Para Rosaura Romero
Ancló en Roma. En apariencia hubiera sido más lógico que lo hiciera en Londres, dado que para esa fecha sus lecturas eran en lo fundamental inglesas, lo que aún a distancia lo había familiarizado con la ciudad y sus usos, o en París cuya belleza lo había dejado anonadado y de la que, quizá, por lo mismo, había escapado a los pocos días de llegar. Ninguna de esas ciudades poseía la melancolía y la sensualidad de esa Roma pobretona y preindustrial previa al milagro económico que tan bien se avenía con quien sólo vivía para aguardar el fin. Tal vez influyera el deseo de compartir con Raúl su experiencia de vida en el extranjero. También, aunque de eso sólo fue consciente después, el hecho de que Elsa hubiera vivido allí.
Al pasar por Xalapa había tenido la precaución de recoger la dirección de Raúl. Habían sido, ¿cuántas veces tiene que repetirlo?, amigos desde la infancia, compañeros de escuela, aunque Raúl fuera dos o tres años mayor. Tenían algunos parientes comunes. En la adolescencia intercambiaban libros. Fue quizás él quien lo hizo salir del Leoplán y de las novelas de Feval que esporádicamente leía su padre para ordenarle y actualizarle las lecturas. Lo hizo comenzar por Dickens y Stevenson y, a lo largo de los años, retroceder a los isabelinos y avanzar hasta la generación de Auden. Raúl tenía cualidades especiales; ponía a todo el mundo a trabajar, lo intranquilizaba, lo hacía intentar rescatar lo mejor de sí mismo. Era un organizador y un maestro nato. En la preparatoria formó un círculo de discusión, donde cada semana hablaban de obras y autores. Allí aprendió, al redactar notas y discutirlas con sus compañeros, más que en cualquiera de los cursos de literatura que siguió más tarde, cuando alternaba los estudios de leyes con algunas clases en Filosofía y Letras. Luego, en México, a saber por qué razones, se vieron poco. Raúl salió dos años antes que él de Xalapa a estudiar arquitectura, y cuando él llegó a la capital apenas coincidieron en una que otra fiesta. Nunca se pusieron de acuerdo para comer juntos, para ir al cine o correrse alguna parranda. En cambio, durante las vacaciones, en Xalapa, volvían a ser inseparables. Raúl, nunca ha dejado de reconocerlo, fue en todos esos años su maestro; fue él quien lo incitó a escribir. Raúl mismo hacía pastiches cómicos muy divertidos. Se proponía trabajar, decía ya entonces, más que como arquitecto como ensayista, como investigador de las formas. Antes de salir de México, su cultura artística era impresionante. No cabe duda de que su presencia en Italia contribuyó en mucho a detenerlo en Roma y a no proseguir el periplo turístico que antes de salir de México se había marcado. Cuando llegó, a mediados de ese verano abrasador de 1960, se dirigió casi de inmediato a la dirección obtenida. Raúl no estaba. La portera, después de estudiarlo con una mirada de lo más impertinente, le dijo que su amigo pasaba el verano en Venecia. Buscó una anotación en una libreta y le confirmó: toda su correspondencia se la enviaban al American Express; no había dejado su dirección porque quería trabajar y no permitía que la gente lo interrumpiera -añadió con tono y mirada acusadores. En uno de sus viajes, cuyo itinerario y circunstancias recuerda como si lo hubiera realizado apenas ayer, que comprendió Ferrera, Padua, Venecia y Trieste, le dejó una nota en el American Express veneciano, en donde le pedía sus señas o un teléfono para que al regreso de Trieste lo pudiera localizar. Cuando a los dos o tres días partió de nuevo por allí, encontró una tarjeta firmada por alguien llamado Billie Upward, indicándole una dirección. Raúl, le escribía, se encontraba por el momento en Vicenza, pero esperaban su regreso para cualquier día de esa semana.
Fue a la dirección: un palacio escondido tras altos muros en uno de los canales alejados del centro.
– No se puede entrar por la fachada principal, como sería lo debido, por causa de la inundación de la planta baja -le dijo con cierto dejo extranjero una mujer de piel muy tostada y cabello de color canario, después de que la sirvienta lo condujo a una terraza interior del edificio-. Es una lástima pero parece que la restauración resulta muy costosa. El único riesgo es que los cimientos se echen a perder al grado de que el palacio entero se derrumbe -y emitió una risa áspera, semejante al graznido de un pájaro, que dejaba evidenciar cierto placer ante el posible desastre-. ¿Usted es el paisano de Raúl, verdad? Sí, eso me imaginaba. Él sigue en Vicenza, pobre muchacho laborioso, prepara una tesis sobre el Palladio. Nos pide que lo retengamos hasta su regreso.
– Pregúntale si quiere tomar una copa, Billie, no seas tan huraña -dijo otra mujer, ciertamente mayor, con voz espesa y cálida y un acento que la relacionaba con algún lugar del Caribe, una mujer oculta tras enormes gafas negras, cremas de colores, y una variedad de telas de colores brillantes que no dejaban mostrar sino los brazos y una mínima parte de la cara. Estaba tendida en una especie de camilla de aluminio y cuero. Era Teresa Requenes-. Ofrécele un trago en vez de complacerte en describir la destrucción de mi casa.
– No es del todo su casa, quiero precisártelo. Teresa tiene un contrato por noventa y nueve años sobre el inmueble. Pero el municipio no le da permiso para iniciar las obras de restauración -explicó innecesaria, gratuitamente la mujer de pelo color canario-. Toda la planta baja ha tenido que ser evacuada con pérdidas enormes. Quieren implantar un plan global de salvación de Venecia… Pero usted conoce a los italianos, es posible que cuando se hayan puesto de acuerdo y quieran ponerlo en práctica, Venecia ya no exista, no sea más que un hermoso recuerdo, otra Troya. La mujer llamada Billie, vestía pantalones blancos y una blusa oriental de un amarillo tenue que hacía contrastar más aún el tinte de su pelo. No era muy joven, como lo quería indicar la ropa. ¿Le pareció hermosa? No del todo; tanto el marco como las mujeres le resultaban demasiado extravagantes, y el estilo de la tal Billie en exceso petulante y redicho. Movía los brazos de una manera desaforada. Cuando servía el whiskey parecía que todo su cuerpo se sacudía como agitado por una descarga eléctrica.
Era la primera vez que se encontraba en el jardín de un palacio ¡en Venecia! No había modo de no sentirse en medio de un escenario cinematográfico. El comportamiento artificioso de ambas mujeres contribuía a intensificar la sensación de irrealidad.
– La vista desde aquella logia es magnífica. Me gusta ver el revoloteo de las gaviotas; me imagino que son los loros de mi tierra -dijo la mujer de gafas sin moverse-. ¡Acompáñalo, Billie!, ¿quieres?
Caminaron hasta un ángulo del jardín, donde se levantaba una pérgola que daba al pequeño canal por un lado y a una mínima y hermosísima placita por el otro. Minutos después se les reunió Teresa.
– En esa Fondamenta -añadió-, la de l’Annunziatta, quemaron a una bruja, a pesar de que aquí nunca abundó la especie. Venecia es demasiado carnal para poder comunicarse con el otro mundo. Sus misterios son mínimos, espejismo puro para el consumo de alemanes e ingleses. Hay demasiado color, demasiada frivolidad para que se pueda concebir la existencia de otra vida. Tal vez me equivoque; es posible que uno pueda avanzar hacia adentro, que aquí se logre un tipo especial de búsqueda interior, pero no el contacto con lo extrasensorial.
– No le haga usted caso. Mi amiga me quiere hacer rabiar. Se lo propone a diario. Todo porque sabe que estoy escribiendo una especie de nouvelle basada en el sustrato mágico en que se sostiene Venecia.
Lo invitaron a almorzar. Teresa desapareció durante un buen rato. Cuando se presentó en el comedor le costó trabajo reconocerla. Desaparecidas las cremas, las gafas, las telas de colores, era una hermosa mujer de poco más de cuarenta años, de espléndido y macizo cuerpo, animado por un terso, impreciso y constante movimiento que parecía casi un jadeo sensual de todo su cuerpo. Le dijeron que Raúl hablaba casi todas las noches de Vicenza. Si las llamaba al día siguiente era casi seguro de que le podrían decir con exactitud cuando regresaría; había dicho que tenía mucho interés en verlo. Dentro de unas semanas todos volverían a Roma. Salió de aquella casa deslumbrado. Desde el puente más próximo contempló la fachada magnífica con la puerta principal descerrojada por donde implacable y monótonamente entraba el oleaje que producían las barcas. Las ventanas cubiertas por espesas cortinas no permitían ver nada, salvo una de ellas, una habitación con un balcón, donde se vislumbraba un gran candil de cristal, un sillón que parecía de mimbre, un pequeño cuadro y la parte superior de un librero. Comenzó a imaginarse cómo podría concebirse la vida desde aquellos cuarteles. Estaba bárbaramente impresionado. Acababa de conocer a Billie Upward y a Teresa Requenes. Sin embargo decidió no quedarse. Toda la tarde la pasó en su hotel con un atroz dolor de cabeza; cuando ya no pudo más se dirigió a la estación y compró una litera en el nocturno a Roma.
Y por supuesto que después del verano se volvieron a ver. ¡Muchas veces! A medida que se fueron tratando se acentuó la sensación de extrañeza que en el primer encuentro le produjo Billie. En el tren a Roma, asombrado aún de haber penetrado aunque fuera por unos minutos en un recinto que hasta aquel entonces supuso le estaría vedado, recordó la falsa intensidad de la inglesa, o, mejor dicho, ese énfasis tan suyo colocado donde no debía existir; le pareció también que se complacía demasiado en señalar adversidades posibles. Sus comentarios sobre el triste destino de Venecia contrastaban con la placidez con que la venezolana lamentaba la escasez de brujas quemadas.
Llegó un momento en que pasar un día sin visitarlos le hubiera resultado inimaginable. La generosidad de Teresa Requenes les permitía mantener una pequeña y floreciente editorial. Publicaban a poetas americanos e ingleses, a jóvenes narradores italianos y, sobre todo, a autores hispanoamericanos. Eran unos cuadernos muy sobrios, en papeles de excelente calidad, muy bellamente diseñados, el más voluminoso de los cuales no debía exceder las ciento veinte páginas. Habían comenzado los trabajos el otoño anterior y tenía ya mucho material preparado. Estaba a punto de aparecer el episodio veneciano de Billie. Raúl lo invitó de inmediato a publicar y a formar parte del Comité Editorial.
La publicación de un cuaderno al mes le daba a Teresa la oportunidad de dar empleos y sueldos a varias personas que le eran simpáticas. Las ediciones eran bilingües; a veces la traducción se hacía al español, otras al italiano. Emilio Borda, un filósofo colombiano, se encargaba de todos los trabajos tipográficos y de las traducciones al español; Gianni vertía los textos al italiano. La primera crisis de la editorial surgió con la salida de Emilio. Había sido él quien propuso la idea de crear los cuadernos. Cuando Emilio se marchó, él advirtió por la reacción de los demás colaboradores y amigos la intensa antipatía que todo el mundo sentía por Billie. Nadie hacía responsable a Raúl de la ruptura sino a ella. Cuando Emilio rompió con Orión ya él llevaba más de un año de vivir en Roma. A partir de ese momento se dejó sentir una marcada desgana y una falta de convicción en todos los trabajos. Cuando el cierre final se produjo, ya se había marchado, pero supo que a nadie le sorprendió demasiado; la comunidad espiritual había sido destruida desde hacía bastante tiempo.
¡Qué irritante podía ser, qué desesperante y necia! Quizá influye el trato posterior en Xalapa para calificarla de esa manera. Colaborar con la editorial equivalía a oír sin cesar sus comentarios, los que a medida que la empresa avanzó se fueron tiñendo de un insoportable y autocomplaciente triunfalismo.
Su personalidad no resultaba fácil a la clasificación. El mismo Emilio tan difícil de dejarse subyugar por nadie, reconocía la originalidad de algunos de sus juicios, la seguridad de su inteligencia, la amplitud de su cultura: la ópera, en especial las de Mozart; la música romántica, Schumann sobre todo; la literatura medieval española; Shakespeare; la cultura italiana entera, toda la pintura del mundo. Ha hablado ya del pavor que Billie le podía inspirar, pero también existió una admiración que se nutría en parte del hecho de haberla conocido en el jardín interior de un palacio veneciano y de lo mucho que contribuyó en su formación al proseguir la labor emprendida por Raúl en la adolescencia, sólo que Raúl le había hecho concebir el placer del aprendizaje y Billie las asperezas de la disciplina para acceder a la cultura. Es posible que su conocimiento de Italia se intensificara y depurara, que lo que ahora puede disfrutar de la pintura, hasta de la contemplación del paisaje, le daba mucho al trato con ella; pero esos entusiasmos nunca prescindieron en su momento de un sentimiento de incomodidad y de fastidio. Billie era demasiado absurdamente inglesa, demasiado institutriz.
– Me remordería la conciencia casarme con un extranjero. Cuando me dicen las cifras de nacimientos de paquistanos o jamaiquinos en Inglaterra, creo que mi deber sería darle a mi país un hijo blanco, auténticamente inglés -fue por ejemplo un comentario que no dejó de repetir con mínimas variantes el día en que Teresa Requenes invitó a un matrimonio de dominicanos de aspecto amulatado muy amigos suyos. Ese era quizás el único tipo de expresiones de Billie que llegaban a irritar a Raúl, cuyo color azulenco y configuración del rostro lo asemejaban más a un paquistano que a un indio mexicano. Ya para entonces tenía más de un año de sostener relaciones con ella.
Una tarde esperaban a una eslavista milanesa que alguien les había recomendado. Se encontraban Emilio, Raúl y él en un café muy pomposo y antipático de la via Venetto. Raúl estaba de pésimo h u m o r. La conversación recayó en un momento sobre la reacción de los dominicanos ante la actitud francamente hostil de Billie. Raúl opinó que no era para tanto. Lo que ocurría era que se trataba de unos pobres acomplejados. Sólo faltaba que no se pudiera hablar con naturalidad del tinte de la piel. ¿Qué esperaban? ¿Pasar por arios? ¿Por qué no asumían con naturalidad su condición de mestizos?
– ¿Y por qué no la asumes tú si es tan fácil? -fue la respuesta de Emilio-. ¿Por qué debes acatar siempre lo que dice tu Diosa Blanca?
El colombiano advirtió que había tocado un tema de trato imposible. Intentó volver, con un tono humorístico, a algunos temas de su trabajo sobre Wittgenstein. Raúl no opinaba nada, parecía apenas escuchar las disertaciones del otro. Él, por su parte, quiso disipar la tensión que de pronto sintió incubada, haciendo algunas preguntas sobre varios literatos contemporáneos del filósofo vienés. En aquella época había leído sólo a Kafka y a Schnitzler, pero había conocido a unos jóvenes escritores italianos a quienes parecían interesar sólo los austriacos. Llegó al fin la eslavista, la señorita Steiner-Lemmini, una mujer alta, huesuda, de sonrisa tímida. Se pusieron en pie para saludarla. Raúl hizo las presentaciones.
– Emilio Borda, especialista a su entender en Wittgenstein. Cree comprenderlo todo. Ya lo verá, va a resultar que sabe más de rusos, checos y polacos que usted. A su manera también es eslavista, musicólogo, matemático, entomólogo, filósofo de la ciencia, medievalista -sonreía alegremente mientras enumeraba las disciplinas supuestamente dominadas por Emilio-. No se le escapa nada; pero si de alguna manera hubiese que definirlo -añadió con súbita ferocidad-, yo le diría que es el mayor pobre diablo que he conocido.
La señorita Steiner-Lemmini reía nerviosamente. Comenzó a hablar de manera precipitada de sus investigaciones. Colaboraba en una editorial muy importante. Trabajaba como una mula, sin cesar; apenas dormía; traducía, prologaba, hacía reseñas. Su colaboración era muy buscada por las editoriales italianas. Sin embargo la idea de los cuadernos le era simpática. Sugería la publicación de dos piezas teatrales de Lev Lunz, uno de los formalistas rusos más interesantes.
Raúl dijo que le gustaría leer los textos. Si ella los sugería era seguro que esas obras de teatro les convendrían. Necesitaban juicios de especialistas y no las recomendaciones de improvisados que hasta el momento regía en la pequeña empresa que habían acometido. Y si: transición, lanzó una diatriba feroz contra el ensayo de Emilio sobre Wittgenstein, que apenas conocía, y terminó declarando, perdidos por completo los estribos, que consideraba incompatible la participación de ambos en el consejo directivo; si el colombiano se quedaba él estaba dispuesto a partir. La señorita Steiner-Lemmini recogió los papeles y libros que había desplegado sobre la mesa. Los metió con precipitación en su cartera y se despidió; Raúl la acompañó a la calle y ya no regresó. Emilio no volvió a poner un pie en los terrenos de Orión. Algunos meses más tarde se marchó de Roma.
Pero antes de ese incidente, el cuidado que cada quien ponía en la parte de labor que le tocaba para editar los Cuadernos, y en su propia obra, había sido para todos los participantes una experiencia comunitaria, jubilosa y por entero creativa.
Si el autor del proyecto fue Emilio, era Raúl quien se había convertido en el verdadero motor de la empresa, quien descubrió y asoció a los colaboradores, quien estudió formatos y eligió papeles, quien fijó las características fundamentales de la colección: el idioma básico sería el español, ya que en lo fundamental se trataba de una experiencia de latinoamericanos. Publicarían de doce a quince cuadernos al año. Teresa Requenes, quien desde la sombra vigilaba la empresa, les proporcionó una lista de amigos, la mayoría venezolanos que, para la sorpresa de los jóvenes editores, se suscribieron en su casi totalidad, lo que les permitió manejar sumas considerables. Teresa proporcionó el capital faltante.
Al principio había un consejo directivo. Billie fue designada más tarde como gerente. Raúl insistió en la necesidad de que alguien fungiera como responsable para efectos fiscales y demás molestias administrativas. ¿Quién mejor que ella?, concluyó. Se trataba de un mero requisito formal. Pero en la práctica no fue así; Billie se fue convirtiendo en una típica gerente y el trato con los demás adquirió el tono de la relación clásica entre jefe y subalternos.
Pensó en publicar el relato que había iniciado en el Marburg y terminado en sus primeras semanas de Roma. Tendría que hacerle unos ajustes, eliminar quizás unos episodios incidentales, la historia que tanto ha recordado durante ese verano tardío de su vida en que realiza con Leonor una también tardía luna de miel en Roma, un cuento largo sobre la reunión que su protagonista, Elen Zevallos, organiza en honor de su hijo que ha llegado a visitarla y de un pintor, amigo de toda la vida, que ha inaugurado esa tarde una exposición en Nueva York. Pero Billie, apenas leídas las primeras páginas, le hizo abandonar toda esperanza. Tenía que escribir sobre temas mexicanos; él se dejó convencer sin mayores dificultades y esa noche llegó a casa y comenzó a desarrollar las imágenes almacenadas desde la infancia que tanto lo perturbaron durante los días siguientes a la muerte de su padre. Revivir aquel periodo tuvo el efecto de disiparle la sensación de culpa que a veces lo ensombrecía por haber sobrevivido a su padre, por saberse en Roma gozando de una óptima salud y no haber estado al lado de las mujeres de su casa cuando ocurrió la desgracia.
Raúl también trabajaba. Un día les leyó su relato sobre la búsqueda emprendida por una primera dama mexicana del siglo XIX, de una enana, la hija ilegítima que le había sido arrebatada al nacer. El humor de algunas escenas era tan desbocado que todos los asistentes a la lectura rieron a morir con excepción de Billie, quien sentada con el talle enhiesto, como cadete de una escuela militar, y una expresión tal de sufrimiento en el rostro que la asemejaba a los pájaros fúnebres de los crucifijos medievales, dijo al final:
– Yo no quisiera hablar, caro Raúl, porque me doy cuenta de que todos ustedes estarán en desacuerdo. Pero me parece un texto demasiado local; a ustedes los hace reír por ser mexicanos, conocen sus graves defectos e identifican a los personaje A mí sólo me pareció una historia cruel, sin compasión por nadie, y, lo que es peor: el extranjero que lea ese cuento no entenderá que está escrito con intención satírica, creerá que se trata de un ataque al sentimiento maternal de una mujer.
Como sucedió tantas veces con Billie, después de un rato de discusión nadie sabía bien a bien de qué hablaba ni qué tesis defendía. Todo en esa sesión fue absurdo y confuso, porque los planteamientos desde un principio estuvieron desenfocados. No hubo modo de hacerle comprender a Billie que lo que allí se buscaba era la creación de una forma, lograr una mínima y jocosa interpretación del mundo a través de esa forma.
– Yo prefiero callarme; les parecerá anticuado pero no puedo soportar que se burlen de una mujer por el solo hecho de haber tenido una hija enana. Por más que digan no lograrán convencerme.
Días después, en un momento en que estuvieron a solas, le dio a él un argumento que no pudo sino sorprenderlo, que debería haberlo hecho comprender ya desde entonces que en realidad no hablaban la misma lengua:
– Si me opongo a que Raúl publique ese cuento es porque no lo beneficiaría en nada. Daría una idea falsa de sus posibilidades. Él tiene otras metas en la vida y las está realizando. Raúl, ¿no sé si te has dado cuenta?, puede llegar a convertirse en uno de los grandes teóricos de la arquitectura. En un organismo internacional podrá encontrar en su momento una buena proposición. No me gustaría que más tarde tuviera que arrepentirse de estos errores de juventud.
Y a los pocos días, Raúl comentó de manera casual al terminar una comida:
– Me parece que en el fondo Billie tiene razón. ¿A quién carajos le pueden importar las historias que uno inventa sobre los personajes de nuestro folklore? He decidido publicar mejor unos apuntes sobre Palladio en los que trabajé este verano. No, no se trata de un estudio teórico, casi puede decirse que es una aproximación lírica a la Casa Rotonda de Vicenza.
– ¡Raúl, ¿tú serás rey?! -murmuró burlonamente Emilio, pues el incidente ocurrió en la época en que una aparente armonía regía aún las empresas de Orión
Una de las primeras publicaciones fue el episodio veneciano de Billie. Leyó el libro con devoción. Se sumergió en él como en un texto críptico que requiriese varias lecturas para entregar su verdadero sentido, o, mejor dicho, alguno de sus verdaderos sentidos. Si algo le hace saber lo inmaduros que eran entonces sus juicios ha sido releer en casa de Gianni ese relato.
– No es posible -le comentó a Leonor- concebir tanta estupidez. ¡Qué de lugares comunes en sus alucinaciones! ¡Pensar que entonces los leíamos como si fuera un texto sagrado!… ¡Dios mío, qué mezcla de presunción y de recursos ramplones!
Sin embargo, no puede detenerse en algunos párrafos; encuentra en ellos un acorde profundo y misterioso. Tal pareciera que Billie hubiese ya presentido su fin.
Su situación económica había mejorado. Su madre había decidido pasarle la renta de algunas casas que había dejado su padre. Eso le permitió prolongar su estancia en Europa, quedarse dos años más en Roma en condiciones muy holgadas, viajar después por Grecia, por Turquía y Europa Central, y luego instalarse en Londres, donde fue durante un año lector en la Universidad.
A Inglaterra le llegaron noticias muy confusas de Raúl. Había abandonado la arquitectura, la historia del arte, su trabajo sobre la evaluación de las formas. Se había refugiado en Xalapa donde daba un cursillo, no en la escuela de literatura sino en la de teatro, la misma donde en la actualidad enseñaba Leonor; un curso muy menor sobre historia de la escenografía. Alguien le hizo saber que debía mucho. Billie se había quedado en Roma, había tenido un hijo y se había lanzado tras su hombre a Xalapa, decidida a legalizar su situación.
Un día, años después, lo volvió a ver en México, en casa de los Rueda, unos amigos comunes. Cuando llegó, ya Raúl estaba muy borracho; le reprochó con resentimiento no haberlo buscado. Se defendió como pudo; había ido a Xalapa sólo una vez a visitar a su madre y a arreglar algunos asuntos y no los había encontrado. La sirvienta le explicó que él y Billie pasaban unos días en Veracruz. Raúl dio muestras de no creerle; estaba desencajado, previamente envejecido, muy nervioso, vestía mal, casi como un mamarracho. Le sorprendió muy desagradablemente el color casi negruzco de los labios. Había, dijo, abandonado las clases.
– Eso no fue sino una vacilada -comentó y añadió que había conseguido después un trabajo muy cómodo en la biblioteca, una especie de asesoría para la compra de libros de arte y arquitectura. Le volvió a reprochar con insistencia de borracho no haber ido a verlo. Dijo que sabía que viajaba con frecuencia a Xalapa (lo cual no era cierto) y no había sido capaz de ir a conocer a su hijo.
Cuando le preguntó si le había resultado fácil a Billie la adaptación a las nuevas circunstancias le respondió con furia que no tenía por qué preocuparse de ella. Si realmente le hubiera interesado saber cómo estaban habría ido a visitarlos. Estaba francamente imposible; después de vociferar un buen rato y beber casi hasta la inconsciencia alguien tuvo que acompañarlo a un sitio de taxis, pues no quiso subir al coche de ninguno de los presentes.
Supo poco después que Billie había ido a México y tratado de localizarlo. Sin embargo no hizo ningún intento de comunicarse con ella. Hubiera sido fácil conseguir su teléfono y llamarla, pero se la imaginó igual de deshilachada que Raúl, y si ya como señorita sabihonda le había resultado un fastidio, la nueva encarnación que le suponía le resultaba francamente aberrante.
Un día en que fue a Xalapa a arreglar los trámites de su nuevo puesto en la Universidad se la encontró en la calle por azar. Bajaba por la calle de Clavijero, con paso atropellado; movía un brazo frente a ella como si discutiera con fantasmas; bajo el otro llevaba un abultado legajo de partituras y carpetas. Se enteró de que Raúl se había marchado de la ciudad. Al parecer cuando lo había visto en México iba ya de huida. Billie daba clases de inglés y de literatura inglesa en la Universidad, hacía traducciones. Se ganaba, según le dijo, a duras penas la vida. La acompañó hasta una casita: de dos pisos en las afueras, bastante agradable, donde vivía con su hijo, y con una sirvienta a quien llamaba “Madame”, una india de ojos verdes muy vivos.
Su hermana le dijo, cuando le contó el encuentro con Billie y la visita a su casa, que aquella Madame era una curandera muy conocida en la región. No tenía buena fama; la habían corrido de varios pueblos, de Xico, de Banderilla, por practicar la brujería.