– Hola, Kerstin -dijo al tiempo que apagaba el motor.

Los remordimientos, que llevaban una semana atormentándolo, lo azotaron de la forma más virulenta. Había dejado de lado la investigación de la muerte de Marit para dedicarse al asesinato de Lillemor. En realidad, no lo hizo de forma consciente. Simplemente, se dio así cuando, tras la muerte de la muchacha, los medios empezaron a ejercer una presión desmedida. Con gesto contrito, escuchó lo que le decía Kerstin, antes de responder:

– Pues… por desgracia, no hemos podido averiguar mucho todavía.

– Es cierto, pero no vamos a dejar de centrarnos en Marit, naturalmente.

Una vez más, esbozó una mueca de disgusto al oírse mentir de aquel modo. Pero lo único que podía hacer ahora era tratar de recuperar el tiempo perdido. Después de colgar, se quedó un rato pensando, marcó un número y, cuando atendieron la llamada, estuvo hablando durante cinco minutos con una persona que se mostró extremadamente confundida al oír lo que Patrik le decía. Después, algo más animado, puso rumbo a Gotemburgo.

Dos horas más tarde, giró para detenerse en el laboratorio de criminalística de Gotemburgo. No tardó en encontrar el despacho de Pedersen y, una vez delante de la puerta, dio unos golpecitos discretos. Patrik y Pedersen solían comunicarse por fax o por teléfono, pero, en esta ocasión, el forense había insistido en que deseaba sacar las conclusiones él mismo. Patrik sospechaba que el enorme interés de los medios por el caso había inducido a los jefes a procurar que nada quedase a merced del azar.

– ¡Hola! ¡Cuánto tiempo sin vernos! -exclamó Pedersen cuando Patrik abrió la puerta. Se levantó y fue a estrecharle la mano.

– Pues sí, sí que hace, sí, desde la última vez que nos vimos, porque en lo que a hablar se refiere, lo hacemos cada vez con más frecuencia. Por desgracia, podría añadirse… -respondió Patrik al tiempo que se sentaba en la silla para las visitas, que estaba delante de la gigantesca mesa de escritorio de Pedersen.

– Ya, no puede decirse que yo llame para dar buenas noticias, desde luego.

– No, pero sí son importantes -se apresuró a puntualizar Patrik.

Pedersen respondió con una sonrisa. Era un hombre alto y delgado, pero daba muestras de un carácter afable que contrastaba radicalmente con la brutalidad que veía en su profesión. A juzgar por sus gafas, que llevaba en la punta de la nariz, y por el pelo canoso siempre enmarañado, aunque en distinto grado, cualquier observador podía pensar que era un hombre distraído y poco exhaustivo. Sin embargo, aquello estaba tan lejos de la verdad como pudiera imaginarse. Los documentos que tenía en la mesa estaban ordenados en pulcros montones, en tanto que las carpetas y los archivadores se hallaban cuidadosamente etiquetados y colocados en las estanterías. Pedersen prestaba mucha atención a los detalles. Sacó un montón de papeles y los revisó un poco antes de alzar la vista y tomar la palabra.

– No cabe la menor duda de que la chica murió estrangulada. Se aprecian fracturas en el hioides y en las astas mayores del cartílago tiroideo. Sin embargo, no presenta las hendiduras que dejaría una cuerda, sólo las contusiones a ambos lados del cuello, que coinciden con un par de manos. -Puso delante de Patrik una fotografía ampliada y señaló las magulladuras a las que se refería.

– ¿Insinúas que alguien la estranguló con sus propias manos?

– Sí -respondió Pedersen lacónico. El forense sentía siempre una empatía inmensa con las víctimas que terminaban en su mesa de autopsias, pero su tono de voz rara vez lo dejaba traslucir-. Otro indicio de que hubo estrangulamiento es que presentaba una serie de petequias, es decir, pequeñas manchas cutáneas provocadas por la efusión interna de sangre, tanto en las membranas de los ojos como en la piel circundante.

– ¿Se precisa mucha fuerza física para estrangular a alguien de ese modo? -A Patrik le costaba apartar la vista de la fotografía que representaba a una Lillemor pálida, levemente azulada.

– Más de lo que la gente cree. Estrangular a una persona lleva bastante tiempo y hay que mantener la garganta fuertemente agarrada. Pero, en este caso… -Pedersen sufrió un ataque de tos y se volvió un momento, antes de continuar- En este caso, el asesino se lo puso algo más fácil.

– ¿Qué quieres decir? -Patrik se inclinó hacia delante, cada vez más interesado. Pedersen hojeó los folios que tenía delante hasta que encontró el párrafo que buscaba.

– Aquí. Encontramos restos de somníferos en su sistema circulatorio. Lo más probable es que la durmieran primero y la estrangularan después.

– Joder -dijo Patrik mirando una vez más la foto de Lillemor.

– ¿Pudisteis averiguar cómo ingirió los somníferos? Quiero decir si los mezclaron con algo.

Pedersen negó con un gesto.

– El contenido de su estómago era como un cóctel diabólico. No tengo ni idea de lo que bebió, pero olía claramente a alcohol. Yo diría que estaba muy ebria en el momento de su muerte.

– Sí, bueno, se corrieron una buena juerga aquella noche, según supimos después. ¿Es posible que le administraran el somnífero en alguna de las bebidas que tomó?

Pedersen alzó los brazos con gesto impotente.

– Imposible decirlo con seguridad, pero, desde luego, es una posibilidad.

– Vale, en resumidas cuentas, la durmieron y la estrangularon. De eso estamos seguros. ¿Encontraste alguna otra cosa de interés?

Pedersen volvió a repasar sus documentos.


– Sí, se aprecian otras lesiones. Parece haber recibido golpes en el torso, y una mejilla presentaba un hematoma subcutáneo, como si le hubieran propinado una bofetada tremenda.

– Bueno, eso encaja con lo que sabemos que ocurrió aquella noche -respondió Patrik ceñudo.

– También tenía varios cortes profundos en las muñecas. Debió de sangrar mucho.

– Cortes en las muñecas… -repitió Patrik, que no había reparado en ellos cuando la vio en el camión de la basura. Claro que no fue capaz de examinarla a fondo. Le echó un vistazo y luego se dio la vuelta rápidamente. Aquellos datos eran sin duda muy interesantes-. ¿Qué puedes decir de los cortes?

– No mucho.

Pedersen se pasó la mano por el pelo y se lo revolvió un poco más. Patrik experimentó una sensación de déjà vu: ésa era la imagen que el espejo le devolvía a él últimamente.

– Sin embargo, el modo en que se practicaron me hace pensar que no son autoinfligidos. Ya sabes que es una práctica muy popular, sobre todo entre las adolescentes.

Patrik recordó enseguida la imagen de Jonna en la sala de interrogatorios. Los brazos plagados de heridas, desde la muñeca hasta el codo. En su mente empezó a cobrar forma una idea, pero se encargaría de ello más tarde.

– ¿Y la hora? -preguntó Patrik-. ¿Podrías decir cuándo murió aproximadamente?

– Como ya sabes, yo no me dedico a una ciencia muy exacta, pero la temperatura de su cuerpo en el momento del hallazgo indica que murió durante la noche. En torno a las tres o las cuatro, diría yo basándome en mi experiencia.

– Vale -respondió Patrik con expresión meditabunda. No se molestó en tomar notas, ya que sabía que Pedersen le facilitaría una copia del resultado de la autopsia-. ¿Algo más? -preguntó, y él mismo percibió el tono esperanzado de su voz. La semana anterior anduvieron tanteando a ciegas, ningún dato concreto hizo avanzar la investigación, así que ahora confiaba en obtener cualquier cosa, por nimia que fuera.

– Sí, recogimos unos pelos muy interesantes que tenía en la mano. Supongo que el asesino le quitó la ropa para eliminar posibles huellas, pero no cayó en la cuenta de que ella se había agarrado a algo, seguramente en el momento de morir.

– Eso significa que los pelos no pueden proceder del camión, ¿no es así?

– No, sobre todo teniendo en cuenta que los tenía bien cogidos, en el interior del puño cerrado.

– ¿Y? -Patrik sentía el calor de la impaciencia. Por la expresión de Pedersen, adivinó que aquello era un buen hallazgo, que por fin podrían trabajar con algo concreto-. ¿Qué pelos eran?

– Bueno, la verdad es que no me he expresado con exactitud. Son pelos de un perro. De un galgo español, para ser exactos. Según el informe… -dijo poniendo ante Patrik el documento con los resultados del laboratorio científico que, por fortuna, ocultaron la fotografía de Lillemor.

– ¿Pueden asociarse a un perro en concreto?

– Sí y no -respondió Pedersen moviendo la cabeza algo compungido-. El ADN de los perros es tan específico e identificable como el de los seres humanos. Ahora bien, exactamente igual que en el caso de las personas, es preciso que el pelo contenga el folículo piloso del que obtener el ADN. Y cuando se les cae el pelo, el folículo no suele ir con él. En este caso, no había folículos. Pero, por otro lado y por suerte para vosotros, el galgo español es una raza poco común y sólo hay en torno a doscientos ejemplares en toda Suecia.

Patrik lo contemplaba lleno de admiración.

– ¿Y tú sabes todas esas cosas así, sin más? ¿Qué clase de formación recibís vosotros, eh?

Pedersen rompió a reír.

– Sí, después de las series de C.S.I., nuestra fama ha mejorado mucho, desde luego. ¡Todo el mundo cree que nada tiene secretos para nosotros! Pero, por desgracia, debo decepcionarte. Resulta que mi suegro es una de esas doscientas personas que poseen un galgo español. Y cada vez que nos vemos, me veo obligado a escuchar todo lo que sabe sobre el maldito perro.

– Sí, bueno, eso me suena. No por la familia de mi actual pareja. Por desgracia, sus padres murieron en un accidente de coche hace unos años, pero sí por el padre de mi ex mujer. En su caso, siempre andaba dando clases magistrales sobre automóviles.

– Ya, es que los suegros suelen tener sus cosas… Pero también a nosotros nos pasará, a su debido tiempo -rió Pedersen antes de adoptar de nuevo una expresión grave-. Si tienes preguntas sobre los pelos de perro que hemos encontrado, puedes hablar directamente con el laboratorio. Yo no sé más de lo que dicen estos documentos, y pensaba darte una copia.

– Estupendo -respondió Patrik-. Sólo tengo una pregunta más que hacer. Deduzco que no existe el menor indicio de agresión sexual en relación con la muerte de Lillemor, ¿es así? ¿No hay señales de violación ni nada parecido?

Pedersen negó con la cabeza.

– No, no existen indicios que apunten a nada de eso. Con ello no quiero decir que el asesinato no tenga implicaciones sexuales de todos modos, pero no hay pruebas que lo corroboren.

– Bien, gracias -contestó Patrik poniéndose en pie.

– ¿Cómo lleváis el otro caso? -quiso saber Pedersen de pronto, a lo que Patrik se desplomó de nuevo en la silla. Tenía los remordimientos escritos en la cara.

– Pues… por desgracia, ha quedado en un segundo plano -confesó abatido-. Ha sido tal el caos que han organizado la televisión y los periódicos, y los jefes llamando cada cinco minutos para preguntar si habíamos descubierto algo que… sintiéndolo mucho, lo hemos dejado prácticamente aparcado. Pero no se quedará así. A partir de ahora, le daré otro giro al asunto.

– En fin, quienquiera que lo haya hecho, debe pagar por ello. Jamás he visto nada parecido, y se precisa una buena dosis de frialdad para quitarle la vida a alguien de esa manera.

– Sí, lo sé -respondió Patrik apesadumbrado. Recordó la voz de Kerstin cuando habló con ella por teléfono hacía tan sólo un par de horas, una voz muerta, desesperanzada. No podía perdonarse haber relegado la investigación de la muerte de Marit-. Pero, ya te digo, a partir de ahora cambiaré las prioridades. Creo que hoy mismo obtendré algunas respuestas en relación con ese caso. -Se levantó, cogió el montón de documentos que le entregaba Pedersen y le dio las gracias con un apretón de manos.

Ya en el coche, puso rumbo al lugar donde esperaba obtener más respuestas. O, al menos, más interrogantes.

Te dio Pedersen alguna información relevante?

Martin escuchaba y tomaba notas mientras Patrik le resumía lo que Pedersen le había revelado.

– Oye, lo de los pelos de perro es muy interesante. Es algo concreto sobre lo que indagar -opinó Martin, y volvió a prestar atención.

– …

– ¿Cortes? Sí, ya, me figuro lo que estás pensando. Hay una persona que, de pronto, despierta más interés.

– …

– ¿Interrogarla de nuevo? Sí, por supuesto. Avisaré a Hanna e iremos a buscarla. Cuenta con ello.

Martin se despidió con un simple «adiós», colgó y se quedó pensando un rato, hasta que fue a buscar a Hanna.

Media hora más tarde, exactamente, se hallaban de nuevo en la sala de interrogatorios, con Jonna sentada al otro lado de la mesa. No tuvieron que ir muy lejos para dar con ella, pues se encontraba en su puesto de trabajo, en Hedemyrs, justo enfrente de la comisaría.

– Verás, Jonna, ya estuvimos hablando contigo de la noche del viernes, pero ¿hay algo que quisieras añadir al respecto?

Martin vio con el rabillo del ojo que Hanna clavaba la mirada en Jonna. Tenía la capacidad de adoptar una expresión tan severa que incluso él sentía deseos de confesarle todos sus posibles pecados. Martin esperaba que surtiese el mismo efecto sobre la muchacha que ahora tenían delante. Pero Jonna apartó la vista, se concentró en la mesa y emitió un murmullo apenas audible por toda respuesta.

– ¿Qué has dicho, Jonna? Tendrás que hablar más claro, ¡no hemos oído lo que has dicho! -exclamó Hanna apremiante. Martin se percató de que Jonna se sintió obligada a levantar la vista ante la crudeza de su colega. Resultaba imposible no obedecer las órdenes de Hanna.

En voz baja, aunque ya con más claridad, Jonna se avino a responder.

– Ya he dicho todo lo que sé sobre la noche del viernes.

– No lo creo -replicó Hanna con una voz tan cortante como las cuchillas que Jonna usaba para herirse-. No creo que hayas contado ni una mínima parte de lo que sabes.

– No sé qué insinúa -insistió Jonna tironeándose de las bocamangas de forma compulsiva y nerviosa. Martin se estremeció al atisbar las cicatrices bajo el jersey. Sencillamente, no lo entendía. Se le escapaba por completo que alguien fuese capaz de autolesionarse de aquel modo.

– ¡No nos mientas! -Hanna elevó el tono de voz y el propio Martin dio un respingo en la silla. Joder, qué dura era Hanna.

Su colega continuó, aunque en un tono más bajo e insidioso.

– Jonna, sabemos que mientes. Tenemos pruebas que indican que mientes. Date una oportunidad y cuéntanos lo que ocurrió.

Una sombra de duda recorrió el semblante de Jonna, que no cesaba de tirarse del gran jersey de lana. Tras unos segundos de vacilación, la joven declaró:

– No tengo ni idea de lo que dicen.

La mano de Hanna aporreó contundente la superficie de la mesa.

– ¡Deja de mentir! Sabemos que le cortaste las muñecas.

Los ojos de Jonna buscaron inquietos los de Martin, que, con un tono de voz más apacible, la animó a que hablase.

– Jonna, si sabes algo más, deberíamos tener conocimiento de ello. La verdad suele salir a la luz tarde o temprano de todos modos y, si nos das una explicación de lo ocurrido, lo tendrás mucho más fácil.

– Pero es que… -Jonna miraba a Martin angustiada, pero finalmente, se vino abajo-. Sí, le corté las muñecas con una cuchilla -dijo en voz muy baja-. Cuando discutimos, antes de que echara a correr.

– ¿Y por qué lo hiciste? -preguntó Martin sereno, alentándola a continuar.

– Pues… pues… En realidad, no lo sé. Estaba tan cabreada. Ella había ido diciendo un montón de cosas sobre mí, porque me cortaba y eso, y quería que supiera lo que se sentía.

La joven miraba alternativamente a Martin y a Hanna.

– No comprendo por qué… Bueno, es que yo no me enfado nunca de ese modo, pero había bebido bastante y… -guardó silencio y bajó la vista.

Todo su ser parecía hundido y deprimido hasta el punto de que Martin tuvo que reprimirse para no acercarse a la joven y darle un abrazo. Pero se recordó a sí mismo que estaban interrogándola por un caso de asesinato y que si empezaban a repartir abrazos espontáneos entre los sospechosos, daría lugar a algún que otro malentendido. Miró a Hanna de soslayo. Tenía una expresión rígida e inaccesible, como si no sintiese la menor compasión por la muchacha.

– ¿Qué ocurrió después? -preguntó con acritud.

Jonna respondió sin levantar la vista de la mesa.

Entonces fue cuando llegaron ustedes. Usted se puso a discutir con los otros y usted a hablar con Barbie -dijo Jonna mirando a Hanna.

Martin se dirigió a la colega.

– ¿Tú la viste sangrar?

Hanna hizo memoria, pero al cabo de un rato, meneó la cabeza.

– No, admito que se me escapó ese detalle. Estaba oscuro y la chica se rodeaba el cuerpo con los brazos, así que no resultaba fácil de ver. Y luego salió corriendo y desapareció.

– ¿Hay algo más que no nos hayas contado? -preguntó Martin en tono amable, al que Jonna respondió con una mirada sumisa y llena de gratitud.

– No, nada. Lo prometo. -Subrayó sus palabras negando vehementemente con la cabeza y un mechón de su larga melena le cayó en la cara. Cuando fue a retirárselo, vieron el mapa de cicatrices que era su brazo. Martin quedó sobrecogido sin remedio. ¡Dios santo! ¡Cuánto dolor le habrían causado aquellas heridas! El apenas era capaz de quitarse una tirita siquiera y la idea de cortar su propia piel… no, jamás se atrevería.

Tras lanzar una mirada inquisitiva a Hanna, que respondió negando en silencio, recogió los documentos que tenía sobre la mesa.

– Creo que volveremos a hablar contigo, Jonna -repuso al fin-. No creo que haga falta decir que haber ocultado información en una investigación de asesinato no te favorece lo más mínimo. Confío en que si recuerdas u oyes algo más, vengas a comunicárnoslo voluntariamente.

La joven asintió despacio.

– ¿Puedo irme ya?

– Sí, ya puedes marcharte -respondió Martin-. Yo te acompaño.

Cuando salía, Martin se volvió a mirar a Hanna, que estaba trajinando con la grabadora. Su colega parecía serena.

Tuvo que dar algunas vueltas hasta encontrar la dirección en Boras. Le habían explicado cómo llegar a la comisaría, pero, una vez en la ciudad, nada parecía encajar con las instrucciones. Gracias a la ayuda de varios viandantes oriundos de la ciudad, logró por fin encontrar lo que buscaba. Aparcó fuera y, tras una breve espera en recepción, salió a recibirlo el comisario Jan Gradenius, quien lo condujo a su despacho. Patrik aceptó agradecido una taza de café y se sentó en una de las sillas para las visitas, mientras que Gradenius ocupaba su lugar detrás del escritorio. El comisario lo miraba lleno de curiosidad.

– Sí -comenzó Patrik dando un sorbo del café, que estaba realmente bueno-. Verás, es que se nos ha presentado un caso un tanto extraño en Tanumshede.

– ¿Aparte del asesinato de la chica del programa televisivo?

– Exacto -respondió Patrik-. Resulta que nos avisaron de un accidente de tráfico justo la semana anterior al asesinato de Lillemor Persson. Una mujer se había salido de la carretera, cayó por una pendiente y chocó contra un árbol. En un principio, se trataba de un accidente con un solo vehículo implicado y con resultado de muerte, hipótesis que se veía reforzada por el hecho de que la mujer parecía haber bebido una barbaridad.

– Ajá, ¿pero no era así? -preguntó Gradenius, inclinándose lleno de curiosidad. A juzgar por su aspecto, el comisario rondaba los sesenta años, era alto y musculoso y lucía una frondosa cabellera gris que, seguramente, habría sido rubia en su juventud. Patrik no pudo por menos de comparar su incipiente barriga con el vientre plano que exhibía su colega, y pensó que, si la cosa no evolucionaba en otro sentido, cuando alcanzase la edad de Gradenius se parecería más bien a Mellberg. Suspiró para sus adentros y tomó otro trago de café, antes de responder a la pregunta del colega.

– No, la primera señal de que algo no encajaba fue que todas las personas del entorno de la víctima aseguraban que jamás probaba el alcohol. -Patrik vio que, por alguna razón, Gradenius enarcaba una ceja, pero continuó con su explicación sin más, pensando que luego le tocaría el turno al comisario-. Esa declaración unánime constituyó una señal de alarma innegable. Más tarde, cuando la autopsia aportó evidencias de ciertas circunstancias extrañas… bueno, al final llegamos a la conclusión de que la víctima había muerto asesinada. -El propio Patrik oyó lo árido e impersonal que sonaba el lenguaje policial a la hora de describir lo que, en el fondo, era una tragedia. Sin embargo, era el lenguaje que ambos dominaban y cuyos matices captaban a la perfección.

– Y ¿qué evidencias aportó la autopsia? -preguntó Gradenius sin apartar la vista de Patrik y como si ya conociese la respuesta.

– Que la víctima tenía una tasa del seis coma uno por ciento de alcohol en sangre, aunque gran parte se hallaba en los pulmones. Además, presentaba lesiones y contusiones en el interior de la boca y en la garganta y, también alrededor de la boca, restos de cinta adhesiva. Además, tenía marcas en las muñecas y en los tobillos, lo que indica que la tuvieron atada.

– Sí, me suena todo eso que dices -aseguró Gradenius sacando una carpeta que tenía sobre la mesa-. Pero ¿cómo llegaste a mí con esa historia?

Patrik rió de buena gana.

– Exceso de celo en el archivo de la documentación, según uno de mis colegas. Tú y yo asistimos al seminario celebrado en Halmstad hace un par de años. Uno de los talleres consistía en presentar y discutir en cada grupo un caso dudoso. Algún caso con respecto al cual quedasen cuestiones sin resolver y que no se hubiese podido seguir investigando. Tú presentaste entonces el caso que me recordó al que ahora nos ocupa a nosotros. Además, había conservado las notas que tomé entonces, de modo que, antes de llamarte, comprobé que la memoria no me engañaba.

– Vaya, he de decir que no está nada mal que te acordaras de aquello. Y es una suerte para ti y para nosotros. Se trata de un caso que lleva años atormentándome, pero la investigación se estancó por completo. Puedes disponer de toda la información que tenemos y viceversa, quizá.

Patrik asintió y cogió la carpeta que le ofrecía Gradenius.

– ¿Puedo llevarme estos documentos?

– Por supuesto, son copias -aseguró Gradenius-. ¿Quieres que lo repasemos todo juntos?

– Antes quisiera estudiarlo por mi cuenta. Luego puedo llamarte por teléfono, si te parece. Lo más seguro es que tenga un montón de preguntas que hacerte. Y me encargaré de que te envíen lo antes posible una copia de nuestro material. Intentaré que salga mañana mismo.

– Me parece bien -convino Gradenius poniéndose en pie-. Sería estupendo poder ponerle fin a esto. La madre de la víctima estaba… destrozada. Y supongo que, en cierto modo, aún lo está. Todavía me llama de vez en cuando y sería perfecto disponer de alguna información que darle.

– Haremos todo lo que podamos -respondió Patrik estrechándole la mano. Con la carpeta bien pegada al pecho, se encaminó a la salida. No veía el momento de llegar a casa y ponerse a leer aquella documentación. Tenía el presentimiento de que aquello supondría un giro en la investigación. Tenía que ser así.

Lars se derrumbó en el sofá y puso los pies sobre la mesa que tenía delante. Llevaba un tiempo sintiéndose tan cansado… Siempre oprimido por ese cansancio paralizante que lo embargaba negándose a ceder. También las cefaleas se presentaban cada vez con más frecuencia. Era como si cada uno tuviese su origen en el otro: el cansancio en el dolor de cabeza, el dolor de cabeza en el cansancio, en una espiral interminable que lo abatía cada vez más. Se masajeó despacio las sienes y la presión mitigó el dolor levemente. De pronto sintió las manos frescas de Hanna sobre las suyas. Lars las dejó caer sobre sus rodillas, se retrepó y cerró los ojos. Los dedos de ella siguieron masajeándole la cabeza. Hanna había practicado tanto últimamente que sabía muy bien lo que tenía que hacer.

– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó con dulzura mientras movía los dedos.

– Bien -respondió Lars, sintiendo cómo la inquietud de Hanna se infiltraba en su pecho y se quedaba allí, irritante. No quería que Hanna se preocupase. Detestaba que Hanna se preocupase.

– Pues no lo parece -objetó Hanna acariciándole la frente. La caricia en sí fue muy agradable, pero a Lars le resultaba imposible relajarse, ya que sentía flotar en el aire las preguntas que ella no formulaba. Irritado, le apartó las manos y se levantó.

– Te digo que estoy bien. Sólo un poco cansado. Será la primavera.

– La primavera… -dijo Hanna con una risa tan amarga como irónica-. ¿Culpas a la primavera? -preguntó sin moverse de detrás del sofá.

– Pues sí, ¿a qué demonios le voy a echar la culpa si no? Bueno, quizá a que llevo un tiempo trabajando como una máquina, no sólo con el libro, sino también intentando que los imbéciles de la granja no se desmadren.

– Vaya, ¡qué manera más respetuosa de hablar de tus clientes! O de tus pacientes… Y a ellos, ¿les has explicado que te parecen unos imbéciles? Me imagino que eso facilita la terapia un montón.

Hablaba presa de una crispación manifiesta, que dirigió contra Lars con la intención de que sintiera su aguijón. Él no comprendía por qué Hanna actuaba así. ¿Por qué no podía dejarlo en paz? Lars estiró el brazo en busca del mando del televisor y se sentó de nuevo en el sofá, de espaldas a Hanna. Tras cambiar varias veces de canal, se detuvo en el programa Jeopardy, para medir sus conocimientos con los participantes. Hasta ahora, siempre había sabido las respuestas.

– Y ¿de verdad tienes que trabajar tanto? Y además, ¡con eso! -añadió Hanna. Todo lo que no decían cargaba de tensión el ambiente.

– Bueno, supongo que no tengo ninguna obligación -respondió Lars con el íntimo deseo de que Hanna guardase silencio por fin. A veces se preguntaba si Hanna lo comprendía siquiera. Si entendía todo lo que hacía por ella. Se volvió y dirigió la mirada hacia su mujer-. Hanna, hago lo que tengo que hacer. Como siempre. Y tú lo sabes.

Sus miradas se cruzaron un instante. Luego, Hanna se dio media vuelta y se marchó. Él la siguió con la mirada. Un minuto después, oyó que salía y cerraba la puerta.

El programa Jeopardy seguía haciendo sus preguntas en la televisión.

– «¿Qué es El viejo y el mar?» -oyó preguntar al presentador. Eran unas preguntas demasiado fáciles.

Bueno, ¿y qué os está pareciendo el programa, chicas? -preguntó Uffe al tiempo que abría unas cervezas para las muchachas, que las aceptaron entre risitas.

– Divino -dijo la rubia.

– De puta madre -opinó la de cabello castaño.

Calle se dijo que, precisamente aquella noche, no tenía ninguna gana. Uffe se había llevado dentro a dos de las chicas que andaban merodeando delante de la granja y ahora desplegaba con ellas su gran ofensiva de seducción… en la medida de sus posibilidades. La seducción no era su fuerte, precisamente.

– A ver, ¿quién os parece más guapo? -Uffe le pasó el brazo por los hombros a la rubia y se le acercó un poco más-. Yo, ¿verdad? -Se rió y le hizo cosquillas a la chica en el costado, a lo que ella respondió con una risita complacida. Animado por la reacción, continuó-: Bueno, la verdad es que no tengo competencia digna de mención. Aquí soy el único que es un hombre de verdad. -Empinó la botella para tomar un trago de cerveza, y señaló luego con ella en dirección a Calle-. Mira ése, por ejemplo. El típico ligón que se pasea por la plaza de Stureplan, con el pelo engominado y todo el equipo. Nada que les interese a unas chicas diez como vosotras. Lo único que sabe hacer es sacar la Visa de su papá, ¿sabéis? -Las chicas volvieron a reír y Uffe prosiguió-: Luego está Mehmet -dijo señalando a éste, que estaba leyendo tumbado en su cama-. Os juro que es lo opuesto a un ligón. Un verdadero currante negro. El sabe cómo mantenerse en la brecha, pero claro, es obvio que no hay carne como la sueca. -Tensó los músculos, antes de intentar meter la mano bajo el jersey de la rubia, pero la joven adivinó la maniobra y, tras una angustiosa mirada a la cámara que los enfocaba, apartó la mano de Uffe discretamente. Uffe pareció contrariado un instante, pero no tardó en reponerse del fracaso. A las chicas siempre les llevaba un rato olvidarse de las cámaras, pero luego todo iría sobre ruedas. Su objetivo aquellas semanas era poder cabalgar un poco -o un mucho, más bien- bajo las sábanas y en directo. Joder, que eso lo convertía a uno en leyenda. En la isla estuvo muy cerca. Si aquella mema de Jokkmokk hubiese estado un poquito más borracha, le habría salido bien. Aquel recuerdo aún lo atormentaba, y estaba ansioso de tomarse la revancha.

– Mierda, Uffe, ¿no podemos simplemente tomárnoslo con calma? -Calle notaba que se iba indignando por momentos.

– ¿Cómo que tomárnoslo con calma? -Uffe volvió al ataque con la mano y, en esta ocasión, llegó un poco más lejos-. No estamos aquí para tomárnoslo con calma. Y yo que creía que tú eras el marchoso por excelencia… ¿Es que has perdido el brío? ¿O sólo te va la marcha de Stureplan? -preguntó Uffe en tono hiriente.

Calle miró a Mehmet, para ver si recibía algo de apoyo por su parte, pero éste parecía totalmente absorto en su libro de ficción. Una vez más, tomó conciencia de lo harto que estaba de aquella porquería. Ni siquiera sabía por qué aceptó al principio. El programa Robinson fue otra cosa, pero aquello… Verse allí encerrado con semejantes imbéciles. Con un gesto altanero, se colocó los auriculares, se tumbó boca arriba y se puso a escuchar música en el iPod. Subió el volumen bien alto, para no tener que oír el parloteo de Uffe, y dio rienda suelta a sus pensamientos. Pero éstos lo retrotrajeron implacables a un tiempo pasado. En primer lugar, los recuerdos más remotos, imágenes de su niñez, granulados y entrecortados, como si se tratase de una reproducción en súper 8. El, corriendo hacia su madre, que lo aguardaba con los brazos abiertos. El olor de su pelo, mezclado con un aroma a hierba, a verano. La sensación de seguridad total que le proporcionaba aquel abrazo. También veía reír a su padre. Y cómo los contemplaba con una mirada llena de amor. Y, pese a todo, siempre yéndose, siempre camino de otro lugar. Nunca tenía tiempo de quedarse y participar de su abrazo. Nunca tenía tiempo de oler él también la cabellera de su madre. Ese olor a Timotei que su nariz aún podía evocar perfectamente.

Luego, la película avanzaba. Hasta que se detenía en seco. La imagen se volvía nítida de pronto. Máxima definición. La imagen de sus pies, lo primero que vio cuando abrió la puerta de su habitación. El tenía trece años. Hacía ya mucho que no corría a refugiarse en su regazo. Habían sucedido muchas cosas. Y muchas otras habían cambiado.

Recordaba que gritó, preguntando un tanto irritado por qué no contestaba. Y cuando abrió la puerta sintió que lo recibía un silencio atronador y la gélida sensación que le invadió el estómago le dijo que algo andaba mal. Muy despacio, se acercó hasta ella. Parecía estar dormida. Se hallaba tendida boca arriba en la cama; el pelo, que llevaba largo cuando él era pequeño, ahora era corto. Se apreciaban grabados en su rostro surcos de cansancio, de amargura. Durante un segundo, creyó que dormía. Que dormía profundamente. Luego vio el frasco de pastillas vacío en el suelo, junto a la cama. Se le había caído de la mano cuando las pastillas empezaron a surtir efecto y ella pudo huir de una realidad que ya no era capaz de controlar.

Desde aquel día, él y su padre vivieron uno junto al otro en muda enemistad. Jamás hablaron de ello. Jamás mencionaron el hecho de que la nueva mujer de su padre se mudase a vivir con ellos tan sólo una semana después del entierro de su madre. Nadie trajo a colación ni sacó a relucir la verdad de las duras palabras que condujeron al final. Nadie habló de cómo su madre se vio apartada, rechazada con una ligereza no fingida, sino auténtica. Como un abrigo viejo que se cambia por uno nuevo.

En cambio, habló el dinero. A lo largo de los años, fue creciendo hasta convertirse en una deuda ingente, una deuda de conciencia que no parecía tener fondo. Calle lo aceptaba en silencio e incluso lo exigía a veces, pero sin nombrar lo que ambos sabían era la fuente de todo. Aquel día. El día en que el vacío resonaba en la casa. El día que él llamó a su madre pero ella no respondió.

La película se rebobinaba, lo arrastraba consigo hacia atrás, cada vez más deprisa, hasta que la imagen granulada y entrecortada volvía a su retina. En su memoria, él corría en dirección a los brazos abiertos de su madre.

Quisiera celebrar una reunión a las nueve. ¿Puedes comprobar si los demás también podrían? En el despacho de Mellberg.

– Pareces cansado. ¿Has pasado la noche de juerga? -Annika lo miraba por encima de las gafas para el ordenador. Patrik sonrió, pero la sonrisa no halló eco en sus ojos fatigados.

– Si al menos fuese por eso. No, me he pasado media noche en vela, revisando informes y otros documentos. Y por eso hemos de reunimos.

Se encaminó a su despacho y miró el reloj. Las ocho y diez. Estaba tan hecho papilla que sentía arenilla en los ojos, después de tanto leer y tan poco dormir. Pero aún le quedaban cincuenta minutos para ordenar sus pensamientos, antes de exponerles a sus colegas lo que había encontrado.

Los cincuenta minutos pasaron demasiado rápido. Cuando entró en el despacho de Mellberg, los halló a todos congregados. A Mellberg lo había puesto en antecedentes por teléfono aquella mañana, mientras se dirigía a la comisaría, de modo que el jefe tenía una idea aproximada de lo que Patrik iba a presentarles. Los demás lo miraban inquisitivos, pero también un tanto esperanzados.

– Últimamente nos hemos centrado demasiado en la investigación del asesinato de Lillemor Persson, en detrimento de la investigación de la muerte de Marit Kaspersen.

Hablaba de pie, de espaldas a la mesa de Mellberg y junto al bloc gigante, y dedicó a todos los presentes una mirada grave. No faltaba nadie. Allí estaba Annika, lápiz en mano, tomando notas como de costumbre. Martin estaba a su lado, con la roja cabellera totalmente revuelta. Sus pecas destacaban en contraste con la piel, aún marcada por la palidez del invierno, y esperaba ansioso a oír lo que Patrik tuviese que decirles. Junto a Martin estaba Hanna, tranquila, fría y serena, tal y como la habían visto durante las dos semanas que llevaba trabajando con ellos. Patrik reflexionó brevemente sobre lo bien que se había adaptado al grupo. Tanto que tenía la sensación de que llevase allí mucho más tiempo. Y Gösta, como siempre, hundido en la silla. No había en su mirada indicios de que tuviese gran interés por aquello y más bien parecía desear hallarse en cualquier otro lugar, con tal de no estar allí. Pero ésa era la impresión que causaba Gösta fuera del campo de golf, se dijo Patrik irritado. Mellberg, en cambio, había inclinado su obesa anatomía, en señal de que pensaba prestarle a Patrik todo su interés. Ya estaba al corriente de adonde conducirían las conclusiones de Patrik y ni siquiera él pudo ignorar la existencia de las conexiones que su subordinado le había expuesto aquella mañana. Ahora sólo faltaba revelárselas a los colegas de un modo ordenado y metódico, para que pudieran seguir adelante con la investigación.

– Como sabéis, en un primer momento tomamos la muerte de Marit por un accidente. Pero la investigación de la policía científica y la autopsia demostraron que no fue así. La habían atado, le metieron en la boca y hasta la garganta algún objeto y luego le hicieron tragar grandes cantidades de alcohol. Ésa fue, por cierto, la causa de la muerte. Después, el asesino, o los asesinos, la montaron en su coche e intentaron hacer que pareciera un accidente. Y poco más sabemos. Aunque tampoco hemos realizado ningún esfuerzo digno de mención por seguir indagando al respecto, puesto que la investigación más… -Patrik buscaba el adjetivo adecuado-… televisiva ha reclamado toda nuestra energía y nos ha obligado a dividir nuestros recursos de un modo que, tras haber reflexionado un poco, me parece bastante desafortunado. Pero ya no tiene sentido lamentarse. Sencillamente, tendremos que cambiar de táctica y tratar de recuperar el tiempo perdido.

– Tú tenías una posible pista… -comenzó Martin.

Patrik lo interrumpió impaciente.

– Exacto, yo tenía una posible conexión. Y ayer me dediqué a investigarla -se dio la vuelta y cogió el montón de documentos que había dejado en la mesa de Mellberg-. Ayer estuve en Boras y vi a un colega llamado Jan Gradenius. Estuvimos juntos en un seminario celebrado en Halmstad hace dos años. Entonces nos habló de un caso que había tenido entre manos y en el que él sospechaba que la víctima había muerto asesinada, aunque no existían pruebas suficientes para demostrarlo. Me cedió unas copias de toda la información relativa a aquel caso y… -Patrik hizo una pausa de efecto y miró uno a uno a los congregados-. Y resulta que guarda un parecido muy desagradable con el de Marit Kaspersen. La víctima también presentaba una tasa absurdamente elevada de alcohol en sangre y en los pulmones, pese a que no lo probaba nunca, según las declaraciones de testigos y parientes.

– ¿Existían las mismas evidencias físicas? -preguntó Hanna con el ceño fruncido-. Las contusiones alrededor de la boca, los restos de adhesivo y demás.

Patrik se rascó la cabeza con expresión de frustración en el semblante.

– Por desgracia, falta esa información. En un principio consideraron que la víctima, un hombre de treinta y un años llamado Rasmus Olsson, se había suicidado, tomándose primero una botella entera de algún licor para luego arrojarse desde un puente. De modo que la investigación se hizo partiendo de ese supuesto. Y, a la hora de describir a la víctima, no fueron tan exhaustivos como habrían debido. Sin embargo, existen fotos de la autopsia, y yo he podido verlas. Como profano, puedo decir que se aprecian indicios de contusiones en las muñecas y alrededor de la boca, pero se las he enviado a Pedersen para que las examine. En cualquier caso, me pasé la tarde de ayer y toda la noche estudiando todo el material que me pasó Gradenius, y no cabe duda de que existe una conexión.

– O sea que, según tú, alguien mató primero a ese tipo de Boras hace un par de años y ahora ha hecho lo mismo aquí, en Tanumshede, con Marit Kaspersen -intervino Gösta un tanto escéptico-. Un poco rebuscado, diría yo. ¿Qué relación hay entre las víctimas?

Patrik comprendía el escepticismo de Gösta pero, aun así, se irritó. En efecto, tenía la inequívoca sensación de que existía una conexión, y de que debían relacionar la antigua investigación con aquella otra.

– Eso es lo que hemos de averiguar -respondió Patrik-. Pensaba empezar por escribir aquí lo poco que sabemos, quizá así encontremos entre todos el modo de seguir adelante. -Le quitó el tapón a uno de los rotuladores y trazó una línea vertical en el centro del papel. En la parte superior de cada columna escribió «Marit» y «Rasmus» respectivamente-. Y bien, ¿qué sabemos de las víctimas? O, bueno, qué sabemos de Marit, para empezar. Yo iré escribiendo la información que tenemos sobre Rasmus Olsson, puesto que soy el único que ha tenido acceso a los datos de esa investigación. Pero luego os daré copias de todo -añadió.

– Cuarenta y tres años -comenzó Martin-. Pareja, una hija de quince años, trabajadora autónoma.

Patrik anotó cuanto Martin había dicho antes de, rotulador en mano, volverse a mirar al resto del grupo, a la espera de más información.

– Abstemia -dijo Gösta que, por un segundo, pareció estar prestando verdadera atención.

Patrik lo señaló con el dedo para marcar la importancia de lo que acababa de decir, antes de plasmar en el papel la palabra «abstemia», escrita con letras mayúsculas. A continuación, se apresuró a cumplimentar la información correspondiente en la columna de Rasmus: «Treinta y un años, soltero, sin hijos, empleado de una tienda de animales… Abstemio».

– Interesante -observó Mellberg que, con los brazos cruzados, asintió expectante desde su silla.

– ¿Qué más?

– Nacida en Noruega, separada, enemistada con el ex marido, una persona formal… -intervino Hanna, que concluyó con un gesto de resignación al comprobar que no recordaba ningún otro detalle. Patrik escribió los datos. La columna de Marit crecía mientras que la de Rasmus permanecía con muy poca información. Patrik añadió «una persona formal» también en la columna de Rasmus, pues en su conversación con la policía de Boras salió a relucir que, de hecho, era un hombre cumplidor y sensato. Tras unos instantes de reflexión, escribió «¿accidente?» en la columna de Marit y «¿suicidio?» en la de Rasmus. El silencio general indicaba que no parecía haber mucho más que añadir, por ahora.

– Bien, pues tenemos dos víctimas totalmente distintas, aparentemente, asesinadas del mismo modo, mediante un procedimiento muy extraño. Difieren en edad, sexo, profesión, estado civil, en fin, que no parece que tuvieran nada en común, salvo su condición de abstemios.

– Abstemio… -intervino Annika-. Para mí esa palabra tiene casi un tono religioso. Por lo que sé, Marit no era una persona religiosa, sencillamente, no bebía alcohol.

– Cierto. Y es un dato que debemos averiguar sobre Ras-mus. Puesto que es el único denominador común, creo que es el mejor punto de partida de que disponemos. He pensado que Martin y yo iremos a hablar con la madre de Rasmus; tú, Gösta, podrías ir con Hanna a tener una charla con la pareja de Marit y con su ex marido. Averiguad tanto como sea posible acerca de su vida como abstemia. ¿Existía algún motivo concreto para que no bebiese? ¿Pertenecía a algún tipo de organización? En fin, cualquier cosa que nos proporcione una pista de cuál podría ser la conexión de su caso con el de un soltero de treinta y un años residente en Boras. Por ejemplo, podéis indagar en qué ciudades había vivido con anterioridad y si, en algún período de su vida, residió en la zona de Boras.

Gösta miró a Hanna cansado, pero inquisitivo.

– Claro, podemos empezar esta misma tarde.

– Claro -corroboró Hanna que, no obstante, demostró escaso entusiasmo ante la tarea.

– ¿Alguna objeción a este reparto de tareas? -le preguntó Patrik a Hanna con rabia en la voz, aunque se arrepintió enseguida. Estaba tan cansado…

– No, qué va -respondió Hanna molesta, antes de que Patrik suavizara la situación-. Simplemente, a mí me parece un poco flojo el razonamiento y me gustaría tener más datos objetivos, para no correr el riesgo de perder el tiempo con una falsa pista. Es decir, yo me pregunto: ¿de verdad es lícito concluir que existe una conexión? Puede que el hecho de que las circunstancias de sus muertes respectivas sean similares sólo sea una coincidencia. Puesto que no existe ninguna relación evidente entre las víctimas, a mí me parece que todo es muy vago. Pero, claro, eso no es más que mi opinión personal. -Hanna extendió las palmas de las manos, como para indicar que se trataba de algo más que de un mero juicio.

Patrik respondió secamente, con una frialdad sorprendente incluso para él mismo:

– En tal caso, te aconsejo que te guardes tu opinión hasta nueva orden y que realices la tarea que se te ha encomendado.

Notó las miradas perplejas de todos en su espalda mientras salía del despacho de Mellberg. Y sabía que su estupefacción estaba más que justificada. El no solía reaccionar con tanta brusquedad, pero Hanna había puesto el dedo en la llaga. ¿Y si su intuición lo conducía por un camino equivocado? Sin embargo, había algo en su interior que reforzaba su convencimiento: tenía que existir una relación entre ambos casos. Y se trataba de encontrarla.

Ajá…dijo Kristina en un tono más bien interrogativo, antes de, con una mueca de aversión, dar un sorbito de té.

En efecto, para sorpresa de Erica, Kristina le había explicado que había dejado de tomar café a causa de su «frágil estómago», según dijo con un suspiro mientras se daba una palmadita en el abdomen. Sin embargo, Erica sabía que era una gran bebedora de café, por lo que pensó que sería interesante comprobar cuánto iba a durar aquella decisión. Su suegra las obsequió con una prolija exposición del modo en que su delicado estómago había dejado de tolerar el café, antes de darles la espalda y dedicarse a jugar con Maja. Erica miró a Anna y alzó la vista al cielo discretamente, haciendo un esfuerzo por contenerse. Erica y Patrik jamás habían oído hablar de que Kristina tuviese un «estómago delicado», pero la mujer había leído en la revista Allers un artículo al respecto, y no tardó en adjudicarse todos los síntomas.

– ¿Es esta niña el tesoro de su abuela? Que sí, que esta niña es el tesoro de su abuela, cuchicuchicuchi -parloteaba Kristina ante la mirada perpleja de Maja.

Había ocasiones en que a Erica le daba la impresión de que su hija ya era más inteligente que la abuela, pero, aunque con esfuerzo, se había abstenido de exponerle a Patrik tal teoría. Como si le hubiese leído el pensamiento, Kristina se volvió hacia su nuera y le clavó una mirada asesina.

– Bueno, ¿y cómo va lo de la boda esa? -dijo en un tono muy distinto al que había usado con la pequeña.

De hecho, cuando decía «la boda esa» usaba el mismo tono que si hubiera dicho «la mierda esa», expresión que comenzó a utilizar en el preciso instante en que tuvo claro que no sería ella quien mangonease todo lo relacionado con la celebración.

– Pues, gracias, va todo estupendamente -respondió Erica con la sonrisa más cordial de que fue capaz, aunque maldiciendo para sus adentros con la peor retahíla de groserías que le vino a la mente. Un vocabulario digno de un marinero.

– Vaya -replicó Kristina disgustada. Erica intuía que le había preguntado con la esperanza de oír que existía cierta amenaza de catástrofe al menos.

Anna, por su parte, se había mantenido al margen escuchando entretenida la conversación entre su hermana y la suegra de ésta, pero ahora decidió echarle un cable.

– Sí, la verdad, todo va sobre ruedas. Incluso llevamos cierto adelanto con respecto a los planes, ¿verdad, Erica?

Erica asintió con orgullo manifiesto, aunque en su interior las maldiciones habían dado paso a un gran signo de interrogación.

¿Cierto adelanto con respecto a los planes? Anna exageraba, desde luego, pero Erica disimuló su asombro ante Kristina. Había aprendido un truco que consistía en pensar en su suegra como en un tiburón. Si se le permitía que olfateara la sangre, aunque fuese de lejos, uno se arriesgaba a perder un brazo o una pierna tarde o temprano.

– Pero ¿y la música? -observó Kristina un tanto desesperada y haciendo un nuevo intento por probar el té. Con cierto descaro, Erica dio un trago de su café solo y removió el contenido más de lo necesario para que el aroma se extendiese por la habitación y llegase hasta Kristina, que estaba sentada enfrente.

– Hemos contratado a una banda de Fjällbacka para que actúe. Se llaman Garage y son muy buenos.

– Vaya -replicó Kristina molesta-. Entonces sólo tocarán esa música pop que os gusta a los jóvenes. Los mayores tendremos que retirarnos pronto, supongo.

Erica notó que Anna le daba una patadita en la pierna bajo la mesa, y no se atrevió a mirar a su hermana por no romper a reír. Y no porque considerase la situación especialmente jocosa, pero, en fin, en cierto modo, resultaba bastante cómica.

– Bueno, al menos espero que cambiéis de idea en lo que respecta a la lista de invitados. Si no invitáis a la tía Gota y a la tía Rut, no podré salir a la calle nunca más.

– ¿Ah, sí? -dijo Anna en tono inocente-. Será porque Patrik tiene una relación muy estrecha con ellas, ¿no? ¿Pasaron juntos mucho tiempo cuando Patrik era pequeño?

Kristina no se esperaba un ataque tan insidioso desde ese flanco, y permaneció en silencio unos segundos, mientras reagrupaba a sus tropas para la defensa.

– Pues, la verdad, tampoco es…

Anna la interrumpió con la misma voz inocente.

– ¿Cuándo las vio Patrik por última vez? No recuerdo que las haya mencionado nunca… -Anna guardó silencio y quedó a la espera de una respuesta.

Pero Kristina se vio obligada a retirarse con el ceno fruncido de indignación.

– Bueno, puede que haga bastante tiempo, sí. Creo que Patrik tendría… unos diez años, si no recuerdo mal.

– Ah, pues entonces quizá deberíamos ocupar sus puestos con gente con la que Patrik haya tenido relación durante los últimos veintisiete años, ¿no? -preguntó Erica, conteniendo el impulso de entrechocar la mano con la de su hermana.

– Sí, bueno, vosotras hacéis lo que os da la gana de todos modos -protestó Kristina enojada, consciente de que podía dar por perdido aquel punto de la agenda. Pero, ¡ay del que se rinde! De modo que, visiblemente asqueada, tomó otro sorbo de té y, con la mirada clavada en Erica, se preparó para lanzar la gran ofensiva-: Al menos espero que la dama de honor sea Lotta.

Erica miró a Anna con desesperación. Aquél era un ataque inesperado contra sus planes. Ni siquiera había considerado la posibilidad de que la hermana de Patrik fuese dama de honor. Lógicamente, ella le había reservado ese papel a Anna. Guardó silencio un instante, sopesando cómo contraatacar ante la última maniobra de Kristina, pero al final resolvió poner las cartas sobre la mesa.

– La dama de honor será Anna -declaró con serenidad-. Y en cuanto a los demás detalles relacionados con la ceremonia, ya sean cruciales o insignificantes, los mantendremos en secreto y serán una sorpresa el día de la boda.

Con expresión ofendida, Kristina hizo amago de ir a responder pero, al ver la férrea mirada de Erica, optó por contenerse y contentarse con murmurar:

– Bueno, yo sólo quería ayudar y punto. Pero como queréis prescindir de mi ayuda…

Erica no replicó. Simplemente, sonrió y tomó un sorbo de café.

Patrik fue durmiendo todo el trayecto hasta Boras. Estaba destrozado después de lo sucedido las últimas semanas y tras haber pasado la noche en vela leyendo los documentos de Gradenius. Cuando se despertó, justo a la entrada de la ciudad, tenía un dolor de cuello criminal, pues se había dormido con la cabeza apoyada en la ventanilla. Con una mueca, empezó a masajearse la zona dolorida mientras sus ojos se habituaban de nuevo a la luz.

– Estaremos allí dentro de cinco minutos -anunció Martin-. Acabo de hablar con Eva Olsson hace un momento y me ha explicado cómo llegar. No debemos de andar muy lejos.

– Bien -respondió Patrik parcamente al tiempo que se esforzaba por ordenar sus ideas para la conversación que tenían por delante. La madre de Rasmus Olsson reaccionó con verdadera expectación cuando la llamaron para preguntarle si podían ir a hablar con ella. «Por fin», les había dicho. «Por fin hay alguien que quiere escucharme.» Patrik esperaba de todo corazón que la mujer no quedase decepcionada.

Le había dado a Martin una buena descripción del camino que debían seguir, de modo que no tardaron en encontrar el bloque de pisos en el que vivía. Cuando llamaron al portero automático, les abrió enseguida. También en la segunda planta una puerta se abrió en cuanto pusieron los pies en el rellano. Una mujer menuda, de cabello oscuro, los esperaba ansiosa. Una vez hechas las presentaciones, los invitó a entrar en la sala de estar. En una mesa cubierta con un mantel de encaje, había servido café, unas tazas muy bonitas que, con toda seguridad, pertenecían a la vajilla fina, unas servilletas diminutas y tenedores de postre. Había también una preciosa jarra llena de leche y un azucarero con unas pinzas de plata. Todo era tan delicado que parecía como de una casita de muñecas. Finalmente, en una gran bandeja de porcelana con el mismo dibujo que las tazas se veían cinco clases diferentes de galletas.

– Siéntense -les dijo señalando un sofá con un estampado diminuto.

Era un piso muy silencioso. El triple cristal de las ventanas lo aislaba totalmente del ruidoso tráfico de fuera y lo único que se oía era el tictac de un viejo reloj de pared. Patrik reconoció la decoración en color dorado y la forma del reloj. Su abuela paterna tenía uno igual.

– ¿Los dos toman café? De lo contrario, también tengo té. -Los miró expectante, con un interés tal por complacerlos que a Patrik se le partía el corazón, pues intuía que la mujer no recibía visitas con demasiada frecuencia.

– Sí, tomamos café, gracias -respondió con una sonrisa. Mientras ella servía las tazas con mucho cuidado, Patrik pensó que la señora Olsson tenía un aspecto tan frágil y delicado como su porcelana. No mediría más de uno sesenta y supuso que tendría entre cincuenta y sesenta años. No resultaba fácil calcularlo, pues tenía un aspecto de sufrimiento atemporal, como si el tiempo en ella se hubiese detenido. Curiosamente, la mujer pareció haberle leído el pensamiento y explicó sin que le preguntaran:

– Pronto hará tres años y medio que murió Rasmus.

Buscó con los ojos las fotos dispuestas en el gran escritorio antiguo que adornaba una de las paredes de la sala de estar. Patrik la siguió también con la mirada y enseguida reconoció al hombre de las instantáneas que le había entregado Gradenius, aunque esas fotografías no guardaban mucha similitud con las que la mujer tenía en su casa.

– ¿Podría probar una galleta? -preguntó Martin.

Eva Olsson asintió y apartó la vista de las fotos.

– Claro, por favor, sírvanse lo que quieran.

Martin cogió una de las galletas y la puso en el plato de postre que tenía delante. Miró inquisitivo a Patrik, que respiró hondo, como para hacer acopio de la fuerza necesaria.

– Bueno… como le dijimos por teléfono, hemos empezado a investigar más a fondo la muerte de Rasmus -comenzó.

– Sí, ya veo -respondió Eva con un destello en sus tristes ojos-. Lo que no entiendo es que sea la policía de… Tanumshede, ¿no?, la que investigue su muerte. ¿No tendría que hacerlo la de Boras?

– Sí, bueno, formalmente, así tendría que ser. Pero la investigación se archivó aquí en Boras, y en nuestro distrito tenemos un caso que presenta ciertas coincidencias.

– ¿Otro caso? -preguntó Eva tan desconcertada que se quedó con la taza a medio camino hacia la boca.

– Sí, no puedo entrar en detalles por el momento -se apresuró a explicar Patrik-. Pero nos sería de gran ayuda que pudiera contarnos todo lo sucedido en torno a la muerte de Rasmus.

– Ajá… -dijo la mujer en tono vacilante.

Patrik comprendía que, por mucho que se alegrase de que ahora volvieran a investigar el caso, le horrorizaba tener que evocar todos aquellos recuerdos. Le concedió unos minutos para que ordenase sus ideas y aguardó pacientemente. Al cabo de un rato, la mujer comenzó a hablar con voz temblorosa.

– Fue hace tres años, el 2 de octubre, bueno, hace casi tres años y medio… Rasmus… En fin, vivía conmigo. No acababa de arreglárselas solo para llevar su casa, así que vivía conmigo. Acudía a su trabajo a diario. Salía a las ocho en punto todas las mañanas. Llevaba ocho años trabajando en el mismo establecimiento, y le gustaba mucho. Eran tan amables con él… -Eva sonrió ante aquel recuerdo-. Solía llegar a casa sobre las tres. Jamás se retrasó más de diez minutos. Nunca. Así que… -En este punto, se le quebró la voz, pero se serenó enseguida y pudo continuar-. Así que, cuando dieron las tres y cuarto, luego las tres y media, y, finalmente, las cuatro… Supe que algo no iba bien. Que había sucedido algo. Y llamé a la policía de inmediato. Pero ellos, bueno, no quisieron escucharme. Me dijeron que no tardaría en volver a casa, que, como adulto que era, no podían emitir la orden de búsqueda tan pronto, «con indicios tan poco sólidos». Eso dijeron exactamente, «con indicios tan poco sólidos». Yo creo que no hay indicios más sólidos que la intuición de una madre, pero claro, yo qué sé… -se interrumpió y exhibió una pálida sonrisa.

– ¿Cómo…? -balbució Martin, buscando la expresión adecuada-. ¿Cuánta ayuda necesitaba Rasmus en el día a día?

– ¿Quiere decir qué grado de retraso mental sufría? -preguntó Eva sin ambages.

Martin asintió incómodo.

– Pues, al principio, ninguno en absoluto. Rasmus obtenía las mejores calificaciones posibles en la mayoría de las asignaturas y, además, a mí me ayudaba muchísimo en casa. Siempre estuvimos los dos solos, desde el principio -dijo con otra sonrisa, tan llena de amor y de dolor que Patrik tuvo que apartar la vista-. Fue a partir de un accidente de tráfico en el que se vio involucrado a los dieciocho años cuando empezó a mostrarse… cambiado. Sufrió una lesión en el cráneo y nunca volvió a ser el que era. Era incapaz de cuidarse solo, de seguir adelante con su vida, de mudarse de la casa de su madre, como los demás chicos de su edad. Rasmus se quedó conmigo. Y entre los dos nos construimos una vida a nuestra manera. Una buena vida, diría yo que pensaba Rasmus también. O, en cualquier caso, la mejor, dadas las circunstancias. Claro que tenía sus malos momentos… pero los pasábamos juntos.

– Y debido a esos… malos momentos, la policía no investigó su muerte como un caso de asesinato, ¿verdad?

– Así es. Rasmus había intentado quitarse la vida en una ocasión. Dos años después del accidente. Cuando tomó conciencia de hasta qué punto había cambiado. Y de que nada volvería a ser como antes. Pero yo lo encontré a tiempo. Rasmus me prometió que jamás volvería a intentarlo y sé que cumplió su promesa. -Miró alternativamente a Patrik y a Martin, deteniéndose unos segundos en cada uno de ellos.

– Bien, ¿y qué ocurrió después, el día que lo encontraron muerto? -preguntó Patrik antes de coger una galleta de nueces. Su estómago protestaba advirtiéndole de que ya había pasado la hora del almuerzo, pero pensó que podría mantener el hambre a raya con un poco de azúcar.

– Llamaron a la puerta. Justo antes de las ocho. Lo supe en cuanto los vi. -Eva cogió la servilleta y se enjugó despacio una lágrima que rodaba por su mejilla-. Me dijeron que habían encontrado a Rasmus. Que había saltado desde un puente. Era… ¡Era tan absurdo! El jamás habría hecho tal cosa. Y dijeron que parecía que había bebido un montón justo antes. Pero eso no podía ser. Rasmus jamás bebía. No podía, desde el accidente. No, nada encajaba, y yo lo indiqué. Pero nadie me creyó. -Bajó la vista y volvió a secarse las lágrimas con la servilleta-. Después de transcurrido un tiempo, archivaron el caso clasificándolo de suicidio. Pero yo llamo al comisario Gradenius de vez en cuando, para que no lo olvide. Tengo la sensación de que él me cree. Al menos, un poco. Y ahora aparecen ustedes…

– Sí -dijo Patrik reflexivo-. Ahora aparecemos nosotros. -Sabía perfectamente lo difícil que les resultaba a los familiares aceptar la idea del suicidio de las víctimas. Y que aceptaban cualquier razón, salvo que la persona que amaban hubiese optado por quitarse la vida y causarles tanto dolor. En no pocas ocasiones ellos mismos sabían que era cierto, pero, en este caso, Patrik se inclinaba por creer en las convicciones de Eva. Su relato suscitaba los mismos interrogantes que la muerte de Marit; y su sensación de que existía una conexión se veía reforzada a cada minuto-. ¿Aún conserva su habitación? -preguntó en un impulso.

– Desde luego que sí -respondió Eva al tiempo que se ponía de pie, como agradecida por la interrupción-. La dejé tal y como estaba entonces. Puede parecer un poco… sentimental, pero es lo único que me queda de Rasmus. A veces entro y me siento en el borde de la cama y hasta hablo con él. Le cuento cómo ha sido la jornada, qué tiempo hace y lo que pasa en el mundo. Una vieja loca, ¿verdad? -preguntó y rompió en una carcajada tan sincera que toda su cara pareció iluminarse por un momento.

Patrik pensó que debió de ser guapa de joven. No hermosa, quizá, pero sí guapa. Una foto ante la cual pasaron al cruzar el pasillo se lo confirmó. Una joven Eva, con un bebé en brazos. El rostro encendido de felicidad, pese a que le resultaría difícil criar sola a un niño. Sobre todo en aquella época.

– Es aquí -afirmó Eva señalándoles la última habitación del pasillo.

El dormitorio de Rasmus estaba tan limpio y ordenado como el resto de la casa, sólo que aquella estancia tenía un carácter peculiar. Era evidente que la había decorado el propio Rasmus.

– Le gustaban los animales -explicó Eva orgullosa al tiempo que se sentaba en la cama.

– Sí, ya lo veo -dijo Patrik riéndose. Había pósters de animales por todas partes. Y también había animales en las fundas de los almohadones, en la colcha y en la gran alfombra, con el dibujo de un tigre.

– Soñaba con trabajar como cuidador en un zoo. Los demás chicos querían ser bomberos o astronautas, pero Rasmus quería ser cuidador de animales. Yo creía que de mayor se le pasaría, pero siguió fiel a sus inclinaciones. Hasta que… -Se le quebró la voz, carraspeó un poco y pasó la mano despacio por la colcha-. Después del accidente, le quedó el interés por los animales. Y que se le presentara la oportunidad de trabajar en una tienda de mascotas fue… un regalo del cielo. Le encantaba su trabajo, y lo hacía muy bien. Se encargaba de dar de comer a los animales y de procurar que las jaulas y los acuarios estuviesen limpios. Y lo hacía de un modo ejemplar.

– ¿Podríamos echar un vistazo un momento? -preguntó Patrik con dulzura.

Eva se puso de pie.

– Pueden mirar lo que quieran y preguntar lo que necesiten saber, con tal de que hagan lo posible por traernos la paz a mí y a Rasmus.

Cuando la mujer salió de la habitación, Patrik y Martin intercambiaron una mirada. No era preciso que dijeran nada. Ambos sentían el peso de la responsabilidad que llevaban sobre sus hombros. No querían traicionar las esperanzas de la madre de Ras-mus, pero tampoco podían prometerle que sus investigaciones condujesen a alguna parte.

En cualquier caso, pensaban hacer cuanto estuviese en su mano.

– Yo miraré en los cajones y tú en el armario, ¿de acuerdo? -dijo Patrik, que ya había abierto el primer cajón.

– Claro -convino Martin dirigiéndose a la pared, cubierta por un armario de puertas blancas y sencillas-. ¿Buscamos algo en concreto?

– Si quieres que te sea sincero, no tengo ni idea -confesó Patrik-. Cualquier cosa que nos dé una pista de cuál es la conexión entre Rasmus y Marit.

– Vale -aceptó Martin con un suspiro. Era consciente de que ya resultaba bastante difícil dar con aquello que uno sabía que quería encontrar; buscar algo así, indeterminado, se le antojaba casi imposible.

Invirtieron una hora en revisar todo lo que había en el cuarto de Rasmus, pero no hallaron nada que despertase su interés. Absolutamente nada. Abatidos, fueron en busca de Eva, que estaba trajinando en la cocina, y se plantaron en el umbral.

– Gracias por dejarnos mirar.

– No hay de qué -respondió ella con una mirada esperanzada-. ¿Han encontrado algo? -El silencio de los dos policías le dio la respuesta, y la esperanza que había sentido dio paso al desánimo.

– Lo que buscamos es la conexión con la víctima hallada en nuestro distrito. Se trata de una mujer, Marit Kaspersen. ¿Le suena? ¿Es posible que Rasmus la conociera en algún contexto?

Eva hizo memoria, pero terminó por negar con un gesto.

– No, no lo creo. Ese nombre no me dice nada en absoluto.

– Sólo hemos hallado una conexión evidente, y es que Marit tampoco probaba el alcohol, pero, cuando murió, tenía una tasa elevadísima. Rasmus no pertenecería a alguna asociación de abstemios o algo así, ¿verdad? -preguntó Martin.

Una vez más, la mujer negó con la cabeza.

– No, nada de eso. -Vaciló un instante, antes de reiterar sus palabras-. No, no pertenecía a ninguna asociación de ese tipo.

– De acuerdo -dijo Patrik-. En ese caso, le damos las gracias, hasta nueva orden. Pero volveremos a llamarla. Y seguramente, tendremos más preguntas que hacerle.

– Pueden llamar a medianoche si quieren. Aquí estaré -respondió Eva.

Patrik tuvo que contener el impulso de avanzar unos pasos y darle un abrazo a aquella mujer menuda de ojos tristes y castaños como los de una ardilla.

Justo cuando se disponían a salir, Eva Olsson los detuvo.

– ¡Un momento! Hay algo que quizá les interese saber. -Se dio media vuelta y entró en su dormitorio, de donde regresó después de transcurridos unos minutos-. Esta es la mochila de Rasmus. Siempre la llevaba encima. Y también la llevaba cuando… -Volvió a quebrársele la voz-. No he sido capaz de sacarla de la bolsa en la que estaba cuando la policía me la devolvió.

– Eva le entregó a Patrik la bolsa de plástico transparente que contenía la mochila de Rasmus-. Llévensela, quizá haya algo que les sea de ayuda.

Cuando se cerró la puerta, Patrik se quedó allí, con la bolsa en la mano. Observó la mochila, que reconocía de las fotografías tomadas en el lugar donde murió Rasmus. Lo que no se distinguía en las fotos, que habían sido tomadas de noche, era que estaba cubierta de manchas de color oscuro. Patrik comprendió que era sangre reseca. La sangre de Rasmus.

Hojeaba impaciente las páginas mientras hablaba por el móvil.

– Sí, pero si lo tengo aquí delante.

– …

– Pero, entonces, ¿qué pagáis?

– …

– ¿Sólo eso? -Frunció el ceño, algo decepcionada.

– Bueno, pues entonces llamo a la revista Hant.

– Vale, diez mil me va bien. Puedo entregároslo mañana. Pero para entonces el dinero tiene que estar ingresado en mi cuenta. De lo contrario, no os lo daré.

Tina cerró satisfecha la tapa del móvil. Se apartó un poco de la granja y se sentó a leer en una roca. No conocía bien a Barbie. Y, por otro lado, tampoco tuvo nunca el menor interés. Y le resultaba un poco desagradable tener acceso a todo lo que pasaba por su cabeza ahora, después de su muerte. Pasó la hoja del diario y leyó con avidez. Ya veía los párrafos en el periódico vespertino, con los mejores fragmentos subrayados. Lo que más sorpresa le causó cuando empezó a leer el diario era el hecho de que Barbie no fuese tan estúpida como ella pensaba. Sus razonamientos y exposiciones estaban bien formulados y, de vez en cuando, eran muy inteligentes. Pero Tina enarcó una ceja, insatisfecha, cuando llegó al pasaje que la inclinó definitivamente a venderles aquella basura a los periódicos. Aunque no sin antes haber arrancado aquella página, por supuesto. La página en la que decía:

«Hoy estuve escuchando a Tina mientras ensayaba su tema. Lo cantará esta noche, en la fiesta de la granja. Pobre Tina. No sabe lo mal que suena. Me pregunto cómo funcionan esas cosas, cómo es que algo que suena tan mal para los de fuera puede sonar tan bien para el que lo canta. Aunque, claro, en eso se basa todo el concepto del programa Idol, así que debe de ocurrir con bastante frecuencia. Al parecer fue su madre la que la convenció de que podía ser cantante. En ese caso, la madre de Tina debe de tener un oído enfrente del otro. No se me ocurre otra explicación. Pero no tengo valor para decírselo a Tina. Así que le sigo el juego, aunque en el fondo sé que le hago un flaco favor. Hablo con ella de su carrera musical, de los éxitos que cosechará, de los conciertos y las giras. Pero me siento como una mierda, porque en realidad le estoy mintiendo a la cara. Pobre Tina».

Presa de la mayor indignación, Tina rasgó la hoja y la partió en pedacitos. ¡Gilipollas! Si había sentido el menor atisbo de pena por que Barbie hubiese muerto, ya se le había pasado, desde luego. La muy cerda se había llevado su merecido. Era una imbécil que no sabía de qué hablaba. Tina hundió los trozos de papel en la grava. Luego, continuó hojeando, hasta llegar a aquello que la llenó de desconcierto. En una de las páginas que había escrito poco después de que llegaran a Tanum, Barbie había escrito:

«Hay en él algo que me resulta familiar. No sé lo que es. Siento que mi cerebro trabaja a toda máquina para intentar encontrar algo que está oculto, pero no sé lo que es. Es algo en su modo de moverse, en su modo de hablar. Sé que lo he visto antes, pero no recuerdo dónde. Lo único que sé es que siento una desazón que crece sin cesar. Es como si algo se me removiera en el estómago. Y no puedo detenerlo, hasta que lo sepa.

»He pensado tanto en mi padre últimamente… Me pregunto por qué. Creía que había pasado página hacía mucho tiempo a esa parte de mis recuerdos. Me duele demasiado recordar. Ver su sonrisa, oír su voz ronca y sentir sus dedos en la frente cuando me retiraba un mechón de pelo para darme un beso de buenas noches. Todas las noches. Siempre me daba un beso en la frente y otro en la punta de la nariz. Ahora lo recuerdo. Por primera vez en muchos años. Y me veo a mí misma como desde fuera. Veo lo que he hecho conmigo misma. Lo que he permitido que hagan otros. Veo los ojos de mi padre fijos en mí. Veo su desconcierto, su decepción. Su Lillemor se encuentra ahora muy lejos. Oculta en algún lugar, detrás de toda la ansiedad y el agua oxigenada y la silicona. Me puse un disfraz detrás del cual esconderme, para que los ojos de mi padre no me encontraran, para que no me vieran. Me dolía recordar cómo me miraba. Cómo estuvimos los dos juntos tantos años. La tranquilidad y la calidez de vivir con él. La única forma de sobrevivir al frío que me sobrevino después era olvidar aquella calidez. Pero ahora, vuelvo a sentirla. La recuerdo. Y la siento. Y hay una voz que me grita. Mi padre intenta decirme algo. ¡Si supiera qué! Pero sé que tiene algo que ver con él. Eso sí que lo sé».

Tina leyó el pasaje varias veces. ¿A qué se refería Barbie? ¿Acaso había reconocido a alguien allí, en Tanum? Aquellas líneas habían despertado la curiosidad de Tina, sin lugar a dudas. Enrolló su larga melena castaña y la dejó descansar sobre el hombro. Con el diario en el regazo, encendió un cigarrillo, dio un par de caladas con auténtica fruición y volvió a hojearlo. Salvo el fragmento que acababa de leer, no había en él mucho más que le resultara de interés. Algunos pasajes en los que explicaba cómo veía a los demás participantes, ideas sobre el futuro, el mismo aburrimiento que todos empezaban a sentir por el día a día en aquel lugar… Por un instante, Tina pensó que tal vez la policía tuviese interés en aquel diario, pero luego vio los fragmentos de la hoja que acababa de arrancar y desechó la idea. Disfrutaría viendo las ideas íntimas de Barbie aireadas en la prensa de la tarde. Se lo había ganado, por falsa y por mojigata.

Vio con el rabillo del ojo que Uffe se le acercaba. Para sacarle un cigarro, seguro. Tina se apresuró a guardar el diario dentro de la cazadora y adoptó la expresión más neutra de que fue capaz. Aquella historia era suya, y no pensaba compartirla.


La añoranza del mundo exterior era cada vez más intensa. A veces los dejaba correr por el césped, pero sólo por breves espacios de tiempo. Y siempre con la angustia pintada en los ojos, que lo hacía mirar a su alrededor asustado y sin cesar, en busca de los monstruos que, según ella, se escondían allá juera, los monstruos de los que sólo ella era capaz de defenderlos.

Pero, pese al miedo, era maravilloso. Sentir que la luz del sol le calentaba la piel y el cosquilleo de la hierba en la planta de los pies. Solían correr como locos, él y su hermana, y a veces no podían ni contener la risa cuando ella los veía saltar de un lado a otro. En una ocasión hasta jugó al pilla pilla y rodó con ellos por el césped. En aquel instante, él sintió una felicidad pura y verdadera. Pero el ruido de un coche en la distancia la hizo levantarse y, con el terror en la mirada, les gritó que entrasen corriendo. Rápido, debían correr rápido. Y acuciados por aquel horror sin nombre, se precipitaron hacia la puerta y entraron en su habitación. Ella llegó corriendo detrás de los dos y cerró con llave todas las puertas de la casa. Luego se quedaron en el cuarto, abrazados, temblando como un fardo en el suelo. Ella les había prometido una y otra vez que nadie se los llevaría, que nadie volvería a hacerles daño nunca.

Y él la creyó. Y se sentía agradecido por su protección, como si fuese el último bastión contra todos aquellos que deseaban hacerles daño. Pero, al mismo tiempo, no podía dejar de añorar el mundo exterior. La luz del sol. La hierba bajo los pies. La libertad.

Gösta observaba a Hanna a hurtadillas mientras se dirigían a la casa de Kerstin. Constató que Hanna se había ganado su admiración sin paliativos en un tiempo récord. No a la manera patológica de un viejo verde, sino más bien en un sentido paternal. Al mismo tiempo, la colega le recordaba muchísimo a su difunta esposa de joven. También ella tenía el pelo rubio y los ojos azules y, al igual que Hanna, era menuda pero fuerte. Pero era obvio que las conversaciones con los familiares de las víctimas no eran su plato favorito. Vio con el rabillo del ojo lo tensa que estaba y tuvo que contenerse para no ponerle una mano en el hombro y tranquilizarla. Algo le decía que Hanna no apreciaría su gesto. Más bien, se arriesgaría a llevarse un derechazo.

Habían llamado de antemano para avisar de su visita, y cuando Kerstin abrió la puerta, Gösta vio que había aprovechado para darse una ducha justo antes de que llegaran. Su rostro sin maquillar reflejaba la misma resignación que había visto en tantas ocasiones anteriores. Era la expresión que caracterizaba a los familiares de las víctimas una vez pasada la primera conmoción y el dolor quedaba más desnudo y acerado. En ese estadio del duelo, tomaban plena conciencia del carácter definitivo de lo sucedido.

– Entren -les dijo. A Gösta no le pasó inadvertida la palidez verdosa de su cara, propia de quien lleva demasiado tiempo sin salir al aire libre.

Hanna aún parecía serena cuando se sentaron a la mesa de la cocina. El piso estaba limpio y ordenado, pero olía un poco a cerrado, lo que corroboró la impresión de Gösta de que Kerstin no había salido de allí desde la muerte de Marit. Se preguntó cómo se las arreglaba con la comida, si alguien le haría la compra. En respuesta a sus pensamientos, Kerstin abrió el frigorífico para sacar un poco de leche que tomar con el café, y Gösta comprobó con una rápida ojeada que estaba bien provisto. Kerstin puso también unos bollos que parecían haber salido del horno, de modo que era evidente que alguien le hacía las compras.

– ¿Saben algo más? -preguntó con voz cansina mientras se sentaba. Aunque pareció más bien que preguntaba como si fuera un deber, no porque le importase. Una consecuencia más de la certeza de la cruda realidad. Había tomado conciencia de que Marit había desaparecido para siempre, y aquella realidad era capaz de ensombrecer por un instante el anhelo de respuesta, el deseo de escuchar una explicación. Pese a que las circunstancias fuesen muy distintas de un caso a otro, Gösta había constatado en sus cuarenta años de servicio que, en efecto, así solía ocurrir. Para ciertos familiares, la búsqueda de una explicación se convertía en lo más importante, pero en la mayoría de los casos no era más que un modo de retrasar el enfrentamiento con la verdad, de dilatar el momento de la aceptación. Sin embargo, él había visto familiares que vivían en la negación durante años, en ocasiones hasta que ellos mismos emprendían el viaje a la otra vida. Kerstin no pertenecía a esa clase. Ella se había enfrentado cara a cara con la muerte de Marit, y dicho encuentro parecía haberle absorbido toda la energía, todas las fuerzas. Sirvió el café de la cafetera con movimientos lentos-. Perdón, quizá alguno de los dos hubiese preferido té… -dijo algo desconcertada.

Gösta y Hanna negaron con un gesto. Permanecieron en silencio unos segundos, hasta que Gösta respondió por fin a la pregunta de Kerstin.

– Sí, bueno, hemos encontrado algún que otro dato sobre el cual seguir trabajando.

Volvió a guardar silencio, sin saber cuánto estaba autorizado a revelarle. Entonces Hanna tomó la palabra.

– Hemos obtenido cierta información que indica la existencia de una conexión con otro caso de asesinato acontecido en Boras.

– ¿En Boras? -repitió Kerstin y, por primera vez, detectaron en sus ojos un destello de interés-. Pero… no lo entiendo… ¿Boras?

– Sí, también nosotros nos preguntamos por qué -intervino Gösta al tiempo que cogía un bollo-. Y por eso estamos aquí, para comprobar si, que usted sepa, existe algún tipo de relación entre Marit y la víctima de Boras.

– ¿Qué…? ¿Quién…? -Kerstin los miraba insegura. Se pasó un mechón de su melena corta por detrás de la oreja derecha.

– Se trata de un hombre de unos treinta años llamado Ras-mus Olsson. Murió hace tres años y medio.

– Pero ¿no resolvieron el caso?

Gösta intercambió una mirada con Hanna.

– No, la policía consideró que se hallaban ante un caso de suicidio. Había ciertos indicios de que así fuera y, bueno… -Gösta hizo un gesto resignado.

– Pero es que Marit no ha vivido nunca en Boras. Por lo menos, no que yo sepa. Aunque también pueden preguntarle a Ola, claro.

– Sí, por supuesto, hablaremos con Ola -afirmó Hanna-. Pero, entonces, ¿a usted no le suena que haya ninguna relación? Una de las circunstancias comunes a las muertes de Rasmus y de Marit es que… -vaciló un instante-… que, en el momento del fallecimiento, ambos presentaban una tasa muy elevada de alcohol en sangre, pese a que jamás bebían. Marit no pertenecería a ninguna asociación de abstemios, ¿verdad? O quizá fuese miembro de alguna asociación religiosa, ¿no?

Kerstin rompió a reír y la risa arrancó cierto color a sus mejillas.

– ¿Marit religiosa? No. De ser así, yo lo sabría. Bueno, todos los años íbamos al alba al servicio religioso del día de Navidad. Yo creo que era la única vez que Marit ponía el pie en la iglesia. Ella era como yo en ese punto, no era creyente, aunque conservaba algunos principios de la infancia, la convicción de que existe algo más. O al menos, yo espero que así sea. Ahora más que nunca -añadió con voz queda.

Ni Hanna ni Gösta pronunciaron una palabra. Hanna clavó la vista en la mesa y Gösta creyó ver un destello húmedo que empañaba sus ojos ligeramente. Lo entendía a la perfección, aunque ya hacía muchos años que no lloraba en presencia del familiar de una víctima. Sin embargo, estaban allí para realizar un trabajo, de modo que, con mucho miramiento, continuó:

– Y el nombre de Rasmus Olsson, ¿le suena de algo?

Kerstin meneó la cabeza y se calentó las manos con la taza.

– No, nunca lo había oído.

– Bien, en ese caso, no creo que lleguemos mucho más lejos, por ahora. Ni que decir tiene que también hablaremos con Ola. Y, si recuerda algo, no dude en llamarnos. -Gösta se puso en pie y Hanna siguió su ejemplo. Parecía aliviada.

– Sí, claro, si recuerdo algo les llamaré -aseguró Kerstin sin levantarse para acompañarlos a la salida.

Ya en el umbral, Gösta no pudo contenerse y le dijo:

– Kerstin, debería salir a dar un paseo, hace un tiempo estupendo. Y necesita salir y respirar un poco de aire fresco.

– Vaya, se parece a Sofie -dijo Kerstin, volviendo a sonreír-. Sé que tienen razón, quizá salga a dar un paseo a media mañana.

– Bien -asintió Gösta sin más antes de cerrar la puerta. Hanna no lo miró. Ya iba un par de pasos por delante, en dirección a la comisaría.

Con mucho cuidado, Patrik dejó la bolsa con la mochila encima del escritorio. Aunque ignoraba si sería necesario, puesto que la policía ya lo había revisado todo hacía tres años y medio, se puso unos guantes de látex, por si acaso. No sólo por no interferir ni malograr el posible trabajo de la policía científica, sino también porque le desagradaba la idea de tocar la sangre reseca de la mochila con sus manos.

– ¡Uf! ¡Qué vida más solitaria! Y qué trágica… -exclamó Martin a su lado, mientras observaba lo que hacía su colega.

– Sí, parece que la única persona que tenía en el mundo era su hijo -convino Patrik abriendo la cremallera con un suspiro.

– No debió de ser nada fácil, tener un hijo y criarlo sola. Y luego el accidente… -Martin vaciló un instante-. Y el asesinato.

– Ya, y luego que te crean -añadió Patrik, que ya estaba extrayendo el contenido de la mochila. Había un walkman, aunque Patrik intuía que esa denominación para el aparato que tenía delante revelaba más de lo que él habría deseado acerca de su edad y su falta de interés por la técnica. Ya no se llamaban así y él lo sabía, pero no tenía ni idea de su nombre actual. En cualquier caso, era un reproductor de música diminuto, con unos auriculares. Aunque dudaba mucho de que funcionase, ya que parecía haberse llevado un buen golpe en la caída desde el puente, y algo resonó en su interior cuando Patrik lo sacó.

– ¿Desde qué altura cayó? -preguntó Martín sacando una silla para sentarse junto a la mesa.

– Diez metros -respondió Patrik, que seguía concentrado en vaciar la mochila.

– ¡Vaya! -exclamó Martin con una mueca-. No debía de ofrecer un espectáculo muy agradable.

– No -contestó Patrik mecánicamente. Las fotografías del lugar del accidente pasaban a toda velocidad por su mente. Cambió de tema de conversación-. Estoy un poco preocupado, no sé cómo vamos a distribuir los recursos ahora que tenemos que investigar dos casos simultáneamente.

– Te comprendo -admitió Martin-. Y sé lo que estás pensando. Que cometimos un error permitiendo que los medios de comunicación nos empujasen a relegar la muerte de Marit a un segundo plano. Y sí, bueno, seguro que es cierto, pero lo hecho, hecho está, y ahora no tiene mucho remedio, salvo que repartamos las tareas de un modo más inteligente.

– Sí, ya sé que tienes razón -respondió Patrik sacando una cartera, que dejó sobre la mesa-. Y, aun así, me cuesta dejar de pensar en todo lo que deberíamos haber hecho de otra forma. Además, tampoco sé cómo proseguir con la investigación del caso de Lillemor Persson.

Martin reflexionó un instante.

– Lo que tenemos hoy por hoy, tal y como yo lo veo, son los pelos del perro y las grabaciones que nos ha cedido la productora.

Patrik abrió la cartera y empezó a revisar el contenido.

– Sí, es más o menos lo que yo pensaba. Los pelos del perro son una pista muy interesante en la que debemos seguir indagando. Según Pedersen, se trata de una raza poco común, quizá existan registros, listas de propietarios, asociaciones, en fin, cualquier cosa que nos permita llegar hasta el dueño. Quiero decir que, con doscientos perros en toda Suecia, debería ser fácil localizar a un propietario que viva en esta zona.

– Sí, suena lógico -opinó Martin-. ¿Quieres que me encargue yo?

– No, se me ha ocurrido que podría hacerlo Mellberg. Así se hará como es debido. -Martin lo miró perplejo y Patrik se echó a reír-. ¿Y tú qué crees? Por supuesto que quiero que te encargues tú, hombre.

– Ja-ja-ja. Muy gracioso -respondió Martin bromeando. Pero enseguida se puso serio otra vez, se inclinó sobre los objetos que había en la mesa y preguntó-: ¿Qué es eso?

– Nada emocionante, me temo -respondió Patrik-. Dos billetes de veinte, una moneda de diez, el carné de identidad, un papel con la dirección de su casa y los números de teléfono de su madre, tanto el de casa como el móvil.

– ¿Sólo eso? -preguntó Martin.

– Sí. Bueno, no… -se corrigió con una sonrisa-. También hay una foto de él con Eva. -Se la enseñó a Martin. Un joven Rasmus rodeaba con su brazo los hombros de su madre y sonreía a la cámara. Rasmus le sacaba a Eva dos cabezas, y se percibía cierta actitud protectora en su gesto. Sería de antes del accidente. Después, se invirtieron los papeles y la que protegía era Eva. Patrik volvió a dejar la foto en la cartera.

– ¡Mira que hay gente sola en el mundo! -dijo Martin fijando la vista en un punto indeterminado del horizonte.

– Sí, sí que hay -convino Patrik-. ¿Estás pensando en alguien en concreto?

– No… bueno, estaba pensando en Eva Olsson. Pero también en Lillemor. Imagínate, no tener a nadie que llore tu muerte. Sus padres fallecieron y no tiene más familiares. Nadie a quien transmitirle la noticia. Lo único que ha dejado son unos cientos de horas de grabaciones televisivas, que terminarán cogiendo polvo en algún archivo.

Guardaron silencio unos minutos. Ambos recrearon la imagen de un ataúd descendiendo solitario en el hoyo, ni un solo familiar, ningún amigo. Infinitamente triste.

– Un diario -anunció Patrik rompiendo el silencio. Se trataba de un libro negro bastante grueso, cuyas páginas tenían un borde dorado. Se notaba que para Rasmus era muy importante.

– ¿Qué hay? -preguntó Martin con curiosidad. Patrik hojeó un poco las páginas repletas de texto.

– Creo que son notas sobre los animales de la tienda -dijo Patrik al fin-. Mira esto, por ejemplo: «Hercules, pienso tres veces al día, cambio de agua frecuente, limpieza diaria de la jaula. Gudrun, un ratón por semana, limpieza semanal del terrario».

– Parece que Hercules es un conejo o una cobaya o algo así, y yo diría que Gudrun es una serpiente -sonrió Martin.

– Sí, Rasmus era muy meticuloso, tal y como nos dijo su madre -dijo Patrik mientras pasaba las páginas del libro. Todas trataban de animales y no contenían nada que despertase su interés-. Bueno, ya no parece que haya nada más.

Martin dejó escapar un suspiro.

– Ya, bueno, yo tampoco creía que fuésemos a encontrar nada decisivo para la investigación. La policía de Boras ya lo revisó todo en su momento. Pero, claro, la esperanza es lo último que se pierde.

Patrik devolvió el libro al interior de la mochila con mucho cuidado. De pronto, se oyó un ruidito.

– Espera, aquí hay algo más. -Volvió a sacar el diario, lo dejó encima de la mesa y volvió a meter la mano en la mochila. Cuando sacó lo que había en el fondo, Martin y él se quedaron mirándose atónitos y sin dar crédito a lo que veían. Desde luego, no esperaban encontrar aquello en la mochila de Rasmus, pero el hallazgo demostraba, fuera de toda duda, que existía una conexión real entre las muertes de Rasmus y Marit.

Ola no sonó muy satisfecho cuando Gösta lo llamó al móvil. Estaba en el trabajo y prefería que esperasen para hablar con él. Gösta, ofendido por la actitud altanera de Ola, no estaba magnánimo aquella mañana y le explicó tranquilamente que se presentarían en las oficinas de Inventing al cabo de media hora. Ola masculló algo sobre «el poder del Estado» con ese acento noruego suyo tan cantarín, pero tuvo la sensatez suficiente como para no protestar.

Hanna parecía seguir de mal humor y, cuando se sentaron en el coche y pusieron rumbo a Fjällbacka, Gösta se preguntó qué le pasaría. Tenía la sensación de que se trataba de algún encontronazo en el frente familiar, pero no la conocía lo suficiente como para preguntarle. Sólo esperaba que no fuese nada grave. Hanna no parecía en general una mujer dada a la charla, de modo que Gösta guardó silencio. Cuando pasaron por delante del campo de golf de Anrás, la colega miró por la ventana y le preguntó:

– ¿Es bueno ese campo de golf?

Gösta aceptó de muy buen grado aquella pipa de la paz.

– ¡Es excelente! Sobre todo el hoyo nueve es todo un reto. En una ocasión colé incluso un hole in one, aunque no en ese hoyo, claro.

– Ajá, por lo que yo sé de golf, el hole in one es algo bueno -observó Hanna con la primera sonrisa del día-. ¿Te invitaron a champán en el club? -preguntó-. ¿No es eso lo habitual?

– Sí, señor -respondió Gösta con la cara radiante de alegría ante el solo recuerdo-. Claro que me invitaron a champán, y en general fue una ronda de primera. La mejor hasta el momento, a decir verdad.

Hanna se echó a reír.

– Desde luego, no es exagerado decir que estás contaminado con la bacteria del golf…

Gösta la miró con una sonrisa en los labios, pero se vio obligado a fijar la vista en la carretera cuando entraron en la parte que se estrechaba, al pasar por Mórhult.

– Sí, bueno, es que tampoco tengo mucho más que el golf -respondió Gösta, y la sonrisa se borró de su semblante.

– Eres viudo, ¿no? -dijo Hanna con dulzura-. ¿Y no tienes hijos?

– No -Gösta no abundó en el tema. No quería hablar del niño que, en la actualidad, sería un hombre adulto, pero que no alcanzó más que unos días de vida.

Hanna tampoco insistió con más preguntas y recorrieron en silencio el resto del trayecto hasta las oficinas de Inventing. Cuando salieron del coche, un montón de miradas curiosas los siguieron mientras caminaban hacia la entrada. Ola los recibió de muy mal humor en cuanto entraron en el vestíbulo.

– Bueno, espero que sea importante, puesto que vienen a interrumpirme en el trabajo. Ahora se pasarán semanas hablando de esto.

Gösta sabía a qué se refería y, en realidad, habrían podido esperar unas horas más, pero había algo en Ola que lo impulsaba a contrariarlo por sistema. Quizá no fuese nada loable ni tampoco muy profesional, pero eso era lo que sentía.

– Vayamos a mi despacho -les dijo más sereno.

Gösta había oído a Patrik y a Martin hablar del orden y la limpieza exagerados que reinaban en casa de Ola, de modo que no se sorprendió al ver su oficina. En cambio Hanna, que no se había enterado, enarcó una ceja de sorpresa al entrar. Más que limpia, la mesa parecía esterilizada. No perturbaba su brillante superficie ni un solo lápiz, ni un clip, nada. Tan sólo se veía un cartapacio de color verde, colocado exactamente en el centro aritmético de la mesa. En una de las paredes había una estantería llena de archivadores perfectamente ordenados y marcados con etiquetas escritas con una caligrafía primorosa. Nada sobresalía de su lugar ni un milímetro, no había nada desordenado.

– Siéntense -los invitó al tiempo que señalaba las sillas para las visitas, mientras que él se sentaba detrás del escritorio, con los codos apoyados en la mesa.

Gösta no pudo por menos de preguntarse si no le quedarían en la chaqueta unas manchas blancas dada la cantidad de cera que habría aplicado a la superficie para que brillase como un espejo.

– ¿De qué se trata? -inquirió Ola.

– Estamos investigando una posible conexión entre la muerte de su ex mujer y otro caso de asesinato.

– ¿Otro asesinato? -preguntó Ola, momentáneamente desconcertado hasta el punto de que pareció perder su máscara de serenidad. No obstante, la recuperó enseguida y añadió-: ¿Qué asesinato? No será el de la rubia esa del programa, ¿verdad?

– ¿Se refiere a Lillemor Persson? -intervino Hanna con una expresión que reflejaba sin ambages la opinión que le merecía el hecho de que Ola aludiese a la joven asesinada en aquellos términos.

– Sí, sí, bueno -respondió Ola con un gesto despectivo de la mano, para demostrar con la misma claridad que no le importaba mucho la opinión de Hanna sobre su modo de expresarse.

Gösta sentía deseos de atizarle a aquel tipo. De buena gana habría sacado las llaves del coche para hacerle una marca de parte a parte en el centro de la mesa. Cualquier cosa, con tal de desequilibrar la perfección asfixiante de Ola.

– No, no nos referimos al asesinato de Lillemor -explicó Gösta en un tono de voz gélido-. Hablamos de un asesinato cometido en Boras. Un muchacho llamado Rasmus Olsson. ¿Le dice algo ese nombre?

Ola mostró un sincero desconcierto, pero eso no tenía el menor significado. Gösta había conocido a un sinfín de excelentes actores durante su carrera de policía. Alguno incluso habría podido encontrar un hueco en el teatro nacional Dramaten.

– ¿Boras? ¿Rasmus Olsson? -Sus palabras resonaron como un eco de la conversación que habían mantenido con Kerstin hacía una hora-. No, no tengo ni idea. Marit nunca vivió en Boras. Y desde luego, no conoció a ningún Rasmus Olsson. Bueno, no lo conoció mientras estuvo conmigo, claro. Después no tengo la menor idea de a qué se dedicó. Claro que, teniendo en cuenta lo bajo que cayó, todo es posible. -Su voz rezumaba desprecio.

Gösta se metió la mano en el bolsillo y tanteó las llaves del coche. Le hormigueaban las manos de ganas…

– En otras palabras, no conoce la existencia de ninguna relación entre Marit y la ciudad de Boras, ni con la persona cuyo nombre acabamos de mencionar, ¿no es eso? -Hanna repitió la pregunta de Gosta y Ola posó la mirada en ella.

– ¿Es que no me explico bien? -preguntó-. En lugar de hacerme repetir lo que digo, podría haber estado tomando notas…

Gösta agarró bien las llaves del coche en el bolsillo, pero Hanna no pareció verse afectada por el tono venenoso de Ola, sino que continuó impertérrita:

– Rasmus también era abstemio. ¿No se le ocurre ninguna conexión por ese motivo? ¿Alguna asociación o algo así?

– No -respondió escuetamente-. Tampoco existe ninguna relación de ese tipo, y no comprendo por qué le conceden tanta importancia al hecho de que Marit no bebiese alcohol. Sencillamente, era algo que no le interesaba -dijo poniéndose de pie-. Si no tienen nada más relevante que preguntar, creo que podrían volver cuando lo tengan. Y, cuando eso ocurra, preferiría que vinieran a mi casa.

A falta de más preguntas y con el sincero deseo de salir de aquel despacho y de marcharse muy lejos de Ola, Gösta y Hanna se levantaron también. No se molestaron ni en darle un apretón de manos ni en decirle adiós. Todos esos gestos de cortesía se les antojaban un desperdicio con él.

La reunión con el ex marido de Marit no les había proporcionado nada nuevo. Aun así, durante el camino de regreso a Tanumshede, Gösta notó un extraño desasosiego. Había algo en la reacción de Ola, algo de lo que dijo o de lo que no dijo, que le zumbaba en la cabeza reclamando su atención. Pero, por más que se esforzaba, no daba con lo que era.

Hanna también guardaba silencio, mirando el paisaje y como encerrada en su propio mundo. Gösta quería echarle una mano, decirle algo que la consolara, pero no lo hizo. En realidad, ni siquiera sabía si había algo por lo que consolarla.

Con su padre en el trabajo se estaba a gusto en el piso. Sofie prefería estar sola en casa. De lo contrario, su padre siempre estaba encima dándole la tabarra con los deberes, preguntándole dónde había estado, adonde iba, con quién hablaba por teléfono, cuánto gastaba en llamadas. Dale que te pego. Y, además, tenía que procurar que todo estuviese en orden. No podía haber cercos de vasos en la mesa de la sala de estar, ningún plato en el fregadero, los zapatos formando una línea perfecta en el zapatero, ni un solo pelo en la bañera después de ducharse… Podía hacer una lista infinita. Sabía que era una de las razones por las que Marit había optado por irse. Sofie los oía discutir y, cuando tenía diez años, ya conocía todos los matices de sus disputas. Pero su madre tenía la oportunidad de irse y, mientras vivió, Sofie contaba con un respiro dos semanas al mes, lejos de tanto rigor y tanta perfección. Con Kerstin y Marit podía poner los pies en la mesa del sofá, poner la mostaza en medio del frigorífico, en lugar de en el compartimento de la puerta, y dejar enredados los flecos de la alfombra, en lugar de verse obligada a peinarlos para que se vieran lisos y ordenados. Era maravilloso estar con ellas y le ayudaba a sobrellevar la semana de disciplina estricta. Pero ahora se acabó la libertad, ya no había escapatoria. Se veía atrapada allí, en medio de tanta pulcritud y de tanto brillo. En un hogar donde siempre la interrogaban y la cuestionaban. Los únicos momentos de descanso los hallaba cuando volvía pronto de la escuela. Entonces se permitía pequeños actos de rebeldía. Como, por ejemplo, tomarse una taza de cacao sentada en el sofá blanco, poner música pop en el reproductor de CD de Ola y desordenar los cojines. Sin embargo, siempre lo arreglaba todo antes de que él llegase a casa. Cuando Ola entraba por la puerta, no quedaba ni rastro de su rebelión. No imaginaba un horror mayor que la posibilidad de que Ola saliese un poco antes del trabajo y la descubriese. Aunque era altamente improbable: sólo estando enfermo de muerte se le pasaría por la cabeza salir del trabajo un minuto antes de la hora. Debido a su cargo de jefe de equipo, consideraba vital dar ejemplo, y no toleraba los retrasos, las bajas por enfermedad y las salidas anticipadas del trabajo ni en sí mismo ni en sus subordinados.

Marit lo compensó con el cariño. Sofie lo veía clarísimo ahora. Ola era la crudeza, la limpieza, el frío, en tanto que Marit significaba la seguridad, el calor, un poco de caos y de alegría. Sofie había pensado a menudo qué verían el uno en el otro al principio. Cómo dos personas tan distintas llegaron a conocerse, a enamorarse, a casarse y a tener un hijo juntos. Para Sofie siempre fue un misterio, desde que le alcanzaba la memoria.

Se le ocurrió una idea. Aún faltaba más de una hora para que su padre volviese del trabajo. Entró en el dormitorio de Ola, que antes fuera también el de su madre. Sabía dónde lo tenía todo. En el armario, al fondo, en el rincón. Una gran caja con todo lo que Ola llamaba «las chorradas sentimentales de Marit», pero de las que aún no se había desprendido. A Sofie le sorprendía que su madre no se las hubiese llevado cuando se mudó, pero quizá deseaba dejarlo atrás todo, puesto que se disponía a comenzar una nueva vida. Lo único que quiso llevarse consigo era a Sofie. Eso le bastaba.

Sofie se sentó en el suelo y abrió la caja. Estaba llena de fotos, de recortes, de mechones de pelo de Sofie cuando era pequeña y las pulseritas de plástico que les pusieron a ella y a Marit en la maternidad para identificarlas como madre e hija. En un tarro pequeño sonó un ruidito y, al abrirlo, Sofie constató con cierta repugnancia que eran dos dientes diminutos, seguramente suyos, aunque no por ello le daban menos asco.

Pasó media hora repasando despacio el contenido de la caja. Una vez lo hubo examinado todo, fue colocándolo en pequeños montones que dispuso en el suelo. Comprobó perpleja que las viejas fotos de cuando Marit era adolescente mostraban a una jovencita que se parecía muchísimo a ella. Nunca antes había reparado en que fuesen tan iguales, pero se alegraba. Estudió a fondo la fotografía de boda de Marit y Ola, en un intento de detectar el germen de todos los problemas que los esperaban. ¿Sabrían ya que no iba a funcionar? Sofie creyó intuir que así era, Ola tenía un aspecto severo, pero satisfecho a un tiempo. La expresión de Marit denotaba casi indiferencia, era como si hubiese clausurado los canales de todos sus sentimientos. Y, desde luego, no se la veía como a una novia radiante de felicidad. Los recortes de los periódicos amarilleaban un poco y crujieron resecos cuando Sofie los desplegó. Era el anuncio de la boda, el de su nacimiento, un recorte de cómo tejer patucos, recetas de cenas suculentas, artículos sobre enfermedades infantiles. Sofie sentía como si tuviese a su madre entre las manos. Casi se imaginaba a Marit sentada a su lado riéndose de los artículos que había recortado sobre la mejor manera de limpiar el horno o sobre cómo se prepara el jamón de Navidad perfecto. Sintió que Marit le ponía la mano en el hombro y sonreía cuando sacó una foto de las dos en el hospital, Marit con un bulto colorado y arrugado en el regazo. Ahí se la veía tan feliz… Sofie se puso la mano en el hombro, tratando de imaginar que debajo estaba la de su madre. El calor que irradiaba la mano de Marit en la suya. Pero enseguida se hizo patente la realidad. Lo único que había debajo de su mano era el tejido de la camiseta, y su mano estaba fría como el hielo. Ola siempre quería cerrar las fuentes de calor, para ahorrar en la factura del gas.

Cuando llegó al artículo que había en el fondo de la caja, al principio creyó que habría ido a parar allí por error. El titular no encajaba en absoluto, y le dio la vuelta para ver si era el de la otra cara el que Marit quiso conservar. Pero allí no había más que un anuncio de una marca de jabón. Un tanto distraída, comenzó a leer la entradilla y, con la primera frase, sintió que se le helaba la sangre en el cuerpo. Con los ojos desorbitados y sin dar crédito a lo que leía, devoró cada frase y cada letra. Aquello no podía ser. Sencillamente, no podía ser.

Sofie volvió a colocarlo todo en la caja y la guardó en su lugar, en el fondo del armario. Las ideas se agolpaban sin ton ni son en su cabeza.

Annika, ¿podrías ayudarme? -Patrik se desplomó en una silla de la recepción.

– Claro que sí -respondió Annika observándolo preocupada-. Pareces una ruina -constató la recepcionista. Patrik no pudo evitar echarse a reír.

– Vaya, gracias, ahora me encuentro mucho mejor…

Annika no se dio por enterada de su sarcasmo y continuó dándole instrucciones.

– Vete a casa, come y duerme. El ritmo que has llevado estas semanas es inhumano.

– Sí, ya lo sé -respondió Patrik con un suspiro-. Pero ¿qué demonios puedo hacer? Dos investigaciones de asesinato paralelas, los medios de comunicación atacándonos como una manada de lobos y, por si fuera poco, una de las muertes presenta indicios de una conexión que se halla fuera de nuestro municipio. Y, de hecho, eso es lo que quería pedirte. ¿Podrías ponerte en contacto con el resto de los distritos policiales del país y preguntar por casos de asesinato sin resolver o por investigaciones de accidente o de suicidio en las que se observen las siguientes características?

Le dio a Annika una lista con una serie de puntos. Ella los leyó detenidamente, dio un respingo al leer el último y le preguntó:

– ¿Tú crees que hay más?

– No lo sé -confesó Patrik masajeándose la base de la nariz con los ojos cerrados-. Pero no detectamos la relación entre la muerte de Marit y el caso de Boras, y quiero asegurarme de que no hay más casos similares.

– ¿Estás pensando en un asesino en serie? -preguntó Annika, reacia a dar crédito a tal idea.

– No, no es eso. Todavía no -puntualizó Patrik-. Puede que se nos haya escapado una conexión evidente entre estas víctimas. Aunque, por otro lado, la definición de asesino en serie incluye dos víctimas o más en una serie, de modo que, desde un punto de vista formal, podría decirse que eso es lo que buscamos, sí. -Sonrió con desgana-. Pero no se lo digas a la prensa. Imagínate la que se armaría delante de esta ventanilla. Imagínate los titulares: «Asesino en serie arrasa en Tanumshede». -Patrik estalló en una carcajada, pero a Annika parecía costarle ver el lado divertido del asunto.

– Haré lo que me pides, mandaré la consulta -le dijo-. Pero tú te vas a casa. Ahora mismo.

– ¡Si sólo son las cuatro! -protestó Patrik, aunque nada deseaba más que obedecer la orden de Annika. La recepcionista tenía una actitud maternal que movía a niños y adultos a querer sentarse en su regazo y dejarse acariciar la cabeza. Patrik pensaba que era un desperdicio que no tuviese hijos. Sabía que ella y Lennart, su marido, se habían pasado años intentándolo en vano.

– En el estado en que te encuentras ahora no eres de ninguna utilidad, lárgate, vete a casa y descansa y vuelve mañana cuando te hayas recuperado. De esto me encargo yo, ya sabes que no hay problema.

Patrik se debatió unos segundos con el pequeño Lutero que llevaba dentro, hasta que resolvió que Annika tenía razón. Estaba destrozado y sentía que así poco podía hacer por nadie.

Erica cogió la mano de Patrik y lo miró. Contempló el mar cuando cruzaban la plaza de Ingrid Bergman y respiró hondo el aire frío y primaveral mientras el ocaso enrojecía el cielo en el horizonte.

– ¡Qué bien que hayas podido salir un poco antes hoy! Pareces agotado… -dijo descansando la mejilla en su hombro. Patrik la acarició y la apretó contra sí.

– Sí, yo también me alegro de haberme ido un poco antes. Pero claro, no tenía elección: Annika me echó prácticamente de la comisaría -explicó.

– Recuérdame que le dé las gracias en cuanto tenga ocasión. -Erica sentía el corazón ligero. Aunque no el paso: sólo habían recorrido la mitad de la pendiente de Lángbacken y tanto ella como Patrik iban sin resuello-. No puede decirse que estemos en excelente forma física -comentó sacando la lengua como un perro, dando así a entender lo cansada que estaba.

– Desde luego que no -convino Patrik resoplando-. En tu caso tiene un pase, tú trabajas sentada, pero yo soy una vergüenza para el Cuerpo…

– ¡Qué va, hombre! -protestó Erica pellizcándole la mejilla- Tú eres el mejor de todos…

– Pues entonces, que Dios asista a los habitantes del municipio de Tanumshede -respondió entre risas-. He de decir que la dieta de tu hermana parece haber funcionado. Un poco, al menos. Esta mañana me dio la impresión de que los pantalones no me apretaban tanto.

– Sí, yo también lo he notado -aseguró Erica-. Pero, ya ves, sólo nos quedan unas semanas, así que tendremos que perseverar.

– Sí, luego podremos inflarnos de comer y engordar juntos -concluyó Patrik antes de girar a la izquierda a la altura del supermercado Evas Livs.

– Y envejecer. Podremos envejecer juntos.

La abrazó aún más fuerte y le dijo muy serio:

– Sí, y envejecer juntos. Tú y yo. En la residencia. Y Maja vendrá a vernos una vez al año. Y vendrá porque la amenazaremos con desheredarla si no…

– ¡No, calla! ¡Eres un horror! -exclamó Erica dándole en el hombro muerta de risa-. Como comprenderás, cuando seamos viejos, viviremos en casa de Maja. Lo que significa que hemos de espantar a cualquier posible pretendiente.

– Bah, eso no es problema -respondió Patrik-. Yo tengo licencia de armas.

Habían llegado a la iglesia y se detuvieron un instante. Ambos alzaron la vista hacia la torre, que se erguía elevándose por encima de sus cabezas. La iglesia era un edificio imponente, construido en granito y situado en lo más alto de Fjällbacka, desde donde dominaba el mar hasta el horizonte.

– Cuando era pequeña, soñaba con cómo sería el día en que me casara aquí -confesó Erica-. Y me resultaba siempre tan lejano… Y ahora, aquí estoy, ya soy adulta, tengo una hija y voy a casarme. ¿No es absurda la vida a veces?

– Absurda es poco -repuso Patrik-. No olvides que, además, yo estoy separado. Eso da más puntos.

– Es verdad, ¿cómo he podido olvidarme de Karin? ¿Y de Leffe? -rió Erica. Y, pese a la risa, había un poso de amargura en su voz, como siempre que hablaba de la ex mujer de Patrik. Cierto que ella no era nada celosa, y que, desde luego, no tenía ningún interés en que Patrik hubiese sido virgen a los treinta y cinco, cuando lo conoció; pero nunca le resultaba agradable imaginárselo con otra mujer.

– ¿Vamos a ver si está abierta? -preguntó Patrik señalando la puerta.

Abrieron la puerta y entraron muy despacio, temiendo romper alguna especie de regla no escrita. La figura de un hombre que había delante del altar se volvió hacia ellos.

– ¡Hombre, hola! -Era Harald Spjuth, el pastor de Fjällbacka, con su habitual expresión de alegría en el semblante. Patrik y Erica sólo habían oído decir bondades de aquel hombre y deseaban que él los casara-. ¿Habéis venido a practicar un poco? -les preguntó mientras se les acercaba.

– No, hemos salido a dar un paseo y se nos ocurrió entrar un rato -respondió Patrik estrechándole la mano.

– Ah, muy bien, pues no os molesto -replicó Harald-. Estaba arreglando esto un poco, así que sentíos como en casa. Y si tenéis alguna duda acerca de la ceremonia, no hay más que preguntar. Aunque yo había pensado que podríamos hacer un ensayo un poco antes.

– Sería estupendo -aseguró Erica, a la que cada vez le caía mejor el sacerdote.

Por las habladurías del pueblo Erica sabía que había encontrado el amor a edad madura y que ya tenía una compañera en la casa parroquial. Erica se alegraba por él. Ni siquiera las señoras más religiosas y de más edad tuvieron nada que objetar ante el hecho de que aún no se hubiese casado con su Margareta, a la que, siempre según los rumores, había conocido a través de un anuncio en el periódico. En efecto, el pastor «vivía en pecado» en la casa parroquial; y eso indicaba hasta qué punto lo apreciaban en el pueblo.

– Había pensado que podríamos decorar la iglesia con rosas rojas y rosas. ¿Qué te parece, Patrik? -preguntó Erica mirando a su alrededor.

– Quedará muy bien -respondió Patrik distraído. Al ver la expresión de Erica, sintió remordimientos-. Oye, lamento de verdad que tengas que llevar toda esta carga tú sola. Me gustaría mucho poder involucrarme más en los preparativos de la boda, pero… -Hizo un gesto de impotencia y Erica le cogió una mano.

– Lo sé, Patrik. Y no tienes que pedir perdón por nada. Anna me ayuda. Nosotras nos encargaremos. Quiero decir que no es más que una simple boda, tampoco puede ser tan difícil, ¿no?

Patrik enarcó una ceja y Erica se echó a reír.

– Vale, es bastante difícil. Y pesado. Y, ante todo, es toda una empresa mantener a tu madre en su sitio. Pero te aseguro que también es muy divertido.

– Bueno, vale -respondió Patrik, sintiéndose menos culpable.

Cuando salieron de la iglesia, el atardecer había dado paso a la noche. Recorrieron despacio el mismo camino de regreso a casa, bajando por Lángbacken, en dirección a Sálvik. Ambos habían disfrutado del paseo y de la charla, pero querían llegar a casa antes de que Maja se durmiera.

Por primera vez en mucho tiempo, Patrik tuvo la sensación de que la vida era algo bueno. Por suerte, existían aspectos que compensaban el mal. Y que transmitían la luz y la energía suficientes para seguir adelante.

Detrás de ellos, la oscuridad se cernía sobre Fjällbacka. Por encima del pueblo se veía la iglesia. Vigilante. Protectora.

Mellberg daba vueltas por su pequeño piso de Tanumshede con el frenesí de un demente. Una vez hecho, podía pensarse que había sido una locura invitar a cenar a Rose-Marie con tan poco tiempo para prepararlo todo, pero tenía tantas ganas… De oír su voz, de hablar con ella, de que le contase cómo le había ido la jornada, de saber en qué pensaba. Así que la llamó. Y se oyó a sí mismo preguntarle si no querría ir a cenar a su casa.

De modo que ahora se hallaba en un verdadero aprieto. Salió corriendo de la comisaría hacia las cinco y, sin saber qué hacer, se fue al supermercado Konsum. Se le quedó la mente en blanco. Ni un solo plato se dignaba asomar a su cabeza y, teniendo en cuenta lo limitados que eran sus conocimientos de cocina, quizá no fuese tan extraño. Mellberg contaba con la cantidad suficiente de instinto de supervivencia como para comprender que no debía apostar por ningún plato de alta cocina; tocaba más bien un plato medio preparado. Recorrió indefenso los pasillos hasta que la encantadora Mona, empleada del supermercado, se le acercó y le preguntó si buscaba algo concreto. Mellberg le expuso abruptamente su dilema y la mujer lo guió sin prisas hasta la sección de preparados de carne y charcutería. Tras decidirse por un pollo asado, Mona le ayudó a localizar las patatas con mahonesa, verduras para una ensalada, pan recién hecho y helado Carte d'Or para el postre. Quizá no fuese un menú propio de un gourmet, pero desde luego era algo que ni siquiera él podía malograr. Una vez en casa, se entregó como un loco a crear de nuevo el orden que el viernes anterior, sin ir más lejos, había reinado allí, y ahora intentaba colocarlo todo del modo más vistoso posible. Sin embargo, aquella empresa resultó ser un reto mucho mayor de lo que esperaba. Con las manos llenas de grasa, miró irritado el pollo, que parecía mirarlo burlón desde la bandeja, lo cual no dejaba de ser una proeza, puesto que al animal le habían arrancado la cabeza hacía mucho tiempo.

– ¿Cómo coño…? -vociferó tirando un poco del ala del animal. ¿Cómo iba a conseguir que aquello tuviese un aspecto apetitoso en la bandeja? Además, el condenado pollo se le resbalaba como una anguila. Finalmente, se cansó de esforzarse por conseguir una buena presentación y sirvió una pechuga y un muslo para cada uno. Así tendría que valer. Luego cogió una buena porción de patatas con mahonesa y la colocó al lado, antes de ponerse manos a la obra con la ensalada. Cortar pepino y tomate era algo que dominaba, desde luego. No puso la ensalada en los platos, sino en una gran fuente de plástico. Era roja y estaba algo estropeada, pero su vajilla era limitada. Y, de todos modos, lo más importante era el vino. Descorchó una botella de tinto y la colocó en la mesa. Por si acaso, tenía dos más en la despensa. No pensaba dejar nada al azar. Tonight's the night, se dijo silbando complacido. Rose-Marie no podría reprocharle que no se hubiese esforzado. Jamás se había esforzado tanto por una mujer. Nunca. Ni siquiera sumando todos los esfuerzos de su vida.

El último detalle que faltaba, para completar el ambiente, era la música. Su colección podía calificarse de escuálida, pero al menos tenía un CD con lo mejor de Sinatra. Lo había comprado barato en la estación de servicio de Statoil. En el último minuto, se acordó también de encender las velas, luego dio un paso atrás y admiró su creación. Mellberg estaba extremadamente satisfecho consigo mismo. Nadie podría decir que no era un hacha para el romanticismo.

Acababa de cambiarse de camisa cuando llamaron a la puerta. Rose-Marie llegaba con diez minutos de antelación, constató mirando el reloj, y se apresuró a meterse el faldón de la camisa por la cintura del pantalón.

– Joder, joder -masculló entre dientes cuando se le cayó el peluquín y, mientras el timbre volvía a sonar, Mellberg se apresuró a entrar en el cuarto de baño para colocárselo. Tenía muchísima pericia, de modo que en un santiamén se había vuelto a cubrir la calva con esmero. Tras una última ojeada al espejo, constató que tenía un aspecto de lo más elegante.

A juzgar por la admiración que reflejaba la mirada de Rose-Marie cuando Mellberg abrió la puerta, ella era de la misma opinión. El, por su parte, se quedó sin respiración al verla. Llevaba un esplendoroso vestido rojo y una gruesa gargantilla de oro como único adorno. Cuando cogió su abrigo, notó el aroma de su perfume y cerró los ojos un instante. No comprendía qué tenía aquella mujer que tanto lo alteraba. Sintió que le temblaban las manos mientras le colgaba el abrigo en la percha, y se obligó a respirar hondo varias veces para serenarse. No podía comportarse como un adolescente nervioso.

La conversación fluyó sin dificultad durante la cena. Los ojos de Rose-Marie brillaban al resplandor de las velas y Mellberg le contó un sinfín de anécdotas de su carrera policial, animado por el ostensible entusiasmo de su dama. Una vez consumidas las dos botellas de vino y ya ingeridos tanto el único plato como el postre, pasaron al sofá de la sala de estar para tomarse el café con un coñac. Mellberg sentía la tensión en el aire y estaba cada vez más convencido de que, aquella noche, la cosa se dispararía. Rose-Marie lo miraba de un modo que sólo podía significar una cosa. Sin embargo, no quería correr ningún riesgo lanzándose a la carga en el momento equivocado. Bien sabía él lo sensibles que eran las mujeres a la oportunidad del momento. Al final, no pudo contenerse más. Miró fijamente el centelleo de los ojos de Rose-Marie, tomó un buen trago de coñac y se lanzó sobre ella.

Y sí, vaya si la cosa se disparó… Mellberg llegó a creer en algún momento que se había muerto y que estaba en el cielo. Ya entrada la noche, se durmió con una sonrisa en los labios y se abandonó a una hermosa ensoñación con Rose-Marie como protagonista. Por primera vez en su vida, Mellberg era feliz en los brazos de una mujer. Se dio media vuelta y se puso a roncar. En la oscuridad, a su lado, yacía Rose-Marie mirando al techo. Ella también sonreía.

– ¿Qué cojones es esto? -bramó Mellberg al entrar en la comisaría hacia las diez de la mañana. No es que fuera un gran madrugador en condiciones normales, pero aquella mañana parecía más cansado que de costumbre-. ¿Lo habéis visto? -preguntó agitando un periódico. Pasó como un rayo por delante de Annika y entró en tromba en el despacho de Patrik sin llamar a la puerta.

Annika estiró el cuello para tener algo de perspectiva de lo que ocurría, pero sólo oyó maldiciones sueltas procedentes del despacho de Patrik.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó Patrik tranquilamente, cuando Mellberg dejó por fin de soltar improperios. Le indicó a su jefe que se sentara. Mellberg parecía a punto de sufrir un infarto en cualquier momento y aunque Patrik, en momentos de debilidad, deseaba que Mellberg perdiera la vida, no quería, en el fondo, que éste cayese muerto en su despacho.

– ¿Has visto esto? Esos mierdas… -Mellberg estaba tan enfadado que no era capaz de pronunciar palabra y, simplemente, estampó el periódico en la mesa de Patrik. Sin saber lo que contenía el diario, pero lleno de malos presentimientos, Patrik le dio la vuelta para leer lo que decía la primera página. Cuando vio los titulares en negro, él mismo sintió crecer la ira en su pecho.

– ¡Qué cojones! -estalló Patrik.

Mellberg asintió y se desplomó en la silla, enfrente de Patrik.

– ¿De dónde demonios han sacado esto? -le preguntó agitando él también el periódico.

– No lo sé -respondió Mellberg-. Pero cuando pille a ese hijo de perra…

– ¿Qué más dice? A ver, déjame que vea las páginas centrales. -Patrik hojeó nervioso las páginas y leyó cada vez más iracundo-. Menudos… menudos hijos de perra.

– Sí, una institución fenomenal, el tercer poder estatal -ironizó Mellberg meneando la cabeza.

– Esto tiene que verlo Martin -dijo Patrik poniéndose de pie. Se asomó al pasillo, llamó al colega y volvió a sentarse.

Unos segundos más tarde llegó Martin.

– ¿Sí? -preguntó sorprendido. Sin decir una palabra, Patrik le mostró el diario.

Martin leyó en voz alta:

– «¡Exclusiva! Hoy, selección de fragmentos del diario de la víctima. ¿Reconoció la joven a su asesino?» -Martin se quedó mudo y miró incrédulo a Patrik y a Mellberg.

– En las páginas centrales encontrarás los párrafos del diario -observó Patrik con amargura-. Mira, aquí. Léelo. -Le tendió el periódico a Martin y tanto Patrik como Mellberg guardaron silencio mientras leía.

– ¿Será verdad? -preguntó Martin cuando hubo terminado-. ¿Creéis que es auténtico? O sea, ¿tenía Lillemor un diario o será una invención del periódico?

– Eso es lo que vamos a averiguar. Ahora mismo -repuso Patrik levantándose-. ¿Quieres venir, Bertil? -le preguntó, cumpliendo con su deber de subordinado.

Mellberg pareció sopesarlo durante un segundo, pero se decidió enseguida.

– Pues… no, tengo algunas cosas que hacer, así que id vosotros.

A juzgar por lo cansado que parecía estar, la más importante de las tareas que Mellberg pensaba abordar sería sin duda echar una cabezadita, pensó Patrik. Pero, en el fondo, se alegraba de que no los acompañara.

– Bien, pues vamos -le dijo Patrik a Martin.

Fueron caminando a buen paso hasta la granja. La comisaría se hallaba en un extremo de la pequeña calle comercial de Tanumshede, y la granja en el otro, de modo que no les llevaba ni cinco minutos ir hasta allí. Lo primero que hicieron fue llamar a la puerta del autobús, que la productora tenía permanentemente aparcado allí. En el mejor de los casos, el productor estaría dentro. De lo contrario, tendrían que llamarlo.

Hubo suerte, pues la voz que les respondió invitándolos a entrar era sin duda la de Fredrik Rehn. Estaba repasando la emisión del día siguiente con uno de los técnicos y, cuando entraron, se volvió hacia ellos enojado.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó dándoles a entender que la investigación de la policía no era sino una molestia para el desarrollo de su trabajo. O, más bien, que le encantaba el interés que la investigación despertaba por la serie, pero que detestaba los momentos en que la policía les hacía perder el tiempo a él y a los participantes.

– Queremos hablar con ustedes. Y con los chicos. Llame a todo el grupo y dígales que vengan a la granja. Ahora. -La paciencia de Patrik estaba definitivamente agotada y no pensaba perder tiempo en ser cortés.

Fredrik Rehn, que no era consciente de la magnitud de la ira a la que se enfrentaba, empezó a protestar con una vocecilla quejosa.

– Ahora están en el trabajo. Y, además, estamos grabando, de modo que no pueden…

– ¡He dicho AHORA! -rugió Patrik de modo que tanto Rehn como el técnico se llevaron un susto.

Mascullando y muy a disgusto, el productor empezó a llamar a los móviles que les habían proporcionado a los participantes. Después de cinco llamadas, se volvió hacia Patrik y Martin y declaró indignado:

– Bueno, misión cumplida. Estarán aquí dentro de unos minutos. ¿Puedo saber qué es tan importante como para que vengan a interrumpir un proyecto que vale millones y que, además, cuenta con el respaldo de la autoridad municipal, puesto que también supone grandes ventajas para la comarca?

– Se lo contaré dentro de unos minutos, cuando todos estemos reunidos ahí dentro -replicó Patrik, que salió del autobús seguido de Martin. Con el rabillo del ojo vio que Fredrik Rehn se abalanzaba de nuevo sobre el teléfono.

Fueron llegando uno tras otro, algunos irritados por verse convocados con tan poco margen, y otros, como Uffe y Calle, contentos con la interrupción de su jornada laboral.

– ¿Qué pasa? -preguntó Uffe sentándose en el borde del escenario. Sacó un paquete de cigarrillos y se disponía a encender uno cuando Patrik lo interrumpió arrebatándoselo de la boca y arrojándolo a la papelera.

– Aquí dentro está prohibido fumar.

– ¡Qué mierda! -replicó Uffe indignado, aunque sin atreverse a protestar más. Había algo en la actitud de Patrik y de Martin que le decía que no los habían hecho ir allí para hablar de la normativa de prevención de incendios.

Justo ocho minutos después de que Patrik hubiese llamado a la puerta del autobús, entró el último de los participantes.

– Pero ¿qué pasa? ¡Esto parece un entierro, joder! -dijo Tina entre risas antes de sentarse en una de las camas.

– Cierra el pico, Tina -le espetó Fredrik Rehn, que se apoyó en la pared con los brazos cruzados. Estaba decidido a que aquella interrupción fuese lo más breve posible. Y ya había empezado a llamar a sus contactos. No pensaba aguantar atropellos de la policía. Le pagaban demasiado bien para aguantar esas cosas.

– Estamos aquí porque queremos una respuesta -comenzó Patrik mirando a su alrededor y fijando la vista unos segundos en cada uno de los participantes-. Quiero saber quién de vosotros encontró el diario de Lillemor. Y quién se lo ha vendido a un periódico vespertino.

Fredrik Rehn frunció el entrecejo. Parecía desconcertado.

– ¿Un diario? ¿De qué coño de diario habla?

– Del diario que hoy ha publicado parcialmente Kvállstidningen -respondió Patrik sin mirarlo-. El que anuncian todas las primeras planas de hoy

– ¡Vaya! ¿Hoy salimos en primera página? Joder, qué bien! Eso tengo que verlo yo.

Una mirada de Martin bastó para que guardase silencio, aunque le costaba contener la sonrisa. Una primera plana era oro molido en su sector. Ninguna otra cosa daba tanta audiencia.

Todos los participantes callaban. Uffe y Tina eran los únicos que miraban a los policías. Jonna, Calle y Mehmet bajaron la cabeza con gesto abatido.

– Si no me decís dónde se hallaba el diario, quién lo encontró y dónde está ahora, haré cuanto esté en mi mano para cerrar esta guardería inmediatamente -continuó Patrik-. Habéis podido seguir sólo porque nosotros os lo hemos permitido, pero si no habláis ahora mismo… -Dejó la frase inconclusa.

– Joder, venga, hombre -intervino Fredrik Rehn un tanto estresado-. Si sabéis algo, hablad ahora mismo. Si alguno de vosotros sabe algo y no lo dice, le haré la vida imposible al que sea y me las arreglaré para que no tenga ni la más remota posibilidad de salir en televisión. -Bajó la voz y, en un susurro amenazador, insistió-: El que no hable ahora está acabado, ¿lo habéis pillado?

Todos se revolvieron nerviosos. El silencio resonaba en la gran sala de la granja. Finalmente, Mehmet carraspeó.

– Fue Tina. Yo la vi cogerlo. Barbie lo tenía debajo del colchón.

– ¡Cállate la boca! ¡Cállate la boca, negro de mierda! -lo amenazó Tina con una mirada llena de odio-. ¡No pueden hacer nada! ¿Es que no lo entiendes? Joder, eres un imbécil integral! No tenías más que cerrar el pico…

– ¡Ahora eres tú la que tiene que cerrar el pico! -rugió Patrik acercándose a Tina, que obedeció por primera vez un tanto asustada-. ¿A quién le entregaste el diario?

– No debería revelar mis fuentes -masculló Tina en un último intento por hacerse la dura.

– Pero si la fuente eres tú… -observó Jonna lanzando un suspiro. Seguía mirando al suelo sin importarle la mirada asesina de Tina.

Patrik repitió su pregunta, subrayando cada sílaba, como si estuviese hablándole a un niño pequeño:

– ¿A-quién-le-en-tre-gas-te-el-dia-rio?

Finalmente, y muy a su pesar, Tina le dijo el nombre del periodista y Patrik se dio la vuelta sin malgastar una sola palabra más con ella. Si empezaba a hablar, temía no poder parar nunca.

Cuando Martin y él pasaron por delante de Fredrik Rehn, este les preguntó amedrentado:

– Y… bueno… ¿qué va a pasar ahora? ¿No hablaría en serio cuando…? Quiero decir que podremos continuar, ¿no? Mis jefes… -Rehn comprendió que no lo escuchaban y guardó silencio.

Ya en la puerta, antes de salir, Patrik se dio la vuelta: -Sí, sigan haciendo el ridículo en la televisión. Pero si entorpecen o impiden esta investigación una vez más, de la manera que sea… -Dejó la amenaza en el aire, sin pronunciarla expresamente.

Allí se quedaron todos, mudos y abatidos. Tina parecía herida, pero en la mirada que le lanzó a Mehmet se leía que aún no había dicho la última palabra.

– Venga, volved al trabajo. Tenemos que recuperar el tiempo de grabación perdido. -Fredrik Rehn los echó de la sala y todos se encaminaron apesadumbrados hacia la calle Affársvägen. The show must go on.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Simon preocupado mientras Mehmet volvía a ponerse el delantal.

– Nada. Una mierda.

– ¿A vosotros os parece que esto es normal? ¿Seguir grabando después de la muerte de una de las chicas? A mí me parece un poco…

– ¿Un poco qué? -preguntó Mehmet-. ¿Insensible? ¿De mal gusto? insistió alzando la voz-. Y que no somos más que una panda de imbéciles con encefalograma plano que beben y follan delante de las cámaras y hacemos el ridículo voluntariamente, ¿verdad? Eso es lo que piensas, ¿no? ¿Y no se te ha ocurrido pensar que quizá sea mejor que lo que tenemos en casa? ¿Qué es una oportunidad de huir de algo con lo que tendremos que enfrentarnos de todos modos? -Se le quebró la voz y Simon lo sentó amablemente en una silla de la trastienda.

– A ver, ¿qué supone esto para ti, en realidad? -preguntó sentándose enfrente de Mehmet.

– ¿Para mí? -la voz de Mehmet destilaba amargura-. Se trata de rebelarme. De pisotear todo lo que tiene algún valor. De pisotearlo hasta que ya nada me impulse a pegar los fragmentos. -Se cubrió la cara con las manos, sollozando. Simon le acarició la espalda despacio, rítmicamente.

– No quieres vivir la vida a la que te quieren obligar, ¿es eso?

– Sí y no. -Mehmet miró a Simon-. No es que me obliguen, ni que me amenacen con enviarme a mi país ni nada de eso que los suecos creéis que hacen todos los extranjeros. Es más bien una cuestión de expectativas. Y de sacrificios. Mis padres han sacrificado mucho por nosotros, por mí. Para que nosotros, sus hijos, tuviéramos una vida mejor, llena de posibilidades. Lo dejaron todo. Su hogar, sus familias, el respeto que gozaban entre sus iguales, sus trabajos, todo. Sólo para que nosotros tuviéramos una vida mejor. Para ellos, todo empeoró. Y yo lo veo. Veo la añoranza en sus miradas. Veo Turquía en sus miradas. Para mí no significa tanto, puesto que nací aquí. Turquía es un lugar al que vamos en verano, pero no lo llevo en el corazón. Sin embargo, éste tampoco es mi hogar, este país en el que debo cumplir sus sueños, sus esperanzas. No tengo cabeza para los estudios. Mis hermanas sí, pero, por irónico que parezca, yo, el hijo varón, no la tengo. El portador del apellido paterno. El que lo ha de transmitir. Yo sólo quiero trabajar con mis manos, no tengo grandes ambiciones. Me doy por satisfecho con volver a casa y sentir que he hecho algo con mis propias manos. No puedo estudiar. Y ellos se niegan a entenderlo. Así que tengo que destrozar el sueño de una vez por todas. Pisotearlo. Hasta que quede hecho añicos. -Las lágrimas corrían por sus mejillas y el calor que le transmitían las manos de Simon no consiguió más que intensificar su dolor. Estaba tan cansado de todo. Tan cansado de no ser suficiente. Tan cansado de mentir sobre quién era…

Levantó la cabeza muy despacio. La cara de Simon quedó a tan sólo unos centímetros de la suya. Simon lo miró inquisitivo a los ojos mientras, con la mano, que olía a bollos recién hechos, secaba las lágrimas de sus mejillas. Entonces, los labios de Simon rozaron vacilantes los suyos. Mehmet quedó sorprendido al sentir que aquello era lo correcto. Después se perdió en una realidad de la que había tenido una vaga idea hasta entonces, pero que jamás se había atrevido a ver en su totalidad.

Quisiera hablar unos minutos con Bertil. ¿Está en su despacho? -preguntó Erling guiñándole un ojo a Annika.

– Pasa -le respondió Annika con parquedad-. Ya sabes dónde está.

– Gracias -respondió Erling con otro guiño. No terminaba de explicarse por qué su encanto no surtía efecto sobre Annika, pero se consolaba pensando que se trataría, sin duda, de una cuestión de tiempo.

Se dirigió con paso decidido al despacho de Mellberg y llamó a la puerta. Como no recibía respuesta, volvió a llamar. En esta ocasión, sí oyó un vago murmullo y sonidos misteriosos al otro lado de la puerta. Erling se preguntó qué estaría haciendo Bertil allí dentro. Obtuvo la respuesta cuando Mellberg le abrió por fin. Era evidente que acababa de despertarse y a sus espaldas se veían, de hecho, la manta y el almohadón encima del sofá. Además, en la cara de Mellberg se apreciaba la huella del almohadón.

– ¡Qué demonios, Bertil! ¿Qué es eso de acostarse a dormir en pleno día? -Erling había meditado muy bien qué actitud debía adoptar ante el comisario jefe y había decidido mostrarse sutil y amigable antes de pasar a una actitud más seria. Por lo general, no tenía problemas para manejar a Mellberg. En las cuestiones municipales que involucraban al Cuerpo de Policía había logrado una colaboración fluida y muy agradable simplemente adulándolo y sobornándolo con alguna que otra botella de buen whisky. Y no veía por qué iba a ser diferente en esta ocasión.

– Bueno, ya sabes -respondió Mellberg algo preocupado-. Ha habido tanto jaleo últimamente, que tengo las fuerzas muy mermadas.

– Sí, comprendo que os estáis empleando a fondo -observó Erling y vio con asombro que el comisario se sonrojaba hasta las orejas.

– Dime, ¿qué puedo hacer por ti? -preguntó Mellberg indicándole que tomase asiento.

Erling se sentó y le dijo con gesto de honda preocupación:

– Pues verás, resulta que hace un rato he recibido una llamada de Fredrik Rehn, el productor de Fucking Tanum. Al parecer, algunos de tus policías han estado en la gran sala de la granja haciendo de las suyas. Incluso han amenazado con detener la producción. Bueno, debo decir que me he quedado un tanto perplejo. Y también un poco decepcionado. Creía que estábamos de acuerdo con respecto a este asunto y que no habría fisuras en la colaboración. Sinceramente, Bertil, he quedado muy decepcionado. ¿Tú puedes explicarme lo ocurrido? -Miró a Mellberg con el ceno fruncido, artimaña con la que había aterrorizado a más de un contrario a lo largo de su carrera. Sin embargo, en esta ocasión el comisario no se dejó amilanar, sino que miró a Erling en silencio, sin molestarse en responder, de modo que Erling empezó a sentirse ligeramente preocupado. Tal vez debería haberle llevado una botella de whisky, por si acaso.

– Erling… -comenzó Mellberg.

El consejero municipal se retorcía en la silla. ¿No podía aquel tío ir al grano de una vez? Le había hecho una pregunta muy sencilla, velando por el bien de la comunidad. No entendía que fuese para tanto.

– Erling, estamos investigando un asesinato -continuó Bertil Mellberg clavando la mirada en el hombre que tenía enfrente-. Alguna de las personas involucradas en el programa no sólo nos ha ocultado pruebas importantes, sino que, además, le ha vendido el material a la prensa. De modo que, en estos momentos, me siento inclinado a secundar la opinión de mis colegas de que lo mejor sería interrumpir el programa.

Erling sintió que empezaba a sudar. Fredrik Rehn no se había molestado en comunicarle aquel pequeño detalle. Aquello era un asunto muy feo. Muy, muy feo.

– ¿Y viene… en el periódico de hoy? -balbució el consejero.

– Sí -respondió Mellberg-. En primera plana y en las páginas centrales. Fragmentos de un diario que llevaba la joven asesinada, pero de cuya existencia nosotros no teníamos noticia. Y que alguien nos ocultó. Es más, la persona en cuestión optó por vendérselo al Kvállstidningen. De modo que, en estos momentos, Hedström y Molin, dos de mis hombres, están trabajando para conseguir el diario y comprobar si es o habría sido de ayuda a la hora de localizar al asesino.

– Pues no tenía ni idea… -confesó Erling W Larson recreando mentalmente la conversación que pensaba mantener con Fredrik Rehn en cuanto saliera de allí. Acudir a una reunión de negocios sin disponer de toda la información era como lanzarse desarmado al campo de batalla, eso lo sabía cualquier novato. Menudo imbécil. Pero Rehn iba a enterarse de que no podía jugar con el consejero municipal de Tanumshede.

– Dame una sola razón para que no desenchufe este programa ahora mismo -le dijo Mellberg.

Erling guardaba silencio. Se le había quedado la mente en blanco. Todos los argumentos se habían esfumado. Miró a Mellberg, que se echó a reír a carcajadas.

– Vaya, por fin te veo indefenso. Joder, jamás creí que ocurriría tal cosa. Pero voy a portarme bien. Sé que son muchos los que disfrutan con esa basura en la tele. De modo que podrán seguir emitiendo, pero, al menor problema… -Lo señaló con un dedo amonestador y Erling asintió agradecido. Había tenido suerte. Se estremeció ante la idea de lo humillante que habría sido tener que admitir ante el Consejo Municipal que no podrían llevar a término el proyecto. Jamás habría podido recuperarse de semejante pérdida de prestigio.

Ya estaba a punto de salir cuando oyó que Mellberg le decía algo, así que se dio la vuelta.

– Oye… mis reservas de whisky empiezan a menguar. No tendrás ninguna botella de sobra, ¿verdad?

Mellberg le guiñó un ojo y Erling le respondió con una sonrisa forzada. A decir verdad, le habría gustado meterle a Mellberg en el gaznate la botella entera. Sin embargo, respondió:

– Claro, Bertil, cuenta con ello.

Lo último que vio antes de cerrar la puerta fue la expresión de satisfacción en el rostro de Mellberg.

– ¡Qué cosa más ruin! -sentenció Calle mirando a Tina mientras ella preparaba una bandeja con el pedido de una mesa.

– Ya, claro, como tú eres tan honrado… ¡Qué fácil es para ti, que nadas en el dinero de tu padre! -le espetó Tina, que casi volcó el vaso de cerveza que acababa de colocar en la bandeja.

– Oye, hay cosas que no se hacen ni por dinero.

– «Hay cosas que no se hacen ni por dinero» -lo remedó Tina con voz aflautada y una mueca de desprecio-. Joder! ¡Es repugnante lo santurrón que puedes ser! Y el cerdo de Mehmet. Tengo que matarlo.

– Oye, relájate -le dijo Calle inclinándose sobre la barra-. Recuerda que han amenazado con cortar la grabación si no se lo decíamos. Y tú parecías más interesada en salvar tu propio pellejo. Pero no tienes derecho a hundirnos a todos en la mierda.

– Era un farol, ¿no lo entiendes? ¿Cómo iban a eliminar lo único que les ha proporcionado un poco de publicidad? Si viven para esto, coño.

– Ya, bueno, pero yo no creo que Mehmet tenga la culpa de nada. Si yo te hubiera visto coger el diario, también lo habría dicho.

– Seguro que sí, pedazo de inútil -dijo Tina tan indignada que la bandeja le temblaba entre las manos-. ¿Sabes lo que te pasa a ti? Que te pasas los días en la plaza de Stureplan y crees que la vida es así. Ir por ahí tirando de las tarjetas de papá, andar por la vida pasando de currarte nada y aprovecharte de los demás. ¡Es tan patético! Y ahora vienes a decirme a mí qué está bien y qué está mal. Yo al menos intento hacer algo con mi vida, quiero algo, tengo aspiraciones. ¡Y tengo talento, dijera lo que dijera esa cretina de Barbie!

– Ya, así que ahí es donde te duele, ¿no? -repuso Calle burlón-. Escribió algo sobre tu supuesta carrera como cantante y eres tan ruin que decidiste airear su vida en la prensa para vengarte. Ya oí lo que os gritabais la noche que murió. No soportabas que dijera lo que todos pensamos.

– Ese putón mintió. Me aseguró que no os había dicho a ninguno que yo no llegaría a nada y que no tenía talento. Mintió y me aseguró que no se lo había dicho a nadie, que era una invención malévola, que quien hubiese dicho aquello mentía. Pero luego lo leí en su diario, así que era verdad. ¡Claro que lo pensaba y seguro que había ido diciéndolo y difundiendo un montón de mierda sobre mí! -Tina volcó uno de los vasos, que se cayó al suelo. Los fragmentos se esparcieron por toda la estancia.

– ¡Mierda! -exclamó Tina dejando la bandeja con los vasos que quedaban. Cogió el cepillo y empezó a recoger los fragmentos-. ¡Mierda, puta mierda!

– Oye -dijo Calle-. Jamás le oí a Barbie una mala palabra sobre ti. Por lo que yo sé, lo único que hizo fue animarte, como tú misma dijiste en la última reunión con Lars. Incluso lloraste con lágrimas de cocodrilo, si no recuerdo mal.

– No creerás que soy tan imbécil como para ponerme a hablar mal de una muerta, ¿verdad? -le preguntó barriendo las últimas esquirlas de vidrio.

– Sea lo que sea lo que escribió en el diario, no puedes reprochárselo, porque es verdad. Cantas como una urraca y si yo fuera tú empezaría a afinar un poco mi solicitud para el McDonalds -dijo Calle riéndose al tiempo que echaba una rápida ojeada a la cámara.

Tina soltó el cepillo en el suelo y se le acercó de una zancada. Pegó su cara a la de él y le susurró llena de ira:

– Más te valdría callarte la boca, Calle. Tú no fuiste el único que oíste lo que se dijo la noche que Barbie murió. Tú también te metiste con ella y te pasaste bastante. Por algo que había dicho por ahí de que tu madre se había suicidado por culpa de tu padre. Según ella, tampoco lo había ido contando, así que yo en tu lugar me callaría la boca.

Cogió la bandeja y salió en dirección al restaurante. Calle estaba pálido. Evocó mentalmente las acusaciones, las duras palabras que le había dicho a Barbie aquella última noche. Recordó también su mirada incrédula ante aquello de lo que la había acusado. Su insistencia cuando, al borde del llanto, le aseguraba que no había dicho nada parecido y que no sería capaz de decirlo jamás. Lo peor era que no podía librarse de la sensación de que le había dicho la verdad.

Patrik, ¿tienes un minuto? -Annika guardó silencio al ver que estaba ocupado al teléfono.

Levantó un dedo para indicarle que esperase un momento. La conversación parecía estar tocando a su fin.

– Vale, de acuerdo, lo haremos así -dijo Patrik irritado-. Vosotros nos dais el diario y nosotros os damos información de primera mano cuando encontremos al culpable.

Estrelló el auricular en la base del teléfono y se volvió hacia Annika con expresión atormentada.

– ¡Idiotas! -exclamó indignado y lanzando un suspiro.

– ¿El periodista del diario vespertino? -preguntó Annika antes de sentarse.

– El mismo -respondió Patrik-. Oficialmente, acabo de cerrar un acuerdo con el diablo. Lo más probable es que hubiéramos conseguido el diario de todos modos, pero habríamos tardado más. Llevamos tres días trapicheando con ellos, así que ahora lo haremos así. Tendremos que darles su libra de carne.

– Sí -asintió Annika. Entonces, Patrik se dio cuenta de que estaba esperando impaciente para poder decirle algo.

– Bueno, ¿y qué querías decirme? -le preguntó.

– La consulta que cursé el lunes pasado ha dado resultado -le reveló Annika sin poder ocultar su satisfacción.

– ¿Tan pronto? -exclamó Patrik sorprendido.

– Sí, supongo que la atención mediática de que goza Tanumshede en estos momentos ha sido una ventaja -constató.

– Bien, ¿y qué tienes? -preguntó con repentino interés.

– Posiblemente, dos casos más -le dijo mirando sus papeles-. Al menos el modo en que murieron coincide al cien por cien. Y… -vaciló un instante-… en ambos casos encontraron lo mismo que nosotros en Rasmus y Marit.

– ¡Vaya, vaya! -comentó Patrik inclinándose-. Bien, cuéntame todo lo que tengas.

– Uno de los casos es de Lund. Un hombre de unos cincuenta años, murió hace seis. Estaba muy alcoholizado y aunque abrigaron ciertas dudas sobre sus lesiones, consideraron que se había matado bebiendo. -Annika miró a Patrik, que la animó a seguir-. El otro caso se produjo hace diez años. En Nyköping. Una mujer de setenta años. Se clasificó como asesinato, pero jamás lograron resolverlo.

– Es decir, dos asesinatos más -concluyó Patrik, intuyendo la envergadura de lo que se les avecinaba-. En total, cuatro casos de asesinato que parecen estar relacionados.

– Sí, eso parece -convino Annika quitándose las gafas, que empezó a hacer girar entre sus dedos.

– Cuatro asesinatos -repitió Patrik abatido. El cansancio se extendía sobre su semblante como una fina membrana gris.

– Cuatro, más el asesinato de Lillemor Persson. Lo admito, creo que hemos llegado al límite de nuestra capacidad -observó Annika con pesadumbre.

– Pero, ¿qué dices? -preguntó Patrik-. ¿No crees que podamos con la investigación? ¿Piensas que deberíamos pedir ayuda a la central? -La miró pensativo, con la sospecha de que quizá tuviera razón. Por otro lado, ellos tenían todos los datos, sólo ellos podían encajar todas las piezas del rompecabezas. Exigiría colaboración entre distritos, pero estaba convencido de que eran lo bastante competentes para controlar la situación-. Empezaremos con ello y ya veremos si necesitamos ayuda -decidió.

Annika asintió. Si él lo decía, lo harían así.

– ¿Cuándo piensas presentárselo a Mellberg? -le preguntó agitando sus notas.

– En cuanto haya hablado con los responsables de las investigaciones en Lund y Nyköping -respondió-. ¿Tienes ahí los datos de contacto?

Annika asintió.

– Aquí te dejo las notas, contienen todo lo que necesitas. Patrik le dio las gracias con un gesto. Ya en el umbral, Annika pareció dudar un poco.

– O sea, un asesino en serie, ¿no? -preguntó sin poder dar crédito a lo que acababa de decir.

– Eso parece -contestó Patrik. Luego cogió el auricular y empezó a llamar.


Oye, ¡qué bonito tienes esto! -exclamó Anna al ver la planta baja.

– Bueno, está un poco vacío. Pernilla se llevó la mitad de las cosas y yo… pues no he tenido tiempo de reemplazarlas. Y ahora parece que no tiene mucho sentido. Tendré que vender la casa y en un apartamento no podré meter muchos muebles.

Anna asintió y lo miró compasiva.

– Sí, es duro. Aunque, comparado con lo que has tenido que pasar… -dijo Dan.

– No te preocupes, no espero que todo el mundo compare sus problemas con los míos. Cada uno tiene su perspectiva de las cosas y yo no puedo convertirme en la medida y el modelo de lo que es razonable quejarse. Lo entiendo.

– Gracias -respondió Dan con una amplia sonrisa-. En otras palabras, me permites que me lamente todo lo que quiera, ¿no?

– Bueno, puede que no todo lo que quieras… -repuso Anna con una sonrisa. Se dirigió a la escalera y señaló la planta superior con un gesto inquisitivo.

– Claro, puedes subir a mirar si quieres. Incluso he hecho la cama y he recogido del suelo la ropa sucia, así que no hay riesgo. No te verás atacada por unos calzoncillos sucios.

Anna puso cara de asco y volvió a reír. Se había reído mucho y muy a menudo últimamente. Era como si tuviese que recuperar varios meses de risas. Y, en cierto modo, así era.

Cuando volvió a bajar, Dan había puesto la mesa con unos bocadillos.

– ¡Nam! ¡Qué rico! -dijo sentándose a la mesa.

– Sí, pensé que nos vendría bien. Y esto es lo único que tengo que ofrecer en estos momentos. Las niñas me dejaron el frigorífico vacío y no he tenido tiempo de ir a comprar.

– Bocadillos es perfecto -replicó Anna dando un gran mordisco a uno de queso.

– ¿Cómo van los preparativos de la celebración? -preguntó Dan preocupado-. Tengo entendido que Patrik se pasa los días trabajando y no quedan ni cuatro semanas para el día de la boda.

– Sí, puede decirse que vamos con el tiempo justo… Pero lo vamos resolviendo entre Erica y yo, así que creo que lo conseguiremos. Siempre y cuando la madre de Patrik se mantenga al margen.

– ¿Por qué? -preguntó Dan curioso. Anna le respondió con una animada descripción de la última visita de Kristina.

– ¡Anda ya! ¡Estás de broma! -repuso muerto de risa.

– Te lo juro -aseguró Anna-. Fue tal y como te lo he contado.

– Pobre Erica -dijo Dan-. Y yo que pensaba que la madre de Pernilla se metía en todo cuando íbamos a casarnos. -Dan meneó la cabeza.

– ¿La echas de menos? -preguntó Anna. Dan fingió no haberla entendido.

– ¿A la madre de Pernilla? No, ni lo más mínimo, la verdad.

– Venga, hombre, ya sabes a quién me refiero. -Anna lo observó con una mirada escrutadora.

Dan se tomó unos minutos para reflexionar.

– No, creo que puedo decir sinceramente que ya no -dijo al fin-. Antes sí, pero no estoy seguro de que la echase de menos a ella, sino más bien lo que teníamos… como familia, no sé si me explico.

– Sí y no -respondió Anna con una súbita expresión de infinita pena-. Creo que quieres decir que echabas de menos el día a día, la seguridad, lo predecible. Yo eso jamás lo tuve con Lucas. Nunca jamás. Pero, en medio del miedo y, más tarde, del terror auténtico, tengo la sensación de que eso era lo que yo añoraba también. Un poco de rutina de lunes. Un poco de vida predecible. Lo cotidiano.

Dan puso su mano sobre la de ella.

– No tienes por qué hablar de eso.

– No pasa nada -replicó Anna cerrando los ojos para contener las lágrimas-. He hablado tanto durante las últimas semanas que empiezo a cansarme de mi propia voz. -Anna se rió y se sonó en una servilleta.

Dan mantuvo la mano sobre la de ella.

– Pues yo no me canso lo más mínimo de oírte. Por lo que a mí respecta, podrías estar hablando días enteros.

Se hizo un plácido silencio mientras los dos se miraban a los ojos. El calor de la mano de Dan se extendía por todo el cuerpo de Anna e incluso llegó a derretir partes que ni siquiera sabía que tenía congeladas. Dan abrió la boca para decir algo pero, justo en ese momento, sonó el móvil de Anna. Se sobresaltaron y Anna retiró la mano para sacar el teléfono, que tenía en el bolsillo. Miró la pantalla.

– Es Erica -dijo como disculpándose antes de levantarse para contestar.

En esta ocasión, Patrik decidió convocar a sus colegas en la cocina. Había tanto que digerir entre lo que pensaba exponerles que creyó que podrían necesitar tanto una taza de café bien cargado como algún bollo. Dejó que se fueran sentando, aunque él permaneció de pie. Todos lo miraban tensos según iban entrando. Era evidente que algo pasaba, pero Annika no les había revelado nada, así que ninguno sabía aún de qué se trataba. Sólo que era algo importante, a juzgar por la expresión grave de Patrik. Un pájaro pasó volando ante la ventana de la cocina y, en un acto reflejo, todos se volvieron atraídos por el movimiento, pero enseguida fijaron de nuevo la vista en Patrik.

– Servíos café y bollos antes de empezar -los animó Patrik con voz grave. Se oyó un murmullo mientras todos se servían café del termo y se pedían unos a otros la cesta de los bollos, pero enseguida volvió a reinar el silencio-. A petición mía, Annika envió el lunes pasado una consulta sobre casos de fallecimiento que presentasen similitudes con los asesinatos de Rasmus y Marit.

Hanna alzó la mano y Patrik le indicó con un gesto que podía hablar.

– ¿Qué, exactamente, se pedía en la consulta?

Patrik asintió, dando a entender que comprendía la pregunta.

– Enviamos una lista de puntos característicos de estos dos casos de asesinato. Y, en la práctica, abarcan dos ámbitos: el modo en que murieron y el objeto hallado cerca de las dos víctimas.

Esto último constituía una novedad para Gösta y Hanna, que se inclinaron hacia Patrik con gesto inquisitivo.

– ¿Qué objeto es ése? -preguntó Gösta.

Patrik echó una ojeada hacia Martin y explicó:

– Cuando Martin y yo revisamos la mochila que Rasmus llevaba cuando murió, encontramos un objeto que también hallamos cerca del cadáver de Marit. En su caso, en el asiento del acompañante. No reaccionamos al verlo porque lo consideramos parte de la basura que había en el coche. Sin embargo, al encontrarlo también en la mochila…

– Pero ¿qué es? -insistió Gösta inclinándose aún más hacia Patrik.

– Una página arrancada de un libro. De un libro infantil, para ser exactos -explicó Patrik.

– ¿Un libro infantil? -repitió Gösta incrédulo. Hanna también parecía desconcertada.

– Sí, son páginas del cuento de Hansel y Gretel, ya sabéis, de los cuentos de los hermanos Grimm.

– Tú estás de broma -afirmó Gösta.

– Por desgracia, no. Y no sólo eso. Ese dato, en combinación con los detalles sobre el modo en que murieron Rasmus y Marit, nos ha llevado a localizar otros dos casos seguramente relacionados con el nuestro.

– ¿Dos casos más? -Ahora le tocó a Martin preguntar sin dar crédito a lo que oía.

Patrik asintió.

– Sí, hemos recibido la información esta mañana. Otros dos casos encajan en el patrón. Uno en Nyköping y el otro en Lund.

– O sea, dos casos más -repitió Martin como un eco, como si a su cerebro le costase asimilar la información que Patrik acababa de exponer. Éste lo entendía a la perfección.

– ¿Es totalmente seguro que los cuatro casos guardan relación? -preguntó Hanna-. Suena demasiado increíble, por decirlo de alguna manera.

– Murieron de forma idéntica y todos tenían cerca una página arrancada del mismo cuento. De modo que sí, creo que podemos dar por hecho que los cuatro casos están relacionados -repuso Patrik con acritud, un tanto sorprendido y molesto al ver cuestionada su afirmación-. En cualquier caso, seguiremos con la investigación, o con las investigaciones, partiendo de la base de que existe una conexión entre ellas.

Martin pidió la palabra. Patrik se la concedió con un gesto de asentimiento.

– ¿Las otras víctimas también eran abstemias?

Patrik meneó la cabeza despacio. Eso era lo que más lo irritaba.

– No -dijo al fin-. La víctima de Lund había consumido muchísimo alcohol, y la policía no disponía de ese dato con respecto a la víctima de Nyköping, pero había pensado que tú y yo podríamos ir a hablar con ellos y averiguar más detalles.

Martin asintió.

– Claro, ¿cuándo salimos?

– Mañana -respondió Patrik-. Bien, si nadie quiere añadir nada más, podemos dar por finalizada la reunión y ponernos manos a la obra. Si hay algo que haya quedado poco claro, propongo que leáis mi resumen. Annika ha sacado copias y podéis ir cogiendo un ejemplar cada uno según vayáis saliendo.

Se levantaron taciturnos y meditabundos. Todos pensaban en las dimensiones del caso al que se enfrentaban y trataban de incorporar a su vocabulario la expresión «asesino en serie». Jamás, en toda la historia de la comisaría de Tanumshede, habían tenido que recurrir a ella. No era un hito agradable.

Gösta se dio la vuelta al oír a alguien a su espalda cuando iba a entrar en su despacho.

– Martin y yo nos vamos mañana y estaremos fuera dos días -explicó Patrik.

– ¿Y? -preguntó Gösta.

– Había pensado que Hanna y tú os encargarais de lo demás entretanto. Por ejemplo, podríais revisar la carpeta de Marit. Yo he leído su contenido tantas veces que creo que sería beneficioso que alguien lo hiciese con nuevos ojos. Y haced lo mismo con lo que tenemos de Rasmus Olsson, por cierto. Además, Martin había comenzado a elaborar una lista de todos los propietarios de galgos españoles del país, y estaría bien que continuaseis con ella. Habla con Martin esta tarde y le preguntas hasta dónde llegó. Y… ¿qué más había? Ah, sí, el periodista del Kvállstídningen ha enviado por fax una copia del diario de Lillemor Persson. Nos enviarán también el original, pero llega por correo ordinario y no tenemos tiempo que perder esperándolo. Yo me llevo una copia, pero Hanna y tú podéis ir echándole un vistazo.

Gösta asintió agotado.

– Bien -concluyó Patrik-. Entonces en marcha. ¿Se lo cuentas tú a Hanna?

Gösta volvió a asentir. Más agotado si cabe. Vaya mierda tener que trabajar de aquel modo. Estaría totalmente exhausto antes de que la temporada de golf hubiese empezado siquiera.


Era por las noches cuando más cercano sentía el horror. ¿ Y si venían mientras ella estaba durmiendo? ¿Y si no le daba tiempo de despertar hasta que no fuese demasiado tarde? En el dormitorio, él y su hermana tenían cada uno su cama. Ella solía ir por las noches a taparlos hasta la barbilla y a darles un beso en la frente, primero a él, luego a su hermana. Un dulce «buenas noches» y apagaba la luz. Y cerraba con llave. Y era entonces cuando el mal campaba a sus anchas dominando sus sentidos. Sin embargo, supieron hallar consuelo. Con pasos cautos y de puntillas, se pasaba a la cama de su hermana y se acostaba pegado a ella bajo el edredón. No acostumbraban a hablar, simplemente se quedaban así, muy cerca, sintiendo el calor mutuo. Tan cerca que se intercambiaban el aliento, aire ardiente que llenaba sus pulmones y se extendía hasta sus corazones invadiéndolos de una sensación de seguridad.

A veces se quedaban así, despiertos, mucho rato. Cada uno veía el miedo en los ojos del otro, aunque incapaces de formularlo con palabras. En esos instantes, sentía a veces tal amor por su hermana que creía que podría estallar. Llegaba a cada rincón de su ser y lo impulsaba a querer acariciar cada centímetro de su piel. La veía tan indefensa, tan inocente, tan atemorizada por lo de fuera. Más asustada aun que él mismo. En su caso, el miedo convivía mezclado con el anhelo de lo que existía allá fuera. Aquello a lo que habría tenido acceso, de no ser por su condición de pájaro cenizo, y de no ser porque lo desconocido lo aguardaba allí.

A veces, cuando yacía así por las noches, con su hermana en sus brazos, se preguntaba si lo terrible guardaba alguna relación con la mujer de la voz agria. Después, el sueño se apoderaba de él. Y con el sueño, los recuerdos.

Martin se mareaba en coche desde siempre. Aun así, trataba de leer las páginas fotocopiadas del diario de Lillemor.

– ¿Quién será ese «él» del que habla y al que dice reconocer? -preguntó desconcertado sin dejar de leer, por si encontraba más pistas.

– No lo explica -respondió Patrik, que había leído las copias antes de partir-. Ni siquiera parece estar segura de haberlo visto, o de dónde lo vio.

– Pero sí dice que le produce una sensación desagradable -observó Martin señalando el lugar de la página donde acababa de leerlo-. Resulta increíble que haya sido casualidad que la mataran después.

– Sí, estoy de acuerdo -admitió Patrik mientras aceleraba para adelantar a un camión-. Pero no hay nada más en el diario que resulte de interés, de todos modos. Y puede ser cualquiera. Alguien del pueblo, alguien del grupo de participantes, alguien del equipo de producción… Lo único que sabemos es que se trata de un hombre. -Se detuvo, pues oyó que Martin empezaba a respirar con dificultad-. ¿Te encuentras bien? ¿Te estás mareando? -Una simple ojeada a la cara de Martin le confirmó que así era. Sus pecas relucían rojizas en contraste con la palidez de su cara, más acentuada que de costumbre, y el pecho se le agitaba subiendo y bajando al ritmo de su respiración-. ¿Quieres que abra la ventanilla para que entre un poco de aire fresco? -preguntó algo preocupado. Por un lado, lo sentía por el colega; por otro, no tenía ninguna gana de hacer el viaje hasta Lund con una vomitona en el coche. Martin asintió y Patrik bajó la ventanilla del lado del acompañante. Martin se apoyó en la ventanilla y respiró con avidez el oxígeno, aunque venía mezclado con el humo de los coches, por lo que no le reportó el alivio que esperaba.

Unas cuantas horas más tarde, con las piernas entumecidas y con dolor de espalda, entraron en el aparcamiento de la comisaría de policía de Lund. No se habían permitido más que una breve pausa para orinar y estirar las piernas, ya que ambos estaban ansiosos por saber qué sacarían de la reunión con el comisario Kjell Sandberg. Sólo tuvieron que aguardar unos minutos en recepción: el comisario bajó enseguida. En realidad, el hombre libraba aquel sábado, pero después de la llamada de Patrik, aceptó acudir a la comisaría.

– ¿Qué tal el viaje? -preguntó Kjell Sandberg echando a andar delante de ellos.

Era un hombre de muy baja estatura -poco más de uno sesenta, calculó Patrik-, pero parecía compensarlo con la gran cantidad de energía acumulada en su breve persona. Hablaba con todo el cuerpo y gesticulaba sin cesar, y tanto a Martin como a Patrik les costó seguir su carrera por el pasillo. La marcha culminó por fin en una sala de descanso y entonces Kjell los invitó a pasar primero.

– He pensado que podíamos sentarnos aquí en lugar de en mi despacho -dijo Kjell señalando una mesa donde había un montón de archivadores. En el primero de ellos se leía «Börje Knudsen» que, según sabía Patrik desde el día anterior, era el nombre de la víctima número tres, o número dos, para ser exactos y consecuentes con la cronología. Se sentaron y Kjell empujó el montón hacia Patrik-. Ayer estuve revisándolo todo otra vez. Después de vuestra consulta, bueno, podría decirse que vi una serie de detalles a una luz distinta. -Meneó la cabeza como lamentándolo y excusándose un poco.

– Y hace seis años, ¿no hubo ninguna sospecha de que algo no encajaba? -preguntó Patrik, aunque procurando que no sonara como un reproche.

Kjell meneó de nuevo la cabeza. Cada vez que lo hacía, su enorme bigote aleteaba de un modo un tanto cómico.

– No, la verdad, no se nos pasó por la cabeza que hubiese nada extraño en la muerte de Börje. Ya sabéis, Börje era uno de los borrachos habituales, a los que uno esperaba encontrarse muerto cualquier día. Había estado a punto de morir de una borrachera en más de una ocasión, pero se había librado. Aquel día pensamos simplemente que… Bueno, cometimos un error, no hay que darle más vueltas -dijo con expresión angustiada.

Patrik asintió como para consolarlo.

– Por lo que sé, era fácil cometer ese error precisamente en este caso. También nosotros creímos durante bastante tiempo que nuestro asesinato había sido un accidente. -Con esta confesión, Patrik pareció conseguir que Kjell se sintiera un poco mejor.

– ¿Qué fue exactamente lo que hizo que reaccionarais, o, bueno, que reaccionaras a nuestra consulta? -preguntó Martin tratando de no quedarse mirando el aleteo del bigote. Aún conservaba algo de la palidez del viaje y se alegró de poder comer un par de galletas María, que lo animaron un poco. Por lo general, solía tardar unas horas en volver a su ser después de un viaje en coche.

Kjell no dijo nada al principio, se puso a remover en el montón de archivadores, buscando algo. Finalmente, sacó uno que dejó abierto delante de Patrik y de Martin.

– Mirad. Aquí tenéis las fotos de Börje cuando lo encontraron. En fin… llevaba algo más de una semana muerto en el apartamento, así que no ofrecen un espectáculo muy agradable que digamos -explicó disculpándose-. Nadie reaccionó hasta que no empezó a oler mal.

Kjell tenía razón, sin duda, aquellas fotos eran horrendas, pero lo que captó su atención fue algo que Börje sostenía en la mano. Parecía una hoja de papel arrugada. Siguieron mirando fotos hasta que llegaron a un primer plano del papel ya desplegado, después de que se lo hubieran quitado a Börje de la mano. Era una página del libro que Patrik y Martin tan bien conocían a aquellas alturas. El cuento Hansel y Gretel, de los hermanos Grimm. Se miraron y Kjell asintió.

– Sí, es una coincidencia extraordinaria como para atribuírsela a la casualidad. Y lo recordaba porque me pareció muy extraño que Börje tuviese en sus manos una página de un cuento. El no tenía hijos.

– ¿Y la página? ¿La conserváis? -preguntó Patrik conteniendo la respiración, tenso y expectante ante la respuesta. Kjell no pronunció una palabra, pero, con una sonrisa en los labios, sacó una funda de plástico que tenía encima de la silla contigua.

– Una combinación de suerte y habilidad -declaró sonriente.

Patrik cogió la funda con expresión solemne y se aplicó a examinarla enseguida. Luego se la pasó a Martin, que también la observó con suma atención.

– ¿Y qué me dices del resto, de las lesiones y el modo en que murió? -preguntó Patrik observando con más detenimiento las fotos del cadáver de Börje. Creyó advertir unas sombras violáceas alrededor de la boca, pero el cuerpo se hallaba en tal estado de descomposición que resultaba casi imposible distinguirlo. Sintió que se le revolvían las tripas sólo de mirarlo.

– Por desgracia, no tenemos información alguna sobre las lesiones. Como os decía, no se hallaba en un estado que permitiera observar nada y, además, Börje siempre estaba más o menos lesionado, o sea que la cuestión es si habríamos reaccionado aunque… -No acabó la frase, pero Patrik comprendió lo que quería decir. Börje era un borracho que solía andar metido en peleas y el que lo hubiesen hallado muerto de una borrachera no dio pie a que se abriera ninguna investigación. Claro, sí, ahora que sabían lo que había sucedido, fue un error, pero Patrik lo comprendía. Con todos los datos en la mano, resultaba muy fácil juzgar.

– Pero ¿presentaba una tasa de alcohol muy elevada?

Kjell asintió con tal vehemencia que el bigote, más que agitarse, empezó a saltar.

– Sí, eso encaja, pero incluso así… Presentaba una tasa absolutamente anormal, aunque, claro, con los años, había alcanzado una tolerancia muy acusada. Y, según el forense, se había bebido una botella entera y de eso murió, sin más.

– ¿Tenía algún familiar con el que pudiéramos hablar?

– No, no tenía a nadie. Las únicas personas con las que tenía relación éramos los policías y sus compañeros de la pandilla de alcohólicos del barrio. Y las personas a las que conocía en sus estancias en la cárcel, claro.

– ¿Cuáles eran los motivos por los que iba a parar a la cárcel?

– Bueno, las causas eran muy variadas. Tenéis la lista, con las fechas correspondientes, en la primera carpeta. Agresiones, amenazas, conducción bajo los efectos del alcohol, homicidio preterintencional, atracos, todo un repertorio. Yo diría que pasaba más tiempo entre rejas que fuera.

– ¿Puedo llevarme este material? -preguntó Patrik cruzando los dedos.

Kjell asintió.

– Sí, ésa era la idea. Y prométeme que llamaréis si pensáis que podemos ayudaros en algo. Yo me encargaré de preguntar entre los colegas, por si hubiera algo más que os sea de utilidad.

– Muchísimas gracias -respondió Patrik y se puso de pie, al igual que Martin.

Camino de la salida, tuvieron que volver a recorrer el pasillo medio a la carrera para seguir el ritmo de Kjell. Las piernas del colega escaniano funcionaban como pequeños palillos de tambor.

– ¿Regresáis hoy mismo? -quiso saber Kjell volviéndose hacia ellos justo delante de la salida.

– No, hemos reservado habitación en el Scandic, así que tendremos tiempo de revisar el material tranquilamente antes de la próxima parada de mañana.

– Sí, que será Nyköping, ¿no? -dijo Kjell muy serio-. Los asesinos que reparten su talento de este modo no son frecuentes, por suerte.

– No -contestó Patrik con la misma seriedad-. No son frecuentes. No lo son en absoluto.


– ¿Qué prefieres? ¿Lo de los chuchos o revisar el material de Marit? – Gösta no podía ocultar su frustración ante la carga laboral que les habían encomendado. Hanna tampoco parecía muy animada. Seguramente, se había hecho a la idea de pasar una agradable tarde de sábado en casa con su marido. Sin embargo y muy a su pesar, Gösta tuvo que admitir que, si en algún caso tenían justificación las horas extraordinarias, era en uno como aquél. No todos los días se les presentaba en la comisaría una investigación de asesinato múltiple; cinco, para ser exactos.

Hanna y él se habían instalado en la mesa de la cocina para organizar el trabajo que Patrik les había encomendado, pero ninguno de los dos parecía sentir el menor entusiasmo. Gösta observó a su colega, que servía el café junto al fregadero. Desde luego, no podía decirse que, cuando empezó con ellos, fuese una de esas mujeres entradas en carnes, pero ahora más que delgada estaba raquítica. Se preguntó una vez más si tendría algún problema en casa. Últimamente había en su semblante una expresión tensa, casi atormentada. Tal vez ella y su marido no pudieran tener hijos, aventuró Gösta. Después de todo, Hanna tenía cuarenta años y no tenía niños. Le habría gustado poder ofrecerse para que le contara lo que quisiera, pero tenía la sensación de que no dispensaría una buena acogida a tal ofrecimiento. Hanna apartó un mechón de su rubio cabello y, de repente, Gösta advirtió en su gesto una fragilidad y una inseguridad inmensas. Hanna Kruse era, en verdad, una mujer llena de contradicciones. Era fuerte, dura y valiente en apariencia pero, al mismo tiempo y de vez en cuando, en ciertos gestos, Gösta creía entrever algo muy distinto… algo… roto. Esa era la palabra que en su opinión mejor lo describía. Cuando Hanna se volvió hacia él, no obstante, Gösta se preguntó si no estaría interpretando de más. La expresión de Hanna era hermética, su rostro denotaba fortaleza. No había ni rastro de debilidad.

– Yo me encargaré de los documentos de Marit -propuso ella mientras se sentaba-. Y tú te encargas de los chuchos, ¿te parece bien? -le preguntó mirándolo por encima de la taza.

– Me parece bien. Ya te dije que podías elegir -respondió Gösta un tanto más irritado de lo que pretendía.

Hanna sonrió y la sonrisa suavizó sus rasgos de modo que Gösta dudó aún más de que sus especulaciones fuesen acertadas.

– Un suplicio, ¿no, Gösta?, esto de tener que trabajar.

Le guiñó un ojo, para hacerle ver que estaba bromeando y Gösta no pudo por menos de responder con una sonrisa. Dejó a un lado las reflexiones sobre su vida doméstica y decidió disfrutar sin más de su nueva colega. Le gustaba muchísimo, de verdad.

– Bien, pues yo me encargo de los chuchos -convino poniéndose de pie.

– ¡Guau! -contestó ella entre risas. Después, se puso a hojear los documentos que contenía la carpeta de Marit.

He oído que el otro día hubo aquí una especie de juego dramático -observó Lars mirando con gravedad a los participantes, que escuchaban sentados en círculo a su alrededor. Nadie pronunció una palabra. Lars lo intentó de nuevo-. ¿Alguien tendría la amabilidad de informarme de lo que pasó?

– Tina hizo el ridículo -murmuró Jonna.

Esta la miró iracunda.

– ¡Y una mierda! -le espetó mirándolos a todos-. Lo que os pasa es que tenéis envidia porque lo encontré yo y no vosotros. Y habríais hecho lo mismo.

– Oye, yo jamás habría hecho algo tan sucio -aseguró Mehmet sin levantar la vista de sus zapatos. Lo había visto demasiado apagado últimamente, de modo que Lars centró su atención en él.

– ¿Y cómo estás tú, Mehmet? Pareces bastante abatido.

– No, no es nada -respondió aún con la vista en sus zapatos.

Lars lo observó inquisitivo, pero decidió no insistir. Era evidente que Mehmet no deseaba hablar. Quizá fuera más fácil en la sesión individual. Lars volvió a Tina, que, obstinada, meneaba la cabeza.

– ¿Qué decía el diario que tanto te indignó? -le preguntó afable. Tina apretó los labios con rebeldía manifiesta- ¿Qué te hizo pensar que tenías derecho a exponer de ese modo a Barbie…, quiero decir, a Lillemor?

– Decía que Tina no tenía ningún talento -intervino Calle solícito. El ambiente entre él y Tina había sido bastante frío desde la discusión en el restaurante Gestgifveriet, y ahora aprovechaba la ocasión de hacerle la puñeta. Aún le dolía el comentario con que ella había terminado la discusión, por lo que su voz resonó con maldad. En aquellos momentos, su mayor deseo era herirla-. Y no creo que se le pueda reprochar -añadió con frialdad-. No hizo más que constatar un hecho.

– ¡Cállate, cállate, cállate! -gritó Tina salpicando saliva.

– Calma, chicos -atajó Lars con dureza-. Es decir, que Lillemor escribió en su diario algo negativo sobre ti, y por eso te creíste con derecho a mancillar su memoria. -Lars le dedicó una mirada de reproche y Tina apartó la vista. Sonaba tan… duro y tal cruel dicho así…

– Escribió un montón de mierda sobre todos vosotros -dijo mirando al grupo con la esperanza de reconducir parte del descontento de Lars hacia alguno de los otros-. Decía que tú eras un niño rico consentido, Calle; que tú, Uffe, eras uno de los tíos más tontos que había conocido en su vida. Y que Mehmet sufría una inseguridad y una angustia tales ante la idea de no complacer a su familia que debería echarle un poco de valor a la cosa. -Hizo una pausa, antes de dirigirse a Jonna-. Y de ti dijo que tenías los problemas típicos de los países desarrollados y que era ridículo y patético que anduvieras haciéndote cortes a todas horas. Así que cada uno recibió su parte, ¡que lo sepáis! ¿Alguno de vosotros sigue pensando que «deberíamos honrar su memoria» o la basura esa que decís? Si tenéis remordimientos por haberla puesto entre la espada y la pared la noche de la fiesta, ¡olvidadlo! ¡Se lo tenía merecido! -Tina se apartó la melena de la cara con un gesto brusco, como retando a que la contradijeran.

– ¿Y morir? ¿También se lo tenía merecido? -preguntó Lars tranquilamente.

Se hizo el silencio en la sala. Tina se mordía una uña de puro nerviosismo. Luego, se levantó bruscamente y echó a correr hacia la calle. Todos la siguieron con la mirada.

La carretera se extendía infinita ante su vista. Sus cuerpos empezaban a resentirse después de tantas horas de coche y Patrik iba dormitando en el asiento del acompañante. Martin se había ofrecido a conducir en esta ocasión, con la esperanza de mantener a raya las náuseas. Hasta el momento, había funcionado, y ya sólo les quedaban unos kilómetros hasta Nyköping. Martin bostezó y contagió a Patrik. Ambos se echaron a reír.

– Me temo que anoche nos quedamos hasta muy tarde -dijo Patrik.

– Sí, yo diría que sí, pero es que había mucho que revisar.

– Desde luego -respondió Patrik sin añadir más comentarios al respecto. La noche anterior, habían desbrozado la información relativa al caso varias veces en la habitación de Patrik. Martin no se fue a la suya hasta bien entrada la madrugada y luego les llevó cerca de otra hora más conciliar el sueño, excitados con tantas ideas y cabos sueltos-. Oye, ¿cómo está Pia? -preguntó, por abordar un tema distinto de los asesinatos.

– ¡Muy bien! -a Martin se le iluminó la cara-. Ya se le han pasado las molestias y ahora está estupendamente, la verdad. ¡Joder, es tan emocionante!

– Sí, lo es, sin duda -aseguró Patrik sonriendo al pensar en Maja. Las echaba tanto de menos a ella y a Erica que casi sentía un dolor físico.

– ¿Queréis saber de antemano si es niño o niña? -preguntó Patrik curioso cuando tomaron la salida hacia Nyköping.

– Pues, no sé, pero no lo creo -dijo Martin concentrándose en los indicadores-. ¿Qué hicisteis vosotros? ¿Lo preguntasteis?

– No, a mí me parece que eso es como hacer trampas. Dejamos que fuese una sorpresa. Y con el primer hijo, no importa, la verdad. Claro que estaría bien que el segundo fuera un niño, para tener la parejita.

– Pero, ¿no iréis a…? -comenzó a preguntar Martin mirando a Patrik.

– No, no, ¡qué va! -negó Patrik riendo-. Todavía no, ¡por Dios! Con habituarnos a la vida con Maja tenemos de sobra. Pero más adelante…

– ¿Y qué dice Erica? Teniendo en cuenta lo mal que lo ha pasado con Maja… -Martin guardó silencio, pues no sabía si Patrik quería hablar del tema.

Salieron del coche entumecidos y se estiraron un poco antes de entrar en la comisaría. Ya empezaba a resultarles algo habitual. Al menos, a Patrik, ya que era la tercera vez en muy poco tiempo que visitaba una comisaría de otra ciudad. La comisario que los recibió provocó en Patrik una reflexión sobre lo heterogéneo que era el Cuerpo de Policía de Suecia. Jamás había conocido a nadie cuyo aspecto encajase tan poco con la imagen que uno se forjaba a partir del nombre. En efecto, Gerda Svensson no sólo era mucho más joven de lo que él esperaba -rondaba los treinta y cinco-, sino que, pese a la clara sonoridad sueca de su nombre, su piel era tan oscura como la caoba. Era una mujer de una belleza sorprendente. Patrik cayó de pronto en la cuenta de que se había quedado mirándola boquiabierto como un pez y una breve ojeada a Martin le permitió constatar que su colega hacía el ridículo con la misma destreza que él. Le dio un codazo en el costado y le tendió la mano a la comisario Svensson, para presentarse.

– Mis colegas nos aguardan en la sala de reuniones -declaró Gerda Svensson indicándoles con la mano la dirección que debían tomar. Tenía una voz suave y profunda a un tiempo, y muy agradable al oído. A Patrik le costaba apartar la vista de aquella mujer.

No dijeron nada mientras se dirigían a la sala de reuniones, y sólo se oía el resonar de sus zapatos contra el suelo. Cuando entraron en la sala, dos hombres se adelantaron para darles la mano. El primero, que dijo llamarse Konrad Meltzer, frisaba los cincuenta, era menudo y macizo, pero con chispa y una sonrisa afectuosa. El otro tendría la misma edad que Gerda y era alto, corpulento y rubio. Patrik no pudo evitar pensar que Gerda y él formaban una pareja excelente. Supo enseguida que ellos dos lo habían comprendido mucho antes que él, ya que el hombre se presentó como Rickard Svensson, es decir, compartían apellido.

– Por lo que he visto, disponéis de información que puede ser relevante para un asesinato que nosotros archivamos sin resolver. -Gerda se había sentado entre Konrad y su marido, y ninguno de los dos parecía oponerse a que ella tomase el mando-. Yo dirigí la investigación de la muerte de Elsa Forsell -añadió como si hubiese leído la mente de Patrik-. Konrad y Rickard formaban parte de mi equipo y dedicamos muchas horas a las pesquisas. Por desgracia, llegamos a un punto en que nos estancamos… hasta anteayer, cuando llegó vuestra consulta.

– Supimos que vuestro caso guardaba relación con el nuestro en cuanto leímos lo de la página del cuento -intervino Rickard cruzando las manos sobre la mesa. Patrik no pudo por menos de preguntarse cómo funcionaría la cosa, siendo Gerda su esposa y su jefe a la vez. Aunque Patrik se tenía por un hombre igualitario e instruido, a él le habría costado un poco tener a Erica como superior en el trabajo. Por otro lado, tampoco a ella le gustaría que él fuera su jefe, de modo que quizá no fuese tan extraño.

– Rickard y yo nos casamos una vez finalizada la investigación. Desde entonces, trabajamos en unidades distintas -aclaró Gerda mirando a Patrik, que se ruborizó hasta las cejas. Por un instante se preguntó si no sería cierto que aquella mujer le leía el pensamiento. Sin embargo, se dijo que no debía de resultarle muy difícil adivinar lo que pensaba, ya que, seguramente, no era el primero en hacerse tales reflexiones.

– ¿Dónde encontrasteis la página vosotros? -preguntó para cambiar de tema. A los labios de Gerda asomó una sonrisa discreta: se había dado cuenta de que Patrik lo había entendido, pero fue Konrad quien tomó la palabra.

– Estaba entre las páginas de una Biblia que tenía al lado.

– ¿Dónde hallaron su cadáver? -quiso saber Martin.

– En su piso. Fue uno de los miembros de su comunidad.

– ¿De su comunidad? -se sorprendió Patrik-. ¿Qué clase de comunidad era?

– La Cruz de la Virgen María -respondió Gerda-. Una comunidad católica.

– ¿Católica? -preguntó Martin-. ¿Acaso era de algún país del sur?

– El catolicismo no se da sólo en los países del sur -replicó Patrik, un tanto avergonzado por la ignorancia de Martin-. Está extendido por una parte considerable del mundo y en Suecia existen varios miles de católicos.

– Exacto -confirmó Rickard-. Hay unos ciento sesenta mil católicos en este país. Elsa llevaba muchos años en esa comunidad que, en principio, era su familia.

– ¿No tenía más parientes? -quiso saber Patrik.

– No, no localizamos a ningún familiar -contestó Gerda moviendo la cabeza negativamente-. Interrogamos a los demás miembros de la comunidad para ver si se había producido una especie de cisma o algo así, que hubiese podido culminar en el asesinato de Elsa, pero el resultado fue cero.

– Si quisiéramos hablar con alguien que hubiese tenido una relación cercana con Elsa… ¿quién se os ocurre? -Martin tenía el bolígrafo preparado para anotar el nombre.

– Sin duda, el sacerdote. Silvio Mancini. El sí es del sur de Europa -dijo Gerda guiñándole un ojo a Martin, que se sonrojó en el acto.

– Por lo que deduje de vuestra consulta, también la víctima de Tanumshede presentaba indicios de haber estado atada, ¿no es cierto? -Rickard le dirigió la pregunta a Patrik.

– Así es. Nuestro forense halló huellas de una cuerda en los brazos y en las muñecas. Si no me equivoco, fue una de las razones que os inclinaron a considerar la muerte de Elsa como un asesinato, ¿verdad?

– Sí. -Gerda sacó una fotografía que les pasó a Patrik y a Martin por la mesa. Ambos la observaron unos segundos y constataron que, en efecto, las marcas de la cuerda se apreciaban con total claridad. Patrik reconoció además los extraños moratones alrededor de la boca-. ¿Detectasteis residuos de pegamento? -le preguntó a Gerda.

– Sí, el pegamento procedente de cinta adhesiva marrón normal y corriente. -Gerda carraspeó un poco-. Comprenderéis que nos interesa mucho conocer la información de que disponéis sobre los demás casos. A cambio, claro está, os facilitaremos todo lo que tenemos nosotros. Sé que, en ocasiones, se da un alto grado de rivalidad entre los distritos policiales, pero nosotros deseamos sinceramente iniciar una buena colaboración con canales abiertos entre nosotros. -No lo dijo como una súplica, sino como una fría constatación. Patrik asintió sin la menor vacilación.

– Por supuesto. Necesitamos toda la ayuda que nos podáis prestar. Igual que vosotros. De modo que lo más lógico es que nos facilitéis copias de vuestro material y viceversa. Además de mantenernos en contacto por teléfono.

– Bien -dijo Gerda.

A Patrik no le pasó inadvertida la admiración que reflejaba la mirada que Rickard dirigió a su mujer. El respeto de Patrik por Rickard Svensson aumentó enseguida. Era preciso ser un hombre de verdad para saber apreciar a tu mujer, cuando ésta había ascendido más alto que tú en el escalafón.

– ¿Sabéis dónde podemos localizar a Silvio Mancini? -preguntó Martin cuando ya se levantaban para despedirse.

– La comunidad católica tiene un local en el centro -Konrad les anotó la dirección en un bloc, arrancó la hoja y se la dio a Martin antes de explicarles cómo llegar.

– Cuando hayáis hablado con Silvio, podéis pasar por aquí a recoger el paquete con las copias de todo el material -sugirió Gerda mientras le estrechaba la mano a Patrik-. Daré orden de que las hagan ahora mismo.

– Muchas gracias por la ayuda -dijo Patrik con sinceridad. Tal y como Gerda había mencionado, la colaboración entre los distritos no siempre era el punto fuerte de la policía, y se sentía muy satisfecho de que en el caso de aquella investigación ocurriese justo lo contrario.

No piensas dejarte ya de tonterías?

Jonna cerró los ojos. La voz de su madre sonaba siempre tan dura y tan acusadora por teléfono…

– Tu padre y yo hemos estado hablando y pensamos que es una irresponsabilidad inaudita por tu parte malgastar tu vida de ese modo. Además, tenemos que mirar por nuestra reputación en el hospital. Debes comprender que no eres tú sola la que hace el ridículo, ¡nosotros también!

– Ya sabía yo que algo tendría que ver esto con el hospital -murmuró Jonna.

– ¿Qué dices? Tienes que hablar un poco más alto, Jonna, no oigo lo que dices. Ya tienes diecinueve años, deberías haber aprendido a expresarte bien a estas alturas. Y te diré que los últimos artículos que publicaron los diarios no nos han gustado lo más mínimo. La gente empieza a preguntarse qué clase de padres somos. Y debes saber que hemos hecho lo que hemos podido. Pero tu padre y yo tenemos una misión importante que cumplir y tú ya eres mayor, Jonna, lo bastante para comprenderlo y para demostrar un poco de respeto por lo que hacemos. ¿Sabes? Ayer operé a un niño ruso que sufría un grave fallo cardiaco. En su país no podía recibir la atención quirúrgica que necesitaba, pero ¡yo le ayudé! Le ayudé a sobrevivir, a vivir una vida digna. En mi opinión, deberías mostrarte un poco más humilde ante la vida, Jonna. Tú has vivido una existencia sin problemas. ¿Te hemos negado algo alguna vez? Siempre has tenido ropa, techo y comida. Piensa en todos los niños que no lo han pasado ni la mitad de bien que tú, ¿qué digo la mitad?, ni una décima parte. A ellos les habría gustado estar en tu pellejo. Y, desde luego, a ellos no se les han ocurrido esas tonterías de autolesionarse y cosas de ésas. ¿Sabes? Yo creo que eres una egoísta, Jonna, y que ya es hora de que madures. Tu padre y yo pensamos…

Jonna colgó el auricular y se desplomó hasta quedar sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. La ansiedad crecía sin cesar hasta que sintió como si quisiera subir y salirle por la garganta. Llenó cada milímetro de su cuerpo, como si fuera a estallarle dentro. La sensación de no tener adonde ir, ningún lugar al que huir, se adueñó de ella como en tantas ocasiones anteriores y, con mano temblorosa, fue a sacar la cuchilla que siempre llevaba en el monedero. Los dedos le temblaban de forma tan incontrolada que se le cayó al suelo. Lanzó una maldición y trató de recuperarla. Se cortó los dedos varias veces pero, tras unos cuantos intentos, lo consiguió y se la llevó despacio hacia la cara interior del brazo derecho. Fijó la vista en la cuchilla con la máxima concentración mientras la hundía en la piel escoriada, cubierta de cicatrices, que parecía un paisaje lunar de carne rosa en algunas zonas y blanca en otras, surcada por pequeños ríos de color rojo. Cuando empezaron a brotar las primeras gotas de sangre, sintió que la angustia cedía. Apretó más fuerte y el hilillo rojo se convirtió en una corriente bombeante. Jonna la observó con una expresión de alivio. Levantó la cuchilla otra vez y dibujó otro río entre las cicatrices. Luego, alzó la cabeza y le sonrió a la cámara. Casi parecía feliz.

Hola, buscamos a Silvio Mancini -dijo Patrik sosteniendo la placa a la vista de la mujer que les abrió la puerta. Ella se hizo a un lado y gritó hacia el interior del local: -¡Silvio! Está aquí la policía.

Un hombre de pelo cano que vestía vaqueros y un jersey se les acercó por el pasillo y Patrik acertó a constatar que, en su subconsciente, se había imaginado que aparecería con el uniforme completo de cura, en lugar de con ropa normal. La parte lógica de su yo se dijo que el sacerdote no podía llevar la sotana a todas horas, pero a él le llevó unos segundos reajustar sus expectativas.

– Patrik Hedström y Martin Molin -saludó Patrik señalando a su colega. El sacerdote asintió y los invitó a sentarse en un pequeño tresillo. No era un local muy amplio, pero sí muy cuidado y profusamente adornado con todos los atributos que Patrik, como profano, asociaba al catolicismo: imágenes de la Virgen María y un gran crucifijo, por ejemplo. La señora que les había abierto la puerta apareció con una bandeja de café y galletas. Silvio le dio las gracias amablemente, pero ella respondió sólo con una sonrisa y se retiró enseguida. Silvio dirigió su atención hacia los dos policías y preguntó en un sueco correcto, aunque con inconfundible acento italiano:

– Bien, ¿qué puedo hacer por la policía?

– Querríamos hacerle algunas preguntas sobre Elsa Forsell.

Silvio exhaló un suspiro.

– Ya, bueno, yo tenía la esperanza de que, tarde o temprano, la policía encontraría algo con lo que seguir investigando. Aunque creo en el fuego del infierno como en una realidad tangible, prefiero que los asesinos reciban su castigo ya en esta vida. -El sacerdote exhibió una sonrisa con la que consiguió expresar humor y empatía a un tiempo. Patrik experimentó la sensación de que él y Elsa habían sido muy buenos amigos, impresión que el propio Silvio confirmó con su siguiente comentario-: Elsa fue una buena amiga durante muchos, muchos años. Participaba con asiduidad en las actividades de la comunidad y yo era, además, su confesor.

– ¿Nació en el seno de una familia católica?

– No, en absoluto -rió Silvio-. Pocas lo son en Suecia, a menos que hayan venido de un país católico. Pero Elsa asistió a uno de nuestros servicios religiosos y, bueno, yo creo que encontró lo que buscaba. Elsa era… -Silvio dudó un instante-. Elsa era una especie de alma destrozada. Buscaba algo y lo halló entre nosotros.

– ¿Y qué era lo que buscaba? -preguntó Patrik observando al hombre que tenía enfrente. Todo en aquel sacerdote confirmaba que era un hombre bueno, un hombre que irradiaba serenidad, que transmitía paz. Un auténtico hombre de Dios.

Silvio guardó silencio un buen rato antes de responder. Parecía querer medir muy bien sus palabras, pero al final miró a Patrik fijamente y declaró:

– Perdón.

– ¿Perdón? -repitió Martin extrañado.

– Perdón -reiteró Silvio con calma-. Lo que todos buscamos, la mayoría sin ser conscientes de ello. Perdón por nuestros pecados, por nuestras debilidades, por nuestras faltas y nuestros errores. Perdón por cosas que hemos hecho… y por cosas que hemos dejado de hacer.

– ¿Y cuál era el motivo de Elsa para buscar el perdón? -preguntó Patrik tranquilo, observando atentamente al sacerdote. Por un instante, creyó que Silvio estaba a punto de ir a contarles algo, pero luego bajó la vista y dijo:

– La confesión es sagrada. Y, además, ¿eso qué importa? Todos tenemos algo por lo que ser perdonados.

Patrik tuvo la sensación de que había algo más detrás de aquellas palabras, pero sabía lo suficiente acerca del voto de silencio de un confesor como para no seguir presionando al sacerdote.

– ¿Durante cuántos años fue Elsa miembro de esta comunidad? -preguntó cambiando de asunto.

– Dieciocho años -respondió Silvio-. Ya digo, nos hicimos muy buenos amigos.

– ¿Sabe si Elsa tenía enemigos? ¿Alguien que deseara su muerte?

Una vez más advirtió la misma vacilación en el cura, quien, finalmente, negó con la cabeza.

– No, no conozco a nadie que le deseara ningún mal. Aparte de nosotros, Elsa no tenía ni amigos ni enemigos. Nosotros éramos su familia.

– ¿Es eso algo habitual? -se interesó Martin, incapaz de impedir que en su voz resonara el escepticismo.

– Ya sé lo que piensa -repuso sin alterarse el hombre de cabellos plateados-. No, no tenemos normas ni restricciones de ese tipo para nuestros fieles. La mayoría tienen familia y otros amigos fuera de la parroquia. Somos como cualquier otra comunidad cristiana. Pero en el caso concreto de Elsa… bueno, ella sólo nos tenía a nosotros.

– El modo en que murió… -comenzó Patrik-. Sabe que alguien la obligó a ingerir una gran cantidad de alcohol. ¿Cómo era su relación con la bebida?

De nuevo creyó advertir Patrik una ligera vacilación, como si el sacerdote reprimiese su voluntad de hablar. Sin embargo, respondió riéndose:

– Pues yo diría que Elsa era, a ese respecto, como la mayoría de la gente. Se tomaba una o dos copas de vino algunos sábados, pero sin excesos. Sí, diría que su relación con la bebida era bastante normal. Además, yo le enseñé a apreciar los vinos italianos, incluso organizamos alguna que otra tarde de cata aquí en el local. Tuvieron mucho éxito.

Patrik enarcó una ceja. Aquel cura católico lo tenía muy sorprendido, desde luego.

Después de haber reflexionado un instante, por si se les había quedado alguna pregunta en el tintero, Patrik dejó su tarjeta de visita sobre la mesa.

– Si recuerda algún detalle, no dude en llamarnos, por favor.

– Tanumshede -leyó Silvio en la tarjeta-. ¿Dónde queda eso?

– En la costa oeste -respondió Patrik poniéndose de pie-. Entre Strömstad y Uddevalla, más o menos.

Totalmente perplejo, observó que Silvio palidecía por completo. Durante un segundo, lo vio tan blanco como a Martin durante el viaje en coche del día anterior. Pero el sacerdote se recuperó enseguida y asintió sin pronunciar palabra. Patrik y Martin se despidieron un tanto desconcertados. Ambos con la sensación de que Silvio Mancini sabía mucho más de lo que les había confiado.

La expectación se mascaba en el ambiente. Todos estaban ansiosos por oír lo que Patrik y Martin habían conseguido averiguar durante su excursión aquel fin de semana. Patrik se fue derecho a la comisaría en cuanto llegaron de Nyköping y dedicó un par de horas a preparar la reunión. De ahí que las paredes de su despacho estuvieran plagadas de fotos y papeles, notas, dibujos y flechas por todas partes. Parecía caótico, pero ya se encargaría él de poner orden en aquel jaleo.

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