– Pero, y entonces, ¿qué vamos a hacer? -La desesperación se mezclaba con el deseo y, de repente, se volvió hacia él.

Con la cara muy pegada a la de ella, le dijo:

– Vivir nuestra vida juntos. Día tras día, hora tras hora. Hacer nuestro trabajo. Sonreír, y todo lo que se espera que hagamos. Y amarnos.

– Pero… -Lars interrumpió sus protestas con un beso. La rendición subsiguiente le resultaba tan familiar… Sus intentos de abordar el tema tenían siempre el mismo final. Hanna sentía las manos de Lars por todo el cuerpo. Dejaban un rastro ardiente tras de sí y, poco a poco, sintió que las lágrimas empezaban a brotar. Todos los años de frustración, de vergüenza, de pasión, tenían cabida en aquellas lágrimas. Lars las lamía con avidez y dejaba con su lengua un rastro húmedo en sus mejillas. Hanna intentó zafarse, pero su amor, su hambre, lo inundaba todo y no le permitía huir. Finalmente, Hanna cedió. Barrió de su cerebro cualquier idea, todo el pasado. Le devolvió sus besos y se aferró a él apretándose contra su cuerpo. Se quitaron la ropa con apremio, con urgencia, y se tumbaron en el suelo de la cocina. Lejos, muy lejos, Hanna se oía gritar a sí misma.

Después, como de costumbre, se sintió vacía. Y perdida.

– ¡Pues sí que parecía mustio Patrik ayer cuando llegó a casa! -observó Anna estudiando la reacción de Erica, que intentaba concentrarse en el volante. Erica exhaló un suspiro.

– Sí, puede decirse que no está en buena forma. Esta mañana, cuando lo llevé a la comisaría, intenté hablar con él, pero no estaba muy parlanchín. Ya he visto antes esa expresión. Le está dando vueltas a algún asunto relacionado con el trabajo, una idea que no le da tregua. Y lo único que se puede hacer es darle tiempo. Tarde o temprano hablará.

– ¡Hombres! -exclamó Anna, y una sombra apagó su semblante. Erica la intuyó con el rabillo del ojo y sintió que se le encogía el estómago. Vivía con el temor constante de que Anna volviese a caer en la apatía, de que perdiese la chispa vital que había prendido en ella. Pero, en esta ocasión, su hermana logró desechar el recuerdo del infierno que había vivido, un recuerdo que se obstinaba en abrirse camino en su pensamiento.

– ¿Es algo relacionado con el accidente de tráfico? -le preguntó.

– Eso creo -respondió Erica mirando bien a su alrededor antes de tomar la rotonda de Torp-. O, al menos, a mí me comentó que estaban investigando una serie de anomalías. Y también me dijo que el accidente le recordaba a algo.

– ¿A qué? -preguntó Anna curiosa-. ¿A qué podría recordarle un accidente de tráfico?

– No lo sé, pero eso fue lo que dijo. Y que hoy investigaría el asunto más a conciencia, que intentaría llegar hasta el fondo.

– Me figuro que no has tenido ocasión de darle la lista, ¿verdad?

Erica rompió a reír.

– No, no he tenido el valor de enseñársela al verlo tan abatido. Intentaré dejárselo caer de la mejor forma posible durante el fin de semana.

– Bien -convino Anna, quien, sin que nadie se lo hubiese pedido, se había erigido en organizadora general y jefa del «proyecto boda»-. Lo más importante es que le hagas entender lo de su atuendo. Nosotras podemos ver algo hoy e incluso puedes elegir varias de las opciones, pero es él quien debe probarse la ropa.

– Sí, pero lo de su ropa no será problema. A mí me preocupa más la mía -confesó Erica en tono sombrío-. ¿Tú crees que en la tienda de vestidos de novia habrá una sección de tallas extra grandes?

Giró para acceder al aparcamiento de Kampenhof y se quitó el cinturón de seguridad. Anna hizo lo propio y se volvió hacia Erica.

– No te preocupes, estarás preciosa. ¡Ya verás! Y en seis semanas puedes perder un montón de peso. ¡Saldrá perfecto!

– Lo creeré cuando lo vea -se empecinaba Erica-. Prepárate para la realidad, ésta no será una empresa agradable.

Cerró el coche y se encaminó a la calle comercial, con Maja en el carrito. La tienda de vestidos de novia estaba en una de las estrechas callejuelas perpendiculares a la principal. Erica había llamado antes de salir para cerciorarse de que estaría abierta.

Anna no pronunció una sola palabra más hasta que no llegaron a la tienda. Justo cuando cruzaban el umbral le dio un apretón a Erica en el brazo, para infundirle ánimo. Después de todo, ¡iban buscando un vestido de novia!

Erica respiró hondo cuando se cerró la puerta y se vio dentro del comercio. Blanco, blanco y más blanco. Tul y encajes y perlas y lentejuelas. Una mujer menuda, muy maquillada y de unos sesenta años se les acercó solícita:

– ¡Hola, adelante! -saludó en tono cantarín con una palma-dita de entusiasmo. Teniendo en cuenta lo contenta que se había puesto al verlas, Erica pensó con cinismo que, seguramente, no acudirían allí muchas clientas.

Anna dio un paso al frente y tomó el mando.

– Estamos buscando un vestido de novia para mi hermana -explicó señalando a Erica, a lo que la señora dio otra palma-dita.

– ¡Oh, qué bien! ¿Va a casarse?

No, ¡qué va!, es que me apetecía mucho tener un vestido de novia, pensó Erica irritada. Sin embargo, se guardó el comentario y no dijo ni una palabra.

Parecía como si Anna le hubiese leído el pensamiento, pues se apresuró a explicar:

– Sí, van a casarse el sábado de Pentecostés.

– ¡Vaya! -exclamó la mujer horrorizada-. Entonces es urgente, muy urgente. Apenas queda poco más de un mes, ¡qué horror! No puede decirse que lo haya planeado con tiempo.

Una vez más, Erica se tragó un comentario airado al sentir en su brazo la mano de Anna, que intentaba calmarla. La señora les indicó que se acercasen y Erica la siguió vacilante. Aquella situación le resultaba tan… extraña… Claro que jamás había puesto un pie antes en una tienda de vestidos de novia, y eso bien podía explicar la sensación de extrañeza. Miró a su alrededor y sintió que la cabeza le daba vueltas, literalmente. ¿Cómo podría ella encontrar un vestido de novia allí, en medio de aquel mar de volantes y gasas?

Una vez más, allí estaba Anna, consciente de cómo se sentía. Le indicó a Erica que se sentara en el sillón, dejó a Maja en el suelo y, con voz firme y segura, le dijo a la mujer: -¿Podría sacarnos varios modelos para que los vea mi hermana? Sin demasiados adornos, algo sencillo y clásico, aunque con algún detalle que destaque, ¿verdad? -preguntó mirando a Erica, que no pudo por menos de echarse a reír: Anna la conocía casi mejor que ella misma.

La propietaria de la tienda empezó a sacar un vestido tras otro. Erica negaba unas veces, afirmaba otras. Finalmente, seleccionaron cinco vestidos y Erica entró en el probador con el corazón en un puño. Aquélla no era su distracción favorita. Poder contemplar su cuerpo desde tres ángulos distintos al mismo tiempo mientras la luz implacable evidenciaba todo lo que quedaba oculto bajo la ropa invernal era una experiencia espeluznante. En todos los sentidos, observó Erica al comprobar que debería haberse pasado la cuchilla aquí y allá. En fin, ya era tarde para remediarlo. Muy despacio y con cuidado, se puso el primero de los vestidos. Era un modelo tipo funda, con un escote palabra de honor y, cuando fue a subir la cremallera, ya sabía que aquello no sería nada agradable.

– ¿Qué tal va eso? -le gritó la mujer desde el otro lado de la cortina, con su tono de voz más entusiasta-. ¿Necesita ayuda con la cremallera?

– Sí, creo que sí -respondió Erica saliendo del probador muy a su pesar. Les dio la espalda para que la señora pudiera subirle la cremallera, tomó aire y se contempló en el espejo de cuerpo entero. Aquello no tenía remedio. No, no lo tenía. Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. No era así como se había imaginado de novia. En sus sueños, siempre había estado deliciosamente delgada, con el pecho firme y la piel tersa. La figura que la miraba desde el espejo, en cambio, parecía una variante femenina del muñeco de Michelin. Los pliegues se ondulaban claramente en la cintura, tenía la piel ajada y apagada por el frío invernal. El cuerpo del vestido había embutido sus carnes de modo que, por debajo de los brazos, sobresalían unos pliegues extraños en forma de molletes de piel y grasa. Tenía un aspecto horrible. Se aguantó las ganas de llorar y volvió a entrar en el probador. Sin saber cómo, logró bajarse la cremallera sin ayuda y se quitó el vestido. Tocaba probarse el siguiente. Aquél pudo ponérselo sin asistencia, de modo que salió a que la vieran Anna y la propietaria. En esta ocasión, no logró ocultar cómo se sentía y vio en el espejo que le temblaba el labio inferior, pues estaba al borde del llanto. Unas cuantas lágrimas rodaron por sus mejillas y se las enjugó con el reverso de la mano. No quería ponerse a llorar allí y hacer el ridículo, pero no podía evitarlo. Tampoco aquel vestido le quedaba bien. Como el anterior, era de corte sencillo, pero iba abrochado al cuello y con la espalda descubierta, lo que, al menos, eliminaba los pliegues de los brazos. En este caso, el mayor problema era la barriga. No conseguía imaginarse cómo podría ponerse lo bastante en forma como para sentirse guapa el día de su boda. Se suponía que tenía que ser divertido. Y llevaba toda la vida esperándolo, soñando con verse allí eligiendo y descartando y probándose un montón de hermosos vestidos de novia, uno tras otro. Imaginando cómo los ojos de todos se volvían para admirarla cuando se dirigiese al altar con su novio del brazo. En sus sueños, siempre parecía una princesa el día de su boda. Al ver que las lágrimas empañaban de nuevo sus ojos, Anna se levantó y posó una mano sobre su brazo desnudo:

– Pero, querida, ¿qué te pasa?

Erica sollozó.

– Es que… Es que… estoy tan gorda. Todo me queda espantoso.

– No estás gorda en absoluto, Erica. Aún te sobran unos kilos del embarazo y nada más. Y de aquí al día de la boda, nos habremos deshecho de ellos. Tienes un cuerpo precioso. Por ejemplo, mira el escote. Yo habría matado por un escote así el día que me casé.

Anna le señaló el espejo y Erica siguió su dedo con la vista, aunque a disgusto. En un principio no vio más que su cara patética, las mejillas húmedas y la nariz hinchada y enrojecida por el llanto. Pero después bajó la mirada y, bueno, sí, quizá Anna tuviese razón. Aquel escote no estaba nada mal.

Entonces se incorporó a la conversación la propietaria de la tienda.

– Le queda precioso, lo que ocurre es que no lleva la ropa interior adecuada. Si se lo prueba con un body o con una faja, esa barriguilla desaparecerá como por ensalmo. Si eso no es nada, mujer. Le aseguro que he visto cosas bastante peores en mis años de oficio. Su hermana tiene razón, tiene un cuerpo muy bonito, así que es cuestión de encontrar un vestido que lo realce. Venga, pruébese éste y verá cómo se anima. Este modelo le hará más justicia si cabe.

La mujer cogió uno de los vestidos que tenía colgados en el expositor y se lo entregó con gesto alentador. Erica se lo puso, aunque con escepticismo, y volvió a salir del probador. Respiró hondo, soltó el aire y se colocó delante del espejo con el estoicismo de un soldado que vuelve a la línea de fuego. Su cara se transformó de asombro. Aquello era otra cosa. Aquel vestido le quedaba… ¡le quedaba perfecto! Todo aquello que, con los anteriores, se veía espantoso, con éste se convertía en ventajas. La barriga aún sobresalía un poco más de la cuenta, desde luego, pero nada que no pudiera arreglarse con una buena faja. Miró asombrada a Anna y a la propietaria. Su hermana asintió encantada y la señora daba palmaditas de entusiasmo.

– ¡Menuda novia! ¿Qué le decía yo? Este modelo es perfecto para su estatura y para sus formas.

Erica se miró una vez más en el espejo, aún un tanto escéptica, pero no pudo por menos de admitir que era verdad. Se veía guapa. Se sentía como una princesa. Si lograba perder algunos de los kilos de más en las semanas previas a la boda, ¡le quedaría perfecto! Se volvió hacia Anna.

– No voy a seguir probándome, me quedo con éste.

– ¡Estupendo! -se congratuló la señora-. Estoy segura de que quedará más que satisfecha. Si quiere, puede dejarlo aquí hasta que se acerque el día de la boda, así podemos hacer una última prueba unos días antes. Si hay que meterle de algún sitio, habrá tiempo.

– Gracias, Anna -le susurró Erica apretándole la mano. Anna le devolvió el gesto.

– Estás preciosa -le dijo. Y Erica creyó ver un destello de llanto en los ojos de su hermana. Fue un momento muy hermoso, un momento que se merecían, después de todo lo que había sucedido, de todo lo que habían pasado.

Bien, ¿qué tal, cómo os sentís por ahora? -Lars miró a los jóvenes que tenía en círculo a su alrededor. Nadie pronunció una palabra. La mayoría se miraba los zapatos. Todos menos Barbie, que lo observaba con insistencia-. ¿Alguien quiere empezar? -Lars los miraba alentándolos y algunos de ellos empezaron a levantar la vista.

Finalmente, fue Mehmet quien tomó la palabra.

– Pues, bueno, no va mal -dijo sin añadir nada más.

– ¿Podrías contarnos algo más? -Lars hablaba con una dulzura comedida.

– Pues, bueno, quiero decir que, por ahora, está guay. El trabajo no está mal y eso… -El joven volvió a guardar silencio.

– Y a los demás, ¿qué os parecen los puestos que os han asignado?

– ¿Los puestos? -resopló Calle-. Yo me paso los días fregando platos asquerosos, pero pienso hablar con Fredrik esta tarde. Ya me ocuparé yo de que haya cambios en ese terreno -aseguró dirigiéndole a Tina una mirada elocuente, que la joven le devolvió con un destello de rabia en los ojos.

– Y tú, Jonna, ¿qué tal te ha ido a ti la semana?

Jonna era la única que parecía seguir hallando sus zapatos increíblemente interesantes. Murmuró algo ininteligible por respuesta, pero sin levantar la vista. Todos los componentes del círculo formado en el centro del gran local de la granja se inclinaron para oír mejor lo que decía.

– Perdona, no te hemos oído. ¿Podrías repetirlo? Además, me gustaría que nos mostraras un mínimo de respeto y que nos mirases a la cara cuando te diriges a nosotros. De lo contrario, parece que nos menosprecias. ¿Es eso, verdad, Jonna?

– Eso, ¿es verdad? -repitió Uffe dándole una patada en el pie-. ¿Es que te crees que eres mejor que nosotros o qué?

– Venga, Uffe, esa actitud no es muy constructiva que digamos -lo reconvino Lars-. Lo que pretendemos es crear un ambiente cálido y seguro en el que podáis expresar vuestros sentimientos y vivencias en un entorno tranquilo y acogedor.

– Esa frase es demasiado larga para Uffe, me temo -intervino Tina en tono burlón-. Tendrás que expresarte con más claridad, para que Uffe te siga.

– ¡Gilipollas! -fue la bien formulada respuesta de Uffe, que acompañó el improperio con una mirada llena de odio.

– Exactamente a esto me refiero -atajó Lars con más severidad en esta ocasión-. Esos ataques no os conducirán a nada. Todos os halláis en una situación extrema que puede ejercer una enorme presión psíquica sobre vosotros, y aquí tenéis la oportunidad de aliviar esa presión de un modo saludable.

Paseó la mirada por todos los congregados y los observó severamente uno a uno. Algunos asintieron. Barbie levantó la mano para pedir la palabra.

– ¿Sí, Lillemor?

La joven bajó la mano.

– Para empezar, ya no me llamo Lillemor, ahora me llamo Barbie -respondió con un mohín que enseguida transformó en una sonrisa-. Pero sólo quería decir que esto me parece fantástico. Que todos tengamos la oportunidad de reunimos así y decir lo que queramos. En Gran Hermano no tuvimos nada parecido.

– ¡Anda ya! No seas pelota.-Uffe, que estaba medio tumbado en la silla, miraba a Barbie fijamente. La sonrisa de la joven se apagó y Barbie bajó la vista.

– Pues a mí me parece que ha dicho algo muy bonito -objetó Lars, que ahora asentía animando a Barbie-. Y, aparte de la terapia de grupo, podréis disfrutar de terapia individual. Bueno, creo que podemos dar por finalizada la parte común, y, Barbie, tú y yo quizá… ¿Quieres empezar tú con la terapia individual?

La joven levantó la vista y volvió a sonreír.

– ¡Sí, me encantaría! Hay montones de cosas de las que necesitaría hablar.

– Perfecto -respondió Lars también con una sonrisa-. En tal caso, te propongo que nos sentemos en la habitación que hay detrás del escenario, así podremos hablar sin que nadie nos moleste. Después, iréis viniendo según el orden en el que estáis sentados en el círculo, es decir, después de Barbie, vendrá Tina, luego Uffe y así sucesivamente. ¿Os parece bien? -Nadie respondió y Lars tomó el silencio por un sí.

Tan pronto como Lars y Barbie cerraron la puerta, empezaron a hablar todos a la vez. Todos salvo Jonna que, como de costumbre, optó por guardar silencio.

– ¡Menuda chorrada! -exclamó Uffe entre risas y golpeándose las rodillas.

Mehmet lo miró irritado.

– ¿Qué pasa? Me gusta la idea. Ya sabes lo pirado que se queda uno después de un par de semanas en una cosa de éstas. A mí me parece de cine que, por una vez, piensen un poco en que los participantes estemos bien.

– Que los participantes estemos bien -lo remedó Uffe con voz chillona-. Eres como una tía, Mehmet, ¿lo sabías? Deberías presentar uno de esos programas de salud que dan en televisión. Aparecer en leggins y camiseta de tirantes y «yogarte», o como quiera que se diga.

– No le hagas caso, es que es idiota -intervino Tina mirando con animadversión a Uffe, que ahora dirigió hacia ella su. atención.

– ¿Qué coño estás diciendo, soplapollas? Tú es que te crees muy lista, ¿no? Vas por ahí fardando de buenas notas y de que puedes hacer frases largas y te crees superior a los demás. Y ahora, además, piensas que vas a ser estrella del pop. -Uffe soltó una carcajada burlona y miró a su alrededor como buscando apoyo en el grupo. Nadie lo miró siquiera, pero tampoco nadie protestó, de modo que Uffe prosiguió muy animado-. Eso no te lo crees ni tú, ¿verdad? Harás el ridículo y nos pondrás en ridículo a los demás. Ya te he oído darle coba al productor para que te deje cantar esta noche ese tema tuyo tan patético, y me muero de ganas de ver cómo te tiran tomates podridos. Joder, yo mismo pienso ponerme en primera fila para bombardearte.

– Uffe, cállate ya -ordenó Mehmet mirándolo a la cara-. Eres una mala persona y un imbécil, y lo que te pasa es que le tienes envidia a Tina, porque ella tiene talento, mientras que tú sólo cuentas con una breve carrera de gilipollas en un reality-show. Luego volverás al almacén a acarrear mierda.

Uffe volvió a reír, pero en esta ocasión su risa sonó un tanto nerviosa y hueca. Las palabras de Mehmet encerraban algo de verdad, y el sonido de esa verdad empezó a llenarlo de preocupación. Sin embargo, consiguió inhibir la sensación enseguida.

– No me creáis si no queréis, pero ya la oiréis esta noche. Los paletos del pueblo se morirán de risa.

– Uffe, eres un mierda y te odio, que lo sepas-le espetó Tina al tiempo que se levantaba con los ojos llenos de lágrimas. Una cámara la siguió y la joven empezó a correr para librarse de ella, pero no había donde refugiarse de las cámaras, que los seguían, ávidas, a todas partes.

Patrik no lograba concentrarse en ninguna otra cosa. El recuerdo del accidente de tráfico lo perseguía sin tregua. Si recordara qué era lo que le resultaba tan familiar en aquella muerte… Sacó la carpeta con todos los documentos relacionados con la investigación y se sentó para revisarlos una vez más. Por enésima vez. Como siempre que se concentraba en algo, también en esta ocasión se puso a murmurar y a hablar solo.

– Moratones alrededor de la boca, una tasa de alcohol insólita en una persona que, por si fuera poco y según sus familiares, no bebía nada.

Fue pasando el dedo por el informe de la autopsia en busca de algo que pudiera habérsele escapado en las lecturas anteriores, pero no halló nada que llamase su atención. Patrik cogió el auricular y marcó un número que conocía de memoria.

– Hola, Pedersen, soy Patrik Hedström, de la policía de Tanum. Oye, tengo delante el informe de la autopsia y me preguntaba si tienes cinco minutos para repasarlo conmigo una vez más.

Pedersen le respondió que no tenía inconveniente, de modo que Patrik continuó:

– Los moratones de la boca… ¿Tú crees que es posible establecer cuándo se los hizo? Vale…

Mientras hablaba, Patrik iba anotando las respuestas del forense en el margen.

– Y todo ese alcohol… ¿Es posible concretar el espacio de tiempo en el que lo ingirió o se lo hicieron ingerir? Bueno, no quiero la hora exacta o… en fin, también, claro, si es posible, pero vamos, si lo ingirió durante un período de tiempo prolongado o si se lo tomó de golpe… en fin, ya me entiendes.

Patrik prestaba la máxima atención a las respuestas de Pedersen, sin dejar de escribir.

– Interesante, muy interesante. ¿Encontraste algún otro detalle llamativo durante la autopsia?

Patrik dejó el bolígrafo un instante, mientras escuchaba. De pronto se dio cuenta de que estaba apretando tanto el auricular contra la oreja que ya empezaba a dolerle, de modo que aflojó un poco la presión.

– ¿Restos de cinta adhesiva en la boca, dices? Sí, esa información es sin duda muy importante. Pero ¿no tienes nada más que ofrecerme? -Lanzó un suspiro al oír la respuesta negativa de Pedersen y, ciertamente frustrado, se frotó los ojos con el pulgar y el índice de la mano que le quedaba libre-. Vale, pues tendré que arreglarme con eso.

Colgó apesadumbrado. Desde luego, esperaba más. Sacó las fotos del lugar del accidente y empezó a examinarlas en busca de algo, cualquier cosa, que disparase su memoria encasquillada. Lo más irritante era que no estaba seguro al cien por cien de que hubiese nada que recordar. Cabía la posibilidad de que todo fuese una invención suya, de que se tratase de una sensación rara de déjà vu, de algo que hubiese visto en la televisión o en una película, o que hubiese oído de pasada. Quizá era eso lo que hacía que su cerebro se empecinase en obligarlo a buscar algo que no existía. Pero justo cuando se disponía a abandonar y dejar los documentos, un rayo atravesó las sinapsis de su cerebro. Se inclinó para observar con mayor detenimiento la foto que tenía en la mano y experimentó una incipiente sensación de triunfo. Tal vez no anduviese tan equivocado, después de todo. Tal vez fuese cierto que, en lo más recóndito de su cerebro, se hubiese ocultado algo concreto todo el tiempo.

Llegó a la puerta de una zancada. Había llegado el momento de bajar al archivo.

Fue dejando los productos en la cinta al tiempo que pasaba los códigos con gesto apático. Las lágrimas pugnaban por asomar a sus ojos, pero Barbie las retenía obstinada parpadeando continuamente. No quería hacer el ridículo poniéndose a llorar allí mismo.

La conversación de aquella mañana había removido tantos sentimientos… Tanta basura como había ido acumulando en el fondo, durante tanto tiempo, pero que ahora empezaba a emerger a la superficie. Observó a Jonna, sentada en la caja de enfrente. En cierto modo, la envidiaba. Quizá no su tendencia a estar depre y lo de los cortes. Barbie no sería capaz de llevar el cuchillo contra su propia carne como ella. Pero sí le envidiaba su indiferencia manifiesta ante lo que los demás pensaban y opinaban. Para Barbie, nada revestía mayor importancia que su aspecto y el modo en que los demás la percibían. No siempre fue así, como demostraron las fotos del colegio que sacó aquella mierda de diario vespertino. Unas fotos en las que aparecía menuda y escuálida, con el dichoso aparato en los dientes, unos pechos pequeños, casi inexistentes, y el cabello oscuro. Cuando publicaron las fotos en las portadas, creyó morir de desesperación. Pero no por la razón que todos sospechaban; no porque le preocupase que la gente supiera que tanto las tetas como el pelo eran falsos, no era tan imbécil, sino porque le dolía ver aquello de lo que ya no quedaba nada. La alegría de su sonrisa, llena de seguridad, llena de confianza. Se alegraba de ser quien era, una chica segura y satisfecha de la vida que tenía. Sin embargo, aquel día todo cambió. El día en que murió su padre.

Barbie y su padre habían vivido muy bien. Su madre murió de cáncer cuando ella era pequeña pero, de alguna manera, él había logrado hacer que se sintiera completa, nunca tuvo la sensación de que le faltase nada. Sabía que las cosas no fueron nada fáciles durante un tiempo, cuando ella era un bebé y su madre acababa de morir y cuando tuvo lugar aquel terrible suceso. Barbie había oído toda la historia, pero su padre pagó el precio, aprendió la lección, siguió adelante y se forjó una vida para sí mismo y para su hija. Hasta aquel día de octubre.

Cuando ocurrió, le pareció irreal. Toda su vida se derrumbó de un plumazo, se lo arrebataron todo. No había más familia ni más parientes a quienes recurrir, de modo que se vio arrojada a un mundo de familias de acogida y de condiciones de vida provisionales, y aprendió cosas que habría querido ignorar. Y la seguridad que antes sentía, desapareció por completo. Sus amigos no comprendieron que lo sucedido la cambió por dentro, que aquel día le arrebató algo fundamental de su ser, que nunca volvería a ser la misma. Lo intentaron un tiempo, pero luego la abandonaron a su destino.

Y fue entonces cuando comenzó la persecución, la búsqueda de reafirmación con chicos mayores y chicas de vida dura. Ya no bastaba con ser normal y parecer un chico. Ni tampoco bastaba con llamarse Lillemor. De modo que comenzó con lo que podía permitirse. Se tiñó el pelo de rubio en el bano de la casa de uno de los novios que pasaron por su vida. Cambió toda su ropa por otra nueva más corta, más estrecha, más sexy. Porque, en efecto, había descubierto cuál era el billete que la sacaría de aquella miseria: el sexo. Con sexo compraría atención y compraría cosas. Le daría la posibilidad de distinguirse de la mayoría. Un novio que tenía dinero le pagó la operación del pecho. A ella le habría gustado un poco más pequeño, pero pagaba él, de modo que él decidía. Quería la talla ciento diez, y ésa era la talla que tenía. Una vez realizada la transformación externa, sólo era cuestión de embalaje. El novio que sucedió al que le financió el pecho, la llamaba su pequeña Barbie, y así resolvió el asunto del nombre. Después, sólo le quedaba decidir en qué foro lanzar su nuevo yo. Comenzó con varios trabajos de modelo ligera de ropa o sin nada de ropa. Pero el programa Gran Hermano supuso su verdadero lanzamiento. Se convirtió en la gran estrella de la serie. Y no le importó lo más mínimo que toda Suecia hubiese podido seguir su vida sexual desde sus casas. ¿A quién iba a importarle? No existía una familia que la llamase para reprenderla por ponerlos en ridículo. Estaba sola en el mundo.

Por lo general, conseguía no pensar en lo que existía antes de Barbie. Había relegado a Lillemor a lo más recóndito de su conciencia, hasta el punto de que ya apenas existía. Y otro tanto había hecho con el recuerdo de su padre. No podía permitirse evocar su imagen. Para sobrevivir, debía evitar que el sonido de su risa o la sensación de su mano en la mejilla existiesen en la vida que ahora vivía. Sería demasiado doloroso. Pero la conversación mantenida con el psicólogo aquella mañana había tocado unas cuerdas que ahora vibraban pertinaces en su pecho. Sin embargo, no parecía ser la única afectada. El ambiente se enrareció una vez que todos y cada uno de los participantes hubieron pasado por aquella habitación, después de que cada uno de ellos pasara unos minutos con él. En algún que otro momento sintió que alguno de los demás la observaba con malevolencia, pero, cuando se daba la vuelta para ver de dónde procedía aquella sensación, ésta se esfumaba.

Al mismo tiempo, algo la inquietaba. Algo sobre lo que Lillemor intentaba llamar su atención, pero Barbie ignoraba la advertencia. Había cosas a las que no podía permitirse abrir las puertas.

Los productos seguían pasando por la cinta que tenía delante. No parecían terminar jamás.

Como de costumbre, la búsqueda en el archivo resultó un trabajo tan duro como aburrido. Nada parecía hallarse donde debía. Patrik estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, con un montón de cajas a su alrededor. Sabía qué tipo de documento estaba buscando y, con un exceso de ingenuidad, creyó que estaría en la caja donde se leía «Material de formación». Pero no. Oyó pasos en la escalera y levantó la vista. Era Martin.

– Hola. Annika me ha dicho que te había visto bajar. ¿Qué haces? -Martin contemplaba desconcertado el montón de cajas dispuestas en círculo alrededor de Patrik.

– Estoy buscando las notas de una conferencia a la que asistí en Halmstad hace un par de años. Pensaba que las encontraría archivadas con cierta lógica, pero ¡qué va! Algún imbécil se ha dedicado a cambiarlo todo de sitio, así que nada está en su lugar. -Arrojó en una caja un fajo de papeles que tampoco se hallaban donde debían.

– Ya, Annika lleva mucho tiempo quejándose de que no mantenemos ningún orden en la documentación que se archiva aquí. Los documentos de los que se encarga ella sí van a su sitio, dice, pero luego parece como si tuvieran pies.

– Sí, no me explico por qué la gente no puede simplemente dejar las cosas en el mismo lugar de donde las cogió. Sé que dejé las notas en una carpeta que archivé en esta caja. -Señaló la caja marcada con la leyenda «Material de formación», y continuó-: Pero ahora resulta que no está aquí. La cuestión es en qué caja estará la maldita carpeta. «Personas desaparecidas», «Casos resueltos», «Casos sin resolver», etcétera, etcétera. Lo que tú sugieras valdrá tanto como lo que sugiera yo -aseguró abarcando con un gesto del brazo las paredes de la pequeña sala repleta de cajas de arriba abajo.

– Bueno, a mí lo que me tiene fascinado es que archives las notas que tomas cuando vas a una conferencia. Las mías siguen en el despacho, hechas un verdadero lío.

– Ya, pues ahora comprendo que eso debería haber hecho yo. Pero, en mi infinita simpleza, consideré que quizá fuesen útiles para alguno de vosotros… -respondió Patrik con un suspiro al tiempo que cogía otro montón de documentos, que empezó a hojear enseguida. Martin se sentó a su lado en el suelo y se puso manos a la obra con otra de las cajas.

– En fin, te echaré una mano, así acabarás antes. ¿Qué es lo que buscas? ¿Qué conferencia era? Y ¿por qué buscas las notas que tomaste?

Patrik respondió sin apartar la vista de sus papeles:

– Pues lo que te he dicho, una conferencia celebrada en Halmstad en 2002, si no recuerdo mal. Trataba de casos raros sobre los que seguían existiendo interrogantes que no se habían resuelto.

– ¿Y? -replicó Martin inquisitivo, aguardando una explicación.

– Bueno, te lo contaré cuando encontremos las notas. Por ahora sólo tengo una vaguísima idea, así que quiero refrescar mi memoria antes de decir nada.

– Vale -convino Martin, que dejó de insistir, aunque ahora sentía una gran curiosidad. Sin embargo, conocía a Patrik lo suficiente como para saber que de nada serviría presionarlo.

De pronto, Patrik alzó la vista y sonrió malicioso:

– Pero… bueno, te lo cuento si tú también me cuentas…

– ¿Que te cuente yo? ¿El qué? -preguntó Martin desconcertado en un primer momento. Sin embargo, al ver la expresión jocosa de Patrik, comprendió enseguida a qué se refería su colega. Martin se echó a reír y le dijo:

– Vale, es un trato. Cuando tú me cuentes lo tuyo, yo te contaré lo mío.

Llevaban una hora de búsqueda infructuosa cuando Patrik exclamó:

– ¡Aquí está! -Sacó ansioso los documentos de la funda de plástico.

Martin reconoció la caligrafía de Patrik e intentó leer el texto desde donde estaba, pero era imposible, de modo que tuvo que esperar mientras Patrik hojeaba los papeles. Tres páginas después, su índice se detuvo en el centro del folio. Patrik frunció el entrecejo y Martin intentó animarlo con el pensamiento a que leyera más rápido. Después de lo que a él se le antojó una eternidad, Patrik lo miró triunfante.

– Vale, primero tu secreto -le dijo.

– Vamos, venga ya. Me muero de curiosidad. -Martin se echó a reír e intentó arrebatarle a Patrik los documentos, pero su colega parecía estar preparado para la maniobra, porque los retiró con celeridad y los sostuvo en el aire.

– Olvídalo. Tú primero.

Martin dejó escapar un suspiro.

– Eres un chinche, ¿lo sabías? Bueno, pues sí, es lo que crees. Pia y yo vamos a tener un niño. A finales de noviembre. -Martin lo señaló con el dedo-. ¡Pero no le digas nada a nadie aún! Sólo está de ocho semanas, y queremos guardar el secreto hasta que llegue a los tres meses.

Patrik levantó ambas manos y agitó los documentos que tenía en la derecha.

– Te prometo que seré una tumba. Pero, ¡joder! ¡Enhorabuena!

En el rostro de Martin se dibujó una sonrisa de oreja a oreja. Había estado a punto de contárselo a Patrik varias veces, porque se moría de ganas de difundir la buena noticia, pero Pia quería que esperasen hasta que hubieran pasado los meses más críticos, y así lo harían. En cualquier caso se alegraba de habérselo contado a alguien.

– Bueno, pues ya lo sabes. Y ahora, cuéntame por qué nos hemos pasado los últimos sesenta minutos aquí sentados cogiendo polvo.

Patrik adoptó enseguida una expresión grave. Le pasó a Martin los documentos y le señaló el párrafo por el que debía empezar a leer. Tras unos minutos, Martin lo miró perplejo.

– Como ves, no cabe la menor duda de que Marit fue asesinada -observó Patrik.

– No, desde luego que no.

Ya tenían una respuesta. Pero esa respuesta suscitaba montones de preguntas. Tenían muchísimo trabajo por delante.

Hacía tanto ruido con las bandejas que se oía hasta en la tienda. Mehmet asomó la cabeza por la trastienda del horno.

– ¿Qué coño estás haciendo? ¿Quieres echar abajo el local?

– ¡Pasa de mí, anda! -respondió Uffe desafiante, y volvió a aporrear con las bandejas.

– Sony… -Mehmet puso las manos en alto-. ¿Te has despertado con el pie izquierdo o qué?

Uffe no respondió. Se concentró en apilar las bandejas y, una vez hubo terminado, se sentó con gesto cansado. Empezaba a estar muy harto de aquello. Fucking Tanum no había satisfecho sus expectativas, al menos no hasta el momento. Que él tuviera que trabajar -en serio- era algo que no se le había pasado por la cabeza. Era, sin duda, un borrón en su hoja de servicios. Nunca había realizado un trabajo honrado en su vida. Algunos robos, algún que otro atraco y otras cosas por el estilo: eso era lo que le había garantizado hasta la fecha una vida de no trabajador. No es que fuese una vida de lujo, no; sólo se había atrevido a pequeños robos, aunque lo suficiente para no tener que currar. Y luego le surgió esto. Hasta la vida en la isla le resultó más fácil. Allí podía pasarse los días tomando el sol y cotilleando con los demás participantes. Con alguna que otra competición y entrega de premios Robinson de vez en cuando, pero, por lo demás, una vida ociosa. Y sí, joder, claro que pasaba hambre, pero a él eso no le preocupaba tanto.

Tampoco los demás participantes de Fucking Tanum eran como esperaba. Una panda de gilipollas. Mehmet, tan decente él, que trabajaba en el horno como una muía, de forma totalmente voluntaria. Calle, que participaba sólo para poder seguir siendo el rey de la plaza de Stureplan. Tina, una arrogante, que se creía tan superior que le entraban ganas de zumbarle. Y Jonna, una perdedora de mierda. Y aquello de los cortes, es que no conseguía explicárselo. Y, cómo no, Barbie. La expresión de Uffe se ensombreció enseguida. A esa zorra tenía que decirle un par de cosas. Si se había creído que podía opinar lo que le viniera en gana sin mayores consecuencias, estaba muy equivocada. Después de lo que le había dicho aquella mañana, lo tenía clarísimo, mantendría una charla con aquella imbécil de silicona.

– Uffe, ¿piensas hacer algo hoy o qué? -Simón lo miraba apremiante, y Uffe se levantó de la silla resoplando. Le dedicó una sonrisa a la cámara del techo y se dirigió a la tienda. Tendría que sacrificarse y currar un poco, qué remedio. Pero por la tarde… Barbie y él mantendrían una conversación muy seria por la tarde.

Cuando se marchaba a casa, Mellberg se detuvo un instante en el despacho de Hedström, que estaba con Martin. Parecían muy ocupados. La mesa estaba atestada de papeles y Martin escribía algo en el bloc. Patrik hablaba por teléfono y se había encajado el auricular entre el hombro y la oreja para, al mismo tiempo, poder rebuscar entre los papeles que tenía delante. Mellberg consideró por un instante la posibilidad de entrar y preguntarles qué era tan trascendental, pero, tras meditarlo convenientemente, decidió abstenerse. Tenía cosas más importantes que hacer. Por ejemplo, irse a casa y prepararse para la cita con Rose-Marie. Habían quedado a las siete en el restaurante Gestgifveriet, lo que significaba que disponía de dos horas para conseguir un aspecto tan presentable como fuera posible.

Jadeaba penosamente tras el corto paseo hasta su casa. Su condición física no era la que debiera, tenía que admitirlo. Cuando entró en el piso, de repente lo vio todo con los ojos de un extraño. Aquello no era suficiente, incluso él se daba cuenta. Si quería montarse un pequeño asedio nocturno en casa, debía hacer algo. Su cuerpo y su mente protestaron ante la idea de ponerse a limpiar un poco, pero, por otro lado, rara vez había tenido un acicate tan bueno. Sencillamente, causarle una buena impresión a la mujer con la que iba a verse aquella noche revestía para él una importancia insólita.

Una hora más tarde se dejó caer resoplando en el sofá, cuyos cojines había mullido por primera vez desde que llegó a aquella casa. De pronto, tuvo clarísimo por qué limpiaba tan de tarde en tarde. Muy simple: era demasiado esfuerzo. Sin embargo, cuando contempló el resultado, pudo constatar que la limpieza obraba verdaderos milagros con su hogar. Ya no ofrecía una apariencia tan miserable. Tenía varios muebles muy bonitos, que había heredado de sus padres y que, una vez liberados de la habitual capa de polvo, no podía decirse que tuviesen mal aspecto. El olor a rancio que se le adhería a la nariz nada más entrar, procedente de platos sin fregar y de otras fuentes igual de antihigiénicas, también había logrado espantarlo ventilando, y la encimera de la cocina, atiborrada por lo general de cacharros sucios, relucía ahora bajo el sol primaveral. Ahora sí que podía llevar allí a una mujer con la conciencia tranquila.

Mellberg miró el reloj y se levantó bruscamente. Tan sólo faltaba una hora para la cita con Rose-Marie y estaba sudoroso y lleno de polvo. Se vería obligado a recurrir al procedimiento de renovación abreviada. Sacó la ropa que había pensado ponerse. El repertorio no era tan amplio como hubiese querido. La mayoría de sus camisas y de sus pantalones, sometidos a una inspección más exhaustiva, presentaban una variada gama de manchas y llevaban mucho tiempo sin haber visto ni por asomo una plancha. Finalmente, el método de exclusión lo llevó a elegir una camisa blanca de rayas azules, un pantalón negro y una corbata roja con estampados del Pato Donald. Esta última le parecía de una elegancia notable, y él mismo debía admitir que el color rojo le favorecía mucho a la cara. En cambio, los pantalones pertenecían a la categoría de la ropa sin planchar, y, durante unos segundos, reflexionó sobre cómo resolver el problema. Buscó por todo el piso, pero la plancha brillaba por su ausencia. Estaba mirando distraídamente el sofá, cuando una brillante idea aterrizó en su cerebro. Entusiasmado, quitó los cojines del asiento y extendió los pantalones, alisándolos al máximo. Cierto que aquello no estaba muy limpio, pero esa cuestión ya la resolvería más tarde. En realidad, bastaría con cepillar un poco debajo de los cojines. Volvió a colocarlos y se sentó encima cinco minutos. Si volvía a aplastarlos otros cinco minutos después de ducharse, los pantalones quedarían seguramente como recién planchados. Suerte que no se había convertido en un solterón inútil, constató ufano para sus adentros. Aún tenía el ingenio suficiente para encontrar remedio para todo.

La gente empezaba a acudir en masa a la granja donde se celebraría el baile. Habían retirado las camas de los participantes y cada uno de ellos guardó bajo llave sus objetos personales. Aún no se le había permitido la entrada a nadie, de modo que la cola iba creciendo como una serpentina por todo el aparcamiento. Las chicas estaban ateridas de frío y daban saltitos para entrar en calor. El fresco viento primaveral hacía cuanto estaba en su mano para que se arrepintieran de haberse puesto las faldas más cortas y las camisetas más escotadas del armario. Sin embargo, las caras de cuantos formaban la cola expresaban la misma expectación. Aquello era lo más espectacular que había ocurrido en Tanum desde hacía años. Llegaron jóvenes de toda la comarca e incluso de más allá, de Strömstad y de Uddevalla. Todos observaban ansiosos la puerta que no tardaría en abrirse. Al otro lado se hallaban sus héroes, sus ídolos, los que habían logrado alcanzar aquello con lo que ellos mismos soñaban: ser famosos; recibir invitaciones a fiestas en las que codearse con otros famosos; salir en televisión. ¿Quién podía saberlo? Quizá aquella noche consiguieran apropiarse de un poco de ese brillo, hacer algo que atrajese la atención de las cámaras hacia ellos. Como le ocurrió a aquella chica en Fucking Töreboda. Consiguió ennoviarse con Andreas, el de El bar, y desde entonces también ella había participado varias veces en el programa. ¡Si lograran algo así! Las chicas se ajustaban la ropa nerviosas, sacaban la barra de labios del bolso y mejoraban lo existente con una capa más. Se arreglaban el pelo y se ponían laca e intentaban comprobar el resultado en pequeños espejos. La expectación vibraba en el ambiente.

Fredrik Rehn vio la cola desde la ventana y se echó a reír.

– Mirad, chicos, ahí vienen los figurantes. Venga, tenemos que sacarle a lo de esta tarde todo el partido posible, ¿eh? No os reprimáis, ¿vale? Bebed y divertíos y haced lo que os apetezca. -Entornó los ojos, antes de proseguir-. Pero hacedlo delante de las cámaras. Que a nadie se le ocurra escabullirse y pasarlo bien por su cuenta, ¿eh? Eso sería incumplimiento de contrato.

– Joder, suenas como Drinkenstierna [5] -observó Calle. Varios de sus compañeros asintieron y acogieron con risas el comentario; todos menos Jonna, que no conocía sus celebérrimas giras por los bares.

Fredrik sonrió, pero con la mirada sombría.

– Bueno, haré como que no lo he oído, pero yo tengo clarísimo lo que queremos conseguir esta noche: entretener a la gente. Habéis sido elegidos porque sabéis darle marcha a cualquier sitio, y ésa es aquí vuestra misión. No lo olvidéis ni un segundo. No hemos invertido un montón de dinero en una producción como ésta sólo para que vosotros seis os distraigáis un poco bebiendo e incrementando vuestras posibilidades de ligar. Habéis venido a trabajar…

– Y entonces, ¿qué coño hace Jonna aquí? -preguntó Uffe riendo y mirando a su alrededor en busca de apoyo-. Ella no sería capaz de darle marcha ni a una residencia de ancianos…

Todos estaban ya acostumbrados a la crudeza de sus burlas, y Jonna no se molestó siquiera en levantar la vista, que mantenía fija en el suelo.

– Jonna ha alcanzado una enorme popularidad entre las chicas de catorce a diecinueve años. Muchas se identifican con ella, por eso la reclutamos para el programa. -Fredrik se dirigió a todo el grupo, pero, en su fuero interno, no pudo evitar darle la razón a Uffe. Aquella chica era como un agujero negro social. Absolutamente deprimente. Sin embargo, la decisión de admitirla vino

de las altas esferas, de modo que no había más remedio que aceptarlo.

– Bueno, entonces, todo el mundo tiene claro lo que toca esta noche, ¿no? ¡Marcha, marcha, marcha! -exclamó señalando obsequioso la mesa preparada con las bebidas-. Y, cuando Tina interprete su canción, la animamos todos, ¿verdad? -preguntó mirando a Uffe, que respondió con un bufido.

– Bueno, sí, lo que tú digas. A ver, ¿podemos empezar a beber ya o qué?

– Claro, adelante -respondió Fredrik con una sonrisa que dejó al descubierto una hilera reluciente de dientes blancos-. ¡Esta noche haremos buena televisión! -Los animó con los dos pulgares en alto.

Un murmullo disperso le confirmó que habían oído sus palabras. Acto seguido, se lanzaron sobre las bebidas.

La gente que guardaba cola ya empezaba a entrar.

Cuando Patrik llegó a casa, Anna estaba preparando la cena. Erica se encontraba en la sala de estar, viendo con los niños el programa infantil Bolibompa. Maja manoteó entusiasmada cuando apareció en la pantalla el oso Björne, y Emma y Adrian parecían estar en trance. A Erica le rugía el estómago y, muerta de hambre, olisqueó el aire: un exquisito aroma a comida tailandesa le llegó desde la cocina. Anna le había prometido cocinar algo que fuese rico y ligero a la vez y, a juzgar por el olor, había mantenido la primera parte de su compromiso.

– Hola, cariño -saludó Erica sonriente cuando Patrik entró en la sala. Parecía agotado. Y, además, después de observarlo con algo más de atención, algo sucio.

– ¿Qué has estado haciendo hoy? Pareces un poco… mugriento -le dijo al tiempo que le señalaba la camisa.

Patrik se miró la ropa y dejó escapar un suspiro. Empezó a desabotonarse la camisa.

– Estuve en el archivo de la comisaría, que está lleno de polvo, buscando unos papeles. Subo a darme una ducha rápida y a cambiarme y te lo cuento luego.

Erica lo vio desaparecer escaleras arriba en dirección al dormitorio y fue a la cocina.

– ¿No acaba de llegar Patrik? Me ha parecido oír la puerta -dijo Anna sin apartar la vista de las cacerolas.

– Sí, era Patrik. Pero ha subido a ducharse y a cambiarse de ropa. Parece que hoy ha tenido un día duro en el trabajo.

Ahora Anna levantó la vista de los fogones.

– Vale, pues si me ayudas a poner la mesa, estará todo listo para cuando baje.

Justo a tiempo. Cuando Patrik bajaba la escalera con el pelo mojado y el chándal de estar por casa, Anna colocaba la cacerola en la mesa.

– ¡Ñam! ¡Qué bien huele! -exclamó dedicándole una sonrisa a Anna. El ambiente en casa era totalmente distinto desde que su cuñada había despertado de nuevo a la vida.

– Un guiso tailandés, a base de leche de coco desnatada. Guarnición de arroz integral y verduras cocidas en el wok.

– ¿A qué vienen esas ansias de comida saludable? -preguntó Patrik un tanto escéptico, ya menos seguro de que el sabor de la comida hiciese honor al aroma.

– Pues verás, tu futura esposa ha expresado su deseo de que los dos estéis estupendos cuando encaminéis vuestros pasos hacia el altar, de modo que el «Plan fantástico» empieza ahora mismo.

– Sí, bueno, en eso puede que tengas algo de razón -admitió Patrik tirándose ligeramente de la camiseta, con la idea de ocultar la barriga que había cogido en los últimos dos años-. ¿Y los niños? ¿No van a comer con nosotros?

– No, ellos están bien donde están -dijo Anna-. Así tendremos un rato tranquilo para nosotros.

– Pero ¿y Maja? ¿Estará bien sola?

Erica se echó a reír.

– ¡Menudo padrazo estás hecho! Será sólo un rato. Y créeme, si hace algo, Emma vendrá como un rayo a chivarse.

Como una confirmación directa de sus palabras, se oyó la vocecita de Emma desde la sala de estar:

– ¡Ericaaaaa, Maja está trasteando el vídeo!

Patrik se echó a reír y se levantó.

– Ya voy yo. Sentaos y empezad vosotras.

Las dos oyeron cómo reñía a Maja, justo antes de darle un beso y luego otro a los dos mayores. Cuando volvió a la cocina, parecía más relajado.

– Y bien, ¿qué es lo que te ha hecho trabajar tan duro todo el día?

Patrik les refirió brevemente lo sucedido. Tanto Anna como Erica dejaron los tenedores en el plato, fascinadas por la historia. Erica fue la primera en hablar.

– Pero ¿cuál crees que es la conexión? Y ¿cómo vais a proseguir la investigación?

Patrik terminó de masticar antes de responder.

– Martin y yo nos hemos pasado la mitad de la mañana haciendo algunas llamadas para recabar información. El lunes intentaremos llegar al fondo de la cuestión.

– ¿Quieres decir que tienes libre el fin de semana? -preguntó Erica con tanta alegría como asombro. El trabajo de Patrik destrozaba más fines de semana de lo deseable.

– Sí, para variar. Y, de todos modos, a las personas con las que tengo que hablar no podré localizarlas hasta el lunes. Así que este fin de semana, ¡estoy a vuestra disposición, chicas! -exclamó con una amplia sonrisa que Erica no pudo, por menos, que devolver.

«¡Qué rápido había pasado todo!», se dijo Erica. Tenía la sensación de que había sido ayer cuando empezaron su relación y, al mismo tiempo, como si llevasen juntos toda la vida. A veces olvidaba que había tenido una vida sin Patrik. Y pensar que, dentro de unas semanas, iban a casarse… Oyó parlotear a su hija en la sala de estar. Ahora que Anna empezaba a recuperarse, podía volver a disfrutar de todo como antes.

Ella ya estaba sentada a la mesa cuando él se presentó, con diez minutos de retraso. Los pantalones que había aplastado bajo los cojines del sofá no resultaron tan fáciles de cepillar. Entre otras cosas, se había adherido a la parte trasera un gran pegote de chicle y, para retirarlo, tuvo que emplearse a fondo con paciencia con uno de los cuchillos más afilados que tenía en la cocina. Claro que el tejido había quedado bastante deslucido después de que lo hubiera pasado por el cuchillo, pero estaba seguro de que no se advertiría si se estiraba bien la chaqueta. Se miró una última vez en el cristal reluciente de un cuadro enmarcado para asegurarse de que todo estaba en orden. Aquella noche había puesto especial cuidado en enrollarse artísticamente el pelo en la mollera. Ni un milímetro del reluciente cuero cabelludo debía quedar al descubierto. Constató satisfecho que llevaba los años tan bien como el pelo.

Una vez más quedó sorprendido por el brinco que le dio el corazón ante la sola contemplación de aquella mujer. Verdaderamente, hacía mucho tiempo que no le latía con aquel ímpetu en el pecho. ¿Qué tenía su cuerpo rechoncho de mujer de mediana edad para provocar en él semejante reacción? La única respuesta que se le ocurría eran los ojos. Eran del azul más intenso que había visto jamás y, en contraste con el tono rojizo con que se teñía el cabello, destacaban como dos soles. La miró como embrujado y tardó en responder cuando ella le tendió la mano para estrechársela. Sin embargo, reaccionó enseguida y, como si se contemplase desde arriba, se vio inclinándose para, de un modo bastante anticuado, tomarle la mano y besársela respetuosamente. Por un instante, se sintió como un imbécil, incapaz de comprender de dónde le vino el impulso. Pero luego comprobó que su acompañante parecía apreciarlo y sintió en el estómago una agradable sensación de calidez. Aún dominaba aquellas artes. Aún sabía cómo llevar el agua a su molino.

– ¡Qué agradable es este sitio! Es la primera vez que vengo -aseguró ella con voz dulce mientras estudiaban la carta con atención.

– Es un local de primera clase, te lo aseguro -respondió Mellberg sacando pecho como si el Gestgifveriet fuera de su propiedad.

– Sí, y parece que se come muy bien -convino Rose-Marie mientras recorría con la mirada todas las exquisiteces que figuraban en la carta. Mellberg también ojeaba los platos y, por un instante, sintió que lo dominaba el pánico al ver los precios. Pero luego se encontró al otro lado de la carta con la mirada de Rose-Marie y su preocupación se aplacó. En una noche como aquélla el dinero no tenía la menor importancia.

Rose-Marie miró por la ventana, hacia el terreno de la granja.

– Al parecer iba a haber una fiesta esta noche.

– Sí, los del programa ese de televisión. En condiciones normales, aquí solemos vernos libres de ese tipo de espectáculos. Strömstad es, por lo general, el pueblo que cuenta con la oferta de ocio de la zona. Los colegas de allí son los que se encargan de la mayoría de los problemas de borracheras y los desmanes subsiguientes.

– ¿Pensáis que habrá problemas? ¿De verdad que puedes tomarte esta noche libre? -Rose-Marie parecía preocupada.

Mellberg emitió una tosecilla y sacó el pecho un poco más. Era una sensación muy agradable la de poder sentirse importante en compañía de una mujer hermosa. Desde que, sin motivo alguno, lo trasladaron a Tanumshede, le había sucedido con escasísima frecuencia. Por alguna razón, a la gente de allí le costaba detectar sus cualidades.

– He puesto a dos hombres a vigilar el jolgorio de esta noche -respondió-. Así que podemos comer y pasar un buen rato sin sobresaltos. Un buen jefe sabe delegar, y me atrevería a afirmar que ésa es una de mis mejores cualidades.

La sonrisa de Rose-Marie le confirmó que ella no dudaba ni por un segundo de su excelencia como jefe. Aquello tenía visos de convertirse en una noche maravillosa.

Mellberg volvió a mirar a la granja. Luego se olvidó por completo de todo lo relacionado con el espectáculo. Para eso estaban Martin y Hanna. Él tenía cosas más agradables a las que dedicarse.

Antes de salir al escenario, practicó los pocos ejercicios de voz que conocía. A decir verdad, sólo iba a cantar en playback, de modo que bastaba con que fuese haciendo la mímica oportuna ante el micrófono, pero nunca se sabía. En una ocasión, en Örebro, la reproducción del playback dejó de funcionar de improviso y, como no había practicado lo suficiente, tuvo que cacarear la canción en directo. Y no quería que volviera a sucederle algo así.

Tina sabía que los demás se reían de ella a sus espaldas. Y mentiría si dijera que no le molestaba, pero, por otro lado, poco más podía hacer salvo subir a escena y demostrar de qué era capaz. Porque aquélla era, sin duda, su gran oportunidad. Su posibilidad de hacer carrera como cantante. Tina quería ser cantante desde niña. Había pasado muchas horas delante del espejo imitando a intérpretes pop con la comba o con cualquier cosa que tuviese a mano como micro. Y gracias a El bar tuvo la oportunidad de demostrar su valía. Antes de solicitar su participación en El bar, la convocaron a una audición en el programa Idol, pero aquella experiencia aún le dolía. Los imbéciles del jurado se la habían cepillado sin piedad, y lo habían pasado por televisión una y otra vez. Entre otras cosas, dijeron que era tan mala a la hora de cantar como Svennis a la hora de ser fiel. Al principio, no comprendió qué querían decir, y se quedó así, con una sonrisa bobalicona. Pero luego el bocazas de Clabbe empezó a carcajearse y a decir que debería darle vergüenza, irse a casa y esconderse. No demasiado ocurrente por parte de Clabbe, pero al menos ella lo entendió. La humillación se prolongó cuando, con los ojos llenos de lágrimas, intentó convencerlos de que retirasen lo que acababan de decir y explicarles que, hasta entonces, todo el mundo le había dicho siempre que tenía una voz preciosa. Que sus padres se emocionaban cuando la oían cantar. Que nadie nunca, en toda su vida, la había preparado para que la descalificaran de forma tan radical. Se sentía tan feliz aquella mañana en la cola. Miraba a su alrededor con expresión de triunfo, convencida de que sería una de las elegidas, cuya interpretación haría llorar a Kishti, el más duro de los miembros del jurado. Había elegido la canción con mucho esmero a fin de impresionarlos. Cantaría Without you, de Mariah Carey, su gran ídolo. Cantaría de modo que los miembros del jurado saltaran de sus asientos y, a partir de ahí, comenzaría para ella una nueva vida. Se lo imaginaba perfectamente. Fiestas con famosos e histeria de admiradores. Giras veraniegas y vídeos en el canal MTV, exactamente igual que Darin. Lo único que tenía que hacer era ser elegida como participante y luego dominar. Pero todo salió mal. En lugar de triunfar, la exhibieron humillándola y burlándose de ella una y otra vez. Que los productores de El bar la llamaran después fue un regalo del cielo. Era una oportunidad que no podía desaprovechar. Al cabo de un tiempo, logró averiguar qué la hizo fracasar en Idol. Naturalmente, era el pecho. Su canción les gustó, claro que sí, pero no quisieron que permaneciese en el programa porque sabían que no tendría éxito si carecía de los demás requisitos. Y, para las chicas, uno consistía en tener las tetas grandes. De modo que cuando comenzaron las grabaciones de El bar, decidió empezar a ahorrar. Guardaría cada céntimo que ganase, hasta reunir lo suficiente para la operación. Con una talla cien, no habría obstáculos. Pero no pensaba teñirse de rubio. Hasta ahí podíamos llegar. Después de todo, ella era una chica inteligente.

Leif bajó del camión de la basura tarareando una cancioncilla. Por lo general, sólo recogía en la zona de los alrededores de Fjällbacka, pero un brote de gastroenteritis galopante lo había obligado a hacer el turno de varios compañeros, con lo que ahora tenía que hacer más horas y, además, en una zona más extensa que de costumbre. Aunque a él no le importaba demasiado. A Leif le encantaba su trabajo y la basura era basura en todas partes. Con el paso de los años, había llegado a acostumbrarse incluso al olor. De hecho, en la actualidad apenas había un olor que lo hiciese arrugar la nariz. Por desgracia, su olfato atrofiado le impedía disfrutar del aroma de los bollos de canela recién horneados, por ejemplo, o del perfume de una mujer, pero eran gajes del oficio. A él le gustaba ir al trabajo, no todo el mundo podía decir lo mismo.

Leif se puso los grandes guantes de trabajo y pulsó uno de los botones del salpicadero. El camión de la basura, de color verde, emitió un silbido ronco, pero empezó a bajar el brazo mecánico que levantaría por los aires el contenedor de la basura para luego arrojar su contenido en la prensa. Normalmente podía quedarse sentado en el camión y hacer desde allí la maniobra, pero aquel contenedor estaba un poco torcido, así que tuvo que tirar de él con las manos hasta colocarlo en la posición correcta. Y allí estaba, mirando cómo el brazo mecánico del camión lo elevaba lentamente. Aún era muy temprano y Leif bostezaba cada poco. Solía irse pronto a la cama, pero el día anterior se habían quedado con los chicos. El y su mujer adoraban a sus nietos y les permitieron que permaneciesen despiertos jugando más de lo debido. Pero valía la pena. Haberse convertido en abuelo puso el broche de oro a su vida. Sopló y vio ascender hacia el cielo la frágil nubecilla blanquecina. Sí que hacía frío, joder, y eso que ya estaban en abril. Claro que podía cambiar de repente. Leif miró a su alrededor y observó el barrio, compuesto en su mayoría por casas de veraneo. Pronto estarían habitadas, y la zona, llena de animación. Tendrían que vaciar todos y cada uno de los contenedores, de los que caerían restos de gambas, pero también botellas vacías de vino blanco que la gente no habría tenido ganas de llevar a la unidad de reciclado. Siempre la misma historia, igual verano tras verano. Volvió a bostezar y miró el contenedor, que se balanceaba en el aire, justo cuando se volcaba y su contenido se vaciaba en el camión. Se quedó petrificado. ¡Qué cojones!

Se abalanzó sobre el botón que detenía la prensa. Luego, sacó el móvil del bolsillo.

Patrik lanzó un hondo suspiro. El sábado no había resultado como él esperaba. Volvió a suspirar, más profundamente aún, y miró a su alrededor con resignación. Vestidos, vestidos y más vestidos. Tul y lazadas y lentejuelas y hasta el diablo y su tía. Empezó a sudar un poco y se tiró del cuello de la prenda de tortura que llevaba puesta. Le picaba y le apretaba en puntos extraños de su anatomía y le daba tanto calor como una sauna portátil.

– ¿Y bien? -preguntó Erica inspeccionándolo con mirada crítica-. ¿Te sientes cómodo? -Se volvió hacia la propietaria de la tienda, que pareció encantada de verla entrar con él pisándole los talones-. Creo que habrá que arreglarlo un poco, los pantalones le quedan demasiado largos -dijo dirigiéndose a Patrik de nuevo.

– Eso no es problema, nosotros lo arreglamos.

La señora se inclinó y empezó a coger el dobladillo con alfileres. Patrik hizo una mueca imperceptible.

– ¿Tiene que ser así de… estrecho? -protestó tirándose del cuello. Sentía que le faltaba la respiración.

– Este frac le queda perfecto -aseguró alegremente la señora, lo cual era un milagro, pues tenía dos alfileres en la comisura de los labios.

– Yo creo que me queda demasiado estrecho -insistió Patrik al tiempo que buscaba suplicante la mirada de Erica, con la esperanza de obtener un poco de apoyo.

Pero no hubo perdón. Erica dibujó lo que a él se le antojó una sonrisa diabólica y exclamó:

– ¡Estás guapísimo! Querrás estar tan elegante como sea posible el día de nuestra boda, ¿no?

Patrik observó pensativo a su futura esposa. Empezaba a dar muestras de ciertas tendencias preocupantes. Tal vez las tiendas de trajes de novios provocasen esa reacción en las mujeres. El, por su parte, no deseaba otra cosa que salir de allí cuanto antes. Comprendió resignado que sólo existía un modo de conseguirlo con rapidez. Con gran esfuerzo, se obligó a sonreír, sin dirigirse a nadie en particular.

– Sí -afirmó- Creo que empiezo a encontrarme muy, muy cómodo con éste, así que nos decidimos por él.

Erica palmoteo encantada. Por enésima vez, Patrik se preguntó qué tendrían las bodas que hacían brillar así los ojos de las mujeres. Claro que a él también le hacía ilusión la idea de casarse, pero, si le hubiesen dado a elegir, habría sido suficiente con una historia mucho más discreta. Aunque, claro, no podía negar que la felicidad que irradiaba la mirada de Erica lo reconfortaba enormemente. Pese a todo, lo más importante para él era su felicidad y, si ello implicaba que, durante un día, se viera obligado a llevar un traje de pingüino, caluroso y que picaba, pues así sería. Se inclinó y la besó en los labios.

– ¿Crees que Maja estará bien? Erica se echó a reír.

– Piensa que Anna tiene dos hijos propios, yo creo que sabrá cuidar de Maja.

– Ya, pero ahora tiene tres niños a los que cuidar, imagínate que tiene que salir corriendo en busca de Adrian o de Emma y, mientras tanto, se le escapa Maja…

Erica lo interrumpió y, con una sonrisa, lo reconvino dulcemente:

– Anda, déjalo ya. Yo los he estado cuidando a los tres todo el invierno y todo ha ido bien. Y, además, Anna dijo que Dan se pasaría por casa, así que no tienes nada de qué preocuparte.

Patrik se relajó. Erica tenía razón, pero él siempre temía que algo malo le ocurriese a su hija. Quizá a causa de todo lo que había visto en su trabajo. Sabía demasiado bien las terribles desgracias que podían sobrevenirle a la gente. Y a los niños. Había leído en algún lugar que, cuando se tenían hijos, uno se pasaba el resto de su vida como si tuviese una pistola apuntándole a la sien. Y no estaba muy lejos de la verdad. El miedo siempre estaba al acecho. Había peligros por todas partes. Sin embargo, intentaría dejar de pensar en ello en aquel momento. Maja estaba bien, seguro. Y Erica y él habían tenido la oportunidad de pasar un rato juntos y a solas.

– ¿Vamos a comer a algún sitio? -le propuso una vez que hubieron pagado en la tienda y después de darle las gracias a la señora. Brillaba un radiante sol primaveral, que los recibió cálido cuando salieron.

– Me parece una idea estupenda -aceptó Erica contenta, pasándole la mano por el brazo. Fueron así caminando por la calle comercial de Uddevalla, eligiendo entre los diversos restaurantes. Finalmente, se decidieron por un restaurante tailandés que había en una de las calles perpendiculares. Y ya estaban a punto de adentrarse en la aromática atmósfera del local cuando sonó el teléfono de Patrik. Miró la pantalla. Joder, de la comisaría.

– No digas nada… -comenzó Erica moviendo la cabeza con gesto cansado. Por la expresión de su rostro, comprendió enseguida de dónde procedía la llamada.

– Tengo que atender esta llamada, Erica… -le dijo-. Pero ve entrando tú, seguro que no es nada importante.

Erica murmuró entre dientes su escepticismo, pero siguió la recomendación de Patrik. El se quedó en la puerta y respondió con desgana manifiesta.

– Aquí Hedström. -La expresión de su semblante pasó, en un segundo, de la irritación a la perplejidad.

– ¿Qué coño estás diciendo, Annika?

– …

– En un contenedor de basura.

– …

– ¿Hay ya alguien en camino? ¿Martin? Ah, vale. Salgo hacia allí ahora mismo, pero estoy en Uddevalla, así que me llevará un rato. Dame la dirección exacta.

Hurgó en el bolsillo en busca de un bolígrafo, hasta que lo encontró. Pero, a falta de papel, tuvo que anotar la dirección en la palma de la mano. Luego colgó y respiró hondo. No sentía el menor deseo de decirle a Erica que tendrían que posponer el almuerzo e irse a casa enseguida.


A veces creía recordar a la otra, a la que no era tan dulce, tan hermosa como ella, ha otra, cuya voz era tan fría y tan implacable. Como un cristal duro y afilado. Curiosamente, a veces la echaba de menos. Le había preguntado a su hermana si la recordaba, pero ella negó con la cabeza sin pronunciar palabra. Luego cogió su mantita, la que era tan suave y con ositos de color rosa, y se abrazó a ella con fuerza. Y se dio cuenta de que claro que sí, de que su hermana también la recordaba. En algún lugar recóndito de su pecho, no de su cabeza, anidaba el recuerdo.

En una ocasión intentó preguntar por aquella voz. Adonde había ido a parar. A quién había pertenecido. Pero ella se indignó tanto… Sólo estaba ella, ella sola, decía. Nadie más. Nunca había existido nadie con la voz dura y agria. Sólo ella. Siempre y sólo ella. Luego, los abrazó a él y a su hermana. Sintió la seda de su blusa en la mejilla, el olor de su perfume en la nariz. Un mechón del cabello largo y rubio de su hermana le hacía cosquillas en la oreja, pero no se atrevió a moverse. No se atrevía a romper la magia. Y no volvió a preguntar nunca. Oírla enfadada era tan insólito, tan perturbador, que no se atrevía a arriesgarse.

Las únicas ocasiones en que la enojaba era cuando le pedía que le dejase ver lo que se escondía allá fuera. No quería pedírselo, sabía que era inútil, pero a veces no podía contenerse. Su hermana lo miraba con el terror plasmado en los ojos muy abiertos siempre que él balbuceaba aquella pregunta. El miedo de ella lo hacía encogerse por dentro, pero no podía impedir que en su garganta se formulase el interrogante. Surgía siempre de sus labios como una fuerza de la naturaleza, como si estuviese burbujeando en su interior y quisiera subir, salir.

La respuesta era siempre la misma. Primero, la decepción en su mirada. La decepción ante el hecho de que quisiera más, a pesar de lo mucho que ella le daba, a pesar de que se lo daba todo. Decepción por que quisiera algo distinto. Luego, la respuesta reposada. A veces lloraba cuando le respondía. Eso era lo peor. A menudo se arrodillaba, le cogía la cara entre las manos. Y, finalmente, la afirmación de siempre. Que era por el bien de ellos dos. Que un pájaro cenizo no podía vivir allí fuera. Que acabarían mal, tanto él como su hermana, si les permitía cruzar la puerta.

Después, echaba la llave antes de irse. Y se quedaba pensando en sus preguntas, mientras su hermana se sentaba a su lado, pegada a él.

Mehmet se inclinó sobre el borde de la cama y vomitó. Tenía la vaga conciencia de que el vómito chapoteaba en el suelo, en lugar de en el cubo, pero estaba demasiado ido para preocuparse por eso.

– Joder, Mehmet, ¡qué asco! -Oyó la voz de Jonna a lo lejos y, con los ojos medio cerrados, entrevió cómo salía disparada de la habitación. En su estado tampoco era capaz de preocuparse por eso. Lo único que tenía en la cabeza era el retumbar doloroso que le machacaba las sienes. Tenía la boca seca con un sabor repugnante, mezcla de vómito y de alcohol rancio. Sólo tenía una idea difusa de lo que había sucedido la noche anterior. Recordaba la música, recordaba el baile, recordaba a las chicas que, vestidas con faldas diminutas, se apretaban contra él ansiosas, desesperadas, con una actitud detestable. Cerró los ojos para aislarse de los recuerdos, pero sólo consiguió reforzarlos. De nuevo se intensificaron las náuseas y Mehmet volvió a asomar la cabeza por el borde de la cama. Ya sólo le quedaba bilis. En algún lugar, cerca de él, oyó la cámara zumbando como un abejorro. Las imágenes de su familia acudieron a su mente como un torbellino. La idea de que pudieran verlo así le multiplicaba por mil el dolor de cabeza, pero no tenía fuerzas para hacer nada al respecto, salvo cubrirse entero con el edredón.

Fragmentos de palabras y de frases iban y venían. Rondaban por su memoria, pero en cuanto intentaba unirlos y formar con ellos un contexto, se desvanecían en la nada. Había algo que debería recordar. Algo cuyo recuerdo debería captar.

Palabras de enojo, palabras de maldad que habían arrojado contra alguien como si de flechas emponzoñadas se tratase. ¿Contra alguien? ¿Contra él mismo, quizá? Mierda, no lo recordaba. Se acurrucó en posición fetal. Apretó los puños contra la boca. Las palabras volvían a su memoria. Palabras groseras. Acusaciones. Palabras feas, destinadas a herir. Si no recordaba mal, no estaba seguro, alcanzaron su objetivo. Alguien lloró. Elevó sus protestas. Pero no sirvió de nada. Las voces aumentaron el volumen. Más y más alto. Luego, el chasquido de un golpe. El sonido inconfundible de la piel que estalla contra otra piel a una velocidad capaz de producir dolor. Y vaya si dolió. Un aullido, un llanto desgarrador se abrió paso entre la bruma que lo envolvía. Se encogió aún más en la cama, bajo el edredón. Intentó mantener apartado todo aquello que le rebotaba en el interior del cráneo, de forma claramente inconexa. Pero no funcionó. Los fragmentos eran tan molestos, tan fuertes, que nadie parecía poder mantenerlos a raya. Además, querían algo de él. Había algo que Mehmet debía recordar. Algo que en realidad no quería recordar en absoluto. Todo resultaba tan difuso… De nuevo sintió náuseas. Y volvió a inclinarse sobre el borde de la cama.

Mellberg yacía en la cama mirando al techo. Aquella sensación que experimentaba… A decir verdad, no era capaz de señalar con exactitud de qué sensación se trataba. Pero sí era una sensación que no había sentido en mucho tiempo, de eso estaba seguro. Tal vez pudiese describirse como… satisfacción. Y no era ésa la sensación que debía experimentar, desde luego, teniendo en cuenta que se había ido a dormir tan solo como se despertó. Y, en su mundo, esa circunstancia jamás había ido aparejada a una cita satisfactoria. Pero las cosas habían cambiado desde que conoció a Rose-Marie. En verdad que habían cambiado. El había cambiado.

Fue una noche tan agradable… La conversación fluía con una soltura inaudita. Hablaron de todo lo habido y por haber. Y a él le interesaba oír lo que ella tuviese que contarle. Quería saberlo todo de ella, dónde creció, qué había hecho en la vida, con qué soñaba, qué tipo de comida le gustaba, cuáles eran sus programas de televisión favoritos. Absolutamente todo. En un momento dado de la velada, vio reflejada en el cristal de la ventana la imagen de los dos riendo, brindando, charlando. Y apenas se reconoció a sí mismo. Jamás había visto en su propia cara una sonrisa como aquélla, y no pudo dejar de admitir que le sentaba muy bien. Que a ella le sentaba bien sonreír, eso ya lo sabía.

Cruzó las manos bajo la nuca y se estiró. El sol primaveral se filtraba por la ventana y cayó en la cuenta de que hacía ya mucho que debería haber lavado las cortinas.

Se despidieron con un beso ante la puerta del Gestgifveriet. Con cierto reparo, con cierta cautela. El posó las manos sobre sus hombros con suma delicadeza, y la sensación de la superficie lisa y fresca del tejido en la yema de sus dedos, combinada con el aroma de su perfume cuando la besó, fue lo más erótico que jamás había experimentado. ¿Cómo era posible que aquella mujer lo alterase de tal modo? Y así, después de tan poco tiempo.

Rose-Marie… Rose-Marie… Pronunció su nombre saboreándolo. Cerró los ojos e intentó recrear su rostro mentalmente. Acordaron que volverían a verse muy pronto y Mellberg se preguntaba a qué hora no sería demasiado temprano para llamarla ese mismo día. Aunque, ¿no resultaría un tanto agobiante? ¿Demasiado ansioso? Pero ¡qué demonios! Aquello o funcionaba o no funcionaba: con Rose-Marie no tenía ganas de entrar en juegos complicados. Miró el reloj. Ya no era primera hora. Seguramente estaría despierta. Extendió el brazo para coger el auricular cuando sonó el teléfono. Vio en la pantalla que era Hedström. Su llamada no podía presagiar nada bueno.

Patrik se presentó en el lugar del hallazgo al mismo tiempo que los técnicos de la policía científica. Debieron de salir de Uddevalla más o menos cuando él se metió en el coche para llevar a Erica a casa. El viaje de regreso a Fjällbacka fue bastante lúgubre. Erica se dedicó a mirar por la ventana. No estaba enfadada, sólo triste, decepcionada. Y Patrik la comprendía. También él se sentía triste y decepcionado. Se habían dedicado tan poco tiempo el uno al otro los últimos meses… Patrik apenas recordaba cuándo fue la última vez que se sentaron sencillamente a charlar los dos solos. A veces detestaba su trabajo. En ocasiones así se preguntaba por qué habría elegido una profesión que hacía que, en la práctica, careciese por completo de tiempo libre. Podían requerirlo en cualquier momento. Su trabajo siempre estaba a una simple llamada telefónica de distancia. Pero, al mismo tiempo, era mucho lo que le daba. Por ejemplo, la satisfacción de sentir que él marcaba una diferencia. Al menos, de vez en cuando. Jamás habría soportado un trabajo en el que se viese obligado a mover papeles y a manejar cifras día tras día. La profesión de policía le producía una sensación de plenitud, de que su labor tenía sentido, de que era necesario. El problema o, más bien, el reto, consistía en que también en casa lo necesitaban.

Mierda, que tenga que ser tan difícil atender a todo el mundo, se lamentó Patrik mientras giraba para aparcar a unos metros del camión de la basura. Montones de personas se habían congregado alrededor del vehículo, pero los técnicos habían acordonado la zona marcando con cinta policial un área bastante extensa en torno a la parte trasera del camión, con el fin de asegurarse de que nadie la transitara y destruyese cualquier tipo de prueba. El jefe del equipo de la policía científica, Torbjörn Ruud, se le acercó para estrecharle la mano.

– ¡Hola, Hedström! Ya te digo, esto no tiene buena pinta.

– No, ya me han dicho que, al parecer, Leif recogió algo más que la basura con la que contaba.

Patrik asintió en dirección al hombre, que parecía presa del desaliento.

– Sí, se ha llevado un susto de muerte. No es un espectáculo agradable. El cadáver sigue ahí, no hemos querido tocarlo aún. Ven conmigo a verlo, pero ten cuidado en dónde pones los pies.

Ah, por cierto, toma -dijo Torbjörn tendiéndole un par de cintas de goma, que Patrik se puso alrededor de los zapatos, a fin de que sus huellas se distinguiesen del posible rastro dejado por el agresor o los agresores. Entraron juntos en la zona delimitada por la cinta blanca y azul. Patrik sintió en el estómago cierto desasosiego mientras se acercaban y tuvo que reprimir el impulso de darse media vuelta y marcharse de allí. Detestaba con toda su alma aquella parte del trabajo. Como de costumbre, tuvo que hacer acopio de valor antes de ponerse de puntillas para ver el fondo de la parte trasera del camión. Allí, en medio de un amasijo repugnante y maloliente de restos de comida, latas de conserva, pieles de plátano y otros residuos, yacía el cadáver de una chica desnuda. Flexionado, con los pies alrededor de la cabeza, como si estuviera entrenándose para algún tipo de acrobacia. Patrik miró inquisitivo a Torbjörn Ruud.

– Rigor mortis -explicó con parquedad-. Las articulaciones se pusieron rígidas cuando ya estaba en esa posición, es decir, después de que le flexionaran el cuerpo para meterla en el contenedor.

Patrik esbozó una mueca de rechazo. Aquello era indicio de una sangre fría inusitada, de un desprecio ilimitado por el ser humano; no sólo habían matado a la joven, sino que, además, se habían deshecho de su cadáver como si de un montón de basura se tratase. Arrojada a un contenedor. Sencillamente, le parecía repugnante. Patrik apartó la vista.

– ¿Cuánto tiempo os llevará la inspección del escenario del hallazgo?

– Un par de horas -respondió Torbjörn -. Supongo que, entretanto, empezaréis por preguntar a los vecinos de la zona por si ha habido testigos. Por desgracia, no hay muchos aquí -se lamentó señalando las casas vacías y abandonadas, a la espera de los inquilinos veraniegos. Sin embargo, alguna sí que estaba habitada todo el año, así que tendrían que confiar en la suerte.

– ¿Qué ha pasado? -se oyó la voz de Mellberg, tan irritada como de costumbre. Patrik y Torbjörn se dieron la vuelta y lo vieron caminar resoplando hacia donde ellos se hallaban.

– Han encontrado a una mujer ahí -respondió Patrik, señalando el contenedor que estaba a un lado de la calle. En ese momento, dos de los técnicos estaban colocándose los guantes para ponerse manos a la obra-. Este operario, Leif, descubrió el cadáver cuando vació el contenedor, por eso está en el camión de la basura.

Mellberg interpretó aquella respuesta como una exhortación a pasar por encima del cordón policial y acercarse al camión de la basura para comprobarlo. Torbjörn no intentó siquiera que se pusiera las cintas de goma en los zapatos. No tenía importancia, ya habían tenido que descartar las huellas de los zapatos de Mellberg en más de una ocasión, de modo que las tenían en el registro.

– ¡Joder! -exclamó Mellberg tapándose la nariz-. Aquí huele que apesta. -Se apartó, al parecer más afectado por el hedor del camión de la basura que por la visión del cadáver de la muchacha. Patrik suspiró para sí. Desde luego, todo seguía como siempre. Podían estar seguros de que Mellberg se comportaría de un modo inapropiado y con una falta de sensibilidad extrema.

– ¿Sabéis quién es? -preguntó Mellberg con expresión apremiante. Patrik negó con un gesto.

– No, por ahora no sabemos nada. Había pensado llamar a Hanna y pedirle que mirase si había llegado alguna denuncia de alguna joven que no hubiese vuelto a casa anoche. Y Martin está en camino; había pensado que él y yo podíamos empezar por interrogar a los pocos vecinos permanentes de la zona.

Mellberg asintió muy serio.

– Sí, me parece una buena idea. Es precisamente lo que pensaba sugerir.

Patrik y Torbjörn intercambiaron una mirada elocuente. Como era habitual, Mellberg se atribuía las iniciativas ajenas, pero rara vez aportaba alguna de su cosecha.

– En fin, ¿y dónde está el bueno de Molin? -preguntó Mellberg mirando displicente a su alrededor.

– Debería estar al llegar -dijo Patrik.

Como si fuese fruto de un ensayo, el coche de Martin apareció en ese preciso momento. Empezaba a ser difícil encontrar un sitio donde aparcar en la estrecha carretera de grava, así que tuvo que retroceder unos metros hasta que vio un hueco. Martin venía con la cabellera pelirroja totalmente encrespada cuando se acercó a ellos. Parecía cansado y aún tenía en la mejilla las huellas de la almohada.

– Había una chica muerta en el contenedor. Ahora está en el camión de la basura -explicó Patrik sucintamente.

Martin asintió sin más, pero no hizo amago alguno de ir a mirar. Su estómago tenía una marcada tendencia a descomponerse ante la contemplación de un cadáver.

– Hanna y tú estuvisteis de guardia ayer por la noche, ¿verdad? -preguntó Patrik.

Martin asintió.

– Sí, le estuvimos echando un ojo a la fiesta de la granja. Y buena falta que hizo. Se organizó un escándalo increíble y no llegué a casa hasta las cuatro.

– ¿Qué ocurrió? -preguntó Patrik frunciendo el ceno.

– En parte, lo habitual. Unos cuantos se emborracharon más de la cuenta, una bronca con un novio celoso, dos que habían bebido de más y llegaron a las manos. Pero nada comparado con la reyerta que estalló entre los participantes. Hanna y yo tuvimos que intervenir un par de veces.

– ¿No me digas? -respondió Patrik lleno de curiosidad-. ¿Y eso por qué? ¿Cuál fue el motivo?

– Al parecer, todos estaban mosqueados con una de las chicas del grupo. La de las tetas de silicona. Y llegaron a darle dos buenas bofetadas antes de que pudiéramos mediar nosotros -explicó Martin frotándose los ojos para ahuyentar el cansancio.

En la mente de Patrik empezó a forjarse una idea.

– Martin, ¿podrías ir a ver el cadáver que hay en el camión de la basura?

Martin respondió con un mohín:

– ¿De verdad crees que es necesario? Ya sabes cómo me… -se interrumpió y asintió resignado-. Por supuesto que lo haré, pero ¿por qué?

– Tú haz lo que te digo -insistió Patrik, que no quería revelarle aún lo que pensaba-. Luego te lo explico.

– Vale -respondió Martin angustiado. Cogió las cintas de goma que le ofrecía Patrik y, una vez que se las hubo puesto en los zapatos, cruzó apesadumbrado el cordón policial y dio un par de pasos cautelosos en dirección a la parte trasera del camión. Después de un último y hondo suspiro, bajó la vista para, inmediatamente, volverse hacia Patrik con la perplejidad plasmada en el rostro-. Pero si es…

Patrik asintió.

– La chica de Fucking Tanum. Sí, lo he entendido en cuanto has empezado a hablar de ella. Además, tiene toda la pinta de haberse llevado una buena paliza.

Martin fue alejándose del camión. Estaba blanco como la cera y Patrik se percató de que luchaba por retener el desayuno. Tras unos minutos de forcejeo, el pobre Martin tuvo que darse por vencido y echó a correr en dirección a un arbusto que había unos metros más allá.

Patrik se acercó a Mellberg, que, haciendo grandes aspavientos, hablaba con Torbjörn Ruud. Patrik los interrumpió.

– Hemos identificado el cadáver. Es una de las chicas del programa. Anoche hubo una fiesta en la granja y, según Martin, estalló una buena pelea con esa chica.

– ¿Pelea? -preguntó Mellberg arrugando la frente-. ¿Quieres decir que la maltrataron hasta acabar con ella?

– Eso no lo sé -admitió Patrik con un tonillo de irritación en la voz. En ocasiones, sencillamente no soportaba la estupidez de las preguntas de Mellberg-. Sobre la causa de la muerte sólo puede pronunciarse el forense, después de haberle practicado la autopsia. -Como tú bien deberías saber, añadió Patrik para sí-. Pero, desde luego, da la impresión de que ha llegado el momento de tener una charla con el resto del grupo. Y procurar que nos cedan todas las grabaciones de esa tarde. Puede que, por una vez, tengamos un testigo verdaderamente fiable por el que guiarnos.

– Sí, justo iba a decir que es posible que las cámaras hayan captado algo provechoso. -Mellberg se hinchó como un pavo,

convencido de que la idea era suya desde un principio. Patrik contó hasta diez. Aquello empezaba a cansarlo. Llevaba varios años jugando a aquel jueguecito y, sencillamente, se le estaba agotando la paciencia.

– Entonces, lo haremos así -dijo con una calma forzada-. Llamaré a Hanna para que nos informe de cuáles fueron sus observaciones de lo que sucedió ayer por la noche. También deberíamos hablar con los jefes de producción de Fucking Tanum, y, además, puede que sea conveniente informar al Consejo Municipal. Estoy seguro de que todos estarán de acuerdo en que la grabación del programa debe interrumpirse de inmediato.

– Y ¿eso por qué? -preguntó Mellberg lleno de asombro. Patrik lo miró atónito.

– ¡Es obvio! ¡Una de las participantes ha sido asesinada! No creo que puedan seguir grabando.

– Pues yo no estoy tan seguro -replicó Mellberg-. Conozco a Erling y hará lo posible para que esto continúe. Se juega su prestigio en este proyecto.

Por un instante, Patrik tuvo la sensación tan paralizante como inusual de que Mellberg tenía razón. Pero le costaba creerlo. Después de todo, no podían ser tan cínicos…

Hanna y Lars guardaban silencio sentados a la mesa. Parecían tan apáticos y cansados como de hecho se sentían, y todo aquello que había entre ellos sin aclarar flotaba en el ambiente y contribuía a acentuar su pesadumbre. Deberían hablar de tantas cosas… Pero, como de costumbre, no se dijeron nada. Hanna sentía aquel desasosiego tan familiar en el estómago que hacía que el huevo que se estaba comiendo le supiese a papel reseco. Se obligó a sí misma a masticar y tragar, masticar y tragar.

– Lars -comenzó en un intento por iniciar la conversación, pero se arrepintió enseguida. Su nombre le sonaba tan solitario y tan extraño cuando lo pronunciaba así, en medio de aquel silencio… Tragó saliva e hizo un nuevo intento-. Lars, tenemos que hablar. No podemos seguir así.

Él no la miró siquiera. Aplicaba toda su capacidad de concentración a la tarea de ponerle mantequilla al pan. Hanna contempló fascinada cómo Lars movía el cuchillo untando la mantequilla de un lado a otro, una y otra vez, hasta que estuvo bien repartida por toda la rebanada. Había algo hipnótico en aquel movimiento y, cuando volvió a dejar el cuchillo en el tarro, Hanna se sobresaltó. Lo intentó una vez más.

– Por favor, Lars, habla conmigo. Sólo te pido eso, que hables conmigo. No podemos seguir así.

Ella misma oía el tono desesperado de su ruego. El tono suplicante de su voz. Pero era como si estuviese atrapada, sin posibilidad de bajar de un tren que circulase a doscientos kilómetros por hora en dirección a un precipicio que se acercaba a toda velocidad.

Quería inclinarse y cogerlo por los hombros y zarandearlo y obligarlo a hablar. Pero sabía que no tenía sentido. Lars se encontraba en un lugar al que ella no tenía acceso, al que él jamás le daría acceso.

Con una gran pesadumbre en el pecho, en lo más hondo de su corazón, se puso a observarlo. Hanna había decidido guardar silencio y capitular una vez más. Como en tantas otras ocasiones anteriores. Pero lo quería tanto… Todo le gustaba en Lars. Su cabello castaño, aún despeinado después del sueño. Las finas líneas que cruzaban su cara y que, pese a ser algo prematuras, le imprimían carácter. La barba sin afeitar, que parecía una lija al tocarla.

Tenía que existir un modo. Hanna lo sabía. No podía permitir que ambos cayesen en aquel abismo tenebroso, juntos, pero, al mismo tiempo, separados. Siguiendo un impulso, se inclinó y le tomó la muñeca. Y notó que estaba temblando. Levemente, como la hoja de un álamo. Lo obligó a serenarse presionándole un poco el brazo contra la mesa, lo obligó a mirarla a los ojos. Fue uno de esos instantes que sólo se dan una vez en la vida. Uno de esos instantes en que sólo pueden decirse verdades. Verdades sobre su matrimonio. Verdades sobre la vida de ambos. Verdades sobre el pasado. Hanna iba a decir algo cuando sonó el teléfono. Lars dio un respingo y retiró el brazo. Luego, volvió a coger el cuchillo de la mantequilla. El instante se había esfumado.

– ¿Qué crees que pasará ahora? -le preguntó Tina a Uffe mientras daban profundas caladas a sus cigarrillos en el jardín.

– ¡Y yo qué coño sé! -respondió Uffe entre risas-. Pero me apuesto lo que quieras a que no pasará una mierda.

– Pero, después de lo de ayer… -vaciló un segundo y bajó la vista al suelo.

– Ayer no significa una mierda -insistió Uffe antes de formar un anillo de humo en el apacible aire primaveral-. No significa una mierda, créeme. Este tipo de producciones cuestan una fortuna, y no creo que vayan a cerrar el quiosco y a perder todo lo que han invertido hasta ahora. Ni lo sueñes.

– Pues yo no estaría tan segura -dijo Tina en tono sombrío y continuó mirándose los zapatos. De su cigarrillo no quedaba más que una larga columna de ceniza, que cayó directamente sobre sus botas de ante.

– ¡Mierda! -exclamó inclinándose velozmente para retirar la ceniza-. ¡Ya se han estropeado! ¡Con lo caras que me costaron, joder! ¡Mieeeerda!

– Te está bien empleado -opinó Uffe con una sonrisa burlona-. ¡Eres una consentida de mierda!

– ¿Cómo que consentida? -le espetó Tina redicha antes de volver la vista hacia otro lado-. Sólo porque mis padres no se hayan pasado la vida viviendo de las ayudas sociales, sino que han trabajado para conseguir algo de dinero… ¡Eso no significa que yo sea una consentida!

– Oye, tú pasa de mis padres, ¿eh? ¡Que no sabes una puta mierda de ellos! -Uffe agitó el cigarrillo encendido delante de su cara con gesto amenazador. Tina no se dejó amedrentar, sino que dio un paso adelante.

– ¡Sé cómo eres tú! ¡Así que no resulta muy difícil ver qué tipo de personas son tus padres!

Uffe cerró el puño y se le hincharon las venas de la frente. Tina comprendió que quizá había cometido un error. Recordó la noche anterior y, rápidamente, dio un paso atrás. Tal vez no debería haber dicho aquello. Justo cuando iba a suavizar un poco la cosa, apareció Calle y los miró inquisitivo, primero al uno, luego al otro.

– ¿Qué coño estáis haciendo vosotros dos? ¿Es que vais a pegaros o qué? -preguntó riéndose-. Claro, Uffe, tú eres un fiera pegando a las tías, así que venga, adelante. Veamos una repetición de la jugada.

Uffe resopló sin decir nada y bajó los brazos, pero siguió mirando a Tina con odio. Ella dio otro paso atrás. Uffe no era del todo normal. Una vez más, recreó imágenes fragmentarias y sonidos de la noche anterior y, muy nerviosa, se dio media vuelta y entró en la casa. Lo último que oyó fue lo que, en voz baja, le dijo Uffe a Calle antes de que se cerrase la puerta:

– Bueno, a ti tampoco se te da nada mal, ¿verdad?

Pero Tina no llegó a oír la respuesta de Calle.

Una ojeada al espejo del vestíbulo le reveló a Erica que su aspecto se correspondía perfectamente con el desencanto que sentía. Se quitó el anorak muy despacio y lo colgó junto con la bufanda, y prestó atención con curiosidad. Entre el griterío de los niños, que era considerable pero, por suerte, también alegre, oyó, alternando con la de Anna, la voz de otro adulto. Entró en la sala de estar. En un inmenso revoltijo, en medio del suelo, yacían tres niños y dos adultos, manoteando, chillando y agitando brazos y pies como si de los de un monstruo deforme se tratase.

– ¡Ajá! ¿Y qué es lo que está pasando aquí? -dijo con el tono más autoritario que supo adoptar.

Anna levantó la vista extrañada, con una sorprendente maraña en el pelo, por lo general tan bien peinado.

– ¡Hola! -exclamó Dan alegremente alzando también la vista hacia ella, aunque enseguida se volvió para seguir jugando a las peleas con Emma y Adrian. Maja se reía a carcajadas e intentaba contribuir tirándole a Dan de los pies con todas sus fuerzas.

Anna se incorporó y se sacudió los pantalones. Por la ventana que había a su espalda se filtraba la clara luz primaveral, que formó un halo alrededor de su rubio cabello. Erica pensó en lo guapa que era su hermana pequeña. Y, por primera vez, se dio cuenta de hasta qué punto se parecía a la madre de ambas. Aquella idea reavivó el dolor que siempre se hallaba latente en su corazón. Y entonces acudía a su mente la misma pregunta de siempre. ¿Por qué? ¿Por qué no las había querido su madre? ¿Por qué Elsy nunca tuvo para ellas una palabra amable, una caricia, una palmadita, algo, cualquier cosa? Lo único que recibieron de ella fue indiferencia y frialdad. Su padre era el polo opuesto. Ella era dura, él era amable. Ella era fría, él era la calidez misma. El intentó siempre explicarlo, excusarla, compensar. Y, hasta cierto punto, lo consiguió. Pero no podía ocupar su lugar. Ese lugar seguía vacío aún hoy en su alma, pese a que hacía ya cuatro años que Tore y Elsy habían fallecido en aquel accidente de tráfico.

Anna la observaba con expresión inquisitiva y Erica cayó en la cuenta de que se había quedado allí, mirándola fijamente. Intentó aparentar que no le ocurría nada y sonrió a su hermana.

– ¿Dónde está Patrik? -preguntó Anna antes de echar un último vistazo a la montaña humana que había en el suelo y de entrar en la cocina. Erica la siguió sin responder-. Acabo de poner una cafetera -prosiguió Anna, que empezó a servir tres tazas-. Y los niños y los mayores hemos hecho unos bollos. -Erica notó entonces el apetitoso aroma a canela que impregnaba la cocina-. Pero tú tendrás que conformarte con esto -dijo Anna poniendo sobre la mesa una bandeja con algo pequeño y con aspecto reseco.

– ¿Y eso qué es? -preguntó Erica decepcionada, tanteando los supuestos dulces con la mano.

– Bocaditos integrales -respondió Anna dándose media vuelta para retirar los bollos recién horneados de la encimera, donde los había puesto a enfriar, y colocarlos en una cesta.

– Pero… -balbució Erica impotente, mientras la boca se le hacía agua ante el espectáculo de aquellos bollos esponjosos rociados de azúcar.

– Bueno, yo creía que estaríais fuera más tiempo. Había pensado ahorrarte el disgusto y congelarlos antes de que llegaras. Pero como te has adelantado… Y si quieres estar motivada, piensa en el vestido.

Erica cogió una de las galletitas y se la llevó a la boca con escepticismo. Y sí, tal como se temía, igual podría estar masticando un trozo de aglomerado.

– Bueno, ¿dónde está Patrik? Y ¿por qué habéis vuelto tan temprano? Pensé que aprovecharíais para estar a gusto, dar una vuelta por el centro y comer y esas cosas. -Anna se sentó a la mesa de la cocina y gritó en dirección a la sala de estar-: ¡La merienda está lista!

– A Patrik lo llamaron del trabajo -respondió Erica e inmediatamente se dio por vencida y dejó la galleta en el plato. El primer bocado aún le crecía en la boca.

– ¿Del trabajo? -preguntó Anna extrañada-. Pero ¿no iba a tener el fin de semana libre?

– Sí, así era -respondió Erica, consciente de la amargura que destilaba su voz-. Pero no le quedó más remedio que irse. -Se detuvo un instante, insegura sobre cómo continuar, hasta que se decidió a decirlo claramente-: Leif, el conductor del camión de la basura, encontró esta mañana un cadáver en el camión.

– ¿En el camión de la basura? -preguntó Anna boquiabierta-. Y ¿cómo fue a parar allí?

– Pues, al parecer, el cadáver estaba en un contenedor, y cuando fue a vaciarlo…

– ¡Dios! ¡Qué espanto! -exclamó Anna sin dejar de mirar a Erica-. ¿Y de quién es el cadáver? ¿Será un asesinato? Bueno, claro, supongo que sí -se respondió a sí misma-. De lo contrario, ¿cómo iba a aparecer nadie en un contenedor? ¡Dios! ¡Qué espanto! -repitió.

Justo en ese momento entró Dan en la cocina. Las miró sin comprender y, sentándose junto a Erica, preguntó:

– ¿Qué es un espanto?

– Llamaron a Patrik del trabajo. Leif, el del camión de la basura, encontró un cadáver en el camión -explicó Anna adelantándose a Erica.

– ¡Anda ya! ¿Estás de broma? -preguntó Dan estupefacto.

– Por desgracia, no -intervino Erica sombría-. Pero os agradecería que no lo divulgarais. Ya se sabrá, a su debido tiempo, pero no tenemos por qué darles a las chismosas del pueblo más material del necesario.

– No, claro, no diremos nada -aseguró Anna.

– No me explico cómo puede Patrik tener el trabajo que tiene -observó Dan cogiendo un bollo de canela-. Yo no lo resistiría. Tener que enseñarles gramática a los adolescentes ya me parece bastante dramático.

– No, yo tampoco lo resistiría -confesó Anna con la mirada perdida. Tanto Dan como Erica lanzaron una maldición para sus adentros. Hablar de cadáveres y de asesinatos no era, quizá, lo más indicado para Anna.

Como si les hubiese leído el pensamiento, los tranquilizó:

– No os preocupéis por mí. No pasa nada porque habléis de ello. -Sonrió levemente y Erica se imaginó las escenas que pasaban por la mente de su hermana.

– ¡Niños! ¡Aquí están los bollos! -gritó Anna una vez más, rompiendo la tensión. Oyeron el tamborileo de dos pares de pies y un par de manos y otro de rodillas y, pocos segundos después, entró por la puerta el primer aspirante a un bollo de canela.

– Bollo, yo quiero bollo -canturreó Adrian mientras, con una agilidad asombrosa, trepaba a su silla. Poco después llegó Emma y, finalmente, gateando, apareció Maja. La pequeña no había tardado mucho en aprender el significado de la palabra bollo. Erica ya se disponía a levantarse cuando Dan se le adelantó.

Cogió a Maja, no pudo evitar darle un beso en la mejilla, la sentó despacio en su trona, partió un bollo en pedacitos y empezó a dárselo a la pequeña. Tanta muestra de dulces hizo que Maja sonriera de tal forma que dejó al descubierto el par de granitos de arroz que tenía en el labio inferior. Los mayores no pudieron evitar romper a reír. Era una monería de niña.

Nadie habló más de asesinatos ni de cadáveres. Pero todos siguieron pensando en aquello a lo que Patrik debía enfrentarse.

Todos aguardaban apáticos en la sala de descanso de la comisaría. Martin seguía luciendo una palidez antinatural y parecía tan cansado como Hanna. Patrik estaba apoyado en la encimera del fregadero, con los brazos cruzados, y esperó hasta que todos se hubieron servido café. Después de haber recibido la señal de aprobación de Mellberg, tomó la palabra.

– Esta mañana, muy temprano, Leif Christensson, propietario de una empresa de recogida de basuras, encontró un cadáver en su camión. En realidad, lo habían dejado en un contenedor, pero, al vaciarlo, cayó en el camión. Os puedo asegurar que está totalmente conmocionado. -Patrik hizo aquí una pausa y tomó un sorbo del café que tenía a su lado en la encimera. Luego prosiguió-: Acudimos enseguida al lugar del hallazgo y constatamos que se trataba de una mujer. A partir de las circunstancias hemos llegado a la conclusión preliminar de que se trata de un asesinato. El cadáver presenta, además, una serie de lesiones que apuntan a que fue agredida, lo cual confirmaría la hipótesis provisional. Sin embargo, no lo sabremos con seguridad hasta que no tengamos el resultado de la autopsia. En cualquier caso, trabajamos partiendo de la base de que la asesinaron.

– ¿Sabemos quién…? -comenzó a preguntar Gösta, pero Patrik lo interrumpió con un gesto.

– Sí, hemos identificado el cadáver de la mujer. -Patrik se volvió hacia Martin, que a duras penas podía combatir las náuseas ante el solo recuerdo de las imágenes que había visto. No parecía estar en disposición de hablar aún, de modo que Patrik continuó-: Parece que se trata de una de las participantes del programa Fucking Tanum. La chica a la que llaman Barbie. Pronto sabremos cuál era su verdadero nombre. No me parece lo bastante digno llamarla Barbie dadas las circunstancias.

– Pero… nosotros… Martin y yo la vimos ayer -balbució Hanna. Tenía la cara tensa y miraba a Patrik y a Martin alternativamente.

– Sí, lo sé -dijo Patrik con un gesto afirmativo hacia Martin-. Fue Martin quien la identificó. Por lo visto, hubo una pelea, ¿no? -preguntó enarcando una ceja y animando así a Hanna a que continuase.

– Sí… -respondió como pensándoselo, como si quisiera elegir sus palabras con sumo cuidado-. Sí, la cosa se puso bastante seria durante un rato. Los demás participantes se ensañaron con ella, pero lo que yo presencié fue más bien verbal, algún empujón, nada más. Martin y yo entramos y los separamos, y lo último que vimos fue que Barbie echó a correr llorando en dirección al pueblo.

Martin asintió para confirmar sus palabras.

– Sí, así fue -aseguró-. Hubo muchos gritos e insultos, pero nada que ocasionara las lesiones que presentaba el cadáver.

– Bien, tendremos que hablar con esa pandilla -resolvió Patrik-. Y averiguar de qué iba la pelea. Y si alguien vio adonde… -vaciló un instante a la hora de decir el nombre, pero aún no tenían otro por el que llamarla-… adonde se fue Barbie. También hemos de hablar con el equipo de televisión, e ir a buscar lo que grabaron ayer y echarle un vistazo.

Annika iba anotando mientras Patrik enumeraba las tareas que deberían abordar. Antes de dirigirse a Annika, reflexionó unos segundos, transcurridos los cuales le dijo:

– También debemos encargarnos de informar a la familia. Y averiguar si la gente observó algo raro ayer por la noche. -Volvió a guardar silencio, antes de añadir, en un tono grave-:

Cuando esto se sepa, y no tardará más de un par de horas, se organizará un buen caos. Esta noticia tendrá repercusión a escala nacional, y debemos contar con que estaremos prácticamente sitiados todo el tiempo que dure la investigación. Así que tened cuidado de con quién habláis y lo que decís. No quiero que circule por ahí un montón de información que yo… -Aquí dudó un segundo y añadió enseguida-:… que Mellberg y yo no hayamos sancionado.

Para ser sincero, sólo le preocupaba lo que Mellberg pudiera ir diciendo por ahí. A su jefe le encantaba estar en el candelero, y un periodista que supiera darle coba podría sonsacarle, en principio, toda la información que tenían del caso. Sin embargo, nada podía hacer él al respecto. Mellberg era el jefe de la comisaría, al menos nominalmente, y Patrik carecía de autoridad para ponerle una mordaza. Sencillamente, tendría que cruzar los dedos y confiar en que Mellberg tuviese un ápice de sentido común. Aunque, desde luego, no apostaría un céntimo por ello.

– Haremos lo siguiente. Yo iré a hablar con el jefe de producción… -Tamborileó con los dedos mientras hacía memoria para recordar el nombre.

– Rehn, Fredrik Rehn -intervino Mellberg, a lo que Patrik, sorprendido, le dio las gracias con un gesto. Era tan insólito que Mellberg aportase algún tipo de información relevante…

– Exacto, Fredrik Rehn -repitió Patrik-. Martin y Hanna, vosotros escribiréis un informe de lo que presenciasteis ayer por la noche. Y Gösta… -Patrik buscaba febrilmente algo de provecho que encomendarle a Gösta, hasta que se le ocurrió una tarea-. Gösta, tú intenta averiguar más cosas sobre los propietarios de la casa a la que pertenece el contenedor. En realidad, no creo que exista ningún vínculo, pero nunca se sabe.

Gösta asintió con gesto cansino. Una misión concreta… Se le hacía pesada aun antes de comenzar.

– Muy bien -dijo Patrik dando una palmada, señal de que daba por concluida la reunión-. Tenemos trabajo.

Todos murmuraron algo a modo de respuesta y se fueron levantando. Patrik los observó mientras salían de la sala. Se

preguntaba si eran conscientes de que las fuerzas de la naturaleza se desatarían sobre ellos en breve. Dentro de muy poco tiempo, los focos de toda Suecia apuntarían a Tanumshede. Tendrían que acostumbrarse a ver el nombre de su pueblo en las primeras páginas de todos los periódicos, de eso estaba seguro.

Joder, esto va a ser fantástico! Huele a éxito a cien kilómetros.

En el reducido espacio del autobús del estudio, Fredrik Rehn le dio al técnico una contundente palmada en la espalda. Habían revisado el material del día anterior y ya habían empezado a hacer los cortes. A Fredrik le gustó lo que había visto, pero incluso lo bueno podía mejorarse.

– ¿Podríamos añadir más abucheos mientras canta Tina? En la cinta resultan muy pocos y, bueno, teniendo en cuenta lo mal que lo hizo, merece algo más de presión.

Se echó a reír mientras el técnico asentía entusiasmado. Más abucheos, por supuesto, eso no suponía ningún problema. Si añadía un poco de sonido en varios canales, sonaría como si todos y cada uno de los asistentes al espectáculo se hubiesen pasado el rato abucheando a Tina.

– Este grupo es una gozada -se congratuló Fredrik. Se retrepó y cruzó las piernas-. Son tan absolutamente imbéciles… pero claro, ni ellos mismos son conscientes. Tina, por ejemplo, se ha creído de verdad que va a convertirse en una cantante de éxito, ¡y resulta que no atina con una sola nota! Estuve hablando con el productor de su single y me dijo que fue una pesadilla conseguir que sonara medio fumable siquiera. Me dijo que desafinaba tanto que estuvo a punto de reventar los altavoces. -Fredrik se rió complacido y se inclinó sobre la mesa de mezclas que tenían delante, llena de botones y de reguladores. Giró el que ponía «volumen»-. ¡Escucha esto! Qué sentido del humor, ¿no? -Fredrik lloraba de risa, y el técnico no pudo evitar reírse también al oír la versión de su canción, I Want to Be Your Little Bunny, que podría convertirla en presidenta de la República de los Inútiles Musicales. No era de extrañar que el jurado de Idol la hubiese condenado.

Unos toquecitos resueltos en la puerta vinieron a interrumpir sus risas.

– Entra -gritó Fredrik desde dentro dándose la vuelta para ver quién era, pero no reconoció al hombre que abrió la puerta-. Ajá… ¿qué puedo hacer por usted? -preguntó con una desagradable sensación en el estómago, provocada por la placa que acababan de mostrarle. Aquello no podía traer nada bueno. O quizá sí, dependiendo de lo que hubiera pasado y de lo televisivo que fuera-. ¿Qué lío han organizado ahora los muchachos? -preguntó con una risita al tiempo que se ponía de pie para ir a saludar.

El policía entró y, con cierta dificultad, encontró un lugar donde sentarse entre los montones de cables y conexiones. Con mirada curiosa, echó un vistazo a su alrededor.

– Exacto, aquí es donde se hace todo -respondió Fredrik henchido de orgullo-. Resulta difícil creer que, desde aquí, seamos capaces de hacer el programa que arrasa en las listas de audiencia. Bueno, una parte del proceso tiene lugar en los estudios centrales -admitió displicente-. Pero la primera versión sale de aquí.

El policía, que se había presentado como Patrik Hedström, asintió educadamente antes de aclararse la garganta con un carraspeo:

– Pues verá, resulta que tenemos malas noticias -declaró al cabo-. Se trata de uno de los participantes.

Fredrik miró al cielo con los ojos en blanco.

– A ver, ¿cuál de ellos? -preguntó lanzando un suspiro-. Espere, deje que lo adivine… Uffe. Ha montado algún escándalo. -Se dirigió al técnico y prosiguió-: ¿No te dije que Uffe sería el primero en crear una situación dramática? -Fredrik, cuya curiosidad iba en aumento, se volvió de nuevo al policía. Mentalmente, ya le daba vueltas a las posibilidades de incorporar al programa la novedad, cualquiera que fuese. Miró al policía apremiándolo a hablar.

Patrik volvió a carraspear y dijo en voz baja: -Por desgracia, hemos hallado muerto a uno de los participantes.

Fue como si hubiesen dejado caer una bomba en el angosto espacio del autobús atestado. Todo quedó en silencio, en suspenso. Sólo se oía el zumbido del equipo electrónico.

– ¿Qué ha dicho? -atinó a preguntar Fredrik cuando logró serenarse un poco-. ¿Que han encontrado muerto a uno de ellos? ¿A quién? ¿Dónde? ¿Cómo? -Las ideas giraban vertiginosamente en su cabeza. «¿Qué habría ocurrido?», se preguntaba mientras su mente fraguaba una tragedia mediática. Aquello no había ocurrido jamás con anterioridad, en ningún reality-show. Sexo sí, claro, eso ya estaba muy visto a aquellas alturas, los embarazos eran un terreno descubierto por Gran Hermano en Noruega, y en el tema de las declaraciones amorosas, el Gran Hermano sueco había ofrecido un exitazo con el caso de Olivier y Carolina. Y la agresión con un trozo de tubería en El bar se ganó las primeras páginas durante varias semanas. Pero, ¡una muerte! Eso era algo nuevo. Algo único. Fredrik aguardaba tenso a que el policía respondiese a sus preguntas, y sólo tuvo que esperar unos segundos.

– Se trata de la chica llamada Barbie. La encontraron esta mañana en… -Patrik dudó un instante, hasta que se decidió a continuar-… en un contenedor. Todo apunta a que le arrebataron la vida.

– ¿Que le arrebataron la vida? -repitió Fredrik, calcando aquella expresión ñoña-. ¿Asesinado? ¿La han asesinado? ¿Es eso lo que está diciendo? Pero, ¿quién? -Seguramente Fredrik parecía tan desconcertado como de hecho se sentía. Aquello no se hallaba en la lista de posibles sucesos que había confeccionado mentalmente.

– Por el momento, no tenemos ningún sospechoso, pero comenzaremos un turno de interrogatorios lo antes posible. Interrogaremos a los participantes del programa. Los policías que vigilaron la fiesta de ayer han dado parte de las disputas que surgieron entre la joven asesinada y los demás participantes.

– Sí, bueno, algún que otro empujón y alguna palabra más alta que otra y esas cosas -admitió Fredrik, recordando las escenas que acababa de revisar-. Pero nada tan grave como para… -Dejó la frase sin concluir, pero tampoco era necesario.

– Además, queremos una copia de la grabación de ayer. -Patrik sonó convincente y expresó su deseo mirando a Fredrik a los ojos;

Este le sostuvo la mirada, antes de replicar.

– No tengo autoridad para ceder las cintas -respondió sereno-. Hasta que no vea un documento legal en virtud del cual se me obligue a ceder el material, éste permanecerá aquí. Cualquier otra cosa es impensable.

– ¿Es consciente de que se trata de una investigación de asesinato? -preguntó Patrik irritado, aunque no demasiado sorprendido. Desde luego, había abrigado la esperanza de conseguirlo, pero, en realidad, no confiaba en ello.

– Sí, soy consciente, pero no podemos ceder nuestro material así, sin más. Existe una larga serie de principios éticos con los que hemos de contar. -Exhibió una sonrisa afable a modo de excusa. Patrik resopló al oírlo: ambos sabían que la ética no tenía nada que ver con su negativa.

– En cualquier caso, doy por hecho que interrumpirán las emisiones de inmediato, dado lo ocurrido, ¿no? -preguntó a modo de afirmación Patrik.

Fredrik meneó la cabeza como disculpándose.

– Eso es de todo punto imposible. Tenemos un horario de grabación reservado para las próximas cuatro semanas, y parar una producción así, sin más… No, no, eso es imposible, sencillamente. Ni creo que a Barbie le hubiese gustado, ella habría querido que continuásemos.

Con una simple ojeada a Patrik constató que se había pasado un poco. El policía estaba encendido de ira y hacía visibles esfuerzos por tragarse un par de improperios.

– ¿No querrá decir que van a seguir adelante pese a que… -se interrumpió, indignado, e hizo un inciso-. ¿Cómo se llamaba la chica en realidad? No puedo seguir llamándola Barbie, me suena como una humillación. Por cierto, voy a necesitar todos sus datos personales, así como los de su pariente más próximo. ¿Es ésa una información que puedan facilitarme, o se trata también de una cuestión de ética? -La última palabra rezumaba sarcasmo, pero su rabia no pareció afectar a Fredrik. Estaba acostumbrado a enfrentarse a los sentimientos agresivos que, por alguna razón, tan fácilmente se desencadenaban en los reality-shows, de modo que, muy tranquilo, le respondió:

– Se llama Lillemor Persson. Se crió en casas de acogida, de modo que no tenemos a nadie registrado como su pariente más cercano. Pero les proporcionaré todos los datos de que disponemos, no hay problema -afirmó con una sonrisa complaciente-. ¿Cuándo comenzarán los interrogatorios? ¿Existe la posibilidad de que se nos permita filmarlos?

Nada perdía por intentarlo, pero la mirada asesina de Patrik le valió como respuesta.

– Iniciaremos la ronda de interrogatorios de inmediato -respondió Patrik tajante antes de levantarse para salir del autobús. No se molestó en despedirse, sino que cerró a su espalda dando un elocuente portazo.

– Joder, menuda bicoca! -exclamó Fredrik entusiasmado. El técnico no pudo por menos de asentir. Fredrik no se explicaba la suerte que habían tenido, la concentración dramática que ahora tendrían oportunidad de servir directamente en las salas de estar de la población. Toda Suecia querría verlos. Por un instante, pensó en Barbie. Luego, tomó el auricular. Los jefes tenían que enterarse. Fucking Tanum se convierte en C.S.I. ¡Joder! ¡Menudo éxito!

– ¿Cómo lo hacemos? -preguntó Martin. Él y Hanna habían decidido quedarse trabajando en la sala de descanso. Cogió el termo de café para llenar las tazas y Hanna se puso un poco de leche antes de remover-. ¿Te parece que cada uno escriba primero su informe, o lo redactamos de forma conjunta directamente?

Hanna reflexionó un instante.

– Yo creo que será más completo si lo hacemos de forma conjunta, así iremos corrigiendo y precisando los detalles que cada uno recuerde.

– Sí, seguramente tienes razón -respondió Martin encendiendo el portátil-. ¿Escribo yo, o prefieres hacerlo tú?

– Escribe tú -respondió Hanna-. Yo sigo haciéndolo con dos dedos y jamás he conseguido adquirir un promedio de pulsaciones digno de mención.

– Vale, escribo yo -rió Martin mientras introducía la contraseña. Abrió un documento de Word y se preparó para llenarlo-. El primer indicio que yo noté ayer de una pelea fueron las voces que procedían desde detrás de la casa. ¿Tú también?

Hanna asintió.

– Sí, yo no me di cuenta de nada hasta que oí las voces, lo único en lo que tuvimos que intervenir con anterioridad fue para encargarnos de aquella chica que estaba tan borracha que no se tenía en pie. ¿Qué hora sería? ¿Las doce? -Martin iba escribiendo mientras Hanna hablaba-. Luego, creo que en torno a la una, oí a aquellos dos que discutían a gritos. Te llamé y fuimos a la parte trasera de la casa y vimos a Barbie y a Uffe.

– Ajá… -comentó Martin sin dejar de escribir-. Yo miré la hora, era la una menos diez. Fui el primero en doblar la esquina y, cuando llegué, vi que Uffe tenía a Barbie cogida por los hombros y la zarandeaba con violencia. Corrimos hasta donde se encontraban, yo me encargué de Uffe y lo aparté de ella, y tú te quedaste con Barbie.

– Sí, así fue -convino Hanna dando un sorbo de café-. No dejes de anotar que la agresividad de Uffe era tal que, incluso cuando lo habías agarrado y lo sujetabas fuertemente, seguía pateando al aire para alcanzar a Barbie.

– Sí, exacto -dijo Martin. El texto del documento crecía sin cesar-. «Separamos a las partes e hicimos que se calmasen» -leyó en voz alta-. «Yo hablé con Uffe y le expliqué que, si no se relajaba, tendría que hacer una visita a la comisaría.»

– No habrás escrito «si no se relajaba», ¿verdad? -rió Hanna.

– No, bueno, después lo cambiaré. Retocaré y burocratizaré el texto luego, quédate tranquila, pero ahora prefiero plasmar las palabras tal como las decimos, para que no se nos escape ningún detalle.

– Vale -aceptó Hanna con una sonrisa. Luego se puso muy seria otra vez y continuó-: Yo hablé con Barbie e intenté averiguar lo que había provocado la pelea. Estaba muy alterada y decía que Uffe se había enfadado mucho porque creía que ella había ido hablando mal de él, pero Barbie aseguraba que no tenía ni idea de a qué se refería. Luego se serenó y a mí me pareció que se encontraba mejor.

– Después los dejamos ir a los dos -completó Martin levantando la vista del ordenador. Pulsó la tecla «intro» dos veces para comenzar un nuevo párrafo, tomó un sorbo de café y continuó-: El siguiente incidente se produjo… bueno, hacia las dos y media, diría yo.

– Sí, creo que eso es bastante exacto -dijo Hanna-. Sobre las dos y media o las tres menos cuarto, más o menos.

– Fue uno de los asistentes a la fiesta quien reclamó nuestra presencia, porque se había organizado una pelea en la pendiente que desemboca en la escuela. Acudimos allí. Vimos a varias personas que atacaban a una sola, empujándola y propinándole puñetazos no demasiado fuertes, sin dejar de gritar. Son los participantes Mehmet, Tina y Uffe, que están atacando a Barbie. Intervenimos y ponemos fin al enfrentamiento. Todos están muy alterados y la lluvia de insultos no cesa. Barbie está llorando, tiene el pelo revuelto y el maquillaje corrido y parece destrozada. Yo hablo con los demás participantes, intento averiguar qué ha sucedido. Dan la misma respuesta que Uffe, que «Barbie ha ido por ahí diciendo un montón de mentiras», pero no me dan más detalles.

– Entretanto, yo, a unos metros de los demás, hablo con Barbie -añade Hanna, visiblemente afectada por el relato-. Está triste y tiene miedo. Le pregunto si quiere ponerles una denuncia, pero asegura que no, en absoluto. Me quedo un rato hablando con ella para tranquilizarla, intento averiguar qué pasa realmente, pero insiste en que no tiene ni idea. Al cabo de un rato, me doy la vuelta para ver qué tal te va a ti. Vuelvo a dirigirme a Barbie, veo que corre en dirección al pueblo, pero luego gira a la derecha y toma la calle Affársvägen. Sopeso la posibilidad de echar a correr tras ella, pero recapacito y pienso que quizá necesite estar sola y calmarse. -En este punto, a Hanna le tembló un poco la voz-. A partir de ahí, no vuelvo a verla.

Martin alzó la vista del ordenador y sonrió como consolándola.

– No habríamos podido hacer otra cosa, Hanna. Tú no habrías podido hacer otra cosa. Lo único que sabíamos era que se pelearon y se dijeron cosas muy fuertes. Nada podía inducirnos a suponer que… -Martin vaciló un segundo-… que acabaría así.

– ¿Crees que la mató uno de los otros participantes? -preguntó aún con la voz temblorosa.

– No lo sé -dijo Martin mientras observaba en la pantalla el texto que había escrito-. Pero creo que hay motivos para sospechar que así fue. Ya veremos qué sacamos en limpio de los interrogatorios.

Dicho esto, guardó el documento y apagó el portátil. Se levantó y lo cogió para llevárselo.

– Me voy a mi despacho a darle a esto un tono formal. Si recuerdas algo más, me lo dices.

Hanna asintió sin pronunciar palabra. Cuando Martin se hubo marchado, se quedó allí un rato más. En sus manos, que sostenían la taza de café, se apreciaba un ligero temblor.

Calle se dio una vuelta por el pueblo. En Estocolmo solía entrenar en el gimnasio cinco veces por semana, pero allí tenía que contentarse con dar paseos para mantener a raya los michelines de la cerveza. Apremió el paso un poco para quemar grasas. Tener un buen físico no era nada detestable. El despreciaba a la gente que no se preocupaba de su cuerpo. Era un verdadero placer contemplarse en el espejo y comprobar que los músculos se sucedían alineados en el abdomen, que los bíceps se tensaban cuando flexionaba los brazos, igual que el pecho se marcaba bajo la camisa de aquel modo perfecto. Cuando salía por la zona de Stureplan, solía desabotonarse la camisa con cierto estudiado descuido hacia la medianoche. A las tías les encantaba. No podían resistir la tentación de meter la mano por la camisa y tocarlo y pasar las uñas por los músculos del abdomen de acero. Después de eso, estaba chupado lo de llevarse a casa a alguna pieza joven.

A veces se preguntaba cómo habría sido su vida si no dispusiera de un montón de pasta. Cómo sería vivir igual que Uffe o que Mehmet, que vivían en un apartamento de mierda en las afueras y que salían a flote como podían. Uffe había alardeado con él de los robos y los demás asuntos en los que estaba involucrado, pero a Calle le costó contener la risa cuando le reveló las cantidades que solía sacar. Joder, a él su padre le daba más pasta para sus gastos semanales.

Aun así, había algo que le impedía llenar el vacío que sentía en la región del corazón. Se había pasado los últimos años buscando algo que, finalmente, colmase ese vacío. Más champán, más marcha, más tías, más polvo blanco en la nariz, más de todo. Siempre más de todo. Siempre desplazando el límite más allá, gracias a todo el dinero que podía despilfarrar. El dinero no era suyo, todo era de su padre. Y siempre pensaba: «Pronto se terminará»; pero seguía habiendo dinero. Su padre pagaba una factura tras otra, compró el piso de Östermalm sin pestañear, pagó a la chica que se montó la historia sobre la violación, totalmente inventada, claro, porque ella los acompañó de buen grado a Ludde y a él, y no cabía la menor duda de lo que se sobreentendía en esos casos. La bolsa siempre estaba llena, como un monedero mágico donde nunca faltaba dinero. No parecían existir ni límites ni exigencias. Y Calle sabía por qué. Sabía por qué su padre jamás le diría que no. Sabía que sus remordimientos lo obligarían a seguir pagando. Su padre inundaba con dinero el agujero que Calle tenía en el pecho, pero el dinero desaparecía sin llenar nunca el vacío.

Cada uno a su manera, ambos intentaban sustituir con dinero lo que habían perdido. Su padre, dando; Calle, recibiendo.

Cuando lo asaltaban los recuerdos, aumentaba el dolor en el lugar donde se abría el agujero. Calle aceleraba entonces el ritmo de sus pasos, se presionaba a sí mismo, intentaba hacer que las evocaciones desaparecieran. Lo único que podía acallarlas era una mezcla de champán y cocaína. A falta de otra cosa, tenía que vivir con eso. Y entonces, aceleraba el ritmo aún un poco más.

Gösta suspiró sentado ante el escritorio. Cada año le costaba más encontrar la motivación necesaria. Acudir al trabajo por la mañana exigía más energía de la que tenía, y esforzarse después por hacer algo concreto le resultaba casi imposible. Era como si sus articulaciones operasen bajo el peso de una carga invisible cada vez que intentaba trabajar. No tenía fuerzas para emprender nada y era capaz de pasarse días angustiado ante la idea de la exigencia de la tarea más insignificante. Ni él mismo comprendía cómo había llegado a aquella situación. Le había ido ocurriendo sin darse cuenta, a medida que transcurrían los años. Desde que murió Majbritt, la soledad lo había devorado por dentro, arrebatándole las pocas ganas de trabajar que tenía. Por descontado, nunca fue un as en el trabajo y era el primero en admitirlo, pero siempre hizo lo que debía y, de vez en cuando, incluso con cierta satisfacción. Ahora, en cambio, se planteaba cada vez con más frecuencia la pregunta de si aquello era de alguna utilidad. No tenía hijos a los que dejarles ningún legado, puesto que su único hijo había muerto a los pocos días de nacer. Tampoco había nadie que lo esperase en casa por las noches, nada con lo que llenar los fines de semana, aparte del golf Era lo bastante perspicaz para no ignorar que el golf se había convertido en una especie de obsesión, más que en un pasatiempo. Si por él fuera, se pasaría las veinticuatro horas del día jugando. Pero con eso no pagaba el alquiler, de modo que tendría que seguir trabajando hasta que la jubilación llegase para liberarlo. Gösta contaba los días.

Se sentó y clavó la mirada en la pantalla del ordenador. Por razones de seguridad, no tenían conexión a Internet, de modo que averiguó el nombre correspondiente de la dirección realizando una llamada al servicio de información telefónica. Tras una breve conversación, consiguió que le dieran el nombre de los propietarios de la casa a la que pertenecía el contenedor. Gösta dejó escapar un suspiro. Era una tarea absurda desde el principio. Su escepticismo se vio refrendado cuando supo que los dueños tenían su residencia habitual en Gotemburgo. Era evidente que esas personas no tenían nada que ver con el asesinato. Sencillamente, habían tenido la mala suerte de que el asesino eligiese justo su contenedor como destino final de la chica muerta.

En este punto de su reflexión, empezó a pensar en la joven. Su falta de energía para el trabajo no guardaba relación alguna con su capacidad de empatía. Sufría con las víctimas y sus familiares y se alegraba de, al menos, no haber tenido que ver el cadáver de la muchacha. Martin aún conservaba cierta palidez cuando se lo cruzó por el pasillo.

Gösta tenía la sensación de haber cumplido su cupo de personas muertas durante todos sus años de profesión. Después de cuarenta años en aquel oficio, aún recordaba a cada uno de ellos. La mayoría eran fruto de accidentes o suicidios, los asesinatos se contaban entre las excepciones. Pero cada caso de muerte había dejado una muesca en su memoria, y era capaz de evocar imágenes tan nítidas como fotografías. Tantas visitas como había hecho a los familiares del fallecido… Tanto llanto, tanta desesperación, conmoción y horror. Quizá su apatía se debiese a que su vaso de desgracias ya estaba colmado. Quizá cada muerte, el dolor y el sufrimiento de cada persona, habían ido llenando el vaso poco a poco, hasta que ya no quedaba lugar para una sola gota más. No era una excusa, pero sí una posible explicación.

Con un suspiro, cogió el auricular dispuesto á llamar a los propietarios de la casa para informar de que les habían dejado un cadáver en el contenedor. Marcó el número. Mejor terminar con ello cuanto antes.

– ¿De qué va esto? -preguntó Uffe en la sala de interrogatorios, tan cansado como enojado.

Patrik tardó un poco en responder. Martin y él se entretuvieron primero en sacar sus papeles y ponerlos en orden. Estaban sentados enfrente de Uffe, ante la endeble mesa que, junto con las cuatro sillas, constituía el único mobiliario de la sala. Uffe no parecía estar especialmente nervioso, observó Patrik para sí, pero, a lo largo de los años, había aprendido que el aspecto de las personas que se sometían a un interrogatorio de la policía tenía muy poco que ver con cómo se sentían en realidad. Se aclaró la garganta, cruzó las manos por delante de los documentos y se inclinó un poco.

– Al parecer anoche se produjo una buena pelea, ¿no? -Patrik escrutó con interés la reacción de Uffe, que se limitó a exhibir media sonrisa. El joven se retrepó con indiferencia manifiesta y soltó una risita.

– Bah, ¿aquello? Sí, ése se pasó con la mano dura, ahora que lo pienso -dijo señalando a Martin-. Quizá habría que considerar la posibilidad de poner una denuncia por violencia desmedida. -Volvió a reír mientras Patrik sentía que su irritación aumentaba por momentos.

– Sí -asintió sereno-. Tenemos aquí un informe de Martin, mi colega, y de la otra agente que estuvo en el lugar. Y ahora quiero escuchar tu versión.

– Mi versión -dijo Uffe estirando las piernas de modo que quedó medio tumbado en la silla, lo que no parecía una postura muy cómoda-. Mi versión es que hubo una simple bronca. Una bronca de nada, porque habíamos bebido. Nada más. ¿Por qué? -Uffe entornó los ojos y Patrik se dio cuenta de que su cerebro alcoholizado trabajaba de un modo frenético.

– Oye, verás, aquí las preguntas las hacemos nosotros, no tú -le respondió Patrik tajante-. A la una menos diez de la madrugada, dos de nuestros policías vieron cómo atacabas a Lillemor Persson, una de las participantes del programa.

– Querrás decir Barbie -lo interrumpió Uffe con una risotada-. Lillemor… joder, eso sí que tiene gracia.

Patrik tuvo que contener el impulso de darle a aquel jovenzuelo una buena bofetada. Martin pareció presentirlo, de modo que tomó la palabra con la intención de darle a Patrik tiempo de serenarse.

– Fuimos testigos de cómo te empleaste con Lillemor a empujones y puñetazos. ¿Qué fue lo que desencadenó esa pelea?

– No entiendo por qué tanta murga con eso. ¡Si no fue nada! Fue un pequeño… desacuerdo. ¡Apenas la toqué! -El desenfado de Uffe empezaba a ceder ante cierta preocupación.

– ¿En qué no estabais de acuerdo? -continuó Martin.

– ¡En nada! O sea, bueno, ella había ido hablando mal de mí, y me enteré. Sólo quería que lo confesara. ¡Y que lo retirase! No puede dedicarse a ir por la vida contando mierdas sin más. Yo sólo quería que le entrase en la cabeza.

– Y cuando, unas horas más tarde, la atacaste con otros participantes, ¿era eso lo que pretendías, que le entrase en la cabeza? -intervino Patrik mirando el informe.

– Bueeeno -respondió Uffe vacilante. Su posición en la silla era ya más normal y la sempiterna sonrisa empezaba a esfumarse de su rostro-. Pero, joder, preguntadle a Barbie directamente. Os juro que pensará lo mismo. Fue una simple bronca, no es para que intervenga la poli.

Patrik y Martin cruzaron una breve mirada. Luego, Patrik miró a Uffe y dijo:

– Lillemor no podrá decirnos mucho sobre esto. La han encontrado muerta esta mañana. Asesinada.

Un denso silencio invadió la sala. Uffe palidecía por momentos. Martin y Patrik aguardaban su reacción.

– Estás… Estáis de broma, ¿no? -logró articular por fin. Pero ninguno de los policías se pronunciaba. Muy despacio, las palabras de Patrik empezaron a hacer mella en su cerebro. Ya no quedaba ni rastro de la sonrisa-. ¡Qué coño! ¿Creéis que yo…? Pero si yo… ¡Si sólo fue una bronca de nada! Yo no habría… Yo no… -Uffe sólo era capaz de balbucir, con la mirada vacilante y nerviosa.

– Vamos a necesitar hacerte una prueba de ADN -repuso Patrik al tiempo que ponía sobre la mesa el material necesario-. No tendrás nada que objetar, ¿verdad?

Uffe dudó un instante.

– No, coño -dijo al fin-. Coged lo que queráis. Yo no he hecho nada.

Patrik se inclinó y, con un bastoncillo de algodón, tomó una muestra de saliva del interior de la mejilla de Uffe. Por un segundo, pareció que el joven cambiaba de opinión, pero ya era tarde, y el bastoncillo cayó en un sobre que Patrik cerró enseguida. Uffe se quedó contemplando el sobre. Tragó saliva y miró a Patrik con los ojos desorbitados.

– No cortaréis la emisión, ¿verdad? No podéis. Quiero decir que no, que no podéis hacerlo sin más. -Su voz destilaba desesperación, y Patrik sintió crecer el desprecio que le inspiraba aquel espectáculo. ¿Cómo era posible que un programa de televisión fuese más importante que la vida de una persona?

– No nos corresponde a nosotros decidirlo -respondió Patrik secamente-. Sino a la productora. Si hubiese estado en mi mano, habríamos acabado con esa porquería en un abrir y cerrar de ojos, pero… -Abrió los brazos en señal de impotencia y vio el alivio reflejado en la cara de Uffe-. Puedes irte -le dijo con acritud. Aún tenía grabado en la memoria el cuerpo de Barbie, desnudo y sin vida, y la idea de que su muerte se convirtiese en entretenimiento televisivo le producía náuseas. ¿Qué le pasaba a la gente?

El día había empezado estupendamente. Había sido divino, divino de verdad, se atrevería a decir. Primero salió a hacer una carrera bien larga bajo el frío aire primaveral. Por lo general, no era un gran aficionado a la naturaleza, pero aquella mañana, para su sorpresa, se alegró al ver la luz del sol filtrándose por entre el follaje de las copas de los árboles. Aquella maravillosa sensación duró en su pecho hasta que llegó a casa y propició unos minutos de sexo con Viveca que, para variar, se dejó convencer fácilmente. Ésa era, por lo demás, una de las pocas nubes que ensombrecían la existencia de Erling. Desde que se casaron, ella había ido perdiendo prácticamente todo interés por esa faceta del matrimonio y era incuestionable lo absurdo que resultaba buscarse una esposa joven y de buen ver de la que luego no se podía disfrutar. No, aquello tenía que cambiar. Las actividades de aquella mañana lo reafirmaron en su convicción de que tendría que hablar muy seriamente sobre ese detalle con la buena de Viveca. Tendría que explicarle que el matrimonio consistía en un toma y daca, unos servicios por otros. Y si, en lo sucesivo, quería seguir recibiendo ropa, joyas, diversión y un hogar decorado con objetos caros y hermosos, tendría que generar y renovar su entusiasmo y mostrarse dócil en los terrenos que exigía su hombría. Aquello nunca había supuesto ningún problema antes de que se casaran, cuando ella vivía en un bonito apartamento que pagaba él y tenía que competir con su mujer, con la que llevaba casado treinta años. Entonces se mostraba complaciente a todas horas y en los lugares más extraordinarios. Erling notó que su vigor se avivaba ante el solo recuerdo. Quizá hubiese llegado la hora de recordárselo a Viveca. Después de todo, él tenía bastante que recuperar.

Erling acababa de poner el pie en el primer peldaño de la escalera, para subir a la planta de arriba, cuando lo interrumpió el timbre del teléfono. Por un instante, sopesó la posibilidad de ignorar la llamada, pero luego se dio la vuelta y se dirigió a la mesa de la sala de estar, donde se encontraba el inalámbrico. Quizá fuese algo importante.

Cinco minutos después seguía con el auricular en la mano, mudo de espanto. Las consecuencias de la noticia que acababa de recibir cruzaban su mente como un torbellino y su cerebro se esforzaba por dar con alguna posible solución. Se levantó resuelto y gritó en dirección a la primera planta:

– Viveca, me voy a la oficina. Se ha producido un incidente del que tengo que hacerme cargo enseguida.

Un murmullo procedente del piso superior le confirmó que Viveca lo había oído, de modo que Erling se puso raudo la cazadora y cogió las llaves del coche que estaban colgadas junto a la puerta de entrada. Con aquello no había contado, desde luego. ¿Qué demonios iba a hacer ahora?

Ser Mellberg en un día como aquél era una delicia. Tuvo que recordarse el motivo por el que se encontraba donde se encontraba y, con no poco esfuerzo, compuso una expresión tras la cual ocultar la satisfacción que sentía, mostrando una mezcla de implicación y resolución. Sin embargo, aquello de ser el centro de atención de los focos se le daba a la perfección. Sencillamente, realzaba su persona. Y no podía dejar de preguntarse cómo reaccionaría Rose-Marie al verlo aparecer como el hombre clave de la comisaría en todos los diarios de la mañana y de la tarde. Sacó pecho y echó hacia atrás los hombros en una pose que se le antojaba poderosa. El flash de las cámaras casi lo cegaba, pero supo mantener la postura. Aquélla era una ocasión que no podía desaprovechar.

– Disponen de un minuto más para hacer fotos, luego tendrán que calmarse un poco.

El mismo era consciente del respeto que infundía su voz y disimuló un estremecimiento de gozo. Para aquello había venido al mundo. Durante unos segundos más se oyó el chasquido de las cámaras, hasta que alzó una mano y paseó la mirada por los representantes de la prensa allí congregados.

– Como ya saben, esta mañana hemos encontrado el cadáver de la joven Lillemor Persson.

Un mar de manos se alzó en el aire, y Mellberg aceptó magnánimo la intervención del enviado del Expressen.

– ¿Se ha constatado ya que fue asesinada? -Todos aguardaban expectantes su respuesta, con el bolígrafo a unos milímetros del bloc de notas. Mellberg carraspeó discretamente.

– No podemos afirmar nada hasta que no dispongamos del examen del forense, pero todo indica que le quitaron la vida.

Un murmullo y el rumor de los bolígrafos siguieron a su respuesta. Las cámaras de televisión, identificadas con el canal y la redacción a la que pertenecían, zumbaban vertiendo sobre Mellberg la potente luz de sus focos. Durante un segundo, sopesó a cuál de ellas debía dar prioridad, hasta que decidió ofrecer su mejor perfil al canal Cuatro. Como quiera que la avalancha de preguntas no cesaba, Mellberg hizo un gesto hacia un periodista de otro diario vespertino.

– ¿Tienen algún sospechoso en este momento? -Una vez más, se hizo un silencio cargado de expectación por la respuesta de Mellberg, que entornó los ojos levemente ante la potencia de los focos.

– Hemos interrogado a varias personas -declaró-. Pero, por ahora, no tenemos ningún sospechoso concreto.

– ¿Se interrumpirán las grabaciones del programa Fucking Tanum? -En esta ocasión le tocó el turno de preguntas a un reportero del noticiario Aktuellt. La expectación flotaba en el aire.

– No tenemos ningún derecho, ni, por otro lado, ningún motivo, para intervenir en esa cuestión. Adoptar una postura a ese respecto es competencia de los productores del programa y de la dirección del canal de televisión.

– Pero ¿acaso puede un programa como ése continuar grabando después de que hayan asesinado a uno de sus participantes? -insistió el mismo reportero.

Mellberg respondió, manifiestamente irritado:

– Como acabo de decir, no tenemos posibilidad de intervenir sobre ese particular. Tendrán que hablar con el canal de televisión directamente.

– ¿La habían violado? -Ya nadie esperaba la aprobación de Mellberg, sino que las preguntas le llovían como pequeños proyectiles.

– A esa pregunta tendrá que responder la autopsia.

– Pero ¿había algún indicio de violación?

– Estaba desnuda cuando la encontramos, pueden sacar sus propias conclusiones.

Mellberg enseguida cayó en la cuenta de que tal vez no hubiese sido muy conveniente dar a conocer ese dato, pero se sentía abrumado por la presión a la que estaba sometido, hasta el punto de que parte de la satisfacción y la excitación que había experimentado ante la idea de la conferencia de prensa empezaba a atenuarse poco a poco. Aquello no tenía nada que ver con las conferencias de prensa para los medios de comunicación locales.

– ¿Existe alguna relación entre el crimen y el lugar donde la encontraron? -En esta ocasión, era uno de los reporteros locales quien había conseguido colarse con una pregunta, compitiendo con los periodistas de los grandes diarios nacionales y de la televisión, que parecían estar mucho más curtidos a la hora de abrirse paso a codazos.

Mellberg sopesó cuidadosamente la respuesta. No quería irse de la lengua una vez más.

– No hay ningún indicio de que exista tal conexión, por ahora -dijo al cabo de unos segundos.

– Pero, ¿dónde la encontraron? -se apresuró a sacar partido el reportero del diario vespertino-. Corre el rumor de que hallaron su cadáver en un camión de la basura. ¿Es eso cierto? -Una vez más, todas las miradas quedaron pendientes de los labios de Mellberg. El comisario se los humedeció, algo nervioso.

– No hay comentarios.

Joder, no iban a ser tan tontos como para no comprender que aquella respuesta significaba que el rumor era cierto. Quizá debería haberle hecho caso a Hedström, que, justo antes de la conferencia de prensa, le propuso encargarse él del turno de preguntas. Pero, que lo ahorcaran si estaba dispuesto a ceder una ocasión como aquélla para ser el centro de las cámaras. El recuerdo de la indignación que experimentó cuando Hedström formuló la pregunta le infundió valor y le ayudó a recobrar el ánimo.

– ¿Sí? -dijo invitando a hablar a una mujer que llevaba un buen rato agitando la mano, sin haber tenido aún ocasión de hablar.

– ¿Han interrogado a alguno de los participantes de Fucking Tanum?

Mellberg asintió. Esos muchachos no tenían el menor reparo en hacer el ridículo en la televisión, de modo que no le preocupó lo más mínimo compartir esa información con la prensa.

– Sí, los hemos interrogado.

– ¿Alguno de ellos es sospechoso del asesinato? -El cámara del noticiario Rapport no dejaba de filmar mientras el reportero sostenía un enorme micrófono cerca de Mellberg para captar su respuesta.

– En primer lugar, aún no se nos ha confirmado que se trate de un asesinato. Pero no, por ahora, no disponemos de ningún dato que apunte a ninguna persona en particular. -Una mentira inofensiva, desde luego. Mellberg había leído el informe de Molin y de Kruse, y ya se había forjado una idea muy clara de quién era el culpable. Pero no era tan necio como para compartir ese tesoro antes de tener atados todos los cabos.

Las preguntas empezaban a repetirse y Mellberg se oyó a sí mismo recurrir una y otra vez a las mismas respuestas. Finalmente, se cansó y les comunicó que daba por terminada la conferencia de prensa. Con el repiqueteo de las cámaras fotográficas a su espalda, salió de la sala con toda la autoridad de que fue capaz. Su deseo era que, cuando Rose-Marie pusiera las noticias aquella noche, viese que era todo un hombre.

Durante los días que siguieron a la muerte de Barbie, le había ocurrido en más de una ocasión que la gente se detenía a señalarla murmurando. Cierto que estaba acostumbrada a que se quedasen mirándola desde que apareció en Gran Hermano, pero aquello era muy distinto. No se trataba de la natural curiosidad o admiración que despertaba el hecho de que hubiese aparecido en televisión, sino de un ansia de sensacionalismo y algo así como una sed mediática que la hacía encogerse de malestar.

En cuanto supo lo de Barbie, sintió deseos de irse a casa de inmediato. Su primer impulso fue huir, retirarse al único lugar en el que podía refugiarse. Al mismo tiempo, era consciente de que, en el fondo, aquello no era una solución. En casa se encontraría con el mismo vacío, la misma soledad. No habría allí nadie que la abrazase, que le acariciase la cabeza…, todos aquellos gestos sin importancia que todo su cuerpo pedía a gritos. Sin embargo, no había nadie que se los ofreciera, nadie que pudiese satisfacer aquella necesidad. Ni en su casa ni allí. De modo que tanto le daba irse como quedarse.

La caja que tenía detrás se le antojaba vacía. Ahora la ocupaba otra chica, una de las habituales de la tienda. Y aun así, ella tenía la sensación de que estaba desierta. A Jonna le sorprendió descubrir el vacío que había dejado Barbie. Se había burlado de ella, la había rechazado, apenas la había considerado un ser humano. Pero después de lo ocurrido, ahora que ya no estaba, Jonna reparaba en la alegría que irradiaba, pese a la inseguridad que sentía, pese a haber optado por el tipo de chica rubia que ansiaba despertar la atención del entorno. Barbie siempre conservó el buen humor. Era la que reía, la que se sentía feliz con lo que estaban haciendo y la que intentaba animar a los demás. Y, en lugar de agradecérselo, se burlaron de ella y la condenaron juzgándola como si fuera una tía buena imbécil que no merecía ningún respeto. Y ahora que ya no estaba, resultaba evidente cuál había sido su aportación.

Jonna se tiró un poco más de los puños de las mangas. Hoy no tenía el menor interés en atraer miradas raras de compasión y admiración mezcladas con desprecio. Las heridas eran más profundas de lo habitual. Desde que Barbie murió, se había cortado a diario. De forma más dura y brutal que nunca. Más hondo en su propia carne, hasta que veía cómo se abría la piel antes de escupir la sangre que circulaba por debajo. Pero la visión de aquel flujo rojo y palpitante ya no lograba mitigar su ansiedad.

Era como si la angustia se hubiese instalado tan hondo en su ser que ya nada podía afectarle.

En ocasiones oía en su cabeza voces airadas, como si de una grabación se tratase. Podía oír lo que decían como desde fuera, o desde arriba. Era espantoso. Todo había salido tan mal. Era tan atroz. La oscuridad se había adueñado de su interior sin que ella pudiese hacer nada por evitarlo. Toda aquella materia oscura de la que intentaba liberarse a través de la sangre, por medio de las heridas, se había inflamado como una rabia incontrolable.

Ahora sentía que el vacío de la caja que tenía detrás se mezclaba con la vergüenza. Y con el miedo. Sentía el palpitar de las heridas. Era la sangre, más sangre, que quería salir.

– ¡Maldita sea! ¡Yo opino que ha llegado el momento de cerrar este circo! -gritó Uno Brorsson estampando el puño en la gran mesa de reuniones de las oficinas municipales, al tiempo que fijaba en Erling una mirada exigente. Ni siquiera miró a Fredrik Rehn, al que habían invitado para hablar de lo sucedido y para que les comunicase la postura de la productora.

– Pues yo opino que deberías calmarte un poco -respondió Erling con un punto de censura en la voz. En realidad, tenía ganas de agarrar a Uno por la oreja y arrastrarlo fuera de la sala de reuniones, como si se tratara de un niño desobediente, pero la democracia era la democracia y tuvo que reprimirse-. Lo que ha sucedido es una gran tragedia, pero nada que implique que debamos tomar decisiones precipitadas, más emocionales que racionales. Estamos aquí para discutir con calma la continuidad del proyecto. He invitado a Fredrik para que nos cuente cómo ven ellos el ser o no ser del programa, y os recomiendo que le prestéis atención. No en vano, él es el experto en este tipo de producciones y, por más que lo ocurrido constituye una novedad absoluta y, bueno, como he dicho, una tragedia, seguro que sus puntos de vista sobre cómo enfrentarnos a ello son sensatos.

– Menudo tontaina, un engreído de la capital -masculló Uno en voz baja, pero lo bastante alto como para que lo oyera Fredrik. El productor optó por ignorar el comentario y se sentó a horcajadas en la silla, con los brazos apoyados en el respaldo.

– Bueno, comprendo que esto haya despertado muchos sentimientos encontrados. Naturalmente lamentamos profundamente la muerte de Barbie, Lillemor, y tanto yo como todo el equipo de producción en Estocolmo sentimos mucho lo ocurrido. -En este punto, emitió un ligero carraspeo y bajó la vista apesadumbrado. Tras un instante de incómodo silencio, alzó la mirada de nuevo-. Pero, como dicen en Estados Unidos: The show must go on. Del mismo modo que vosotros no interrumpiríais vuestro trabajo si alguno de vosotros, Dios no lo quiera, sufriese una desgracia, tampoco nosotros podemos hacerlo. Además, estoy convencido de que Barbie, Lillemor, habría querido que continuásemos. -Otro silencio, y de nuevo una mirada tristona.

Se oyó un sollozo en uno de los extremos de la enorme mesa reluciente.

– Pobre muchacha -se lamentó Gunilla Kjellin enjugándose una lágrima con la servilleta.

Por un instante, Fredrik pareció un tanto molesto, pero luego continuó:

– Tampoco podemos ignorar la realidad. Y una realidad es que hemos invertido una suma muy cuantiosa de dinero en Fucking Tanum, una inversión que, confiamos, nos proporcione un buen rendimiento tanto a vosotros como a nosotros. A nosotros, con índices de audiencia y con los ingresos procedentes de los anuncios publicitarios; y a vosotros, con turistas y los ingresos que ellos generen. Una ecuación muy sencilla.

Erik Bohlin, el jefe municipal de economía, comenzó a alzar la mano para indicar que deseaba hacer una pregunta, pero como Erling temía que encauzase la discusión en una dirección no deseada, lanzó al joven economista una agria mirada que lo indujo a bajar la mano de inmediato.

– Pero ¿cómo vamos a tener turistas ahora? Los asesinatos tienen cierto… efecto disuasorio sobre el turismo…

El anterior consejero municipal, Jórn Schuster, observaba a Fredrik Rehn con el ceño fruncido, y era evidente que esperaba obtener una respuesta. Erling notó que le subía la presión sanguínea y contó mentalmente hasta diez. Que la gente tuviera que ser tan jodidamente negativa siempre… Era un suplicio tener que fingir que tomaba en consideración a unas… personas, que no habrían sobrevivido ni un solo día en el volcán de la realidad a la que él estaba acostumbrado de sus años como jefe. Se dirigió a Jórn con serena frialdad.

– Debo decir que tu postura me decepciona enormemente, Jörn. Si había alguien a quien yo creyese capaz de ver la imagen a gran escala, ése eras tú. Un hombre con tu experiencia no debería distraerse con los detalles. Lo que aquí debemos promover es el bien del municipio, no dedicarnos a detener todo aquello que supone un avance, como una pandilla de simples burócratas.

Constató que el reproche, debidamente envuelto en adulación, provocó un débil destello en los ojos del antiguo consejero municipal. Lo que más deseaba Jórn, por encima de todo, era que lo siguieran considerando el hombre importante, como si hubiese dejado el puesto voluntariamente para actuar como una especie de mentor del recién llegado. Tanto Jórn como Erling sabían que no era el caso, pero Erling estaba dispuesto a seguirle el juego, con tal de lograr lo que quería. La cuestión era si Jórn también lo estaba. Erling aguardó, paciente. Reinaba un denso silencio en la sala y todos miraban a Jórn expectantes, deseosos de ver cuál sería su reacción. Su poblada barba blanca se agitó ligeramente cuando, tras un buen rato de reflexión, se dirigió a Erling con una sonrisa paternal.

– Por supuesto, Erling, tienes razón. Yo también, en mis muchos años al frente de este municipio, he apoyado el desarrollo de grandes ideas sin dejarme entorpecer por las opiniones negativas ni por los pequeños detalles. -Asintió satisfecho y miró a su alrededor. Todos estaban perplejos e intentaban en vano recordar a qué grandes ideas aludía Jórn.

Erling asintió complacido. El viejo zorro había adoptado la decisión adecuada. Sabía por qué caballo debía apostar a la larga. Y con ese respaldo, Erling respondió al fin a la pregunta.

– En lo que concierne al turismo, nos hallamos en la situación única de haber visto el nombre de nuestro municipio escrito en letras grandes en todas las primeras planas del país. Claro que en relación con una tragedia, pero el hecho es, pese a todo, que el nombre del pueblo empieza a grabarse en la conciencia de casi todos los suecos. Y es una circunstancia que podemos utilizar ventajosamente. Sin duda. De hecho, pienso implicar a una agencia de publicidad, para que nos ayuden a decidir la mejor manera de sacarle partido al espacio mediático.

Erik Bohlin murmuró un comentario sobre el «presupuesto», pero Erling lo desechó de un manotazo, como si de una mosca irritante se tratara.

– Esa no es la cuestión ahora, Erik. A eso, precisamente, me refería antes, eso sólo son detalles. Ahora estamos pensando a lo grande, lo otro ya lo arreglaremos. -Se volvió hacia Fredrik Rehn, que había seguido el intercambio de opiniones con evidente regocijo-. Y Fucking Tanum sigue contando con todo nuestro apoyo. ¿Verdad? -Erling dirigió entonces la vista hacia los demás y fue clavando en cada uno de ellos una intensa mirada.

– ¡Por supuesto! -se oyó la vocecilla de Gunilla Kjellin, que lo miró llena de admiración.

– ¡Sí, qué coño, que siga funcionando esa porquería! -exclamó iracundo Uno Brorsson-. De todos modos, ya no puede ser peor.

– Sí -aprobó también Erik Bohlin escuetamente, aunque con un millón de preguntas en el aire.

– Está bien, está bien -accedió Jórn Schuster tironeándose de la barba-. Es una tranquilidad oír que todos sois capaces de ver «la imagen a gran escala», the big picture, exactamente igual que Erling y yo.

Le dirigió una amplia sonrisa a Erling, que hizo un esfuerzo por estirar la comisura de los labios para corresponderle. Aquel viejo no sabía lo que decía y, sin embargo, sonreía con todas sus ganas. Aquello había ido mejor de lo esperado. ¡Joder, qué listo era!

– ¿Pescado o ave?

– Algo intermedio -respondió Anna riéndose.

– Venga, por favor -protestó Erica sacándole la lengua a su hermana. Estaban sentadas en la terraza, tomando café bien abrigadas bajo unas mantas. Erica tenía en el regazo las propuestas de menú del Stora Hotel, y notaba que se le hacía la boca agua. La estricta dieta de las últimas semanas había puesto en marcha sus papilas gustativas y había avivado su hambre, y tenía la sensación de que, literalmente, estaba a punto de babear.

– ¿Qué te parece esto, por ejemplo? -preguntó antes de leerle a Anna en voz alta-. «Colas de cangrejo sobre una base de ensalada con vinagreta de lima» de primero; «lenguado con risotto de albahaca y zanahorias tostadas con miel», de segundo; y de postre, «tarta de queso con salsa de frambuesa».

– Dios, ¡qué rico! -exclamó Anna que también empezaba a tragar saliva-. Sobre todo el lenguado suena fantástico. -Dio un sorbo de café, se abrigó un poco mejor con la manta y contempló el mar que se extendía ante su vista.

Erica no podía por menos de admirarse al ver cómo había cambiado su hermana últimamente. Observó el perfil de Anna y vio que de sus facciones emanaba un sosiego que no recordaba haber detectado en ella nunca. Erica siempre estuvo preocupada por Anna y era un alivio ver que podía relajarse un poco.

– ¿Te imaginas lo que le habría gustado a papá vernos aquí sentadas charlando? -dijo Erica-. Siempre intentó hacernos ver que debíamos cuidar nuestra relación de hermanas. Pensaba que yo te protegía demasiado, como si fuera tu madre.

– Lo sé -le respondió Anna volviéndose hacia Erica con una sonrisa-. También hablaba conmigo, intentaba hacerme comprender que debía ser más responsable, más adulta, no dejarte a ti toda la carga. Porque eso es lo que hacía. Y aunque protestaba por tu actitud maternal, en cierto modo me gustaba. Siempre confiaba en que tú fueras la maternal y la madura.

– Me pregunto cómo habrían sido las cosas si Elsy hubiese asumido esa responsabilidad. Porque le correspondía a ella, no a mí. -Erica sintió que se le hacía un nudo en el pecho al pensar en su madre. Una madre que, durante toda su niñez, estuvo presente físicamente, pero cuya mente estaba en otra parte.

– De nada sirve especular -opinó Anna reflexiva llevándose la manta hasta la barbilla. Aunque estaban al sol, el viento soplaba frío y aprovechaba cualquier resquicio para filtrarse-. Quién sabe lo que ella vivió de niña. Bien mirado, nunca nos habló de su niñez, ni de su vida antes de conocer a papá. ¿No es extraño? -preguntó Anna desconcertada. Nunca antes se había planteado aquel hecho. Sencillamente, tomó las cosas como eran, sin cuestionarse el porqué.

– Yo creo que era extraña en general -respondió Erica riéndose, aunque con una risa cuya amargura ella misma notó.

– No, pero en serio -insistió Anna-. ¿Tú recuerdas que Elsy nos hablase alguna vez de su niñez, de sus padres, de cómo conoció a papá, de cualquier cosa acerca de su pasado? Yo no recuerdo una sola alusión. Y tampoco tenía fotos. Me acuerdo de que, en una ocasión, le pregunté por fotos de los abuelos y se enfadó muchísimo, y me dijo que llevaban tantos años muertos que no tenía ni idea de dónde había guardado sus cosas. Un poco raro, ¿no? Quiero decir que todo el mundo conserva viejas fotos. Y sabe dónde las tiene.

De repente, Erica cayó en la cuenta de que Anna tenía razón. Tampoco ella había visto ni oído nada relacionado con el pasado de Elsy. Era como si su madre hubiese empezado a existir en el momento en que se tomó la fotografía de su boda con Tore. Antes de aquello… no existía nada.

– En fin, en su momento, tendrás que iniciar una pequeña investigación -dijo Anna. Por su tono de voz se desprendía que no deseaba seguir hablando del asunto-. A ti se te dan bien esas cosas. Pero creo que ahora debemos volver a concentrarnos en el menú. ¿Te has decidido por la última sugerencia que me has leído? A mí me parece perfecta, todo sonaba riquísimo.

– Sí, bueno, lo veré con Patrik, para que él también opine -repuso Erica-. Pero he de admitir que me resulta un poco trivial andar atormentándolo con esto, cuando se encuentra inmerso en una investigación de asesinato. Me siento un poco… superficial, por así decirlo.

Dejó el menú en el regazo y se quedó mirando el horizonte con expresión sombría. Apenas había visto a Patrik los últimos días, y lo echaba de menos. Pero, al mismo tiempo, comprendía que era su deber trabajar duro. El asesinato de aquella chica era horrendo y sabía que Patrik deseaba atrapar al culpable por encima de todo. Al mismo tiempo, su necesidad de tener una actividad de adultos en la que emplearse se acentuaba al ver que él estaba tan ocupado con algo tan importante. Claro que su misión también era esencial; ser madre es, naturalmente, más importante que ninguna otra cosa, lo sabía y lo sentía así. Pese a todo, anhelaba dedicarse a alguna actividad… de adultos. Una actividad en la que pudiera ser Erica, y no sólo la madre de Maja. Ahora que Anna había emprendido el regreso de su país de tinieblas, abrigaba la esperanza de volver a escribir unas horas al día. Comentó la idea con Anna, que aceptó encantada encargarse de Maja durante esas horas.

De ahí que Erica hubiese empezado a buscar nuevas ideas, un caso de asesinato real con una dimensión humana interesante, que, en su opinión, podría convertirse en un buen libro. Tras la publicación de sus dos obras anteriores, había recibido varias críticas negativas en los medios. Había quienes sostenían que presentaba indicios de algo así como una mentalidad de chacal por escribir sobre asesinatos reales. Erica, en cambio, no lo veía así en absoluto. Siempre procuraba que todos los implicados pudieran expresarse y hacía cuanto estaba en su mano por ofrecer una imagen de lo ocurrido tan justa y poliédrica como fuera posible. Por otro lado, no creía que sus novelas se hubiesen vendido tan bien si no hubieran estado escritas con empatía y compasión. Pese a todo, se veía obligada a admitir que la segunda novela, aquella en la que ella no tenía una relación personal con el caso, le había resultado más fácil de escribir que la primera, que trataba del asesinato de su amiga de la infancia Alex Wijkner. Era mucho más difícil mantener las distancias cuando todo lo que escribía se veía influenciado por el recuerdo de sus propias vivencias.

Pensar en las novelas le despertó el deseo de trabajar.

– Voy a sentarme a navegar un poco por la red -dijo poniéndose de pie-. Quiero ver si encuentro algún caso nuevo sobre el que escribir. ¿Te encargas de Maja si se despierta?

Anna sonrió.

– Sí, mujer, yo me encargo de Maja. Tú vete a trabajar. ¡Buena suerte con la pesca!

Erica se rió y entró en su despacho. La vida en aquella casa se había vuelto mucho más fácil últimamente. Sólo faltaba que Patrik empezase a ver la luz en el caso que tenía entre manos.


El olor a sal. Y a agua. El griterío de las aves allá arriba en el cielo y el azul que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. La sensación del balanceo de un barco. La sensación de que algo estaba cambiando. Algo estaba desapareciendo. Algo que había sido cálido y blando, ahora resultaba duro y afilado. Brazos que, cuando lo abrazaban, le transmitían un olor intenso, repugnante, del cual estaban impregnadas la ropa y la piel pero que, ante todo, procedía de la boca de la mujer. Y no recordaba quién era ella. Y tampoco sabía por qué intentaba recordar. Era como si, por la noche, hubiese soñado algo horrible pero familiar. Y quería saber más acerca de ese algo.

Así, no podía evitar hacer preguntas. Ignoraba por qué. Por qué no podía sencillamente aceptarlo todo, igual que su hermana. Parecía tan asustada siempre que él hacía una pregunta. Le habría gustado poder parar, pero era imposible. Sobre todo cuando sentía el olor del agua salada y recordaba el viento alborotando su cabello. Y el hombre que solía levantarlos por los aires, a él y a su hermana. Mientras que la otra, la de la voz que al principio era dulce pero que luego se volvió dura, se quedaba allí mirando. A veces, en su memoria, creía recordarla sonriendo.

Aunque, quién sabe, quizá fuese como ella decía. Ella, tan real y tan hermosa y que tanto los quería. Quizá todo era un sueño. Un mal sueño que ella reemplazaría por sueños hermosos y agradables. El no se oponía, pero a veces se sorprendía anhelando la sal. Y el alboroto de las aves. Incluso la dureza de aquella voz. Sin embargo, nunca se atrevería a confesarlo…

– Martin, ¿qué coño estamos haciendo en realidad? -preguntó Patrik arrojando el bolígrafo sobre la mesa en un arrebato de frustración. El bolígrafo rodó por la lisa superficie y cayó al suelo. Martin lo recogió despacio y lo puso en el portalápices de Patrik.

– Patrik, piensa que sólo ha pasado una semana. Y estas cosas llevan tiempo, ya lo sabes.

– Lo que sé es que, según las estadísticas, cuanto más tiempo se tarda en resolver un caso, más alta es la probabilidad de que nunca se resuelva.

– Ya, pero estamos haciendo todo cuanto está en nuestra mano. Es que el día no tiene más horas de las que tiene -Martin observó a Patrik con curiosidad-. Por cierto, ¿no deberías quedarte en casa una mañana? Pasarte un buen rato bajo la ducha, tomártelo con calma… Pareces agotado.

– ¿Descansar en medio de este jaleo? Ni soñarlo.

Patrik se pasó la mano por el pelo, que ya tenía bastante revuelto y encrespado. El teléfono resonó chillón de improviso, y los dos colegas dieron un respingo en sus asientos. Patrik cogió el auricular un tanto irritado, para volver a colgar enseguida. Hubo un minuto de silencio, hasta que empezó a sonar otra vez. Patrik se asomó al pasillo y gritó lleno de frustración:

– Annika, joder, te dije que desconectaras mi teléfono.

Volvió a entrar en el despacho y cerró de un portazo. Los demás teléfonos de la comisaría sonaban sin cesar, pero con la puerta cerrada se oían muy lejanos.

– Venga, Patrik, esto no funciona. Estás al borde del colapso. Tienes que descansar. Tienes que comer. Y creo que deberías salir y pedirle perdón a Annika. De lo contrario, sufrirás mal de ojo. O siete años de desgracias. O puede que no vuelvas a probar sus magdalenas caseras de los viernes por la tarde.

Patrik se desplomó en la silla, pero no pudo evitar sonreír.

– Las magdalenas… Tú crees que Annika sería tan maquiavélica como para negarme sus magdalenas…

– Quizá incluso la cesta especial con pan casero y dulce de leche de Navidad… -Martin asintió con fingida seriedad y Patrik le siguió el juego y lo miró con los ojos desorbitados.

– No, por favor, el dulce de leche no. ¡Annika no puede ser tan cruel!

– Pues yo no estaría tan seguro -replicó Martin-. Así que será mejor que vayas y le pidas perdón.

Patrik se echó a reír.

– Sí, ya sé, ahora voy -dijo alborotándose el pelo una vez más-. Pero te aseguro que jamás me habría imaginado este tipo de… asedio. La prensa y la televisión parecen haber perdido el juicio. ¡Y es como si no tuvieran escrúpulos! ¿No comprenden que, si nos tienen sitiados de este modo, sabotean la investigación? No hay manera de hacer nada de provecho.

– Pues yo diría que hemos conseguido hacer un montón de cosas en una semana -objetó Martin sereno-. Hemos interrogado a todos los participantes, los compañeros de Lillemor, hemos cotejado las grabaciones de la noche en que desapareció, estamos comprobando todas y cada una de las llamadas que hemos recibido de la gente del pueblo. Yo creo que hemos trabajado muy bien. Claro que este caso está resultando un tanto caótico a causa de la grabación de Fucking Tanum, pero nosotros no podemos hacer mucho por evitarlo.

– Pero ¿tú puedes explicarte que sigan transmitiendo esa porquería? -preguntó Patrik alzando las manos en señal de impotencia-. Han asesinado a una joven, y ellos utilizan esa tragedia como entretenimiento que televisar en la mejor franja de audiencia. ¡Y toda Suecia se atrinchera en el sofá dispuesta a tragárselo sin perder detalle! A mí me parece espantoso… -vaciló buscando la palabra adecuada-… ¡irreverente!

– Pues sí, tienes razón -admitió Martin con un tono más duro-. Pero ¿qué demonios podemos hacer nosotros contra eso? Tanto Mellberg como el cerdo de Erling W. Larson están tan ansiosos de aparecer en los medios que ni siquiera se les pasó por la cabeza interrumpir el programa, así que tendremos que trabajar en las circunstancias que tenemos. Así son las cosas. Y yo sigo diciendo que tanto tú como la investigación ganaríais mucho si te lo tomaras con calma unas horas.

– No pienso irme a casa, si es eso lo que insinúas. No tengo tiempo. Pero quizá podamos almorzar en el restaurante Gestgifveriet. Eso es tomárselo con calma un rato, ¿no? -Miró a Martin irritado, aunque sabía que su colega tenía algo de razón.

– Bueno, puede valer -respondió Martin poniéndose en pie-. Y así aprovechas para pedirle perdón a Annika cuando salgas.

– Sí, mamá -bromeó Patrik. Se puso la cazadora y siguió a Martin hasta el vestíbulo. De repente, se dio cuenta de lo hambriento que estaba.

Los teléfonos no dejaban de sonar a su alrededor.

No era capaz de ir a trabajar. Y tampoco tenía por qué, puesto que aún estaba de baja por enfermedad y su médico la había animado a tomárselo con calma. Pero la habían educado conforme al principio de que el trabajo era lo primero, costase lo que costase. Según su padre, la única excusa aceptable para no acudir al trabajo era hallarse en el lecho de muerte. Y justo así era como se sentía. Su cuerpo funcionaba, se movía, comía, se lavaba y hacía todo lo que debía… de forma mecánica. Por dentro, en cambio, se sentía muerta. Nada tenía ya para ella el menor significado. Nada le inspiraba sentimientos de alegría ni despertaba en ella interés. Todo estaba frío y muerto. Lo único que sentía era sufrimiento. Tanto, que a veces se retorcía de dolor.

Habían transcurrido dos semanas desde que la policía llamó a su puerta. Ya al oír los golpes, sin saber cómo, intuyó que aquella visita cambiaría su vida. Cada noche, cuando se acostaba para intentar conciliar el sueño, su memoria recreaba la disputa. Jamás podría olvidar el hecho de que la última conversación que mantuvieron fue una discusión violenta. Kerstin deseaba con tantas ansias poder retirar las últimas palabras que le espetó a Marit… ¿Qué importaba aquello? ¿Por qué no la dejó en paz? ¿Por qué tenía tanto interés en que Marit tomase partido y decidiese mostrar abiertamente su relación? ¿Por qué era tan fundamental? Lo más importante era, de hecho, que se tenían la una a la otra. Lo que los demás sabían, opinaban o decían, se le antojaba de pronto tan intrascendente que ni siquiera alcanzaba a entender cómo pudo existir un tiempo, una época pretérita y remota que sólo se hallaba a dos semanas de distancia, en que a ella le resultaba decisivo.

Incapaz de decidir qué hacer, Kerstin se tumbó en el sofá y encendió el televisor con el mando a distancia. Se tapó con una manta, la que Marit había comprado durante una de sus visitas a Noruega. Olía a lana y al perfume de Marit, una mezcla extraña. Kerstin enterró la cara en la manta y respiró hondo, con la esperanza de que el olor colmase todas las oquedades de su cuerpo. La respiración arrastró hasta el interior de su nariz unas pelusas que la hicieron estornudar.

De repente, echó de menos a Sofie. La joven se parecía tanto a Marit y tan poco a Ola… Había estado en casa de Kerstin dos veces y en ambas ocasiones hizo cuanto pudo por consolarla, pese a que ella misma parecía estar a punto de venirse abajo en cualquier momento. Aun siendo una niña, Sofie había adquirido de repente un aspecto adulto que antes no tenía. Un rasgo nuevo de madurez dolorosa. A Kerstin le habría gustado poder erradicar de su semblante aquel indicio de madurez, poder borrarlo, hacer retroceder el reloj y recuperar la actitud de cachorro que debían mostrar las chicas de la edad de Sofie. Pero esa actitud había desaparecido para siempre. Y Kerstin sabía además que ahora perdería a Sofie. Era algo que la propia Sofie ignoraba. Seguramente, ella abrigaría la intención de mantener la unión con la compañera de su madre. Pero la vida no lo permitiría. Por un lado, la apartarían un sinfín de circunstancias que se le impondrían una vez que el dolor se hubiese mitigado un poco: amigos, novios, marchas, los estudios, todo aquello que debía acaparar la vida de una adolescente. Y, por otro, Ola le obstaculizaría la tarea de mantener el contacto con ella. Con el tiempo, Sofie se cansaría de oponer resistencia. Las visitas se espaciarían cada vez más, hasta interrumpirse por completo. Al cabo de un año o dos, se saludarían cuando se cruzaran por la calle, quizá se detendrían a intercambiar unas frases de cortesía, pero enseguida bajarían la mirada y se marcharían cada una por su lado. Sólo los recuerdos de otra vida juntas permanecerían. Unos recuerdos que, como jirones delicados de una frágil neblina, se esfumarían en cuanto intentasen atraparlos. Perdería a Sofie. No cabía otra opción que aceptarlo.

Presa de la apatía, Kerstin iba cambiando de canal. En la mayoría daban programas en los que invitaban a los telespectadores a que, a un precio altísimo, por supuesto, llamasen para adivinar una palabra. Totalmente carente de interés. De modo que su pensamiento se centró en aquella pregunta que tan a menudo se había hecho durante las dos últimas semanas. ¿Quién habría querido hacerle daño a Marit? ¿Quién la atrapó en pleno ataque de desesperación por la discusión mantenida con Kerstin, en pleno acceso de ira? ¿Habría tenido miedo? ¿Fue rápido o sufrió una muerte lenta? ¿Fue doloroso? ¿Era consciente de que iba a morir? Todas aquellas preguntas circulaban por el cerebro de Kerstin, sin que supiera cómo responderlas. Había seguido por televisión y la prensa la información sobre el asesinato de la chica del programa Fucking Tanum, pero se sentía extrañamente embotada, colmada de su propio dolor. Sin embargo, no pudo evitar preocuparse por el hecho de que le restase tiempo y recursos a la investigación de la muerte de Marit; que la atención que atraían los medios de comunicación llevase a la policía a dedicar todo su tiempo a investigar la muerte de la chica y que dejasen de preocuparse por Marit.

Kerstin se incorporó en el sofá y cogió el teléfono, que estaba sobre la mesa. Si no había quien mirase por los intereses de Marit, tendría que hacerlo ella. Se lo debía.

Desde la muerte de Barbie se reunían en círculo en el centro del jardín de la granja una vez al día. Al principio, tal medida fue acogida con una lluvia de protestas, un silencio contrariado seguido de comentarios cínicos; pero una vez que Fredrik les explicó que era un imperativo para poder seguir con la grabación del programa, los participantes consintieron en colaborar, aunque en contra de su voluntad. Algo más de una semana después y de un modo un tanto antinatural, llegaron incluso a acudir con entusiasmo a la reunión colectiva con Lars. Él no les hablaba con superioridad, los escuchaba, hacía comentarios que ellos no consideraban fuera de lugar y les hablaba con su mismo lenguaje. Y, aunque a su pesar, también Uffe empezaba a sentir cierta simpatía por Lars. Claro que antes se dejaría morir que admitirlo abiertamente. Las sesiones de grupo se habían ido alternando con conversaciones individuales y ya nadie protestaba por ello. Cierto que ninguno de los componentes del grupo se sentía feliz con la idea, pero la medida había alcanzado al menos cierto grado de aceptación.

– ¿Qué os han parecido los últimos días, después de lo ocurrido? -preguntó Lars observándolos uno a uno, con la esperanza de que alguno respondiese. Finalmente, detuvo la mirada en Mehmet.

– A mí me parece que ha estado bien -aseguró tras reflexionar brevemente-. Todo ha sido tan caótico que, en realidad, no hemos tenido tiempo de pararnos a pensar ni nada.

– ¿Pensar en qué? -preguntó Lars animándolo a continuar y a desarrollar su idea.

– Pues en lo que pasó. En Barbie. -Mehmet guardó silencio y bajó la vista. Lars apartó la mirada de él y la paseó por el resto de los congregados.

– ¿Y a vosotros os parece que eso es bueno? Me refiero a no tener que pensar en ello. ¿Creéis que el caos ha surtido un efecto positivo?

De nuevo se hizo el silencio.

– Yo no -respondió Jonna en tono sombrío-. A mí me parece que ha sido duro. Muy duro.

– ¿En qué sentido? ¿Qué aspecto te ha parecido duro? -preguntó Lars, con la cabeza ligeramente inclinada.

– Pensar en lo que le pasó. Recrear las imágenes de lo ocurrido. Y pensar en cómo murió y eso. Y en que la encontraron en aquel… contenedor. Un cosa tan asquerosa, vamos.

– ¿Y vosotros? ¿Recordáis también imágenes de aquella noche? -Lars fijó la vista en Calle.

– Bah, pues claro que sí, joder. Pero es mejor no pensarlo. Quiero decir, ¿de qué sirve pensarlo? De todos modos, Barbie ya está muerta, ¿no?

– Ya. Y no crees que, para tu bienestar, sería mejor hacer frente a esas imágenes, trabajar con ellas, ¿verdad?

– ¡Qué va! Lo mejor es tomarse otra cerveza, ¿a que sí, Calle? -Uffe le propinó una patada en la pierna a éste y rompió a reír, pero, al ver que nadie lo secundaba, recobró su malhumor habitual. Lars se centró entonces en él y Uffe empezó a retorcerse incómodo en la silla. Era el único que todavía se negaba en cierta medida a entregarse al proceso, como lo llamaba Lars.

– Uffe, tú siempre pareces tan duro y tan chulo, pero ¿en qué términos piensas tú cuando recuerdas a Barbie? ¿Qué recuerdos te vienen a la memoria?

Uffe miró a su alrededor como si no pudiese dar crédito a lo que oía. ¿Que qué recuerdos tenía de Barbie? Se rió burlón y miró a Lars, antes de responder:

– Pues, yo me atrevería a decir que miente quien diga que no son las tetas lo que recuerda de ella en primer lugar. ¡Menudas bombas de silicona! -exclamó moldeando en el aire el objeto de su recuerdo antes de mirar a su alrededor en busca de apoyo moral. Pero tampoco en esta ocasión parecieron apreciar su broma.

– Joder, Uffe, córtate un poco al hablar -lo recriminó Mehmet irritado-. ¿Eres tan tonto como parece o te lo haces?

– Oye, ¿y a ti de dónde coño te vienen esos aires? -Uffe se inclinó hacia Mehmet con gesto amenazador, pero en algún lugar recóndito de su cerebro de reptil comprendió que quizá sus comentarios no hubiesen sido muy afortunados, por lo que se retiró a su silencio y su malhumor habituales. Sencillamente, no lo pillaba. A nadie le caía bien antes de morir, y en cambio, allí estaban ahora, sentados como lloricas compungidos hablando de Barbie como si hubiera sido su mejor amiga.

– Tina, tú apenas te has pronunciado. ¿Cómo te ha afectado a ti la muerte de Lillemor?

– A mí me parece algo terrible, muy trágico. -Tina tenía los ojos llenos de lágrimas y negaba vehementemente con la cabeza-. Es que tenía toda la vida por delante. Y una carrera y eso. Iban a fotografiarla para Slitz cuando hubiera terminado la serie, eso ya estaba acordado, y había hablado con un tío sobre viajar a Estados Unidos para ver si podía aparecer en Playboy. Que podría haberse convertido en la próxima Victoria Silvstedt, vamos. Victoria no tardará en ser un vejestorio y Barbie sólo tenía que llegar y sustituirla. Ella y yo hablábamos mucho de eso y… tenía tantas aspiraciones… Era una tía genial, vamos. Joder, ¡qué pena! -Las lágrimas le rodaban ya por las mejillas, y Tina se las enjugó cuidadosamente con la mano, para no estropearse el maquillaje.

– Sí, es una verdadera pena -dijo Uffe-. Que el mundo haya perdido a la sustituta de Victoria Silvstedt. ¿Qué va a hacer el mundo ahora, eh? -Uffe estalló en una sonora carcajada, pero alzó las manos a la defensiva al advertir las miradas iracundas que le dirigían los demás-. Vale, vale, me callo. Vosotros seguid lloriqueando, hipócritas, panda de imbéciles…

– Uffe, parece que todo esto te produce una honda frustración -observó Lars sin perder la calma.

– Tanto como frustración, no sé. A mí me parecen un puñado de hipócritas, ahí llorando por Barbie, aunque cuando estaba viva no se preocupaban una mierda por ella. Yo, al menos, soy sincero -dijo levantando las manos.

– Tú no eres sincero -objetó Jonna-. Tú eres un imbécil.

– Anda, mira, ha hablado la neurótica. Súbete las mangas, anda, que vea tu última obra de arte. Una pirada total, vamos. -Uffe se echó a reír y Lars se puso en pie.

– No creo que adelantemos mucho más por hoy. Uffe, me parece que tú y yo vamos a tener la conversación individual ahora mismo.

– Fine, fine. Pero no te creas que me voy a sentar a llorar, ¿vale? Con lo bien que lo hacen estos maricas. -Se levantó y le dio una colleja a Tina, que se volvió iracunda y lo amenazó con el puño. Uffe se carcajeó simplemente y echó a andar despacio detrás de Lars. Los demás se quedaron mirándolo mientras se marchaba.

Ella había ido a Tanumshede para almorzar. No habían podido verse desde la cena en el Gestgifveriet, y Mellberg anhelaba con un ansia febril que diesen las doce. Miró el reloj, que marcaba implacable las doce menos diez, mientras aguardaba en la puerta. Las manecillas se arrastraban y Mellberg miraba alternativamente el reloj y los coches que de vez en cuando entraban en el aparcamiento. Había propuesto el Gestgifveriet también en esta ocasión. Si uno buscaba un entorno romántico, no existía mejor alternativa.

Cinco minutos después, vio girar hacia el restaurante su pequeño Fiat rojo. El corazón le latía de un modo peculiar y sintió que se le secaba la boca. Con un acto reflejo, comprobó que el peluquín estaba en su lugar. Se secó las manos en los pantalones y se le acercó para darle la bienvenida. El semblante de Rose-Marie se iluminó al verlo, y Mellberg tuvo que contener el impulso de abalanzarse sobre ella y darle un largo beso allí mismo, en el aparcamiento. La intensidad de sus sentimientos lo llenaba de asombro. Se sentía de nuevo como un adolescente. Se abrazaron y se saludaron y él la dejó pasar primero para entrar en el restaurante. Durante un segundo, posó la mano en la espalda de Rose-Marie, y notó que le temblaba ligeramente.

Una vez dentro, soltó un hipido de sorpresa. En una mesa situada junto a una de las ventanas estaban Hedström y Molin, que lo observaban perplejos. Rose-Marie miró alternativamente a Mellberg y a sus colegas con curiosidad y, muy a su pesar, Mellberg se dio cuenta de que tendría que presentárselos. Martin y Patrik le estrecharon la mano a Rose-Marie con una amplia sonrisa. Mellberg suspiraba para sus adentros. Ahora no tardaría mucho en saberlo toda la comisaría. Por otro lado… Se enderezó un poco. Desde luego, no se avergonzaba de que lo vieran con Rose-Marie.

– ¿Queréis sentaros con nosotros? -preguntó Patrik indicándoles las dos sillas vacías.

Mellberg estaba a punto de rechazar la oferta cuando oyó que Rose-Marie aceptaba satisfecha. Lanzó para sí una maldición. Tenía tantas ganas de pasar un rato a solas con ella… Un almuerzo compartido con Hedström y Molin no le proporcionaría la romántica intimidad con la que había soñado. Pero debía aguantarse. A espaldas de Rose-Marie, dedicó a Patrik una mirada furiosa, pero luego retiró la silla para que Rose-Marie pudiera sentarse. Hedström y Molin no daban crédito a lo que veían. Era natural. Los mocosos de su edad no habían oído hablar siquiera de la palabra gentkman.

– ¡Cómo me alegro de conocerte… Rose-Marie! -exclamó Patrik mirándola con interés. La mujer sonrió y las arrugas que enmarcaban sus ojos se pronunciaron aún más. Mellberg apenas podía apartar la vista de ella. Había algo en su forma de torcer la boca al sonreír y en el brillo de sus ojos… No, no tenía palabras para describirla.

– ¿Y dónde os conocisteis? -intervino Molin en un tono algo jocoso. Mellberg lo observó con el entrecejo fruncido. Esperaba que no creyesen que iban a poder reírse a su costa. Y a costa de Rose-Marie.

– En Munkedal, en una verbena popular. -A la mujer le brillaban los ojos-. Tanto a Bertil como a mí nos llevaron sendos amigos y, la verdad, ninguno de los dos estaba muy entusiasmado con la fiesta, pero a veces el destino nos lleva al lugar adecuado por vías muy extrañas. -Al decir esto, sonrió a Mellberg, que se sintió enrojecer de felicidad. Ahora sabía que él no era el único que se comportaba como un loco sentimental. Rose-Marie también notó algo especial desde la primera noche.

La camarera se acercó para tomar nota.

– Pedid lo que queráis, ¡invito yo! -se oyó decir Mellberg a sí mismo, para gran sorpresa suya.

Por un instante, lamentó sus palabras, pero la admiración que reflejaban los ojos de Rose-Marie lo reforzó en su decisión y, por primera vez en su vida, comprendió el verdadero valor del dinero. ¿Qué eran unos cuantos billetes comparados con la mirada complacida de una mujer hermosa? Hedström y Molin lo contemplaban atónitos, y Mellberg resopló irritado:

– Venga, pedid lo que sea, antes de que me arrepienta y os lo descuente del salario.

Aún en estado de shock, Patrik balbució que comería «mendo» y Molin, tan perplejo como su colega, sólo fue capaz de asentir para indicar que tomaría lo mismo.

– Yo tomaré pytt i panna [6] -aseguró Mellberg antes de dirigirse a Rose-Marie-. Y tú, preciosa mía, ¿qué te gustaría probar hoy? -Hedström se atragantó con un sorbo de agua y le dio un ataque de tos. Mellberg lo recriminó con la mirada y pensó en lo vergonzoso que era que hombres adultos no supieran comportarse. Desde luego, la juventud de hoy presentaba lagunas imperdonables en su educación.

– Tomaré solomillo de cerdo -respondió Rose-Marie desplegándose la servilleta sobre las rodillas.

– ¿Vives en Munkedal? -preguntó Martin solícito mientras le servía agua a la dama que tenían a la mesa.

– Vivo en Dingle, pero es provisional -explicó la mujer, que dio un sorbo de agua antes de proseguir-. Se me presentó la oportunidad de jubilarme anticipadamente con unas condiciones que no podía rechazar, y luego decidí mudarme más cerca de mi familia. Así que, por el momento, me alojo en casa de mi hermana, hasta que encuentre una vivienda propia. He vivido tantos años en la costa oriental que quisiera pensármelo muy bien antes de elegir dónde construir mis cimientos de nuevo.

Una vez que me haya instalado, no me moveré de allí hasta que me saquen con los pies por delante. -Rose-Marie estalló en una sonora carcajada que hizo brincar el corazón de Mellberg. Se diría que ella lo oyó, pues, bajando la mirada tímidamente, añadió-: Ya veremos dónde termino. En realidad, tiene mucho que ver con las personas que nos cruzamos en la vida. -En este punto alzó la vista, y Mellberg y ella se sostuvieron la mirada durante un silencio elocuente. No recordaba haber sido tan feliz en toda su vida. Abrió la boca para decir algo cuando llegó la camarera para servirles la comida. Rose-Marie se volvió entonces a Patrik y le preguntó:

– ¿Y cómo os va con el asunto de ese asesinato tan terrible? Por lo que me ha contado Bertil, es algo espantoso.

Patrik intentaba concentrarse en que la porción de pescado, patata, salsa y verduras que tenía en el tenedor no cayese en el plato mientras se lo llevaba a la boca.

– Sí, «espantoso», ésa es la forma más apropiada de describirlo -dijo una vez que hubo terminado de masticar-. Y el circo mediático que se ha organizado en el pueblo no nos ha facilitado las cosas, precisamente -añadió mirando hacia la granja municipal.

– Ya. Yo no entiendo que la gente disfrute viendo esa basura -aseguró Rose-Marie meneando la cabeza-. Sobre todo, después de un suceso tan trágico. ¡Uf. ¡La gente se comporta como buitres!

– Una gran verdad, sí señor -opinó Martin sombrío-. Yo creo que el problema es que no ven a las personas que aparecen en televisión como a verdaderos seres humanos. Es la única explicación que se me ocurre. No pueden verlos como a verdaderos seres humanos. De lo contrario, ¿cómo iban a regodearse en esas cosas?

– ¿Sospecháis que alguno de los demás participantes esté implicado en el asesinato? -preguntó Rose-Marie, bajando la voz con cierto secretismo.

Patrik miró a su jefe de soslayo. No se sentía muy cómodo discutiendo cuestiones relativas a la investigación con personas ajenas a la profesión, pero Mellberg no se pronunció.

– Estudiamos el caso desde todos los ángulos posibles -respondió prudente-. Aún no abrigamos ninguna sospecha concreta -remató, resuelto a no decir nada más.

Comieron en silencio durante unos minutos. La comida era excelente y al extraño cuarteto le costaba hallar un tema común de conversación. De improviso, el silencio se vio interrumpido por el estruendo de un timbre de teléfono. Patrik rebuscó en el bolsillo en busca de su móvil y se encaminó a buen paso hacia el vestíbulo mientras respondía, a fin de no molestar a los demás comensales. Regresó al cabo de unos minutos y, sin sentarse de nuevo, se dirigió a Mellberg:

– Era Pedersen. La autopsia de Lillemor Persson está lista. Puede que tengamos algo más sobre lo que trabajar.

Patrik estaba visiblemente preocupado.

Hanna disfrutaba del silencio que reinaba en la casa. Había aprovechado para almorzar allí, ya que, en coche, sólo le llevaba unos minutos. Después del estrés de los últimos días en la comisaría, era un alivio poder descansar los oídos de tanto teléfono durante un rato. En casa sólo se oía, como un murmullo lejano, el rumor del tráfico de la calle.

Se sentó a la mesa de la cocina y sopló un poco para enfriar la comida que había calentado unos minutos en el microondas. Eran restos de salchicha con sofrito de verduras de la cena del día anterior, un plato que, para su gusto, sabía casi mejor al día siguiente que recién preparado.

Era tan agradable estar sola en casa. Amaba a Lars más que a nadie en el mundo, pero, cuando él estaba en casa, siempre se mascaba la tensión en el ambiente, aquel vacío impronunciable. A ella la vida en esa especie de campo de tensión cada día la destrozaba más.

El problema consistía en que era consciente de que lo que desgastaba su relación era algo que jamás podrían cambiar. El pasado descansaba sobre sus vidas como una fina membrana. En ocasiones intentaba hacerle comprender a Lars que debían retirar juntos la membrana, dejar que entrase un poco de aire, un poco de luz. Pero él no conocía otro modo de vivir que aquella oscuridad, aquella humedad, aquello que, aunque pesado, le resultaba familiar.

A veces Hanna anhelaba otra cosa. Algo distinto del miserable círculo vicioso en el que habían caído. Y durante los últimos años, había pensado en más de una ocasión que quizá un hijo borraría el pasado. Un niño que despejase con su luz las tinieblas en que vivían, que aligerase el peso y les permitiese respirar otra vez. Pero Lars se negaba. Ni siquiera se prestaba a tratar el asunto. Ellos tenían su trabajo, cada uno el suyo, y eso bastaba, aseguraba Lars. El problema era que ella sabía que no bastaba. Sentía la exigencia constante de algo más. No veía fin a la situación. Un niño haría que todo se detuviese, que todo concluyese. Dejó el tenedor en el plato, presa del mayor abatimiento. Ya no tenía apetito.

– ¿Qué tal estás? -Simon miraba preocupado a Mehmet, que estaba sentado frente a él en la zona de descanso del personal de la panadería. Llevaban trabajando intensamente muchas horas y se concedieron una breve pausa. No obstante, eso significaba que Uffe debía quedarse al frente de la tienda, por lo que Simon no dejaba de lanzar miradas nerviosas hacia esa parte del local.

– No tendrá tiempo de destrozar nada en tan sólo cinco minutos. Al menos, eso creo yo… -observó Mehmet entre risas. Simon se relajó un poco y rió también de buena gana.

– Por desgracia, yo ya he perdido la esperanza sobre lo que han llamado «incremento» de personal -confesó-. Desde luego, se ve que saqué el peor número cuando sortearon la distribución de los participantes en los distintos puestos de trabajo. -Se lamentó Simon, antes de tomar un sorbo de café.

– Bueno, el peor y el mejor -repuso Mehmet antes de dar también un trago-. También sacaste el premio gordo -observó con una gran sonrisa-. ¡Yo! Así que si nos juntas a Uffe y a mí, tendrás un trabajador medio.

– Sí, en eso tienes razón -convino Simon riendo-. ¡También me tocaste en suerte tú!

Volvió a ponerse serio y se quedó mirando a Mehmet un buen rato, aunque éste optó por ignorarlo. Había en su mirada tantas preguntas y palabras impronunciadas que no tenía fuerzas para enfrentarse a ellas en ese momento. Si es que decidía hacerlo alguna vez.

– No has respondido a mi pregunta. ¿Qué tal estás? -insistió Simon, sin apartar la mirada de él.

Mehmet sintió que las manos le temblaban a causa del nerviosismo. Intentó zafarse de la pregunta.

– Bah, pues bien. No la conocía mucho. Lo peor es el jaleo que se ha armado. Pero los del canal de televisión están encantados. Los índices de audiencia han batido todos los récords.

– Bueno, yo estoy tan harto de veros la jeta todos los días que no he tenido ganas de sentarme a ver ni un solo capítulo.

Simon había reducido la intensidad de su mirada y Mehmet pensó que ya podía relajarse un poco. Tomó un gran bocado de uno de los bollos recién horneados, disfrutando del sabor y el olor a canela caliente.

– ¿Y cómo es eso de que te interrogue la policía? – Simon también cogió un bollo, y de un solo mordisco devoró un tercio.

– Pues nada del otro mundo. -A Mehmet no le gustaba abordar aquel tema con Simon. Y además, acababa de mentirle. No quería revelarle la verdad acerca de lo humillante que le resultaba verse en aquella angosta sala de interrogatorios bajo una lluvia de preguntas. Y cómo sus respuestas nunca parecían ser satisfactorias-. Se portaron bien. No creo que sospechen en serio de ninguno de nosotros. -Evitó la mirada de Simon. Durante un segundo, acudieron a su mente retazos de recuerdos, pero los ahuyentó negándose a aceptar lo que querían que recordase.

– Y el psicólogo con el que habláis, ¿es bueno o qué? -Simon se inclinó y dio otro bocado gigantesco al bollo, mientras aguardaba la respuesta de Mehmet.

– Lars es un buen tío. Nos ha venido muy bien poder hablar con él.

– ¿Y cómo se lo toma Uffe? -Simon hizo un gesto hacia la tienda, donde acababa de ver a Uffe pasando por delante de la panadería y tocando la guitarra con una baguette. Mehmet no pudo evitar una carcajada.

– ¿Tú qué crees? Uffe es… pues eso, Uffe es Uffe. Pero podría haber sido peor. Ni siquiera él se atreve a decir cualquier cosa delante de Lars. Así que… está muy bien lo de Lars.

Una señora mayor entró en la panadería y Mehmet la vio retroceder ante los saltos salvajes de Uffe.

– Oye, creo que ya es hora de ir a salvar a los clientes.

Simon giró la cabeza y también se levantó.

– Sí, de lo contrario, a la señora Hjertén le dará un infarto.

Cuando se dirigían a la tienda, Simon rozó casualmente la mano de Mehmet con la suya. Mehmet la retiró como si se hubiese quemado.

Erica, esta tarde tengo que ir a Gotemburgo, así que llegaré a casa un poco más tarde. Yo diría que sobre las ocho.

Mientras hablaba con ella, oía de fondo el parloteo de Maja y sintió un súbito deseo de volver con su familia a casa. Daría cualquier cosa por pasar olímpicamente de todo, irse a casa y tirarse en el suelo a jugar con su hija. Los últimos meses se había encariñado mucho con Emma y con Adrian, y también deseaba poder pasar tiempo con ellos. Además, tenía remordimientos al pensar que Erica tuviese que llevar una carga tan pesada antes de la boda, pero, tal y como estaban las cosas, por el momento no le quedaba otra opción. La investigación se hallaba en su fase más intensa y tenía que hacer cuanto estuviese en su mano.

Suerte que Erica fuese tan comprensiva, se decía mientras se subía en el coche. Estuvo pensando si pedirle a Martin que lo acompañase, pero, en realidad, no era preciso que fueran dos para ver a Pedersen. Y, al menos una tarde, Martin se merecía irse a casa con Pia un poco más temprano. El también había trabajado duro las últimas semanas. Justo cuando Patrik metió la marcha para salir, volvió a sonar el teléfono.

– Aquí Hedström -respondió un tanto irritado, pues esperaba que se tratase de otro periodista preguntón. Cuando oyó quién era, lamentó haber sido tan brusco.

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