Desde que trazó las primeras líneas y manchó una tela, había sentido la necesidad de expresar una zona interna regida por el horror. Su obra se había encauzado, por ello, de manera natural, hacia el expresionismo. Nutrida, al comienzo, en sus años de aprendizaje, en ciertas formas de Orozco, ya entonces contaminadas de algo que intentaba expresarse como propio. Tema, color, estructuras, se le revelaban casi siempre en los momentos de mayor fatiga física, emocional, nerviosa. Su mundo se había poblado, sobre todo al principio, de seres esencialmente indefensos: niños, ancianos, pequeños animales acosados. Su primer cuadro expuesto en una colectiva, el que en buena parte le valió la obtención de la beca a París: un niño macilento de rasgos faciales perfectos, la mirada triste y perpleja, tiene en la mano un ratón muerto. En el cuello del ratón y en los labios del niño unas diminutas manchas de sangre; en la mirada un universo perdido, un laberinto caótico de caminos tendidos hacia ninguna parte. Jamás le había importado reproducir un modelo original. La creación, para él, consistía en la posibilidad de sustentar un universo autónomo: otra vida domeñada por otras leyes. No tenía el menor miedo a las influencias, las había aceptado como forma natural de enriquecimiento. Había forzado por medio del alcohol algunos estados alucinatorios. Aquella primera época, que al parecer había quedado tan lejana, volvía a hacérsele presente en la serie sobre la anciana y la niña, aunque ahora desprovista ya del tono vagamente plañidero del que no había logrado prescindir en el comienzo. En Francia, Orozco retrocedió ante la presión de otras influencias, Dubuffet, desde luego y casi inmediatamente. Pero el gran golpe se lo asestaron, en una incorporación más lenta y profunda, los impresionistas alemanes, Kirschner y, sobre todo, Beckmann. De esta época data uno de sus pocos cuadros que verdaderamente admira: un grupo de niños rodean una tlacuacha, una fogata, antorchas, piedras, el animal que pare riega entre las llamas a sus bestezuelas; la anécdota borroneada por el humo, todo desfigurado hasta no quedar sino una atmósfera de acoso y violencia, que reduce las figuras a un papel secundario, ancilar. Después, ya en Londres, no tuvo que defenderse demasiado para no caer postrado a los pies de Bacon. Se sentía más hecho. Allí trabajó en establecer otro horror capaz de avasallar y sumergir en la nada a sus criaturas, el de la máquina, el de la producción. El infierno del hombre perdido entre objetos manufacturados, cuya precisión y fría belleza sólo consiguen oprimirlo. Sus personajes son seres que han tratado desesperada, ciega o consciente, pero siempre infructuosamente, de encontrar la música misteriosa de la máquina a fin de rescatar un mínimo de coherencia, de sentido con que dotar sus vidas. Trabaja desesperadamente. Y en la serie de entonces, Homenaje a Peter Lorre, había logrado dar un paso a su juicio certero al crear la figura y no encadenarse a ella, circundándola por una realidad cuyo propósito era negar el mundo fetal, para así si no fundamentar, por lo menos aproximarse al universo plástico con la validez autónoma que pretendía. La cara de Peter Lorre sobrepuesta a pequeños cuerpos crispados, perturbados, que se mueven como sonámbulos en andenes de ferrocarril, supermercados, vagones del metro, alcobas, talleres, oficinas, recintos cuya nitidez procede del cristal, del cromo y el aluminio. Todo anhelo de infinito desaparecido en la expresión de ese ser viscoso, enfrentado a una realidad seca y metálica. No sabe cómo sobrevivió. Dormía y comía poco; apenas salía del estudio. Desesperaba, se lamentaba, renegaba, hundido día y noche en sus telas. En el Homenaje a Peter Lorre, según los críticos, había alcanzado una maestría formal extraordinaria. Antes que nada tuvo que encontrar, inventar o descubrir un eje invisible que hiciera que las superficies, no obstante respetar todas las reglas de la perspectiva, presentaran un aspecto de absoluta quietud, de estatismo mortal. La línea que trazaba los objetos metálicos y la que definía a la figura que entre ellos, ebria, temerosamente deambulaba, era casi clásica. El rostro de Peter Lorre debía dar la impresión de ser una fotografía. Luego, sobre esa superficie nítida, flotaba una especie de tenue y transparente niebla y, aquí y allá, superpuestos, signos, grafismos, cifras, jeroglíficos, borrones, acoso, agobio, prisión; algo cálido también, sí, una baba pegajosa que de alguna manera, intuimos, ha sido producida, destilada por aquellos metales, cristales, plástico, de una asepsia impecable. Todo esfuerzo del hombre por asumir la dignidad ha sido en vano. La figura sudorosa del viejo actor da por momentos la idea de una tarántula tropical con gotas de rocío entre la aterciopelada vellosidad de las patas y el vientre, encerrada, loca y semirresignada, en la caja de plástico en donde espera la muerte. Sabe que cualquier movimiento es inútil, que el esfuerzo tan sólo acelerará su fin, sin embargo, no puede permanecer quieta. Recorre con torpe fatiga los cuatro extremos de su cárcel en espera de una libertad imposible, de una redención inalcanzable.
Fue su primer gran éxito. Después de la exposición dejó pasar un periodo de largos meses, casi un año, sin hacer nada, salvo una que otra ilustración sin importancia. Parecía necesitar desquitarse de la ardua temporada de monacal encierro. Frecuentó amigos, salió mucho por las noches, conoció y se enamoró de Irena, viajó con ella a Hungría, pasó allí dos semanas por cuya repetición daría la vida entera. Sucumbió a las intrigas tejidas por una escultora italiana, y cuando la relación se volvió imposible regresó a México, donde incautamente se dejó enganchar para dirigir un taller de artes plásticas en la Universidad de su ciudad natal, pensando que el cambio le sería propicio: la tan cacareada vuelta a las raíces, el enfrentamiento con alumnos jóvenes que seguramente poseerían otra visión, serían dueños de otras soluciones pictóricas. Aunque lo que más influyó para decidirlo a aceptar el puesto fue la necesidad de crear una distancia a la pesadilla en que lo sumergieron la ruptura con Irka y las otras circunstancias perturbadoras de sus últimas semanas en Londres (que hacía apenas un rato Mina Germi, ahora en México, había tenido la perversidad de revivir), para llegar a esa tarde en que pareció que todo el horror alguna vez intuido o vislumbrado se revelaba de golpe y era superado por la presencia de aquella anciana grotesca, el desorden en el cuarto, la participación de la niña fea y hasta el coro formado por su tío, por Flor, por él mismo, de pie al lado de la cama, contemplando a la anciana que hablaba y se movía incesante, nerviosa, irritadamente. Le vienen a la mente sólo fragmentos de conversación, tan aturdido estaba frente a la bestia dolorosa. Recuerda, sí, que al intentar acercarse a la cama la anciana lo detuvo en seco con el comentario de que ella y la niña podían ser sus modelos perfectas y luego añadir:
– Por favor no se te ocurra abrazarme, mucho menos vayas a empezar por darme el pésame y decirme que es necesario resignarse. Estoy harta de sandeces. ¿Te acuerdas de tu primo Mario? Mario Ibarra, el que se hizo cura. Hace poco me lo trajeron para que me endilgara un sermón y me bajara el orgullo. Se fue, el pobre, como vino; le corté el aliento antes de que pudiera entrar en materia. No estoy para resignarme; es lo único que no voy a hacer. Eso está bien para Federico; míralo, tiene el temperamento ideal: es dócil, bueno, paciente, nació ya resignado. ¿Pero dar yo gracias por haber perdido a mis nietas? ¿Agradecerle al Cielo que me haya reducido a este estado? Never! Moriré sólo arrepentida de haber caído en todas las trampas que me han tendido durante muchos años. Porque la vida, tal como me tocó padecerla, no ha sido sino una interminable, idiota cadena de entierros que por fortuna va a terminar pronto con el mío. ¿Debo estar agradecida también por ello?
Sonó un despertador. La niña se bajó inmediatamente de la cama, corrió hacia una mesita, silenció el aparato. Llenó un vaso con agua, sacó dos pastillas de un frasco y se las llevó a la anciana. Luego le pasó el despertador a Flor para que marcara otra hora. Concluidas estas operaciones, volvió a tenderse en el lecho.
Su tía habló durante largo rato. Le resulta imposible acordarse de las palabras. En cambio le parece ver aún los gestos, las risas malignas, los ademanes suntuosamente ridículos, el brillo animal de aquellos ojos, y la atención concentrada de la niña que, acostada todo el tiempo al lado de la anciana, le acariciaba pausadamente un brazo; la cara socarrona, teatralmente afligida de Flor, la amedrentada de su tío. Al final, la anciana, postrada, se dejó caer sobre los almohadones, hizo una señal a la niña para que se bajara de la cama y dijo, dando por concluida la visita:
– Ven a verme cualquier día en que tengas un rato libre. La próxima semana si te parece bien. A lo mejor me encuentras de otro h u m o r. Tienes que contarme todo lo que has hecho en estos años que has pasado fuera.
La vio muchas veces. Al principio las visitas eran muy breves, colmadas, en ocasiones, de asperezas y exabruptos. Le atraía enormemente la riqueza de efectos escénicos, plásticos, que desplegaba la anciana, así como la atmósfera creada a su derredor. No salía de la habitación más que para ir al baño contiguo. Se había hecho acarrear a su refugio todo lo que de interesante o atractivo para ella guardaba la casa. Una pared estaba cubierta enteramente por estanterías repletas de libros. Estos se apilaban, además, en el suelo, en una mesa, en el buró. Había cuadros por dondequiera, en las paredes, sobre los muebles, recostados en los libros; tenía a la mano todos los objetos que le interesaban, una cómoda poltrona forrada con una tafetán de flores color buganvilla, un par de destartaladas mecedoras vienesas, dos lámparas de pie, un servicio de plata, tazas, bibelots, cortes de tela, pañoletas, prendas de vestir, cajas de todos los tipos y tamaños, periódicos, revistas, fajos de cartas atados con ligas, papeles desparramados por todas partes, fotografías de lugares, muy pocas de personas. Ella, eternamente tendida en la cama, era el eje del desorden. La halló siempre cubierta con una inmensa bata de baño que le llegaba hasta los tobillos deformes. Algunas veces se cubría con un pañuelo de estridente color ladrillo la cabeza rapada.
A su lado siempre la niña; única compañía permanente. Las visitas fueron después más frecuentes y prolongadas, para convertirse finalmente en cotidianas. Descubrió que no sólo le interesaban las imágenes macabras y los misterios de aquella alcoba. Volvía a establecerse, cálida, abundante, la corriente de simpatía que ya antes de su viaje los había ligado. En aquel tiempo ella había sido la única persona de la familia a quien podía confiar sus problemas vocacionales. De un modo que no se arriesgaba a dejar de ser del todo convencional, pero con auténtico interés ella lo aconsejaba. Cuando volvió a frecuentarla ya no iba a quejarse de la incomprensión de sus padres, ni a pedirle que intercediera ante ellos para lograr tal o cual propósito. Ahora era el triunfador. A veces se preguntaba cuál sería la verdadera, profunda razón que lo llevaba a frecuentar aquel cuarto. Si iba, se decía, era seducido por el estado de purificación y desmistificación que yacía bajo las atrabiliarias e irritantes explosiones de su tía. Pero en su interior no podía ocultar que algo utilitario se escondía en su actitud, que estaba explotando a la anciana. Lo atormentaba el percibir que estaba preparándose para venderla.
– A mi edad, en estas condiciones, ya me lo puedo permitir todo. ¿Te parece bien, verdad? A mí no. Creo que ha sido una estupidez injustificable haber tenido que llegar a los ochenta y tantos años y convertirme en el ballenato que soy ahora, en esta gorgona rapada, para paladear lo que puede ser la libertad, ¡qué profundo saber!, para intuirla apenas y sentir la nostalgia de algo nunca disfrutado. No tienes idea de lo que cuesta y duele descubrir el despilfarro de una vida entera, años y años, más de ochenta, ¡hazme el favor!, que examinados parecen uno solo, enorme, larguísimo, tedioso y tonto, consumido en hacer y recibir visitas insulsas, desperdiciado en bagatelas. De vez en cuando me encerraba a leer, pero era sólo una manera de fuga, como hoy tanto se dice. Yo misma no advertía hasta qué punto me encorsetaba y asfixiaba el ambiente. Es muy triste descubrir todo esto cuando ya no hay cambio posible, cuando lo mejor que puede pasarme es que un buen día me estalle el corazón. Creo que si tuviera veinte años menos podría sobreponerme, pero a esta edad tener conciencia de haber vivido de balde produce una sensación fatal -bajaba entonces la voz y musitaba arrulladora, tristemente-: Lo que más me duele es saber que va a quedarse solo este pobre angelito mío.
Como movida por un resorte, Juanita se levantaba del tapete y corría a abrazarla.
Según comentaba, lo que quizás más la había sorprendido durante el periodo de reclusión era la debilidad, la casi total carencia de sentimientos maternales.
– Fue después del accidente, al quedarnos solos en casa, cuando descubrí que nuestro lenguaje no era sino una repetición cotidiana de algunas fórmulas muertas, que todo nos era ajeno. La tarde en que llegaron a avisarme del accidente, a decirme que estaban muy graves, ya sabes, son noticias que le van dando a uno gota a gota, salí inmediatamente rumbo a Veracruz. Allí no me pudieron ocultar la verdad: todos, menos él, que salió casi sin un rasguño, habían muerto. En ese instante advertí que era quien menos me importaba; a pesar de ser mi hijo quería más a su mujer, no digamos a las muchachas. Me escandalizaron mis sentimientos, mejor dicho, la ausencia de ellos. Luego, ya aquí, en esta soledad que me protege, descubrí que siempre, desde la adolescencia, desde que se quitó los pantalones cortos, hemos sido un par de extraños, gente como de diferente sangre. No puedo recordar ninguna conversación en que hayamos pasado de las frases rutinarias. Si él aceptara los hechos tal como son, nuestro trato sería más tolerable, pero se obstina en seguir desempeñando el papel de hijo devoto. Me horroriza pensar que con el resto de la familia las relaciones hayan sido igualmente vacías y que, obnubilada como estoy, me empeñe en recordarlas de otra manera. A veces creo que vivía un poco la vida de los demás. En eso, como en todo, también me engañaba. No se vive sino la propia vida; yo no lo hacía. ¿Pero tiene algún caso estarle dando siempre vueltas al pasado? Al fin de cuentas -levantaba la voz, la infantilizaba- ahora tengo a quien querer y quien me quiera. Juanita, ¿a quién es a quien yo adoro?
– A mí, a mí merita.
Ambas reían. Eran instantes para ellas de felicidad pura.
No era del todo cierto que frente a su hijo mantuviera una actitud pasiva o distante como quería hacer creer. Le vienen a la memoria encuentros feroces, obcecaciones pueriles de la anciana.
Algunos días la erisipela rebelde que le invadía el cuero cabelludo le producía inflamaciones y un escozor horrible. En esos días no recibía a nadie, sino a su fiel Juanita, que había desarrollado un sexto sentido para navegar impunemente entre tales borrascas. Cuando le sobrevenían las crisis tomaba vino con más frecuencia, injuriaba a su hijo, no permitía que Flor se acercara a su cuarto sino para lo estrictamente necesario. Al salir de las crisis quedaba malhumorada, irascible. El diálogo se volvía voluble, difícil, agresivo. Habría dejado de visitarla de no ser porque ya la casa, la anciana, la niña, el médico, el complicado malabarismo en que se sustentaban allí las relaciones personales ejercían sobre él una verdadera fascinación.
– Algo que te tengo que agradecer -le espetó un día- es que no me hayas mostrado tus cuadros, lo considero una muestra de respeto; estoy segura de que me repugnarían. Ya las reproducciones que vi fueron más que suficiente para formarme una opinión. Leí el artículo en el Siempre de la semana pasada. Al principio pensé que era la mala calidad de las fotografías lo que me disgustaba; pero no, sucede que no le veo sentido a que pintes un mundo poblado únicamente por seres abyectos, eso significa limitarlo, parcelarlo. No vayas, por favor, a comenzar a repetirme la cantaleta de que el artista no tiene por qué ser un fotógrafo total. El artista debe pretender reflejar el universo, aspirar a la totalidad, aunque sólo se detenga a registrar una pequeña planta; si no, lo que produce es arte a medias, u otra cosa que ni siquiera vale la pena discutir. Pero ustedes, los jóvenes, creen saberlo todo. ¡Amos de la verdad, dueños del mundo! Sigan haciendo lo que les venga en gana, llamen a eso arte, literatura, drama, as you like it, pero no pretendan que a quienes nos repugna la simulación les hagamos el juego.
En tales ocasiones había que reducirse humildemente a escucharla y esperar que pasara la racha de cólera o de simple mal h u m o r. Ese día la interrumpió la llegada del doctor a aplicarle su diaria inyección intravenosa. Una vez puesta el médico se dejó caer en una poltrona. Pálido, fatigado como siempre. Su madre lo observó con desprecio. Durante unos minutos nadie habló. El silencio sólo era interrumpido por la voz de Juanita, que en un rincón trazaba unas letras en un cuaderno, murmurando mientras escribía: “cama, casa, cana… cama, casa, cana…” Era un recurso que ya le había visto emplear en varias ocasiones para aislarse de los malos momentos provocados por la anciana. Esta parecía gozar en prolongar aquel silencio que ponía nervioso a su hijo. Por fin exclamó:
– El único pesar que tengo es que dejaré a Juanita en un medio que se me ha vuelto incomprensible. Espero que tú pertenezcas todavía a las generaciones del alcohol -lo miró acusadoramente-. Durante años hemos buscado por allí una salida. Parece ser que el hombre antes de saber asar la carne, conocía ya el modo de destilar raíces y cortezas para producir alcohol; como solución ha sido idiota, pero al fin de cuentas cómoda. Yo desde este rincón me entero de que el mundo está en plena llamarada, pero no logro entender ninguna de sus manifestaciones. Me ciega el humo, creo. He leído que los muchachos se chiflan ahora por la mariguana, sobre todo en mi país -siempre que se enfadaba, buscaba el modo de señalar su diferencia, su britanidad-. Si bien se mira no tendría uno por qué alarmarse. El mundo se ha convertido en una estupidez, en una tal zoncera, que tratar de escaparse de él, por cualquier vía, no es sino signo de salud. Me imagino lo que dirán tus padres, tus tíos, los amigos de tu casa, si se enteran de que fumas mariguana.
– No fumo mariguana, tía.
– ¿No? ¿Es decir que concibes a sangre fría lo que pintas? Estás entonces mucho más enfermo de lo que me imaginaba. Pero, por favor, no me interrumpas, ten un poco de imaginación, trata de comprender que es posible hablar en sentido figurado. En el caso de que fumaras mariguana o tomaras cualquiera de esas drogas que ahora se usan, te considerarían un réprobo, se horrorizarían; los conozco muy bien. Sé que cuando leen en la prensa los reportajes sobre los jóvenes y las drogas encuentran otra razón más para sentirse mejores. Ellos no se dejan el pelo largo, se bañan regularmente, no consumen estupefacientes, son dignos cristianos, ciudadanos ilustres. ¿Y a quién beneficia eso? ¿Qué virtud resulta del hecho de que María Elena y Concepción Rodríguez no mastiquen hongos alucinógenos, de que mis tres sobrinos Rodríguez Argüello se corten debidamente el pelo y vayan pulcramente vestidos de oscuro a su notaría? Mira a tu tío, no encontrarás en la vida más mustio y propio sepulcro blanqueado, ni siquiera escarbando entre todos los Rodríguez de la región y, dime, ¿qué cosa noble, buena o hermosa produce? ¿En qué es superior sino en cobardía, en tristeza, a cualquiera de esos preciosos mechudos de la nueva ola?
– Madre, serénese; ya es hora de que descanse, se encuentra demasiado excitada.
– He sido testigo de tanta mezquindad -prosiguió la anciana sin hacerle ningún caso-, desde que me casé con tu tío. Al principio me divertía, me parecía estar situada en el medio de una comedia de costumbres cuyos protagonistas eran cultas damas y caballeros nativos tan chistosos; después me volví insensible, me adapté, a momentos llegué a sentirme una de ellos, hasta que algún exceso, siempre grotesco, claro, me hacía tocar tierra, volver a la realidad. No se me olvida que en una época íbamos a pasar las vacaciones a la ganadería de tu tío Felipe, por el rumbo de Nautla. En las tardes les daba lecturas a los chicos. En una ocasión, me acuerdo muy bien, leía algo de Dickens, Copperfield, no, tal vez, Oliver Twist. Puede que las lecturas aburrieran a los niños, pero lo cierto es que se volvieron el deleite de mis cuñadas. Lloraban, suspiraban, gemían, conmovidas por las desgracias y tribulaciones del pequeño Oliver y las terribles calamidades que sobre él y sus compañeros de asilo recaían. Pero si en aquellos momentos el hijo de algún peón se dejaba ganar por la curiosidad y se acercaba a la sala a oír la lectura lo sacaban sin el menor escrúpulo, sin piedad alguna, no fuera a ensuciar la alfombra con los pies descalzos, o a perturbarnos con su olor a establo, y un instante después volvían a sumergirse en la congoja y a dejar que su corazón rebosara de buenos sentimientos ante las desgracias del huerfanito del cuento. Esa ha sido siempre su moral. Nada se las hará cambiar. A veces me arrepiento de no haber abandonado en la primera semana a mi marido y vuelto a Saint Kitts al lado de mi padre.
A veces esas alusiones a la familia lograban que el médico, tan respetuoso de lo institucional, se envalentonara a responder. Pero no bien decía las primeras titubeantes palabras, cuando la anciana pedía un somnífero, lo tomaba y, tranquilamente, daba por concluida la sesión.
La fuente mayor de los conflictos provenía fundamentalmente del rigor de la enfermedad y la ineficacia del tratamiento. Aquél era el único punto en el que el médico se atrevía a mostrarse en franca rebeldía contra su madre.
– No sólo da pena el aspecto que presenta cuando se pone usted a cantar como loca con esta criatura y a hacer payasada y media sin más fin que divertirla, sino que el vino, ¡entiéndalo, por favor, entiéndalo bien!, contribuye a excitarle más los nervios. Te n g a siempre presente que su mal tiene una raíz nerviosa, que debemos ante todo procurar que esté usted tranquila; pero el modo desusado y anormal en que está viviendo no hace sino empeorar las cosas. Hay días en que hasta al cubo de la escalera llega el tufo a alcohol.
– No sabes siquiera lo que dices. Es muy raro que llegue a beber más de dos copas de vino. Desde hace muchísimos años he estado acostumbrada a las bebidas fuertes para regular mi presión; no veo cómo puedan ahora influir en mi estado psicológico. Me duele recordarte que de estas cosas no entiendes mucho, de otra manera hace ya tiempo que me habría aliviado. Si a veces bebo un poco más de la cuenta es precisamente para olvidar no sólo mi aspecto bestial o los dos años que llevo con la cabeza rapada, tratando de mitigar estos ardores que me enloquecen, para no hablar de la gordura, el desarreglo glandular, como te encanta llamarle, sino en parte muy principal para olvidarme de tu fracaso, de tu mediocridad profesional. Ahora me explico por qué te has quedado casi sin enfermos.
– Usted bien sabe que no ha sido por mi culpa…
– Sí, sí, sí.
– Usted sabe que el Seguro Social…
– Sí, sí, sí. ¿Por qué nuestras amistades ansiaban que Gloria abriera su despacho para ponerse en sus manos? Te habían perdido la fe. Te he oído con paciencia una y otra vez. Según tú, el tratamiento ha dado algún resultado. ¿Quiero que me digas cuál? ¿En qué he mejorado? ¿De qué han servido las inyecciones, de qué todas las torturas a las que me has sometido? ¿Me encuentras mejor? ¿Has visto algún progreso? Tú, Ángel, tú, Juanita, ¡avívate, por Dios, y párale a esa cantaleta!, ¿han observado en mí alguna mejoría? La única vez que parecía que me estaba por desaparecer la tiña fue cuando tomaba aquella infusión que me preparó Flor. Pero te encelaste y tuve que prescindir de ella.
– Acuérdese de la diarrea que le produjo. Recuerde lo grave que se nos puso.
La anciana lo miró desconcertada durante un instante.
– ¿Diarrea? ¿De qué me hablas?
– Acuérdese cómo se debilitó en esos días.
– No me acuerdo de nada. Creo, sí, que una noche me diste algo que me hizo trizas el estómago.
– ¡No tiene caso discutir con usted!
– Entonces por favor deja de venir; no te aparezcas por aquí durante una temporada; manda a otra persona a que me inyecte y líbrame de una vez por todas de tu presencia. Que vuelva la enfermera. Dices que mi padecimiento es nervioso, ¡raro es que no lo fuera si no me permites un solo instante de tranquilidad! ¡Exijo una tregua, tengo derecho a ella! ¡Cómo te atreves todavía a sermonearme! Juanita, por favor, pásame una de las pastillas blancas. ¿Ves? Me volvió la taquicardia.
– ¿De las que son como hostias o de las chiquitititas?
– De las más chiquitas, corazón, y corre a la cocina a pedirle a tu mamá un vaso de leche tibia.
– ¿Por qué no me pide a mí las medicinas? La niña no logra distinguir bien los colores.
– ¿Cuándo se ha equivocado? Si hoy preguntó es porque hay medicinas nuevas en el tocador. Es la única persona con quien cuento y quieres también separarme de ella. Cualquier satisfacción mía te hace daño. Ten cuidado, Ángel, que un día te va a prohibir visitarme. Por favor, no vayas a hacerle caso; entra aunque sea abriéndote paso a golpes. Quiere aislarme, quiere reducirme a cero. Al oír las voces entró Flor con el vaso de leche y la niña agarrada del vestido. -No la martirice, doctor, no ve que está hoy muy rendida. Tome su pastilla, señora, tranquilícese.
– Gracias, gracias, Flor.
Vio a su tío levantarse, alzar los hombros, salir, vejado, fastidiado de la habitación. Poco después se despidió de su tía y bajó a hacerle un poco de compañía al médico.
– ¿Te das cuenta? Y no puede uno culparla de nada. Sufre mucho. La muerte de Isabel y las muchachas la afectó muy a fondo. Le deshizo para siempre el sistema nervioso. A ratos llego a tener la impresión de que me reprocha el haberme salvado. Es muy difícil esta vida, para ambos -se quedó un instante en silencio, luego agregó, con algo semejante al rencor-. Sólo que ella al menos tiene de su parte a Flor y a la niña.
– ¿Por qué no insistes en hacerla salir, tío? Quizás si fuera a pasar una temporada a Tehuacán, que antes le gustaba tanto, o a cualquier otro lugar.
– ¿Crees que no lo he intentado? En estos días más que nunca es necesario lograr que salga. Por un tiempo, claro. Me he cansado de pedirle que al menos deje su habitación por un rato, que vaya al jardín. Pero es inútil; nunca lo hará. Quizás lo mejor sea, como dices, un cambio más drástico. Llevarla a Tehuacán. ¿Cómo no se me había ocurrido? Que se olvide de este ambiente por unas semanas. Puede ir con una enfermera; que se lleve a la niña si eso la distrae. La casa no puede sino traerle recuerdos muy penosos. No tiene el menor sentido que mantengamos esta propiedad para nosotros dos. Cuartos y más cuartos, todos cerrados. El Ayuntamiento me ha hecho proposiciones muy convenientes para comprar la parte trasera, donde queda el consultorio. Pero ni siquiera permite que le trate el asunto. ¡Ojalá tú puedas convencerla! Me he dado cuenta de que a ti te hace más caso. Dime, ¿tiene sentido conservar esta enormidad de casa? Que se vaya a Tehuacán mientras hacen la demolición. Estoy seguro de que nada le sentará m e j o r. ¿Por qué no le hablas mañana del asunto? ¿No podrías irte a pasar unos días a Tehuacán con ella?
Fue absolutamente imposible aproximarse siquiera al tema.