El relato veneciano de Billie Upward

Tal vez el desagrado de Gianni ante el relato de las tribulaciones mexicanas de Billie Upward fue la causa de que una noche, poco antes del fin de vacaciones, volviera a tomar el librito que había muy por encima hojeado a los pocos días de haber llegado a Roma sin que entonces le produjera mayor deseo de meterse en él, dedicar parte de la noche a su lectura y hasta reivindicar a Billie de algunos de los cargos que ha venido haciéndole desde hace años.

La composición tipográfica de aquel cuaderno era una de las mejor resueltas. Los enigmas del texto se insinuaban ya en la misma portada: una fotografía trunca, oval y borrosa reproducía en sepia la parte inferior de un palacio y su reflejo en un canal de apariencia aceitosa, y, más abajo aún, la necesaria pero muy efectiva palabra: Venezia. En la parte superior, en tipo más grande, el nombre de la autora y el título: Billie Upward, Closeness and Fugue.

Leído en el momento de su aparición, el texto le resultó oscuro y cargado de reiteraciones e incoherencias. Sin embargo, como todos los demás miembros del grupo, también él proclamó que los Cuadernos de Orión habían publicado su primer gran descubrimiento, que la edición de aquel relato le confería en sí validez a la empresa que habían formado. Llegó a hablarse del nacimiento de un clásico contemporáneo; les sorprendió que el mundo no respondiera a ese entusiasmo con la debida rapidez. Piensa a mitad de la lectura que a él en el fondo pudo haberle alegrado el desinterés de los lectores y que, posiblemente, a pesar de la vehemencia de su elogio, debió digerir con miles de reservas el estrépito creado en torno a ese relato que por contraste le hacía sentir el localismo y la pobreza de recursos de su propia obra. La lectura de aquella Cercanía y Fuga le resulta ahora muy nítida, no por el mero hecho de que los años lo hubieran acostumbrado a las dificultades que proponía el estilo de Billie, sino porque descubre que su aparente hermetismo había sido creado con toda conciencia para configurar el clima de ambigüedad necesario a los sucesos narrados y así permitirle al lector la posibilidad de elegir la interpretación que le fuera más afín. Hay algo de libro de viajes, de novela, de ensayo literario. De la fusión o choque de esos géneros se desprende el pathos, continuamente interrumpido y con reiteración diferido del relato. Hay influencias evidentes de James, de Borges, del Orlando de la Woolf. Hay también ya cierta profecía de su propio destino.

Es difícil descifrar las intenciones del texto. ¿Qué era? ¿Un combate entre las posibilidades de asociación y desintegración de la conciencia? El recorrido de Alice, la protagonista, por Venecia entraña una incesante búsqueda y al mismo tiempo un siempre presente subterráneo terror. La trama se teje en el subsuelo del lenguaje; intentar relatarla de modo lineal sería una traición a la escritora. A pesar de ello, Billie defendía siempre los fueros de la narración, del, para decirlo de alguna manera, relato sólido. Para ella, la palabra debía someterse y hasta ser el resultado de una trama. Las olas o el Ulises, acostumbraba decir, eran entre otras cosas producto de las múltiples anécdotas en que descansaban. Decía también que adoraba contar historias y que, al no sentirse oralmente dotada para hacerlo, había decidido volverse escritora.

¿Qué era pues esa Cercanía y Fuga? En primer lugar una fisura en el sólido muro de la educación adquirida por su joven heroína en casas de campo y escuelas de Inglaterra, perfeccionada, en un internado de Lausanne, fisura producida por el descubrimiento o, mejor dicho, la sospecha de los placeres y los riesgos del cuerpo, pero también, tal vez a consecuencia de ese descubrimiento, al desgarrar la cobertura de celofán en que vivió envuelta hasta el momento de llegar a Venecia, era también un tratado sobre la certidumbre de la unidad biológica del hombre con todo lo circundante y su fusión mística con el pasado. Todos los tiempos son en el fondo un tiempo único, Venecia comprende y está comprendida en todas las ciudades, y el joven turista danés que, Baedecker en mano y gruesas gafas sobre sus ojos cegatones, se detiene a contemplar una caprichosa fachada en la Via degli Schiavonni, levantado el cuello de la gabardina para proteger sus débiles bronquios de la humedad imperante, es el mismo joven levantino de ojos de almendra y rizada cabellera que contempla azorado las riquezas del mercado que se extiende junto al recién erguido puente del Rialto, y también el esclavo de áspera pelambre verduzca cazado en alguna aldea Kaszhube de las costas del Báltico para cavar los iniciales palafitos de aquella que sería después la más colorida, la más excéntrica y espectacular de todas las ciudades. Cada uno de nosotros es todos los hombres. ¡He sido, parece proclamar la protagonista, Troilo y Crescida! ¡Soy Paris y Helena! ¡Soy mi abuelo y quienes serán mis nietos! ¡Soy la basta piedra que cimenta estas maravillas y soy también sus cúpulas y estípites! ¡Soy una mujer y un caballo y un trozo de bronce que representa un caballo! ¡Todo es todas las cosas! y Venecia, con su absoluta individualidad, iba de alguna manera a revelarle a la autora, y, por consiguiente, a su heroína, ese secreto.

La trama podría reducirse a lo siguiente:

Alice, quien ha sido enviada por sus padres, gracias a la ayuda de una tía, a estudiar a Suiza, realiza con un grupo de compañeras el viaje tradicional de fin de cursos a Venecia bajo la guía de una profesora de historia del arte. El día posterior a su llegada comienza el programa con una excursión a Vicenza. La joven se ha resfriado durante el viaje, lo que es advertido por Mlle. Viardot, la profesora, cuando desayunan en el comedor del hotel. Es preferible, receta, un día de encierro a estropearse toda la estancia. Viajarán en barcas que pueden no estar del todo resguardadas de la intemperie. Se perderá las casas de Palladio a orillas de los canales. ¡Una lástima! Pero es preferible no comprometer el más por el menos.

En el fondo, a Alice la idea no le disgusta. El viaje la ha cansado. Las pocas horas de sueño pasadas en una cama desconocida estuvieron cargadas de sobresaltos. Además, en los últimos tiempos se ha sentido demasiado acompañada. Se quedará en cama, hará que le suban las comidas, leerá algo (sabe que ese algo no puede ser sino el libro que devoró la última noche en Lausanne y que la aguarda desde el fondo de una maleta).

En el colegio saben hacer muy bien las cosas. La elección del hotel es un acierto. El cuarto es pequeño, sobrio y elegante y posee una nota de asepsia distinguida. Pero, una vez en la cama, Alice no lee el libro sino que duerme toda la mañana; al mediodía le llevan el almuerzo y una jarra de vino; vuelve a dormir otro rato y a media tarde se decide a salir a la plaza. Se promete entrar sólo a una tienda de cristal que ha visto desde la ventana y asomarse a la iglesia que da carácter monumental a la plaza. Sin pensarlo demasiado se viste y se pone un pañuelo al cuello, pues a pesar de todo es cuidadosa con su salud y no quisiera, como vaticinó Mlle. Viardot, enfermarse durante el viaje. Con cierto recelo de que los empleados de la recepción puedan comentar su escapada con la profesora, cruza el vestíbulo y con paso rápido se dirige a la calle.

A esa hora hay poca gente. Después de la sobria vida del colegio donde ha pasado los dos últimos años, la presencia fantástica de los edificios que ciñen el espacio por donde camina, la palmera en el centro, la enredadera de aterciopeladas flores de tonos avinados que penden de la terraza de un palacio de muros de color ocre, la dejan deslumbrada. Admira a la gente, ese aparente abandono de sus cuerpos, la soltura en el andar. Si sus pasos le parecen, en comparación, los de una inválida. Cruza la plaza y se detiene bajo un toldo frente al aparador que veía desde su ventana. No es una cristalería como había pensado. Las figuras transparentes y brillantes que veía eran estuches de piedras preciosas. Un día se casaría con un hombre célebre que la llevaría a cenas y recepciones donde podría lucir joyas como aquéllas, o tal vez mejores, porque las que con relativa seguridad heredaría de su tía Ann tenían fama de ser insuperables. De pronto, en un momento en que vuelve la cabeza hacia el portón de la iglesia vecina, una persona la impresiona de modo muy vivo. Se trata de una mujer que debe frisar en los sesenta años. Le llama la atención su esbeltez, su ferocidad, su belleza, su agobio; camina como sonámbula y a la vez con la firmeza que se podría conceder la reina de Venecia y si tal cosa existiera. Frunce el ceño de manera enérgica y sombría, ¡pero hasta en eso es elegante! Es evidente que sufre, como también lo es que trama venganzas terribles para resarcirse de esos sufrimientos. No la reina de Venecia pero sí la de la Noche, musita Alice, y piensa en Mozart. La sigue; cruza tras ella la plaza, la ve dirigirse a un callejón y entrar en un portón situado a unos cuantos metros del hotel donde la espera un joven cubierto por una larga gabardina gris. Ambos trasponen el portón tomados de brazo. La joven se sitúa en la acera de enfrente y espera a que empiecen a iluminarse las ventanas. El canal que la separa del palacio aparece a esa hora casi desolado. Poco después de cerrarse el portón una góndola solitaria se detiene ahí mismo. Un hombre se pone de pie en la embarcación; está a punto de saltar hacia la acera, pero parece reconsiderar su decisión y vuelve a sentarse. La góndola se pone en movimiento.

Alice regresa a su habitación feliz e intranquila. Se coloca en la boca el termómetro que le ha dejado la profesora; la temperatura le ha subido levemente. Apenas ayer, ¡y parece que hubieran pasado siglos!, preparaba sus maletas en el colegio suizo. Apenas anoche había estado sentada durante varias horas en el compartimiento del ferrocarril donde el viejo papagayo que obedecía al nombre de Viardot declaraba que la ciudad que iban a conocer (la más inverosímil de cuantas hubieran sido edificadas sobre la faz de la tierra, como dijera un famoso escritor alemán) había sido siempre el pasmo de su tiempo. Se tiende a descansar. En la cama recuerda sus últimos momentos en Lausanne, la carta que escribió a su casa antes de partir y sobre todo le viene a la memoria el viaje: la voz fatigosa y monocorde de la maestra cuya lección no tenía fin. Las previno sentenciosamente: la misma sorpresa que iban a recibir ese día de mayo de 1928 cuando el vaporetto se deslizara por el canal mayor era la que todo forastero había experimentado cualquiera que fuese el periodo histórico en que se le ocurriera llegar a Venecia. Las alumnas la oían con escasa atención, por rutina, sin importarles demasiado lo que repetía desde hacía una semana: Bizancio, El Giorgione, Crivelli, las conspiraciones españolas, la perfidia vaticana, Longhena y Palla dio, Wagner, Vivaldi, las máscaras, Goldoni y Guardi, las incursiones de Henry]ames, de Walter Pater, de Ruskin y antes de Byron y de Shelley. "La aparente superposición de estilos -decía- era en el fondo falsa. Había un espíritu de entendimiento en la ciudad que hacía menos bruscas las pugnas entre cánones diversos. El Románico, el Renacimiento y el Barroco se integraban gracias a cierto sentido de la decoración, típicamente veneciano. Ve necia trazaba el puente perfecto entre Oriente y Occidente. Venecia unía a los bárbaros del Norte con los soñolientos pobladores de Alejandría y de Siria." Alice escuchaba de cuando en cuando alguna palabra o una frase suelta que le hacían recordar lo que en días pasados había leído en su guía. Viajó con los ojos cerrados. Le dolían los párpados por el esfuerzo de haberlos mantenido constantemente contraídos. Más de una hora pasó así, desde el momento en que alguien por error anunció que estaban a punto de llegar. Quería pensar en lo que vería dentro de poco sin permitir que el tono de la profesora destruyera su entusiasmo. Quería pensar en la sorpresa que iba a proporcionarle la ciudad, en todo lo que vería, en las golosinas que iba a devorar para resarcirse del ascético régimen del colegio. ¡Lástima que no fuera Mme. Blanchot, la directora, quien las acompañara! No es que fuera ninguna maravilla, pero tenía la virtud, desconocida por la Viardot, de permanecer la mayor parte del tiempo en silencio. Descubrió en cierto momento que, más que pensar en Venecia, lo hacía en el libro que llevaba en la maleta, pues en el momento de empacar intuyó que Venecia podría aclararle algunos de sus enigmas; mientras la profesora hablaba del Tiziano y el Veronese, Alice tomó la decisión de no volver a leerlo, consideró que había sido un error guardarlo, que la lectura la había perturbado demasiado, y que, a medida que se ampliaba el lapso entre lo que vivía y la lectura de ese libro, el recuerdo de ciertas escenas le desagradaba más y más. A punto estuvo de asentir en la razón del colegio al imponer una higiene de lecturas. "La sensualidad del color, la calidez de los tonos…" ¿Pero era posible que la palabra "sensualidad" hubiera salido de los minúsculos y áridos labios de la maestra? Casi se sintió tentada a abrir los ojos, par ver la expresión de su rostro después de permitirse tales audacias. ¡Una historia sobre Casanova! ¡Un retrato abyecto y repulsivo! ¡Un viejo miserable! Tal era el tema del libro recién leído. Se resiste a creer en la verosimilitud del relato, a menos que se trate de un mero juego de convenciones que intenten alcanzar una verdad poética. Eso ya sería distinto: el autor describía ciertas situaciones para convertir las en símbolos de algo distinto. ¿De qué? No sabría decido, ha pasado mucho tiempo en casas de campo de Inglaterra sentada al lado de tíos viejos, y todos desprendían un olor más o menos semejante. En la narración que leyó, Casanova, a los sesenta años, al no poder conquistar a una joven matemática, una ilustrada, una lectora de Voltaire, consigue poseerla comprando a un apuesto militar el derecho a suplantado en la cama de su amante con el único compromiso de salir antes del amanecer para que ella jamás se enterase de la sustitución realizada. La joven lo descubre porque el viejo Casanova, vencido por la fatiga, es incapaz de despertar a la hora convenida. ¡Pero el olor de la senectud debió habérselo señalado! ¡O la topografía del cuerpo! El autor describía el perfecto cuerpo de veintidós años del amante militar y la evidente decrepitud del viejo libertino. ¿Cómo era posible que, aun en el caso de que el olfato fallara, el tacto no hubiese advertido de su error a la joven matemática? Creyó que llegaría a deslumbrarse con Venecia y la verdad era que el recuerdo de esa lectura había logrado que se acercara a ella, la más inverosímil de las ciudades, como repetía por enésima vez la profesora, con verdadero pavor.

No acaba de saber si ha logrado dormir un poco o si sólo se ha sumido en un ensueño diurno cuando tocan a la puerta y hacen entrar una mesita con el servicio de té, como había ordenado Mlle. Viardot esa mañana; todos los alimentos le serían servidos en la habitación para no exponerse a cambios de temperatura que le impidieran estar en óptimas condiciones al día siguiente y disfrutar así del resto del viaje. Después de beber dos tazas de un té bastante insípido y comer una tostada con miel, advierte que no ha ordenado su ropa y que la maleta yace aún abierta sobre un banco. Saca una a una sus prendas y las va colocando en el armario. No puede resistir ponerse el vestido de Lelong, regalo de su tía, que aún no ha tenido oportunidad de estrenar. Acaricia con deleite el raso oscuro. Se contempla en el espejo, da unos pasos hacia atrás, se mira de costado. Se siente muy satisfecha. Busca unos largos hilos de oro y sus corales y se los pone al cuello. ¡Es ya mucho más mujer de lo que había imaginado! Ataviada de esa manera podía presentarse con su tía Ann donde la pusieran, entrar con ella a una recepción en el Peras Palace de Estambul, llegar al Ritz de París a tomar un cocktail. Se siente feliz, y, sin pensado más, toma su sombrero, su gabardina y vuelve a salir de su habitación sin tener la menor idea de lo que se propone hacer esa noche.

Oye las campanadas que marcan las siete al abandonar el hotel. Se detiene y observa nuevamente el palacio en que horas antes se había ocultado la reina de la noche. Las ventanas del piso noble están del todo iluminadas. Situada, como horas atrás, en la acera de enfrente, trata de atisbar el interior y sólo logra ver la parte superior de unos candiles de cristal azulenco. Cruza el puente, da unos pasos hacia el portón y descubre desilusionada que no hay grieta alguna que le permita observar el interior. Una voz le pregunta en italiano, haciéndole enrojecer de vergüenza:

– ¿También usted participará en la función de Titania? Es el joven alto que ha visto esa tarde tomar del brazo a la dama que tanto la impresionó. Levanta la mirada con estupor, sin saber qué responder. ¿Es hermoso? Hay algo duro en las mandíbulas, y lo hay también en los ojos hundidos y en los cabellos recios. Sonríe y muestra una dentadura desigual: los de los costados parecen dientes infantiles que no se hubieran desarrollado al mismo ritmo que los demás. Tranquilizada por esa sonrisa puede admirar por entero al muchacho. Ya no lleva el impermeable gris sino unos pantalones y chaqueta de pana de terciopelo azul marino, una camisa a cuadros mínimos de un color verde pálido y una corbata de pajarita también azul.

Descarga dos o tres aldabonazos sobre la puerta, prontamente abierta por un viejo portero de aire rufianenesco a quien saluda con familiaridad:

– ¿Comenzó ya el aquelarre, Paolo?

La toma del brazo y ella se deja conducir por un corredor de baldosas de mármol, por una gran escalera que conduce a un vestíbulo del que sólo repara en las alfombras para pasar después a un salón que debe ocupar la mayor parte del piso; las ventanas dan a tres costados, a la plaza, al pequeño río y al gran canal. Parece una caja de maravillas forrada de oro, de felpudo paño verde, de caoba y cristal. Todo brilla y cada destello reverbera en los cristales y se multiplica en los espejos. Es difícil imaginar aquella espuma cuando se contempla desde fuera la sobria fachada, el arco del portón de medio punto y los dos ventanucos en ojos de buen y a los costados. Se promete estudiar al día siguiente la fachada que da al gran canal.

El joven, al entrar en el salón, se lleva un dedo a la boca para exigirle silencio y luego con la misma mano le ordena con ademán perentorio sentarse en la silla más próxima. Algo en ella se rebela contra ese dominio, pero está tan disminuida que termina por acatar sin ninguna protesta las órdenes. Lo ve alejarse de puntillas y dirigirse al otro extremo del salón donde un conjunto de cámara ejecuta un concierto. Dos criaturas angelicales extraídas de un cuadro de Merlozzo de Forli, con hermosas guedejas rubias ceñidas por coronas de flores de un rosa muy pálido hacen las veces de solistas. De sus amplias mangas de gasa azul emergen las manos delicadas que sostienen las flautas.

Frente a la orquesta un pequeño grupo de mujeres rodea a aquella a quien admiró en la plaza. Están vestidas como para asistir a una recepción de la mayor solemnidad, los hombros cubiertos por chales de encaje o de sedas casi transparentes; los cuellos, los brazos, las cabelleras están consteladas de rica pedrería. Algunas parecen emerger de épocas remotas. Dos personajes notables flanquean a la anfitriona. Uno de ellos es una mujer inmensa con rostro de mandril, a quien un vestido de brocado negro señala todas y cada una de las capas de grasa que sin mesura le surcan el vientre; escucha el concierto con la partitura en la mano. El pelo cortado al estilo militar, el color sanguíneo de las mejillas y la nariz, las grandes bolsas bajo los ojos acentúan lo rudo de esa cara; una mariposa de esmeraldas y brillantes atada con poca grada sobre sus blancos cabellos cortados casi a ras son el único detalle de coquetería que se permite. Describir a la otra, muy flaca, significa desbarrancarse en un vestuario y maquillaje del todo estrafalarios. Su cara de mandíbulas trabadas y boca muy arrugada que implica la ausencia de dentadura está decorada con los colores más vivos; viste a la turca, es decir, con pantalones bombachos, y de sus hombros caen torrentes de gasas nebulosas. Entre ambas, envuelta en una túnica blanca de pliegues esculturales y coronada con laureles de plata, reina Titania. A Alice vuelve a sorprenderle su belleza, que se potencia ante la proximidad de los dos monstruos. El resto del grupo está compuesto por unas nueve o diez mujeres de diferentes edades, algunas tan jóvenes que es seguro apenas comienzan a circular en sociedad. Todas mantienen actitudes estatuarias.

El joven se acerca al grupo de mando, se detiene tras ellas, para minutos después, al terminar la ejecución del concierto, besar la mano y luego las mejillas de la que, ante lo extraño del ambiente, Alice puede considerar ya como una conocida. La bella mujer coronada de laurel sonríe complacida; se levanta luego como impulsada por un resorte, se acerca a los músicos, acaricia la mejilla de uno de los ángeles flautistas, e inicia una conversación con el director de la orquesta. Con un ademán hace que la gorda simiesca se le acerque cojeando, apoyada en un bastón de nudos muy rústicos totalmente fuera de lugar en aquel salón, para entregarle la partitura.

Alice ve a su acompañante besar manos, mejillas y frentes de mujeres, quienes de pronto se sueltan a hablar de modo estrepitoso, como si quisieran resarcirse del silencio impuesto durante el concierto. Comenta algo con la más vieja, la desdentada, la cual empieza a darle golpecitos con su abanico en el hombro en tanto que estalla en carcajadas que hieren el aire como el graznido de una nube de cornejas. Empavorecida ante el espectáculo que ofrece aquel rostro, Alice vuelve la mirada hacia la pared, pero allí un gran espejo se lo reproduce y le hace creer, a pesar de la distancia, que contempla las encías desnudas de la vieja. Cuando con paso ligero y seguro el joven vuelve a su lado, Alice descubre que es aún más hermoso de lo que a primera vista pudo haberle parecido; su cabellera es tan deslumbrante que por un momento siente la tentación de levantar la mano y jugar con ella. Los dientes infantiles clavados en un rostro tan decididamente viril le producen un repentino mareo.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunta,

– ¡Alicel ¡Alice Browen!, ¿y usted? -responde sin aceptar el tuteo.

– Como estamos en casa de Titania puedes llamarme Puck. ¡Puedes llamarme como te dé la gana! Ven, Titania y compañía desean conocerte.

No han dado el primer paso cuando la puerta se abre con estrépito. Entra una sirvienta pálida y marchita, que se ajusta la cofia. Con voz sofocada por la carrera, grita:

– ¡Señora! ¡El comendador ha vuelto! ¡Paolo desobedeció sus órdenes! ¡Lo ha dejado entrar, señora!

Las mujeres revelan de pronto una agitación sin límites. Algunas se ponen de pie, se cubren con sus chales, corren y rodean a Titania, quien, sobresaltada por el aviso, deja caer la partitura al suelo. La inmensa mujer de aspecto militar comienza a temblar como una hoja frágil, se apoya en el bastón y corre, cojeando, hasta su asiento, donde con mano torpe se quita de la cabeza la mariposa de pedrería y trata de guardársela en el pecho. Desesperada al no poder introducida en el escote, la oculta bajo un almohadón. Los mismos músicos interrumpen sus movimientos, dejan en su sitio partituras e instrumentos y permanecen inmóviles ante los atriles en espera de una orden. Los nervios faciales de la anfitriona se ponen en tensión. Alice descubre en su rostro la misma expresión de diosa estremecida por la ira que tanto la impresionó en la plaza. La ve levantar un brazo en actitud marcial como para imponer la calma a su grey.

El joven Puck empuja a Alice hacia un costado del salón donde él se oculta tras un biombo. Ella, en el mayor desconcierto, presencia parcialmente la escena que en ese instante comienza. Tras la amedrentada sirvienta aparece el hombre a quien esa tarde vio a punto de saltar de una góndola. Su respiración revela la prisa con que ha subido la escalera. Es un hombre, extraordinariamente alto, cuya silueta sólo afea la presencia de un vientre en forma de pera, que otorga un aspecto ridículo a su chaleco gris. El resto de su atavío es de un negro casi clerical. Parece como si estuviera a punto de sufrir un desmayo; se lleva las manos a los ojos como si surgiera de la total oscuridad y quedase deslumbrado por el exceso de luces, pero también como si no lograra superar el horror ante el espectáculo que no se ofrece a su mirada. Sus cejas espesas parecen más hirsutas cuando aparta las manos de la cara. Da unos pasos ebrios en dirección al grupo. La voz de Titania lo detiene; es una voz de contralto, acostumbrada al mando. La nobleza del timbre, la claridad de la enunciación no corresponden a la tensión extrema de sus músculos ni a la cólera de la mirada.

– ¿De modo que ha decidido venir? Si mal no recuerdo, usted declaró que jamás volvería a poner un pie en mi casa. Tengo la seguridad de habérselo oído jurar.

– ¡Así es!… ¡Así es!… -responde el comendador con incongruencia, sin dar la menor importancia a las palabras, y camina hacia el grupo del que de repente se aparta la vieja desdentada, toma el bastón de nudos que su obesa y trémula compañera ha apoyado junto a una butaca, lo ase por ambos extremos, y, cual una endeble nave rompehielos, una frágil barrera ambulante, sale llena de furia al encuentro del intruso.

A medida que éste penetra en el salón y se expone más al chisporroteo de luz que desprenden los candiles, revela una fatiga física, una desmadejada palidez, un desgaste corporal que todos sus movimientos se obstinan en negar. ¡Es un viejo! ¡Tan viejo como el Casanova decrépito de su reciente lectura!, piensa Alice, y un escalofrío la recorre. El hombre extiende ambas manos, toma el bastón por el centro y con movimiento rápido y violento hace a un lado a la vieja que lo sostiene por los extremos, la que trastabillea y va a caer como escarabajo vencido junto a un sillón de brazos dorados.

– ¡Así es! ¡Así lo había decidido! -continúa, tomando aliento-, pero hoy me enteré de que ofrecerá usted un concierto y que esta tarde se inician los ensayos. La música, es bien sabido, domestica a las fieras, aun a las más dañinas. Esa reflexión me indujo a venir -se acerca a Titania y la zarandea violentamente por un brazo.

En el instante de silencio ominoso que sigue sólo se oye el graznido ahogado y furibundo de la vieja derribada. Con voz suplicante que no se compadece con la energía y violencia de sus movimientos, el comendador prosigue:

– ¡Titania, abandona a ese paje! ¡Aún estás a tiempo de renunciar a tu locura! ¡Titania, vuelve en ti! -y luego, olvidado ya el tono de súplica, grita ofensiva mente-: ¡A tus años, pobre mujer enloquecida, te has convertido en el hazmerreír del mundo!

Desde la vieja que gime en el, sillón hasta los ángeles extraídos de Merlozzo de Forli, todos los presentes parecen sólo esperar esas palabras para iniciar la contraofensiva. La gorda de rostro de mandril parece olvidar al fin el repugnante acceso de miedo que la ha acometido. Se pone de pie, busca su bastón y al no encontrado se apoya en el respaldo de una silla. Con voz de carretonero comienza a insultar al intruso con los términos más soeces, más inaudita mente procaces que pueda permitirse un idioma. La secunda la concurrencia en pleno. Se oyen insultos que forman un rugido contra el individuo que sigue sacudiendo por un brazo a la anfitriona, la única, al parecer, derrotada por sus palabras. La desdentada vuelve a levantarse, se ajusta las babuchas doradas y los múltiples chales y se arrastra con paso de gata hacia la pareja.

En ese momento, un brazo del muchacho emerge del biombo y atrae hacia sí a Alice, quien contempla como hipnotizada la escena; con movimientos impacientes la arrastra hacia una puerta que da a una amplia biblioteca con techo abovedado.

– La condesa Mustazza es muy valiente, pero su torpeza la pierde y compromete a Titania -le explica-. Llegará, como siempre, la policía. Es mejor que salgamos de aquí.

La protagonista, perdido todo vestigio de voluntad y de decisión, se deja conducir. Su acompañante empieza a recorrer con el tacto los lomos de una serie de volúmenes hasta, al parecer, encontrar el que buscaba. Lo ve extraer un libro en exceso voluminoso, meter la mano bajo su pasta de cuero, y luego, para su sorpresa, sin extraer llave alguna, volver a colocar el libro en su sitio y comentar:

– Es preferible salir por el canal mayor. No habrá inconveniente en tomar la góndola cubierta. A nadie se le ocurrirá seguimos.

Alice siente por un momento que el malestar que le aqueja y que tanto alarmó a Mlle. Viardot esa mañana se le reproduce con mayor violencia, que la fiebre le sube, le hace arder los párpados, de repente muy pesados, y doler todas las articulaciones. La asusta la idea de salir a un canal, de sentirse rodeada de agua y niebla; en un mínimo intento de recuperar la voluntad se oye decir con voz agonizante que prefiere quedarse, pedir que la oculte en algún sitio donde pueda pasar la noche, jura que no se moverá, ni hará ruido alguno, que no perturbará a nadie. ¡Que escapara él, a quien sus enemigos deseaban perjudicar! Ella es inocente, no conoce a nadie; si la interrogan, lo único que puede confesar, pero eso no le parece un delito muy grave, es haberse dejado vencer por la curiosidad y entrar sin invitación al concierto…

– …para dos flautas, de Cima rosa -concluye él en tono didáctico.

Desesperada, deseando ganar tiempo y reponerse, la inocente Alice le comenta a su acompañante que ha leído la novela de un autor vienés sobre Casanova, pero sin comprenderla de todo que no logró desentrañar los símbolos, que lo único que obtuvo de ella fue una carga terrible de violencia, porque, aunque humorístico en apariencia, se trataba de un relato colmado de atropellos, sangre, estupros y demás abyecciones añade que, a pesar de todo, para ella la perfidia de Casanova (Y. eso lo comienza apenas a descubrir en ese momento) es preferible a la estulticia, por ejemplo, de un par de ancianos, los hermanos Riccordi que aparecen en dos pasajes del libro como sombras patéticas, gimoteantes y borrosas frente a la figura acerada del aventurero veneciano que traiciona, penetra y aniquila.

Hasta el final de la aberrante velada musical, Billie Upward "había empleado un método descriptivo de exasperante minuciosidad para fijar las impresiones de Alice. Algún valor especial parecía revestir para ella el cabello de los personajes. Es posible que para Billie en lo personal lo tuviera. Y él, al leer la descripción pormenorizada de Titania, del joven que pide ser llamado Puck, de la vieja obesa con el pelo cortado casi a rape y la semicalva desdentada que con sumo artificio trata de esparcir sobre su cráneo unas cuantas guedejas de un detestable color rojizo, no puede sino recordar la extraña mutación que la autora sufrió en ese sentido, del peinado corto de un rubio casi pajizo que usaba cuando la conoció en Venezia en el jardín de un palacio que posiblemente sirvió de escenario, a su relato y que mantuvo durante todo el tiempo que la frecuentó en Roma a la melena turbulenta de un negro azabache que obtenía después con una tintura de calidad más que dudosa. Pero a partir de ese momento la linealidad del relato se quiebra y el lector se interna en una especie de delirio brumoso. ¿Sería la primera parte la, aproximación y la siguiente la fuga que proclamaba el título? Miles de historias intentan formularse a partir del inicio de la fuga para ser destruidas desde su nacimiento por la aparición de otras nuevas. Al dejarse conducir por su compañero, que no accede a la súplica de Alice de ocultarla en uno de los miles de escondrijos, que seguramente poseería el palacio y que la observa con cierta, sorna cuando ella le habla de un libro recién leído y del posible significado de la vida, los sentidos de la joven se abren a una serie de sombras y de súbitas iluminaciones. Billie, convierte a Alice en la visitadora de una especie de Aleph circunscrito a Venecia. La pareja recorre pasadizos, sube escaleras, salta hasta el fondo de sótanos tenebrosos, penetra en abandonadas mazmorras, en bodegas al parecer olvidadas por sus poseedores donde se pudren cofres y barricas, cruza habitaciones subterráneas hasta llegar por fin a la portezuela que los conduce al atracadero familiar. Allí los esperan una góndola y un fantasmal tripulante con el cuerpo cubierto por una ceñida malla negra y una faja escarlata en la cintura; se cubre el rostro con una máscara del mismo color que tiene algo de cómico y mucho de macabro. "¡Qué extrañamente oscurece en Venecia!", piensa Alice mientras contempla los mecheros de gas, diseminados a lo largo del canal. Oye trozos de canciones que se le atropellan en el oído y confunden con los acordes finales del concierto de Cimarosa que acaba de escuchar, siente que su corazón late con violencia cada vez que una oscilación de la góndola la aproxima a su compañero, cuyo olor se ha transformado del todo; la mezcla de agua de colonia y tabaco que había percibido en el palacio ha desaparecido para dar lugar a un olor ocre y picante a cuero y a lana cruda que la marea, y está a punto de decírselo cuando recuerda que una dama no puede hacer un comentario de esa naturaleza. Parecía que él le hubiera adivinado el pensamiento, pues en ese momento comenta que por la mañana posó para un "concierto campestre" y por eso lleva aún el cabello aborregado y revuelto y esas calzas de cuero que, después de todo, le encantan. Es la última vez que logra recordar que existe un internado en Suiza y una mujer de labios ascéticos llamada Viardot y que una joven puede permitirse ante un desconocido ciertas preguntas y otras no. Una espesa languidez la acoge y se recuesta en los brazos del muchacho, con la cabeza apoyada casi en el nacimiento de su cuello. Siente en el oído el golpe tumultuoso de la sangre del macho. De vez en cuando pasan junto a góndolas cubiertas por toldos y con ventanillas cerradas y oyen salir de su interior carcajadas y música de laúdes, violas y flautas, y cuando se acercan demasiado, chasquidos de origen sospechoso; ella le pregunta si cree que el sentido de la vida consiste en entender y aceptar que ésta tenga un sentido, o en negarlo, o, simplemente, en permanecer indiferente ante una u otra posibilidad y en ser felices como debe serio el grupo de enmascarados que juega a las cartas en una pequeña plazoleta, mientras unas mujeres de amplias capas de raso brillante que las cubren de pies a cabeza, igualmente enmascaradas, se cuchichean algo al oído y ríen con risas quedas, y no lejos de ellas las cortesanas alimentan con castañas y queso a los pavorreales atados a sus bancas de trabajo y cuentan historias procaces donde exageran ciertas cualidades de marineros llegados abruptamente del Norte que las desgajan al poseerlas y las enloquecen de dolor y:'" placer, de canónigos sibaritas que les obsequian golosinas preparadas con especias llegadas del Oriente y las hacen beber vinos calientes y perfumados que les producen estados de voluptuosidad de los que días después aún no logran recuperarse, y hablan también de aquel primer amor desgraciado, del amante que estuvo de paso una temporada y un día, sin decir palabra, se marchó para siempre, del otro a quien un pleito callejero obligó a huir de la ciudad, de aquél a quien la enfermedad terminó por volver loco, del carnicero del barrio, del galopín que apareció en casa como enviado por la Virgen, del pescador, del estudiante, del actor, del viajero. Ríen y lloran con igual facilidad. Más que vivir el amor, lo que parece deleitarlas es hablar de lo a él accesorio. Hablan y ríen, hablan y lloran, y todo parece producirles igual deleite, salvo dos o tres situaciones humillantes que jamás mencionan a las que su profesión las ha expuesto.

Las ventanas abiertas le permiten a Alice conocer todos los interiores que existen en Venecia, enterarse de todas las tragedias, los caprichos, los goces. "El mundo se le revela no gradualmente sino de modo simultáneo y total" Oprime con la mano la mano del galán para expresarle su gratitud por esa travesía; él se la lleva a la boca y luego vuelve la cabeza y la besa largamente, en los labios; y ella conoce el amor de un joven marinero llegado por la mañana de Alejandría, del jardinero siciliano a quien el marqués de Chioglia había hecho viajar desde las propiedades de su cuñado en Agrigento para aclimatar limones y jazmines en sus jardines colgantes, del marqués mismo y de su tío, el abyecto cardenal, del secretario del cardenal que por las noches escribe sonetos libertinos y los coloca bajo los platos en la mesa palaciega, de su amigo, el joven secretario del emisario inglés, quien sale tres veces a la semana a los alrededores de la ciudad y jinetea de la mañana a la noche. De la misma manera que el joven es todos los jóvenes que alguna vez han tocado Venecia, frente a ella se despliega, al salir del abrazo, la biografía, de la ciudad, desde el momento en que se eligió ese absurdo lugar como sede de su fundación hasta esa noche de mayo de 1928, y ya para entonces no le interesa preguntar a su compañero por el sentido de nada, porque ha aprendido súbitamente que lo importante no es preguntar ni emitir respuestas sino dejar qué los sentidos conozcan, se equivoquen, rectifiquen.

Ésa es con toda evidencia la parte más riesgosa del relato; la más audaz en cuanto a experimentación literaria. Un escritor navega siempre al borde del naufragio cuando trata de recorrer todos los tiempos que han compuesto no solo a Venecia sino a la más polvorosa y deslucida ranchería. Y Billie no se libra por entero del ridículo y de los peligros de una retórica un tanto hueca. La protagonista ve a su acompañante salir de una función de ópera del brazo de una diva que ha cantado una Norma perfecta y a quien va a estrangular horas después en esa misma góndola funeraria; lo reconoce cuando es un griego de Siria que intenta hacer subir a las hijas de un notario a su bajel con el pretexto de mostrarles unos paños finísimos; lo descubre en el momento de espiar el baño de sus primas y también en aquél en que con devota unción asiste a las exequias de su primera amante. De pronto se insinúa el amanecer en la laguna. A medida que la góndola avanza bajo una lluvia de oro, Ve necia se despoja de su abigarrada historia. Las fachadas se asemejan cada vez más a las de la primavera de 1928; la máscara del gondolero ya no existe, y el joven que viaja a su lado se deshace del espectro de todos los hombres que esa noche ha sido para ser solamente el esbelto muchacho de talle deportivo, pómulos prominentes y dientes infantiles. Cuando al fin atracan en el muelle se abre el gran portón; esa vez encuentran con certeza el camino directo sin tener que perderse en los sótanos y corredores putrefactos que antes recorrieron. Suben en silencio una escale_ que los conduce al jardín, una pequeña terraza con dos eucaliptos y unos macizos de rosas, de muros revestidos por enredaderas de flores color vino, donde los moradores del lugar acostumbran desayunar algunas veces. Un sol radiante ilumina la escena. Bajo un toldo de gruesas rayas azules muy pálidas que se entreveran con otras de una blancura ligeramente sucia, desayunan tres personas. La sirvienta que el día anterior había entrado en el salón en medio de un desarreglo nervioso pasa a su lado empujando un carrito donde están las frutas, la cafetera y los panecillos. Es una inconveniencia llegar.de visita a esas horas cuando la gente aún no está en condiciones de recibir, se _ dice al ver a Titania con la cara empastelada con una espesa capa de crema blanca y el cabello sujeto hacia arriba por un pañuelo de colores. El comendador, en bata de casa, se sirve una taza de café y luego se hunde en fa lectura de un periódico, mientras la condesa Mustazza, vestida con una túnica oriental y un turbante que oculta su cabeza casi calva, desmorona sobre un plato de leche un gran trozo de pan. Alice intuye que el drama contemplado el día anterior al final del ensayo era falso, un juego inventado por esos tres despojos humanos para fingir que su vida es interesante y aún la sacude la pasión; que lo real, en cambio, es ese momento de armonía matinal en que efusivamente la invitan a compartir el desayuno, pero que esa realidad no dista mucho de ser la misma de los hermanos Riccordi del relato sobre Casanova, los cuales, a pesar de su elocuente gesticulación, acceden a cumplir las órdenes que los demás les imparten y a. aceptar los mendrugos que de cuando en cuando les ofrecen, y que su acompañante, el bello Puck, al sentarse complacido a la mesa, ha optado por el grupo marchito que en ese momento desayuna, por todo lo que en verdad no es. Sin despedirse, y sin que su desaparición sea advertida, Alice se dirige hacia la salida, le pide a Paolo abrir el portón y camina con paso fatigado a su hotel.

Cuando Mlle. Viardot y sus discípulas regresan, llenas de novedades, entusiasmadas por el viaje a Vicenza, encuentran a Alice con una fiebre tan alta que la hace delirar. La profesora llama a un médico, quien confirma la gravedad de la infección. Es necesario que las otras jóvenes no entren a su cuarto a perturbada. La maestra, con el sentido de la disciplina que la ha hecho famosa, permanece noches enteras sentada aliado de la enferma mientras durante el día recorre con las otras alumnas todos los itinerarios previamente fijados con el fin de aclararles la historia de Venecia y de su arte.

Al llegar los padres de Alice a hacerse cargo del cadáver, cuando con la ayuda de la, tía Ann hacen las maletas, recogen los vestidos y objetos particulares de aquella muchacha un poco descuidada, pero quizá más retraída que las demás, la profesora piensa que sería mejor suprimir en el futuro la excursión a Venecia, cuyo clima es fatal en esa época del año, y sustituirla en cambio por el viaje a Florencia y Roma que ha venido proponiendo durante años, desde la vez que una alumna, persa en esa ocasión, sufrió un grave accidente y el colegio tuvo mil dificultades con el padre, y este viaje le ha proporcionado el argumento de peso que necesitaba para convencer a la directora. El último día escucha melancólicamente con las chicas la función en La Fenice que culmina la excursión; cantan Wagner, a quien ella siempre ha detestado.

Moscú, octubre de 1980

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