, realmente, podía contribuir en algo, pero cuando Erica le pedía ayuda, no se lo pensaba un momento. Hubo un tiempo ya lejano en el que fueron pareja, aunque desde hacía muchos años eran sólo muy buenos amigos. Además, Erica le había ayudado durante su separación de Pernilla, y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella. También Patrik se había convertido en buen amigo suyo, y Dan los visitaba a menudo.

Se puso el anorak y salió con el coche. No le llevó más de unos minutos llegar a casa de Erica, que le abrió enseguida.

– Hola, entra -le dijo dándole un abrazo.

– ¡Hola! ¿Dónde está Maja? -Dan miró con interés a su alrededor en busca de la pequeña, que se había convertido en su bebé favorito. Y le gustaba creer que Maja también lo miraba con buenos ojos.

– Está durmiendo, sorry -respondió Erica riendo. Sabía que su princesita suscitaba en Dan más interés que ella, con creces.

– Bueno, intentaré subsistir sin hacerle cosquillas en el cogote.

– No creas, no tardará en despertarse. Venga, entra. Anna está en el dormitorio. -Erica señaló el piso de arriba.

– ¿Crees que es buena idea? -preguntó Dan inquieto-. Quizá a ella no le apetezca lo más mínimo. Puede que incluso se enfade.

– No me digas que un hombre alto y fuerte como tú se echa a temblar ante la ira de una pobre mujer -bromeó Erica mirando a Dan, cuyo aspecto imponía, sin duda.

– Pero es verdad que me parezco mucho, ¿no? -Dan adoptó una pose ridículamente artificial, antes de romper a reír-. No, creo que tienes razón. Y mis días de guaperas han terminado para siempre. Supongo que necesitaba eliminarlo del sistema…

– Bueno, tanto Patrik como yo deseamos que llegue el día en que nos traigas a una novia con la que se pueda mantener una conversación.

– Quieres decir, teniendo en cuenta el alto nivel intelectual reinante en esta casa… Por cierto, ¿cómo van las cosas en el programa Hotel Paradise? ¿Siguen dentro tus favoritos? ¿Quién llegará a la final? Tú que eres fiel telespectadora, sabrás ponerme al día de lo que pasa en ese programa cultural que constituye un reto para tu cerebro ansioso de conocimiento. Y Patrik… bueno, él podrá decirme algo sobre la quiniela. Eso son matemáticas avanzadas.

– Ja, ja, ja. Tú ganas -le dijo Erica dándole un puñetazo en el brazo-. Anda, sube y haz algo de provecho. Quién sabe si, al final, no me vas a ser útil.

– ¿Estás segura de que Patrik sabe lo que hace? Creo que tendré una charla con él sobre lo sensato que puede ser llevarte al altar. -Dan ya había subido la mitad de las escaleras y le hablaba por encima del hombro.

– Muy gracioso… ¡Anda, sube ya!

A Dan se le atragantó la risa en la garganta en los últimos peldaños. Apenas había visto a Anna desde que fue con los niños a vivir a casa de Erica y Patrik. Al igual que el resto del país, había leído acerca de la tragedia en los diarios, pero cuando iba a ver a Erica, Anna se quedaba en su habitación. Por lo que Erica le decía, pasaba allí encerrada la mayor parte del tiempo.

Llamó discretamente, pero no obtuvo respuesta. Volvió a llamar.

– ¿Anna? ¿Hola? Soy Dan, ¿puedo entrar? -Anna seguía sin contestar y él se quedó fuera, desconcertado. La situación no le resultaba cómoda en absoluto, pero le había prometido a Erica que le ayudaría y no le quedaba más remedio que intentarlo. Respiró hondo y empujó la puerta. Anna estaba tendida en la cama, despierta. Clavaba en el techo la mirada vacía y tenía las manos cruzadas sobre el estómago. Ni siquiera miró a Dan cuando entró. Este se sentó en el borde de la cama. Ella seguía sin reaccionar.

– ¿Qué tal? ¿Cómo estás?

– ¿A ti cómo te parece que estoy? -respondió Anna sin apartar la vista del techo.

– Pues nada bien. Erica está preocupada por ti.

– Erica siempre está preocupada por mí -respondió Anna.

Dan sonrió.

– Sí, desde luego, en eso tienes razón. Es un poco como una madre sobreprotectora, ¿no?

– Y que lo digas -respondió Anna mirando a Dan.

– Pero su intención es buena. Y ahora está más preocupada que de costumbre, diría yo.

– Sí, claro, ya lo sé -dijo Anna exhalando un suspiro. Un suspiro largo y profundo que pareció liberar mucho más que un poco de aire-. Es que no sé cómo salir de esto. Es como si me hubiese quedado sin un ápice de energía. Y no siento nada. Nada en absoluto. No estoy triste. Y no estoy contenta. Simplemente, no siento nada.

– ¿Has hablado con alguien?

– ¿Te refieres a un psicólogo o algo así? Sí, Erica también insiste en ello. Pero tampoco para eso tengo fuerzas, no me veo hablando con un extraño. Sobre Lucas y sobre mí. No podré.

– Y ¿conmigo…? -Dan dudó un instante y se movió inquieto en el borde de la cama-. ¿Podrías plantearte hablar conmigo? No es que nos conozcamos mucho tú y yo, pero desde luego no soy un extraño.

Calló y aguardó tenso su respuesta. Esperaba que dijera que sí. De pronto, sintió un terrible instinto protector al ver su cuerpo demacrado y la mirada llena de ansiedad. Se parecía tanto a Erica aunque, al mismo tiempo, eran tan distintas… Una versión de Erica más asustadiza y más frágil.

– Pues… no lo sé -respondió Anna vacilante-. No sé qué podría decirte. Ni por dónde empezar.

– Podemos empezar por dar un paseo, ¿no? Si quieres hablar, hablas. Si no, pues caminamos un rato. ¿Te parece? -Al propio Dan le pareció que sonaba ansioso.

Anna se incorporó y se sentó despacio en la cama. Se quedó un rato de espaldas a él, hasta que se levantó.

– Vale. Daremos un paseo. Sólo un paseo.

– Vale -respondió Dan. Bajó la escalera delante de Anna y echó una ojeada a la cocina, donde oyó trajinar a Erica-. Vamos a dar una vuelta -le gritó. Con el rabillo del ojo vio que Erica se esforzaba por fingir que aquello no tenía nada de extraordinario.

– Hace fresco fuera, así que más vale que te abrigues -le dijo a Anna, que, siguiendo su consejo, se puso una trenca beis y una bufanda color hueso.

– ¿Estás preparada? -le dijo, con la sensación de que la pregunta tenía más de una dimensión.

– Sí, eso creo -respondió Anna quedamente antes de salir al sol primaveral.

Oye, ¿tú crees que uno llega a acostumbrarse un día? -preguntó Martin cuando iban en el coche camino de Fjällbacka.

– No -respondió Patrik parcamente-. O al menos, eso espero. Y, de ser así, sería el momento de cambiar de profesión.

Tomó la curva de Langsjö a más velocidad de la recomendable y Martin se agarró convulsamente, como siempre, del asa del techo. Se dijo que no debía olvidar advertirle a la nueva compañera que se guardara de ir en el coche con Patrik. Aunque ya era tarde, claro, pues había acudido con él por la mañana al lugar del accidente, así que habría vivido ya su primera experiencia de proximidad con la muerte.

– ¿Qué tal es? -preguntó Martin.

– ¿Quién? -respondió Patrik, que parecía más distraído que de costumbre.

– La nueva, Hanna Kruse.

– Ah, sí, bien… -respondió Patrik.

– ¿Pero?

– ¿Cómo que pero? -Patrik volvió la vista hacia Martin, que se agarró al asa con más fuerza aún.

– ¡Oye, mira la carretera, coño! Bueno, me ha dado la impresión de que querías añadir algo.

– Bah, no sé -dijo Patrik, para alivio de Martin, ya con la vista en la carretera-. Es sólo que no estoy acostumbrado a la gente tan tremendamente… bueno, ambiciosa.

– ¿Y qué puñetas quieres decir con eso? -rió Martin, aunque sin poder ocultar que se sentía un tanto dolido.

– ¡Vamos, hombre! No te lo tomes a mal, no quiero decir que tú carezcas de ambición, pero Hanna es… ¿cómo describirla? ¡Superambiciosa!

– Superambiciosa -respondió Martin con escepticismo-. Tienes reservas hacia ella porque es ¡superambiciosa! ¿No podrías ser más explícito? Y además, ¿qué tienen de malo las chicas superambiciosas? No serás de los que piensan que la policía no es para mujeres, ¿verdad?

Patrik volvió a apartar la vista de la carretera para dirigirle a Martin una mirada de lo más desconfiada.

– Vamos a ver, ¿es que no me conoces en absoluto o qué? ¿Crees que soy un machista de mierda? Un machista cuya pareja gana el doble que él, en todo caso… Lo que quiero decir es que… ¡Bah! Da igual, ya te darás cuenta tú mismo.

Martin guardó silencio unos minutos, al cabo de los cuales preguntó:

– ¿Lo dices en serio? ¿Erica gana el doble que tú? Patrik se echó a reír.

– Ya sabía yo que eso te cerraría el pico. Pero, para ser sinceros, sólo en bruto, antes de las retenciones. Con las retenciones, todo va a parar a las arcas del Estado. Y es una suerte. Hacerse rico habría sido una puta pena.

Ahora fue Martin quien se echó a reír.

– Sí, qué triste destino. Nadie quiere exponerse a una cosa así.

– No, ya te digo -convino Patrik con una sonrisa, pero enseguida adoptó una expresión grave. Acababan de entrar en el barrio de Kullen, compuesto de altos edificios muy próximos unos a otros. Dejó el coche en el aparcamiento. Ambos permanecieron unos minutos sentados y en silencio. -Bueno, pues ya toca. Otra vez.

– Sí -dijo Martin con un nudo cada vez más grande en el estómago. Sin embargo, no había vuelta atrás. Mejor acabar cuanto antes.

– ¿Lars? -Hanna puso el bolso en el suelo, colgó la cazadora y dejó los zapatos en el armario zapatero. Nadie respondió-. ¿Hola? ¿Lars? ¿Estás en casa? -Notó que la preocupación empezaba a empañar su voz-. ¿Lars? -Fue llamándolo por toda la casa. Todo estaba en calma. Las partículas de polvo revoloteaban a su paso y se veían claramente a la luz primaveral que se filtraba por las ventanas. El propietario no se había esforzado mucho en dejarla limpia antes de alquilarla, pero ella no se sentía con ánimo de ponerse manos a la obra nada más llegar. La inquietud que sentía neutralizaba todo lo demás-. ¡LARS! -gritó, ya en voz alta, aunque sin oír nada más que su propia voz, que rebotó contra las paredes.

Hanna continuó su recorrido por la casa. No había nadie en la planta baja, de modo que subió aprisa las escaleras hacia el primer piso. La puerta del dormitorio estaba cerrada. La abrió despacio.

– ¿Lars? -dijo suavemente. Lo encontró tumbado en la cama, de costado y de espaldas a ella. Se había tumbado sobre la colcha y estaba vestido, pero, por lo pausado de la respiración, Hanna dedujo que dormía. Con mucho cuidado, se tumbó a su lado, pegada a él y en la misma postura. Se quedó unos minutos escuchando su respiración y notó que el ritmo la adormecía. El sueño se llevó su preocupación.

– ¡ Vaya mierda de sitio! -exclamó Uffe al tiempo que se dejaba caer en una de las camas que había preparadas en el espacioso local.

– Pues yo creo que va ser divertido -dijo Barbie dando saltitos sentada en su cama.

– ¿Acaso he dicho yo que no vaya a ser divertido? -se burló Uffe-. He dicho que esto es un agujero de mierda, pero nosotros vamos a animarlo, ¿a que sí? No hay más que ver los recursos que han puesto a nuestra disposición -dijo incorporándose y señalando el bar bien repleto-. ¿Qué decís? ¿Empezamos la fiesta?

– ¡Síí! -corearon todos, menos Jonna. Nadie miró las cámaras que zumbaban a su alrededor. Estaban demasiado habituados como para cometer ese tipo de fallos de principiante.

– Pues vamos, joder, ¡salud! -gritó Uffe, antes de empezar a beber cerveza directamente de la botella.

– ¡Salud! -respondieron los demás alzando sus botellas. Todos menos Jonna, que se quedó en la cama mirando a los otros cinco, sin moverse.

– Y a ti ¿qué coño te pasa? ¿Es que no somos lo bastante buenos para que bebas con nosotros?

Todas las miradas se volvieron expectantes hacia Jonna. Todos eran muy conscientes de que un conflicto suponía un buen programa y nada les interesaba tanto como hacer de Fucking Tanum un buen programa.

– Es que ahora no tengo ganas -respondió Jonna evitando la mirada de Uffe.

– Es que ahora no tengo ganas -la imitó Uffe con voz aflautada. Miró a su alrededor, para asegurarse de que contaba con el apoyo de los demás y, al ver la expectación en sus caras, continuó-: ¡Qué coño! ¿Es que eres abstemia o qué? Creía que estábamos aquí para hacer de esto una ¡FIESTA! -exclamó antes de alzar la botella y dar otro par de tragos.

– No es abstemia -se atrevió a decir Barbie, que calló enseguida ante la mirada de reprobación de Uffe.

– ¡Bah, dejadme en paz! -soltó Jonna bajándose de la cama-. Voy a dar una vuelta -dijo al tiempo que se ponía un chaquetón amorfo de estilo militar que tenía colgado en la silla.

– Sí, lárgate -le gritó Uffe-. ¡Perdedora de mierda! -Se carcajeó ruidosamente y abrió otra cerveza. Luego, miró a su alrededor-. ¿Qué coño hacéis ahí mirando? Es el momento de la gran ¡FIESTA! ¡Salud!

Tras unos segundos de silencio, empezaron a difundirse por el local unas risas nerviosas. Luego, también los demás alzaron sus botellas y se entregaron a la nebulosa del alcohol. Las cámaras no dejaban de filmar con su zumbido incesante, acentuando la embriaguez de los chicos. Ser visto era muy agradable.

– Papá, ¡que están llamando a la puerta! -Sofie vociferó antes de volver a su conversación telefónica. Exhaló un suspiro-. Mi padre es tan lento. Jo, no soporto esto. No veo la hora de volver con mi madre y con Kerstin. Una mierda tener que estar aquí justo cuando están filmando Fucking Tanum. Los colegas iban a verlos y yo me lo pierdo todo. ¡Tenía que pasarme a mí, mierda! -se lamentó-. ¡Papá! ¡Que ABRAS la puerta! ¡Están llamando! -volvió a gritar-. Ya te digo, soy demasiado mayor para andar de una casa a otra en plan hija de padres separados. Pero siguen sin llevarse bien, así que ninguno me hace el menor caso. ¡Qué infantiles son!

El timbre de la puerta atravesó atronador el piso una vez más y Sofie se levantó bruscamente.

– ¡Vale, jo, abriré YO! -gritó antes de volver al auricular en voz más baja-. Oye, luego te llamo. Mi padre estará con los cascos puestos, escuchando esa música de baile repugnante que le gusta. Un besito, guapa.

Con otro suspiro, se dirigió a la puerta.

– ¡SI! Ya va. -Abrió la puerta enojada, pero se apaciguó al ver a los dos desconocidos vestidos de uniforme.

– Hola…

– ¿Te llamas Sofie?

– Sí… -La joven rebuscaba febrilmente en su memoria, preguntándose qué habría hecho para que la policía fuese a buscarla. No atinaba a imaginar qué sería. Bueno, sí, se había tomado varias cervezas con alcohol en el último baile del instituto y se había subido varias veces en la moto de Olle, que está tuneada, pero le costaba creer que la policía se molestase por esas naderías.

– ¿Está tu padre? -preguntó el policía de más edad.

– Pues… sí -respondió Sofie vacilante, con un montón de especulaciones rondándole por la cabeza. ¿Qué puñetas habría techo su padre?

– Nos gustaría hablar con los dos -añadió el pelirrojo, el policía algo más joven. Sofie no pudo por menos de reparar en el lecho de que no estaba nada mal. Claro que el de más edad tampoco. Pero era tan mayor. Un vejestorio, vamos. Seguro que tenía treinta y cinco, como mínimo.

– Entren -les dijo haciéndose a un lado para que pasaran. Mientras se quitaban los zapatos, ella se encaminó a la sala de estar. Y, tal como se figuraba, hallí estaba su padre con los cascos encajados en las orejas. Seguro que estaba escuchando algo espantoso de Wizex, o de Vikingarna, o de Thorleifs, o algo parecido. Le indicó, gesticulando, que se quitase los auriculares. Su padre los separó un poco de las orejas y la miró inquisitivo.

– Papá, hay unos polis que quieren hablar con nosotros.

– ¿Policías? Pero… ¿de qué? ¿Cómo? -Sofie comprendió que también la mente de su padre empezaba a pensar en lo que podría haber hecho ella para que la policía se presentase en casa. Sofie se le adelantó-. Yo no he hecho nada. Honest. Te lo juro.

El padre la miró suspicaz y se quitó los auriculares, se levantó del sillón y se dirigió al vestíbulo dispuesto a averiguar lo que casaba. Sofie iba pisándole los talones.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Ola Kaspersen con una expresión de temor ante la posibilidad de recibir una respuesta nada halagüeña. Su acento revelaba su origen norteño, pero tan leve que Patrik supuso que llevaba muchos años fuera de su región natal.

– ¿Podemos entrar? Por cierto, yo soy Patrik Hedström y éste es mi colega, Martin Molin.

– Ajá, vale -respondió Ola estrechándoles la mano a ambos, aún vacilante e inquisitivo-. Sí, claro, pasen y nos sentamos -dijo indicándoles el camino a la cocina, como hacían nueve de cada diez personas. Por alguna razón, la cocina se presentaba siempre como el lugar más seguro de la casa cuando se recibía la visita de la policía-. Bueno, ¿en qué podemos ayudarles?

Ola se había sentado al lado de Sofie, enfrente de los dos policías, y se puso a ordenar los flecos del mantel. Sofie lo miró irritada. ¡Ni siquiera en un momento así podía estarse quieto y dejarse de tanto colocar!

– Pues… -comenzó el policía que se había presentado como Patrik Hedström. Parecía vacilar y Sofie empezó a sentir un extraño nudo en el estómago. Sintió el impulso de taparse los oídos y empezar a canturrear, como hacía cuando era niña y sus padres discutían, pero sabía que ya no podía usar aquel recurso: ya no era una niña.

– Por desgracia, tenemos una noticia bastante triste. Marit Kaspersen falleció ayer por la tarde en un accidente de tráfico. Lo sentimos mucho -dijo Patrik Hedström por fin. Carraspeó un poco, pero sin apartar la mirada.

La sensación de vértigo se agudizó en el estómago de Sofie, que ahora trataba de asimilar lo que acababa de oír. ¡No podía ser cierto! Debía de tratarse de un error. Su madre no podía estar muerta. No, no podía ser. El fin de semana siguiente pensaban ir de compras a Uddevalla. Ya habían quedado. Ellas dos solas. Una de esas salidas sólo de madre e hija con la que su madre llevaba semanas dando la lata y que Sofie fingía despreciar pero que, en el fondo, la alegraba inmensamente. Un sordo zumbido resonaba en su cabeza y, a su lado, su padre jadeaba como si le faltase el aire.

– Debe de ser un error -oyó decir a su padre, como un eco de su propio pensamiento-. Ha debido de haber algún malentendido. ¡No puede ser que Marit esté muerta! -exclamó jadeante, como si hubiese estado corriendo.

– Sintiéndolo mucho, no hay duda. -Patrik guardó silencio, pero continuó al cabo de un instante-: Eh… yo mismo la identifiqué. La conocía de la tienda.

– Pero, pero… -Ola buscaba algo que decir, pero las palabras parecían rehuirlo. Sofie lo miraba sin saber qué pensar.

Hasta donde le alcanzaba la memoria, sus padres habían andado siempre a la gresca. Jamás se habría imaginado que hubiese en él un resto de sentimiento por su madre.

– ¿Qué…? ¿Qué pasó exactamente? -balbució Ola.

– Un accidente, al norte de Sannäs. Su vehículo fue el único involucrado.

– ¿El único? ¿Qué quiere decir? -preguntó Sofie con las manos convulsamente agarradas al borde de la mesa como si, en aquel momento, fuese lo único que la mantuviese en el mundo real-. ¿Dio un volantazo al ver un ciervo o algo así o qué? Si mi madre cogía el coche como dos veces al año… ¿Para qué habría cogido el coche ayer tarde? -Miró a los policías que tenía enfrente y sintió que el corazón se le desbocaba en el pecho. El modo en que bajaron la mirada indicaba claramente que había algo que no les habían contado. ¿Qué sería? Sofie aguardaba ansiosa la respuesta.

– Creemos que había bebido, que iba conduciendo borracha. Pero no lo sabemos con certeza, la investigación nos dará la respuesta -respondió Patrik Hedström mirándola directamente a los ojos. Sofie no daba crédito. La muchacha miró a su padre y luego de nuevo al policía.

– ¿Está de broma o qué? Eso no puede ser. Mi madre no probaba el alcohol. Ni una gota. Jamás la he visto tomar ni una copa de vino. Estaba totalmente en contra del alcohol. ¡Cuéntaselo, papá! -Sofie sintió nacer una vaga esperanza. ¡Aquélla no podía ser su madre! Miró animada a su padre. Ola se aclaró la garganta.

– Sí, así es. Marit jamás bebía. Ni durante todo el tiempo que estuvimos casados, ni, por lo que yo sé, tampoco después.

Sofie buscó su mirada, como para hallar en ella la confirmación de que también él abrigaba la misma esperanza, debía tratarse de un error. Sin embargo, tenía la sensación de que algo… iba mal… Desechó esta idea y se dirigió a Patrik y a Martin.

– Ahí lo tienen, en algo se han equivocado. ¡No puede ser mi madre! ¿Lo han comprobado con Kerstin? ¡Puede que esté en casa!

Los policías intercambiaron una mirada elocuente. El pelirrojo tomó la palabra.

– Ya hemos estado en casa de Kerstin. Al parecer, ella y Marit tuvieron una discusión ayer por la tarde. Tu madre salió enfadada y se llevó las llaves del coche. Kerstin no la había vuelto a ver desde entonces. Y… -Martin miró a su colega.

– Y yo estoy completamente seguro de que era Marit -finalizó Patrik-. La había visto en numerosas ocasiones, incluso en la tienda, y la reconocí de inmediato. En cambio, no sabemos si de verdad había bebido. Nos dio esa impresión sólo porque olía a alcohol en el asiento del conductor. Pero no lo podemos asegurar. De modo que cabe la posibilidad de que exista otra explicación y, seguramente, ustedes tengan razón. Pero no hay duda de que era tu madre, Sofie. Lo siento.

Volvió entonces aquella sensación desagradable que le invadió el estómago y que creció sin cesar, hasta que sintió la bilis en la garganta. También las lágrimas acudieron ahora a sus ojos. Notó la mano de su padre en el hombro, pero se zafó de ella bruscamente. Se interponían entre ellos todos los años de peleas. Todas las discusiones, tanto antes como después de la separación, las críticas y el despellejarse el uno al otro. Todo aquello se concentraba ahora en un punto de acero situado en medio del dolor. No tenía fuerzas para seguir escuchando. Tres pares de ojos se clavaron en la muchacha. Sofie echó a correr y huyó hacia la calle.

Al otro lado de la ventana se oían dos voces alegres y unas leves risas que atenuaron el sonido de la puerta al abrirse, hasta que las risas inundaron la casa. Erica no daba crédito a lo que veía. Anna sonreía, no de un modo forzado y por obligación, como hacía a veces ante los niños, sino con una sonrisa auténtica, de oreja a oreja. Ella y Dan hablaban animadamente y venían con las mejillas sonrosadas por el paseo que, a buen ritmo, habían dado bajo el sol primaveral.

– ¡Hola! ¿Lo habéis pasado bien? -preguntó Erica discreta mientras ponía la cafetera -Sí, ha sido estupendo -respondió Anna sonriéndole a Dan-. Una maravilla poder estirar las piernas un poco. Llegamos hasta Bräcke y volvimos. Hace un tiempo magnífico y los árboles ya están empezando a brotar y… -Tuvo que detenerse a tomar aliento, pues aún jadeaba después del veloz paseo.

– Y, sencillamente, nos lo hemos pasado bomba -concluyó Dan quitándose el anorak-. Bueno, qué, ¿hay café o lo vas a guardar para otros invitados?

– No digas tonterías, pensaba que nos tomaríamos un café los tres. Si tienes ánimo… -le dijo Erica a Anna, aún con la sensación de estar pisando una finísima capa de hielo cuando le hablaba a su hermana, pues temía romper la burbuja de alegría en la que ahora parecía encontrarse.

– Sí, la verdad, hacía mucho que no me sentía tan animada -respondió Anna sentándose a la mesa. Tomó el café que le ofrecía Erica, se puso un poco de leche y cogió la taza con ambas manos para calentarse-. Esto fue precisamente lo que me recomendó el médico -aseguró Anna con las mejillas encendidas.

A Erica le saltaba el corazón de alegría al ver sonreír a Anna. Hacía tanto tiempo desde la última vez… Desde que advirtió en los ojos de Anna algo distinto de aquella mirada triste y abatida. Miró a Dan llena de gratitud. Cuando le pidió que viniese a hablar con Anna, no tenía la certeza de estar haciendo lo correcto, pero sí la sensación de que, si alguien podía sacarla de su letargo, sería Dan. Erica llevaba varios meses intentándolo, pero al fin comprendió que ella no podría derribar el muro tras el que se había parapetado su hermana.

– Dan me preguntó cómo van los planes de la boda, pero he de admitir que no lo sé. Seguro que me lo has contado, pero, por desgracia, yo no he estado muy receptiva. Así que, cuéntanos, ¿cómo lo lleváis? ¿Lo tenéis ya todo reservado y listo? -Anna tomó un sorbo de café y miró a Erica con curiosidad.

Parecía tan joven, tan intacta… Como antes de conocer a Lucas. Erica se obligó a ahuyentar aquel tema. No tenía ganas de estropear el momento pensando en semejante monstruo.

– Pues sí, todo aquello que hay que reservar está en marcha. La iglesia está preparada, y hemos pagado la reserva para la celebración en el Stora Hotel y… bueno, eso es más o menos lo que tenemos listo.

– Pero, por favor, Erica, ¡si sólo faltan seis semanas! ¿Qué vestido vas a llevar? ¿Y los niños? ¿Y el ramo? ¿Habéis hablado del menú con el hotel? ¿Y habéis reservado habitación para los invitados de fuera? Y la distribución de las mesas, ¿la tenéis pensada?

Erica alzó una mano entre risas. Maja los observaba satisfecha desde su trona, ignorante del origen de tanta alegría repentina.

– Tranquila, tranquila… Si sigues así, terminaré por lamentar que Dan te haya sacado de la cama -dijo con una sonrisa y guiñando un ojo, para que no cupiese duda de que estaba bromeando.

– Vale, vale -respondió Anna-. No diré una palabra más. Bueno, sí, sólo una: ¿tenéis preparada una orquesta o algo así?

– No, no y mil veces no. Ésa es la respuesta a todas tus preguntas, lo siento -suspiró Erica-. No he tenido tiempo… -explicó.

Anna adoptó enseguida una expresión grave.

– No has tenido tiempo porque has cargado con la responsabilidad de tres niños. Perdóname, Erica, los últimos meses no deben de haber sido fáciles para ti. Quisiera haber… -Se interrumpió y Erica vio que se le llenaban los ojos de lágrimas.

– Sssss, no pasa nada. Adrian y Emma se han portado divinamente y pasan el día en la guardería, así que tampoco ha sido para tanto. Pero echan de menos a su madre.

Anna exhibió una sonrisa empañada de tristeza. Dan flirteaba con Maja, intentando mantenerse al margen de la conversación. Era cosa de Erica y Anna.

– ¡Dios! ¡La guardería! -exclamó Erica dando un salto de la silla con la vista en el gran reloj de la cocina-. Llego tarde, tengo que ir a buscarlos. Ewa se pondrá hecha una furia si no me doy prisa.

– Hoy voy a buscarlos yo -dijo Anna poniéndose de pie-. Si me dejas las llaves del coche, salgo ahora mismo.

– ¿Estás segura? -preguntó Erica mirándola a los ojos.

– Sí, totalmente segura. Tú has ido a buscarlos todos estos días. Hoy iré yo.

– Se van a poner tan contentos… -dijo Erica volviendo a sentarse.

– Sí, seguro que sí -convino Anna con una sonrisa al tiempo que cogía las llaves del coche que estaban en la encimera. Ya en el vestíbulo, se dio media vuelta.

– Dan… ¡Gracias! Necesitaba ese paseo. Y me ha sentado de maravilla poder hablar.

– Anda ya, si me lo he pasado muy bien -respondió Dan-. Igual podemos repetir mañana, si el tiempo lo permite. Trabajo hasta las tres, así que, ¿qué te parece una hora de caminata, antes de recoger a los niños?

– ¡Fenomenal! Pero ahora tengo que irme volando. De lo contrario, Ewa se pondrá hecha una furia, ¿no es lo que has dicho, Erica? -dijo Anna con una última sonrisa antes de marcharse.

Erica se volvió hacia Dan.

– ¿Qué demonios habéis hecho en el paseo? ¿Habéis fumado maría o qué?

Dan se echó a reír.

– Qué va, nada de eso. Anna necesitaba hablar con alguien, nada más. Tuve la sensación de haberle quitado un tapón. Cuando empezó, no había manera de detenerla.

– Yo llevo varios meses intentando hablar con ella -se lamentó Erica, que no pudo evitar sentirse un tanto herida.

– Erica, ya sabes cómo son las cosas entre vosotras dos -le dijo Dan intentando tranquilizarla-. Tenéis bastantes trapos sucios pendientes, quizá por eso a Anna no le resulte tan fácil hablar contigo. Vuestra relación es demasiado íntima, para bien y para mal. Sin embargo, cuando íbamos caminando, me dijo que sentía una gratitud infinita por la ayuda que tú y Patrik le estáis prestando y, ante todo, por lo bien que os habéis portado con los niños.

– ¿Eso te ha dicho? -preguntó Erica en un tono que desvelaba su ansia de reconocimiento. Estaba tan acostumbrada a hacerse cargo de Anna y lo hacía tan de buen grado… Pero, por egoísta que sonara, quería que su hermana lo admitiese y lo apreciase.

– Sí, eso me ha dicho -reiteró Dan y posó su mano sobre la de Erica, en un gesto cálido y familiar-. Pero, oye, lo de la boda sonaba un tanto preocupante -prosiguió Dan-. ¿Os dará tiempo de atarlo todo en seis semanas? Bueno, ya me dirás si necesitas que te ayude con algo -dijo mientras le hacía muecas a Maja, que hipaba de risa.

– ¿Y qué ibas a poder hacer tú? -resopló Erica al tiempo que servía un poco más de café-. ¿Elegir el vestido de novia?

Dan rompió a reír.

– Sí, seguro que elegía uno precioso. No, claro, pero sí puedo ofrecerte cama para algunos invitados, si es necesario. Tengo sitio de sobra.

Dan se puso serio enseguida. Erica sabía perfectamente por qué.

– Oye, todo se arreglará -le dijo-. Mejorarán las cosas, ya verás.

– ¿Tú crees? -preguntó apesadumbrado antes de tomar un sorbo de café-. ¡Qué coño sabemos! Las echo tanto de menos que creo que me voy a romper por dentro.

– ¿A quién echas de menos? ¿A las niñas? ¿O a Pernilla y a las niñas?

– No lo sé. A todas. Pero ya he aceptado que Pernilla seguirá adelante sola. Me mata no poder ver a las niñas todos los días. No poder estar con ellas cuando se despiertan, cuando se van al colegio, no poder cenar con ellas por la noche mientras me cuentan cómo les ha ido. Y todo eso. En lugar de pasarme las semanas en una mierda de casa vacía. Quise conservarla para que no perdieran también el hogar de su infancia, pero ahora no sé si podré seguir pagándola. Lo más probable es que tenga que venderla dentro de seis meses.

– Créeme, yo he vivido lo mismo y he pasado por ahí -dijo Erica, aludiendo a lo cerca que estuvo Lucas de vender la casa en la que ahora vivían, el hogar de su infancia y la de Anna.

– Es que no sé qué hacer con mi vida -confesó Dan mesándose el corto cabello rubio.

– Vaya, no sonáis muy alegres vosotros dos, ¿no? -vino a interrumpirlos la voz de Patrik desde la puerta.

– Estábamos hablando de lo que va a hacer Dan con la casa -respondió Erica levantándose para ir a besar a su futuro esposo. Maja también se había dado cuenta de que el hombre de su vida acababa de entrar por la puerta y estalló en un frenético manoteo para hacerse notar.

Dan la miró y abrió los brazos con dramatismo:

– ¿Cómo? Yo creía que había algo serio entre tú y yo, y resulta que le sonríes al primer tipo que aparece por la puerta. ¡Qué juventud! Son incapaces de reconocer la calidad cuando la ven.

– Hola, Dan -dijo Patrik entre risas dándole una palmadita en la espalda, antes de coger a Maja-. Sí, verás, yo creo que para esta jovencita papá está el primero de la lista. -Besó a Maja y frotó la barba contra el cuello de la pequeña, que rió con una mezcla de molestia y entusiasmo.

– Por cierto, Erica, ¿no tendrías que ir a por los niños a la guardería? -preguntó.

Erica hizo una pausa de efecto, antes de explicar con una amplia sonrisa:

– Ha ido a recogerlos Anna.

– ¿Qué me dices? ¿Anna ha ido a por los niños? -Patrik los miraba atónito pero encantado.

– Sí, aquí el héroe se la llevó de paseo y luego se fumaron un porro de maría y…

– ¡Qué mentirosa eres! Anda, calla ya -rió Dan volviéndose a Patrik-. Resulta que Erica me llamó esta mañana y me preguntó si no podría intentar convencer a Anna para que saliera un rato, a fin de animarla un poco. Y bueno, Anna vino conmigo y dimos un largo y agradable paseo, que le ha sentado muy bien, por lo visto.

– Pues sí, eso parece -corroboró Erica y despeinó a Dan con gesto amistoso-. ¿Y si te quedas un rato al resplandor de la admiración general y cenas con nosotros?

– Depende. ¿Qué hay de cenar?

– Menudo caprichoso estás tú hecho -rió Erica-. Bueno, anda. Pollo guisado con aguacate y arroz de jazmín.

– Vale, me parece aceptable.

– Qué descanso ver que podemos satisfacer tu elevado estándar, mister gourmet.

– Bueno, eso ya lo veremos cuando lo haya probado.

– Anda, cállate ya -le dijo Erica al tiempo que se levantaba para preparar la cena.

Sentía un dulce calor interior. Había sido un buen día. Un día estupendo, se dijo. Y se dio la vuelta para preguntarle a Patrik qué tal le había ido a él.


Lo bueno había superado a lo malo, ¿O no? A veces, por las noches, cuando se retorcía entre pesadillas, no se sentía tan seguro. Sin embargo así, a la luz del día, estaba convencido de que lo bueno había pesado más. Lo malo no eran más que sombras que, agazapadas en escondrijos, no osaban mostrar su fea cara. Y así quería él que fuese.

Ambos la habían amado. Lo indecible. Aunque quizá él la hubiese amado más. Y quizá ella lo hubiese amado más a él. Hubo entre ellos una relación excepcional. Nadie podía interponerse entre los dos. Lo feo, lo sucio, les resbalaba sin tener dónde aferrarse.

Su hermana los observaba sin envidia, consciente de estar viendo algo único, algo con lo que no tenía sentido competir. Y eso la incluía a ella. Él la envolvía en su amor, la dejaba participar de él. No existía razón alguna para sentir envidia. No eran muchos los afortunados que podían beneficiarse de semejante amor.

Y, puesto que los amaba de forma tan ilimitada, les limitó el mundo. Y ellos se dejaron limitar agradecidos. ¿Para qué iban a necesitar a nadie más? ¿Para qué abrirse paso entre todo aquello tan desagradable que existía allí fuera? Todo aquello que ella les decía que existía fuera. El no sabría arreglárselas en ese mundo. Ella misma se lo dijo. El era un pájaro cenizo. Siempre andaba perdiendo cosas, se le caían de las manos, las destrozaba. Si ella los dejase salir al mundo exterior, sucederían cosas terribles. Los pájaros cenizos no sobrevivían allí fuera. Pero era tal el cariño con que se lo decía… «Mi pájaro cenizo -decía-. Mi pájaro cenizo.»

A él le bastaba su amor. Y a su hermana también. O, al menos, le bastaba casi siempre.

Aquella historia era un petardo. Jonna colocaba distraída la compra en la cinta para poder leer el código. En comparación con aquello, Gran Hermano era como el festival de música de Hultsfred. ¡Aquello era un petardo! Aunque, en realidad, no podía quejarse. De hecho, había visto las temporadas anteriores, de modo que sabía que iban a vivir y a trabajar en un agujero como aquel al que habían ido a parar. Pero… ¡Acabar en la caja de un puñetero supermercado ICA…! Con eso no había contado. Su único consuelo era que Barbie había corrido la misma suerte. Barbie estaba sentada en la caja detrás de Jonna, con las tetas de silicona aprisionadas bajo el delantal rojo. Y Jonna se pasó toda la tarde oyendo su necio parloteo y viendo cómo todo el mundo, desde adolescentes de voz quebrada hasta viejos verdes de voz lasciva, todos intentaban hablar con ella. ¿Acaso no comprendían que con las tías como Barbie no había que hablar? ¿Que se trataba simplemente de invitarlas a un montón de copas y que, a partir de ahí, todo iba como una seda? ¡Imbéciles!

– ¡Oh, será estupendo veros en televisión! Y ver nuestro pueblo, claro. Jamás me habría imaginado que Tanumshede sería famoso en todo el país.

La señora que tan ridículamente se expresaba hacía aspavientos junto a la caja y, de vez en cuando, sonreía entusiasmada a la cámara que había fijada al techo. Era tan estúpida que no comprendía que resultaba facilísimo cortar su intervención e impedir que apareciese en ningún capítulo. Las miradas a la cámara eran un no-no absoluto.

– Son trescientas cincuenta con cincuenta -le dijo Jonna cansada sin apartar la vista de la señora.

– Ah, sí, claro, bueno, aquí tienes mi tarjeta -dijo la señora «chupacámaras» al tiempo que pasaba la Visa por el lector-. ¡Anda, y ahora tengo que marcar el código! -exclamó entre risitas.

Jonna exhaló un suspiro. Se preguntaba si podría librarse faltando al trabajo desde ya. A los productores solían encantarles las disputas con los jefes de personal y cosas por el estilo, pero quizá fuese demasiado pronto para empezar con ésas. Tendría que aguantar una semana por lo menos. Al cabo de ese plazo, solía funcionar divinamente lo de andar armando escándalos.

Se preguntaba si sus padres se sentarían ante el televisor el lunes. Lo más probable era que no lo hicieran. Ellos nunca tenían tiempo para actividades tan triviales como ver la tele. Eran médicos, de ahí que su tiempo fuese más precioso que el del resto de los humanos. El tiempo que invirtiesen en ver Robinson o incluso el que le dedicasen a ella, podían utilizarlo para ponerle a alguien un marcapasos o para hacerle un trasplante de riñón. Jonna era una egoísta al no comprenderlo. Su padre llegó incluso a llevarla consigo al hospital para que presenciara la operación de corazón que iba a practicarle a un niño de diez años. Quería que Jonna comprendiese por qué era tan importante su trabajo, según le explicó, por qué no podían pasar con ella tanto tiempo como deseaban. Su madre y él tenían un don, el don de poder ayudar a los demás, y era su deber usarlo tanto como fuese posible.

¡Menudo rollo de mierda! ¿Por qué habían tenido hijos, si no iban a poder dedicarles su tiempo? ¿Por qué no pasaban de tener críos, y así podrían estar las veinticuatro horas del día con las manos metidas en el corazón de cualquiera?

Al día siguiente de la visita al hospital, Jonna empezó a hacerse cortes. Era un gran alivio. A la primera incisión que el cuchillo hacía en la piel, sentía cómo cedía la ansiedad. Era como si escapase de su cuerpo fluyendo roja y cálida por la herida. Le encantaba la visión de la sangre. Le encantaba la sensación de un cuchillo o de una cuchilla o de un clip o de cualquier cosa que tuviese a mano, sentirlo cortando la ansiedad que, de lo contrario, se le quedaría anclada en el pecho.

Descubrió, además, que sólo entonces la veían. La sangre les hacía volver la mirada hacia ella y verla. Pero el efecto era cada vez menos intenso. Según iba acumulando heridas y cicatrices disminuía el efecto sobre la ansiedad. Y en lugar de mirarla llenos de preocupación, sus padres empezaron a contemplarla resignados. Se habían rendido y habían decidido salvar a aquellos a quienes podían salvar. A personas con el corazón estropeado, a gente con cáncer de estómago y con órganos que habían dejado de funcionar y que debían ser sustituidos por otros. Y ella no tenía nada de eso que ofrecerles. Ella sólo tenía estropeada el alma, y eso no podía arreglarse con un bisturí, así que dejaron de intentarlo.

El único amor que ahora podía recibir era el de las cámaras y el de las personas que, cada noche, se sentaban delante del televisor y la miraban a ella. La veían a ella.

Oyó a su espalda que un chico le preguntaba a Barbie si le dejaba tocarle un poco la silicona. Al público le encantaría. Jonna se subió las mangas con la intención de que las cicatrices quedaran a la vista. Era lo único que podía ofrecer.

Oye, Martin, ¿puedo pasar un momento? Tenemos que hablar de un asunto.

– Claro, entra. Sólo estaba terminando unos informes. ¿De qué se trata? Pareces preocupado.

– Sí, bueno, es que no sé qué pensar de esto. Verás, el informe de la autopsia de Marit Kaspersen llegó esta mañana y, en fin, hay algo que me resulta muy extraño.

– ¿El qué? -preguntó Martin inclinándose con interés manifiesto. Recordaba que Patrik había mencionado algo al respecto ya el día del accidente, pero, a decir verdad, lo había olvidado enseguida y Patrik tampoco había vuelto a mencionar nada desde entonces.

– Pues verás, Pedersen ha anotado todo lo que ha ido encontrando, y además he hablado con él por teléfono, pero la verdad es que no nos aclaramos.

– ¡Cuenta! -La curiosidad de Martin iba en aumento.

– En primer lugar, Marit no murió a causa del accidente. Ya estaba muerta antes de que éste se produjera.

– ¿Qué coño dices? ¿Cómo? ¿De qué? ¿Un infarto o algo así?

– No exactamente. -Patrik se rascaba la cabeza sin dejar de leer el informe-. Murió por intoxicación etílica. Tenía seis coma un miligramos por decilitro en sangre.

– ¡Estás de broma! Joder, esa tasa de alcohol mataría a un caballo.

– Exacto. Según Pedersen, debió de beberse toda la botella de vodka en un tiempo récord.

– Ya, y sus familiares dicen que no probaba el alcohol.

– Justamente. Tampoco había en el cadáver indicios de que fuese consumidora de alcohol, lo que seguramente implica que no había desarrollado la menor tolerancia a su consumo, de modo que, según Pedersen, su reacción a la sobredosis debió de ser inmediata.

– O sea, que se pilló una buena curda, por alguna razón. Es muy trágico, pero, por desgracia, son cosas que pasan -observó Martin, algo desconcertado por la evidente preocupación de Patrik.

– Sí, eso parece. Pero resulta que Pedersen encontró una cosa que lo complica todo ligeramente. -Patrik cruzó las piernas y hojeó el informe en busca del párrafo en cuestión-. Aquí está. Intentaré traducirlo al lenguaje del profano, Pedersen lo escribe todo siempre de un modo tan hermético… Bueno, pues dice que Marit tenía un moratón extraño alrededor de la boca. Además, había indicios de lesiones en la boca y en la faringe.

– ¿O sea? ¿Qué quieres decir?

– No lo sé -admitió Patrik con un suspiro-. No es suficiente para que Pedersen se pronuncie de forma definitiva. No puede afirmar con total seguridad que no se metiera entre pecho y espalda la botella entera, y que luego muriera de intoxicación etílica y se saliera de la carretera.

– Pero se supone que estaría aturdida por completo mucho antes. ¿Tenemos algún informe de conducción anormal en la noche del domingo?

– No, o al menos yo no lo he encontrado. Lo que hace que todo esto resulte un tanto extraño. Por otro lado, a esa hora no había mucho tráfico, así que quizá, sencillamente, tuvieron la suerte de no cruzarse con ella -dijo Patrik pensativo-. Pero Pedersen no encuentra explicación a las heridas encontradas en el interior y alrededor de la boca, de modo que considero que hay motivos para estudiar esto más de cerca. Puede que sea un caso normal y corriente de conducción bajo los efectos del alcohol, pero puede que no. ¿Qué opinas tú?

Martin reflexionó un instante.

– Sí, bueno, tú has tenido tus objeciones desde el principio. ¿Crees que Mellberg lo aceptará?

Patrik se quedó mirándolo sin decir nada y Martin se echó a reír.

– Todo depende de cómo se le exponga el asunto, ¿no?

– Desde luego que sí, todo depende de cómo se le exponga el asunto.

Patrik se rió también y se puso de pie. Luego volvió a adoptar una expresión grave.

– ¿Crees que estoy cometiendo un error? ¿Que estoy haciendo una montaña de un grano de arena? Lo cierto es que Pedersen no encontró nada concreto que indicase que no fue un accidente. Pero, al mismo tiempo -dijo blandiendo el informe de la autopsia-, hay algo aquí que dispara una alarma en mi interior, aunque yo sea incapaz de… -Se pasó la mano por el pelo con desesperación.

– Hagamos lo siguiente -propuso Martin-. Empezaremos a preguntar aquí y allá e intentaremos recabar más información, a ver adonde nos conduce. Quizá así descubras a qué se debe el avispero que te zumba en la cabeza.

– Sí, tienes razón -admitió Patrik-. Mira, primero voy a hablar con Mellberg, pero sí, eso haremos, volveremos a interrogar a la pareja de Marit.

– Me parece bien -convino Martin reanudando su trabajo con los informes-. Pasa a buscarme cuando hayas terminado con Mellberg.

– Vale.

Patrik ya se marchaba cuando Martin lo llamó.

– Oye -dijo un tanto inseguro-. Llevo un tiempo pensando en preguntarte… ¿Cómo van las cosas por casa, con lo de tu cuñada y todo eso?

Patrik sonrió desde el umbral.

– Pues, la verdad, empezamos a recobrar la esperanza. Anna parece haber iniciado el ascenso desde el más profundo abismo. En buena medida, gracias a Dan.

– ¿A Dan? -preguntó Martin sorprendido-. ¿El Dan de Erica?

– Excuse me, ¿cómo que el Dan de Erica? Que sepas que en la actualidad es nuestro Dan.

– Sí, sí -rió Martin-. Bueno, pues vuestro Dan, pero ¿qué tiene que ver él con el asunto?

– Pues verás, el lunes pasado, Erica tuvo la brillante idea de pedirle que viniese a casa y hablase con Anna. Y funcionó. Y desde entonces, se ven, conversan y dan largos paseos, y parece que era exactamente lo que Anna necesitaba. En un par de días, se ha convertido en una persona completamente distinta. Los niños están encantados.

– ¡Qué bien!

– Sí, nos alegramos muchísimo -dijo Patrik antes de dar una palmada en el dintel-. Oye, me voy a ver a Mellberg a ver si acabo con él cuanto antes. Luego seguimos hablando.

– De acuerdo -respondió Martin. Enseguida intentó centrarse de nuevo en los informes. Ésa era la otra parte de su profesión de la que le habría gustado librarse.

Los días se le hacían eternos. Se sentía como si el viernes y, con él, la cita para cenar, no fuese a llegar jamás. O bueno, la cita… Le resultaba extraño pensar en esos términos a su edad. En cualquier caso, sí que cenarían juntos. Cuando llamó a Rose-Marie, no tenía ningún plan, de modo que se sorprendió infinitamente cuando se oyó a sí mismo enunciar la propuesta de una cena en el restaurante Gestgifveriet. Y aún más iba a sorprenderse su cartera. Sencillamente, Mellberg no comprendía qué le estaba pasando. Para empezar, no era lógico que se le hubiese ocurrido siquiera la idea de ir a comer a un lugar tan caro como el restaurante Gestgifveriet de Tanum, y mucho menos comprometerse a pagar por dos, no, eso no era propio de él en absoluto. Y aun así, por sorprendente que pudiera parecer, el proyectado dispendio no lo alteraba demasiado. A decir verdad, debía admitir que incluso anhelaba que llegase el momento de poder invitar a Rose-Marie a una cena lujosa de verdad y ver su cara al otro lado de la mesa bajo el resplandor de las velas mientras les servían todo tipo de exquisiteces.

Mellberg meneó la cabeza contrariado con tal vehemencia que el nido de pelo postizo se le escurrió hacia la oreja. Desde luego, no se comprendía a sí mismo. ¿Estaría enfermo? Se colocó de nuevo el peluquín sobre la calva y se tocó la frente con la mano, pero no, no había indicios de fiebre. En cualquier caso, aquello era preocupante, se sentía extraño. ¿Le ayudaría un aporte adicional de glucosa?

Su mano iba ya camino de las bolas de coco que guardaba en el último cajón cuando oyó unos golpecitos en la puerta.

– ¿Sí? -preguntó irritado.

Patrik se asomó a la puerta.

– Perdón, ¿molesto?

– No, qué va -mintió Mellberg exhalando para sí un suspiro tras una última mirada añorante al cajón-. Entra.

Aguardó hasta que Patrik se hubo sentado. Como de costumbre, Mellberg experimentó una mezcla de sentimientos encontrados ante aquel comisario demasiado joven a sus ojos. En realidad, prefería no tomar nota de que, de hecho, Patrik rondaba ya los cuarenta años. En su favor contaba el hecho de la sensatez con que había actuado en las investigaciones de asesinato llevadas a cabo durante los últimos años. Su excelente trabajo había proporcionado a Mellberg metros y metros de columnas en la prensa. En su contra, en cambio, figuraba el hecho de que Mellberg tuviese siempre la sensación de que Patrik se consideraba superior a él. No era una actitud expresa, pues Patrik se comportaba con el respeto que se exigía a un subordinado; era más bien una sensación personal. En fin, mientras Hedström hiciera su trabajo tan bien que Mellberg quedase ante los medios de comunicación como el jefe competente que de hecho era, lo toleraría. Pero sin dejar de observarlo, desde luego.

– Pues, verás, ya tenemos el informe forense del accidente del lunes pasado.

– ¿Ajá? -respondió Mellberg con tedio manifiesto. Los accidentes de tráfico eran un incidente rutinario.

– Pues sí… Y parece que hay algún que otro aspecto poco claro.

– ¿Poco claro? -Aquella expresión despertó el interés de Mellberg.

– Sí -aseguró Patrik mirando los documentos igual que hacía un momento en el despacho de Martin-. La víctima presenta una serie de lesiones que no pueden atribuirse al accidente en sí. Además, resulta que Marit ya estaba muerta antes de estrellarse con el coche. Intoxicación etílica. Tenía una tasa de alcohol de seis coma uno.

– ;Seis coma uno? Estás de broma, ¿no?

– Por desgracia, no es ninguna broma.

– Y ¿en qué consisten esas lesiones? -preguntó Mellberg inclinándose.

Patrik dudó un instante.

– Tiene heridas en el interior de la boca y alrededor.

– Alrededor de la boca -repitió Mellberg con escepticismo.

– Así es -insistió Patrik a la defensiva-. Sé que no es mucho, pero, teniendo en cuenta que todo el mundo coincide en afirmar que Marit no probaba el alcohol, y lo desproporcionado de la tasa que arroja el análisis, a mí me resulta turbio.

– ¿Turbio? ¿Estás pidiendo que pongamos en marcha una investigación sólo porque a ti te parece turbio? -Mellberg enarcó una ceja y se quedó observando a Patrik. Aquello no acababa de gustarle. Le parecía un argumento demasiado flojo, demasiado poco definido. Por otro lado, Patrik había tenido siempre razón en sus presentimientos, de modo que quizá debería dejarlo hacer. Reflexionó un instante mientras Patrik lo observaba expectante-. Vale -dijo al cabo-. Dedícale unas horas. Si encontráis algún detalle, porque me figuro que meterás en esto a Molin, que indique que hubo algo fuera de lo normal, continuad. Pero si no dais con nada decisivo de inmediato, no quiero que perdáis un minuto más con este asunto. ¿Vale?

– Vale -dijo Patrik, visiblemente aliviado.

– Pues hala, lárgate y a trabajar -lo instó Mellberg despachándolo con un gesto de la mano derecha. La izquierda iba ya camino del último cajón del escritorio.

Sofie cruzó la puerta despacio. -¿Hola? Kerstin, ¿estás en casa?

El silencio reinaba en el piso. Lo había comprobado, Kerstin no estaba en el trabajo, en la tienda Extra Film, sino que había solicitado la baja por enfermedad. No era de extrañar, a Sofie le habían concedido ausentarse unos días del instituto, teniendo en cuenta las circunstancias. Pero ¿dónde se habría metido Kerstin? Sofie recorrió el apartamento. De repente, no pudo reprimir las lágrimas, el llanto la sacudió como una ola gigante. Soltó la mochila y se sentó en la alfombra de la sala de estar. Cerró los ojos, a fin de aislarse de todas las impresiones sensoriales que la invadieron. Había recuerdos de Marit por todas partes. Las cortinas, que ella había cosido; el cuadro que compraron cuando Marit se mudó al piso, los cojines que Sofie nunca mullía después de haber pasado varias horas tumbada encima, algo por lo que Marit siempre protestaba… Todos aquellos elementos triviales, cotidianos, lamentables, de un entorno que ahora resonaba a causa del vacío. Sofie se irritaba con ella, le gritaba y se enojaba porque le exigía cosas y le imponía reglas. Sin embargo, al mismo tiempo, aquello la reconfortaba. Después de tantas peleas y disputas, Sofie anhelaba estabilidad y normas concretas. Y, ante todo, pese a la actitud rebelde, a que su adolescencia la obligaba, siempre la tranquilizó la certeza de que ella estaba ahí. Su madre. Marit. Ahora sólo le quedaba su padre.

Sintió una mano en el hombro y dio un respingo. Se dio la vuelta.

– ¿Kerstin? ¿Estabas en casa?

– Sí, estaba durmiendo -respondió Kerstin mientras se ponía en cuclillas al lado de Sofie-. ¿Cómo estás?

– ¡Oh, Kerstin! -exclamó Sofie sin más mientras hundía la cara en su hombro. Kerstin la abrazó torpemente. No estaban acostumbradas a tener tanto contacto físico. Sofie ya había pasado la edad infantil de los abrazos cuando Marit se mudó a vivir con ella. Sin embargo, pronto dejó de sentirse incómoda. Sofie inspiró ansiosa el aroma del jersey de Kerstin, uno de los favoritos de su madre, que aún conservaba su perfume. El olor reavivó su llanto. Sofie sintió que le moqueaba a Kerstin en el hombro, y se apartó.

– Lo siento, te estoy llenando de mocos.

– No pasa nada -le respondió Kerstin secándole las lágrimas con los pulgares-. Puedes sonarte en este jersey todo lo que quieras. Es… Es de tu madre.

– Lo sé -respondió Sofie riendo-. Y me habría matado si hubiera visto que lo he manchado de rímel.

– La lana de cordero no puede lavarse a más de treinta grados -recitaron las dos al mismo tiempo antes de romper a reír al unísono.

– Ven, vamos a sentarnos en la cocina -propuso Kerstin y le ayudó a levantarse. Entonces Sofie se dio cuenta de que tenía el rostro apagado, mucho más pálido que de costumbre.

– Y tú, ¿cómo estás tú? -preguntó Sofie preocupada. Kerstin siempre había sido una persona tan… serena. La llenó de temor verla temblar mientras ponía agua en la cacerola.

– Bueno, más o menos -respondió Kerstin sin poder contener el llanto que inundaba sus ojos. Había llorado tanto los últimos días que le sorprendía que aún le quedasen lágrimas que verter. Se decidió y tomó impulso, antes de decir-: Verás, Sofie, tu madre y yo… Hay algo que…

Se interrumpió sin saber cómo continuar. Sin saber si debía continuar. De repente vio con sorpresa que Sofie rompía a reír.

– Por favor, Kerstin, espero que no vayas a contarme lo de mi madre y tú como si fuera una novedad.

– ¿Cómo que lo de tu madre y yo? -preguntó Kerstin con cautela.

– Pues que estabais juntas y eso. Por favor, ¿a quién crees que engañabais? -Sofie volvió a reír-. Menuda pantomima representabais a todas horas. Mi madre cambiando sus cosas de habitación según yo estuviese o no aquí y dándoos la mano a escondidas, cuando creíais que no os veía. ¡Qué absurdo, por Dios! Vamos, si ahora todo el mundo es homo o bi. Es supermoderno.

Kerstin la miraba perpleja. -Pero, si lo sabías, ¿por qué no dijiste nada? -Porque era divertido veros haciendo teatro. De lo más entretenido, vaya.

– ¡Mocosa listilla! -exclamó Kerstin riendo de corazón. Después del dolor y el llanto de los últimos días, la risa estalló en la cocina como un eco liberador-. Que sepas que Marit te habría retorcido el cuello si hubiera sabido que lo sabías y que hacías como si nada.

– Sí, seguro que sí -dijo Sofie riendo también-. Tendríais que haberos visto escabulléndoos hacia la cocina para besaros. Y pensar que trasladabais las cosas en cuanto yo me iba a casa de mi padre. ¿No entiendes que era una farsa?

– Sí, claro que lo entiendo, lo entiendo perfectamente, pero eso era lo que quería Marit.

Kerstin se puso seria de repente. El agua empezó a burbujear y lo aprovechó como excusa para levantarse y volverse de espaldas a Sofie. Sacó dos tazas, puso dos bolsitas de té y vertió el agua hirviendo.

– Hay que esperar a que el agua se enfríe un poco -dijo Sofie, y Kerstin se vio obligada a reír de nuevo.

– Estaba pensando en lo mismo. Tu madre nos enseñó bien a las dos.

Sofie sonrió.

– Sí, creo que sí. Aunque seguro que habría deseado enseñarme mejor aún. -Su sonrisa dejaba traslucir la tristeza y se extinguió del todo al pensar en todas las promesas y en todas las expectativas que ya no tendría oportunidad de cumplir.

– Oye, ¿sabes? Marit estaba tan orgullosa de ti… -observó Kerstin acercándole una taza-. Tendrías que haber oído cómo alardeaba. Incluso después de haber tenido alguna discusión fuerte contigo, decía: «¡Vaya desparpajo que tiene esa mocosa!».

– ¿Seguro? ¿Podrías jurarlo? ¿Estaba orgullosa de mí? Con el incordio que he sido…

– ¡Qué va! Marit era consciente de que estabas haciendo tu trabajo. Y tu trabajo consistía en desligarte de ella. Y… -se interrumpió algo insegura-. Y sobre todo teniendo en cuenta todo lo que había pasado entre ella y tu padre, atribuía aún más importancia al hecho de que supieras mantener tus opiniones. -Kerstin bebió un sorbo de té y casi se quemó la lengua. Tendría que dejar que se enfriase un poco-. Eso la llenaba de preocupación, ¿sabes? Que la separación y todo lo que pasó después te hubiese… marcado de algún modo. Y sobre todo temía que no comprendieses por qué tuvo que separarse. Lo hizo por ella misma, pero también por ti, y en la misma medida.

– Sí, bueno, al principio no lo entendía, pero ahora que soy mayor, ya lo comprendo.

– Ya, ahora que tienes nada menos que quince años, ¿no? -le preguntó Kerstin irónica-. Es a los quince cuando te dan el manual que contiene todas las respuestas sobre la vida, el infinito y la eternidad, ¿no? ¿Podrías prestármelo alguna vez?


– ¡Anda ya! -respondió Sofie con una sonrisa-. No me refería a eso. Quiero decir que había empezado a ver a mis padres como personas, más que como «mamá y papá», vamos. Y tampoco veo ya a mi padre como un héroe -añadió Sofie apenada.

Por un instante, Kerstin sopesó la posibilidad de contarle a Sofie todo lo demás, todo aquello de lo que habían intentado protegerla. Pero la tentación pasó como había llegado.

De modo que siguieron tomando té y hablando de Marit. Riendo y llorando pero, sobre todo, recordando a aquella mujer a la que ambas habían amado, cada una a su manera.

– ¡Hooola, chicas! ¿Qué os pongo? ¿Qué venís buscando? ¿La baguette de Uffe?

Las risitas entusiastas de las chicas que habían entrado en grupo en la panadería indicaron que el chistecito había surtido el efecto deseado, lo cual animó a Uffe a abundar en el tema; de modo que cogió una barra de la cesta e intentó sugerir lo que podía ofrecerles meneándola en el aire a la altura de las caderas. Las risas dieron paso a un coro de grititos, mezcla de pavor y alegría, con lo que Uffe empezó a dar vueltas haciendo malabares a su alrededor.

Mehmet lanzó un suspiro. Joder, con el pesado de Uffe. Desde luego que tuvo mala suerte cuando le tocó trabajar con él en la panadería. Por lo demás, no era mal sitio para estar. A él le encantaba cocinar y estaba entusiasmado con la idea de aprender más sobre repostería, pero era incapaz de imaginar siquiera cómo iba a aguantar el imbécil de Uffe durante cinco semanas enteras.

– Oye, Mehmet, ¿no vas a enseñarles tu baguette? Yo creo que a las chicas les encantaría ver una buena baguette de negro.

– Joder. Déjame en paz -respondió Mehmet, que siguió colocando los rollitos de mazapán al lado de una bandeja de galletas.

– ¿Qué pasa? Si tú eres un ligón, hombre. Y seguro que aquí ni siquiera habían visto a un negro antes. ¿O sí, chicas? ¿Habíais visto alguna vez a un negro? -Uffe señalaba a Mehmet con gesto histriónico, como si lo estuviese presentando desde un escenario.


Mehmet empezaba a enojarse. Más que verlas, sintió que las cámaras que había en el techo giraban para enfocarlo. Aguardando, anhelando y ansiando su reacción. Cualquier matiz, por mínimo que fuera, llegaría en directo a la sala de estar de la gente, y cero reacciones y cero sentimientos era tanto como decir cero espectadores. El lo sabía, conocía el juego, después de haber llegado a la final en La granja. Y, aun así, era como si lo hubiese olvidado, como si hubiese querido olvidarlo. Entonces, ¿por qué aceptó ir a Tanum? Aunque, al mismo tiempo, era consciente de que para él constituía una vía de escape. Durante cinco semanas podría vivir en una especie de taller protegido. Una burbuja en el tiempo. Sin responsabilidad, sin más exigencias que estar ahí, reaccionar. Nada de currar como un loco en cualquier trabajo de mierda para ganar lo suficiente para pagar el alquiler del apartamento cochambroso en el que vivía. Nada de esa cotidianidad que le robaba uno tras otro los días de su vida sin que ocurriese nada de particular. Y nada de decepciones cuando no cumplía las expectativas. De eso era de lo que huía principalmente. De la decepción que reflejaban los ojos de sus padres. Esperaban tanto de él. Estudiar, estudiar, estudiar, le habían repetido hasta la náusea desde que era pequeño. «Mehmet, tienes que estudiar y sacarte un título. Tienes que aprovechar la oportunidad que te brinda este magnífico país. En Suecia puede estudiar todo el mundo. Tienes que estudiar.» Su padre se lo había repetido hasta la saciedad, desde que Mehmet era pequeño. Y lo había intentado. Con todas sus fuerzas. Pero resultaba que no se le daban bien los estudios. Las letras y los números se resistían a permanecer en su cabeza. Aun así, él tenía que ser médico. O ingeniero. O, en el peor de los casos, licenciado en económicas. Eso era lo que sus padres esperaban sin abrigar la menor duda, porque en Suecia se le brindaba la oportunidad. En cierto modo, sus padres se salieron con la suya. Sus cuatro hermanas mayores abarcaban esas tres carreras: dos eran médicos, una era abogado y la tercera había estudiado Economía. El era el menor y, de algún modo, había logrado convertirse en la oveja negra de la familia. Ni La granja ni Fucking tanum habían incrementado


el valor de sus acciones en la familia lo más mínimo. Y no es que él lo esperase: sus padres nunca mencionaron que emborracharse ante las cámaras fuese una alternativa aceptable a la carrera de Medicina.

– ¡Que la enseñe! ¡Que la enseñe! -continuó Uffe, intentando que se le uniese el público adolescente. Mehmet sintió que estallaba de rabia. Dejó lo que estaba haciendo y se encaminó hacia Uffe.

– ¡Déjalo ya, Uffe! -le dijo Simon, que apareció de la trastienda de la panadería con una gran bandeja de bollos recién horneados. Uffe lo miró desafiante y, por un instante, sopesó si obedecer o no. Simon le entregó la bandeja-. Toma, anda, mejor dales a las chicas un bollo recién hecho.

Uffe vaciló un minuto aún, pero terminó por coger la bandeja. La arruga que dibujaron sus labios indicaba que las manos de Uffe no estaban tan habituadas como las de Simon a manejar bandejas calientes, pero no le quedó más remedio que aguantarse y ofrecerles los bollos a las chicas.

– Bueno, ya lo habéis oído. Venga, que os invito a unos bollos. ¿No me vais a dar las gracias con un beso?

Simon hizo un gesto de resignación en dirección a Mehmet, que le sonrió con gratitud. Simon le gustaba. Era el propietario del horno y la panadería, y congeniaron desde el primer día. Simon tenía algo diferente, algo que hacía que se entendieran sólo con mirarse. Una pasada, la verdad.

Mehmet se quedó un buen rato mirando a Simon mientras éste regresaba a su masa y a sus dulces.

Las ramas en flor que veía por la ventana despertaron en Gösta un doloroso anhelo. Cada capullo llevaba consigo la promesa de los dieciocho hoyos y su Big Bertha. Pronto, nada podría separar a un hombre de sus palos de golf.

– ¿Has logrado pasar del quinto hoyo? -preguntó la voz de una mujer desde la puerta. Lleno de remordimientos, Gösta se apresuró a apagar el juego del ordenador. Vaya mierda. Solía oír cuándo alguien se acercaba por el pasillo. Siempre estaba en alerta máxima cuando se ponía a jugar, lo que, por desgracia, a veces afectaba sensiblemente a su capacidad de concentración.

– Bueno… es que estaba tomándome un descanso -balbució Gösta algo turbado. Sabía que el resto de sus colegas no tenían una fe excesiva en su capacidad de trabajo, pero Hanna le gustaba y esperaba contar con su confianza, al menos durante un breve período.

– ¡Bah, no pasa nada! -exclamó Hanna al tiempo que se sentaba a su lado. A mí me encanta jugar al golf en el ordenador. Y a Lars, mi marido, también. A veces nos disputamos la pantalla. Pero el quinto hoyo es complicado. ¿Tú lo has conseguido alguna vez? Si no, puedo enseñarte el truco. Me llevó muchas horas dar con la solución.

Sin esperar respuesta, Hanna acercó la silla. Gösta apenas creía lo que oía, pero abrió el juego otra vez y le dijo solemnemente:

– Llevo desde la semana pasada luchando con el número cinco, pero, haga lo que haga, la bola se desvía o hacia la derecha o hacia la izquierda. ¡No entiendo qué es lo que hago mal!

– Verás, te lo voy a explicar -le dijo Hanna quitándole el ratón de las manos. Su compañera fue avanzando hasta el lugar adecuado, hizo unas maniobras en el ordenador yla bola salió disparada y cayó en el green en una posición perfecta para que él pudiera meterla en el hoyo al siguiente golpe.

– ¡Guau! ¿Eso era lo que había que hacer? ¡Gracias! -Gösta estaba impresionado. Hacía muchos años que sus ojos no tenían aquel brillo.

– Pues sí. Pero no vayas a creer que esto es un juego de niños -respondió Hanna entre risas mientras apartaba la silla y se alejaba un poco de la del colega.

– ¿Tu marido y tú jugáis al golf? -preguntó Gösta con renovado entusiasmo-. Porque, en ese caso, quizá podríamos jugar alguna partida algo más adelante.

– No, por desgracia, no jugamos -admitió Hanna con una expresión de disculpa que le resultó simpática.

En opinión de Gösta, el hecho de que el golf no le gustase a todo el mundo en la misma medida que a él constituía uno de los grandes misterios de la vida.

– Hemos pensado en empezar a jugar, sólo que no encontramos el momento -añadió Hanna encogiéndose de hombros.

A Gösta le agradaba cada vez más su nueva colega. Y no podía por menos de admitir que, como Mellberg, también había visto con cierto escepticismo que la nueva colega fuese del sexo contrario. Había algo en la combinación de pechos y uniforme policial que le resultaba…, bueno, un tanto extraño, como mínimo. Pero Hanna Kruse desterró todos sus prejuicios. Parecía lista, y Gösta esperaba que Mellberg también lo advirtiese y no le hiciese la vida demasiado imposible.

– ¿A qué se dedica tu marido? -preguntó Gösta con curiosidad-. ¿Ha conseguido encontrar trabajo aquí?

– Sí y no -respondió Hanna al tiempo que retiraba una pelusa invisible de la camisa del uniforme-. La verdad es que al menos ha tenido la suerte de encontrar un trabajo temporal. Luego ya veremos qué pasa.

Gösta enarcó una ceja con gesto inquisitivo. Hanna se echó a reír.

– Sí, bueno, es que es psicólogo. Y va a trabajar con los participantes del programa mientras se está grabando. O sea, en el programa Fucking Tanum.

Gösta meneó la cabeza.

– Uno ya es demasiado viejo para comprender cuál podría ser la utilidad de semejante espectáculo. Cabalgar bajo la manta y andar haciendo eses y hacer el ridículo delante de toda Suecia. Y, además, de forma voluntaria. No, yo esas cosas no las entiendo. En mi época, uno encontraba un buen entretenimiento en el programa Hylands hörna [2] y en las representaciones teatrales de Nils Poppe. Un poco más decente, por así decirlo.

– ¿Nils qué? -preguntó Hanna.

Gösta dejó escapar un suspiro y, con cara de abatimiento, le explicó:

– Nils Poppe. Dirigía representaciones teatrales de verano que… -. Al ver que Hanna se reía, guardó silencio.

– Gösta… Sé quién es Nils Poppe. Y Lennart Hyland. No tienes que sentirte tan ofendido.

– Vaya, oye, qué graciosa -dijo Gösta-. De repente me he sentido como si tuviera cien años. Una pura reliquia.

– Gösta, tú estás tan lejos de ser una reliquia como pueda uno imaginarse -aseguró Hanna-. Sigue jugando ahora que sabes cómo pasar el quinto. Creo que puedes concederte un rato de tranquilidad.

Gösta le dedicó una sonrisa cálida y llena de gratitud. ¡Qué mujer! Acto seguido, pasó a intentar dominar el hoyo seis. Un par de hoyos o tres. Eso no era nada.

Erica, ¿has hablado del menú con el hotel? ¿Cuándo iremos a probarlo?

Arma se balanceaba con Maja en el regazo y miró apremiante a Erica.

– ¡Mierda! Se me ha olvidado -confesó Erica con una palmada en la frente.

– ¿Y el vestido? ¿O es que has pensado casarte en chándal? Y Patrik, con el traje de la graduación del instituto, ¿no? En ese caso, habría que ponerle unos añadidos en los costados. Y una goma elástica entre los botones y los ojales de la chaqueta. -Anna soltó una carcajada.

– Ja, ja, muy graciosa-respondió Erica, incapaz, pese a todo, de no alegrarse al ver a su hermana bromeando. Anna parecía otra persona. Hablaba, reía, comía con apetito y, bueno, hasta se metía con su hermana mayor-. Sí, ya lo sé, lo que no sé es de dónde sacar tiempo para hacer todo eso.

– Oye, tienes delante a la canguro número uno de Fjällbacka. Quiero decir que Emma y Adrian pasan las mañanas en la guardería y yo puedo quedarme con esta señorita, así que aprovecha.

– Vaya… Tienes razón -admitió Erica sintiéndose un tanto ridícula-. La verdad, no había pensado que… -Erica guardó silencio.

– No tienes por qué sentirte ridícula. Lo entiendo. Durante un tiempo no has podido contar conmigo, pero ahora he vuelto al partido. El balón está en el campo. He dejado de martirizarme.

– Bueno, sé de una persona que, últimamente, ha pasado demasiado tiempo con Dan, tengo entendido -observó Erica entre risas, y se dio cuenta de que Anna esperaba que hiciera un comentario al respecto. También ella había andado algo crispada los últimos meses, estresada y nerviosa, y ahora pensó que podría empezar a relajarse… de no ser por el hecho de que, con creciente horror, veía acercarse la fecha de la boda. Ya sólo faltaban seis semanas. Y ella y Patrik llevaban un retraso tremendo con la planificación.

– Hagamos una cosa -propuso Anna dejando a Maja en el suelo-. Escribiremos una lista de lo que hay que hacer. Y luego nos repartimos las tareas entre tú, Patrik y yo. Quizá Kristina también pueda echar una mano, ¿no?

Anna miraba a Erica inquisitiva, pero, al ver la expresión de horror de su hermana, añadió:

– O no, mejor no.

– No, ¡por Dios! Dejemos a mi suegra al margen, en la medida de lo posible. Si ella pudiera intervenir, organizaría esta boda como si fuera su fiesta particular. Si supieras la de sugerencias con las que ya nos ha venido «con la mejor de las intenciones», como se empeña en añadir siempre. ¿Sabes lo que dijo cuando le contamos lo de la boda?

– No, cuenta -respondió Anna llena de curiosidad.

– Ni siquiera empezó diciendo «¡Qué bien! ¡Enhorabuena!», ni nada parecido, sino que nos soltó cinco razones por las que este matrimonio era un error.

– ¡Maravilloso! -rió Anna-. Típico de Kristina. Y dime, ¿cuáles eran esas razones?

Erica se acercó a coger a Maja que, muy decidida, había empezado a trepar por la escalera. Aún no habían comprado una barrera.

– Pues verás. En primer lugar, era demasiado pronto celebrar la boda para Pentecostés. Según ella, necesitaríamos un año por lo menos para prepararla. Además, no le gusta que queramos tener una ceremonia discreta, con un máximo de sesenta invitados, porque entonces no podrían venir ni la tía Agda, ni la tía Berta, ni la tía Rut, o como se llamen todas ellas. Y ten en cuenta que no son tías de Patrik, sino tías de Kristina… a las que Patrik vio una vez cuando tenía cinco años, o algo así.

Anna reía de tan buena gana que le dolía la barriga. Maja las miraba alternativamente, como preguntándose qué sería aquello tan divertido que tanto las hacía reír. Y, seguramente, eso era lo que estaba pensando la pequeña. Pero luego pareció considerar que el motivo no era tan importante y se echó a reír ella también con todas sus ganas.

– Bueno, llevas dos razones. ¿Qué más? -preguntó Anna.

– Sí, luego empezó a discutir la distribución de las mesas y a preocuparse por si íbamos a sentar a Bittan muy cerca de nuestro sitio, porque Bittan, decía, no podía estar de ninguna manera en la mesa presidencial. De hecho, no veía la necesidad de que la invitásemos porque, después de todo, los padres de Patrik son ella y Lars, y los conocidos ocasionales no deberían tener prioridad en una lista de invitados tan reducida.

Anna reía tumbada en el suelo. Sin resuello y entre hipidos, le dijo:

– ¿Con lo de «conocidos ocasionales» se refería a la pareja que Lars ha tenido desde hace más de veinte años?

– Exacto -respondió Erica, secándose las lágrimas, porque lloraba de risa-. La queja número cuatro era que yo me negaba a llevar su vestido de novia.

– Pero ¿habíais mencionado antes su vestido de novia? -La interrumpió Anna, que la miraba con los ojos como platos.

– Ni siquiera llegamos a hablar de su vestido… Pero lo vi en las fotografías de la boda de Lars y Kristina y, teniendo en cuenta que es un vestido de los años sesenta, que parece tejido a ganchillo y que termina justo debajo del trasero, ya podía haberse imaginado que no me interesaría llevarlo. Tan poco como Patrik querría dejarse las pobladas patillas y la abundante barba que su padre luce en la misma foto.

– Esa mujer está como una cabra -sentenció Anna, que ya había pasado de la risa a la estupefacción.

– Y… la razón número cinco, tararará tara… -intervino Erica imitando un toque de trompeta-. La número cinco es que exigía que su sobrino, el primo de Patrik, se encargase de amenizar la fiesta.

– ¿Ajá? Y ¿cuál es el problema? -preguntó Anna un tanto sorprendida.

Erica hizo una pausa teatral, antes de explicar:

– Su sobrino toca la nyckelharpa [3].

– ¡Anda ya! Estás de broma -respondió Anna, un tanto aterrada-. No hablarás en serio, ¿verdad? -Volvió a reír-. ¡Dios santo, me lo imagino! Una gran boda con todas las tías de Kristina apoyadas en sus andadores, tú con un vestido minifaldero de ganchillo, Patrik con patillas largas y el traje de su graduación y, lo último, aunque no menos importante, la nyckelharpa, instrumento imprescindible en cualquier fiesta. ¡Dios, qué guay! Pagaría cualquier cosa por presenciarlo.

– Sí, tú ríete -la recriminó Erica con una sonrisa-. Pero, tal y como están las cosas, no habrá boda, con el retraso que llevamos con los preparativos.

– Pues nada -replicó Anna resuelta mientras se sentaba a la mesa, lápiz y papel en mano-. Hagamos una lista ahora mismo, y nos ponemos manos a la obra. Y que no se crea Patrik que va a librarse. Tú no eres la única que se casa, ¿no? Os casáis los dos.

– Sí, claro, nos casamos los dos -respondió Erica, un tanto escéptica, pues no creía fácil sacar a Patrik de la confusión de que, en los preparativos de aquella boda, Erica era tanto directora de proyecto como soldado de a pie. De hecho, Patrik parecía creer que, una vez se hubo declarado, habían concluido sus obligaciones de tipo práctico y que, a partir de ahí, lo único que le quedaba por hacer era no llegar tarde a la iglesia.

– Veamos: buscar un grupo que toque en la fiesta. Esto… será cosa de Patrik -aseguró Anna encantada. Erica enarcó una ceja con expresión incrédula. Anna no se dejó distraer por ello y continuó con su lista.

– Buscar un frac para el novio. Esto… lo hará Patrik -Anna estaba muy concentrada en su tarea, y Erica, encantada de no tener que llevar las riendas por una vez.

– Pedir hora para la degustación del menú… lo hará Patrik.

– Oye, no creo que funcione… -comenzó Erica, pero Anna fingió no oírla siquiera.

– El vestido de novia… Sí, bueno, esto es cosa tuya, Erica, en lo del vestido has de poner algo de tu parte. ¿Qué te parece si mañana nos vamos las tres a Uddevalla, a ver qué tienen?

– Sí… -respondió Erica vacilante. Lo último que le apetecía en aquellos momentos era ir a probarse ropa. Los kilos de más que había acumulado durante el embarazo de Maja seguían ahí como una montaña inamovible, junto con los otros kilos que había ido añadiendo durante los últimos meses, pues, debido al estrés, no había tenido tiempo de reparar siquiera en lo que comía. Se detuvo mientras se llevaba a la boca el bollo que tenía en la mano y volvió a dejarlo en el plato. Anna dejó la lista y la miró.

– ¿Sabes? Si dejas de comer hidratos de carbono desde hoy hasta el día de la boda, perderás los kilos a toda velocidad.

– Anda ya, yo nunca he perdido kilos a ninguna velocidad digna de mención -respondió Erica con amargura. Una cosa era pensar una misma que le sobraban unos kilos y otra muy distinta que alguien te lo dijera. Pero, claro, Anna tenía razón. Algo debía hacer si quería verse guapa el día de su boda-. Vale, lo intentaremos -dijo a regañadientes-. Nada de bollos ni galletas ni golosinas, me olvidaré del pan y de la pasta de harina blanca y de todas esas cosas.

– Muy bien, pero, en cualquier caso, has de ir a buscar un vestido ya. Luego, si es necesario, pueden meterle un poco las costuras.

– Me lo creeré cuando lo vea -replicó Erica con voz apagada-. Pero tienes razón, podemos ir a Uddevalla mañana, en cuanto hayamos dejado a Emma y a Adrian en la guardería. Y ya veremos. Si no, tendré que casarme en chándal -dijo observándose con pesadumbre-. Bien, ¿y qué más? -preguntó suspirando y señalando con la cabeza la lista de Anna que, entusiasmada, seguía anotando y distribuyendo tareas a diestro y siniestro. Erica experimentó de pronto un cansancio indecible. Aquello no saldría bien, de ninguna manera.

Cruzaron la calle sin prisa. Hacía tan sólo cuatro días que Patrik y Martin recorrieron el mismo camino y no estaban muy seguros de lo que iban a encontrarse. Hacía cuatro días que Kerstin conocía la noticia de la muerte de su pareja. Cuatro días eternos, seguramente.

Patrik le dirigió a Martin una mirada inquisitiva antes de llamar al timbre. Como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos exhalaron un hondo suspiro con el que dejaron escapar parte de la tensión acumulada. En cierto modo, consideraban que era muy egoísta sentirse atormentado por visitar a personas que habían perdido a un ser querido; que era puro egoísmo sentir el menor malestar, cuando para ellos era mucho más fácil que para quienes se hallaban en pleno luto por la pérdida de un familiar. Claro que el malestar se debía a su miedo a decir una inconveniencia, a dar un mal paso que empeorase la situación, pese a que la lógica les decía que nada de lo que ellos pudiesen hacer agravaría un dolor que siempre resultaba invicto, imposible de asimilar.

Oyeron unos pasos acercándose por el pasillo y, al cabo de un instante, se abrió la puerta, pero al otro lado no estaba Kerstin, tal y como esperaban, sino Sofie.

– Hola -les dijo la muchacha con un hilo de voz y con la cara marcada por el llanto de varios días. La joven no se movió, de modo que Patrik se aclaró la garganta para tomar la palabra.

– Hola, Sofie. -Guardó silencio un instante, pero añadió enseguida-: Supongo que te acordarás de nosotros, Patrik Hedström y Martin Molin. -Miró a Martin y volvió a dirigirse a Sofie-. ¿Está en casa… Kerstin? Tendríamos que hablar con ella unos minutos.

Sofie se hizo a un lado, entró en el piso y llamó a Kerstin mientras Patrik y Martin aguardaban en el vestíbulo.

– ¡Kerstin! Ha venido la policía. Quieren hablar contigo.

Kerstin salió de una de las habitaciones. También ella tenía la cara hinchada y roja de tanto llorar. Se quedó en silencio a unos metros de donde se encontraban ellos y ni Patrik ni Martin sabían cómo abordar el tema. Finalmente, la mujer les dijo:

– ¿Quieren entrar?

Ambos asintieron, se quitaron los zapatos y la siguieron hasta la cocina. Sofie parecía querer acompañarlos, pero quizá Kerstin intuyó que el tema que iban a tratar no era apropiado para ella, porque le hizo un gesto disuasorio y casi imperceptible. Sofie pareció dispuesta a ignorarlo, pero luego se encogió de hombros, se metió en su cuarto y cerró la puerta. Ya se lo harían saber en su momento; ahora Patrik y Martin querían hablar a solas con Kerstin.

Patrik fue derecho al grano y comenzó en cuanto se hubieron sentado.

– Verá, hemos encontrado una serie de… anomalías en torno al accidente de Marit.

– ¿Anomalías? -repitió Kerstin mirando sin comprender a Patrik y a Martin alternativamente.

– Sí… -continuó Martin-. Existen ciertas… lesiones que probablemente no puedan atribuirse al accidente.

– ¿Probablemente? -volvió a repetir Kerstin-. ¿No lo saben?

– No, aún no estamos seguros -confesó Patrik-. Sabremos más cuando el forense haya enviado el informe definitivo, pero por ahora tenemos los interrogantes suficientes como para hacerle algunas preguntas más. Queremos saber si existe algún motivo para creer que alguien hubiese querido hacerle daño a Marit.

Patrik vio que Kerstin se estremecía. Más que verlo, sintió que una idea cruzaba por su cabeza, una idea que la mujer desechó enseguida. Pero precisamente aquella idea era la que él debía abordar.

– Si sabe de alguien que pudiera querer causarle daño a Marit, debe contárnoslo. Al menos, para que podamos excluir a la persona en cuestión como sospechosa.

Patrik y Martin la observaban tensos. La mujer parecía estar debatiéndose en su interior y ambos guardaron silencio para darle tiempo a formular su respuesta.

– Bueno, durante un tiempo, recibimos unas cartas -respondió despacio y a disgusto.

– ¿Cartas? -preguntó Martin lleno de curiosidad.

– Pues sí… -Kerstin hacía girar el anillo de oro que llevaba en el anular izquierdo-. Nos pasamos cuatro años recibiendo cartas.

– ¿Cuál era el contenido de esas cartas?

– Amenazas, comentarios sucios, cosas sobre nuestra relación.

– Es decir, las remitía alguien que aludía a… -Patrik dudaba preguntándose en qué términos formular la pregunta-… a la naturaleza de la relación que ustedes mantenían.

– Sí -respondió Kerstin incómoda-. Alguien que sabía o sospechaba que éramos algo más que amigas y que… -Ahora le tocó a ella el turno de vacilar y de elegir los términos-… que lo «desaprobaba» -añadió al cabo.

– ¿En qué consistían las amenazas? ¿Eran graves? -Martin iba anotando cuanto decían. Verdaderamente, aquello no contradecía los indicios que

indicaban que la muerte de Marit no había sido un accidente.

– Sí, eran muy graves. Decían que la gente como nosotras era repugnante, que éramos repugnantes para la naturaleza. Que la gente como nosotras merecía morir.

– ¿Con qué frecuencia las recibían?

Kerstin hizo memoria. Seguía nerviosa, dándole vueltas al anillo una y otra vez.

– Puede que unas tres o cuatro al año. Unos años más, otros menos. No parecían seguir un patrón. Era más bien como si a la persona en cuestión le diera un arrebato de pronto, no sé si me entienden.

– ¿Por qué no lo denunciaron nunca a la policía? -preguntó Martin levantando la vista del bloc de notas. Kerstin exhibió media sonrisa.

– Marit se negaba. Temía que eso empeorase las cosas. Que se armaría un gran escándalo y que nuestra… relación se haría pública.

– ¿Y ella no quería? -preguntó Patrik justo antes de recordar que eso fue lo que, según les contó Kerstin, había provocado la disputa que hizo que Marit saliese aquella noche. La noche en la que nunca regresó.

– No, no quería -repitió Kerstin en tono monocorde-. Pero guardamos las cartas. Por si acaso. -Kerstin se levantó.

Patrik y Martin se miraron atónitos. Ni siquiera se les había ocurrido preguntárselo. Era más de lo que jamás se habrían atrevido a esperar. Quizá pudiesen encontrar pruebas físicas que los condujesen al remitente de aquellas misivas.

Kerstin volvió con un grueso fajo de cartas protegidas por una bolsa de plástico. Las esparció sobre la mesa, delante de Patrik y Martin. Temeroso de destruir las pruebas, más de lo que ya lo habían hecho las manos del cartero y de Kerstin y Marit, Patrik las empujó cuidadoso con un lápiz. Las cartas seguían en los sobres y, al pensar que quizá hallasen una prueba definitiva en el ADN de la saliva con la que el remitente pegó los sellos, sintió que se le aceleraba aún más el corazón.

– ¿Podemos llevárnoslas? -preguntó Martin, también esperanzado al ver las cartas.

– Sí, claro, llévenselas -asintió Kerstin en tono cansino-. Llévenselas y quémenlas después.

– Pero, salvo las cartas, ¿no habían recibido ninguna otra amenaza?

Kerstin se había sentado de nuevo y era evidente que le costaba decidirse.

– No sé si… -añadió vacilante-. A veces llamaba alguien, pero cuando cogíamos el teléfono, la persona que llamaba no decía ni una palabra, sino que se quedaba en silencio hasta que colgábamos. Lo cierto es que intentamos averiguar el número, pero al parecer pertenecía a un móvil con tarjeta de prepago, así que no pudimos saber quién era el propietario.

– Y ¿cuándo fue la última vez que recibieron una de esas llamadas? -preguntó Martin expectante, con el bolígrafo preparado.

Kerstin hizo memoria.

– Pues… ¿cuándo sería? Hace dos semanas, más o menos -respondió sin dejar de girar el anillo en el dedo.

– Y, a excepción de las llamadas, ¿nada más? ¿Ninguna otra persona que hubiese querido hacerle daño a Marit? Por cierto, ¿cómo era la relación con su ex marido?

Kerstin se tomó su tiempo antes de contestar. Tras echar una ojeada al pasillo para asegurarse de que la puerta del dormitorio de Sofie seguía cerrada, dijo:

– Al principio era una tortura, bueno, lo fue durante bastante tiempo, la verdad. Pero este último año la cosa ha estado más tranquila.

– ¿Puede explicarnos en qué sentido era una tortura? -Patrik preguntaba y Martin no dejaba de tomar notas.

– Se negaba a aceptar que Marit lo hubiese abandonado. Llevaban juntos desde la adolescencia y, bueno, según Marit, hacía muchos años que su relación no era buena, si alguna vez lo fue. A ella le sorprendió lo violentamente que reaccionó Ola cuando le confesó que quería irse de casa. Pero Ola… -Se detuvo dubitativa-. Ola es un hombre que necesita ejercer control. Todo ha de estar limpio y en orden, y el hecho de que Marit lo abandonase perturbaba ese orden. Yo creo que era más bien eso lo que lo irritaba, no el hecho de perderla.

– ¿Llegó a agredirla físicamente?

– No -respondió Kerstin algo insegura. Una vez más, miró temerosa hacia la puerta de Sofie-. Aunque, claro, eso depende de qué entendamos por físicamente. Creo que nunca la golpeó, pero sí sé que le tiró del brazo en alguna ocasión y que le dio algún empujón y cosas así.

– Y ¿cómo lograron ponerse de acuerdo con respecto a Sofie?

– Sí, bueno, era uno de los temas sobre los que discutían sin cesar al principio. Marit se mudó conmigo enseguida y, aunque el tipo de relación que manteníamos no se conocía abiertamente, tenía sus sospechas. Y se mostraba totalmente en contra de que Sofie estuviera aquí. Intentaba sabotear el tiempo que pasaba con nosotras, venía a recogerla mucho antes de lo acordado y eso.

– Pero luego, la cosa se arregló, ¿no? -preguntó Martin.

– Sí, por suerte Marit no cedió un ápice en ese punto y, al final, Ola comprendió que no tenía nada que hacer. Lo amenazó con involucrar a las autoridades y entonces Ola terminó por rendirse. Pero nunca le gustó demasiado que Sofie viniese aquí.

– ¿Y Marit le explicó alguna vez el tipo de relación que mantenían ustedes?

– No. -Kerstin meneó la cabeza con vehemencia-. ¡Era tan obstinada al respecto! Según decía, no le incumbía a nadie. Ni siquiera quería contárselo a Sofie. -Kerstin sonrió y meneó la cabeza, aunque más despacio, retardando el movimiento-. Pero Sofie es más lista de lo que creía Marit. Hoy mismo me ha contado que no se dejó engañar ni un segundo por nuestros intentos de escondernos. ¡Dios santo! Nos hemos pasado años cambiando las cosas de habitación e intentando besarnos discretamente en la cocina, como unas adolescentes.

Kerstin rompió a reír y Patrik se percató, admirado, de que su semblante parecía más dulce cuando reía. Luego volvió a adoptar una expresión grave.

– Pero, de todos modos, me cuesta creer que Ola tenga algo que ver con la muerte de Marit. Ya hacía tiempo que no discutían y… bueno, no sé. Sencillamente, no me parece verosímil.

– Y la persona que llamaba y les escribía, ¿no tiene ni idea de quién pudiera ser? ¿No habló ella de ningún cliente de la tienda que mostrase un comportamiento extraño o algo parecido?

Kerstin se esforzó por recordar durante unos minutos, pero terminó por negar despacio con la cabeza.

– No, la verdad es que no recuerdo a nadie. Quizá ustedes tengan más suerte -dijo señalando el montón de cartas.

– Sí, esperemos que así sea -asintió Patrik volviendo a guardar las cartas cuidadosamente en la bolsa. El y Martin se levantaron-. Entonces, podemos llevarnos las cartas, ¿verdad?

– Sí, desde luego, no quiero volver a verlas nunca más.

Kerstin los acompañó hasta la puerta y les estrechó la mano al despedirse.

– ¿Me avisarán cuando sepan algo definitivo sobre…? -Kerstin no terminó la pregunta. Patrik asintió.

– Sí, le prometo que la llamaré en cuanto sepamos algo más. Gracias por dedicarnos su tiempo en estos momentos tan… difíciles.

La mujer asintió sin más y cerró la puerta. Patrik miró la bolsa que llevaba en la mano.

– ¿Qué te parece si enviamos hoy mismo un paquetito al laboratorio de criminalística? -le preguntó.

– Me parece una idea excelente -convino Martin, ya camino de la comisaría. Ahora, al menos, tenían por dónde empezar.

Pues sí, tenemos grandes esperanzas en este proyecto. Empezáis a emitir el lunes, ¿no?

– Sí señor, entonces será el gran día -respondió Fredrik obsequiando a Erling con una amplia sonrisa.

Estaban en la gran sala del Consejo Municipal, en una pequeña sección con una mesa rodeada de sillones. Aquélla fue una de las primeras medidas de Erling, cambiar el aburrido mobiliario de las dependencias municipales por muebles de verdad, con clase y de calidad. No le había costado el menor trabajo colar aquella factura en la contabilidad. ¿Acaso no iban a poder comprar mobiliario de oficina?

La piel del sillón rechinó un poco cuando Fredrik cambió de postura, antes de continuar:

– Estamos muy satisfechos con las grabaciones que hemos hecho hasta ahora. Bueno, no puede decirse que haya mucha acción, pero es buen material para presentar a los participantes, para marcar el tono, vamos. Luego ya es cosa nuestra conseguir que surjan desavenencias, a ver si recibimos críticas como es debido. Creo que mañana por la tarde se celebra aquí una fiesta o algo así, puede ser un buen escenario en el que empezar. O mucho me equivoco, o los participantes animarán el ambiente de lo lindo.

– Sí, bueno, nosotros queremos que Tanum suene en los medios tanto como sonaron Amal y Töreboda. -Erling daba caladas a su cigarro sin dejar de observar al productor a través de la cortina de humo-. ¿Seguro que no quieres un habano? -le preguntó señalando con la cabeza el estuche que había sobre la mesa. El humidor, como él solía decir, con acento en la o. Aquello era importante, claro. Sólo los aficionados guardaban sus habanos en una caja cualquiera. Los verdaderos entendidos, en cambio, tenían humidores.

Fredrik Rehn meneó la cabeza.

– No, gracias, yo me limito a fumar palillos de veneno normales y corrientes -respondió sacando del bolsillo un paquete de Marlboro antes de encender un cigarrillo. El humo empezaba a adensarse en torno a la mesa.

– En fin, no necesito decir lo importante que es que tengamos verdadera difusión en las próximas semanas. -Erling dio otra calada-. Amal ocupó las primeras páginas como mínimo una vez a la semana durante el período de grabación del programa, y Tóreboda incluso mucho después. Espero que nosotros tengamos la misma cobertura, como mínimo -dijo utilizando el puro para subrayar sus palabras.

El productor no se dejó amedrentar. Estaba acostumbrado a tratar con jefes de programación seguros de sí mismos y no le asustaba uno venido a menos que se había convertido en obispillo de un pueblucho de nada.

– Habrá titulares, habrá titulares. Si la cosa no marcha, echaremos algo de leña al fuego y asunto concluido. Créeme, sabemos exactamente qué botones pulsar con esta gente. No son muy complicados que digamos -aseguró entre risas, que Erling coreó sin dudar. Fredrik continuó-: En realidad, la cuenta es muy sencilla. Juntamos a un grupo de jóvenes imbéciles y ansiosos de salir en televisión, añadimos un montón de alcohol y de cámaras siempre grabando a su alrededor. Duermen poco, comen mal y se hallan siempre bajo la presión que ejercemos nosotros y los televidentes para que hagan algo, para que se hagan notar. Si no lo consiguen, ya se pueden ir olvidando de darse paseos por los bares, de colarse para entrar en los clubes nocturnos, de verse rodeados de tías a todas horas o de que les paguen por posar desnudos. Créeme, están lo bastante motivados como para provocar titulares y generar buenos niveles de audiencia, y nosotros tenemos las herramientas adecuadas para ayudarles a canalizar esa energía.

– Bueno, parece que sabes lo que haces. -Erling se inclinó y golpeó el puro contra el borde del cenicero para hacer caer una larga columna de ceniza-. Aunque admito que no comprendo cuál es la gracia de estos programas. Jamás se me ocurriría verlo si no tuviera un interés tan particular justo en este programa. Los que se hacían antes, ésos sí eran programas de televisión. Aquello sí que era televisión de calidad. Här är ditt liv, Gäster med gester, Gäst hos Hagge… . [4] Ya no quedan presentadores como Lasse Holmqvist y Hagge Geigert.

Fredrik Rehn contuvo un impulso de hacer un gesto de desprecio. ¡Que los carcamales anduviesen siempre dando la murga con lo buenos que eran antes los programas de la televisión! Pero, si los sentaban delante de uno de esos espacios con el tal Hagge o como se llamara, no tardarían ni diez minutos en dormirse. Eran soporíferos. Sin embargo, sonrió a Erling como si estuviese completamente de acuerdo con él, pues le interesaba tenerlo de su lado.

– Se sobreentiende que aquí no queremos que nadie corra peligro ni lo pase mal -prosiguió Erling con el ceño fruncido. Un ceño que le había sido de gran utilidad durante sus años de jefazo. En efecto, después de no poco entrenamiento, había conseguido que pareciese auténtico.

– Desde luego que no -convino el productor, intentando parecer tan preocupado e interesado como Erling-. Estamos muy pendientes de cómo se encuentran los participantes e incluso hemos contratado los servicios de un profesional con el que podrán hablar mientras estén aquí.

– Y ¿a quién habéis recurrido? -preguntó Erling al tiempo que dejaba el habano, del que no quedaba ya más que una porción minúscula.

– Pues tuvimos la fortuna de dar con un psicólogo que se ha mudado a Tanum recientemente. A su mujer la han trasladado a la comisaría de aquí. Resulta que tiene una trayectoria profesional impecable, así que tuvimos suerte. Hablará con los participantes, tanto de forma individual como en grupo, un par de veces a la semana.

– Estupendo, estupendo -se congratuló Erling asintiendo-. Nos preocupa muchísimo que todos se encuentren bien -insistió con una sonrisa paternal.

– En ese punto, estamos totalmente de acuerdo -respondió el productor devolviéndole la sonrisa. Pero la suya no fue tan paternal.

Calle Stjernfelt miraba con repugnancia los restos de comida de los platos. Allí estaba, sin saber qué hacer, con la mascarilla en una mano y el plato en la otra.

– ¡Joder, qué cosa más asquerosa! -exclamó sin apartar la vista de los restos de patata, salsa y carne, mezclados hasta formar un mejunje imposible de identificar-. Oye, Tina, ¿cuándo vamos a cambiar de puesto, eh? -le preguntó con frustración cuando la joven salió de la cocina y pasó ante él con dos platos de comida elegantemente servidos.

– Por mí, jamás -le soltó mientras empujaba la puerta con la cadera.

– ¡Vaya mierda! ¡Esto es odioso! -rugió Calle arrojando el plato en el fregadero, cuando una voz que resonó a su espalda lo sobresaltó de pronto.

– Oye, si rompes algo te lo descontamos del sueldo. -Günther, el jefe de cocina del restaurante Gestgifveriet de Tanumshede lo miraba con encono.

– Si te has creído que estoy aquí por el salario, estás muy equivocado -le espetó Calle-. Para que lo sepas, en Estocolmo gasto yo más en una noche de lo que tú ganas al mes -añadió antes de, con gesto desafiante, soltar otro plato en el fregadero. El plato se quebró y Calle miró a Günther retándolo a actuar. Por un instante, pareció que el jefe de cocina iba a reprender al joven, pero echó una ojeada a las cámaras y, protestando entre dientes, se puso a remover las salsas que hervían en los fogones.

Calle sonrió con desprecio. Las cosas no cambiaban, aunque uno cambiase de lugar. Tanumshede o la plaza de Stureplan en Estocolmo, tanto daba. Money talks. Todos acudían donde estaba el dinero. El había crecido en ese ambiente y había aprendido no sólo a vivir con el orden del mundo que implicaba tal premisa, sino también a apreciarlo. ¿Por qué no? A él sólo le reportaba ventajas. Y no tenía la culpa de haber nacido en un mundo en el que mandaba el dinero. La única vez que vio que esas reglas no funcionaron fue en la isla. Su solo recuerdo lo ponía de mal humor.

Calle abrigaba grandes expectativas cuando entró en Robinson. Estaba acostumbrado a ganar y, desde luego, eliminar a una pandilla de paletos imbéciles no supondría ningún problema.

Ya se sabía qué clase de gente participaba en ese programa. Desempleados, mozos de almacén y peluqueras. Para alguien como él sería pan comido dejarlos a todos fuera de juego. Pero la realidad resultó muy distinta y sorprendente. Sin la posibilidad de sacar la cartera, sin la posibilidad de brillar como un astro, comprendió que existían otros factores que podían ser decisivos. Cuando se acabó la comida, y la mugre y las pulgas tomaron el mando, no tardó en verse reducido a un cero a la izquierda, a un don nadie. Fue una experiencia verdaderamente dolorosa. Lo descalificaron sin darle la oportunidad de pasar a la votación. De repente, se vio obligado a enfrentarse al hecho de que no le gustaba a la gente. Tampoco es que fuese el chico más popular y apreciado de todo Estocolmo, pero al menos allí la gente lo trataba con respeto y admiración. Y claro que le doraban la píldora a conciencia para poder compartir con él los momentos en que corría el champán y había montones de tías entre las que elegir. En la isla, en cambio, ese mundo se le antojaba remoto y, al final, ganó un inútil de Smáland. Un carpintero de mierda a cuyos pies todos se rindieron porque lo encontraban tan genuino, tan sincero, tan del pueblo. Menudos imbéciles. Desde luego, la experiencia de la isla era un recuerdo que deseaba olvidar tan pronto como fuese posible.

Ahora, en cambio, todo sería muy distinto. Aquí se hallaba más en su elemento. Bueno, quizá no exactamente allí, delante del fregadero, pero en este programa tendría la oportunidad de demostrar que era alguien. Aquí sí eran importantes su dialecto del selecto barrio de Östermalm, el pelo peinado hacia atrás y la ropa de marca. Aquí no se vería obligado a andar de un lado para otro medio desnudo como un salvaje ni a confiar en un personaje de poca monta. Aquí podía dominar. Con gesto díscolo, cogió otro plato sucio de la pila y empezó a enjuagarlo. Hablaría con el jefe de producción para que lo cambiaran al puesto de Tina. Aquello no se correspondía en absoluto con su imagen.

Como una respuesta ambulante a su razonamiento, Tina volvió a aparecer por la puerta.

La joven se apoyó contra la pared, se quitó los zapatos y encendió un cigarrillo.

– ¿Quieres uno? -le preguntó ofreciéndole el paquete.

– Sí, qué coño -respondió Calle apoyándose como ella.

– Se supone que aquí no podemos fumar, ¿no? -preguntó Tina expulsando el humo.

– Claro que no -respondió Calle antes de formar un anillo que rodeó la bocanada de Tina.

– ¿Cómo crees que irá lo de esta noche? -le preguntó Tina.

– ¿Te refieres a lo de la discoteca o lo que sea?

– Sí, exacto -se rió la joven-. Creo que no he estado en una «discoteca» desde que iba al instituto -aseguró mientras estiraba los dedos de los pies, que, tras un par de horas aprisionados en unos zapatos de tacón, sentía doloridos.

– Pues creo que será divertido. Aquí somos los reyes. La gente vendrá sólo para vernos. ¿Cómo no va a ser divertido?

– Ya, bueno, pensaba preguntarle a Fredrik si no puede conseguir que me dejen cantar.

Calle se echó a reír.

– ¿Qué dices? No hablarás en serio, ¿verdad? Tina lo miró dolida.

– ¿Tú crees que yo hago esto por lo entretenido que es? Tengo que apostar fuerte. Llevo varios meses recibiendo clases de canto y, después de mi participación en el programa El bar, las discográficas se mostraron muy interesadas.

– O sea, que ya tienes contrato para grabar un disco, ¿no? -le preguntó Calle con ironía antes de dar otra calada.

– No… Se jodió, vamos. Pero, según mi manager, es que no era el momento. Y tenemos que encontrar un tema con garra que me dé un perfil. Además, va a intentar que me fotografíe Bingo Rimer.

– ¿A ti? -Calle se carcajeó implacable-. Yo creo que Barbie tiene más posibilidades que tú, vamos… Tú no tienes sus… -Calle paseó la mirada por su cuerpo, antes de rematar la frase-… sus atributos.

– ¿Pero qué dices? Yo tengo tan buen tipo como esa muñeca hinchable. Sólo tengo menos tetas, pero sólo un poco. -Tina arrojó la colilla al suelo y la aplastó irritada con el tacón-. Y además, estoy ahorrando para ponérmelas nuevas -añadió mirando a Calle retadora-. Diez mil más y podré usar un sujetador de la talla 100.

– Sí, sí, buena suerte -respondió Calle, apagando él también el cigarrillo en el suelo. Y en ese preciso momento volvió Günther. Su cara adquirió un tono más rojizo que el que le había provocado el vapor de las cacerolas.

– ¿Estáis fumando aquí dentro? ¡Está prohibido, prohibidísimo, totaaaaalmente prohibido! -El jefe de cocina hizo unos cuantos molinetes con los brazos, a lo que Tina y Calle se miraron y se echaron a reír. Aquel tío era una caricatura. A regañadientes, retomaron sus tareas. Las cámaras habían captado toda la escena.


Los mejores momentos eran aquellos en que se sentaban juntos, muy juntos. Los momentos en que ella sacaba el libro. El crujir de las hojas a medida que las iba pasando despacio, el olor de su perfume, la sensación de la suave tela de su blusa en la mejilla. En esos momentos, las sombras se mantenían apartadas. Todo aquello que había en el exterior y que les causaba temor y atracción a un tiempo dejaba de ser importante. Su voz, que ascendía y descendía en dóciles ondas. A veces, si estaban cansados, uno de los dos, o incluso ambos, se dormía en sus rodillas. Lo último que recordaban antes de que el sueño se apoderase de ellos era el relato, el rumor del papel y los dedos de ella acariciándoles el cabello.

Se trataba de un relato que habían oído cientos de veces. Se lo sabían de memoria y, pese a todo, cada vez que lo escuchaban, les sonaba nuevo. En ocasiones observaba a su hermana mientras escuchaba con la boca entreabierta y los ojos fijos en las páginas del libro. El cabello le caía como una cascada por la espalda, sobre el camisón. El solía cepillarle la melena todas las noches. Era su misión.

Cuando ella les leía, se disipaba el deseo de cruzar la puerta cerrada y salir al mundo del otro lado. En esos momentos no existía más que un mundo lleno de color y de aventuras, plagado de dragones, príncipes y princesas. No una puerta cerrada. No dos puertas cerradas.

El recordaba vagamente que, al principio, tenía miedo. Ya no. No ahora que ella olía tan bien y la sentía tan suave y su voz subía y bajaba de un modo tan rítmico. No ahora que sabía que ella lo protegía. No ahora que sabía que él era un pájaro cenizo.

Patrik y Martin llevaban un par de horas en la comisaría dedicándose a otros asuntos, a la espera de que Ola volviese a casa del trabajo. Sopesaron la posibilidad de ir allí y hablar con él directamente, pero decidieron esperar hasta las cinco, hora a la que concluiría su jornada laboral en la empresa Inventing. No existía razón alguna para exponerlo a una avalancha de preguntas por parte de sus compañeros de trabajo. De hecho, Kerstin les aseguró que no creía que Ola tuviese nada que ver con las cartas y las llamadas anónimas. Patrik no estaba tan seguro. Necesitaría suficientes pruebas de que así era, antes de desechar la idea. El montón de cartas había salido con destino al laboratorio de criminalística a última hora de la mañana y, además, había solicitado acceso a las listas de abonados que llamaron a Kerstin y a Marit en los períodos en que recibieron las llamadas anónimas.

Parecía que Ola acababa de salir de la ducha cuando les abrió la puerta. Había tenido tiempo de vestirse, pero aún llevaba el pelo mojado.

– ¿Sí, de qué se trata? -preguntó impaciente. Ya no quedaba ni rastro de la expresión de dolor que habían advertido el lunes, cuando le comunicaron que su ex mujer había muerto. O, por lo menos, no tan patente como la que observaron en la segunda visita a Kerstin.

– Queríamos hablar de nuevo con usted unos minutos.

– ¿Ajá? -respondió Ola, aún impaciente y con expresión inquisitiva.

– Bueno, se trata de algunas circunstancias relacionadas con la muerte de Marit.

Al parecer, Ola lo entendió enseguida, porque se apartó a un lado y les indicó que entrasen.

– Pues está bien que hayan venido, porque yo pensaba llamarlos.

– ¿Ah, sí? -preguntó Patrik al tiempo que se sentaba en el sofá. En esta ocasión, Ola no los condujo a la cocina, sino que les señaló el tresillo que había en la sala de estar.

– Sí, quería saber si pueden expedir una orden de alejamiento y prohibición de visitas.

Ola se sentó en un gran sillón de piel y cruzó las piernas.

– Ajá -intervino Martin con una rauda mirada inquisitiva a Patrik-. Y ¿contra quién querría que se redactara dicha orden?

En los ojos de Ola brilló un destello.

– Por el bien de Sofie, contra Kerstin.

Ni Patrik ni Martin mostraron la menor sorpresa.

– ¿Y eso por qué, si puede saberse? -preguntó Patrik aparentando calma.

– ¡No hay razón alguna para que Sofie vaya a casa de esa… de esa… persona! -respondió Ola con tanta animadversión que los salpicó a ambos de saliva. Se inclinó y, con los codos apoyados en las piernas, continuó-: Sofie ha ido hoy a verla. Cuando llegué a casa para el almuerzo, su mochila no estaba. Y he llamado a sus amigos. Seguro que se ha ido a casa de esa… bollera. Tendrá que haber alguna forma de impedírselo, ¿no? Quiero decir que, pienso mantener una conversación seria con Sofie cuando llegue a casa, por supuesto, pero debe existir una vía legal para impedir que la vea, ¿verdad? -Ola miraba alternativamente a Patrik y a Martin, exigiendo una respuesta.

– Pues… yo creo que será difícil -respondió Patrik, que veía cada vez más confirmadas sus sospechas. Aquello de lo que querían hablar con Ola se les antojaba no sólo posible, sino perfectamente verosímil.

– La prohibición de visitas es una medida muy severa y no creo que sea aplicable en este caso -afirmó Patrik sin dejar de observar a Ola, que se mostraba claramente indignado.

– Pero, pero… -balbució Ola-. ¿Qué coño se supone que puedo hacer? Sofie tiene quince años y, si se niega a hacerme caso, no puedo encerrarla. Y esa mierda de… -Se tragó el insulto, aunque no sin dificultad-. Seguro que no va a colaborar. Cuando Marit vivía, me vi obligado a aguantar a esa… pero que tenga que seguir soportando esa mierda ahora, ¡no, hombre, de eso nada! -rugió estampando en la mesa tal puñetazo que Patrik y Martin dieron un respingo en sus asientos.

– En otras palabras, no aprueba el estilo de vida por el que optó su ex mujer, ¿no es eso?

– ¿Que optó por un estilo de vida, dice? -resopló Ola-. De no haber sido por esa puerca que le llenó a Marit la cabeza de grillos, esto jamás habría ocurrido. Marit, Sofie y yo aún estaríamos juntos. ¡Pero no! Marit no sólo destruyó su familia y nos abandonó a mí y a Sofie, sino que, además, ¡nos convirtió en el hazmerreír de todos! -Ola meneó la cabeza, como si aún le costase creerlo.

– ¿Le demostró su disconformidad de alguna manera? -preguntó Patrik insidioso. Ola lo miró suspicaz.

– ¿Qué quiere decir? Desde luego, nunca oculté lo que pensaba sobre el hecho de que Marit nos abandonase. Sin embargo, he sido muy discreto a la hora de hablar de los motivos. Que tu esposa se pase al equipo contrario no es algo que uno quiera ventilar. Verse abandonado por una tía… No es nada de lo que uno pueda ir pavoneándose por ahí, precisamente. -Intentó reír, pero la amargura tornó su risa en algo mucho más ominoso.

– Ya, pero… ¿no tomó ninguna medida en contra de su ex mujer y de Kerstin?

– No entiendo qué quiere insinuar -respondió Ola entornando los ojos.

– Nos referimos a una serie de cartas amenazadoras y llamadas telefónicas intimidatorias -respondió Martin.

– ¿Quién? ¿Yo? -Ola abrió los ojos de par en par. No resultaba fácil juzgar si su asombro era sincero o fingido-. Y, además, ¿qué importancia podría tener eso? Quiero decir, puesto que la muerte de Marit fue consecuencia de un accidente.

Patrik decidió aguardar unos minutos antes de corregir su afirmación. No quería revelar cuanto sabían de golpe, sino que prefería hacerlo poco a poco.

– Alguien les estuvo enviando cartas anónimas y llamándolas por teléfono, también amparándose en el anonimato.

– Ya, bueno, a mí no me parece sorprendente -respondió Ola con una sonrisa-. Ese tipo de personas suelen atraer sobre sí esa clase de atención. Puede que en las grandes ciudades se tolere, pero aquí no.

Patrik estaba a punto de desmayarse ante el exceso de prejuicios que demostraba aquel hombre. Le costó contener el impulso de agarrarlo por la camisa y decirle cuatro verdades. El único consuelo era que, a medida que hablaba, Ola iba cavando su propia tumba.

– Es decir, que no es usted el autor de las cartas ni de las llamadas, ¿no? -preguntó Martin con la misma expresión de desprecio mal disimulada.

– No, jamás me rebajaría a algo semejante. -Ola les sonrió con superioridad. Estaba tan seguro de sí mismo, y de su casa tan limpia y tan ordenada… Patrik sentía un deseo irrefrenable de alterar tanto orden.

– En ese caso, no pondrá objeción alguna a que le tomemos las huellas dactilares, ¿verdad? Para compararlas con las que el laboratorio científico encuentre en los sobres, claro.

– ¿Mis huellas dactilares? -Su sonrisa se esfumó en un instante-. No lo entiendo. ¿Por qué indagar en eso ahora? -preguntó claramente preocupado. Patrik se carcajeó para sus adentros y una breve ojeada a la cara de Martin le reveló que también su colega disfrutaba de la situación.

– Primero, responda a la pregunta. ¿O puedo dar por sentado que no tiene inconveniente en dejarnos sus huellas? Así podremos descartarlo.

Ola empezó a retorcerse en el sillón de piel. Miró vacilante de un lado a otro y se puso a ordenar los objetos que había sobre la mesa de cristal. En opinión de los dos policías, aquello estaba ya en perfecto orden, pero al parecer Ola no compartía su parecer, pues lo fue desplazando todo unos milímetros aquí y otros milímetros allá, hasta que todo estuvo lo bastante recto como para que se serenase.

– Pues… -comenzó indeciso, como queriendo retardar su respuesta-. Bueno, he de confesarlo, entonces -dijo al fin, de nuevo con una sonrisa en los labios. Se retrepó con aire de haber recuperado el equilibrio que parecía haber perdido por un instante-. Sí, será mejor decir la verdad. Es cierto que les envié unas cartas y las llamé unas cuantas veces. Claro que fue una tontería, pero esperaba que Marit tomase conciencia de que la situación era insostenible y que recobrase el sentido común. Hubo un tiempo en que nosotros estábamos estupendamente. Y podíamos volver a estarlo. Pero tenía que abandonar aquel disparate y dejar de ponerse en ridículo a sí misma y al resto de la familia. Sobre todo por Sofie. Imagínense, si hubieran tenido que ir a la escuela con semejante equipaje. Los compañeros les habrían machacado. Marit tenía que comprenderlo. No funcionaría, sencillamente, aquello no funcionaría.

– Y, sin embargo, llevaba cuatro años funcionando, así que no parecía que tuviese mucha prisa por volver con usted -observó Patrik con fingida dulzura.

– Bueno, era cuestión de tiempo, simple cuestión de tiempo. -Ola empezó a trajinar de nuevo con los objetos de la mesa. De pronto, se dirigió vehemente a los dos policías-. Pero, bueno, lo que no entiendo es qué importancia puede tener eso ahora. Marit está muerta y, si Sofie y yo nos libramos de esa mujer, podremos seguir adelante. ¿Por qué hurgar en eso ahora?

– Porque hay una serie de indicios que apuntan a que la muerte de Marit no fue fruto de un accidente.

Un siniestro silencio inundó la sala de estar. Ola los miraba perplejo.

– ¿Que no fue… un accidente? -El hombre los miraba nervioso de hito en hito-. ¿Qué están insinuando? ¿Que alguien…? -Dejó la pregunta inconclusa. Si su sorpresa no era auténtica, podía afirmarse que era un gran actor. Patrik habría dado casi cualquier cosa por saber lo que pasaba por la mente de Ola en aquellos momentos.

– Sí, creemos que pudo haber alguien involucrado en la muerte de Marit. Sabremos más dentro de muy poco, pero por ahora… usted es nuestro principal candidato.

– ¿Yo? -preguntó Ola sin dar crédito a lo que acababa de oír-. Pero… si yo jamás le haría daño a Marit. ¡Yo la quería! ¡Yo sólo quería que volviéramos a ser una familia!

– Ya, y movido por ese gran amor, la amenazaba a ella y a su chica -sentenció Patrik rezumando sarcasmo.

Ola se estremeció al oír la expresión «su chica».

– Es que… ¡ella no lo entendía! Seguro que sufrió una especie de crisis de los cuarenta, las hormonas se le dispararon y, de alguna manera, eso le afectó al cerebro y por eso lo tiró todo por la borda. Llevábamos veinte años juntos, ¿se imaginan? Nos conocimos en Noruega cuando teníamos dieciséis y yo creía que siempre estaríamos juntos. Superamos juntos un montón de… -Se detuvo un instante, como si dudase, antes de reanudar su alegato-:… problemas cuando éramos jóvenes y teníamos todo lo que queríamos. Y luego, de pronto… -Ola había ido levantando la voz y ahora alzó los brazos en un gesto de impotencia, claro indicio de que aún no entendía lo que había sucedido hacía cuatro años.

– ¿Dónde estuvo la noche del pasado domingo?

Patrik aguardaba una respuesta con expresión grave.

Ola le sostenía la mirada incrédulo.

– ¿Me está preguntando si tengo una coartada? ¿Es eso? ¿Quiere que le dé mi puñetera coartada del domingo, es eso?

– Sí, eso es -respondió Patrik con absoluta serenidad.

Ola pareció estar a punto de perder la compostura, pero se controló.

– Estuve en casa toda la tarde. Yo solo. Sofie pasaba la noche en casa de una amiga, de modo que no hay nadie que pueda atestiguarlo. Pero así fue. -Los miró retador.

– ¿Nadie con quien hablara por teléfono siquiera? ¿Ni un vecino que llamase a su puerta para pedirle un favor? -preguntó Martin.

– Nadie -repitió Ola.

– Vaya, pues eso no es nada bueno -comentó Patrik lacónico-. Significa que, si se confirma que la muerte de Marit no fue un accidente, usted sigue siendo sospechoso.

Ola rió con amargura.

– O sea, que ni siquiera están seguros. Y aun así vienen aquí y me exigen que presente una coartada -constató meneando la cabeza con displicencia-. Que me ahorquen si están en sus cabales. -Ola se puso de pie-. Creo que deberían marcharse.

Patrik y Martin se levantaron también.

– Sí, en realidad ya habíamos terminado. Pero es posible que volvamos.

Ola rió de nuevo.

– Sí, seguro que sí. -Dicho esto, se encaminó a la cocina y no se molestó en despedirse siquiera.

Patrik y Martin salieron sin que los acompañase a la puerta. Ya en la calle, se detuvieron de pronto.

– Bueno, ¿tú qué crees? -preguntó Martin subiéndose un poco más la cremallera para protegerse la garganta. Aún no había llegado el verdadero calor primaveral y el viento seguía soplando frío.

– No lo sé -admitió Patrik lanzando un suspiro-. Si tuviéramos la certeza de que lo que tenemos entre manos es una investigación de asesinato, habría sido más fácil, pero así… -Volvió a suspirar-. Si cayera en la cuenta de qué es lo que me resulta tan familiar de todo esto. Hay algo que… -Guardó silencio meneando la cabeza con amargura-. Nada, que no caigo. Tendré que repasarlo todo con Pedersen una vez más, por si da con alguna que otra pista. Y quizá los técnicos hayan conseguido sacar algo en limpio del coche.

Sí, esperemos que sí -asintió Martin dirigiendo sus pasos hacia el coche.

– Oye, creo que me voy a ir a casa dando un paseo -le dijo Patrik.

– Pero ¿cómo vas a ir al trabajo mañana?

– Ya veré cómo lo hago. Quizá Erica pueda llevarme con el coche de Anna.

– Bueno, vale -respondió Martin-. Entonces me voy a casa yo también. Pia no se encontraba muy bien, así que hoy tendré que mimarla un poco más que de costumbre.

– Espero que no sea nada grave -se preocupó Patrik.

– ¡Qué va! Pero lleva unas semanas algo mustia y con náuseas.

– ¿No estará…? -comenzó Patrik, pero una mirada de Martin lo hizo detenerse. De acuerdo, lo había captado: no era el momento ideal para hacerle esa pregunta. Sonrió y se despidió de Martin, que ya estaba en el coche. ¡Qué ganas tenía de llegar a casa!

Lars le masajeaba los hombros a Hanna, que estaba sentada ante la mesa de la cocina, con los ojos cerrados y los brazos colgando inertes a ambos lados. Pero tenía la zona de los hombros dura como una piedra y Lars intentaba aliviar la tensión allí concentrada masajeando con mucho cuidado.

– ¡Qué barbaridad! Deberías ir a un fisioterapeuta, tienes esta zona llena de contracturas.

– Sí, ya lo sé -respondió Hanna con una mueca de dolor mientras Lars presionaba una zona particularmente cargada-. ¡Ay! -se lamentó.

Lars paró enseguida.

– ¿Te duele? ¿Quieres que lo deje?

– No, no, sigue -le rogó, aún con el dolor reflejado en la cara. Sin embargo, era un dolor agradable, la sensación de un músculo que se relaja y vuelve a colocarse en su lugar era maravillosa.

– ¿Qué tal en el trabajo? -preguntó Lars sin dejar de masajearle los hombros.

– Pues mira, bastante bien -respondió Hanna-. Aunque un poco muermo. Ninguno de los colegas destaca por su perspicacia. Bueno, salvo Patrik Hedström, quizá. Y el otro, que es un poco más joven, Martin. El también puede llegar a ser bueno. Pero Gösta y Mellberg… -Hanna rompió a reír-. Gösta se pasa los días jugando a videojuegos y a Mellberg apenas lo he visto. Se encierra en su despacho y de ahí no sale. En fin, que esto va a ser un reto.

Por un instante, la atmósfera se tornó ligera en la habitación. Sin embargo, los viejos fantasmas de siempre no tardaron en infiltrarse, emponzoñándolo todo. Tenían tanto que decirse. Era tanto lo que debían hacer. Pero nunca se decidían a abordarlo. El pasado se interponía entre los dos como un obstáculo descomunal que se les presentaba como insalvable. Se habían resignado. La cuestión era si querían superarlo siquiera.

Lars pasó del masaje a las caricias y de los hombros al cuello. Hanna emitió un leve gemido, aún con los ojos cerrados.

– Lars, ¿se acabará alguna vez? -le susurró mientras sus manos seguían acariciándole los hombros, la espalda, bajo la camiseta. Lars tenía la boca pegada a su oreja y Hanna sentía el calor de su aliento.

– No lo sé, Hanna. No lo sé.

– Pero… tenemos que hablar de ello. Algún día tendremos que hablar de ello. -Hanna oía el tono suplicante y desesperado que siempre acompañaba a su voz cuando salía a relucir ese tema.

– No, no tenemos por qué -respondió Lars, que ya empezaba a mordisquearle la oreja. Hanna intentó resistirse, pero, como de costumbre, el deseo empezaba a prender en su interior.

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