Para Luz del Amo
Apenas logra recordar el inicio de la conversación. De cierto sólo sabe que en un momento se levantó, saltó, bailó de alegría para asombro de su hermana, de sus sobrinos y del amigo de su sobrina, a la vez que comentaba que siempre había sabido lo que aquel muchacho sostenía, sí, eso, que el mundo era asimétrico, que la esencia de la materia, de la energía, ¿o de qué diablos, de la vida? era asimétrica. Eso lo explicaba todo: la fuga de Tolstoi de Iasnaia Poliana, la vasta estirpe de Jack el destripador, los cuartetos de Beethoven, la existencia de Auschwitz, los gestos perfectos de la Dietrich, la ebria adolescencia de Rimbaud y sus marchitas jornadas abisinias, la transformación del dinosaurio en iguana, del caballo en cerdo, la obra entera de Shakespeare. Pero ya en ese momento le comenzó a pesar, por una parte, la certidumbre de que no había logrado comprender de qué hablaba, y, por otra, la sospecha de que toda especie animal busca siempre la simetría, si es que simetría era, como él entendía, la regularidad de hábitos que en conjunto determinan el metabolismo de la Naturaleza. Si el hombre desecha una forma, se dijo, era para sustituirla por otra igualmente aspirante a ser simétrica. Ni Altamira, ni el Barroco ni el Bauhaus eran excepción a esa regla, antes por el contrario…
Y antes se refirió a la ópera
como ejemplo de la aspiración del hombre a crear una forma absoluta, la forma extrema donde el artificio lo es todo: el esquema totalizador de los sentimientos, el lento corte en el espacio de un brazo o de una espada, la caída mortal en medio de un aria inacabable… ¡Las cosas que ahí se dicen! Nadie en la vida se comporta de esa manera, menos cuando está por morir, ni siquiera cuando ama o cuando descubre que ha sido traicionado. ¿Se ha sabido de alguien que en un instante de desesperación se levante y declare: Vissi d’arte, vissi d’amore, non feci mai male ad anima viva!?
– Claro que no -dijo una vez Lorenza, cuando él, muy al principio de su amistad con las hermanas, oponía tímidos reparos al género-, pero quien de verdad ha amado no ha hecho sino expresar en el momento preciso, no tanto las palabras de Cavaradosi: amore que seppe a te vita serbare ci sarà guida in terra, in mar nocchiere e vago farà il mondo a risguardare, sino esa desesperada intensidad que sólo la música que las acompaña logra hacer posible.
– Igual que cualquiera de los tiranos de hoy día repite, sin saber el nombre del personaje o la pieza a que corresponde, alguna línea de un Ricardo o Enrique shakespeariano -añade, como al azar, Celeste.
– Tienes razón, pero no es exactamente a eso a lo que me refiero. En la ópera el lenguaje ideal al que todos aspiramos se potencia con la música -le arrebata Lorenza la palabra-. Claro que es necesario cierto grado de pureza, tanto del autor para crear la forma como del espectador para integrarse a ella. Creerá usted, Ricardo, que hay un momento en que después de oír una fuga de Bach yo soy esa forma, soy-ya-la-fuga. En las otras artes, en la literatura, por ejemplo…
Pero Lorenza por lo general se detiene ahí como si se sumiera en meditaciones profundas. La verdad es que su campo de lecturas era en extremo reducido. Su hermana estaba mejor informada, sabía muchas cosas. En la literatura inglesa daba la impresión de moverse como pez en el agua.
Desde luego en la ópera, en la literatura, en el arte en general, por tratarse de la expresa creación de una forma, esa referencia a la simetría era más visible que en los otros órdenes de la existencia.
Pero, ¿era el artista en sí una asimetría de la Naturaleza, igual que el orate, el criminal o el místico, o era simplemente otro punto de mira que permitía establecer una nueva relación simétrica con el todo?
Simetría: proporción adecuada de las partes de un todo entre sí y con el todo mismo, según el Larousse.
– Sí -repite-, en el arte todo puede explicarse, orientarse y resolverse de la manera que mejor nos plazca. Pero, en cambio, en las relaciones humanas, las que surgen del mero tedio de la vida cotidiana, para no hablar ya de las que crea la pasión… ¡qué exceso de palabras desgastadas, qué montañas de despojos, de costras y cáscaras del lenguaje para llegar a nada!
Hubo un momento durante una enfermedad en que estuvo a punto de morir. ¡De esa enfermedad y Vio entonces una especie de tejido, algo de las visiones que le semejante al revés de un tapiz donde unos produjo les ha hablado hilos de color terroso se trenzaban entre hasta marearlos! sí, se ataban aquí y allá en nudos de distintos tamaños. Cada detalle era en sí confuso, pero el total creaba una forma cerrada. Supo, aún en medio del delirio, que ése era el trazo y el esquema de su vida. ¿Cómo saber si aquella superficie, sus rugosidades y contornos definían una forma simétrica?
¿Simétrica en relación a qué? ¿Y a qué venía ese ejemplo? ¿Qué ilustraba, qué era a fin de cuentas lo que deseaba decir? -se preguntaron todos.
Sencillamente a tratar de explicar lo que ha sido su vida, entenderla ligada a la hipótesis del joven científico amigo de su sobrina, quien comentó que el estudio del neutrón había revelado el principio asimétrico de toda forma de vida, y a su posterior confusión al advertir que no sabía en realidad de qué hablaba. Volvió entonces, ante el fastidio de los demás, a repetir algunas anécdotas personales sobre sus sueños de estudiante y su estancia en París. De ahí las alusiones a una tal Lorenza, a una tal Celeste, mujeres que en alguna ocasión sostuvieron que una de las necesidades esenciales a la especie humana era la de crear una forma y conciliarse con ella, lo que era válido en todos los terrenos, el religioso, el artístico y aun el meramente vegetativo de la existencia diaria. Confiesa que a medida que envejece los cauces de la vida, sus posibilidades, le resultan cada vez más agobiadoramente triviales. No dice, en cambio, que cada día que pasa es mayor su necesidad de responsabilizar a los demás de sus fracasos, que lo único que a veces siente que lo rescata del marasmo definitivo es el sufrimiento. Despedir a una sirvienta puede producirle días de agonía, meterlo en cama, repetirle de manera activa el agobio de la expulsión: la pérdida del reino.
¡Había que verlo en París hacia mil novecientos cincuenta y tantos! ¿Un pobre diablo, ya desde entonces? Tal vez. Pero no perdona la crueldad con que se lo demostraron. Buscaba entonces rescatar su niñez y más que nada la imagen extraviada de su padre. ¿Qué huella había dejado entre quienes lo conocieron aquel secretario de la Legación de México muerto súbitamente a los treinta y seis años, días antes de la caída de París? Al día siguiente de su llegada fue a visitar la tumba. ¿Podría su orfandad precoz explicar ciertas reacciones? Es decir, ¿a alguien que viviera otras circunstancias le habría impresionado de la misma manera el trato con Lorenza y Celeste? Es casi seguro que no. El propósito visible de aquella estancia fue el de seguir un curso de composición en el Conservatorio. Encontró a algunos mexicanos radicados desde siempre en París que decían recordar muy bien a su padre, pero al interrogarlos de cerca advirtió que la imagen borrosa que guardaban era invariablemente falsa. Algunos lo confundían con un joven tarambana y deshonesto colocado en la sección consular por el propio presidente Calles, otros con un empleado entusiasta de los estudios orientales que al cierre de la Legación se quedó en París, trabajó con los alemanes y luego huyó a España, otros más inventaban anécdotas fácilmente lisonjeras cuando intuían su ansiedad y barajaban rasgos y hechos que podían corresponder a cualquier diplomático, lo que acababa por difuminar en vez de crear una silueta. Nunca aclaró que aquel por quien preguntaba era su padre; casi siempre lo convertía en un pariente lejano. Sus hijos, sus primos, sus mejores amigos -decía- se interesaban por saber algo de la estancia en París de aquel hombre cuyo cadáver por circunstancias del momento no pudo ser transportado a México.
La desilusión fue constante.
– ¿Ernesto Rebolledo, dice usted? Sí, sí, claro, me parece estar-lo viendo, pero no era aquí donde trabajaba sino en el consulado de Marsella; un buen hombre; venía muy seguido, en realidad estaba casi siempre en París porque su esposa, no recuerdo si era australiana o canadiense, detestaba a los meridionales y prefería vivir aquí con sus hijos. No la culpo; si usted conociera el sur lo entendería perfectamente.
No, a pesar de los cinco años pasados en esa ciudad, nadie lo recordaba. No es que aquello fuera importante, pero sí un poco triste. Él mismo, que había llegado a París a los dos (su hermana acababa de nacer) y salido a los siete años, creía contar con recuerdos muy nítidos de su infancia, y, sin embargo, con estupor tuvo que confesar que ninguno tenía ubicación precisa. Su madre no contribuyó en nada a aclararle ese periodo. La pobre fue siempre una niña y hasta el final no logró recordar nada de nada, ni enterarse siquiera de lo que fue su vida. Después de pasar quince años en Europa seguía confundiendo los lugares en que trabajó su marido y nunca pudo decir si tal o cual museo o monumento se hallaba en Oslo o Praga, ni siquiera saber qué idioma se hablaba en esas ciudades. París, la única que lograba diferenciar, fue para ella una vaga serie de restaurantes, cines y estaciones de metro. La fachada que él recordaba como la casa de su infancia era igual a cien mil otras; debía quedar no lejos de la Ópera, no lejos de la Madeleine, se decía, pues le parecía haber caminado muchas veces por esos lugares con sus padres. La dirección que encontró en el acta de defunción lo remitió, sin embargo, a un inmueble de estilo nada frecuente situado en una placita no lejos de la Porte St. Denis, un edificio morisco, absurdo, abandonado al parecer desde hacía veinte años; una casa y un barrio que nada le decían. ¡En fin…!
A partir de ese momento decidió abandonar a su padre.
En una ocasión, don Alfonso Esteva, un viejo residente en París, íntimo amigo, como lo supo más tarde, de Lorenza y Celeste, y quizás hasta un poco emparentado con ellas, le dio la dirección de una argentina, una tal María Rosa de Azuara, quien según el anciano había sido el gran amor del secretario por el que tanto preguntaba.
– Ya la llamé y está dispuesta a recibirlo cualquier tarde. Es una muchacha muy bonita -le dijo con entusiasmo-. Fue una de las grandes bellezas de su tiempo; parece que los años la han vuelto un poco rara. Estuvieron muy enamorados. ¡Vaya, vaya, ya verá qué muchacha más guapa!
– Aquí murió, en esta habitación, precisamente en ese diván donde usted está sentado -dijo una vieja de pelo ralo, estropajoso y desteñido, quien desprendía ese tufo a estiércol, a medicamentos y a rata que emana de ciertos locos-. Este departamento me lo cedió él. No me han podido echar, no me he dejado. Matarme, claro, podrían matarme, se dirá usted, pero yo soy de las que no ceden. Verá ahora las paredes muy tristes, pero el terciopelo es auténtico. A él le gustaba que todo estuviera forrado de terciopelo verde. Así es -repitió-, yo soy de las que no ceden. No temo que intenten despacharme porque sé demasiado. Tengo papeles comprometedores, los tengo guardados, no aquí, no crea que soy tan boba, los tengo a buen recaudo; documentos que las harían temblar. Ellas lo saben, por eso han dejado de molestarme. Pero usted no se alarme, ¡nada de nervios!, que yo no comprometo a nadie y menos que a nadie a su memoria. ¡A nadie, a nadie, a nadie! ¡Vive y deja vivir; ése es mi lema! No quiero vanagloriarme, pero sé ver las cosas como son. Soy realista. Aprendí a fingir. Fue él quien me enseñó a fingir.
Con voz temblorosa, arrepentido de haber asistido a aquella cita, y rechazando con cada una de sus células el pensamiento de que aquel cuerpo desvencijado y lechoso se hubiera abrazado al de su padre, que aquellos labios resecos lo hubieran rozado, intentó llevar la conversación hacia el desaparecido. Le preguntó por su enfermedad. ¿Había sido larga, dolorosa? ¡Sabía tan poco sobre sus últimos días!
– Murió al primer balazo -dijo, y sacó un gran sobre lleno de fotografías y recortes de periódico que desparramó sobre la mesa. En todas ellas se veía a un individuo de unos cuarenta años de aspecto presuntuoso y sonrisa inmutable; en algunas lo acompañaba una real hembra en quien trató de reconocer al monstruo que desplegaba y ordenaba las fotos igual que una cartomanciana lo haría con un mazo de naipes. Aquí lo tiene, pero no pretenda, ni tampoco Esteva, a quien ellas, ¡ese par de serpientes!, tienen en sus manos, saber nada más.
– Éste no es Ernesto Rebolledo -alcanzó a murmurar.
– ¿Qué me dice? ¿Y quién diablos es ese tal Rebolledo? -luego lo miró con sorna y desconfianza-. No quiera pasarse de listo, joven, no se lo voy a permitir. Conmigo, sépalo, nadie juega. He conocido mucha maldad en este mundo, pero yo no me asusto -y luego, sin transición alguna, gritó-: ¡Largo! ¡Fuera de aquí! -cubrió con el cuerpo las fotos tendidas sobre la mesa y comenzó a meterlas precipitada, desordenadamente, en su viejo sobre. Él aprovechó ese momento de confusión para salir. ¡Qué alivio, la calle! Entró en el primer bar y se tomó tres Calvados al hilo.
Y fue en ese momento cuando decidió dejar en paz la memoria de su padre.
¿Y las ya mencionadas Celeste y Lorenza, quiénes eran? ¿Estuvieron o no ligadas con su padre? ¿A qué vino tanta alusión para después abandonarlas?
Eran dos señoras mexicanas que, una marcial y la otra mustiamente, envejecían en París. A nadie, ni siquiera a su hermana, le había contado con exactitud ese episodio. Eran dos mujeres que, asistidas por Antonia, una sirvienta española, le hicieron sospechar durante casi un año que el paraíso terrenal era posible.
¿Eran ricas?
Decían no serlo, aunque poseían una casa que debía valer una fortuna al inicio de la rue Ranelagh. Una casa muy bella de dos pisos. En la planta baja vivía Lorenza; en la superior, Celeste.
Se ha nutrido siempre de palabras. Voces que en otra época parecían descifrarle los enigmas del Universo. Voces y, sobre todo, ecos de voces. Largas conversaciones de las que a la mañana siguiente, o bien en el mismo momento de su enunciación, no quedaba sino una miasma brumosa de sonidos sin el menor sentido. En una ocasión discutió toda una noche sobre Serenus, el de Thomas Mann. Le pareció oír frases reveladoras, verdaderas iluminaciones sobre tal personaje y el libro en que figuraba, pero al llegar a su casa y tratar de reproducir la conversación no pudo esbozar sino una serie de lugares comunes sobre la dramática grisura del buen Serenus. Recuerda, en cambio, momentos aislados de ese incesante zigzag entre la simetría y su negación que es el camino que ha tomado su vida. Frases, tonos de voz, gestos y ademanes que acompañaron tales o cuales discursos cuyo contenido se le escapa. Insiste en el fin de la obsesión por conocer las circunstancias de la muerte de su padre.
Una noche, después de haber abandonado en grupo una exposición, una voz que para entonces conocía ya muy bien comenzó a producirse, creándole un peso embarazoso. Dijo que acababa de releer Lord Jim. Ambas hermanas, explica, ejercitaban, más que la conversación, el monólogo.
¡Celeste!
– Todo el tiempo pensé en ti, Ricarduccio, porque allí uno de los temas centrales es el de la orfandad. Sin él, el otro, el de la culpa y su expiación final, carecería de gravedad. Al negarse a ver al buen párroco que fue su padre, Jim va buscando, encontrando y perdiendo a toda una serie de padres potenciales en el archipiélago malayo. ¿Qué son, si no, sus relaciones con esos viejos solitarios que encuentran en Jim al hijo que él entrañablemente desea ser? ¿Qué, entonces, su amistad con Marlow? -de manera que Celeste había sabido, y quizás todos lo sabían desde un principio, que andaba en busca de su padre, que la ficción del tío lejano no había sido de ninguna manera convincente-. El tema está disperso en todo Conrad; en Victoria, por ejemplo, es abrumador. En Bajo las miradas de Occidente, Razumov sabe quién es su padre, lo ha visto, ha hablado con él, pero jamás se atreve a presentársele en calidad de hijo. Si mal no recuerdo, en alguna parte de la novela dice que su verdadero padre es la Patria -luego concluyó, dirigiéndose a los demás, con voz como velada por el pesar-. Nuestro Ricardo no se conforma con aceptar a la Patria como única progenitora y anda en busca del padre que perdió en la infancia.
Sí, tal era Celeste, la del piso superior.
La memoria, no obstante su reciente profesión de olvido, se le colma de largas tiradas; referencias literarias en el caso de Celeste; musicales en el de Lorenza, entreveradas con silencios muy plenos, muy ricos.
¿Todo muy chejoviano?
Efectivamente; algo de Chéjov había en ellas, pero no la bondad. Largos recitativos, recapitulaciones sobre el pasado de cada una, movimientos muy lentos en el sector de Lorenza, escasa luz, flores que ya en el momento de ser colocadas en los jarrones parecían palidecer y tibiamente contraerse, e irrealizables proyectos de victoria. Las palabras en la villa de la rue Ranelagh parecían significar siempre algo distinto. No, en el fondo nada había de chejoviano; aquellas fieras desconocían la piedad.
¡Tal, Lorenza!
– ¿Sabe usted, Ricardo, por qué Don Giovanni resulta siempre en escena una obra tan poco convincente? ¿Acaso no ha advertido que cada representación desprende un regusto a cenizas, ahonda en vez de llenar un vacío? La razón es muy simple: Mozart concibe el personaje desde el punto de vista musical como a un don nadie, mientras que directores, cantantes y empresarios se empeñan en convertirlo en un superhombre. Don Juan es el único personaje de la ópera que no tiene melodía propia, repite sólo las de los demás, adopta tonos, simula, carece de voz personal. Cuando don Juan canta, lo único que hace es robar, hacer suya, la melodía de sus antagonistas -baja la voz, mira en derredor suyo, se convence de que no hay nadie en la habitación, y añade con cautela-: ¡Cuántos infortunios se hubiera ahorrado la pobre Celeste de haber sabido a tiempo que un don Juan es siempre insignificante! ¡De cuántas desdichas nos habríamos librado todos de haber yo descubierto esa verdad cuando aún era tiempo de prevenirla!
Sí, cada una vivía en un piso diferente de la hermosa casa con reminiscencias Art Nouveau que ambas aseguraban había sido diseñada por Garnier. El no estar registrada en el índice razonado de sus obras, decían, se debía a un conflicto suscitado a última hora con el propietario, quien exigió el añadido o la eliminación de tal o cual detalle, cosa a la que la dignidad del maestro no se abajó. ¡Claro, si se examinaba con atención el alféizar con antepecho de las ventanas que daban a la calle o la solana del comedor sobre el pequeño jardín trasero, se descubría a un Garnier ya tan seguro de su estilo como el de las casas de la rue La Fontaine! Él creía todo lo que le decían. ¡Creía, sí, pero sin acabar de creer del todo!
Vivió casi un año en esa casa, en una habitación del piso de Celeste, al que jamás subía su hermana.
Le resulta innecesario, ocioso, extenderse en aclarar cómo las conoció. Aún ahora, a tantos años de distancia, no logra explicarse el rechazo del primer encuentro con Celeste ni la facilidad con que posteriormente fue capturado. Para entonces ya había abandonado el Conservatorio y perdido la beca, convencido de que nada le interesaban los estudios musicales, que había equivocado la vocación y que su pereza era capaz de anular cualquier posible vestigio de talento; había viajado a París en busca de esa relación con el padre que ilusoriamente había imaginado como una reserva potencial de energía que le ayudaría a dar solución a problemas que con cautela había logrado tener hasta ese momento sin respuesta. Una vez que desistió (después de visitar a la mujer de las fotos) del empeño, conoció una nueva experiencia: la de ser entregado a la masa anónima, a la calle, a las últimas sesiones de la cinemateca en las que a veces era posible dormir un poco; al mercado salvaje que un día, pensaba, lo despojaría de esa especie de envoltura de papel celofán dentro de la que se había sentido protegido desde niño hasta en los peores momentos.
Pero es que ninguno de los que conoció hasta entonces fue de verdad «uno de los peores momentos». Nada de lo que le ocurrió hasta el día en que se despidió de las hermanas logró despojarlo de esa inocencia al parecer incorruptible.
Recorrió cada día los callejones más ásperos, hasta que apareció Celeste, a quien amó como un niño y como un cómplice. Después de un brusco encuentro en el que se sintió rechazado, se produjeron otros que culminaron en largos paseos, uno de los cuales transcurrió en lóbregas calles del Marais, de atmósfera, según le informan, ahora inexistente, para terminar comiendo un perfecto couscous en un antro al que difícilmente se hubiera atrevido a entrar de haber ido solo. Allí Celeste le habló de su pasado, de casas que apenas recordaba en San Luis Potosí, Aguascalientes y Querétaro, ciudades para ella llenas de tíos, de primas, de nanas, de toda clase de parientes próximos y lejanos; ciudades fundamentalmente cargadas de apellidos que ella compartía. De casas de Viena y Roma, así como también de la que poseían en la rue Ranelagh donde el licenciado González Guiot, su padre, instaló a la familia en 1928 cuando harto de revoluciones y asonadas, y sobre todo de las calumnias referentes a latrocinios y peculados con que sus enemigos lo perseguían sin cuartel, decidió mudarse a Europa, lo que le permitiría educar a sus hijas, que Lorenza perfeccionara su voz, ¡tan elogiada por los maestros mexicanos!, y Celeste siguiera estudios literarios, cosa que sólo logró a medias.
Repitió lo que Celeste le dijo sobre los sueños del licenciado González Guiot y de las esperanzas depositadas en el futuro de sus hijas:
Ambas, según su padre, tenían un porvenir inmenso. El licenciado González Guiot estaba decidido a gastar la fortuna que tenía, la heredada de sus padres, la heredada de su mujer, y, la más cuantiosa, la mal habida en los tortuosos negocios públicos a que las circunstancias lo obligaron, en la educación de sus hijas, a cuya disposición puso los mejores maestros. Pasaron largas temporadas en Italia; Celeste vivió unos semestres en Inglaterra en colegios magníficos. Viajaron por todas partes, oyeron y vieron todo lo que necesitaban oír y ver y cenaron con Enescu, con directores de orquesta rusos, con príncipes polacos, con la Karsavina y la Galli-Curci, y también con Lasseca y con De Falla. Sólo que Celeste sabía que todo eso era accesorio, que lo que en verdad necesitaba era un hombre y por eso conoció a muchos y al final se casó con un español bárbaro al que aborreció muy pronto, mientras que Lorenza, ¡Lorenza estaba destinada a cosas superiores!, siguió educando su voz, acumulando saber con un tesón de hormiga, rodeada por la pequeña corte de maestros, críticos y admiradores que en redor suyo había congregado su padre. La primera aparición de Lorenza tuvo lugar en un espléndido parque en los alrededores de Colmar; fue una función privada donde cantó la Zerlina de Don Giovanni. Poco después se presentó en París, ¡un gran momento, una velada musical ya considerada como legendaria!; ella misma debía preguntarse a veces si en verdad había asistido o si se trataba de un sueño; fue una velada en los salones de Mme. Poliakoff, donde en presencia del mismo Ravel había cantado sus canciones. Pero las ambiciones de Lorenza eran del tamaño del Universo, como las de su padre, las de ella misma (Celeste), y las de Manolo, su marido, el español brutal que de pronto se convirtió, como todo el que frecuentaba la casa de la rue Ranelagh, al culto de la diva.
– Pero el suyo, el de mi marido, era un falso entusiasmo. A eso se debió la perdición de mi hermana.
Celeste no cesaba de hablar. En reuniones posteriores se refirió a su juventud, sus amores, su matrimonio, sus infidelidades, su entusiasmo por Henry James, a cuyas protagonistas amaba compararse. Le dijo que un día había decidido cortar con toda ambición personal para entregarse al cuidado de Lorenza, la huérfana más huérfana de toda la orfandad después de la muerte del licenciado.
– Más huérfana que tú… que ya es decir -le espetó.
Porque la muerte del licenciado, añadió, había coincidido con un accidente de su hermana al que siguió la flebitis que aún padecía, que le impidió moverse durante muchos años y la obligó, por consiguiente, a retirarse de la escena.
A pesar de su aparente apatía existe en él una necesidad que no ha logrado domeñar y que a momentos lo pone al borde de estallidos atroces. Él también quisiera, y tal vez ya entonces en París lo pretendía, hablar de sí mismo, no ser un puro y silencioso escucha. ¡El género humano no podía reducirse a Celeste y Lorenza! ¡Hasta una persona como él tenía derecho a la palabra! Han pasado ya quince años desde su regreso a México. Se conforma con muy poco; de ello puede dar fe su hermana. En momentos ha sentido como si también él hubiera sido víctima de un accidente y hubiera quedado tullido. Pasa la mayor parte del tiempo encerrado en la pequeña biblioteca o sentado en el polvoso jardín de la casa de su hermana, pues, después del fracaso de un matrimonio efímero, pasó a vivir con ella. ¿Ha hablado ya de sus actividades? Corrige pruebas para una editorial, da una clase de armonía en el Conservatorio, redacta pequeños textos sobre el arte lírico para la radio. Pero sabe que la música quedó atrás. ¡París, ni se diga…!
Nadie puede acusarlo de lamentarse demasiado. Cree envejecer con placidez, aunque sus alumnos, su hermana y sus sobrinos afirmen que lo hace demasiado verborreicamente. Tan vegetativa es su vida que no acaba de explicarse el sobresalto que de pronto le produjo aquella afirmación referente a la esencia asimétrica del mundo. ¿El mundo?, ¿la vida?, ¿la naturaleza?, ¿la verdad? ¿Quién puede no hacer el ridículo cuando se interna en semejantes andurriales? Pero es tarde para retroceder. Prefiere proseguir con sus recuerdos.
¿Cómo eran?
A Lorenza la ve de golpe, de cuerpo entero, mientras ella lo escucha tocar el piano; la espalda hundida entre almohadones, una rosa de terciopelo prendida al pecho, las enormes piernas recostadas sobre un pequeño taburete; en una mano una taza de café; la cucharilla en la otra hiende suavemente el aire, se balancea al ritmo de la música proveniente del piano o de sus propias palabras cuando habla de Monteverdi, de Rossini, de Alban Berg, de las obras que llevará a escena tan pronto como se recupere del todo. En sus labios Wozzeck, Sigfrido, Popea y Parsifal, ahora lo advierte, parecían transformarse en ráfagas de libélulas, en polvo de estrellas, en madejas de pelo de ángel, en ramilletes de anémonas, en algo tan cursi, terso y anacrónico como la rosa de terciopelo, los guantes de encaje que ceñían sus manos regordetas o los rizos intensamente negros que caían sobre sus sienes.
Es mayor el esfuerzo que requiere componer a Celeste. Tiene que imaginar algo vibrante, flexible y duro como el cuerpo de una amazona cuyos músculos se hubieran tensado en prácticas severas de caza y de combate. Recuerda sus manojos de collares multicolores que contrastaban con la energía de sus ademanes; recuerda, sobre todo, el pliegue duro en las comisuras de la boca.
– Lorenza no se ha retirado; nada de eso -le explicó un día mientras caminaban por el Trocadero-; el trabajo realizado durante esta tregua habría demolido a cualquier otra persona pero no a mi hermana. Su mente está en perpetuo movimiento.
Su pasión por Wa g n e r, para dar un ejemplo, no es ya la misma de hace unos años. No regresará a la ópera con Parsifal como un día soñó, sino con obras por una u otra razón más sorprendentes -horas después añadiría, ya en el departamento al que la enferma no tenía acceso-: Lorenza rescatará el antiguo repertorio del bel canto, ahora casi olvidado, y, sobre todo, dará a conocer lo más nuevo del género. Les demostrará, a quienes se nieguen a advertido, que la ópera puede ser algo hoy día muy vivo. En una ocasión, ¿te lo he contado?, por favor no me permitas repetirme, habló con Ravel sobre una posible escenificación de L’Enfant el les sortilèges. El maestro se quedó deslumbrado ante sus ideas. La verás hacer Schonberg, Enescu, Strauss, Berg, Janacek. Se la disputará el mundo entero. La Scala, el Metropolitan, Covent Garden. La querrán tener en Viena, en Buenos Aires y en Sidney. Tú lo has podido comprobar, Ricarduccio, mi hermana no ha envejecido, vive una juventud que muchos jóvenes envidiarían. O la ópera la reclama para ponerse en sus manos o se extingue; no queda otra.
Camina a grandes trancos por su salón mientras perora. Él admira su falda de tweed impecablemente cortada, su blusa a rayas un poco varonil, sus cabellos muy cortos; una figura perfectamente a tono con sus muebles ascéticos, donde la madera, el aluminio, el cristal, los materiales plásticos se integraban sin esfuerzo a los muros colmados de libros, a sus cuadros geométricos, en contraste con el piso de su hermana, todo él un mundo de cretonas, carpetitas de encaje muy fino, pastoras de porcelana de gusto un tanto dudoso y cortinas que con furia parecían querer desmentir la idea de que quien allí vivía pretendiera renovar un género artístico.
¿Qué hacía, a todo esto, él en la casa de la rue Ranelagh?
Le habían suspendido la beca. Le debía dinero a todo el mundo. Un día, Celeste le rogó trasladarse a su casa. Dispondría de una habitación independiente, comería con ella o con su hermana, el sueldo sería casi simbólico, tenía que advertírselo, pero le alcanzaría para comprarse de vez en cuando una camisa. Su única obligación consistiría en tocar una o dos horas al día para su hermana. Les prestaría un servicio invaluable. Lorenza, que no soportaba a nadie, había hecho una excepción con él. Parecía muy nerviosa al pedirle ese servicio, muy tímida: ¡una joven pantera pudorosa!, como si fuera ella quien solicitase y no otorgara el favor. ¡Su hermana sufría tanto! ¡La enfermedad terrible! ¡El complot para indisponerla con el público la había casi matado! ¡El golpe de gracia para su padre, quien, menos fuerte, no pudo reponerse y sucumbió a la pena!
¡Lorenza, escarnecida!
Pero en todos esos años ella no había cejado, demostraría quién era, impondría su prestigio sobre todo en París, donde había sido insultada, vejada, sí, estruendosamente abucheada en las dos funciones en que se presentó en 1943.
No había sido su culpa, ni la de su padre, quien se había dejado engañar por un empresario estúpido y rapaz y por un grupo de torpes entusiastas. Se trataba además de una ópera en extremo difícil, El turco en Italia, de Rossini, desconocida del todo por el público de París. La función en esas condiciones estaba destinada desde el principio al fracaso. Alguien de quien prefería no hablar se había dedicado a organizar el desastre. Pero la victoria de aquel grandísimo cabrón había sido momentánea porque Lorenza, a su manera, no había dejado de trabajar un solo instante. Había quienes con verdadera impaciencia esperaban sus versiones de La mujer silenciosa de Strauss, de El caso Makropulos de Janacek, de la Gemma di Vergy de Donizetti.
– Pero su voz… ¿No lamenta la pérdida de la voz? -le preguntó un día.
– La verdad, caro mío, es que la voz de mi pobre hermana nunca valió gran cosa. Para colmo, comenzó a cantar a una edad en que muchas cantantes ya van de retirada -fue la inesperada respuesta.
¡El Paraíso, al fin!
Puede decir que conoció el paraíso. Vivió poco menos de un año en la casa de la rue Ranelagh. Al principio tocaba durante una o dos horas al día. Lorenza leía la partitura, revisaba las particellas, musitaba los recitativos, lo hacía repetir algún pasaje varias veces, comentaba técnicamente con aparente concentración el trozo ejecutado y daba por terminada la sesión. Celeste pasaba entonces a recogerlo. La mayor parte de su tiempo, en esa primera época, transcurría en el departamento del piso superior. Salía muy poco; acaso a comprar un periódico, o algún medicamento para sus bronquios siempre maltrechos, o, a veces, siempre en compañía de Celeste, a hacer alguna visita, a realizar tal o cual trámite, o, pura y sencillamente, a dar un paseo.
Poco a poco las sesiones de la planta baja comenzaron a prolongarse. Después de los ejercicios musicales, Lorenza lo invitaba a tomar una taza de café y conversaba sobre Mozart (oían fragmentos de Don Giovanni, de Così fan tutte) o Puccini, a quien decía haber reivindicado por completo de los denuestos que la ignorancia le había hecho proferir en la juventud. La sesión terminaba siempre con un breve interrogatorio: ¿Conocía Gianni Schicchi? ¿Qué opinión le merecían los Mozarts de Bruno Walter? ¿Sabía qué pensaban de ella en México? ¿Por qué era tan pobre su cultura lírica?
¿Estaba de acuerdo en que la inteligencia, la bondad, la sabiduría de Celeste, no tenían par? Esta última pregunta, con muy pocas variantes, era reiterativa. No había vez que no citara una nueva cualidad de su hermana, que no se detuviera en contar algún mérito especial. Eran preguntas retóricas a las que ella misma respondía de inmediato, extendiéndose al detallar una serie de virtudes que jamás hubiera supuesto en Celeste. Un día (pero eso fue casi al final de su estancia en esa casa) la respuesta fue la siguiente:
– Sí, un gran talento lastimosamente desaprovechado. Celeste hubiera podido dar mucho más de sí de no haber malgastado su tiempo en tratar de hacer sobrevivir un matrimonio absurdo. Se enamoró como una cerda. Tal vez fue el mayor dolor que nuestro padre se llevó a la tumba. Ella le habrá hablado de ese matrimonio. En eso, se lo aseguro, Ricardo, no debe uno hacerle demasiado caso. Tal vez la pobre trate aún de hacerse ilusiones. Conmigo, como comprenderá usted, tiene la delicadeza de no tocar el punto. Cuando al fin lo mataron, lloré de felicidad, pero para entonces era tarde, yo ya lo había perdido todo. No sé siquiera cómo logré sobrevivir. Mi padre murió deshonrado y eso, ¡eso!, jamás se lo perdonaré.
Para la fecha en que tuvo lugar esa conversación ya apenas si se sentaba al piano. Llegaba directamente a oírla; pasaban las tardes juntos, se quedaba a cenar con ella. Celeste entraba de vez en cuando, participaba durante un rato en la conversación, salía, volvía, revoloteaba feliz, radiante, contagiada de armonía.
Sí, para él fue la representación más perfecta del paraíso. La suya era una felicidad modesta, severa, dulzona, semejante en todo al departamento que lo enclaustraba. Así como Lorenza decía poder convertirse en una fuga de Bach, también podía transformarse en la cortina de encaje y terciopelo, el almohadón bordado, el par de pastores de Maissen en el friso de una falsa chimenea, la rosa de brocado en la solapa.
Sin embargo, y eso es lo extraño, nunca dejó de saber, pero eso lo comprendió más tarde, que aquella mujer de piernas deformes jamás volvería a pisar un escenario, que su interés artístico y la disciplinada preparación de que tanto se jactaba se reducían a hojear de tarde en tarde alguna partitura…
Salvo las tres primeras semanas de su permanencia en la casa, cuando las sesiones de piano, los comentarios, las notas aclaratorias a tal o cual pasaje se sucedían en medio de una falsa fiebre.
Sí, a eso, a hojear distraídamente alguna partitura, a oír de vez en cuando algunos discos de arias, a leer biografías de cantantes y una que otra revista especializada. No obstante, si alguien le hubiera preguntado por el futuro de Lorenza habría respondido como un eco de Celeste que el mundo de la ópera la esperaba con la avidez con que aguarda al Mesías, y París,
Milán, Nueva York, Viena… Estaba pronta la hora de que Mozart conociera su plenitud escénica, que don Juan fuera por fin don Juan, que se descubriera a Janacek y se revisaran ciertas falsas nociones sobre Donizetti. Iría a México para demostrar que las esperanzas depositadas en ella durante su juventud no habían sido defraudadas. En cierta manera, el hecho de vivir en esa casa, de tocar para ella alguna vez al piano, oírla hablar de Ravel y de Enescu contribuían a hacerlo partícipe del milagro inminente. Por eso lo lastimaban los comentarios que a partir de cierto momento Celeste fue dejando escapar con mayor frecuencia, la malevolencia gozosa con que se refería a los gritos y silbidos con que la recibió el público durante su presentación en París.
– Durante la segunda función la voz de la pobre era tan chirriante y las protestas del público tan desenfrenadas, tan obscenas, que tuvieron que suspenderla a mitad del tercer acto. Los propios músicos le gritaron improperio y medio.
Trató de defenderla; le recordó lo que ella misma había dicho sobre la conjura organizada por un grupo de malquerientes. Más importante que la actitud provocada seguramente con dinero en un público zafio era la opinión de los conocedores.
– ¿Los conocedores? ¿Qué conocedores? -replicó con impaciencia-. ¿Te refieres a los críticos? ¿Pero estás loco, Ricarduccio? ¿Qué crítico que se tuviera un mínimo de respeto habría querido asistir a una función como ésa? En un cine alquilado en un barrio indecente, con una orquesta formada por atrilistas sin empleo y con cantantes jubilados recogidos aquí y allá. No, a veces creo que Manolo tuvo que actuar como lo hizo para abrirle los ojos a mi padre. ¡Claro que al bruto se le pasó la mano y lo que logró fue cerrárselos para siempre!; añadió que no quería hablar más del asunto, que no la hiciera rabiar, sobre todo ese día en que tenía que discutir con Antonia los detalles de la cena con que celebrarían el cumpleaños de Lorenza. Se trataba de una pequeñísima reunión que organizaba cada año, ya que por el momento su hermana no estaba en condiciones de fatigarse entre multitudes; asistirían el médico, los Esteva y, por supuesto, él. Antes del mediodía debía ir al cementerio. ¿Querría acompañarla?
Algo en el tono de voz, o quizás en el gesto de Celeste debió hacerle presentir la proximidad del abismo. Sintió de golpe el mareo, el tufo de las calles, la violencia y lobreguez del mundo exterior; la soledad de ciertos andenes del metro, los esfuerzos por conseguir las monedas necesarias para tomar un café, las tretas para pasar la noche en un sitio cubierto. Fue al cementerio con la certidumbre de que se encaminaba hacia su tumba.
Vio alineadas, una junto a otra, a la sombra de un espeso castaño, dos lápidas simples de piedra, en una de las cuales Celeste depositó sus flores. Luego se inclinó, recogió del suelo una hoja amarillenta, se la entregó y le dijo con cierta solemnidad:
– Se la darás a Lorenza. ¡Pobre hermana, quisiera tanto venir algún día! Éste será tu regalo. ¿Sabes?, la infeliz jamás ha podido visitar estas tumbas.
¡ La cena de aniversario!
¡Y esa misma noche se celebró la gran cena! Llegó el doctor Vian y poco más tarde el matrimonio Esteva. Reconoció al mismo anciano pomposo con bigotes de morsa manchados por el tabaco que lo había mandado a visitar a una vieja hedionda en un cuarto forrado de terciopelo verde cuando aún rastreaba los pasos de su padre. Caminaba con andar de marioneta, del brazo de una vieja de rostro agrio que parecía comportarse con él más como una madre que como su mujer. Le contó a grandes rasgos el encuentro atroz con la argentina. No supo si Esteva comprendía del todo el relato o si consideraba una impertinencia que se lo hiciera conocer en esa casa y en esa ocasión; cortándole la palabra lo llevó hacia un rincón y dijo un poco al desgaire:
– Sí, sí, una muchacha muy bonita, pero ya me he dado cuenta de que se ha vuelto un poco huraña. Debió conocerla usted en su momento, antes de la tragedia. Fue una de las grandes bellezas de París; claro que sigue siendo una chica muy guapa, pero rara. Sí, ya lo creo que el percance la volvió rarilla. Ahora que aquí, ¡chitón!
Lorenza, quien durante todo el año no había recibido otra visita que no fuera la reglamentaria del médico, salió de su habitación jugando melancólicamente con sus perlas para saludar a los presentes con la mayor naturalidad. Conversaron de trivialidades, del invierno que se aproximaba y que ese año parecía anunciarse con crudeza insólita. El matrimonio Esteva pasó revista a la vieja colonia mexicana: defunciones, matrimonios o divorcios de hijos, nietos y sobrinos de conocidos comunes, escándalos. Lorenza volvió a hablar de don Juan y su carencia de melodía personal en un evidente deseo de situarse en un nivel espiritual más alto. Se destapó la primera botella de champaña. El doctor Vian extrajo de un bolsillo interior de su chaqueta una cigarrera con cubierta de madreperla, la señora Esteva hizo aparecer una mantilla y Celeste un camafeo. Él se levantó y se dirigió a una mesa y de un libro extrajo la hoja de castaño recogida esa mañana. Lorenza parecía no comprender bien a bien lo que ocurría, no lograba salir de su asombro. ¡Su cumpleaños! ¿Estaban seguros? ¡Se habían acordado! Ella, para quien cada día era igual a los demás, encerrada en esas cuantas habitaciones que contenían lo poco que amaba en el mundo, perdía conciencia de las fechas. Apenas podía hablar, expresar su gratitud; parecía estar a punto de ponerse a llorar. Acarició lenta, amorosamente, la hoja y se le quedó mirando a los ojos, en espera de alguna palabra aclaratoria.
– La recogí en el cementerio, en la tumba de alguien para usted muy querido -balbuceó.
Lorenza tomó la hoja, la contempló durante largo rato; luego lo miró con una intensidad que aún ahora logra producirle escalofríos. Él apenas pudo volver a hablar en el transcurso de la noche.
¿Qué rito se había realizado? ¿De qué maniobras fue instrumento? Jamás logró saberlo. Por la mañana, muy temprano, la sirvienta lo despertó para decirle que las señoras deseaban conversar con él. Se vistió de prisa. Todo aquello parece pertenecer al mundo de los sueños por la incoherente precisión de ciertos movimientos, gestos y voces, por la rapidez de su secuencia, por lo indescifrable de su sentido. Las dos hermanas estaban sentadas en el mismo sofá.
¿Tomadas de la mano?
Es posible que hubieran caído en ese exceso melodramático. Un aire severo, tribunalicio, pesaba en el ambiente. La gravedad de los rostros acentuaba ciertos rasgos indígenas que antes apenas había percibido. ¡Viejas diosas de los castigos! Lorenza se levantó y se dirigió con paso más inseguro que de costumbre hacia el piano. Tomó una cajita de plata con cubierta de esmalte que él había elogiado al azar, por mero cumplido, durante una de sus primeras visitas y se la entregó. Con voz apagada, como si el hablar le costara gran esfuerzo, le dijo que sabía que aquella pieza siempre le había gustado, que, como en todo, tenía razón porque se trataba de un objeto exquisito. Su padre le había comprado esa joya a un anticuario de Ámsterdam. Quería obsequiársela. No se trataba de un pago, de nada que se le pareciera; entre ellos era imposible pensar en tales términos. Su compañía les había hecho mucho bien y deseaba que guardara de ellas un buen recuerdo. Desdichadamente debían prescindir de sus servicios. Los tiempos no eran los mismos que a ellas les gustaba imaginar. Para ambas se iniciaba un periodo de austeridad y de inmenso trabajo.
¡Pero si las sesiones de piano habían terminado desde hacía mucho tiempo!
Por desgracia las sesiones de piano debían concluir, eran un lujo que en esos momentos no podían permitirse. Si lo creía necesario le extenderían la carta de recomendación más amplia para que no le fuera difícil obtener una nueva colocación.
Decir que se quedó atónito no significa nada. Podía esperar cualquier cosa menos ese final. Ambas le tendieron la mano. Celeste añadió en su tono habitual, como si nada hubiera ocurrido, que Antonia lo podía ayudar a empacar sus cosas, que ya estaba prevenida de que ese día dejaría la casa.
Dos horas más tarde se hallaba en la calle con sus maletas bajo un sol otoñal de claridad radiante. Contempló por un momento, como si acabara de descubrirlas, las cúpulas doradas de los árboles de la rue Ranelagh. Luego dejó en depósito su equipaje en el café de la esquina y se encaminó con paso rápido a buscar un taxi en la Avenue Mozart. Después ya todo fue lo mismo. En las escaleras de una estación del metro sufrió un desmayo y lo llevaron a un hospital. Mientras deliraba vio ese mapa del que ha hablado, su tejido sinuoso y áspero, y comprendió que era el dibujo de su vida, un espacio de signos ilegibles cuya configuración, independientemente de su voluntad, no desdeñaba la incorporación de ningún elemento, por aberrante que pudiera parecer.
Un carguero holandés lo depositó en Veracruz, muy débil, con la certidumbre de haber sido expulsado, ¿por obra de qué magia, de qué reglas, de qué juego?, del único cielo que en la trama de nudos y cordeles entrevista debía estarle destinado. Nunca más volvió a tener noticias de las hermanas de la rue Ranelagh. No le interesó saber en qué circunstancias murió deshonrado el licenciado González Guiot, ni la intervención de Manolo, el marido de Celeste en la maraña tejida en torno a una representación de El turco en Italia organizada en un cinucho del París ocupado de 1943 donde una diva mexicana había sido vejada y escarnecida por un público soez, ni sobre el accidente posterior y la enfermedad que le impidió rehacer su carrera. Nada tampoco sobre su propia niñez en París y la búsqueda de testigos que le narraran cómo habían sido los últimos días de su padre, ni sobre la mujer que por unos cuantos meses fue, a su regreso a México, inexplicablemente su esposa y cuya vulgaridad ni siquiera lo asombró demasiado. Nada sobre los cursos de armonía que imparte con desgana, ni los libros cuyas páginas corrige para ganar la exigua cantidad que le entrega cada mes a su hermana y así vencer el pánico de que también un día ella lo despida con un pequeño regalo como recuerdo.
Y en ese desinterés absoluto por todo lo que turbe su rutina no acaba de entender cómo la conversación con un amigo de su sobrina sobre la hipotética simetría o asimetría de la naturaleza, que ahora está seguro de no haber entendido en absoluto, haya podido dejarlo tan intranquilo, jadeante, esperanzado, consciente de algo que, a pesar de aceptar como indescifrable, presiente justificador dentro del orden total de la naturaleza de todo lo que ha vivido, de todo lo que aún pueda ocurrirle.
Moscú, marzo de 1979