Si alguno de ellos, no obstante el saber que tenían sus raíces cimentadas en el mal, llegase a sospechar la intensidad con que los detestaba, se hubiera quedado petrificado por el asombro. ¡Y a pesar del arraigo y la potencia de tai pasión le eran necesarios para existir! Todo contenido escaparía de su vida en el memento en que la familia desapareciera. Sin advertirlo, guiada por la pura corriente del deseo, se encontró discurriendo sobre las diversas posibilidades que podía abrirles la muerte en el viaje de regreso: una volcadura en la barranca, un derrumbe en la montaña, un cheque con otro vehículo, o de los dos automóviles entre sí; y ante la idea de la hecatombe se sintió recorrida por un acre escalofrío, pues sabía que el fin de ellos anunciaba definitivamente el suyo.
Varias muertes impregnaron su espíritu de una acerba y profunda pesadumbre, pero ninguna la hirió como la de Antonieta. Después del accidente que le costara la vida se había enclaustrado en su cuarto a llorar durante días y noches: porque Antonieta, de entre todos los Ferri, era sin duda la peor; hembra de placer como su madre, ávida de garañón con que pasear frente a su marido que se lo merecía por complaciente y servil; dominada por una inquietud y un nerviosismo que no le daban tregua, que la llevaban enloquecidamente de un lugar a otro, para de nuevo regresar con un lastre de fatiga y abatimiento, con unos ojos donde comenzaba a incubarse la demencia. Recordaba los regales que le hacía, abrigos, medias, pedrería, sedas, como si con ellos tratara de reforzar una relación de afecto que sólo existía en la imaginación de la otra, pues ella no hubo de ceder un ápice de su confianza y menos aún de su amistad, ¡no se diga ya de su cariño!, a aquella brillante expositora de la bribonería y el vicio. ¡Si tan sólo hubiera traído regales! Con la desvergüenza que heredara de la madre se complacía en corromper el aire de la casa con la presencia, las miradas, las carcajadas procaces, las muecas perversas de amigos hallados solo el diablo sabía dónde. Mujeres y hombres de comportamiento diferente a los que ella había conocido allá en su juventud, en los tiempos en que don José presidiera la familia y velara por el honor y el prestigio de unos techos actualmente ultrajados por la concupiscencia y la falta de temor al castigo de Quien todo lo sabe y lo ilumina. Y la tal Antonieta, esa perra, empedernido vaso de lujuria, que sumergía en el fango un apellido ilustre (el de hombres que a fuerza de puaos, de valor, de crueldad, habían logrado hacer de las tierras barrialosas del Refugio la gran hacienda que llevaba ese nombre), era de tal manera ilusa que creía que a cuenta de sus regalos y zalamerías ella la adoraba. Todos los Ferri, sin exceptuar a la misma Carolina, intoxicados por la vanidad y la soberbia daban en pensar, y no se medían para repetirlo a diestra y siniestra, que ella, Jesusa, los amaba como a sus propios hijos. Cuando Antonieta murió en aquel siniestro que tanto diera qué hablar a los vecinos, y del cual se ocupó hasta la prensa de la capital tratando de dilucidar si en verdad se trataba de un accidente o de una acción suicida, ella se refugió en un llanto inconsolable; después de unas cuantas semanas sus lágrimas cesaron, sus párpados se volvieron pedernales, y de sus labios no volvió a escapar lamento alguno, pero en su interior el rencor había ya rebasado todos los límites; era una sensación que desolaba y fortalecía; una constante angustia al palpar la ausencia de aquélla a la que había hecho objeto de su odio más decantado. "La pobre -comentaban está desesperada. Antonieta era su preferida y desde que murió no hace sino deambular por la casa como un alma en pena". Y, efectivamente, había pasado mementos sumamente tristes, ganada por un profundo pesar y desamparo, pero al poco se repuso, pues en la casa en que para su desdicha le había tocado servir no era Antonieta la única por quien pudiera interesarse; hasta llegó a juzgar desconsiderado y absurdo el que por esa joven, nacida para la voluptuosidad y los placeres, hubiese dejado un tanto al margen a los demás, que bien mirado eran iguales o peores que ella. Fue entonces, cuando salió de esa especie de postración en que la mantuviera la defunción de la ramera, cuando empezó a alimentar la sospecha (sospecha que más tarde se convirtió en una certidumbre absoluta) de que llegaría a sobrevivir al último de los Ferri. Había visto conducir rumbo al cementerio a siete de ellos. Representánbase a menudo el memento en que arrojaría un puñado de tierra al ataúd del último miembro de aquella familia maldita; entonces cerraría la casa, recogería sus bártulos e iría a reunirse con su prole al ranchito comprado con los ahorros de tantos años. Ya el tiempo se encargaría de cumplir con su destine. Soñaba con el que habría de ir un día a regodearse con el espectáculo de una casa ruinosa y abajada, de techos derruidos, ventanas sin cristales, y en el jardín, la maleza, que irrespetuosa, desenfrenadamente, se lanzaría triunfante a la invasión de la galería. Pero está visto que el Señor, con su sabiduría infinita, gusta de probar a sus criaturas y les hace desarrollar hasta más allá de lo indecible dotes de resignación y perseverancia, pues al parecer esas muertes no habían servido sino de poda a la sangre corrupta de los Ferri. Siguieron llegando al mundo, cada vez más ajenos, más turbios, menos parecidos a aquel hombre de galana barba, mirada noble y proceder severo que fue el último gran señor de la comarca; y, sin embargo, sabía que habría de estar aún sobre la tierra cuando ya de ellos solamente quedase el recuerdo. Sobreviviría a José, Pablo y Nina, los más pequeños, los de mirada más desconcertante y diabólica. El dolor se le adentraba en el cuerpo, pero ella, redescubierto el placer de permanecer en la cama durante las horas de trabajo, parecía no otorgarle ninguna importancia. El menor movimiento le hacía sentir las piernas cual si estuviesen al rojo vivo. En el recuento de los innumerables años transcurridos al lado de los Ferri, íbanse trasminando las sensaciones que su cuerpo afiebrado y doliente recogía.
A los primeros dueños no había llegado a conocerlos sino de oídas, a través de la rememoración infatigable que de sus hazañas hicieran su padre y su abuela. El mismo señor don Francisco había muerto cuando ella tenía apenas catorce anos, lo que no fue impedimento, como tampoco lo fuera la senectud de aquél, para que en las candentes noches de verano bajase a probar el frescor y la lozanía de su cuerpo. ¡Capaz a sus años de enloquecer de gozo a una mujer! En los de ahora, la casta y el vigor estaba diluidos del todo, cual si nada restase de la sangre de aquellos arrogantes patricios que hicieron florecer el erial y transformaron en una edificación imponente la modesta casucha con que se encontró el primer Ferri, convertida hoy en leonera, en sitio propicio para saciar de inmundicia los apetitos, para envilecer un nombre venerado por ella. Por eso ya nunca los acompañaba al Refugio, pues allí el pecado había tomado cabal posesión y se le sentía incrustado en las paredes, pendiente de los techos, flotando por los aires.
La última vez que los había visto en la hacienda se le reveló con mayor evidencia lo que eran: víctimas de una fuerza cuyo control no estaba en sus manes, de una sangre que les escocía en las venas, de una piel que los enloquecía. Sangre y piel que al ganar siempre los combates los arrastraba ineluctablemente a la violencia, a la caída. Cuando por las mañanas entraba en las habitaciones donde la víspera habían tenido lugar episodios amorosos, no dejaba de advertir que el olor percibido no era el de los cuerpos que se desean, no era el de la entrega, el de la búsqueda y el hallazgo imposible que en esos mementos dejara de insistirle la comparación con las noches en que se adormecía en los brazos de Francisco Ferri. Los niños de entonces, Carolina y Victoria, habían enfermado de paperas, y don Francisco le ordenó que se quedara a velarles el sueño. Doce años tenía apenas. Medio adormecida vio acercarse al anciano de venerable, hermosa barba; venía casi desnudo y ostentaba un cuerpo que como por milagro no habían logrado profanar los años. La tomó de las manes suavemente, la tendió en el lecho y la hizo perderse en un bosque. Luego le asignó una cabaña, alejada del resto de la servidumbre, donde asiduamente la visitó durante sus dos últimos años. Fue ella, Jesusa, quien disfrutó el privilegio de ser la única mujer que don Francisco conoció al margen de su vida conyugal. Después de una aparatosa caída de caballo que le costó la vida, su sobrino José se encargó de la administración y sólo esperó que los senitos de la niña Carolina empezaran a apuntar bajo la blusa para llevarla al altar, lo que evitó el desmembramiento de la hacienda.
Con José Ferri la vida del Refugio inició nuevos cauces. A sus antepasados los había caracterizado la obsesión de poder y de dominio. A su abuela le había oído decir que cuando llegó el primero (Pablo Ferri tenía por nombre) venía más pobre que una rata y era aparentemente un bueno para nada; decía haber deambulado como soldado por diversos países sin lograr la oportunidad propicia para hacerse de una fortuna que saciara su avidez. Nadie supo qué viento lo había llevado a la región, ni como trabó conocimiento con las hijas de don Aristarco Robles, perdidas como estaban en su rancho, lo cierto es que al poco tiempo estaba casado con una de ellas y era ya el señor del Refugio. Aquel temerario vagabundo debió haberse, una vez casado y obtenido las tierras, convertido en una bestia, en un demonio, en un recipiente de torturas, castigo, maldad y soberbia, pues, a los pocos meses de la boda, Eloísa se suicidaba arrojándose a uno de los barrancos del lugar. ¡Vaya Dios a investigar a fondo los motives! Él se ausento durante una temporada para volver más tarde con su madre y una parienta joven a la que había llevado desposado en segundas nupcias. La muerte de Eloísa, la soledad y el odio que seguramente acumularía hacia quien había llevado a su hermana al suicidio, acabaron por arrebatar la razón a Virginia, la otra hija de don Aristarco Robles. Al regresar Ferri al Refugio con esposa y madre, la demencia ganó definitivamente a la muchacha, que se lanzó a vagabundear por los campos y caminos visiblemente poseída por los demonios, pues su boca ya sólo supo emitir horrores y blasfemias, hasta que al fin un día desapareció definitivamente sin que nadie volviera a saber de ella.
Los Ferri habían sentado sus reales, hendido su simiente y el Refugio creció, abarcó pueblos y rancherías, cubrió llanos y praderas, ganó la montaña. Era un cáncer que rápidamente infestaba la región. El señor don Francisco y su hermano Jacobo, muerto en plena juventud, siguieron la obra del padre, preocupándose ya no exclusivamente de la tierra, de las cosechas, del castigo de los peones, de la cría del ganado. A ellos comenzó a importarles la dignidad y se la imbuyeron al padre, que una vez convencido desorbitó los limites y se convirtió en un extravagante fanático de ella, sin tener ya en la boca otras palabras que no fueran aquéllas: dignidad, honor, casta, apellido, prestigio, y para que las cosas no se redujeran a una mera palabrería hueca, comenzó a edificar alrededor de la casa otra que convirtió la primera en una sala de la vasta mansión. Cuando alcanzaron sus hijos la mayoría de edad los envió a Italia para que entre sus primas eligieran mujer, pues ninguna de las jóvenes de San Rafael le parecía lo suficientemente apropiada, no para el cuerpo de ellos, que eso era lo que menos le importaba, sino para su casa, para el buen nombre que deseaba tuviese su casa. Don Francisco regresó al cabo de algún tiempo casado con otra Ferri, y Jacobo con una tal Rosa de apellido extraño, una francesa cuya. Sola presencia lograba enfermar de disgusto a su suegro, y que débil y enfermiza como era murió, incapaz de resistir los percances de un parto, a los pocos días de dar a luz a don José. Para esa época la simple mención del nombre de los Ferri causaba verdadero pánico entre los pequeños propietarios de los alrededores, que ante las conminatorias proposiciones de aquellos hombres implacables optaban por vender la tierra al precio que se les imponía; sabían (ya había de ello muestras más que suficientes) que en el afán de ampliar los linderos del Refugio nada, ni siquiera la sangre, los detendría. Pero al tomar don José las riendas de la hacienda esa sed de expansión pareció extinguirse, pues el hombre se rehusó a adquirir una hectárea más, y como le era imposible mantener inactive el dineral que ano tras año vomitaban las tierras, comenzó a invertir en los ferrocarriles y en propiedades urbanas, y, por si acaso, como si sospechara el vuelco que iba a producirse, empezó a depositar fuertes sumas en el extranjero. Gracias a trajes medidas la fortuna familiar había logrado sobrevivir a la Revolución y a las posteriores reparticiones ejidales. (De la hacienda no había de quedar sino el casco, la vieja casona a la cual ella, desde hacía años, se negaba a volver.)
Seguramente podría levantarse, caminar, llegar hasta el teléfono y llamar a un médico. Pero no creyó que el esfuerzo valiera la pena: lo que tenía eran meres achaques de vejez, fatiga. Una vida afanada como la suya tenía que resentir los esfuerzos que por años había impuesto a su cuerpo. Nadie podía, a su edad, escapar a los caprichos del cuerpo.
Todos se habían marchado desde el día anterior a pasar el fin de semana en el Refugio. "Nos vamos de retire", le había dicho Carolina con la sonrisa procaz que acompañaba siempre a sus frases para enterarla de sus intenciones y convertirla en cómplice de sus falacias, como si se tratara de dos zorras; como si ella se complaciera también en invitar jovencitos a que le amenizaran el insomnio. ¡En lo que podía acabar una mujer! Contemplar su figura era ya pecar un poco: pintura excesiva en un rostro de profundas arrugas; una mirada torpe, resplandeciente a veces por las asombrosas cantidades de licor que a su edad aún ingería; tonos rojizos, amarillentos, azulados, verdosos en el cabello. Sortijas, broches, collares, pendientes, recamados de una pedrería ostentosa y extravagante. Una mano lánguida y descarnada apoyada en el puño de marfil de una cana de bambú, mientras la otra se prendía, ávida y rapaz de la manga del muchacho en turno. ¡La perra! ¡Hija de un padre que por vergüenza se hubiera colgado de las barbas de sospechar que había procreado semejante serpiente! Afortunadamente, cuando murió don Francisco era imposible imaginar lo que esperaba a su honra. Carolina era entonces una niña, y cabe decirlo, una niña magnífica. Ella, que había sido su nana, lo podía asegurar: melancólica, retraída, un tanto tristona; pero tal parece que al conocer las delicias del lecho hubiese descubierto que la carne era la carne, porque se empapó de alegría, descendió del limbo en el que parecía encontrarse suspendida y hasta llegó a romper el aislamiento por el que durante tantos años se caracterizara la vida familiar; comenzó a frecuentar, y se ingenio para que su marido la secundara, a los hacendados de los alrededores, y a asistir de cuando en cuando a las funciones teatrales de San Rafael, logrando colocarse de inmediato en la cúspide de la vida social de la región, porque aquellos rancheros deslumbrados, aunque públicamente confesaran lo contrario, se desvivían por intimar con la familia que hasta entonces sólo látigo y lejanía les había regalado. Cuando Carolina abrió por primera vez el Refugio a la curiosidad pública pareció que la vida entera de la comarca se cifraba en aquel acontecimiento. Nunca se comentó previamente alguna fiesta como lo fue aquélla. Durante días y días no se habló sino de los vestidos que las señoras llevarían, de los regales que se ofrecerían a la hacendada, de los comentarios que sería pertinente hacer y de los múltiples temas que habría cuidadosamente que omitir. Hasta la vetusta Domitila Cansino, tan grave del corazón como estaba la pobre, se levantó por primera vez en muchos años para asistir al sarao. La parca premió con creces su imprudencia y dos días después la acogía en su seno. La fiesta deslumbró a San Rafael, lo cual ya comenzó a olerle mal, porque si los Ferri se habían trazado una línea de conducta entre cuyos postulados estaba el aislarse del mundo, acrecentar sus tierras, construir y reconstruir su casa y engalanarla con joyas y gobelinos, muebles hermosos, cristalería y plata, sin necesidad de que seres extraños intervinieran en sus asuntos y entraran en su casa y se sentaran a su mesa a compartir la sal y el pan, era que el tal sino les estaba reservado. Pero Carolina no supo leer en el libro de los signos y se entregó con una temeridad que nunca ya había de abandonarla al culto del oropel y el desatino: desafío a la Estrella, rompió los moldes, quebrantó las formas, arrojó polvo al camino, desvió los cauces, y desde ese entonces todo se volvió miseria moral, desdeño y caos en el seno de la familia. Compró casa en la capital, y acondicionó ésa (donde ahora yacía enferma) para que sirviera de escala en los viajes a México; se lanzó con ardor al conocimiento de Europa y atravesó varias veces el océano, unas con su marido, otras, las más, solo con ella, que hacía el papel de sirvienta y el de dama de compañía; sedienta de conocerlo todo, de no permitir que nada se le escapara, pero aún sin pecar; muy señora, dueña de su decencia, aunque eso si su lenguaje cada vez se tornaba más libre y comenzó a hablar de temas extraños aprendidos en el teatro, en las novelas o en el trato con gente de pensamiento extravagante; temas que luego con gran desenvoltura reproducía en las tertulias de San Rafael, a pesar de que ninguna señora de la población pudiera digerirlos. Pero aquellas pobres aves, por temor de caer en desgracia frente a la mujer de mundo, a su ídolo social, fueron resistiendo eso y más, y como los millones de los Ferri aumentaban en tanto que el patrimonio familiar de toda aquella gente quedaba hecho polvo por obra y gracia de la Revolución y de la ineptitud de las nuevas generaciones para conservar las heredades recibidas, llegaron a justificar todos los excesos, y, es mas, los hechos infames fueron considerados sólo motives de broma; así la fuga de Héctor cuando a los nueve años abandonó la casa para trotar durante más de un año·al lado de una partida de saltimbanquis, para volver luego a crear infinidad de problemas a su familia.
Ella venía actuando desde hacía muchos años como la espía de unos contra los otros, coadyuvando con el destine o tratando de encarnarlo para desunirlos, para debilitar los férreos lazos con los que parecían estar unidos, y aunque a la postre sus esfuerzos en tal sentido resultaban nulos el goce de la denuncia ya no se lo quitaba nadie. Los años le conferían la prerrogativa de decir cosas que no se le hubieran permitido a otra sirvienta, ni siquiera a una amiga, porque de todos era sabido y por todos aceptado que ella dejaba muy atrás esos calificativos, que era en realidad una de las columnas que sostenían la casa de los Ferri. Sus sudores, sus lágrimas, sus sobresaltos, su larga permanencia en el Refugio, sus amoríos con don Francisco por ninguno ignorados en aquella casa y sobre los cuales sus descastados sucesores se permitían hacer escarnio con bromas repugnantes, su abnegado deambular con la familia en los días amargos del exilio; todo ello le había ganado los méritos suficientes para que se le considerase como parte integrante de la casa, como una depositaria más de la cuota de maldad, intriga, rencor, de confusas pasiones soterradas necesarias al sostenimiento de los Ferri, únicas con las que se podía tratar de igual a igual con aquella gente castigada por la fiebre. El lacerante dolor en los tobillos y en las rodillas la martirizaba cual si le clavaran alfileres candentes. Se comenzó a quejar, a gimotear, a proferir apagados lamentos, creyendo sentir un momentáneo alivio, para darse inmediatamente cuenta de que de esa manera se sentía bastante peor, y no era que los dolores se le hubieran agudizado, sino que el ánimo fuésele de tal modo abatiendo que llegó el memento en que con terror se descubrió definitivamente postrada, incapaz de intentar el menor movimiento. Las piernas dejaron de transmitirle respuesta alguna y todo el cuerpo no fue sino un enorme saco de congojas. Con dificultades puso una mano sobre la frente y al sentir la intensidad de la fiebre se dejó invadir, perpleja, alarmada, por un difuso sentimiento de angustia. Se daba cuenta de su gravedad y no había nadie que pudiese llamara un médico para que acudiese a salvarle la vida, porque aunque el digerir la idea le costase un increíble esfuerzo, lo cierto era que comenzaba a penetrar en los socavones de la muerte.
Le era imposible aceptar el hecho ya que desde hacia mucho tiempo, poco después de la muerte de Antonieta, había llegado a convencerse de que habría de sobrevivir a los Ferri, de que llegara el momento en que de sus manos cayera en la fosa del último de ellos un puñado de tierra, y a abogar la sospecha de que un día podía ver la casa en la que ahora sola, abandonada, rumiaba su desesperación y su desdicha, humillada y vencida por la conjugada acción de los elementos. Al principio la revelación la cegó y llegó a exagerar sus pretensiones. Ahora sospechaba que no lograría ver en ruinas la casa del pecado, pero en lo que no podía equivocarse, ¡ni pensar que ello fuese una vana presunción!, era en que habría de sobrevivir a los Ferri. ¿Por que, si no, ella nunca en su vida había sabido lo que era el mundo de los sueños, comenzó a soñar constante, desenfrenadamente después de la muerte de la puta, y siempre con el mismo tema? De la vieja casa del Refugio salía un ataúd que arrastrado por dos caballos se perdía en el horizonte. Aunque jamás contempló en el sueño un rostro o algún signo que hiciera posible la identificación del cadáver que dentro del ataúd viajaba, sabía que se trataba de uno de los Ferri. La noche en que Nina vino al mundo -ella no había querido irse a la cama sino hasta después de vería la recién nacida- soñó, y eso a las pocas horas del alumbramiento, que caminaba por los pastizales de la hacienda. Iba en busca de flores porque presentía que alguien estaba a punto de morir y era necesario adornar la tumba, cuando de pronto oyó el estridente y ya tan conocido piafar de los caballos. Alzó la mirada y se encontró con los dos negros corceles que arrastraban un pequeño ataúd de oro; se acercó y arrojó las flores, dalias silvestres, al pequeño cofrecito, sabiendo desde ese memento que allí iba el cadáver de la pequeña Nina, nacida hacía apenas unas cuantas horas. Si la Divina Providencia le enviaba esos sueños premonitorios, no cabía duda de que era para transmitirle un mensaje, para advenirle algo, y ese algo no podía ser sino la futura desaparición de la familia. Pero ahora sucedía que era ella quien moría, en tanto que la gente que la había envilecido al hacerla testigo de su maldad y su lascivia, seguía disfrutando alegremente de los goces de la vida. Dios no podía hacerle eso a quien había vivido siempre para Él, a quien no obstante el estar inmergido durante tantos años en las profundidades de un mundo pagano jamás creyó apartarse de sus santos preceptos. Dios cumplía siempre sus promesas y a ella le había hecho una. ¿Por qué entonces le había mandado noche tras noche esos desapacibles sueños? Aceptaba que en un principio se había dejado llevar por la imaginación hasta creer que llegaría el memento que podría presentarse frente a la casa en Niñas, años después de la desaparición del ultimo de ellos, cuando el tiempo ya hubiese podido realizar el desastre. Pero tal ilusión fue desechada por no haber sido ratificada jamás en los sueños.
Ya no sentía los dolores, ya no sentía el cuerpo. ¿Seria eso la muerte? Tendría que encomendar su alma al creador. Pero le fue imposible orar porque un extraño sopor de duermevela se apoderó de ella. Desde el fondo del cuarto oyó el relinchar de los caballos, más estridente que nunca, y luego los vio correr desbocadamente, entregados al placer del galope. No eran los habituales. Era un largo tren de alazanes y tras ellos, estrellándose, retumbando con las piedras del monte un ritmo sincopado de locura, una larga hilera de ataúdes de todos los tamaños. Despertó en un soplo. Dios cumplía al fin lo prometido. Los Ferri, todos los Ferri, habían muerto. Tal vez, como lo imaginara hacía poco, los dos automóviles habían sufrido un accidente y de él no se había salvado uno solo de los que por tantos años fueron sus compañeros en la vida. Veía el siniestro con tal nitidez que parecía que estuviese ocurriendo frente a sus ojos: coches incrustados uno dentro del otro y una enorme masa sanguinolenta, informe y contrahecha entre láminas metálicas y hierros retorcidos. Un nudo se le formó en la garganta. No sentía ninguna alegría de que ya se hubiese efectuado el hecho por mucho tiempo aguardado; si acaso, una desconsoladora tranquilidad al saber que el destine se había realizado y que podría morir en paz porque la Divina Voluntad se había cumplido una vez más, como lo prometiera a la más oscura de sus siervas. El telón había caído sobre seis generaciones de hombres que durante más de un siglo habían promovido el terror, la admiración, el odio, el amor, suscitando todas las pasiones, llevando a los limites la ternura y la violencia; vivido siempre en los extremes, y deparado los goces y dolores mas profundos al corazón de la que ahora, con mística devoción, encomendaba su alma al Señor. Se fue sumiendo en un tranquilo letargo que adivinaba era el pórtico de la muerte, el término de tantos trabajos y aficiones para encontrarse con el goce eterno. Las oraciones se confundían entre sí.
Comenzaba una y mil veces el Magnificat, para sin darse cabal cuenta confundirlo con la Salve o el Ave María. De aquel marasmo vino a sacarla el ruido de voces y de pasos. Se abrió la puerta y tres caras sonrientes asomaron para preguntar qué pasaba con ella; hacía ya una hora, dijeron los niños, habían llegado de la hacienda y a su abuela le había extrañado no verla en todo ese tiempo. No pudo oír más. Sintió el frío de la muerte y apenas tuvo tiempo para arrepentirse de sus oraciones, para tratar de borrar las con un borbotón de incongruentes maldiciones y sacrílegas befas dirigidas a Aquel que la había hecho víctima de tan cruel confusión. Y expire. En el trance final pudo ver aún a los tres niños reír inconteniblemente ante sus muecas.
México, 1957