El sol cae a plomo. Un calor africano fustiga la ciudad a despecho del invierno que en esos mismos días, en esos instantes precisos, se encarniza con el resto del país. La gente se arracima junto a los barandales del muelle; permanece inmóvil durante un tiempo que en virtud de la tensión imperante se hace elástico, larguísimo, infinito. Las familias y amigos de los que parten, pequeños grupos aislados al comienzo, forman ya una multitud cerrada. Durante horas no hacen sino mirar fija e intensamente en dirección al barco. Nadie habla; de vez en vez alguna anciana extrae del pecho un pañuelo oscuro y lo agita con desganada tristeza, consciente de la inutilidad del gesto. Hemos embarcado a las once de la mañana; van a dar ahora las cuatro y ellos continúan ahí, calcinados por el sol, petrificados. De ninguna manera es menor la intensidad con que los de cubierta contemplan a sus deudos. Hay una especie de muro invisible que separa a ambos grupos. Un sentimiento general de expectación desgarra el aire, vuela, se arremolina, choca con el muro, y sus astillas, sus gajos, vuelven a añadir, si aun ello es posible, una nueva carga de electricidad en los nervios tensos de los presentes. Todo lo que uno ha oído decir sobre el dramatismo del sur se plasma y magnifica en estas soberbias horas de Nápoles. Han venido los padres, los abuelos; viejas tías en pétreos villorrios calabreses, madres de La Puglie, familias enteras de Nápoles y sus alrededores a despedir a los emigrantes. (Una niña de brazos suelta una carcajada y se calla llena de vergüenza; ha sonado su risa como un sacrilegio, como un golpe de moneda falsa.) Los ojos son los únicos órganos que parecen, tras su aparente estatismo, mantener aún la vida; vítreos, inmóviles; los anima, sin embargo, un afán desesperado, enloquecido, de detener durante esos últimos momentos la imagen del que parte, del que horas más tarde comenzará a ser sólo recuerdo. A juzgar por ese único sector del puerto, Nápoles ha muerto. De golpe se escucha la sirena; un pitido largo; inmediatamente después otro más breve. Suenan clarísimas las cuatro de la tarde y la nave comienza a ponerse en movimiento; ese movimiento grave que es apenas un recoger de cadenas, un girar de hélices. Las horas anteriores existieron sólo para desembocar en ese instante. Una mujer lanza un grito aislado y la multitud le responde con un rugido único, desgarrador e impetuoso. Se alcanza un paroxismo de dolor que estremece hasta al testigo más frío. Las madres se retuercen, corren con los brazos en alto, se desploman bañadas en lágrimas. De entre el rauco vocerío descuellan algunos gritos:
– ¡Torna, Te resino! ¡Te resino, torna súbito!
– ¡Camilo, non ti vedró mai piu!
Y uno simple, elemental:
– ¡Figlio! ¡Figlio!
Jóvenes y ancianos se acongojan, lloran, gritan en cubierta. Parecería que aquellos trajes estrechos y entallados fueran a reventar de un minuto a otro debido a las convulsiones que por dentro los sacuden. A mi lado unas viejas sicilianas se destrozan la garganta con gritos y lamentos emitidos en una jerga indescifrable.
Los rostros, las manos, los pañuelos, se hacen cada vez más diminutos. Al fondo queda la ciudad, colorida, soleada, procaz; luego ella también desaparece. Han comenzado a circular unas botellas de vino; las sicilianas, que hacen por vez segunda el viaje, paladean con fruición la bebida y hablan de Nueva York, de Manhattan. Muchos se acercan a oírlas; los ojos enrojecidos, pero secos; uno entre tantos, un anciano, enarbola su bastón y canta a voz en cuello:
– Mazzolin dei fiori…
La multitud, recuperada, responde con alegría genial:
– Che vien de la montagn…
El ritmo se ha restablecido. ¿Quién ahora va a acordarse de las ancianas que por calles de Nápoles, trepadas en pletóricos autobuses, enlutadas, cubiertas con toscos pañolones, van musitando su oquedad? Nueva York, Manhattan, América, son ahora el presente.
A bordo del «Leonardo da Vinci». Enero de 1962.