No quedó mucho espacio libre en su despacho cuando todos hubieron tomado asiento, pero Patrik no quiso colocar el material en ningún otro lugar, de modo que tendrían que arreglarse. Martin llegó el primero y se sentó al fondo. Luego llegaron Annika, Gösta, Hanna y Mellberg, por ese orden. Nadie dijo ni una palabra, sino que se dedicaron a mirar con interés el material fijado a las paredes. Todos trataban de hallar el hilo conductor, la guía que los llevaría hasta el asesino.

– Como ya sabéis, Martin y yo hemos estado este fin de semana en Lund y en Nyköping. Las dos comisarías se habían puesto en contacto con nosotros, pues tenían casos cuyas características coincidían con las de las muertes de Marit Kaspersen y Rasmus Olsson. La víctima de Lund -se dio la vuelta para señalar una fotografía de la pared- se llamaba Börje Knudsen. Tenía cincuenta y dos años, alcohólico recalcitrante, encontraron su cadáver en su piso. Para entonces llevaba allí tanto tiempo que, por desgracia, no lograron encontrar indicios de lesiones físicas como las que hemos documentado en las demás víctimas. Sin embargo… -Patrik hizo aquí una pausa y dio un trago del vaso de agua que tenía en la mesa-. Sin embargo, sí que tenía esto en la mano -añadió señalando lo que había en la pared, junto a la foto: la funda de plástico con la página del cuento.

Mellberg levantó la mano.

– ¿Tenemos respuesta del laboratorio sobre si había huellas dactilares en las páginas que encontramos en los casos de Marit y Rasmus?

A Patrik lo sorprendió el hecho de que su jefe anduviese tan alerta.

– Sí, nos llegó la respuesta, y nos han devuelto las páginas -asintió señalando las páginas que había junto a las fotos de Marit y Rasmus-. Pero, por desgracia, no hallaron huellas dactilares. La página encontrada en la mano de Börje está sin analizar, así que saldrá para el laboratorio hoy mismo. Sí lo está, en cambio, la que descubrieron en Elsa Forsell, la víctima de Nyköping. El análisis se llevó a cabo durante la investigación inicial, con resultado negativo.

Mellberg asintió, dando a entender que quedaba satisfecho con la respuesta, y Patrik continuó.

– El caso de Börje se clasificó como un accidente, sencillamente pensaban que había muerto de una borrachera. En el caso de Elsa, en cambio, los colegas de Nyköping investigaron su muerte como un asesinato, aunque nunca dieron con el asesino.

– ¿Tenían muchos sospechosos? -preguntó Hanna. Parecía serena, concentrada y estaba un tanto pálida. Patrik se preguntó preocupado si no estaría incubando alguna enfermedad: no podía permitirse el lujo de perder personal en aquella situación.

– No, no había ningún sospechoso. Las únicas personas con las que parecía relacionarse eran los miembros de su comunidad católica y, según parece, ninguno de ellos tenía problemas con ella. Al igual que la víctima de Lund, también a ella la asesinaron en su piso. -Señaló la foto que habían tomado del lugar del crimen-. Y, oculto entre las páginas de la Biblia que tenía en la mano, estaba esto. -Señaló entonces la página del cuento de Hansel y Gretel.

– Pero ¿qué clase de loco de mierda es? -preguntó Gösta incrédulo- ¿Qué coño tiene que ver el cuento con todo esto?

– No lo sé, pero me huelo que es la clave de esta investigación -respondió Patrik.

– Esperemos que la prensa no se entere de esto -masculló Gösta-. De lo contrario, tendremos al «asesino de Hansel y Gretel», con esa afición que tienen por bautizar a los asesinos…

– Ya, bueno, no tengo que recordaros lo importante que es que nada de esto llegue a oídos de la prensa -recalcó Patrik, que tuvo que contenerse para no mirar a Mellberg. Pese a ser el jefe, siempre constituía una carta dudosa. Pero incluso él parecía haber recibido su ración de atención mediática las últimas semanas, porque asintió conforme.

– ¿Tenemos algún dato, o alguna intuición, de cuáles serían los puntos de contacto entre los asesinatos? -preguntó Hanna.

Patrik miró a Martin, que fue quien respondió:

– No, por desgracia, volvemos al punto cero. Börje no era precisamente abstemio, y Elsa parecía tener una relación normal con la bebida, ni abstemia radical ni consumo exagerado.

– De modo que no tenemos ni idea de cuál es la conexión entre los asesinatos -concluyó Hanna con gesto preocupado.

Patrik dejó escapar un suspiro y abarcó con una mirada todo el material que había fijado en las paredes.

– No -dijo finalmente-. Lo único que sabemos es que, con toda probabilidad, el asesino es el mismo en los cuatro casos. Por lo demás, no existe un solo punto de contacto entre ellos. Nada hay que nos indique que Elsa y Börje guarden relación alguna con Marit y Rasmus ni con las ciudades en las que vivían. Aunque, como es natural, tendremos que emprender otra ronda de interrogatorios con los parientes de Marit y Rasmus para ver si les suenan los nombres de Börje y de Elsa, o si saben si alguno de los dos vivió en Lund o en Nyköping. En estos momentos, estamos dando palos de ciego, pero la conexión existe. ¡Tiene que existir! -exclamó Patrik con frustración.

– ¿No podrías marcar las ciudades en el mapa? -sugirió Gösta señalando el mapa de Suecia que colgaba de una de las paredes.

– ¡Por supuesto! ¡Es una buena idea! -respondió Patrik sacando de una cajita que tenía en el cajón unos alfileres con la cabeza de distintos colores. Con mucha precisión, clavó cuatro alfileres en el mapa: uno en Tanumshede, otro en Boras, otro en Lund y otro en Nyköping.

– En cualquier caso, el asesino se mantiene en la mitad sur de Suecia. Al menos limita un poco la zona de búsqueda -observó Gösta enfurruñado.

– Sí, habrá que conformarse con lo poco que tenemos -replicó Mellberg con una carcajada, pero guardó silencio enseguida, al ver que a nadie parecía hacerle la menor gracia.

– Bueno, creo que tenemos trabajo por hacer -dijo Patrik muy serio-. Y no podemos perder de vista la investigación del caso Persson -les recordó-. Gösta, ¿qué tal la lista de los dueños de galgos españoles?

– Está terminada -contestó Gösta-. Ciento sesenta propietarios. Es lo máximo que he conseguido, porque parece que hay algunos que no figuran en ningún listado ni registro.

– Pues sigue adelante con los que tienes, compara la dirección de cada uno y comprueba si es posible relacionar a alguno con esta zona.

– Claro -respondió Gösta.

– Había pensado que podríamos tratar de conseguir más información a partir de las páginas del cuento -continuó Patrik-. Martin y Hanna, ¿podríais hablar con Ola y con Kerstin una vez más, por si les suenan los nombres de Elsa o de Börje? Hablad también con Eva, la madre de Rasmus Olsson. Pero hacedlo por teléfono, os necesito aquí.

Gösta levantó la mano, algo inseguro.

– ¿No podría ir yo con Hanna a hablar con Ola Kaspersen? Hanna y yo estuvimos con él el viernes pasado, y yo me quedé con la sensación de que no nos lo contó todo.

Hanna miró a Gösta.

– Pues yo no me di cuenta -aseguró la colega dando a entender que Gösta se estaba sacando aquello de la manga.

– Sí, mujer, claro que te darías cuenta de que… -Gösta se volvió hacia Hanna para seguir con la explicación, pero Patrik lo interrumpió.

– Vale, vosotros vais a Fjällbacka y habláis con Ola. De la lista puede encargarse Annika. Por cierto, me gustaría verla, así que, cuando hayas terminado con ella, déjala en mi mesa.

Annika asintió sin dejar de tomar notas.

– Martin, tú revisarás el material audiovisual de la noche en que murió Barbie. Puede que se nos haya escapado algo, así que examina la grabación escena a escena.

– Cuenta con ello -respondió Martin resuelto.

– Bien, en ese caso, adelante -concluyó Patrik poniéndose en jarras. Todos se levantaron y salieron en fila, uno tras otro. Ya solo en su despacho, Patrik volvió a mirar a su alrededor. Aquella tarea los superaba. ¿Cómo lograrían encontrar el vínculo entre todas aquellas piezas?

Descolgó de la pared las cuatro hojas del cuento con la mente totalmente en blanco. ¿Qué haría para sacar más información de aquello?

Una idea fue abriéndose paso en su mente. Patrik cogió la cazadora, puso las hojas cuidadosamente en una carpeta y se apresuró a salir de la comisaría.

Martin cruzó las piernas sobre la mesa con el mando a distancia en la mano. Empezaba a estar cansado y aburrido de aquello. Todo había sido demasiado intenso, había estado demasiado alerta, había vivido demasiada tensión aquellas últimas semanas. Sobre todo, había descansado demasiado poco y había pasado demasiado poco tiempo con Pia y «la piña», como la llamaban.

Pulsó la tecla de «reproducir» y dejó que la cinta pasara a cámara lenta. Ya la había visto con anterioridad, y dudaba de la utilidad que tendría hacerlo otra vez. ¿Por qué iba a haber rastro del asesino o de cualquier otra pista en aquella grabación? Seguramente, Lillemor encontró la muerte cuando salió corriendo de la finca. Pero Martin estaba acostumbrado a obedecer y no estaba dispuesto a ponerse a discutir con Patrik.

Sintió que le entraba sueno de estar retrepado en la silla viendo la película. El ritmo lento contribuía a aumentar la sensación de cansancio y tuvo que obligarse a mantener los ojos abiertos. El no advertía nada nuevo en la pantalla. En primer lugar, se veía el enfrentamiento entre Uffe y Lillemor. Cambió de cámara lenta a la velocidad normal para poder oír el sonido y constató, una vez más, la hostilidad de la discusión. Uffe acusaba a Lillemor de haber ido hablando mal de él, de haberles dicho a los demás que era imbécil, tonto, un troglodita. Y Lillemor se defendía llorando y porfiando que ella no le había dicho nada de eso a nadie, que todo era mentira, que alguien quería hacerle una putada. Uffe no parecía creerla y la discusión adquirió un cariz más físico. Luego, Martin vio cómo él mismo y Hanna aparecían en escena para poner fin a la trifulca. La cámara se acercaba de vez en cuando a sus rostros y Martin constató que expresaban tanto enojo como de hecho sentían.

Después se sucedían unos cuarenta y cinco minutos de grabación en los que no sucedía nada. Martin intentó prestar atención en la medida de lo posible, trató de ver cosas que se le hubiesen escapado con anterioridad, algo que alguien dijese, algo del entorno. Pero nada parecía interesante. Nada era nuevo. Y el sueño amenazaba constantemente con cerrarle los ojos. Pulsó el botón de «pausa» y fue a buscar un café. Iba a necesitar todos los medios a su alcance para mantenerse despierto. Volvió a pulsar la tecla de «reproducir» y se sentó dispuesto a seguir mirando la cinta. Empezaba a fraguarse la pelea entre Tina, Calle, Jonna, Mehmet y Lillemor. Oyó las mismas acusaciones que ya había oído de Uffe. Le gritaban a Lillemor, la empujaban y la acosaban preguntándole qué coño era eso de ir hablando mal de ellos. Vio a Jonna atacarle duramente y, exactamente igual que antes, Lillemor se defendió llorando a lágrima viva de modo que el maquillaje se le corrió y le emborronó las mejillas.

Martin no pudo por menos de conmoverse al verla de pronto tan pequeña, tan indefensa y tan joven bajo la melena, el maquillaje y la silicona. No era más que una pobre chica. Tomó un sorbo de café y vio en la pantalla cómo Hanna y él intervenían para poner fin a la pelea. La cámara seguía primero a Hanna, que se apartó unos metros con Lillemor, y luego al propio Martin que, con expresión furibunda, les leía la cartilla al resto de los participantes. Luego, la cámara enfocó de nuevo el aparcamiento y grabó el momento en que Lillemor echaba a correr hacia el pueblo. La cámara se acercó a su espalda mientras la muchacha se alejaba, luego aparecía Hanna hablando por el móvil y después otra vez Martin, que, aún enojado, seguía con la mirada la huida de Lillemor.

Una hora más tarde, Martin no había visto más que a un puñado de jóvenes borrachos y a los participantes, que continuaban la fiesta. Los últimos fueron a acostarse hacia las tres y las cámaras dejaron de filmar. Martin se quedó sentado mirando sin ver la negra pantalla mientras rebobinaba la cinta. No podía decir que hubiese descubierto nada que les permitiese avanzar. Sin embargo, algo carcomía su subconsciente y lo importunaba como una carbonilla en el ojo. Miró una vez más la pantalla a oscuras. Y volvió a pulsar el botón de «reproducir».

Sólo tengo una hora para el almuerzo -advirtió Ola iracundo cuando abrió la puerta-. Así que ya pueden abreviar.

Gösta y Hanna entraron y se quitaron los zapatos. Era la primera vez que iban a casa de Ola, pero no se sorprendieron ante el orden desmesurado y la limpieza que allí reinaban, ya que habían visto su despacho.

– Yo voy a ir comiendo entretanto -dijo señalando un plato de arroz, pechuga de pollo y guisantes.

Ni una gota de salsa, constató Gösta, que, por su parte, era incapaz de pensar siquiera en comerse nada que no llevase salsa. Eso era precisamente lo más interesante, la salsa. Por otro lado, había sido agraciado con una capacidad de asimilación de los alimentos que le impedía engordar y adquirir la odiosa barriga de cincuentón, pese a que su alimentación le habría debido garantizar una bien hermosa. Tal vez Ola no tuviese tanta suerte.

– Bueno, ¿y qué quieren ahora? -preguntó mientras ensartaba con cuidado unos guisantes en el tenedor.

Gösta observó fascinado que Ola parecía reacio a mezclar los alimentos en cada bocado, ya que comía los guisantes, el arroz y el pollo todo por separado.

– Hemos obtenido información nueva desde la última vez que hablamos -repuso Gösta con acritud-. ¿Le resultan familiares los nombres de Börje Knudsen y de Elsa Forsell?

Ola frunció el entrecejo y se volvió al oír un ruido a su espalda. Era Sofie, que salió de su habitación y se quedó mirando sorprendida a Gösta y a Hanna.

– ¿Cómo es que estás en casa? -le preguntó Ola iracundo y mirándola amenazador.

– Pues… me sentía mal -respondió la muchacha, que, de hecho, no parecía encontrarse muy bien.

– ¿Y qué es lo que te pasa? -insistió Ola como si aún no estuviera convencido.

– Estaba mareada y he vomitado -explicó. Le temblaban ligeramente las manos y tenía la piel sudorosa, lo que, finalmente, pareció persuadir a su padre de que decía la verdad.

– Pues vuelve dentro y acuéstate -le dijo en un tono algo más amable. Pero Sofie negó vehementemente con la cabeza.

– No, yo también quiero estar -replicó resuelta.

– Te digo que vayas a acostarte. -La voz de Ola sonaba firme, pero la mirada de su hija no lo era menos. Sin responder siquiera, se sentó en una silla, en el rincón, y aunque era evidente que a Ola le resultaba bastante incómodo que estuviera con ellos, no insistió más. En silencio, tomó otro bocado de arroz.

– ¿Qué le han preguntado? ¿Qué nombres son ésos? -quiso saber Sofie mirando a Gösta y a Hanna con los ojos brillantes, como si tuviera fiebre.

– Preguntábamos si tu padre o tú habéis oído los nombres de Börje Knudsen o de Elsa Forsell en relación con tu madre.

Sofie pareció reflexionar unos segundos. Luego, negó con la cabeza y miró inquisitiva a su padre.

– Papá, ¿a ti te suenan?

– No -aseguró Ola-. Jamás los había oído con anterioridad. ¿Quiénes son?

– Otras dos víctimas -explicó Hanna.

Ola se sorprendió y se quedó con el tenedor a medio camino hacia la boca.

– ¿Cómo? ¿Qué me dice?

– Son dos personas que fueron víctimas del mismo asesino de su ex mujer y de tu madre -añadió Hanna con tiento, sin mirar a Sofie a la cara.

– ¿Qué coño están diciendo? Primero vienen a preguntarme por el tal Rasmus. ¿Y ahora resulta que traen a dos más? De verdad, me pregunto a qué se dedica la policía.

– Trabajamos las veinticuatro horas -repuso Gösta ofendido. Desde luego, había algo en aquel tipo que lo sacaba de quicio. Respiró hondo y añadió-: Las víctimas vivían en Lund y Nyköping. ¿Saben si Marit tenía alguna relación con esas ciudades?

– ¡¿Cuántas veces voy a tener que decirlo?! -rugió Ola-. Marit y yo nos conocimos en Noruega. A los dieciocho años, nos vinimos aquí a trabajar. Y, desde entonces, ¡no hemos vivido en ningún otro lugar! ¿Les cuesta entenderlo o qué?

– Papá, cálmate -intervino Sofie posando una mano sobre el brazo de su padre para serenarlo. Pareció conseguirlo, pues Ola dijo con fría calma:

– Creo que deberían estar haciendo su trabajo, en lugar de venir aquí cada dos por tres a interrogarnos. Nosotros no sabemos nada.

– Puede que no sepan que lo saben -observó Gösta-. Y nuestro trabajo consiste en averiguarlo.

– ¿Tienen alguna idea de por qué asesinaron a mi madre? -preguntó Sofie con un hilo de voz. Gösta vio con el rabillo del ojo que Hanna volvía la cabeza. Pese a la dureza de sus formas, aún le afectaba mucho el contacto con los familiares de las víctimas. Una cualidad molesta pero, en cierto modo, positiva en un policía. El, por su parte, se había curtido con el tiempo. En un acceso de lucidez, comprendió que quizá por eso había rehuido el trabajo en los últimos años. Su cupo de desgracias estaba colmado y él había clausurado todas las vías.

– No podemos decir nada sobre el tema en este momento -le dijo Gösta a Sofie, que tenía, en verdad, muy mal aspecto. Esperaba que no les contagiase nada. Desde luego, llegar a la comisaría y mandarlos a todos a la cama con gastroenteritis no lo convertiría en el policía más popular-. ¿Hay algo, lo que sea, que no nos hayan contado sobre Marit, pero que querrían aprovechar para contar ahora? Cualquier cosa podría ser de utilidad para encontrar la conexión entre Marit y las demás víctimas. -Miró fijamente a Ola. La sensación que experimentó cuando hablaron con él en las oficinas de Inventing seguía viva. Había algo que aquel hombre se resistía a contarles.

No obstante, Ola le respondió entre dientes y sosteniéndole la mirada:

– ¡No-sabemos-nada! ¿Por qué no van a hablar con la bollera esa? Quizá ella sí sepa algo.

– Yo… yo… -balbució Sofie mirando insegura a su padre. Se diría que la joven se esforzaba por formular una frase, sin saber cómo-. Yo… -comenzó de nuevo, aunque una mirada de Ola la obligó a callar. Luego, echó a correr hacia la cocina, tapándose la boca con la mano. Desde el baño la oyeron vomitar.

– Mi hija está enferma. Quiero que se marchen ahora mismo.

Gösta miró inquisitivo a Hanna, que se encogió de hombros. Se encaminaron a la puerta. El policía se preguntaba qué estaría tratando de decirles Sofie.

La biblioteca estaba tranquila y silenciosa aquel lunes por la mañana. Antes se llegaba dando un cómodo paseo desde la comisaría, pero como la habían trasladado a los locales de «Futura», Patrik tuvo que coger el coche. No había nadie al otro lado del mostrador cuando entró, pero, después de llamar en voz baja, apareció de detrás de las estanterías la bibliotecaria de Tanumshede.

– ¡Hola! ¿Tú por aquí? -preguntó Jessica sorprendida enarcando una ceja. Patrik se dio cuenta de que hacía bastante tiempo que no ponía un pie en la biblioteca. Desde que acabó el instituto, más o menos, aunque se abstuvo de calcular cuántos años hacía de eso. En cualquier caso, Jessica aún no era la bibliotecaria, puesto que tenían la misma edad.

– Hola, sí, ya. Me preguntaba si podrías ayudarme con un asunto. -Patrik dejó la carpeta en la mesa que había delante del mostrador de préstamo y sacó las fundas de plástico que protegían las páginas. Jessica se acercó curiosa para verlas. Era alta y delgada y tenía una melena de color castaño claro que ahora llevaba recogida en una práctica cola de caballo. Un par de gafas descansaban sobre la punta de su nariz, y Patrik no pudo por menos de preguntarse si serían adminículo obligatorio en los estudios de biblioteconomía.

– Claro, dime, ¿qué necesitas? -se interesó Jessica.

– Tengo aquí una serie de páginas de un cuento infantil -expuso Patrik señalando las hojas-. Quería saber si hay algún modo de averiguar de dónde o, más bien, de quién son estas páginas.

Jessica se encajó las gafas en la base de la nariz y sacó las hojas con cuidado para examinarlas. Las colocó una al lado de la otra, pero luego las cambió de sitio.

– Ahora están en orden -dijo satisfecha.

Patrik se inclinó para ver mejor. Y sí, ahora lo veía claro. Ahora el cuento se desarrollaba como debía, con el principio en la página que habían encontrado en la Biblia de Elsa Forsell. Una certeza empezó a adquirir cuerpo en su interior. Las páginas se hallaban ahora en el orden en que se habían cometido los asesinatos. En primer lugar, la página de Elsa Forsell, en segundo lugar, la de Börje Knudsen, después la de Rasmus Olsson y, finalmente, la que hallaron en el coche de Marit Kaspersen. Miró a Jessica agradecido.

– Ya me has ayudado -le agradeció volviendo a concentrarse en las páginas-. ¿Sabrías decirme algo del libro? -preguntó-. ¿De dónde ha salido?

La bibliotecaria reflexionó un minuto, al cabo del cual fue detrás del mostrador y empezó a teclear en el ordenador.

– A mí me parece que es un ejemplar bastante antiguo -opinó-. Seguro que tiene bastantes años. Se aprecia tanto en las ilustraciones como en el lenguaje utilizado.

– ¿De cuándo crees que es, más o menos? -Patrik no podía contener su curiosidad.

Jessica lo miró por encima de las gafas. Por un instante, se le antojó misteriosamente parecida a Annika.

– Es lo que estoy intentando averiguar. Si me dejas trabajar un momento.

Patrik se sintió como un escolar al que acababan de reprender. Algo azorado, guardó silencio, pero observó lleno de curiosidad los dedos de Jessica, que volaban sobre el teclado.

Al cabo de un rato, que a Patrik le pareció una eternidad, dijo:

– El cuento de Hansel y Gretel ha tenido en Suecia incontables ediciones a lo largo de los años, pero he descartado las posteriores a 1950, y así han quedado muchas menos. Antes de esa fecha, aparecen diez ediciones distintas. Yo diría -y subrayó el «diría»- que se trata de una de las ediciones de los años veinte. Voy a comprobar si, a través de alguna librería de viejo, puedo localizar mejores imágenes de esas ediciones. -La joven volvió a teclear y Patrik se contuvo para no ponerse a dar paseos de un lado a otro, movido por la impaciencia.

Finalmente, Jessica encontró algo.

– Mira, ¿te resulta familiar esta ilustración?

Patrik dio la vuelta por detrás del mostrador hasta llegar a su lado para verlo mejor y sonrió satisfecho al ver la cubierta, que, sin lugar a dudas, tenía el mismo tipo de ilustraciones que las páginas halladas junto a las víctimas.

– Bueno, pues ésa era la buena noticia -añadió Jessica cortante-. La mala noticia es que no se trata de una edición ni única ni de poca tirada. Se publicó en 1924 y se imprimieron mil ejemplares. Y, además, no es seguro que el propietario del libro lo haya adquirido cuando se editó. Esa persona puede haberlo comprado en una librería de viejo en cualquier momento. Si busco en páginas de Internet donde localizar libros antiguos, me aparecen diez ejemplares de este mismo libro, a la venta en todo el país y en este momento.

Patrik sintió que el desánimo se apoderaba de él. Sabía que era rebuscado, pero, aun así, había abrigado una mínima esperanza de averiguar algo a través del libro. Patrik salió de detrás del mostrador y se quedó mirando enojado las páginas sueltas. Sentía deseos de romperlas en mil pedazos de pura frustración, pero se dominó.

– ¿Te has dado cuenta de que falta una página? -preguntó Jessica colocándose a su lado. Patrik la miró sorprendido. -No, no había reparado en ello.

– Pues está claro, por la paginación -insistió señalando los números de las páginas-. La primera hoja tiene las páginas cinco y seis, y luego salta a la nueve y la diez, después tenemos la once y la doce, y la última, la trece y la catorce. Es decir, falta la hoja correspondiente a las páginas siete y ocho.

La cabeza de Patrik era un mar de ideas. Con una certeza implacable, comprendió lo que aquello significaba: en algún lugar había otra víctima.


No debería. Y lo sabía. Pero no podía evitarlo. A su hermana no le gustaba que mendigase, que pidiese lo inalcanzable. Pero algo en su interior le impedía dejar de hacerlo. Necesitaba saber lo que había allí fuera. Qué había más allá del bosque, más allá de los campos. Aquello a lo que ella acudía a diario, cuando los abandonaba en la casa. Tenía que saber cómo era aquello cuya existencia les recordaba el ruido de un avión surcando el cielo por encima de sus cabezas, o cuando oían el ruido de un coche, lejos, muy lejos.

Al principio, ella se negaba. Les decía que ni hablar. Que el único lugar donde estaban seguros, donde él, su pobre pájaro cenizo, estaba seguro, era en la casa, en su reducto. Pero él seguía preguntando. Y cada vez que preguntaba, creía advertir que su resistencia se agotaba. El mismo oía su obstinación, lo suplicante del tono que se le colaba en la voz cada vez que hablaba de lo desconocido, de aquello que quería ver sólo una vez.

Su hermana permanecía siempre a su lado en silencio. Los observaba con un peluche en el regazo y con el pulgar en la boca. Ella nunca confesó tener el mismo anhelo. Y jamás se habría atrevido a preguntar. Pero, a veces, él atisbaba en sus ojos un destello del mismo deseo cuando, sentada junto al banco de madera que había al lado de la ventana, miraba al bosque que, al parecer, se extendía infinito. En esos momentos, veía que su hermana abrigaba el mismo anhelo que él.

Por eso continuaba preguntando. Por eso rogaba y suplicaba. Ella le recordaba al cuento que tan a menudo leían, aquel cuento sobre dos hermanos curiosos que se perdieron en el bosque. Que estaban solos y asustados, atrapados en la casa de una bruja mala. Podían extraviarse allí fuera. Y era ella quien los protegía. ¿Acaso querían extraviarse? ¿Acaso querían arriesgarse a no encontrar nunca el camino de vuelta a casa? Ya los había salvado de la bruja en una ocasión… La voz de ella sonaba siempre tan frágil, tan triste, cuando respondía a sus preguntas con más preguntas… Pero había algo en su interior que lo impulsaba a continuar, aunque el desasosiego le arañaba y le descarnaba el pecho cuando oía su voz temblorosa, y se le llenaban los ojos de lágrimas. La atracción de lo que había fuera era tan intensa…

– ¡Bienvenidos! -Erling los fue invitando a entrar agitando la mano y se irguió un poco más al ver a los cámaras que entraron detrás-. A Viveca y a mí nos alegra tanto que hayáis querido venir a esta modesta cena de bienvenida en nuestra sencilla morada -añadió en dirección a la cámara con un cacareo. Los telespectadores apreciarían sin duda el hecho de poder adentrarse en la vida de the rich and famous, como él mismo le dijo a Fredrik Rehn cuando le propuso la idea. Naturalmente, a Fredrik le pareció genial. Invitar a los participantes a una cena de despedida en la casa del pez gordo del Consejo Municipal era, desde luego, de lo más apropiado-. Vamos, vamos, entrad -insistió conduciéndolos hasta la sala de estar-. Viveca no tardará en ofreceros una copa de bienvenida. ¿O acaso no bebéis? -dijo con un guiño y soltando una carcajada ante su propia ocurrencia.

Satisfecho, pensó que los telespectadores comprenderían que no era el estereotipo de funcionario municipal triste y aburrido enfundado en su traje no menos gris. No, él sabía animar el ambiente. En las conferencias siempre era él quien contaba las mejores anécdotas en la sauna de los chicos, sí, todos los empresarios lo conocían por sus bromas. Un killer, pero de los graciosos.

– Mira, ya viene Viveca con las copas -añadió señalando a su mujer, que aún no había pronunciado una sola palabra. Habían mantenido una pequeña charla sobre ello antes de que llegaran los invitados y el equipo de los cámaras. Debía mantenerse apartada y dejar que él brillase en solitario. No en vano era el artífice de todo aquello-. He pensado ofreceros la posibilidad de probar una bebida de adultos -continuó con una risita-. Un auténtico Dry Martini, o un draja, como solíamos llamarlo en Estocolmo. -Volvió a reír, demasiado alto esta vez, pero quería estar seguro de que su voz llegaba a la pantalla. Los muchachos olisquearon cautos la bebida, en cuya superficie flotaba una aceituna ensartada en un palillo.

– ¿Hay que comerse la aceituna? -preguntó Uffe arrugando la nariz con repulsión.

Erling sonrió.

– No, qué va, puedes dejarla ahí. Es más bien un adorno. Uffe asintió sin más y apuró la copa procurando evitar la aceituna.

Algunos siguieron su ejemplo y Erling comenzó a hablar, un tanto desconcertado:

– Bueno, yo había pensado daros la bienvenida con un brindis, pero se ve que algunos teníais sed. En fin, ¡salud! -Alzó un poco más su copa, recibió un murmullo indefinido por respuesta y dio un sorbito a su Dry Martini.

– ¿Puedo tomarme otro? -preguntó Uffe tendiéndole la copa a Viveca. La mujer miró a Erling, y éste asintió. ¡Qué puñetas! Había que dejar que los chicos se divirtieran un poco.

Justo para el postre, empezó a apoderarse de Erling W. Larson cierta sensación de arrepentimiento. Era verdad que tenía un vago recuerdo de que, en su reunión con Fredrik Rehn, éste le había advertido de que se guardase de servirles a los chicos demasiado alcohol durante la cena, pero desechó tontamente las objeciones de Rehn. Si no recordaba mal, pensó que nada podía ser peor que aquella ocasión, en 1998, cuando toda la dirección fue a Moscú en viaje de negocios. En realidad, lo que sucedió entonces estaba aún muy poco claro, pero él conservaba algún recuerdo fragmentario, que incluía caviar ruso, una cantidad bestial de vodka y un prostíbulo. Sin embargo, Erling no reparó en que una cosa era emborracharse en terreno ajeno y otra muy distinta tener a cinco jóvenes borrachos en su propia casa. La comida en sí había sido algo similar a una catástrofe. El canapé de huevas de salmón apenas lo habían tocado, el risotto con vieiras fue recibido con amagos de vomitona a modo de efectos de sonido, sobre todo de aquel bárbaro de Uffe, y ahora parecían haber alcanzado el culmen, ya que desde el baño se oían las arcadas de una vomitona de verdad. Teniendo en cuenta que al menos el postre sí se lo habían comido, se imaginó horrorizado cómo quedaría la mousse de chocolate en las flamantes y preciosas teselas del cuarto de baño.

– ¡Pero si tenías más vino, Erla el perla! -balbució Uffe con voz gangosa saliendo triunfal de la cocina con una botella recién abierta. Con una sensación de vértigo en el estómago, Erling constató que a Uffe se le había ocurrido descorchar uno de los mejores reservas que tenía y, por ende, uno de los más caros. Sintió la efervescencia de la rabia, pero se contuvo al notar que la cámara lo filmaba en primer plano, seguramente con la esperanza de grabar una reacción de ese estilo.

– Fíjate, ¡qué suerte! -observó sereno y con una sonrisa forzada. Acto seguido, lanzó una mirada suplicante a Fredrik Rehn. Sin embargo, el productor debió de pensar que el consejero se lo tenía bien merecido y le tendió a Uffe la copa vacía para que se la llenase.

– Sírveme un poco, Uffe -pidió sin mirar a Erling.

– Y a mí -dijo Viveca, que había guardado silencio durante la cena, mirando desafiante a su marido. Erling estallaba por dentro. Aquello era un motín, pensó antes de sonreír a la cámara.

Faltaba menos de una semana para la boda. Enea empezaba a sentirse un tanto nerviosa, aunque la intendencia estaba bajo control. Anna y ella habían trabajado como animales para organizado todo, las flores, las tarjetas de distribución en las mesas, el alojamiento de los invitados, la orquesta, todo, todo, todo. Erica observó preocupada a Patrik, que estaba desayunando enfrente de ella y mordisqueaba absorto un bocadillo. Le había preparado un chocolate y una rebanada de pan ácimo con queso y huevas, la combinación favorita de Patrik, que a Erica le producía náuseas. Pero ahora estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para que Patrik ingiriese algún alimento. Desde luego, no tendría ningún problema para entrar en el frac, se decía Erica.

Los últimos días, Patrik había deambulado por la casa como un espectro. Llegaba, comía, se acostaba y se levantaba al alba para ir a la comisaría. Se lo veía agotado y ojeroso, marcado por el cansancio y la frustración, y Erica había empezado a percibir también cierta resignación. La semana anterior Patrik le había contado que tenía que existir otra víctima. Habían vuelto a lanzar una consulta a todas las comisarías del país, pero sin resultado. Lleno de desesperanza, le explicó cómo habían revisado el material de que disponían una, dos, tres, mil veces, sin hallar nada que les permitiese avanzar en la investigación. Gösta habló por teléfono con la madre de Rasmus, pero tampoco a ella le sonaban los nombres de Elsa Forsell y Börje Knudsen. Se habían estancado.

– ¿Qué tenéis hoy en la agenda? -preguntó Erica tratando de mantener un tono neutro.

Patrik mordisqueaba como un ratón la tostada de pan duro, aunque, después de un cuarto de hora, sólo llevaba la mitad. Presa del abatimiento, le dijo:

– Esperar un milagro.

– Pero ¿no podéis pedir ayuda externa? Me refiero a los demás distritos afectados. O de la policía judicial central, ¡o algo!

– He estado en contacto con Lund, Nyköping y Boras. Y están trabajando en ello. Y la central… bueno, es que yo confiaba en que seríamos capaces de resolverlo nosotros solos, pero parece que tendremos que pedir refuerzos. -Absorto en sus pensamientos, dio un mordisco minúsculo a la tostada. Erica no pudo por menos de inclinarse y acariciarle la mejilla.

– ¿Sigues queriendo que lo hagamos el sábado?

La miró sorprendido, su expresión se dulcificó enseguida y, besándole la palma de la mano, le dijo:

– Cariño, ¡claro que quiero! El sábado será un día precioso, el mejor de nuestra vida, después del día en que nació Maja, claro. Y me sentiré feliz y animado, y no pensaré más que en ti y en nuestra boda. No te preocupes por eso, de verdad que tengo muchas ganas.

Erica le dirigió una mirada escrutadora, pero sólo vio sinceridad en su semblante.

– ¿Seguro?

– Seguro. -Patrik sonrió-. Y no creas que no sé lo mucho que habéis trabajado Anna y tú.

– Bueno, tú has estado ocupado con tus cosas. Y, además, creo que ha sido muy beneficioso para Anna -repuso Erica echando una ojeada a la sala de estar, donde Anna se había enroscado con Emma y Adrian para ver un programa infantil. Maja aún dormía y, pese al abatimiento de Patrik, a Erica le pareció un lujo disponer de unos minutos para estar a solas con él-. ¿Sabes? Me gustaría… -No terminó la frase. Patrik la miró y le leyó el pensamiento.

– Te gustaría que tus padres hubiesen estado con nosotros.

– Sí. O, bueno… Si he de ser sincera, me gustaría que mi padre hubiese podido estar aquí. Mi madre, en cambio, habría mostrado el mismo desinterés que siempre mostró por los asuntos de Anna y por los míos.

– ¿Habéis hablado Anna y tú de por qué Elsy se comportaba así?

– No -respondió Erica reflexiva-. Pero yo he pensado mucho en ello. En por qué sabemos tan poco sobre la vida de mi madre antes de que conociera a mi padre. Lo único que nos dijo fue que nuestros abuelos maternos llevaban muchos años muertos. Anna y yo no sabemos más. Ni siquiera hemos visto nunca una fotografía. ¿No te parece extraño?

Patrik asintió.

– Sí, desde luego, es muy raro. Podrías investigar un poco en el árbol genealógico, ¿no? A ti se te da bien indagar en esas cosas y recabar información. No tienes más que ponerte manos a la obra en cuanto nos hayamos librado de la boda.

– ¿En cuanto nos hayamos librado? -preguntó Erica en tono ominoso-. ¿Te parece que nuestra boda es algo de lo que haya que «librarse»?

– No -respondió Patrik, aunque no se le ocurrió una respuesta mejor formulada. En silencio, mojó la tostada de queso y huevas en el chocolate. Sabía cuándo le convenía callar. Dejar que la comida le cerrase la boca…

En fin, hoy se acaba lo bueno.

Lars quería verse con ellos en un ambiente menos tenso que de costumbre, y los invitó a merendar en el Pappas Lunchcafé, que, naturalmente, se encontraba en la calle Affärsvágen de Tanumshede.

– Ya tenía ganas de largarme de aquí, joder -dijo Uffe antes de meterse en la boca un dulce de mazapán.

Jonna lo miró asqueada y le dio un mordisco a una manzana.

– ¿Qué planes tenéis? -preguntó Lars tomando un sorbo de té. Los chicos vieron fascinados que ponía seis terrones de azúcar en la taza.

– Lo de siempre -respondió Calle-. Volver a casa, ver a los amigos. Salir de bares. Las tías del Kharma me echan de menos -dijo con una sonrisa, aunque algo inerte y lleno de desesperanza se apreciaba en sus ojos.

A Tina, en cambio, le brillaron al decir:

– ¿No es ahí donde suele ir la princesa Madeleine?

– Sí, claro, Madde suele ir al Kharma -confirmó Calle con desinterés-. Antes salía con un amigo mío.

– ¿De verdad? -preguntó Tina impresionada. Por primera vez, en algo más de un mes, miraba a Calle con cierto respeto.

– Sí, pero él terminó dejándola. Su mamá y su papá se metían demasiado a todas horas.

– ¿Su mamá y…? ¡Oooh! -exclamó Tina con los ojos como platos-. ¡Qué pasada!

– Bueno, y tú, ¿qué vas a hacer? -le preguntó Lars a Tina. La joven se encogió de hombros.

– Yo me voy de gira.

– De gira -repitió Uffe en tono jocoso y burlón al tiempo que cogía otro mazapán-. Irás con Drinken y cantarás una canción por noche y luego te pasarás el resto del tiempo en la barra. Yo no lo llamaría irse de gira…

– Oye, que hay un montón de bares interesados en que vaya a cantar I Want to Be Your Little Bunny, que lo sepas -replicó Tina-. Drinken me dijo que, además, vendrán un montón de tíos de las discográficas.

– Ya, claro, y lo que dice Drinken siempre es verdad. -Se burló Uffe poniendo los ojos en blanco.

– Joder, ¡qué a gusto me voy a quedar cuando te pierda de vista! Eres siempre tan… negativo -le espetó Tina antes de darle la espalda con desprecio. Los demás disfrutaban del espectáculo.

– ¿Y tú, Mehmet? -Todas las miradas se volvieron hacia Mehmet, que no había abierto la boca desde que llegaron a la cafetería.

– Yo me quedo aquí -respondió preparado para la reacción, que no se hizo esperar.

Cinco pares de ojos incrédulos lo observaron atónitos.

– ¿Qué? ¿Que te vas a quedar… ¡aquí!? -Calle lo miraba como si Mehmet se hubiese transformado en rana delante de sus narices.

– Sí, me quedo trabajando en el horno. Voy a alquilar mi apartamento un tiempo, a ver.

– ¿Y dónde piensas vivir aquí? ¿Con Simon…? -Las palabras de Tina resonaron en el local y Mehmet sembró la perplejidad con su silencio-. O sea, que sí que te quedas con él… ¿Qué pasa, que estáis juntos?

– ¡No, no estamos juntos! -desmintió Mehmet-. Aunque eso no te incumbe a ti, de todos modos. Sencillamente, somos… colegas.

Simon and Mehmet, Sitting in a Tree, K-I-S-S-I-N-G -cantó Uffe riéndose de tal modo que por poco se cae de la silla.

– Oye, deja en paz a Mehmet -dijo Jonna casi en un susurro con el que, curiosamente, hizo callar a los demás-. Yo creo que eres muy valiente, Mehmet. Eres el mejor de todos nosotros.

– ¿Qué quieres decir, Jonna? -preguntó Lars con la cabeza ladeada en un gesto amable-. ¿En qué sentido es el mejor?

– Lo es y punto -respondió Jonna tirándose de las mangas del jersey-. Es un tío legal. Y bueno, eso.

– ¿Es que tú no eres buena? -quiso saber Lars. Su pregunta parecía tener muchos sentidos ocultos.

– No -dijo Jonna en voz baja. Una vez más, recreó mentalmente la escena desarrollada delante de la finca, el odio que sintió hacia Barbie, lo herida que se sintió al saber lo que Barbie había ido diciendo de ella y su deseo de hacerle daño. Experimentó una satisfacción auténtica cuando le sesgó la piel con el cuchillo. Si hubiese sido buena, no lo habría hecho. Pero no dijo nada al respecto, sino que se puso a observar los coches que pasaban al otro lado de la ventana. Los cámaras ya habían recogido su equipo y se habían marchado. Y eso haría ella ahora, marcharse a casa. A un piso enorme y desierto. A las notas de la cocina con la recomendación de que no esperase levantada. A los folletos informativos sobre diversas carreras universitarias que le dejaban en la mesa de la sala de estar. Al silencio.

– Y tú, ¿qué vas a hacer ahora? -le preguntó Uffe a Lars en un tono ligeramente venenoso-. ¿Ahora que no podrás entretenerte con nosotros?

– No te preocupes, sabré mantenerme ocupado -respondió Lars tomando otro sorbo de su taza de té azucarado-. Terminaré el libro y quizá abra una consulta. ¿Y tú, Uffe? Tú no nos has dicho lo que vas a hacer.

Uffe se encogió de hombros con fingida indiferencia.

– Bah, nada especial. Supongo que una gira en el programa El bar, al menos un tiempo. Y me figuro que podré oír la dichosa canción I Want to Be Your Little Bunny hasta hartarme -dijo mirando a Tina con desprecio-. Y luego, pues… Bah, yo qué sé. Ya me las arreglaré. -Por un instante, la inseguridad se dejó traslucir a través de la máscara. Pero enseguida se esfumó y Uffe volvió a carcajearse como de costumbre-. ¡Mira lo que sé hacer! -Cogió la cucharilla del café y se la colocó en la nariz. ¿Cómo iba a perder el tiempo en preocuparse por el futuro? Los tíos que sabían sostener una cucharilla en la nariz siempre salían a flote.

Cuando se despidieron para dirigirse al autobús que los aguardaba para llevárselos de Tanum, Jonna se detuvo un minuto. Por un instante, creyó ver a Barbie allí sentada entre ellos, con su largo cabello rubio y sus uñas postizas tan largas que apenas si podía usar las manos. La vio riéndose con ese destello dulce y tierno en los ojos, tan característico, un destello que todos interpretaron como un indicio de debilidad. Jonna comprendía ahora que se había equivocado. Mehmet no era el único bueno. Barbie también lo era. Por primera vez, empezó a pensar en la tarde de aquel viernes en que todo salió tan mal. En quién había dicho qué, en realidad. En quién había difundido todo aquello que Jonna sospechaba ahora eran mentiras. En quién los había dirigido como a marionetas. En su mente empezó a formarse una idea, pero, antes de que hubiese cobrado forma, el autobús partió alejándolos de Tanumshede. Jonna miró por la ventanilla. El asiento contiguo iba vacío.

Hacia las diez de la mañana, Patrik empezó a lamentar no haber tomado algo más en el desayuno. En efecto, ahora le rugía el estómago y se encaminó a la cocina de la comisaría en busca de algo comestible. Tuvo suerte, un bollo de canela yacía olvidado y solitario en una bolsa sobre la mesa, y Patrik lo devoró en un segundo. No era el tentempié ideal, pero tendría que valer. Cuando volvió al despacho aún con la boca llena de migas, sonó el teléfono. Vio que era Annika e intentó tragarse la bola a toda velocidad, pero sólo consiguió que se le atascara en el gaznate.

– ¿Hola? -preguntó en medio de un ataque de tos.

– ¿Patrik? Tragó un par de veces y logró arrastrar el resto de bollo.

– Sí, soy yo.

– Tienes visita -le dijo la recepcionista. Patrik comprendió que se trataba de algo importante.

– ¿Quién es?

– Sofie Kaspersen.

Aquello era muy interesante. ¿La hija de Marit? ¿Para qué querría verlo?

– Dile que pase -respondió antes de salir al pasillo para recibir a Sofie. La muchacha estaba pálida y muy desmejorada, y Patrik recordó que Gösta le había comentado algo de que, cuando estuvieron en casa de Ola, sufría gastroenteritis. Y, desde luego, tenía toda la pinta.

– Tengo entendido que has estado enferma. ¿Estás un poco mejor? -le preguntó mientras la conducía a su despacho.

Sofie asintió.

– Sí, he tenido gastroenteritis, pero ya estoy bien. Sólo que he perdido un par de kilos -explicó con media sonrisa.

– Vaya, pues podrías contagiarme un poco -dijo Patrik riéndose como para romper el hielo. La muchacha parecía estar aterrada. Permanecieron unos segundos en silencio. Patrik aguardó pacientemente.

– ¿Saben algo más… de lo de mi madre? -preguntó Sofie finalmente.

– No -contestó Patrik con sinceridad-. Estamos muy atascados, la verdad.

– O sea, que siguen sin saber cuál es la conexión entre ella y los demás, ¿no?

– Sí -volvió a responder Patrik, que ya empezaba a preguntarse adonde quería ir a parar la joven. Con suma cautela, sugirió-: Yo creo que la conexión se encuentra en algún dato que aún no hemos descubierto. Algo que desconocemos, tanto de tu madre como de los demás.

– Ya… -respondió Sofie, aún sin saber qué hacer.

– Es importante que lo sepamos todo si queremos encontrar a la persona que te arrebató a tu madre. -Su voz sonó suplicante, pero era evidente que Sofie tenía algo que decirle, y que ese algo guardaba relación con su madre.

Tras otra larga pausa silenciosa, la joven se llevó la mano al bolsillo de la cazadora muy despacio. Con la vista clavada en el suelo, sacó un folio de papel y se lo entregó a Patrik. Cuando éste empezó a leer, Sofie se quedó mirándolo.

– ¿Dónde has encontrado esto? -preguntó Patrik una vez hubo terminado de leerlo y con un cosquilleo de expectación en el estómago.

– En una caja. En casa de mi padre. Pero son cosas de mamá, cosas que ella guardó. Estaba entre un montón de fotos y cosas así.

– ¿Sabe tu padre que lo has encontrado? -quiso saber Patrik.

Sofie negó con un gesto vehemente. Su oscuro cabello liso flotó aleteando alrededor de su cara.

– No. Y no creo que le siente muy bien. Pero los policías que estuvieron en casa la semana pasada nos dijeron que debíamos avisar si sabíamos algo y, bueno, tenía la sensación de que esto había que contarlo. Por mi madre -añadió escrutándose las uñas.

– Has hecho lo correcto -aseguró Patrik subrayando la última palabra-. Es una información que debíamos conocer y creo que acabas de facilitarnos la clave del caso. -Patrik no podía ocultar su excitación. Era tanto lo que aportaba aquella información… Empezó a darle vueltas a otras piezas del rompecabezas: la lista de delitos de Börje, las lesiones de Rasmus, la culpa de Elsa…, todo encajaba.

– ¿Puedo quedármelo? -preguntó agitando el documento.

– ¿No podría sacar una copia? -sugirió Sofie.

Patrik asintió.

– Por supuesto. Y, si tu padre se enfada contigo, dile que hable conmigo. No has hecho más que lo correcto.

Sacó una copia en la fotocopiadora del pasillo, le devolvió a Sofie el original y la acompañó a la salida. Patrik se quedó observándola un buen rato mientras se alejaba por la calle, cabizbaja y con las manos hundidas en los bolsillos. Parecía que se encaminaba a casa de Kerstin. Esperaba que así fuera. Se necesitaban más de lo que ellas mismas creían.

Con el triunfo en la mirada, entró en la comisaría para ponerlos a todos a trabajar. ¡Por fin! ¡Por fin tenían la clave!

Bertil Mellberg acababa de vivir la mejor semana de toda su vida. Apenas podía creerlo. Rose-Marie había dormido en su casa otras dos veces y, aunque la actividad nocturna empezaba a dejar su huella en forma de un par de profundas ojeras, valía la pena. Se sorprendía a sí mismo tarareando a veces e incluso dando saltitos de alegría. Claro que sólo cuando no lo veía nadie.

Rose-Marie era fantástica. No podía creer la suerte que había tenido. Que aquel milagro de mujer lo hubiese convertido en su elegido. No, sencillamente, no lo entendía. Y ya habían empezado a hablar del futuro. En efecto, ambos estaban conmovedoramente de acuerdo en que tenían un futuro juntos. Sobre ese particular no cabía la más mínima duda. Mellberg, que siempre había abrigado un sano escepticismo hacia la formalización de las relaciones, no podía ahora contenerse.

También habían conversado sobre el pasado. Él le había hablado de Simon y, lleno de orgullo, le mostró una foto de aquel hijo al que tan tarde había conocido en la vida. Rose-Marie comentó lo guapo que era, tan parecido a su padre, y le aseguró que tenía muchas ganas de conocerlo. Ella, por su parte, tenía dos hijas. Una vivía en Kiruna y la otra en Estados Unidos. Las dos tan lejos, se lamentó apenada mientras le mostraba una foto de los nietos norteamericanos. Quizá pudieran ir los dos a verlos en verano, sugirió Rose-Marie. Y él asintió entusiasmado. Estados Unidos… Siempre había deseado ir allí. A decir verdad, nunca había salido de Suecia. Haber cruzado el puente de Svinesund no contaba como viaje al extranjero, desde luego. Pero Rose-Marie lo abrió a un mundo nuevo. De hecho, estaba pensando en comprar un apartamento compartido en España, le confesó una noche en la cama, con la cabeza recostada en su brazo. Una casa blanca con escalinata y balcón, con vistas al mar, con piscina propia y una buganvilla trepando por la fachada y difundiendo su encantador aroma en la cálida noche estival. Mellberg se lo imaginaba a la perfección. Él y Rose-Marie sentados en el balcón al calor de la noche, abrazados, bebiendo de sendas copas heladas. Una idea empezó a germinar en su mente negándose a desaparecer. En la penumbra del dormitorio, se volvió hacia ella y le propuso emocionado que comprasen el apartamento a medias. Aguardó nervioso su reacción, que no fue, al principio, tan entusiasta como él esperaba, sino más bien preocupada. Le dijo que, en ese caso, tenían que arreglar muy bien los papeles para que no hubiera problemas de dinero entre ellos. No podían permitir tal cosa. Él sonrió y le besó la punta de la nariz. Se ponía tan bonita cuando estaba preocupada… Pero finalmente se pusieron de acuerdo y convinieron que así lo harían.

Y allí estaba Mellberg, sentado en su despacho, con los ojos cerrados, sintiendo la cálida brisa en sus mejillas y el aroma a loción solar y a melocotones frescos. Las cortinas aleteando con la perfumada brisa marina. Se vio a sí mismo inclinado sobre Rose-Marie, le levantaba el ala de la pamela y… Unos golpes en la puerta lo arrancaron de su ensoñación.

– Entra -ordenó irritado apresurándose a bajar las piernas de la mesa y fingiendo que ordenaba unos documentos que tenía esparcidos por encima-. Espero que sea importante, estoy muy ocupado -le dijo a Hedström cuando lo vio asomar por la puerta.

Patrik asintió y tomó asiento.

– Es muy importante -aseguró, dejando sobre la mesa la copia del documento que le había llevado Sofie.

Mellberg lo leyó. Y, por una vez, se mostró de acuerdo con Patrik.

Había algo en la primavera que la llenaba de melancolía. Iba al trabajo y hacía lo que debía, luego volvía a casa, hablaba con Lennart y jugaba con los perros y se iba a la cama. Las mismas rutinas que el resto de las estaciones del año, pero justo en primavera solía invadirla la sensación de absurdo. En realidad, tenía una vida más que buena. Lennart y ella tenían una relación más estable y mejor que la mayoría de las parejas que conocía, los perros eran miembros de la familia muy queridos y, además, ambos compartían el interés por las competiciones de drag racing, que les permitía viajar por toda Suecia de una competición a otra y que les había procurado muchos amigos. En verano, otoño e invierno, aquello era más que suficiente. Sin embargo, por alguna razón, la primavera le hacía sentir que algo le faltaba. En primavera sentía con toda su fuerza el deseo de tener hijos. Ignoraba la razón. Quizá porque fue la estación en que sufrió el primer aborto. El 3 de abril, una fecha que siempre permanecería grabada a fuego en su corazón. Pese a que hacía ya más de quince años. Ocho abortos siguieron a aquel primero, incontables visitas al médico, exploraciones, tratamientos… Pero nada servía. Y al final, terminaron por aceptarlo. Y por sacar el mejor partido de la situación. Claro que también habían sopesado la posibilidad de adoptar, pero nunca se pusieron a ello. Se habían vuelto hipersensibles e inseguros después de tantos años de pérdidas y decepciones. No se atrevían a poner sus corazones en la balanza una vez más. Y pese a que la mayor parte del año consideraba que llevaban una buena vida, en primavera añoraba a todos sus hijos no nacidos. Sus niños y niñas que, por alguna razón, no se formaban ni para la vida en sus entrañas ni para la vida de fuera. A veces los imaginaba como angelitos, como seres diminutos que flotaban a su alrededor cual hojas al viento. Esos días no eran fáciles. Y hoy era uno de esos días.

Se enjugó las lágrimas e intentó concentrarse en la hoja de cálculo que tenía en la pantalla. Nadie de la comisaría conocía su tragedia personal, sólo sabían que ella y Lennart no tenían hijos, y Annika no quería que la vieran lamentarse. Entrecerró los ojos para enfocar bien las celdas y emparejar los datos. El nombre del propietario del perro en la celda de la izquierda y la dirección en la de la derecha. Le llevó más tiempo de lo que pensaba, pero por fin había averiguado la dirección de todos los nombres que figuraban en la lista. Annika guardó el documento en un disquete y lo sacó del ordenador. Los angelitos seguían flotando a su alrededor, le preguntaban cómo se habrían llamado, a qué habrían jugado juntos, qué habrían sido de mayores… Annika sentía que el llanto volvía a acosarla y miró el reloj. Las once y media. Ya podía ir a casa a almorzar. Sentía que necesitaba un rato de tranquilidad en casa. Pero antes iría a entregarle el disquete a Patrik. Sabía que quería tener la información lo antes posible.

En el pasillo se cruzó con Hanna y vio la posibilidad de evitarse la mirada escrutadora de Patrik.

– Hola Hanna -le dijo-. ¿Podrías llevarle este disquete a Patrik? Es la relación de los suecos que tienen galgos españoles y sus direcciones. Ya está terminada. Yo… estaba pensando que hoy me voy a comer a casa.

– Oye, ¿cómo estás? ¿No te encuentras bien? -le preguntó Hanna preocupada cogiendo el disquete.

Annika se obligó a sonreír.

– Sí, muy bien. Es sólo que me apetece comer algo casero.

– Vale -asintió Hanna sin creérselo del todo-. Bueno, yo le llevo el disquete a Patrik, no te preocupes. Entonces, nos vemos luego.

– Sí, luego nos vemos -respondió Annika apresurándose hacia la salida. Los angelitos la acompañaron a casa.

Patrik levantó la vista cuando llegó Hanna.

– Toma, Annika me ha pedido que te lo dé. Los dueños de los perros. -Hanna le entregó el disquete y Patrik lo dejó en la mesa.

– Siéntate un momento -dijo señalando la silla que había enfrente del escritorio. Hanna obedeció y Patrik la observó con una mirada escrutadora-. ¿Cómo te ha ido aquí este primer mes? ¿Estás a gusto? Un comienzo algo turbulento, quizá. -Sonrió y ella le correspondió con una tímida sonrisa. A decir verdad, estaba un poco preocupado por su nueva colega.

Parecía cansada, agotada. Claro que todos lo estaban, más o menos, después de las semanas que habían pasado, pero en el caso de Hanna había algo más. Había una película transparente sobre su rostro, algo más que simple cansancio. Como de costumbre, llevaba la melena rubia recogida en una cola de caballo, pero no tenía brillo, y, debajo de los ojos, la piel aparecía fina y oscura.

– Me ha ido estupendamente -respondió Hanna con vivacidad, inconsciente de que Patrik la estuviese observando-. Me encanta, de verdad, y me gusta estar ocupada al máximo. -Miró a su alrededor, observó todos los documentos y las fotografías que cubrían las paredes, y guardó silencio-. Bueno, comprendo que puede sonar un poco absurdo, pero tú me entiendes.

– Sí, te entiendo -sonrió Patrik-. Y Mellberg, ¿se ha… portado bien?

Hanna rompió a reír. Por un instante, su expresión se relajó un poco y Patrik reconoció en ella a la mujer que empezó en la comisaría hacía cinco semanas.

– Apenas lo he visto, si he de ser sincera, así que bueno, podemos decir que sí, que se ha portado bien. Lo que he aprendido a lo largo de estas cinco semanas es que, en la práctica, todos te consideran jefe a ti. Y he de decir que haces honor a tal consideración.

Patrik sintió que se ruborizaba sin poder remediarlo. No solían alabarlo, y no sabía cómo reaccionar.

– Gracias -murmuró con timidez y cambió de tema enseguida-. Habrá una nueva reunión dentro de una hora. He pensado que nos veamos en la cocina. Esto se nos queda muy estrecho.

– ¿Ha habido alguna novedad? -preguntó Hanna irguiéndose en la silla.

– Pues… sí, podría decirse que sí -respondió Patrik sin poder contener media sonrisa-. Puede que hayamos encontrado la clave de la relación entre los cuatro casos -declaró sonriendo ya abiertamente.

Hanna se revolvió en la silla.

– ¿La conexión? ¿Has encontrado la conexión?

– Bueno… yo no. Digamos que me la han traído. Pero he de hacer dos llamadas para confirmarlo, así que no quisiera decir nada antes de la reunión. Por ahora, sólo he informado a Mellberg.

– Vale, pues nos vemos dentro de una hora -convino Hanna antes de levantarse para salir. Patrik seguía sin poder librarse de la sensación de que algo le pasaba, pero se dijo que, llegado el momento, Hanna acudiría a él para contárselo.

Cogió el auricular y marcó el primer número.

Hemos encontrado la conexión que estábamos buscando.

Patrik miró a su alrededor para disfrutar del efecto provocado por semejante declaración. Su mirada se detuvo un segundo en Annika y se inquietó al notar que parecía haber estado llorando. Aquello era del todo inusual, Annika siempre estaba alegre y tenía una actitud positiva en todas las situaciones, de modo que se dijo que debería hablar con ella después de la reunión, a fin de averiguar qué le ocurría.

– Sofie Kaspersen nos ha traído hoy la pieza decisiva del rompecabezas. Entre las pertenencias de su madre, encontró un viejo artículo y decidió venir a entregárnoslo. Está claro que Gösta y Hanna, que estuvieron en casa de su padre la semana pasada, supieron transmitirle la necesidad de que colaborasen, lo que la llevó a tomar esa resolución. ¡Buen trabajo! -dijo asintiendo alentador en la dirección de los dos colegas-. El artículo… -No pudo resistir la tentación de hacer una pequeña pausa de efecto al sentir la expectación que reinaba en la sala-. El artículo explica que, hace veinte años, Marit sufrió un accidente de tráfico en el que hubo un muerto. Su vehículo colisionó con el de una señora mayor que falleció en el acto y, cuando la policía acudió al lugar del siniestro, comprobaron que Marit sobrepasaba la tasa de alcohol permitida. La condenaron a once meses de cárcel.

– ¿Por qué no hemos sabido nada al respecto hasta el momento? -preguntó Martin intrigado-. ¿Fue antes de que se mudara aquí?

– No. Ella y Ola tenían veinte años y llevaban ya uno viviendo en Tanumshede cuando tuvo lugar el accidente. Pero de eso hace mucho tiempo, la gente olvida, y quizá lo veían con cierta condescendencia. La tasa de alcohol estaba justo por encima del límite legal, y cogió el coche después de haber estado cenando en casa de una amiga, donde tomó un poco de vino. Lo sé porque he localizado los documentos relacionados con el accidente. Los teníamos en el archivo.

– O sea, que durante toda la investigación, hemos tenido los papeles que demostraban lo que dices ahí abajo, ¿no? -preguntó Gösta incrédulo.

– Sí, ya sé -asintió Patrik-, pero no es extraño que no lo encontrásemos. Ocurrió hace tantos años que no figuraba en ningún archivo electrónico, y no existía razón alguna para revisar los documentos del archivo así, al azar. Y, desde luego, tampoco existía razón alguna para revisar el cajón de las sentencias por conducción bajo los efectos del alcohol.

– Ya, pero aun así… -masculló Gösta abatido.

– Lo he comprobado con Lund, Nyköping y Boras. Rasmus Olsson sufrió sus lesiones en un accidente de tráfico. El conducía, se le fue el coche contra un árbol y su acompañante, un amigo de su misma edad, falleció a consecuencia de la colisión. Börje Knudsen tenía un repertorio delictivo tan largo como mi brazo. Uno de ellos es un accidente, ocurrido hace quince años, en el que provocó un choque frontal con un vehículo que venía en sentido contrario. Una niña de cinco años murió en aquel accidente. Es decir, en tres de los cuatro casos, nuestras víctimas, en estado de embriaguez, protagonizaron un accidente de tráfico que causó la muerte de otra persona.

– ¿Y Elsa Forsell? -quiso saber Hanna clavando la mirada en Patrik, que hizo un gesto de resignación.

– Es el único caso en que aún no cuento con la confirmación necesaria. No hay ninguna sentencia contra ella en Nyköping, pero el sacerdote de su comunidad religiosa nos habló con insistencia de la «culpa» de Elsa. Y yo creo que se trata de una culpa del mismo tipo, sólo que no la hemos encontrado todavía. Voy a llamar al sacerdote, Silvio Mancini, después de nuestra reunión a ver si puedo sacarle algo más.

– Buen trabajo, Hedström. -Lo felicitó Mellberg desde el lugar donde estaba sentado, junto a la mesa de la cocina común. Su intervención fue tan inesperada que todas las miradas se volvieron hacia él.

– Gracias -respondió Patrik tan perplejo que ni siquiera se sintió avergonzado. Un elogio por parte de Mellberg era como… No, ni siquiera se le ocurría un buen símil. Sencillamente, Mellberg no elogiaba a nadie y punto. Un tanto desconcertado por lo inesperado del comentario, prosiguió-: En otras palabras, ahora hemos de trabajar partiendo de los nuevos datos. Averiguar tanto como podamos de aquellos accidentes. Gösta, tú te encargarás de Marit. Martin, tú dedícate al caso de Boras. Hanna, tú indaga en el de Lund. Yo trataré de averiguar algo más sobre Nyköping y Elsa Forsell. ¿Alguna pregunta?

Nadie se pronunció, de modo que Patrik dio por concluida la reunión y se marchó dispuesto a telefonear a Nyköping. Reinaba en la comisaría una especie de frenesí, una energía y una tensión renovadas. Era tan evidente que Patrik pensó que podría palparlo con la mano. Se detuvo en el pasillo, respiró hondo y entró para hacer aquella llamada.

Cuando iba a Italia a ver a la familia y los amigos, todos acostumbraban a hacerle siempre las mismas preguntas. ¿Cómo podía vivir a gusto en el frío norte? ¿No eran los suecos una gente muy rara? Por lo que ellos sabían, siempre estaban encerrados en sus casas y apenas hablaban con nadie. Además, no sabían entendérselas con el alcohol: bebían como esponjas y siempre se emborrachaban. ¿Cómo quería vivir allí?

Silvio solía dar un trago de un buen vaso de vino tinto y contemplar unos segundos los olivares de su hermano antes de responder:

– Los suecos me necesitan.

Y, de hecho, era lo que sentía. Cuando, treinta años atrás, partió rumbo a Suecia, le pareció una aventura. La oferta de un trabajo temporal que le hizo la comunidad católica de Estocolmo le brindó la oportunidad que siempre había buscado, la oportunidad de conocer un país que siempre se le había antojado mítico y extraordinario. Una vez allí, quizá no le resultó tan extraordinario. Y era verdad que, el primer invierno, estuvo a punto de morir de frío, hasta que aprendió que, para salir a la calle en enero, debía ponerse tres capas de ropa. Pese a todo, fue un amor a primera vista. Se enamoró de la luz, de las comidas, de la fría apariencia y el interior ardiente de los suecos. Aprendió a apreciar y a comprender sus pequeños gestos, lo obsequioso de sus comentarios, la amabilidad discreta de que hacían gala los rubios hombres del norte. Aunque esto último no era del todo cierto. En realidad, se quedó muy sorprendido cuando aterrizó en tierra sueca y comprobó que no todos los suecos eran rubios de ojos azules.

En cualquier caso, allí permaneció. Después de diez años en la comunidad de Estocolmo, se le ofreció la posibilidad de dirigir su propia parroquia en Nyköping. Con el transcurso de los años había adquirido incluso cierto acento de Sórmland, mezclado con su sueco italianizado, y le encantaba comprobar el regocijo que semejante mezcla provocaba en su auditorio de vez en cuando. Reír era algo que los suecos hacían con poquísima frecuencia. Quizá el común de los mortales no asociara el catolicismo a la alegría y a la risa, pero para él la religión era eso precisamente. Si el amor a Dios no era luz y deleite, ¿qué podía serlo en la vida?

Aquello sorprendió a Elsa al principio. Elsa acudió a él quizá con la esperanza de encontrar allí cilicio y látigo. En cambio, halló una mano cálida y una mirada afable. Llegaron a conversar tanto sobre ello… Su sentimiento de culpa, su necesidad de verse castigada… A lo largo de los años, la fue guiando por todos los estratos de los conceptos de culpa y perdón. La parte más importante del perdón era el arrepentimiento. El arrepentimiento sincero. Y eso lo había sentido Elsa de un modo desmedido. Durante más de treinta años, había sentido arrepentimiento, cada día y cada segundo. Demasiado tiempo para llevar un yugo tan pesado. Silvio se alegraba de haber aligerado su carga levemente, para que pudiera respirar un poco, al menos durante unos años, hasta el día de su muerte.

Silvio frunció el entrecejo. Había pensado mucho en la vida de Elsa -y también en su muerte- desde que recibió la visita de los policías. En realidad, había pensado mucho en ello antes también, pero sus preguntas removieron una infinidad de sentimientos y de recuerdos. Sin embargo, la confesión era sagrada. El sacerdote no podía traicionar la confianza que los fieles depositaban en él. Y lo sabía. Aun así, las ideas giraban en su cabeza, el anhelo de romper una promesa a la que estaba obligado por Dios. Pero sabía que era imposible.

Cuando sonó el teléfono que tenía en el escritorio, supo instintivamente quién llamaba. Respondió con una mezcla de esperanza y de angustia.

– Aquí Silvio Mancini.

Sonrió al oír la voz del policía de Tanumshede. Escuchó un buen rato lo que Patrik Hedström tenía que decirle y, finalmente, respondió al tiempo que meneaba la cabeza:

– Lo siento, me es imposible desvelar lo que Elsa me confió.

– Lo sé, está sujeto al voto de silencio.

El corazón le latía acelerado en el pecho. Por un instante, creyó ver a Elsa en la silla de enfrente. Tan erguida, con su melena corta de color gris ceniciento y aquella delgadez. Silvio intentó hacerla engordar un poco a base de pasta y de galletas, pero nada parecía arraigar en sus huesos. Elsa lo contemplaba con dulzura.

– Lo siento muchísimo, pero no puedo. Tendrán que encontrar otras vías para… Elsa asentía animándolo desde la silla y Silvio trató de comprender qué deseaba transmitirle. ¿Acaso quería que hablase? No servía de nada, pues le era imposible. Elsa seguía observándolo y, de repente, tuvo una idea. Muy despacio, le dijo a Patrik:

– No puedo revelar lo que Elsa me dijo, pero sí lo que es conocido por todos. Elsa era de su región. Era de Uddevalla.

Desde su lugar en la silla de enfrente, Elsa le sonrió antes de desaparecer. Silvio sabía que no había sido real, sino producto de su imaginación. Pero fue un alivio verla.

Cuando colgó el auricular, se sintió en paz. No había traicionado a Dios, y tampoco había traicionado a Elsa. El resto era cosa de la policía.

Erica comprendió que algo había ocurrido en cuanto Patrik cruzó la puerta. Caminaba con paso ligero y con los hombros relajados.

– ¿Te ha ido bien hoy? -preguntó cauta acercándosele con Maja en brazos. La pequeña se echó radiante en sus brazos y Patrik la cogió.

– Sí, hoy ha ido estupendamente -respondió dando unos pasos de baile con su hija. Maja se rió tanto que le entró hipo. Papá era tan divertido que era para morirse de risa. Y ella lo sabía desde muy temprana edad.

– Cuéntame -le pidió Erica y entró en la cocina para terminar de preparar la cena, seguida de Patrik y Maja. Anna, Emma y Adrian estaban viendo en la tele Bolibompa, y lo saludaron abstraídos con la mano. El oso Björne reclamaba toda su atención.

– Hemos encontrado la conexión -dijo Patrik dejando a Maja en el suelo. La pequeña se quedó allí un momento, debatiéndose entre su padre y Björne, pero al final se decidió por el más peludo de los dos y se marchó gateando en dirección a la tele-. Siempre me deja, siempre voy en segundo lugar -suspiró melodramático mirando a Maja.

– Eh, pero para mí sigues siendo el número uno -dijo Erica abrazándolo largamente antes de volver a los preparativos de la cena. Patrik se sentó a mirarla.

Erica carraspeó y lanzó una mirada elocuente hacia las verduras que había en la encimera.

Patrik se levantó de un salto y empezó a cortar el pepino para la ensalada.

– Ordéname que salte y sólo te preguntaré a qué altura -aseguró entre risas y se hizo a un lado para esquivar un amago de patada que Erica fue a darle en broma.

– Espera y verás, a partir del sábado, el látigo restallará en esta casa con renovada intensidad -repuso Erica intentando en vano infundir temor. Sólo de pensar en la boda, se ponía de buen humor.

– Pues a mí me parece que restalla bastante bien ya -le dijo inclinándose para besarla.

– ¡Eh, parad ya! -se oyó gritar a Anna desde la sala de estar-. ¡Os oigo besaros, muac, muac! Que sepáis que aquí hay menores.

– Ejem… Quizá deberíamos dejarlo para más tarde -propuso Erica guiñándole un ojo a Patrik-. Bueno, a ver, cuéntame las novedades.

Patrik le expuso brevemente lo que habían averiguado y la sonrisa se borró del rostro de Erica. Era tan trágico, tanta muerte y, pese a que la investigación había experimentado un avance significativo, comprendía que iba a resultar difícil también en lo sucesivo.

– De modo que la víctima de Nyköping también había causado la muerte de alguien con un coche, ¿no?

– Bueno, aún no conocemos los detalles. Ese accidente es mucho más antiguo que los otros, así que nos llevará tiempo averiguar algo más. Pero hoy he estado hablando con los colegas de Uddevalla y nos enviarán todo el material de que dispongan en cuanto lo encuentren. A algún pobre diablo le tocará arrastrarse y rebuscar un buen rato entre cajones polvorientos.

– Es decir, que alguien se dedica a asesinar a gente que ha matado a alguien por conducir borracho. Pero esos delitos al volante se extienden desde el primer accidente, hace treinta y cinco años, hasta… ¿cuándo fue el último?

– Hace diecisiete años -dijo Patrik-. Rasmus Olsson.

– Y por toda Suecia. -Constató Erica pensativa, sin dejar de remover el contenido de la olla-. Desde Lund hasta aquí. ¿Cuándo tuvo lugar el primer asesinato?

– Hace diez años -respondió Patrik observando atentamente a su futura esposa. Erica estaba acostumbrada a manejar datos y a analizarlos, y él solía recurrir a su sagacidad.

– O sea, que el asesino se mueve a lo largo de una zona muy extensa, sus crímenes están alejados en el tiempo y lo único que las víctimas tienen en común es que los han asesinado por haber causado una muerte accidental al conducir bebidos.

– Exacto, así es -suspiró Patrik. Al oír la síntesis de Erica, tomó conciencia de lo imposible que era la situación. Mezcló las verduras en una fuente y la colocó en la mesa-. No olvides que seguramente nos falte una víctima -le dijo en voz baja al tiempo que se sentaba-. Lo más probable es que se trate de la víctima número dos, a la que aún no hemos encontrado. Bueno, yo estoy seguro de que es así. Se nos ha escapado uno.

– ¿No hay manera de obtener más información de las páginas del cuento? -Quiso saber Erica mientras colocaba la olla humeante sobre un salvamanteles.

– Parece que no -dijo Patrik-. Así que ahora tengo todas mis esperanzas puestas en que la información sobre el accidente de Elsa Forsell aporte algún dato que nos permita seguir avanzando. Ella fue la primera víctima, y algo me dice que por esa razón es la más significativa.

– Sí… puede que tengas razón -convino Erica antes de llamar a Anna y a los niños. Ya hablarían después.

Habían pasado dos días desde que supieron lo que tenían en común las víctimas del asesino en serie. La euforia inicial se fue apagando, sustituida por cierto abatimiento. Aún seguían sin comprender por qué tanta dispersión geográfica. ¿Acaso se dedicaba el asesino a viajar por toda Suecia en busca de sus víctimas o había vivido en todas esas ciudades? Aún eran demasiados los interrogantes. Habían leído con lupa todo el material disponible sobre los accidentes en que habían estado involucradas las víctimas, pero no hallaron nada que las vinculase. Patrik se sentía inclinado a pensar que no existía ninguna relación personal entre los asesinatos, sino que el asesino era una persona rebosante de odio que, de forma totalmente arbitraria, había elegido a una serie de víctimas en razón de sus acciones. De ser así, el asesino no tenía en cuenta que varias de las víctimas hubiesen demostrado arrepentimiento sincero después del suceso. Elsa había vivido cargando con la culpa y buscó el perdón en la religión. Marit jamás volvió a probar el alcohol, y lo mismo ocurrió con Rasmus, que, de todos modos, no podía beber a causa de las lesiones provocadas por el accidente. Börje era la excepción. El continuó bebiendo y continuó conduciendo bebido y no parecía vivir preocupado por la niña cuya muerte debía llevar en su conciencia.

Sin embargo, era imposible sacar ninguna conclusión, puesto que faltaba una de las víctimas para tener la imagen completa. Cuando el teléfono sonó a las nueve de la mañana del miércoles, Patrik no tenía ni idea de que aquella llamada le brindaría la última pieza del rompecabezas.

– Aquí Patrik Hedström -respondió, y tapó enseguida el micrófono con la mano, para que la persona que llamaba no lo oyese bostezar. Por esa razón no oyó bien el nombre-. Perdón, me ha dicho que se llama…

– Vilgot Runberg, soy comisario de Ortboda.

– ¿Ortboda? -repitió Patrik buscando febrilmente en un mapa mental del país.

– A las afueras de Eskilstuna -explicó el comisario un tanto impaciente-. Pero es una comisaría pequeña, sólo somos tres.

– El comisario apartó la boca del auricular para toser y, un segundo después, prosiguió-: Resulta que acabo de volver de dos semanas de vacaciones en Tailandia.

– ¿Ajá? -respondió Patrik preguntándose adonde conduciría aquella conversación.

– Sí, por eso no había visto vuestra consulta hasta ahora.

– Ajá -dijo Patrik con renovado interés. Sintió la expectación ante lo que intuía que iba a oír.

– Sí, los muchachos son relativamente nuevos en la zona, así que no sabían nada del asunto, pero yo conozco el caso, sin duda. Yo mismo dirigí la investigación, hace ocho años.

– ¿Qué caso? -preguntó Patrik, cuya respiración sonaba ahora entrecortada y superficial. Se apretó el auricular contra la oreja por miedo a perderse una sola palabra.

– Pues sí, hace ocho años, un hombre del pueblo… Bueno, yo pensaba que en todo aquello había algo muy extraño. Pero, claro, tenía antecedentes de alcoholismo y… -El comisario dejó la frase inconclusa: le costaba admitir el error cometido-. En fin, que todos creímos que había recaído y que había bebido hasta morir, pero las lesiones que mencionáis… Debo confesar que, bien mirado, yo tuve mis dudas entonces. -Se hizo un largo silencio y Patrik comprendió lo mucho que al comisario le estaba costando hacer aquella llamada.

– ¿Cómo se llamaba el hombre? -preguntó Patrik para romper el silencio.

– Jan-Olov Persson -respondió el comisario Runberg- Tenía cuarenta y dos años, trabajaba de carpintero. Era viudo.

– ¿Y había sido alcohólico?

– Sí. Durante un tiempo estuvo verdaderamente en el arroyo. Cuando su mujer murió, pues… bueno, el hombre se hundió. Fue una historia verdaderamente lamentable. Una noche se sentó borracho al volante y atropello a una pareja joven que había salido a pasear. El hombre falleció y a Jan-Olov lo encerraron una temporada. Pero una vez que salió, jamás volvió a probar el alcohol. Se portaba bien, hacía su trabajo, cuidaba de su hija…

– Y luego, un día, lo encuentran muerto y con una tasa insólita de alcohol en la sangre.

– Exacto -suspiró Runberg-. Como te decía, creí que nos hallábamos ante una recaída que se le había ido de las manos. Lo encontró su hija de diez años. La pequeña declaró que se había cruzado en la puerta con un desconocido, pero supongo que no le prestamos mucha atención. Pensamos que era el shock, o que quería proteger a su padre… -Su voz terminó por apagarse y la vergüenza impregnó el silencio que se hizo a continuación.

– ¿Hallasteis cerca de su cadáver alguna página suelta de un libro? De un cuento, concretamente.

– Cuando leí vuestra consulta, estuve haciendo memoria, pero no lo recuerdo -admitió Runberg-. De ser así, no reparamos en ello. Supongo que pensamos que sería de la niña.

– O sea, que no tenéis nada -se oyó preguntar Patrik, decepcionado.

– No, no tenemos mucho que digamos. Ya te digo, creíamos que el tipo se mató bebiendo. Pero puedo enviarte lo poco que conservamos.

– ¿Tenéis fax? Si pudieras enviármelo por fax… Estaría bien recibirlo lo antes posible.

– Claro -respondió Runberg, antes de añadir-: Pobre niña, ¡qué vida la suya! Primero murió su madre, cuando era pequeña, y su padre da con sus huesos en la cárcel. Y luego se le muere el padre. Y ahora resulta que, según he leído en los periódicos, la han asesinado ahí, en Tanum. Se ve que estaba participando en uno de esos reality-shows. La verdad es que jamás la habría reconocido por las fotos. Apenas quedaba rastro de la pequeña Lillemor. A los diez años era menuda y escuálida y tenía el pelo oscuro, y ahora… En fin, se produjeron muchos cambios durante esos años.

Patrik sentía que todo le daba vueltas. En un primer momento, le costó interiorizar la información. Luego, en una fracción de segundo, tomó conciencia de lo que implicaban las palabras que acababa de oírle decir a Vilgot Runberg. Lillemor, la joven Barbie, era hija de la segunda víctima. Y, ocho años atrás, había visto al asesino.

Cuando Mellberg entró en el banco, se sentía más seguro y más feliz de lo que se había sentido en muchos, muchos años. El, que detestaba gastar dinero, estaba a punto de invertir doscientas mil coronas sin el menor atisbo de duda. Y es que iba a comprarse un futuro. Un futuro con Rose-Marie. Siempre que cerraba los ojos, algo que, a decir verdad, sucedía cada vez más a menudo en horario laboral, percibía el olor del hibisco, el perfume a sol y agua marina, y el aroma de Rose-Marie. No alcanzaba a comprender la suerte que había tenido y lo mucho que su vida había cambiado en tan sólo unas semanas. En junio irían juntos al apartamento por primera vez y pasarían allí cuatro semanas. Ya contaba los días.

– Quisiera ordenar una transferencia de doscientas mil coronas -le dijo a la cajera entregándole el impreso con el número de cuenta. Sentía cierto orgullo. No eran muchos los que habían conseguido ahorrar tanto dinero con un sueldo de policía, pero granito a granito… Ahora disponía de unos ahorros respetables. Rose-Marie tenía la misma cantidad y el resto podían pedirlo prestado, según propuso ella misma. Sin embargo, cuando lo llamó el día anterior, le advirtió que era importante que se diesen prisa, pues había otra pareja interesada.

Mellberg saboreó sus palabras, «otra pareja». Quién iba a decirle que formaría una pareja, a sus años… Rió para sus adentros. Desde luego, él y Rose- Marie también podían competir con los jóvenes en la alcoba. Rose-Marie era maravillosa en todos los sentidos.

Ya estaba a punto de darse la vuelta y marcharse una vez finalizada la transacción, cuando se le ocurrió una brillante idea.

– ¿Cuál es el saldo actual de la cuenta? -le preguntó ansioso a la cajera.

– Dieciséis mil cuatrocientas coronas -le respondió la mujer. Mellberg se lo pensó un nanosegundo, antes de tomar la decisión.

– Quiero un reintegro. Me lo llevo todo al contado.

– ¿Al contado? -le preguntó la cajera asombrada mientras él asentía con firmeza. Un plan había cobrado forma en su cabeza y, cuanto más lo pensaba, más apropiado se le antojaba. Con gesto ampuloso, se guardó el dinero en la cartera y volvió a la comisaría. Jamás habría podido imaginar que se sentiría tan bien gastando dinero.

– Martin. -Patrik entró jadeante en el despacho del colega, que se preguntó qué habría ocurrido-. Martin -repitió al tiempo que se sentaba para recobrar el aliento.

– ¿Te has rayado como un disco? -bromeó Martin sonriente-. Creo que deberías cuidarte ese jadeo.

Patrik desechó la broma con un gesto y, por una vez, no aprovechó la oportunidad de hacer unos chistes.

– Están relacionadas -declaró inclinándose sobre Patrik.

– ¿Quiénes están relacionadas? -Martin se extrañó al ver a Patrik tan alterado.

– Las dos investigaciones -reveló Patrik triunfal.

Martin se sintió más confuso aún.

– Ajá… -respondió vacilante-. Ya hemos constatado que el denominador común es la conducción bajo los efectos del alcohol… -Frunció el entrecejo tratando de comprender sobre qué deliraba Patrik.

– No, no esas investigaciones, sino las dos investigaciones independientes que llevamos. El asesinato de Lillemor guarda relación con los demás. Es el mismo asesino.

A aquellas alturas, Martin ya estaba convencido de que Patrik se había vuelto loco de atar. Se preguntó preocupado si se debería al estrés. La gran cantidad de trabajo de las últimas semanas, combinada con el nerviosismo por la boda. Eso podía pasar en las mejores familias…

Patrik pareció adivinar lo que pensaba y lo interrumpió irritado.

– Te digo que están relacionadas, escucha.

Le expuso brevemente lo que le había revelado Vilgot Runberg y el asombro de Martin fue creciendo a medida que hablaba. No podía creerlo, resultaba demasiado inverosímil. Miró a Patrik intentando asimilar todos los datos.

– Es decir, la víctima número dos es un tal Jan-Olov Persson que, a su vez, era padre de Lillemor Persson. Y Lillemor vio al asesino cuando tenía diez años.

– Exacto -confirmó Patrik aliviado al ver que Martin lo captaba por fin-. ¡Y coincide con lo que escribió en el diario! Recuerda que decía que le sonaba la cara de alguien, aunque no sabía de qué. Un breve encuentro ocho años atrás, cuando ella sólo contaba diez, no puede quedar nítido en el recuerdo.

– Pero el asesino cayó en la cuenta de quién era y temió que se le refrescase la memoria.

– Sí, y por eso tuvo que matarla antes de que pudiese identificarlo y lo relacionáramos con el asesinato de Marit.

– Y, a la larga, con los demás asesinatos -remató Martin entusiasmado.

– Así es, ¿verdad que sí? -preguntó Patrik con la misma alegría.

– De modo que si damos con el asesino de Lillemor, resolveremos también los demás asesinatos -concluyó Martin más calmado.

– Sí. O al contrario, si resolvemos los otros casos, daremos con el asesino de Lillemor.

– Sí. -Ambos guardaron silencio unos minutos.

Patrik sentía deseos de gritar «¡Eureka!», pero comprendió que no era muy apropiado.

– ¿Con qué contamos para investigar en el caso de Lillemor? -fué la pregunta retórica de Patrik-. Tenemos los pelos del perro y la grabación de la noche del asesinato. Tú le echaste otro vistazo el lunes, ¿no? ¿Viste algo más que fuese de interés?

Algo empezó a moverse en el subconsciente de Martin, pero lo que quiera que fuese se negaba a emerger a la superficie, de modo que terminó por negar con un gesto.

– No, no vi nada nuevo. Sólo lo que contenía el informe conjunto de Hanna y mío. Patrik asintió despacio.

– Entonces, nos pondremos a repasar la lista de los dueños de galgos españoles. Annika me la entregó el otro día. -Se levantó-. Voy a comunicarles las novedades a los demás.

– Sí, ve -le respondió Martin ausente. Seguía intentando recordar qué le había pasado inadvertido. ¿Qué demonios era lo que había visto en la grabación? ¿O qué no había visto? Cuanto más se esforzaba, tanto más parecía escapársele la idea. Exhaló un suspiro. Más le valía dejarlo por el momento.

La noticia causó en la comisaría el mismo efecto que una bomba. En un primer momento, todos reaccionaron con la misma suspicacia que Martin, pero a medida que Patrik fue exponiéndoles los hechos, fueron aceptándola. Una vez informados todos los colegas, Patrik volvió a su escritorio para diseñar una estrategia de cómo continuar.

– Menuda noticia -le dijo Gösta desde el umbral de la puerta.

Patrik asintió sin pronunciar palabra.

– Ven y siéntate aquí -lo invitó. Gösta obedeció-. Sí. El único problema es que no sé cómo voy a desbrozar esta maraña -admitió Patrik-. Había pensado repasar la lista que confeccionaste con todos los dueños de galgos españoles y echarle un vistazo a los documentos que nos han enviado de Ortboda -añadió señalando los faxes que tenía sobre la mesa y que había recibido diez minutos antes.

– Sí, hay cosas que hacer -suspiró Gösta con una mirada a todos los papeles que cubrían las paredes-. Es como una tela de araña gigantesca, pero sin guía que nos lleve al lugar donde se encuentra la araña.

Patrik soltó una risita.

– Vaya, Gösta, menudo símil, no sabía que tuvieses una vena poética.

Gösta murmuró una respuesta inaudible, se levantó y dio una vuelta por la habitación, con la cara a unos centímetros de los documentos y las fotografías que lo empapelaban todo.

– Debe de haber algún detalle, por ínfimo que sea, que hayamos pasado por alto.

– Pues sí. Si encuentras algo, te estaré más que agradecido. Yo lo he estudiado tanto todo, que ya no veo nada -dijo abarcando con un gesto las cuatro paredes.

– Sinceramente, no entiendo cómo puedes trabajar rodeado de este modo -observó Gösta señalando las fotos de las víctimas, que estaban colocadas por orden cronológico. Elsa, junto a la ventana, y Marit cerca de la puerta-. Aún no has colocado la foto de Jan-Olov -constató indicándole el lugar correspondiente, a la derecha de Elsa Forsell.

– No, no he tenido tiempo -admitió Patrik con cierto regocijo: había ocasiones en que Gösta estallaba de repente en una especie de ansia por trabajar. El bueno de Gösta Flygare… Y, al parecer, aquélla era una de esas ocasiones-. ¿Quieres que me aparte? -preguntó al ver que quería pasar por detrás de su silla.

– Sí, me facilitaría las cosas -asintió Gösta haciéndose a un lado para que Patrik pudiera salir.

Patrik se apoyó en la pared opuesta y se cruzó de brazos. No era tan mala idea que alguien más estudiase aquello con detenimiento.

– Veo que el laboratorio te ha devuelto todas las páginas del cuento -dijo Gösta mirando a Patrik.

– Sí, llegaron ayer. La única que nos falta es la de Jan-Olov, pero no la conservan.

– Lástima -se lamentó Gösta antes de seguir con las fotos, estudiándolas en sentido inverso, desde Marit hasta Elsa Forsell-. Me pregunto por qué justamente el cuento de Hansel y Gretel -apuntó pensativo-. ¿Será fortuito o tendrá algún significado?

– Ya me gustaría saberlo, ya. Eso y mucho más -reconoció Patrik.

– Eh… -murmuró Gösta, que ya había llegado justo a la porción de pared cubierta por los documentos y las fotografías de Elsa Forsell.

– Llamé a Uddevalla. Aún no han encontrado los informes de su accidente, pero los enviarán por fax en cuanto den con ellos -se adelantó Patrik, adivinando la pregunta de Gösta.

Este no respondió. Simplemente, se quedó un buen rato en silencio observando los documentos. La luz primaveral se filtraba por la ventana arrancando destellos de aquellos papeles cuya superficie era satinada. Frunció levemente el entrecejo. Retrocedió un poco. Se inclinó luego para acercarse más que antes. Tanto que casi pegó la oreja a la pared. Patrik lo observaba presa del mayor de los desconciertos. ¿Qué demonios estaba haciendo?

– Colócate donde estoy yo -le dijo Gösta haciéndose a un lado.

Patrik se apresuró a adoptar la misma posición, acercó la cabeza a la pared y observó la página del libro tal y como Gösta acababa de hacer. Y así, al contraluz, vio lo que Gösta acababa de descubrir.

Sofie se sentía como congelada por dentro. Miraba el ataúd mientras lo enterraban. Miraba, pero no lo entendía. No podía entenderlo. Que fuese su madre la que ocupara aquel féretro.

El pastor hablaba o, al menos, se le movía la boca, pero Sofie no oía lo que decía a causa del murmullo ensordecedor que le ronroneaba en los oídos acallando todo lo demás. Miró a su padre de soslayo. Ola estaba serio y sereno, con la cabeza gacha y rodeando con el brazo los hombros de la abuela. Los padres de su madre habían llegado de Noruega el día anterior. Distintos a como ella los recordaba, pese a que se habían visto la Navidad pasada. La abuela tenía en la cara arrugas nuevas, y Sofie no supo bien cómo acercarse a ella. También el abuelo había cambiado. Ahora era más callado, más difuso. Siempre fue un hombre jovial y alegre, pero en el apartamento de Ola y de Sofie no hacía más que deambular de un lado a otro y sólo hablaba cuando se le dirigía la palabra.

Sofie vio con el rabillo del ojo algo que se movía junto a la verja, al fondo del cementerio. Volvió la cabeza en aquella dirección y vio a Kerstin con su abrigo rojo y las manos convulsamente aferradas a los barrotes. Sofie era incapaz de apartar la vista de ella. Se avergonzaba de que su padre estuviese allí y Kerstin, en cambio, no pudiese estar. Se avergonzaba de no haber luchado por el derecho de Kerstin a estar allí y despedirse de Marit. Pero su padre se mostró tan hostil, tan firme. Y Sofie no tuvo fuerzas. Desde que se enteró de que le había entregado a la policía el artículo sobre Marit, no paró de regañarle por haber avergonzado a la familia. Por haberlo avergonzado a él. Así que, cuando empezó a hablar del entierro y de que sólo sería para los más íntimos, sólo la familia de Marit, y «la tipa aquella que osara siquiera» acercarse, Sofie optó por la salida más fácil y guardó silencio. Sabía que no era lo correcto, pero su padre estaba lleno de odio y tan indignado que Sofie sabía que aquella lucha le costaría demasiado.

Pero cuando vio a lo lejos el rostro de Kerstin, lamentó profundamente su actitud. Allí estaba la compañera de su madre, sola y sin posibilidad de darle a su amada el último adiós. Se dijo que debería haber sido más valiente. Debería haber sido más fuerte. El nombre de Kerstin ni siquiera pudo figurar en la necrológica. Ola encargó una esquela en la que él, Sofie y los padres de Marit figuraban como los dolientes. Pero Kerstin envió la suya propia. Ola se encolerizó al verla en el periódico, el día antes de que apareciese la suya, aunque no pudo hacer nada por evitarlo.

De repente, Sofie sintió un profundo cansancio. Estaba harta de las mentiras, de las apariencias, de lo injusto que era todo. Se apartó del sendero de grava y vaciló un segundo para dirigirse luego resuelta hacia donde se encontraba Kerstin. Por un segundo, volvió a sentir la mano de su madre en el hombro y, cuando se arrojó a los brazos de Kerstin, lo hizo con una sonrisa en los labios.

Sigrid Jansson -dijo Patrik con los ojos entrecerrados-. Mira, ¿verdad que dice Sigrid Jansson?

Le dejó espacio a Gösta, que volvió a echar un vistazo a la página y al nombre que se perfilaba a la luz del sol primaveral que entraba por la ventana.

– Sí, eso parece -confirmó Gösta satisfecho.

– ¡Qué raro que no lo hayan visto en el laboratorio! -se extrañó Patrik, pero enseguida comprendió que su misión era buscar huellas dactilares. Y lo que había ocurrido era que, cuando la propietaria del libro escribió su nombre en la guarda, éste quedó grabado en la siguiente, la primera página, la que encontraron junto al cadáver de Elsa Forsell.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Gösta aún con la misma expresión ufana en el semblante.

– No es un nombre raro, pero podemos hacer una búsqueda de todas las Sigrid Jansson que haya en Suecia, a ver qué sacamos.

– Era un libro antiguo, puede que el propietario esté muerto.

– Pues… sí… -Patrik reflexionó antes de contestar-. Por eso no debemos limitar la búsqueda al término «mujeres vivas», sino que buscaremos entre las nacidas… en el siglo XX.

– Suena razonable -admitió Gösta-. ¿Crees que el hecho de que a Elsa Forsell le tocase la primera página tiene algún significado? ¿Existirá alguna relación entre ella y esta tal Sigrid Jansson?

Patrik se encogió de hombros. En lo que concernía a aquel caso, ya nada le sorprendía. Cualquier cosa parecía posible.

– Tendremos que averiguarlo -se limitó a responder-. Y quizá sepamos más cuando llamen de Uddevalla.

Y en ese momento, como por ensalmo, sonó el teléfono que Patrik tenía en el escritorio.

– Aquí Patrik Hedström -dijo Patrik indicándole a Gösta que se quedase en cuanto oyó quién llamaba.

– …

– Un accidente. En 1969. Sí… Sí… No… Sí…

Fue respondiendo con monosílabos mientras Gösta daba saltos de impaciencia. Por la expresión de Patrik, comprendió que se trataba de una información crucial. Y así era, de hecho.

Cuando colgó, le dijo triunfal:

– Era Uddevalla. Han encontrado los datos de Elsa Forsell. Iba conduciendo cuando se produjo un accidente en el que chocó de frente con otro vehículo, en 1969. Había bebido. Y adivina cómo se llamaba la mujer que murió en dicho accidente…

– Sigrid Jansson -susurró Gösta emocionado.

Patrik asintió.

– ¿Vienes conmigo a Uddevalla?

Gösta resopló sin más. Por supuesto que pensaba acompañarlo a Uddevalla.

– ¿Adonde se han ido Patrik y Gösta? -preguntó Martin después de una visita al despacho vacío de Patrik.

– A Uddevalla -dijo Annika mirando a Martin por encima de las gafas.

La recepcionista siempre había sentido debilidad por Martin. Tenía un aspecto de cachorro y un toque de ingenuidad que despertaban su instinto maternal. Antes de que conociese a Pia, Martin se había pasado muchas horas con ella hablando hasta la saciedad de sus problemas amorosos y, aunque Annika se alegraba de que ahora tuviese una relación estable, había ocasiones en que echaba de menos aquellas charlas.

– Siéntate -le ordenó. Martin obedeció. Nadie en la comisaría era capaz de desoír una orden de Annika. Ni siquiera Mellberg-. ¿Qué tal estás? ¿Todo bien? ¿Estáis a gusto en el piso? Cuéntame -lo exhortó con una mirada severa. Para su asombro, vio una amplia sonrisa asomar al rostro de un Martin incapaz de estarse quieto en la silla.

– Pues verás, voy a ser padre -le soltó sonriendo más aún. Annika sintió que el llanto acudía a sus ojos. No por envidia ni por tristeza ante lo que ella no podía tener, sino de pura alegría sincera por Martin.

– ¡¿Qué me dices?! -exclamó riendo mientras se enjugaba una lágrima que ya le rodaba por la mejilla-. ¡Dios, qué mema soy! Mira que ponerme a llorar -se excusó algo avergonzada, aunque se percató de que también Martin estaba emocionado-. ¿Para cuándo?

– Para finales de noviembre -respondió Martin sin dejar de sonreír. Annika se alegraba de verlo tan feliz.

– Para finales de noviembre -repitió-. ¿Quién lo iba a decir? Pero bueno, ¿qué haces ahí como un pasmarote? ¡Dame un abrazo! -dijo extendiendo los brazos. Martin se le acercó y le dio un fuerte abrazo. Siguieron hablando del evento un rato más, hasta que Martin se puso serio y la sonrisa se borró de su semblante.

– ¿Crees que llegaremos al fondo de todo esto?

– ¿Te refieres a los asesinatos? -preguntó Annika antes de menear la cabeza con gesto vacilante-. No lo sé -confesó-. Empiezo a temer que Patrik se haya metido en camisas de once varas en esta ocasión… Esto es… demasiado -dijo al fin.

Martin asintió.

– Sí, yo también he pensado lo mismo -aseguró-. Por cierto, ¿qué iban a hacer en Uddevalla?

– No lo sé. Patrik me dijo que habían llamado por lo de Elsa Forsell y que él y Gösta tratarían de conseguir más información. Que luego me lo explicarían. Desde luego, una cosa es segura, parecían absolutamente resueltos.

Aquello despertó enseguida la curiosidad de Martin.

– Deben de haber averiguado algo importante sobre ella -apuntó reflexivo-. Me pregunto qué será…

– Ya nos lo contarán por la tarde -dijo Annika, aunque tampoco ella pudo evitar las elucubraciones sobre qué los habría hecho salir de forma tan apresurada.

– Sí, seguramente -convino Martin levantándose para volver a su despacho. De repente, sintió un anhelo inaudito de que ya fuese noviembre.


Cuatro horas tardaron Patrik y Gösta en volver de Uddevalla. Annika supo que traían noticias decisivas en cuanto los vio entrar por la puerta de la comisaría.

– Nos reunimos en la cocina -dijo Patrik escuetamente mientras se dirigía a su despacho para quitarse la cazadora.

Cinco minutos más tarde, estaban todos congregados.

– Hoy se han producido dos hechos decisivos -comenzó, mirando a Gösta-. En primer lugar, Gösta ha descubierto que en la página del libro de Elsa Forsell se veía un nombre grabado sin tinta. El nombre de Sigrid Jansson. Además, hemos recibido una llamada de Uddevalla, donde hemos estado recabando toda la información existente. Y todo encaja.

Hizo una pausa, bebió un trago de agua y se apoyó en la encimera de la cocina. Todas las miradas se clavaron en él, a la espera de oír lo que les diría a continuación.

– Elsa Forsell iba conduciendo cuando se produjo un accidente con una víctima mortal. Sucedió en 1969. Igual que las otras víctimas, también ella estaba bebida y le cayó un año de cárcel. El coche con el que colisionó lo conducía una mujer de unos treinta años, que llevaba en el coche a sus dos hijos. La mujer murió en el acto, pero los niños salieron milagrosamente ilesos. -Hizo una pausa para conseguir mayor efecto, antes de continuar-: La mujer se llamaba Sigrid Jansson.

Los demás contuvieron la respiración. Gösta asintió satisfecho. Hacía mucho que no se sentía tan orgulloso de su trabajo.

Martin levantó la mano para decir algo, pero Patrik lo detuvo:

– Espera, hay más. Al principio creyeron, como es natural, que los niños que iban en el coche eran hijos de Sigrid, pero existía un problema: Sigrid no tenía hijos. Era una mujer solitaria que vivía en el campo a las afueras de Uddevalla, en la casa de su infancia, que habitó desde la muerte de sus padres. Trabajaba de dependienta en una tienda de ropa elegante de la ciudad, era educada y siempre dispensaba un trato agradable a los clientes, pero los compañeros de trabajo a los que interrogó la policía dijeron que era introvertida y, por lo que sabían, no tenía ni parientes ni amigos con los que relacionarse. Y, desde luego, no tenía hijos.

– Pero… ¿de quién eran entonces? -preguntó Mellberg rascándose la frente con visible desconcierto.

– Nadie lo sabe. No había ninguna orden de búsqueda de dos niños de esas edades. Y nadie los reclamó. Era como si hubiesen surgido de la nada. Y cuando fueron a inspeccionar la casa de Sigrid, la policía vio que, desde luego, allí vivían dos niños. Hemos hablado con uno de los policías que llevaron la investigación, que nos contó que los niños compartían una habitación abarrotada de juguetes y con mobiliario infantil, decorada como un dormitorio para niños, pero Sigrid jamás tuvo ningún parto, según demostró la autopsia. Además, hicieron análisis de sangre y comprobaron definitivamente que no era familia de los niños y tampoco sus grupos sanguíneos coincidían.

– De modo que Elsa Forsell es la fuente de todo -dijo Martin pensativo.

– Sí, eso parece -respondió Patrik-. Parece que el accidente de Elsa Forsell puso en marcha la cadena de asesinatos. Y, en consecuencia, el asesino empezó con ella.

– ¿Dónde están esos niños ahora? -preguntó Hanna, formulando en voz alta lo que todos tenían en mente.

– Estamos intentando averiguarlo -dijo Gösta-. Los colegas de Uddevalla tratan de conseguir la documentación de los Servicios Sociales, pero parece que puede llevarles tiempo.

– O sea, que tendremos que trabajar partiendo de la información de que disponemos -confirmó Patrik-. Pero el punto de referencia es que Elsa Forsell constituye la clave de este caso, así que nos centraremos en ella.

Todos salieron de la cocina, pero Patrik llamó a Hanna.

– ¿Sí? -preguntó. Al ver su palidez, Patrik se reafirmó en su decisión de hablar con ella.

– Siéntate -le pidió, al tiempo que se sentaba él mismo en una de las sillas-. Oye, ¿estás bien? -Se preocupó escrutando su semblante.

– Bueno, no mucho, si he de ser sincera -afirmó bajando la mirada-. Llevo varios días sintiéndome fatal, la verdad, como si fuese a tener fiebre.

– Sí, ya he notado que no tenías muy buen aspecto. Creo que debes irte a casa y descansar. No le haces un favor a nadie fingiendo ser superwoman, aguantar y seguir trabajando cuando estás enferma. Es mejor que te lo tomes con calma, así recobrarás las fuerzas.

– Pero la investigación… -comenzó a protestar Hanna. Patrik se puso de pie.

– Tú obedece a tu superior, vete a casa y métete en la cama -le dijo con fingida severidad.

– A la orden, jefe -respondió Hanna con una sonrisa haciéndole en broma el saludo militar-. Pero antes tengo que terminar unas cosillas. Y tus protestas no servirán de nada -añadió.

– Vale, tú decides -aceptó Patrik-. Pero luego vete derecha a casa y acuéstate, mujer.

Hanna sonreía vagamente cuando salió por la puerta. Patrik la observó preocupado. Desde luego, no parecía encontrarse nada bien.

Se volvió hacia la ventana y se permitió un segundo de descanso. Se habían producido tantos avances en los últimos días… Habían resuelto tantas cosas… Al mismo tiempo, tenía la sensación de que el principal acontecimiento aún los aguardaba a la vuelta de la esquina. Más que saberlo, Patrik intuía que urgía encontrar a los niños. A aquellos cuyo origen y destino todos desconocían.

– ¡Está perfecto! -estalló Anna entusiasmada y Erica no pudo por menos de mostrarse conforme. Le habían retocado el vestido aquí y allá, cogido con alfileres, pero una vez hechos los cambios, le quedaría divino. Ya habían desaparecido parte de los kilos que arrastraba después del embarazo y, a consecuencia del cambio de dieta, Erica se sentía más animada y más guapa-. ¡Vas a estar guapísima! -exclamó.

Erica se rió ante la ocurrencia de su hermana que, a aquellas alturas, estaba más entusiasmada que ella misma con la idea de la boda del sábado. Le echó una ojeada a Maja, que se había dormido en la silla del coche.

– Me preocupa Patrik -dijo Erica. La sonrisa se esfumó de su semblante-. Está tan acelerado. Me pregunto si podrá disfrutar de la boda.

Anna la observó pensativa, como si estuviese sopesando algo. Al final, pareció decidirse:

– En realidad, esto iba a ser una sorpresa -confesó-. Pero hemos estado hablando con los chicos y hemos llegado a la conclusión de que es mejor saltarnos vuestras despedidas de soltero. No nos parece la situación ideal para un montón de chorradas. Así que, a cambio, os hemos reservado cena y una noche en el Stora Hotel para el viernes. Así podréis pasar unas horas tranquilos la víspera de la boda. Espero que no te importe -dijo Anna dudosa.

– ¡Dios mío, qué buenos sois! Y, desde luego, muy acertado. Me temo que, sobre todo Patrik, no habría acogido muy bien una despedida de soltero en estos momentos. Suena estupendamente eso de pasar unas horas tranquilos la noche del viernes. Sospecho que el sábado no habrá un minuto de calma.

– Pues no, no lo creo -rió Anna, aliviada al ver que aceptaba su idea.

Erica cambió radicalmente de tema.

– Oye, he decidido investigar un poco por mi cuenta… sobre mamá.

– ¿Investigar? -preguntó Anna extrañada-. ¿Qué quieres decir?

– Pues… bueno, indagar un poco en su familia. Averiguar de dónde era. Obtener respuestas… quizá.

– ¿De verdad piensas que es necesario? -replicó Anna escéptica-. Claro, tú haz lo que quieras, pero mamá no era muy sentimental que digamos y, seguramente, ésa es la razón por la que no conservó nada ni nos contó una palabra sobre su juventud y su infancia. Ya sabes el poco interés que puso en documentar nuestra niñez, por ejemplo.

Anna profirió una amarga risa que sorprendió a Erica. Su hermana siempre había dado la impresión de no verse afectada por la frialdad de su madre.

– Pero ¿tú no sientes la menor curiosidad? -preguntó Erica observando el perfil de Anna.

La joven miraba por la ventanilla del coche.

– No -respondió con cierta vacilación al cabo de un rato.

– No te creo. Y, de todos modos, yo pienso investigar. Si quieres que te cuente lo que averigüe, bien. De lo contrario, no te lo cuento y punto.

– ¿Y si no hallas respuestas, sino sólo una infancia normal, una vida normal? Si no encuentras ninguna explicación, salvo que, sencillamente, no le importábamos. ¿Qué harás entonces? -le preguntó Anna volviéndose a mirarla.

– Aceptarlo -contestó Erica-. Como siempre he hecho.

Hicieron el resto del camino en silencio, ambas sumidas en honda reflexión.

Patrik revisó la lista por tercera vez sin dejar de esforzarse por no estar pendiente del teléfono. Cada vez que éste sonaba, esperaba que fuese la comisaría de Uddevalla para comunicarle que habían encontrado más información sobre los niños. Y cada vez que sonaba, se llevaba una decepción.

También la lista de los dueños de galgos españoles lo había decepcionado: estaban desperdigados por todo el reino de Suecia y ninguno se hallaba cerca de Tanumshede. Era consciente de lo rebuscado de la apuesta, pero, aun así, había abrigado cierta esperanza. Por si acaso, repasó la lista por cuarta vez. Ciento cincuenta y nueve nombres, pero el más próximo vivía a las afueras de Trollháttan. Patrik dejó escapar un suspiro. Una buena parte de su trabajo consistía en la realización de tareas aburridas en las que perdían un montón de tiempo, pero después de los últimos acontecimientos, casi había olvidado esa circunstancia. Iba y venía por el despacho contemplando el mapa de Suecia que colgaba de la pared. Las cabezas de los alfileres parecían mirarlo como retándolo a identificar un plan, a descubrir el código según el cual estaban dispuestos. Cinco alfileres correspondientes a cinco lugares dispersos por la mitad sur de la superficie alargada de Suecia. ¿Qué había movido al asesino a desplazarse entre aquellas ciudades? ¿Se debería a cuestiones de trabajo? ¿Sería una táctica para despistar? ¿Tendría una central de operaciones fija en algún lugar? Patrik lo dudaba. Algo le decía que la respuesta se hallaba en aquella distribución geográfica, que, por alguna razón, el asesino se adaptaba a ella. Asimismo creía que el responsable de los crímenes seguía en la zona. Era más una intuición que una certeza, pero tan intensa que no podía dejar de observar con curiosidad a todo aquel que se cruzaba por la calle. ¿Sería éste el asesino? ¿O aquél? ¿Aquel otro? ¿Quién se ocultaba tras una máscara de anonimato, de persona común y corriente?

Patrik lanzó un suspiro y alzó la vista cuando Gösta, tras unos discretos golpecitos en la puerta, entró en su despacho.

– Bueeeno -comenzó Gösta al tiempo que se sentaba-. Verás, resulta que, desde que nos dijeron ayer lo de los niños, algo se ha puesto a funcionar aquí arriba -aseguró señalándose la sien con el dedo índice-. Seguro que no nos aporta nada, es demasiado rebuscado…

Gösta murmuraba y balbucía, y Patrik tuvo que contener el impulso de zarandearlo para hacerlo hablar.

– Verás, es que he estado pensando en un suceso ocurrido en Fjällbacka en 1967. Yo acababa de empezar en esta comisaría. Terminé pronto los estudios en otoño y…

Patrik lo miraba con creciente irritación ¡Habrase visto! ¡Cuánto preámbulo!

Gösta retomó el hilo.

– Bueno, pues como te digo, no llevaba muchos meses trabajando aquí cuando recibimos una llamada de emergencia de dos niños que se habían ahogado. Eran mellizos. De tres años. Vivían con su madre en la isla de Kalvó. El padre se había ahogado también, un par de meses antes, mientras caminaba por el hielo, y al parecer la madre empezó a darle a la bebida. Y aquel día, fue en marzo, si no recuerdo mal, cogió el barco a Fjällbacka y luego el coche hasta Uddevalla para hacer unos recados. Cuando volvió a coger el barco para regresar, había empezado a soplar el viento y, según la madre, la embarcación volcó justo antes de que llegaran y los dos niños se ahogaron. Ella logró alcanzar la orilla a nado y pidió ayuda por radio.

– Ajá -dijo Patrik-. ¿Y por qué has recordado esa historia en relación con nuestro caso? Aquellos niños se ahogaron, ¿no? No pueden ser los mismos que Sigrid Jansson llevaba en el coche dos años después.

Gösta dudaba…

– Porque hubo un testigo que aseguró que la madre, Hedda Kjellander, no llevaba a sus hijos consigo cuando subió al barco.

Patrik guardó silencio unos minutos.

– ¿Por qué nadie fue hasta el fondo de aquel asunto?

Gösta no respondió enseguida, parecía afligido.

– El testigo era una señora mayor-dijo al cabo-. Estaba algo mal de la cabeza, a decir de la gente. Se pasaba los días sentada junto a la ventana con los prismáticos y, de vez en cuando, decía que había visto alguna cosa rara.

Patrik enarcó una ceja y adoptó una expresión inquisitiva.

– Monstruos marinos y cosas así -explicó Gösta, aún muy apurado. Para ser sincero, él había pensado en aquello más de una vez, en aquellos dos mellizos cuyos cuerpos nunca rescataron de las aguas, pero siempre terminaba por apartar de sí el recuerdo, procurando convencerse de que fue un trágico accidente y nada más-. Después de hablar con Hedda, la madre -continuó-, me costó creer que hubiese ocurrido de un modo distinto al que ella nos describió. Estaba desesperada, destrozada. No existía razón alguna para creer… -No concluyó la frase y se sentía incapaz de mirar a Patrik a la cara.

De pronto, a Patrik se le encendió una bombilla.

– Te refieres a Hedda la de Kalvó. -El mismo no comprendía cómo no se le había ocurrido antes relacionarlo, pero ignoraba que Hedda hubiese tenido dos hijos. Lo único que había oído decir de ella era que sufrió dos tragedias en su vida y, desde entonces, había perdido la cabeza por el consumo de alcohol-. O sea que tú crees…

Gösta se encogió de hombros.

– No sé lo que creo, pero es una extraña coincidencia. Y la edad encaja. -Calló, como para dejar que Patrik reflexionara.

– ¿Sabes qué te digo? Vamos a ir a hablar con ella -decidió finalmente.

Gösta asintió sin más.

– Podemos coger nuestro bote -propuso Patrik poniéndose de pie. Gösta seguía cabizbajo. Patrik se volvió hacia él y le dijo-: Gösta, aquello pasó hace muchos años. Y no puedo asegurar que yo no hubiese llegado a la misma conclusión. Seguramente, habría procedido como tú. Además, tampoco eras el jefe.

Gösta no estaba seguro de que Patrik no hubiese actuado de modo distinto. Y, claro, él habría podido presionar un poco más al que, a la sazón, era su superior. Pero lo hecho, hecho estaba y no merecía la pena seguir dándole vueltas.

– ¿Estás enferma? -Lars se sentó preocupado en el borde de la cama y posó una mano fresca sobre su frente-. ¡Pero si estás ardiendo! -exclamó y la tapó con el edredón hasta la barbilla. Hanna empezó a temblar y experimentaba aquella sensación extraña de tener frío al mismo tiempo que no dejaba de sudar.

– Déjame sola -le dijo antes de darse media vuelta en la cama.

– Sólo quiero ayudarte -respondió Lars un tanto herido y apartó la mano que descansaba sobre el edredón.

– Ya me has ayudado bastante -replicó Hanna con amargura, sin dejar de castañetear los dientes.

– ¿Te has dado de baja en el trabajo? -Lars se sentó de espaldas a ella y miró por la cristalera del balcón. Era tal la distancia que los separaba que se diría que estuviesen cada uno en un continente. Algo le encogía el corazón. Parecía miedo, pero un miedo tan profundo, tan penetrante que no podía recordar cuándo fue la última vez que sintió algo parecido. Respiró hondo-. Si cambiara de idea con respecto a lo de los hijos, ¿modificaría algo las cosas?

El castañeteo cesó por un instante. Hanna se incorporó en la cama con esfuerzo y apoyó la espalda en los almohadones, aunque siguió tapada hasta la barbilla. Temblaba tanto, que la cama vibraba bajo el peso de los dos. Era tal la preocupación de Lars que habría podido tocarse con la mano. Como siempre que Hanna enfermaba. Si era él quien caía enfermo, no le importaba lo más mínimo, pero cuando era Hanna, se sentía morir.

– Eso lo cambiaría todo -aseguró Hanna mirándolo con ojos enfebrecidos-. Lo cambiaría todo -reiteró. Pero, tras un instante, añadió-: O… ¿lo cambiaría de verdad?

Lars volvió a darle la espalda y se concentró en el tejado del vecino.

– Seguro que sí -sostuvo al fin, aunque él mismo dudaba de estar diciendo la verdad-. Sí que lo cambiaría todo.

Se dio media vuelta. Hanna se había dormido. Se quedó contemplándola unos minutos. Al cabo de un rato, salió del dormitorio sin hacer ruido.

– ¿Sabrás llegar? -le preguntó Patrik a Gösta cuando salían del embarcadero de Badholmen.

Gösta asintió.

– Sí, claro que sé llegar.

Guardaron silencio durante la travesía hasta Kalvó. Cuando por fin echaron amarras en el pequeño muelle desvencijado, la cara de Gösta estaba de un gris ceniciento. Había vuelto a la isla en varias ocasiones desde aquel día de hacía treinta y siete años, pero siempre que regresaba acudía a su memoria aquella primera visita.

Subieron despacio hacia la cabaña, que estaba en la cima de la isla. Se veía claramente que llevaba mucho tiempo desatendida y la pequeña porción de césped que la rodeaba aparecía cubierta de maleza y plantas silvestres. Por lo demás, no había más que granito hasta donde alcanzaba la vista, aunque tras un análisis más detenido se observaban, entre las grietas, pequeños brotes que aguardaban la llegada del calor para despertar. Era una casa blanca con grandes trozos desconchados bajo los cuales se adivinaba una madera gris maltratada por el viento. Los listones del tejado estaban sueltos y ladeados y aquí y allá se atisbaba un agujero, como en una boca con pocos dientes.

Gösta había encabezado la marcha y llamó a la puerta con unos golpecitos discretos. Sin respuesta. Volvió a llamar, más fuerte esta vez.

– ¿Hedda? -Aporreó con el puño, con más fuerza a cada golpe, pero al cabo de unos minutos, intentó abrir. No estaba cerrado con llave y se abrió sin oponer resistencia.

Acababan apenas de entrar cuando ambos se llevaron la mano a la nariz para defenderse del hedor. Era como entrar en una pocilga. Había basura por doquier, restos de comida, periódicos atrasados y, sobre todo, botellas vacías.

– ¿Hedda? -gritó Gösta avanzando despacio por el vestíbulo. Nadie respondía-. Voy a echar un vistazo a ver si la encuentro -dijo.

Patrik no podía hablar y asintió con la cabeza. El que hubiese personas capaces de vivir de aquel modo era algo que escapaba a su razón.

Tras unos minutos de búsqueda, Gösta volvió y le hizo a Patrik una seña para que lo acompañase.

– Está en la cama. Totalmente fuera de combate. Tendremos que intentar despabilarla. ¿Preparas tú el café?

Patrik contempló desorientado la cocina. Al final, dio con una lata llena de café en polvo y un cazo vacío. Le dio la impresión de que sólo se usaba para hervir agua: a diferencia del resto del menaje de cocina, tenía un aspecto más o menos limpio.

– Vamos, ven aquí. -Gösta se presentó en la cocina arrastrando lo que más que una mujer parecía una piltrafa. Hedda emitía un murmullo espeso, pero logró con apuros ir poniendo un pie delante del otro hasta la silla a la que Gösta la dirigía. La mujer se desplomó en el asiento, extendió los brazos sobre la mesa, apoyó en ellos la cabeza y se puso a roncar sin más dilación-. Hedda, no te duermas otra vez, tienes que despertarte. -Le zarandeó el hombro con delicadeza, pero ella no reaccionó. Señaló con la cabeza el cazo del fogón donde ya hervía el agua-. Café -dijo.

Patrik se apresuró a servir uno en la taza menos mugrienta que encontró. A él no le apetecía lo más mínimo.

– Hedda, tenemos que hablar contigo -insistió Gösta.

La mujer respondió con el mismo murmullo ininteligible, pero se incorporó despacio y, balanceándose levemente de un lado a otro, intentó fijar la mirada.

– Somos de la policía de Tanumshede. Patrik Hedström y Gösta Flygare. Tú y yo nos hemos visto ya en varias ocasiones. -Gösta articulaba de forma exagerada a fin de conseguir que al menos algo de lo que decía penetrase en la conciencia de aquella mujer.

Le indicó a Patrik por señas que se acercase y tomase asiento, y ambos se colocaron enfrente de Hedda. El hule de la mesa, que en su día lució un estampado de rosas sobre fondo blanco, estaba ahora lleno de restos de comida, migas y grasa hasta el punto de que apenas se distinguía el dibujo. E igual de difícil resultaba imaginar cuál habría sido el aspecto de Hedda en el pasado. El alcohol le había destrozado el cutis dejándolo cuarteado y surcado de profundas arrugas y toda ella parecía recubierta de una gruesa capa homogénea de grasa. El cabello, que un día fue rubio, sin duda, colgaba ahora gris y enmarañado en una cola de caballo recogida en la nuca. Y, seguramente, llevaba mucho tiempo sin lavárselo. Vestía una rebeca repleta de agujeros que daba la impresión de haber sido adquirida cuando era mucho más delgada. Le quedaba estrecha de hombros y de cuerpo.

– ¡Qué coño…! -interrumpió la frase y su final quedó reducido a un torpe balbucir que la mujer acompañó de un leve balanceo en la silla.

– Toma un poco de café -le propuso Gösta con una dulzura sorprendente, al tiempo que le acercaba la taza de modo que quedase dentro de su campo de visión.

Hedda obedeció sin rechistar y, con mano trémula, tomó la pequeña taza de porcelana y apuró el café de un solo trago. Hecho esto, apartó la taza con brusquedad, y Patrik la cazó al vuelo justo cuando estaba a punto de caer.

– Queremos hablar del accidente -dijo Gösta.

Hedda alzó la cabeza muy despacio y le dirigió una mirada turbia. Patrik había decidido guardar silencio y dejar que Gösta se encargase de la charla.

– ¿El accidente? -repitió Hedda, cuyo cuerpo parecía haber recobrado algo de estabilidad.

– En el que murieron los niños. -Gösta no apartaba la vista de la mujer.

– Pues yo no quiero hablar de eso -farfulló Hedda desechando la propuesta con un gesto de la mano.

– Pero tenemos que hacerlo -insistió Gösta, aunque sin abandonar el tono amable.

– Se ahogaron. Todos se ahogan, ¿sabéis? -Hedda agitó el dedo en el aire rítmicamente-. ¿Sabéis? Primero se ahogó Gottfrid. Había salido a pescar caballa y tardaron una semana en encontrarlo. Una semana me pasé esperándolo, aunque claro, ya sabía yo, aquella misma noche, que Gottfrid ya no regresaría jamás con su mujer y sus hijos. -La mujer sollozó ausente, como si se hallase a muchos años de distancia.

– ¿Cuántos años tenían los niños entonces? -preguntó Patrik.

Hedda lo miró por primera vez.

– ¿Los niños? ¿Qué niños? -preguntó desconcertada.

– Los mellizos -aclaró Gösta atrayendo así su atención-. ¿Cuántos años tenían entonces los mellizos?

– Tenían dos años. Casi tres. Dos auténticas fierecillas. Sólo gracias a la ayuda de Gottfrid tenía yo fuerzas para criarlos. Cuando él… -A Hedda se le apagó otra vez la voz. Miró a su alrededor por la cocina como buscando algo, hasta que se detuvo en uno de los muebles. Entonces se levantó con mucho esfuerzo y se arrastró hasta la puerta, la abrió y sacó una botella de Explorer-. ¿Queréis un trago? -preguntó sosteniendo la botella. Al ver que ambos negaban con la cabeza, rompió a reír-. ¡Menos mal, porque no pensaba invitaros! -Su risa sonaba como un repiqueteo.

Hedda llevó la botella a la mesa y volvió a sentarse. No se molestó en buscar un vaso, sino que se llevó la botella a la boca y dio un trago. A Patrik le quemaba la garganta sólo de verla.

– ¿Qué edad tenían los mellizos cuando se ahogaron? -preguntó Gösta. Pero Hedda no pareció oírlo, sino que permaneció en silencio con la mirada perdida.

– Era tan elegante -volvió a balbucear Hedda-. Llevaba abrigo y un collar de perlas y todo. Una mujer elegante, vaya si lo era…

– Pero ¿quién? -dijo Patrik muerto de curiosidad-. ¿Qué mujer? -Pero Hedda parecía haber perdido el hilo.

– ¿Qué edad tenían los mellizos cuando se ahogaron? -repitió Gösta con más claridad esta vez.

Hedda se volvió hacia él con la botella en alto y a medio camino hacia la boca.

– Pero si los mellizos no se han ahogado, ¿no? -Volvió a empinar la botella.

Gösta le lanzó a Patrik una mirada elocuente y se inclinó ansioso.

– ¿No se ahogaron los mellizos? ¿Y dónde están?

– ¿Cómo que no se ahogaron? -El miedo afloró de pronto en la mirada de Hedda-. Claro que sí, se ahogaron, claro que se ahogaron… -Volvió a dar un trago, con los ojos cada vez más turbios.

– ¿Qué pasó, Hedda? ¿Se ahogaron o no se ahogaron? -Gösta oyó la desesperación de su tono de voz, que no parecía surtir en Hedda otro efecto que el de hacerla adentrarse más aún en la bruma. De hecho, ni siquiera respondió, sólo meneó la cabeza.

– No creo que podamos sacarle más -se lamentó Gösta.

– No, yo tampoco lo creo, hemos de intentarlo por otra vía. Quizá debiéramos echar un vistazo por la casa.

Gösta asintió y se volvió hacia Hedda, que ya estaba a punto de apoyar de nuevo la cabeza en la mesa.

– Hedda, ¿podemos echarle una ojeada a tus cosas?

– Eh… -respondió la mujer antes de dormirse.

Gösta colocó su silla pegada a la de ella para que no cayese al suelo y los dos policías empezaron a inspeccionar la vivienda.

Una hora más tarde no habían encontrado nada más que basura, basura y más basura. Patrik lamentó no haberse llevado los guantes y ahora tenía la sensación de que le picaba todo el cuerpo. Sin embargo, no hallaron el menor indicio de que en aquella casa hubiesen vivido un día dos niños. Hedda debió de deshacerse de todas sus cosas.

Lo que había mencionado acerca de una «mujer elegante» seguía resonándole en los oídos. No se le iba de la cabeza, de modo que se sentó al lado de Hedda y trató de despabilarla otra vez. La mujer se incorporó a regañadientes, pero no podía sostener derecha la cabeza, que se le fue hacia atrás hasta que logró estabilizarla.

– Hedda, tienes que responder a mi pregunta. Esa señora tan elegante, ¿es la que tiene a tus hijos?

– Eran tan traviesos. Y yo sólo iba a Uddevalla a hacer unos recados. Tenía que comprar algo de beber también, no me quedaba una gota de alcohol en casa -farfulló mirando por la ventana el mar que lanzaba destellos al sol primaveral-. Pero ellos no dejaban de armar jaleo. Y yo estaba tan cansada y la mujer era tan elegante… Muy amable. Ella podía llevárselos, me dijo. Así que se los di.

Hedda se giró hacia Patrik que, por primera vez, advirtió en su mirada un sentimiento sincero. En lo más hondo de aquel ser existían un dolor y una culpa tan inexplicables que sólo el alcohol era capaz de ahogarlos.

– Pero me arrepentí -aseguró con el llanto en los ojos-. Y entonces, ya no los encontré. Busqué y busqué, pero se habían esfumado. Igual que la señora elegante. La que llevaba un collar de perlas. -Hedda se pasó la mano por el cuello para indicar dónde lucía el collar-. Ella también se había esfumado.

– Pero ¿por qué dijiste que se habían ahogado? -Patrik vio con el rabillo del ojo que Gösta los escuchaba desde el umbral de la puerta.

– Sentía vergüenza… Y quizá con ella estaban mejor. Pero yo sentía vergüenza…

Hedda volvió a mirar el mar y permanecieron un buen rato en silencio. El cerebro de Patrik trabajaba a toda máquina para asimilar lo que acababa de oír. No era difícil concluir que la «señora elegante» era Sigrid Jansson, que, por alguna razón, se había llevado a los hijos de Hedda. Y quizá jamás consiguieran averiguar el porqué.

Cuando se levantó y se volvió hacia Costa, le temblaban las piernas de tanta desdicha como acababa de oír. Entonces vio que el colega tenía algo en la mano.

– He encontrado una fotografía-dijo-. Debajo del colchón. Una fotografía de los mellizos.

Patrik la cogió para verla. Dos niños pequeños, de unos dos años de edad, sentados en el regazo de sus padres, Gottfrid y Hedda. Se los veía felices. Debieron de tomarla poco antes de que Gottfrid muriera ahogado. Antes de que todo se derrumbase. Patrik escrutó la cara de los niños. ¿Dónde estarían ahora? Y, ¿sería alguno de ellos un asesino? Nada le desvelaban los rostros gordezuelos de los pequeños. Hedda se había vuelto a dormir en la mesa de la cocina. Y Patrik y Gösta salieron a respirar la brisa pura del mar. Muy despacio, Patrik se guardó la instantánea en la cartera. El mismo se encargaría de que Hedda la recuperase cuanto antes. Ahora la necesitaban, para dar con el asesino.

Durante la travesía de regreso guardaron el mismo silencio que en el viaje de ida. Sin embargo, en esta ocasión, el silencio se percibía impregnado de conmoción y de dolor. Dolor por lo frágil e insignificante que resultaba a veces el ser humano. Conmoción por la trascendencia que sus errores podían llegar a alcanzar. Patrik se imaginó a Hedda errabunda por Uddevalla, buscando a unos hijos que, en un ataque de resignación, cansancio y síndrome de abstinencia, le había entregado a una completa desconocida. Sintió el pánico que debió de experimentar cuando comprendió que no encontraría a sus hijos. Y la desesperación que la impulsó a decir que se habían ahogado en lugar de admitir que se los había dejado a una extraña.

Cuando Patrik amarró el viejo bote al pontón del muelle, rompieron el silencio.

– Bueno, pues ahora ya lo sabemos -dijo Gösta, aún con sentimiento de culpa.

Patrik le dio una palmadita en el hombro cuando se encaminaron al coche.

– Tú no podías saberlo -lo consoló.

Gösta no respondió y Patrik sospechaba que nada de lo que dijese podría mitigar sus remordimientos.

– Hemos de averiguar cuanto antes qué fue de los niños -observó Patrik mientras conducían rumbo a Tanumshede.

– ¿Seguimos sin tener noticias de los Servicios Sociales de Uddevalla?

– No, no creo que resulte fácil rescatar información tan antigua. Pero ha de estar en algún lugar. Dos niños de cinco años no pueden desaparecer sin más.

– ¡Qué vida más desgraciada la de esa mujer!

– ¿Te refieres a Hedda? -preguntó Patrik, aunque sabía perfectamente que era en ella en quien Gösta pensaba.

– Sí. Figúrate, vivir toda la vida con esa culpa. Toda la vida.

– No es de extrañar que haya intentado anestesiarse como ha podido -observó Patrik.

Gösta no respondió. Se limitó a mirar por la ventana, hasta que preguntó:

– Y ahora ¿qué hacemos?

– Hasta que sepamos adonde fueron a parar los niños, seguiremos trabajando con lo que tenemos. Sigrid Jansson, los pelos del galgo español hallados en el cadáver de Lillemor… Trataremos de encontrar la conexión entre las distintas ciudades.

Giraron para entrar en el aparcamiento de la comisaría y, abatidos por la pesadumbre, enfilaron hacia la entrada. Patrik se detuvo un instante en la recepción para comunicarle a Annika lo que había sucedido y se encerró en su despacho. Aún no se sentía con fuerzas para contárselo a los demás.

Sacó la fotografía de la cartera con mucho cuidado y se sentó a observarla. Los ojos de los mellizos lo miraban inescrutables.


Al final ella cedió. Solo una vuelta. Sólo una breve excursión a lo grande, a lo desconocido. Luego volverían a casa y él dejaría de preguntar.

Y él asintió ansioso. Tenía unas ganas locas. Miró de reojo a su hermana y comprobó que en ella latía el mismo anhelo ante lo que los aguardaba.

Se preguntó qué verían. Cómo sería el mundo de fuera. Más allá del bosque. Una idea lo acosaba. ¿Y la otra? ¿Estaría ahí fuera la otra? La mujer de la voz dura. ¿Sentiría el olor que aún flotaba en su nariz, aquel olor fresco y salado? Y la sensación del balanceo de un bote, y el sol bañando el mar, y los pájaros sobrevolándolos y… Era incapaz de decidirse por una de tantas expectativas e impresiones. Sólo podía pensar en una cosa. Podrían salir con ella. Al mundo de allá fuera. No le costaba lo más mínimo prometerle que, a cambio, no volvería a pedírselo. Una vez bastaría. Estaba totalmente convencido. Una sola vez, para que pudiera ver lo que había fuera, para que su hermana y él lo supieran. Era lo único que pedía. Una vez.

Les abrió la puerta del coche y, con una expresión amarga, los vio sentarse detrás. Les ajustó los cinturones de seguridad y se sentó al volante meneando insatisfecha la cabeza. El rió, lo recordaba, una risa chillona e histérica, cuando todo aquel deseo contenido halló por fin una vía de escape.

Después de tomar la curva, salieron a la carretera y miró a su hermana un segundo. Luego le cogió la mano. Estaban en camino.

Patrik tenía en la pantalla la lista de los dueños de galgos españoles y la estudiaba con detenimiento una vez más. Había informado a Martin y a Mellberg de lo que Gösta y él habían averiguado en Kalvó y le pidieron a Martin que llamase para apremiar a los Servicios Sociales de Uddevalla a que localizasen cuanto antes algo más de información sobre los mellizos. Por lo demás, no tenían mucho con lo que trabajar. Ya disponía de todos los documentos sobre el accidente en el que Elsa Forsell acabó con la vida de Sigrid Jansson, pero no encontró en ellos nada que les permitiese avanzar.

– ¿Qué tal va eso? -preguntó Gösta asomado a la puerta.

– De puta pena -respondió Patrik arrojando el bolígrafo que tenía en la mano-. Estamos estancados y así seguiremos hasta que averigüemos algo más sobre los niños. -Dejó escapar un suspiro, se pasó las manos por el pelo y las dejó cruzadas en la nuca.

– ¿Hay algo que yo pueda hacer? -quiso saber Gösta solícito.

Patrik lo miró perplejo. No era habitual que Gösta acudiese a él para pedir que le diese trabajo. El comisario reflexionó un instante.

– He revisado la lista de los dueños de perros cientos de veces. Al menos, ésa es la sensación que tengo. Pero no encuentro la menor conexión con nuestro caso. ¿Podrías repasarla tú una vez más? -Le pasó el disquete a Gösta, que lo atrapó al vuelo.

– Claro -respondió.

Cinco minutos más tarde volvió Gösta con el desconcierto pintado en el semblante.

– ¿No habrás borrado una línea? -preguntó suspicaz.

– ¿Que si la he borrado? No, ¿por qué?

– Porque cuando hice la lista, se componía de ciento sesenta nombres. Y ahora sólo hay ciento cincuenta y nueve.

– Pregúntale a Annika, ella fue la que emparejó los nombres con las direcciones. Quizá borró alguno sin darse cuenta.

– Ajá… -replicó Gösta escéptico antes de ir en busca de la recepcionista. Patrik se levantó y lo siguió.

– Voy a comprobarlo -dijo Annika mientras buscaba en la hoja de Excel que tenía guardada en el ordenador-. Pero vamos, que yo también creo recordar que había ciento sesenta. Una cifra redonda. -Fue mirando las carpetas hasta que dio con la que buscaba.

– Míralo, ciento sesenta -confirmó volviéndose hacia Patrik y Gösta.

– Pero, entonces no lo entiendo -dijo Gösta mirando el disquete que tenía en la mano. Annika lo cogió y lo introdujo en su ordenador, abrió también el otro documento y los colocó uno junto al otro para compararlos. Cuando localizaron el nombre que faltaba en el documento del disquete, un clic resonó en la cabeza de Patrik. Dio media vuelta, echó a correr pasillo adentro hasta su despacho y se quedó mirando el mapa de Suecia. Uno tras otro, fue observando los alfileres que señalaban las ciudades de las víctimas y, lo que hasta ahora había sido un patrón indescifrable, empezó a presentársele con más claridad. Gösta y Annika lo habían seguido desconcertados y ahora lo miraban presas de la más absoluta perplejidad, al ver cómo iba sacando del cajón y arrojando un papel tras otro.

– ¿Qué buscas? -le preguntó Gösta, pero Patrik no respondió. Los papeles seguían posándose en el suelo como una alfombra. En el último cajón, encontró por fin lo que buscaba. Se puso de pie muy tenso y, con el documento en la mano, fue leyendo y colocando nuevos alfileres en el mapa. Poco a poco, junto a cada una de las ciudades marcadas fue clavando un nuevo alfiler. Cuando hubo terminado, se dio la vuelta.

– Ya lo tengo.

Dan había dado el paso, por fin. Se había puesto en contacto con una inmobiliaria situada al otro lado de la calle y ya había resuelto llamar al número de teléfono que veía todos los días desde la ventana de su cocina. Una vez en marcha la rueda, todo resultó sorprendentemente fácil. El joven que atendió la llamada le dijo que podía pasarse enseguida, y a él le iba de maravilla, porque no quería prolongarlo más sin necesidad.

Después de todo, lo de la venta de la casa ya no se le hacía tan doloroso. Todas las conversaciones que había mantenido con Anna, el infierno que, según supo, había vivido con Lucas, todo aquello lo hizo recapacitar y considerar sus esfuerzos por conservar la casa como… ridículos, a decir verdad. ¿Qué importaba dónde viviese? Lo principal era que las niñas fuesen a verlo. Que él pudiese abrazarlas y acariciarlas de vez en cuando y oírlas contar cómo habían pasado el día. Todo lo demás no importaba lo más mínimo. Y en cuanto a su matrimonio con Pernilla, era agua pasada. Había tomado conciencia de ello ya hacía mucho, pero no estaba preparado para afrontar las consecuencias. Sin embargo, había llegado la hora de cambiar radicalmente. Pernilla tenía su vida, y él la suya. Sólo esperaba que un día recuperasen la amistad que había sido la base de su matrimonio.

Pensó en Erica. Sólo faltaban dos días para su boda. Y eso lo hacía sentirse bien, en cierto sentido. El hecho de que ella siguiese adelante, igual que él. Se alegraba tanto por ella… Hacía muchos años que ellos dos formaron pareja, cuando eran jóvenes, dos personas totalmente distintas. Pero habían conservado la amistad a lo largo de los años y Dan siempre deseó para ella aquello, precisamente. Hijos, una vida en pareja, una boda en la iglesia, algo con lo que él sabía que ella siempre soñó, por más que nunca lo hubiese admitido. Y Patrik era perfecto para ella. Tierra y aire, así los veía Dan. Patrik tenía los pies totalmente en el suelo, era estable, juicioso, tranquilo. Y Erica era una soñadora, siempre con la cabeza en las nubes, aunque tan valiente y tan inteligente que no se permitía despegarse demasiado de la realidad. Estaban hechos el uno para el otro.

Y Anna. Últimamente había pensado mucho en ella. Anna era la hermana a la que Erica siempre había sobreprotegido porque la consideraba débil. Lo curioso era que para Erica, ella era la más práctica de las dos, mientras que Anna era una soñadora. Sin embargo, a lo largo de las últimas semanas, durante las cuales había tenido la oportunidad de conocerla a fondo, Dan comprendió que era totalmente al contrario. Anna era la más práctica de las dos, la que veía la realidad tal como era. O, al menos, había aprendido a hacerlo durante sus años con Lucas. En cualquier caso, Dan se había percatado de que Anna dejaba que Erica conservase su visión ilusoria. De alguna manera, Anna comprendía la necesidad de Erica de sentirse como la responsable, la que siempre se había encargado de su hermana pequeña. En cierto modo, así era, pero al mismo tiempo, Erica había infravalorado a Anna y seguía considerándola una niña, como si ella fuera su madre.

Dan se levantó para ir a buscar la guía telefónica. Ya era hora de empezar a buscar piso.

Reinaba en la comisaría una atmósfera de abatimiento y desesperación. Patrik los había convocado a una reunión en el despacho del comisario jefe. Todos estaban cabizbajos y en silencio, incapaces de asimilar lo incomprensible. Patrik y Martin habían llevado al despacho el vídeo y el televisor. En cuanto informó a Martin, éste comprendió qué se le había escapado cada vez que vio el vídeo de la última noche de Lillemor.

– Tendremos que revisarlo todo paso a paso antes de hacer nada -dijo Patrik, rompiendo así el silencio-. No podemos cometer ningún error -añadió. Todos asintieron, comprendían perfectamente lo que quería decir-. La primera bombilla se me encendió cuando descubrimos que faltaba un nombre en la lista de los dueños de los perros. Cuando Gösta confeccionó la lista y Annika emparejó los nombres con las direcciones, había ciento sesenta nombres. Pero luego, cuando Annika me la paso en el disquete, sólo figuraban en la lista ciento cincuenta y nueve. Faltaba el nombre de Tove Sjöqvist, con domicilio en Tollarp.

No se produjo reacción alguna, de modo que Patrik continuó.

– Volveré sobre ello, pero esa circunstancia hizo que una de las piezas del rompecabezas encajase en su lugar.

Todos sabían lo que Patrik iba a decir, y Martin cerró los ojos y se cubrió la cara con las manos, con los codos apoyados en las rodillas.

– A mí me sonaba algo relacionado con las ciudades en las que fueron asesinadas las víctimas, y cuando por fin comprendí de qué se trataba, no me ha llevado mucho tiempo descubrir la conexión.

Hizo una pausa y carraspeó, antes de proseguir:

– Las ciudades de las víctimas coinciden al cien por cien con los lugares en los que Hanna ha trabajado -dijo quedamente-. Yo había visto la lista en su solicitud, antes de que la contratáramos, pero… -Alzó los brazos en gesto impotente y dejó que Martin continuase.

– Había algo en la grabación de la noche en que murió Lillemor que me llamó la atención y, cuando Patrik me contó lo de Hanna… Bueno, será mejor que lo veamos.

Le hizo una seña a Patrik, que pulsó la tecla de reproducción. Ya habían seleccionado el minuto exacto de filmación, de modo que no tardó en verse en la pantalla la disputa, seguida de la aparición de Martin y Hanna. Se veía a Martin hablando con Mehmet y con los demás. La cámara registró luego el momento en que Lillemor echó a correr hacia el centro, desesperada y totalmente ignorante de que se precipitaba hacia su propia muerte. Después, la cámara enfocó a Hanna hablando por el móvil. Patrik congeló ahí la imagen.

– Y eso era lo que me llamaba la atención, aunque no lo comprendí hasta tarde. ¿A quién llamó? Eran cerca de las tres de la madrugada y los únicos que estábamos de servicio éramos ella y yo, de modo que no podía estar hablando con ninguno de vosotros -explicó Martin.

– Tenemos una lista de sus llamadas y constatamos que se trataba de una llamada saliente. Que hizo a su casa. Para hablar con Lars, su marido -confirmó Patrik.

– Pero ¿por qué? -repuso Annika, poniendo en palabras el mismo desconcierto que reflejaban las caras de todos los demás.

– Le pedí a Gösta que mirase el registro de personal. Hanna y Lars tienen, ciertamente, el mismo apellido. Pero no son marido y mujer. Son hermanos. Mellizos.

Annika contuvo la respiración y un desagradable silencio se hizo en la sala, después de la bomba que Patrik acababa de soltar.

– Hanna y Lars son los mellizos desaparecidos de Hedda -aclaró Gösta.

– Sí -asintió Patrik-, aún no hemos obtenido la información de Uddevalla, pero apostaría todo lo que tengo a que los niños se llamaban Lars y Hanna, y que, en algún momento de sus vidas, cambiaron el apellido por Kruse. Probablemente, los adoptaron.

– ¿Así que llamó a Lars? -preguntó Mellberg, al que parecía costarle un poco seguir el hilo.

– Creemos que llamó a Lars, que fue a recoger a Lillemor. Incluso puede que Hanna le dijese que Lars la recogería. Él conocía a los participantes y ninguno habría pensado que constituía una amenaza.

– Además de que Lillemor había escrito en su diario que había reconocido a alguien que le resultaba desagradable. Y ese alguien es, seguramente, Lars Kruse. Lo que Lillemor recordaba era el encuentro con la persona que había matado a su padre. -Martin frunció el entrecejo.

– Sí, pero no olvides que la joven confesaba no saber de qué lo conocía, no lograba conectar a la persona de Lars con aquel recuerdo. Y ni siquiera estaba segura de reconocerlo. En el estado en que se encontraba, seguro que habría aceptado con gratitud la ayuda de cualquiera, con tal de verse lejos del equipo de televisión y de los participantes que se habían metido con ella. -Patrik dudó un instante, al cabo del cual prosiguió-: No tengo pruebas de ello, pero creo que pudo ser Lars quien iniciase la bronca de aquella noche.

– ¿Cómo? -preguntó Annika-. ¡Si ni siquiera estaba allí!

– No, pero hubo algo en los interrogatorios con los participantes del programa que me llamó la atención. Eché una rápida hojeada a los informes antes del comienzo de esta reunión y todos y cada uno de los que discutieron con Barbie aquella noche dijeron que «alguien les había contado que Barbie iba hablando mal de ellos» y cosas así. No tengo ningún argumento a favor, pero sí la sensación de que Lars aprovechó las charlas individuales que mantuvo aquel día con los participantes para sembrar la disensión entre ellos y Lillemor. Teniendo en cuenta la cantidad de información personal que poseía acerca de todos ellos, los secretos que le habrían confiado, sin duda, podía hacer mucho daño y dirigir las iras de todos contra Lillemor.

– Pero ¿por qué? -preguntó Martin-. El no podía prever que los sucesos se desarrollarían como lo hicieron aquella noche, que Lillemor saldría corriendo de aquel modo.

Patrik meneó la cabeza.

– No, eso seguro que fue pura casualidad. Una oportunidad que se les presentó y que ellos aprovecharon. Yo creo que la idea era, en principio, darle a Lillemor algo de lo que ocuparse. Lars se dio cuenta enseguida de quién era, sabía que lo había visto en aquella ocasión, ocho años antes, y temió que la joven recordara. Así que quiso darle otra cosa en la que pensar. Sin embargo, cuando se le presentó la oportunidad… bueno, digamos que decidió resolverlo de un modo más permanente.

– Pero entonces, ¿Lars y Hanna han sido cómplices en todos estos asesinatos? ¿Por qué?

– Aún no lo sabemos. Seguramente, Hanna seleccionaba los nombres y las direcciones de las futuras víctimas de las distintas comisarías donde iba trabajando.

– Pero… ¡si ni siquiera había empezado a trabajar aquí cuando asesinaron a Marit!

– Esa información puede encontrarse también haciendo búsquedas en la hemeroteca. Lo más probable es que fuese así como localizó a Marit. Y, ¿por qué lo hizo? No tengo ni idea. Pero, seguramente, todo está relacionado con el primer accidente, aquel en el que Elsa Forsell mató a Sigrid Jansson. Hanna y Lars iban en el coche, Sigrid Jansson los secuestró cuando tenían tres años y vivieron aislados en su casa durante más de dos. A saber los traumas que sufrieron.

– Ah, por cierto, ¿y el nombre que faltaba en la lista? ¿Por qué te hizo pensar en Hanna cuando lo descubriste? -preguntó Annika llena de curiosidad.

– Por un lado, fue Hanna quien me lo entregó, tú le pediste que lo hiciera. Tú tenías ciento sesenta nombres en el documento, pero en el que contenía el disquete había uno menos. La única persona que pudo haberlo borrado era Hanna. Ella sabía que existía el riesgo de que yo reconociese el nombre. Cuando acababa de empezar con nosotros, me contó que Lars y ella le habían alquilado la casa a Tore Sjöqvist, que se había mudado a Escania, donde permanecería dos años. Así que, cuando localicé el nombre, emparejado a una dirección de Tollarp, no me costó mucho sumar dos y dos. -Patrik hizo una pausa-. Yo tenía la sensación de que era preciso revisarlo todo una vez más. ¿Qué pensáis vosotros? ¿Habéis detectado alguna laguna en mi razonamiento? ¿Cabe alguna duda de que tengamos lo suficiente como para seguir adelante?

Todos menearon la cabeza. Por increíble que pudiera parecer, existía una lógica aterradora en la exposición de Patrik.

– Bien -asintió Patrik-. Lo más importante ahora es que actuemos antes de que Hanna y Lars se den cuenta de que los hemos descubierto. Y también es importantísimo que no averigüen nada sobre su madre ni sobre cómo desaparecieron, porque creo que puede ser peligroso para…

Se interrumpió al ver que Annika volvía a contener la respiración.

– ¿Annika? -dijo Patrik en tono inquisitivo al observar con creciente preocupación la palidez de la mujer.

– Yo se lo conté -confesó nerviosa-. Hanna me llamó justo después de que vosotros dos llegarais de Kalvó. No sonaba nada bien, pero me dijo que había dormido un poco y que se encontraba mejor. Y que no tendría que estar de baja más de uno o dos días. Y yo… pues… -Annika se atascó, pero luego se animó y miró a Patrik-. Quería mantenerla al corriente, así que le conté lo que habíais averiguado sobre Hedda.

Por un instante, Patrik se quedó mudo. Luego dijo: -No podías saberlo. Pero tenemos que salir para la isla ahora mismo.

Una actividad febril estalló de pronto en la comisaría de Tanumshede.

Sentado en la proa del Minlouis, el barco de salvamento de la compañía de rescate marítimo, Patrik sentía la desazón como un nudo en el estómago mientras navegaban rumbo a Kalvó. Alentaba mentalmente al barco a navegar más rápido, pero iban a toda máquina. Temía que fuese demasiado tarde. Poco antes de salir a toda prisa con las luces de emergencia para llegar a Fjällbacka lo antes posible, habían recibido la llamada del propietario de una embarcación que, aseguraba el hombre indignadísimo, le había confiscado una mujer policía acompañada de un desconocido. El hombre les vociferó que aquello eran maneras dignas de la mafia y que les pondría una demanda de puta madre si le causaban al barco el menor rasguño. Patrik le colgó el teléfono sin alterarse. En aquellos momentos, no tenía tiempo que perder. Lo más importante era que sabían que Lars y Hanna habían conseguido un barco y que se dirigían a Kalvó, en busca de su madre.

El barco de salvamento cayó en el valle de una ola y Patrik quedó empapado por las salpicaduras. Había empezado a soplar el viento y, en lugar del mar apacible que Gösta y Patrik habían surcado unas horas antes aquel mismo día, navegaban ahora por unas aguas inquietas y oscuras de bravo oleaje. A sus mentes acudían nuevos escenarios, nuevas imágenes de lo que encontrarían cuando llegasen. Gösta y Martin se habían acurrucado en la cabina del barco, pero Patrik necesitaba sentir el frescor del aire para centrarse en lo que tenían por delante. Algo que, fuese cual fuese su final, no acabaría bien.

Cuando, después de una travesía de cinco minutos, que, no obstante, se les antojó infinita, arribaron por fin a la isla, vieron el barco sustraído mal amarrado en el muelle de Hedda. Peter, el patrón que gobernaba el barco de salvamento, atracó hábilmente a su lado, pese a que su embarcación era más grande que el muelle. Patrik saltó a tierra sin vacilar y Martin lo siguió. A Gösta tuvieron que ayudarle entre todos.

Patrik había intentado convencer al colega de más edad de que se quedase en la comisaría, pero Gösta Flygare dio muestras de una tozudez sorprendente e insistió en ir con ellos. Patrik cedió, pero ahora empezaba a lamentar su decisión. Aunque, claro, ya era demasiado tarde.

Señaló con un gesto la cabaña, que daba la falsa impresión de estar vacía y desierta. Ni un solo ruido se oía procedente del interior y, cuando quitaron el seguro de las pistolas, a Patrik le dio la sensación de que el eco resonaba en toda la isla. Se encaminaron sigilosos hacia la cabaña y se agacharon al llegar ante las ventanas. Patrik oyó voces en el interior y echó una cauta ojeada a través de los cristales llenos de salitre. En un primer momento no vio más que la sombra de alguien que se movía allí dentro, pero una vez que los ojos se habituaron a la penumbra, creyó distinguir dos figuras en la cocina. Las voces subían y bajaban de volumen, pero resultaba imposible oír lo que decían. De repente, Patrik no sabía qué hacer, pero finalmente tomó una decisión. Hizo un gesto con la cabeza señalando la entrada. Con mucho cuidado, avanzaron hacia allí. Martin y Patrik se colocaron cada uno a un lado de la puerta, mientras Gösta aguardaba a cierta distancia.

– ¿Hanna? Soy yo, Patrik. Estoy con otros compañeros. ¿Está todo en orden?

Nadie respondió.

– ¿Lars? Sabemos que estás ahí con tu hermana. No cometáis ninguna tontería, no acabéis con más vidas.

Seguían sin responder. Patrik empezaba a ponerse nervioso y le sudaba la mano con la que sostenía la pistola.

– ¿Hedda? ¿Cómo estás? ¡Hemos venido a ayudarte! Lars y Hanna, no le hagáis daño a Hedda. Hizo algo horrible pero, creedme, ya ha pagado por ello. Mirad a vuestro alrededor, observad cómo vive. Su vida ha sido un infierno a causa de lo que os hizo.

El silencio por respuesta. Patrik lanzó una maldición para sus adentros. Luego, alguien entreabrió la puerta. Patrik agarró bien la pistola y, con el rabillo del ojo, vio que tanto Martin como Gösta hacían lo propio.

– Vamos a salir-dijo Lars-. No disparéis. Si lo hacéis, la mato.

– Vale, vale -asintió Patrik intentando sonar tranquilo.

– Dejad las armas, quiero verlas en el suelo -ordenó Lars. Ellos seguían sin poder verlo por la ranura de la puerta.

Martin miró a Patrik inquisitivo y éste asintió y dejó su pistola en el suelo. Gösta y Martin siguieron su ejemplo.

– Dadle una patada -les dijo Lars con voz sorda.

Patrik dio un paso al frente y apartó de una patada las tres pistolas.

– Haceos a un lado.

Una vez más, obedecieron y, tensos, aguardaron el siguiente paso. Muy despacio, centímetro a centímetro, se fue abriendo la puerta. Patrik esperaba ver a Hedda, pero fue Hanna quien apareció. Aún se la veía enferma, sudorosa y con fiebre. Sus miradas se cruzaron y Patrik no pudo por menos de preguntarse cómo se había dejado engañar de aquel modo. Cómo logró Hanna esconder durante tanto tiempo y tras una fachada de normalidad la podredumbre que llevaba dentro. Por un segundo, le pareció leer en su semblante el deseo de darle una explicación, pero Lars la empujó hacia delante y entonces vieron la pistola con la que le apuntaba a la sien. Patrik la reconoció: era el arma reglamentaria de Hanna.

– Moveos, venga, un poco más allá -masculló Lars, en cuyos ojos Patrik no halló más que odio y negros pensamientos.

Miraba como aturdido de un lado a otro y algo le dijo a Patrik que Lars había abandonado la máscara, que ya no era capaz de seguir viviendo una doble vida. La locura -o el mal, o como queramos llamarlo- le había ganado la batalla a la parte de su personalidad que sólo deseaba llevar una existencia normal, tener un trabajo y una familia.

Se alejaron un poco, Lars pasó por delante de ellos con Hanna delante, a modo de escudo. La puerta de la casa estaba abierta de par en par y, tras echar una ojeada, Patrik comprendió por qué no había utilizado a Hedda. Horrorizado, vio que estaba atada a una silla. Le tapaba la boca el mismo tipo de cinta adhesiva cuyos restos habían detectado en las otras víctimas, con un agujero en el centro: el espacio justo para introducir por él el cuello de una botella. Hedda había muerto como vivió. Llena de alcohol.

– Comprendo que desearais la muerte de Hedda, pero ¿y los demás?

– Ella se lo llevó todo. Cuanto teníamos. Hanna la vio por casualidad y ambos supimos lo que había que hacer. Así que murió a causa de aquello que destrozó nuestras vidas, a causa del alcohol.

– ¿Te refieres a Elsa Forsell? Sabemos que fue la responsable de la muerte de Sigrid, la mujer con la que vivíais.

– Estábamos bien -aseguró Lars con voz chillona. Iba retrocediendo despacio hacia el embarcadero-. Ella se ocupaba de nosotros. Y juró que nos protegería.

– ¿Quién, Sigrid? -dijo Patrik moviéndose despacio hacia Lars y Hanna.

– Sí, nosotros no sabíamos cómo se llamaba. La llamábamos mamá. Dijo que eso era, nuestra nueva madre. Y vivíamos bien. Ella jugaba con nosotros. Nos abrazaba. Nos leía.

– ¿El cuento de Hansel y Gretel?. -preguntó Patrik sin dejar de avanzar despacio hacia el muelle. Vio con el rabillo del ojo que Gösta y Martin lo iban siguiendo.

– Sí -confirmó Lars antes de pegar la boca a la oreja de Hanna-. Nos leía. Ese cuento. Hanna, ¿recuerdas lo maravilloso que era? ¿Lo hermosa que era? ¿Lo bien que olía? ¿Te acuerdas?

– Sí, lo recuerdo -asintió Hanna y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, estaban llenos de lágrimas.

– Eso fue lo único que pudimos conservar después de su muerte, aquel cuento. Queríamos demostrarles lo poco que queda cuando destrozamos la vida de alguien.

– De modo que no os bastó con Elsa -continuó Patrik sin apartar la mirada de los ojos de Lars.

– Eran muchos los que habían hecho lo mismo. Tantos… -dijo Lars sin rematar la frase-. Cada nueva ciudad a la que nos mudábamos… en cada nueva ciudad había que hacer limpieza.

– Matando a alguien que, conduciendo borracho, hubiese provocado la muerte de otra persona.

– Así es -respondió Lars sonriente-. Sólo entonces podríamos vivir tranquilos. Cuando hubiésemos demostrado que no pensábamos tolerarlo y que no habíamos olvidado. Que no puede ser que uno destroce la vida de alguien y luego siga viviendo como si tal cosa.

– ¿Tal y como hizo Elsa después de haber provocado la muerte de Sigrid?

– Exacto -afirmó Lars, cuya mirada se volvió más sombría aún-. Como hizo Elsa. -¿Y Lillemor?

Ya casi habían ganado el embarcadero y Patrik se preguntaba qué harían si Hanna y Lars lograban llegar al barco de salvamento, que era mucho más veloz que el otro. En tal caso, no conseguirían darles alcance. Sin embargo, el patrón parecía haber caído en la cuenta, porque empezó a retroceder alejándose del embarcadero, de modo que sólo quedase allí la embarcación más pequeña.

– Lillemor-resopló Lars-. Una persona necia e inútil. Exactamente igual que el resto de la basura con la que me vi obligado a trabajar. Jamás la habría reconocido por su aspecto, pero recordaba el nombre y la ciudad de la que procedía. Sabía que teníamos que hacer algo.

– Así que les contaste a los demás que Lillemor andaba hablando mal de ellos, para crear el caos y distraer su atención de ti, ¿no?

– Vaya, no eres tonto del todo -sonrió Lars dando el primer paso atrás en el embarcadero. Por un instante, Patrik sopesó la posibilidad de lanzarse sobre él, pero, aunque comprendía que el que Lars retuviese a su hermana como rehén era una pantomima -después de todo, habían llevado a cabo los crímenes los dos juntos-, no se atrevió. No tenía ningún arma, estaba arriba, en la colina, junto con las de Martin y Gösta, así que Lars y Hanna tenían ventaja.

– Fui yo quien llamó a Lars -intervino Hanna con voz bronca.

– Lo sabemos -dijo Patrik-. Estaba grabado. Martin lo vio, pero no comprendimos…

– No, claro, ¿cómo ibais a comprender? -repuso con una sonrisa tristona.

– O sea, que Lars fue a buscarla después de tu llamada, ¿no es así?

– Sí -respondió Hanna subiendo despacio al barco. Se sentó en el banco del centro, mientras Lars se acomodaba junto al fueraborda y giraba la llave de arranque. Nada sucedió. Lars frunció el entrecejo y probó una segunda vez. El motor emitió un chirrido, pero no se puso en marcha. Patrik observaba desconcertado los intentos de Lars, pero al echar un vistazo al barco de salvamento, que se balanceaba a una distancia prudencial de la isla, comprendió lo que sucedía. El patrón sostenía a la vista de todos, el tanque de combustible y Patrik entendió enseguida que había vaciado el depósito. «Un tipo diligente, el tal Peter», se dijo.

– No tienes combustible -dijo Patrik aparentando una tranquilidad que no sentía-. Así que no hay nada que puedas hacer. Los refuerzos ya vienen en camino, de modo que lo mejor será que os rindáis y evitéis que nadie más resulte herido. -Al propio Patrik le sonó ridículo, pero no encontraba el modo adecuado de expresarse, si es que existía alguno.

Sin pronunciar una palabra, Lars soltó el amarre y empujó el barco de una patada lejos del embarcadero. Enseguida entró en la corriente y empezaron a deslizarse despacio por las aguas.

– No llegaréis a ninguna parte -les advirtió Patrik mientras pensaba en qué posibilidades se le ofrecían. Ninguna, concluyó. La única alternativa era ir tras Lars y Hanna. Sin motor, no llegarían muy lejos, seguramente arribarían a alguna de las islas que había enfrente. Patrik hizo un último intento-. Hanna, tú no pareces haber sido el cerebro de todo esto. Aún tienes la oportunidad de ayudarnos y de ayudarte a ti misma.

Hanna no respondió. Simplemente, devolvió tranquila la mirada suplicante de Patrik. Luego, muy despacio, llevó su mano hacia la de Lars, hacia la que sostenía la pistola. Lars ya no apuntaba a su hermana, sino que tenía la mano del arma apoyada en el banco en el que ella estaba sentada. Aún con la misma parsimonia ominosa, cogió la mano de Lars y se la llevó a la sien. Patrik vio que el rostro de Lars expresó primero extrañeza, y después, horror. Sin embargo, enseguida se vio dominado por la misma parsimonia que su hermana. Hanna le dijo algo que no pudieron oír quienes estaban en tierra. Él le susurró a su vez, la atrajo hacia sí, con la cabeza apoyada en su pecho. Entonces Hanna puso el índice en el de Lars. Y apretó el gatillo. Patrik se sobresaltó y, detrás de él, Gösta y Martin se quedaron sin respiración. Incapaces de moverse, incapaces de decir nada, vieron cómo Lars se sentaba despacio en la falca del barco, con el cuerpo de Hanna, ensangrentado y sin vida, en un tierno abrazo. La sangre le había salpicado la cara, como si se hubiera pintado para el combate. Y de esa guisa y con la misma calma, los miró por última vez. Luego se llevó la pistola a la sien. Y apretó el gatillo.

Cuando cayó hacia atrás por la borda, Hanna cayó con él. Los mellizos de Hedda desaparecieron bajo la superficie. En las profundidades a las que Hedda los desterró un día.

Tras unos segundos, las ondas provocadas por su caída desaparecieron del todo. El barco ensangrentado se balanceaba sobre las olas del mar y, a lo lejos, como en un sueno, Patrik vio un grupo de barcos que se acercaban. Habían llegado los refuerzos.

Ya cuando sintió el choque que lo convirtió todo en un infierno, supo que la culpa era suya. Ella tenía razón. Era un pájaro cenizo. No la escuchó, insistió y le suplicó, y no cedió hasta que ella consintió por fin. Y ahora el silencio era ensordecedor. El sonido de los coches al colisionar había dado paso a una calma espantosa y la presión del cinturón le había dejado un rastro de dolor en el pecho. Con el rabillo del ojo, vio que su hermana se movía. Apenas osaba mirarla, pero cuando lo hizo se dio cuenta de que tampoco ella había sufrido ningún daño. Combatió el deseo de llorar mientras oía cómo su hermana sollozaba quedamente al principio, antes de estallar en un llanto convulso y estridente. En un primer momento, no se atrevió a mirar el asiento delantero. El silencio total le decía lo que iba a encontrar. Sentía la culpa como un puño alrededor de su garganta. Con mucho cuidado, desenganchó el cinturón de seguridad y se inclinó despacio y lleno de angustia. Retrocedió en el acto y la brusquedad del movimiento intensificó el dolor del pecho. Ella clavó en él sus ojos vacíos. Muertos, ciegos. Le salía sangre por la boca y le había manchado la ropa. Creyó ver la acusación en su mirada exánime. ¿Por qué no me hicisteis caso? ¿Por qué no dejasteis que cuidara de vosotros? ¿Por qué? ¿Por qué? Eres un pájaro cenizo. Mira cómo estoy ahora.

Sollozaba e hipaba para obligar al oxígeno a pasar por la garganta, que parecía estrangulada. Alguien abrió la puerta y vio el rostro de una mujer que lo observaba conmocionada. La mujer se movía de un modo extraño, tambaleándose, y notó con desconcierto que olía igual que la otra mujer. Aquella que sólo existía en su memoria. Era el mismo olor duro que emanaba de su boca, de su piel y de su ropa. Cuando desapareció la dulzura. La mujer lo sacó del coche y comprendió que era la conductora del otro vehículo, el que había chocado con el suyo. La mujer dio un rodeo para sacar a su hermana y él la observó con atención. Jamás olvidaría su semblante.

Después, fueron tantas las preguntas… Y tan extrañas.

«¿De dónde sois?», les preguntaban. «Del bosque», respondían ellos sin comprender por qué aquella respuesta provocaba tanta frustración en el entorno. «Sí, pero, ¿y antes? ¿Antes de llegar a la casa del bosque?» Ellos se quedaban mirando a los que preguntaban sin comprender qué era lo que querían saber. «Somos del bosque», era lo único que sabían responder. Claro que a veces pensaban en las saladas aguas del mar y en los gritos de las aves, pero él nunca dijo una palabra. Lo único que conocía de verdad era el bosque.

Durante los años que transcurrieron después, intentó no pensar en aquellas preguntas. Y, de haber sabido lo frío y malvado que era el mundo de fuera, jamás le habría insistido para que los llevase fuera del bosque. De mil amores se habría quedado con su hermana, aquél era su mundo, un mundo que, una vez ocurrida la desgracia, se les antojaba maravilloso. En comparación con el otro. Pero aquélla era una culpa con la que debería cargar. El lo había ocasionado. El, al no creer que, en efecto, era un pájaro cenizo. Al no creer que acarreaba la desgracia no sólo a sí mismo, sino también a los demás. De modo que la culpa de la mirada muerta de sus ojos era suya y sólo suya.

Con el transcurso de los años, su hermana llegó a ser lo único que lo mantenía vivo. Estaban los dos unidos frente a todos aquellos que intentaban separarlos y convertirlos en algo tan feo como el mundo del exterior. Pero ellos eran distintos. Juntos, eran distintos. En la oscuridad de la noche, siempre hallaban consuelo y podían huir de los horrores del día. La piel de ella contra la suya, el aliento de ella mezclado con el de él.

Y, finalmente, halló un modo de compartir la culpa. Y su hermana estaba siempre dispuesta a ayudarle. Siempre juntos. Siempre. Juntos.

Los primeros compases de la marcha nupcial de Mendelssohn resonaban en la iglesia. A Patrik se le secaba la boca. Miró a Erica, que caminaba a su lado, y luchó por combatir las lágrimas que se empeñaban en salir. Un hombre de verdad debía trazar algún tipo de límite… No era de recibo que caminase hacia el altar hecho un mar de lágrimas. Pero es que se sentía tan inmensamente feliz… Patrik apretó la mano de Erica, que le respondió con una amplia sonrisa.

Era tan guapa que no podía creerlo. Ni tampoco que estuviera allí, a su lado. Una imagen de su anterior boda, cuando se casó con Karin, cruzó como un rayo su mente. Pero el recuerdo desapareció tan pronto como se había presentado. Por lo que a él se refería, aquélla era su primera vez. Era la verdadera. Todo lo demás había sido un ensayo, un rodeo, la preparación para el instante en que pudiera caminar hacia el altar con Erica y prometerle su amor en la necesidad y en la abundancia, hasta que la muerte los separase.

Ya se abrían las puertas de la iglesia y empezaron a caminar despacio, mientras el organista tocaba y las caras sonrientes de los invitados se volvían hacia ellos. Miró una vez más a Erica y él mismo sonrió con más gana aún. Llevaba un vestido de corte sencillo, con pequeños bordados en blanco sobre blanco, que le quedaba perfecto. Se había peinado con un mono suelto y algunos rizos que caían en calculado desorden y llevaba el cabello adornado con florecillas también blancas. Y unos sencillos pendientes de perlas. Estaba infinitamente hermosa. Una vez más, sintió el llanto acudir a sus ojos, pero parpadeó resuelto para mantenerlo a raya. ¡Tenía que lograrlo sin llorar! ¡Tenía que conseguirlo!

En los bancos vieron a sus amigos y familiares. Y todos los colegas de la comisaría. Incluso Mellberg se había empaquetado en un traje y se había enroscado el cabello con más esmero de lo habitual. Tanto él como Gösta acudieron sin pareja, mientras que Martin, el padrino de Patrik, fue acompañado de su querida Pia, y Annika, de su Lennart. Patrik se alegraba de verlos a todos allí reunidos. Hacía tan sólo dos días dudaba de que fuese capaz de hacer lo que ahora se disponía a hacer. Cuando vio a Hanna y a Lars desaparecer hacia las profundidades marinas, sintió una pesadumbre y un cansancio tal que la idea de casarse se le antojaba remota. Pero llegó a casa, Erica lo mandó a la cama y lo arropó, y se pasó veinticuatro horas durmiendo. Y cuando Erica le contó que les habían regalado una cena y una noche en el Stora Hotel y le preguntó si le apetecía, sintió que era justo lo que necesitaba. Estar con Erica, una buena cena, dormir abrazado a ella y hablar, hablar y hablar.

De modo que ahora se sentía más que preparado. Lo tenebroso, lo maligno le resultaba totalmente ajeno al lugar en el que ahora se encontraba. A un día como aquél.

Llegaron al pie del altar y comenzó la ceremonia. El pastor Harald habló del amor como algo dulce y paciente, habló de Maja y de cómo Patrik y Erica habían conseguido encontrarse el uno al otro. Logró dar con las palabras precisas para describirlos a los dos y para describir cómo veían su vida juntos.

Maja, al oír que mencionaban su nombre, decidió que ya no quería seguir en el regazo de su abuela, sino que quería estar con sus padres, los cuales, por alguna razón insondable, se hallaban al fondo de aquella casa extraña y vestían una ropa rarísima. Kristina se esforzó durante unos minutos por mantenerla consigo, pero tras un gesto de Patrik, la soltó y la dejó gatear hasta el altar. Patrik la cogió y, con Maja en sus brazos, le puso el anillo a Erica. Cuando por fin se besaron, por primera vez como marido y mujer, Maja hundió riendo su carita entre las de ellos, encantada con aquel juego tan divertido. En ese instante, Patrik se sintió el hombre más rico de la Tierra. De nuevo acudieron las lágrimas, pero en esta ocasión no pudo detenerlas. Fingió que mordisqueaba a Maja para secarlas discretamente en su traje, pero enseguida comprendió que no podía engañar a nadie. Y, ¡qué demonios! Cuando Maja nació estuvo llorando como un niño, ¿por qué no iba a permitirse hacer otro tanto el día de su boda?

Maja se quedó con Martin mientras salían de la iglesia. Tras aguardar en una capillita lateral hasta que todos hubieron pasado, salieron al pórtico, donde los enterraron en arroz mientras el clic de las cámaras resonaba sin cesar. Y, una vez más, notó las lágrimas. Patrik las dejó correr.

Totalmente exhausta, Erica se sentó un rato a descansar agitando los dedos de los pies, por fin liberados de los zapatos de tacón blancos. ¡Caramba, cómo le dolían! Pero estaba muy satisfecha de aquel día. La ceremonia había sido preciosa. La cena en el hotel, soberbia. Y el número de invitados, el suficiente, así como la cantidad de pequeños discursos solemnes. El que más la conmovió fue el de Anna. Su hermana tuvo que interrumpirse en varias ocasiones, pues se le quebraba la voz al borde del llanto. Contó cuánto y cómo quería a su hermana, intercalando pequeñas anécdotas divertidas de su infancia. Luego abordó brevemente el difícil período ya superado y terminó diciendo que Erica siempre había sido para ella una hermana y una madre, pero que ahora era, además, su mejor amiga. Aquellas palabras le llegaron a Erica al corazón. No tuvo más remedio que enjugarse el llanto en la servilleta.

En cualquier caso, la cena había terminado y llevaban un par de horas bailando. Erica se había sentido un tanto preocupada por el humor de Kristina, teniendo en cuenta todas sus objeciones a la planificación de la boda. Pero su suegra la sorprendió. Para empezar, fue la que más saltos dio en la pista de baile, entre otros, con Lars, el padre de Patrik, y ahora, con una copa de licor en la mano, charlaba con Bittan, la pareja de Lars. Erica no entendía nada.

Con los pies algo más descansados, decidió salir y tomar un poco el aire. El ambiente del local estaba cargado y hacía calor y un poco de humedad, con tanta gente bailando y tanto cuerpo sudoroso, y necesitaba sentir un golpe de aire fresco en la piel. Se puso los zapatos con una mueca de desagrado y, justo cuando iba a levantarse, sintió una mano cálida en el hombro.

– ¿Cómo se encuentra mi querida esposa?

Erica miró a Patrik y le cogió la mano. Se lo veía feliz, aunque un tanto maltrecho. No todas las partes del frac seguían donde debían, después de un par de buggies con Bittan. Erica constató sonriente que su marido bailaba con más ganas que destreza, pero el entusiasmo le valió un punto.

– Pensaba salir a tomar el aire, ¿me acompañas? -le preguntó Erica apoyándose en su brazo al sentir un dolor cortante en los pies.

– Allí donde tú vas, voy yo -salmodió Patrik. Erica notó encantada que estaba ligeramente borracho. Suerte que luego sólo tenían que subir una planta.

Salieron a la escalinata que conducía al patio empedrado. Patrik estaba a punto de decir algo cuando Erica lo mandó callar. Algo había llamado su atención.

Le indicó a Patrik con un gesto que la siguiera. Con mucho sigilo, fueron caminando de puntillas hasta las dos personas a las que Erica había visto. Nadie diría que se movían sin hacer ruido. Patrik caminaba entre risitas y estuvo a punto de caerse al tropezar con una maceta, pero el hombre y la mujer que estaban abrazados en un oscuro rincón del jardín no parecían receptivos a las impresiones auditivas.

– ¿Quiénes son esos dos que se besuquean en la oscuridad? -preguntó Patrik estirando el cuello para poder ver mejor. Pero estaban tan abrazados que resultaba difícil verles la cara.

– Tontorrón, es Dan. Y Anna.

– ¿Dan y Anna? -preguntó Patrik con expresión bobalicona-. Vaya, pues no sabía yo que tuviesen interés el uno por el otro.

– ¡Hombres! -resopló Erica en un susurro-. No os dais cuenta de nada. ¿Cómo se te ha podido pasar por alto algo así? ¡Yo sabía que había algo incluso antes de que ellos mismos lo supieran!

– ¿Y a ti te parece bien? Quiero decir, tu hermana y tu ex… -observó Patrik algo preocupado balanceándose un poco mientras volvían al hotel.

Erica volvió la vista atrás, hacia aquella pareja que parecía haber olvidado que existía el mundo.

– ¿Si me parece bien? -sonrió Erica-. Me parece más que bien. Me parece maravilloso.

Dicho esto, se encaminó con su marido a la pista de baile, tiró los zapatos bien lejos y se puso a bailar un rock descalza. Bien entrada la noche, Garage interpretó Wonderful Tonight, la balada con la que siempre se despedían de los novios. Erica se abrazó a Patrik y, con la mejilla en su hombro, cerró los ojos, feliz.

La boda de Patrik fue muy agradable. Una cena exquisita, barra libre y él había causado muy buena impresión en la pista de baile, estaba convencido de ello. Les demostró a los jovenzuelos cómo se hacían las cosas. Aunque ninguna de las damas de la fiesta podía compararse siquiera con Rose-Marie. Mellberg la echó de menos, pero no podía preguntarle a Patrik si podía llevar pareja a tan pocos días de la boda. Había hecho un nuevo intento en la cocina y estaba más que satisfecho con el resultado. Una vez más podría sacar la porcelana de las grandes ocasiones y las velas estaban ya encendidas.

Había esperado aquella cena con ansiosa expectación. Sin embargo, la idea que se le había ocurrido en el banco cuando ordenó la transferencia del dinero del apartamento se le antojaba aún igual de brillante. Claro que quizá fuese un tanto precipitado, pero Rose-Marie y él ya no eran tan jóvenes y, cuando se encontraba el amor a su edad, más valía reaccionar con presteza.

Había invertido mucho tiempo y esfuerzo en meditar sobre cómo hacerlo. Cuando Rose-Marie viese la mesa puesta y la comida, tenía pensado decirle que lo había organizado con un extra de elegancia para celebrar la compra conjunta del apartamento. Funcionaría. No creía que Rose-Marie sospechase nada. Luego, después de unos minutos de angustia, resolvió usar el postre, la mousse de chocolate, como escondite para su pequeña sorpresa. El anillo. El que había comprado el viernes pasado y que le pondría encima de la mesa junto con aquella pregunta que él jamás había formulado en su vida. Mellberg apenas podía contenerse y ardía en deseos de verle la cara. Desde luego, no había escatimado en gastos. Sólo lo mejor era bueno para su futura esposa y estaba convencido de que ella sucumbiría al ver el anillo.

Miró el reloj. Las siete menos cinco. Faltaban cinco minutos para que Rose-Marie llamase a la puerta. Por cierto que debería hacerle una copia de las llaves de inmediato. No podía permitir que su novia llamase a la puerta como un invitado cualquiera.

A las siete y cinco, Mellberg empezó a preocuparse. Rose-Marie era siempre muy puntual. Arregló un poco el mantel, colocó bien las servilletas en las copas, desplazó los cubiertos unos milímetros a la derecha y luego otra vez al lugar de origen.

A las siete y media estaba convencido de que Rose-Marie yacía muerta en una cuneta. Se imaginó que su pequeño vehículo rojo se estrellaba contra un camión, o contra uno de esos jeeps monstruosos que la gente se empeñaba en comprarse y que eran capaces de demoler cuanto se cruzase en su camino. ¿No debería llamar al hospital? Caminaba desesperado de un lado a otro de la sala de estar hasta que se dijo que quizá debería llamarla primero al móvil. Se dio una palmada en la frente. ¿Cómo no lo había pensado antes? Marcó el número, que conocía de memoria, pero quedó atónito al oír el mensaje grabado según el cual «aquel número no correspondía a ningún abonado». Volvió a marcar pensando que se habría equivocado en alguna cifra, pero obtuvo el mismo mensaje por respuesta.

Tendría que llamar a su hermana y preguntarle si ella conocía la razón del retraso. De repente cayó en la cuenta de que no tenía su número. Y de que no tenía la menor idea de cómo se llamaba su hermana. Lo único que sabía era que vivía en Munkedal. ¿O no? En la mente de Mellberg empezó a germinar una idea inquietante. La desechó, se negaba a aceptarla pero, para sus adentros, vio representada a cámara lenta la escena en la que entraba en el banco para ordenar la transferencia. Doscientas mil coronas. Esa, ni más ni menos, era la cantidad que había transferido al número de cuenta que ella le había dado, un número de una cuenta en España. Doscientas mil. Dinero para comprar una participación en un apartamento. Ya no podía quitarse de la cabeza aquella idea. Llamó al número de información telefónica y preguntó si había algún teléfono o alguna dirección a nombre de Rose-Marie, pero no hallaron nada. Desesperado, intentó recordar si había visto alguna prueba, el carné de identidad o algo parecido que pudiese confirmarle que se llamaba como dijo que se llamaba. Con horror creciente, tomó conciencia de que jamás había visto ningún documento. No sabía ni cómo se llamaba, ni dónde vivía ni quién era, ésa era la amarga verdad. Sólo que ahora ella tenía doscientas mil coronas en una cuenta en España. Su dinero.

Como un sonámbulo, se acercó al frigorífico y sacó la mousse de Rose-Marie. Extrajo el anillo, que brillaba a través del chocolate. Mellberg lo sostuvo entre el índice y el pulgar y estuvo un rato contemplándolo. Después, lo dejó sobre la mesa y, entre sollozos, empezó a comerse el postre.

– ¿No ha sido un día fabuloso?

– Ajá… -confirmó Patrik cerrando los ojos. Habían decidido desde el principio no salir de viaje de novios enseguida, sino emprender un viaje algo más largo cuando Maja hubiese cumplido un par de meses más. El primer destino de la lista era Tailandia, por el momento. Sin embargo, les resultaba un tanto extraño volver a lo cotidiano así, sin más. Pasaron el domingo durmiendo, bebiendo agua y hablando del sábado. De modo que Patrik resolvió tomarse el lunes libre. Quería tener la oportunidad de relajarse y digerirlo todo, antes de que lo cotidiano les impusiera de nuevo sus rutinas. Teniendo en cuenta su esfuerzo de las últimas semanas, nadie tuvo nada que objetar al respecto. Y allí estaban, de hecho, abrazados en el sofá, con la casa para ellos solos. Adrian y Emma estaban en la guardería y Anna se había llevado a Maja a casa de Dan para que ellos dos disfrutasen de un día de paz y tranquilidad. Y no es que necesitara ninguna excusa para ir a casa de Dan. Ella y los niños habían pasado con él todo el domingo.

– ¿No sospechaste nada en ningún momento? -le preguntó Erica al verlo inmerso en sus pensamientos.

Patrik comprendió enseguida a qué se refería. Reflexionó un instante, antes de responder.

– No, la verdad es que no sospeché nada. Hanna era simplemente… normal. Sí que noté que algo la apesadumbraba, pero pensé que tendría problemas en casa. Y sí que los tenía, pero no de la naturaleza que nosotros imaginábamos.

– Pero… ¿cómo podían vivir juntos? ¿Siendo hermanos?

– No creo que obtengamos nunca todas las respuestas, pero Martin llamó antes para contarme que ya teníamos los informes de los Servicios Sociales. Después del accidente, su vida de niños de acogida fue un infierno. Imagínate hasta qué punto les afectaría que los secuestraran y los apartaran de su madre primero, y luego, verse obligados a vivir aislados con Sigrid. Aquello debió de dar origen a algo así como un lazo antinatural entre los dos.

– Ya… -respondió Erica, aunque le costaba imaginárselo. Aquello estaba más allá de todo lo… inteligible-. Pero ¿cómo puede nadie hacer convivir dos partes tan opuestas? -preguntó al cabo de unos minutos.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Patrik besándola en la punta de la nariz.

– Pues que no entiendo cómo puede nadie llevar una vida normal, estudiar y hacerse policía y psicólogo, además. Y, al mismo tiempo, vivir con esa… maldad.

Patrik se tomó su tiempo antes de responder. Él tampoco lo comprendía del todo, pero había cavilado mucho al respecto desde el jueves y creía haber llegado a algo parecido a una respuesta.

– Yo creo que es eso, precisamente, son dos partes distintas. La una llevaba una vida normal. A mí me daba la impresión de que Hanna deseaba de verdad trabajar como policía y hacer algo importante. Y era una buena policía. Sin duda. A Lars no lo conocí antes… -Hizo una pausa, antes de proseguir-. Bueno, tengo de él una idea más vaga, pero es obvio que era un hombre inteligente, y creo que él también tenía la intención de vivir una existencia normal. Al mismo tiempo, el secreto que escondían debía de devorarlos por dentro, devoraría su psique. Así que, cuando se toparon con Elsa Forsell en el primer destino de Hanna en Nyköping, fue como el detonante de algo que, en realidad, había estado latente todo el tiempo. Bueno, ésa es mi teoría, pero jamás llegaremos a saberlo.

– Ya… -respondió Erica pensativa-. Eso es lo que yo sentía con mi madre -explicó-. Como si viviese dos vidas separadas. Una con nosotros, con mi padre, con Anna y conmigo, y otra en su cabeza. Y a esa otra, nosotros no teníamos acceso.

– ¿Por eso has decidido investigar?

– Sí -afirmó Erica-. No lo sé, pero tengo el presentimiento de que nos ocultaban algo.

– ¿Y no tienes ni idea de qué puede ser? -Patrik le apartó de la cara un mechón de pelo sin dejar de contemplarla.

– No -respondió Erica-. Y tampoco sé con exactitud por dónde empezar. No queda nada. Ella nunca guardó nada.

– ¿Estás segura? -preguntó Patrik-. ¿Has mirado en el desván? La última vez que estuve allí, había un montón de chismes viejos.

– La mayoría serán de mi padre. Pero… podríamos echarle un vistazo. Por si acaso -dijo con entusiasmo al tiempo que se ponía de pie.

– ¡¿Ahora?! -preguntó Patrik, que no se sentía con ánimo de dejar el calor del sofá para subir a un desván frío y polvoriento y, además, lleno de telarañas. Y no había nada que él odiase más que las arañas.

– Sí, ahora. ¿Por qué no? -insistió Erica, que ya iba camino del piso de arriba.

– Sí, ¿por qué no? -suspiró Patrik levantándose a disgusto. Era lo bastante sensato como para no protestar cuando a Erica se le metía una idea en la cabeza.

Cuando llegaron al desván, Erica lamentó su arrebato durante un segundo. Era innegable: allí no parecía haber más que basura. Pero ya que estaban allí, bien podía echar una ojeada. Se agachó para no golpearse con las vigas y empezó a mover cajas y a abrirlas al azar. Se limpió las manos en el pantalón con cara de asco. Sí que había polvo allí arriba. Patrik también iba mirando aquí y allá. Se le había ocurrido así, sin reflexionar, y ahora dudaba de que diese algún resultado. Seguro que Erica tenía razón. Además, ella conocía mejor a su madre. Si decía que Elsy no había guardado nada… De repente, descubrió algo que llamó su atención. Al fondo del desván, en la parte de techo más bajo, había un viejo baúl.

– Erica, ven aquí.

– ¿Has encontrado algo? -dijo Erica llena de curiosidad y agachándose para acercarse hasta donde estaba Patrik.

– No lo sé -confesó-. Pero este baúl tiene una pinta muy prometedora.

– Puede que perteneciese a mi padre -respondió Erica pensativa, pero algo le decía que no, que aquel cofre no era de Tore. Era de madera, pintado de verde con unas sinuosas guirnaldas de flores ya pálidas por toda decoración. La cerradura se había oxidado, pero el baúl no estaba cerrado con llave, así que levantó la tapa con cuidado. Lo primero que vio fueron dos dibujos infantiles. Al mirarlos más de cerca descubrió que había algo escrito en el reverso: «Erica, 3 de diciembre de 1974», decía en uno. «Anna, 8 de junio de 1980», se leía en el otro. Constató perpleja que era la letra de su madre. Un poco más al fondo halló un montón de dibujos y un buen número de objetos que Anna y ella habían confeccionado en la clase de trabajos manuales, mezclados con artículos de decoración navideña y otros adornos de fabricación casera. Todo aquello de lo que, según ella creía, su madre jamás se ocupó-. Mira -le dijo aún incapaz de dar crédito a lo que veía-. Mira, lo había guardado mi madre…

Fue sacando los objetos uno a uno con sumo cuidado. Era como un azaroso viaje a su propia niñez. Y a la de Anna. Erica sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y Patrik le acarició la espalda.

– Pero ¿por qué? Creíamos que ella no… ¿Por qué?

Se secó las lágrimas con la manga de la camiseta y continuó hurgando en el baúl. Más o menos hacia la mitad, se acabaron los recuerdos infantiles y empezaron a aparecer cosas más antiguas. Aún con la incredulidad en el semblante, Erica sacó un montón de fotografías en blanco y negro y se quedó mirándolas atónita.

– ¿Sabes quiénes son? -preguntó Patrik.

– Ni idea -respondió Erica meneando la cabeza-. Pero puedes apostar el cuello a que lo averiguaré.

Continuó rebuscando ansiosa, pero se quedó rígida cuando notó que su mano tocaba un objeto blando que contenía otro afilado. Con mucho cuidado, fue sacándolo del baúl. Era un trozo de tela mugriento, que algún día fue blanco pero que ahora amarilleaba lleno de feas manchas de óxido. Había algo enrollado en el tejido. Erica abrió despacio el envoltorio y, al ver lo que contenía, se quedó sin aliento. En el interior del rollo de tela había una medalla de cuyo origen no cabía abrigar duda alguna. Allí estaba, la cruz gamada. Sin poder articular palabra, le mostró su hallazgo a Patrik, que tenía los ojos como platos. Miró luego el trozo de tela que se le había caído a Erica en el regazo.

– Erica…

– ¿Sí? -respondió ella con la vista aún fija en la medalla que sujetaba con el índice y el pulgar.

– Creo que deberías mirar esto -observó Patrik.

– ¿Qué? ¿Qué es? -preguntó desconcertada antes de ver lo que Patrik le enseñaba. Hizo lo que le decía. Dejó la medalla nazi y desplegó el retazo de tela. No era un simple trozo de tela, sino una camisita de bebé. Y las manchas marrones no eran de óxido, sino de sangre. Sangre reseca.

¿A quién había pertenecido la camisita? ¿Por qué estaba llena de sangre? ¿Y por qué la había guardado su madre en un baúl en el desván, junto con una medalla de la Segunda Guerra Mundial?

Por un segundo, sopesó la posibilidad de devolverlo todo al baúl y cerrar la tapa.

Pero, al igual que Pandora, era demasiado curiosa para dejar la tapa cerrada. Tenía que buscar la verdad. Cualquiera que ésta fuese.

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