IX LA LITERATURA ES UN LABERINTO

Dormí mal, me levanté tarde. Era un domingo soleado y algo frío. Me vestí maquinalmente para acudir a la presentación en el Parque Ferial. Después abrí la libreta y anoté «vacía» junto a «perfecta» en la línea de Musa Gabbler. «Perfecta» y «vacía» eran las palabras que mejor la resumían. No me dolía tanto su engaño como el motivo de éste; si lo hubiera hecho para su disfrute personal no me hubiera importado, pero que lo hiciera por su trabajo resultaba denigrante. Ahora ya me daba todo igual. El hipotético falsificador de cuartillas, el supuesto asesino de Grisardo…, todo me traía sin cuidado. El lunes llamaría a Neirs para decirle que dejara el caso. Ya sabía lo que quería saber: quién era ELLA. Y mejor hubiera sido, concluí, si no lo hubiera sabido nunca.

El sol arañador y el torrente de viento frío que penetraba por la ventanilla del taxi hicieron que me sintiera mejor. La entrada sur del Parque Ferial asemejaba una gloria pequeña: banderines agitándose como alas de ángeles; fanfarria de coches y autocares; policías resplandecientes; periodistas enarbolando cámaras y micrófonos plateados. Era como entrar en Camelot. De forma absolutamente imprevista, aquella visión me reanimó.

En el interior del vasto recinto reinaba ambiente de aeropuerto. El espectro científico del aire acondicionado me estremeció. Letreros azules colgados del techo promovían un bilingüismo equitativo: Entradas, Tickets; Acreditaciones, Registrations. Flechas y símbolos lógicos desafiaban la inteligencia abstracta. MADRID EN TIEMPO REAL, LA LITERATURA DEL NUEVO MILENIO, se leía en una inmensa pancarta situada detrás de los mostradores. Flotaban los flases en la distancia como una tormenta de juguete. Las azafatas, anguilas en azul sonriente, se deslizaban aquí y allá, portando papeles y peinados. Una de ellas me colocó un adhesivo en la chaqueta con las frases publicitarias de la colección.

El vestíbulo estaba abarrotado. La gente alzaba la mano ejercitando ese acto de juramento social que es el saludo a distancia: «Hola, juro que desearía hablar contigo, pero ahora no dispongo de tiempo». Algunos individuos se detenían para interesarse por mi salud. Mi amnesia no me permitió reconocerlos, y «bien» y «gracias» se convirtieron en las palabras que más veces pronuncié durante todo aquel vagabundeo. En cambio, identifiqué a varios escritores muertos. Estaban mezclados con los vivos, y sólo se diferenciaban por el traje de época y el libro que llevaban bajo el brazo. Deduje que constituían parte de la promoción publicitaria: pobres diablos disfrazados de celebridades. La confusión surgía, inevitablemente, con los más modernos. Dante, Quevedo y Balzac, por ejemplo, no ofrecían grandes problemas de reconocimiento. Pero a partir del siglo XX todo se volvía más difícil. El libro se convertía en la única pista, de modo que no era raro que el escritor en cuestión pasara desapercibido hasta que se acercaba lo bastante como para que el título de su obra resultara legible. De esta forma, sólo un codazo casual del hombre que portaba Trópico de Cáncer me hizo advertir la presencia de Henry Miller. Albert Camus me alcanzó, muy solícito, un folleto de la presentación, y en ese momento detecté La peste en su mano izquierda. A Borges le recogí sus Ficciones, que dejó caer a mi lado. Con Kafka tropecé dos veces: el actor que lo interpretaba, muy joven, se abanicaba con El proceso. El colmo del absurdo era Pirandello: se trataba de un viejecito calvo que aferraba Seis personajes en busca de autor, pero que no se cansaba de repetir que se llamaba Jacinto Díaz, profesor de literatura, y que su parecido físico con Pirandello y el libro eran pura casualidad. Naturalmente, todo el mundo sospechaba una ingeniosa mentira, y el viejo (que, en mi opinión, decía la verdad) empezaba a irritarse.

Lo más curioso era que no lograba aislar a los escritores «de verdad». Mejor dicho, que no había nadie que no pareciera serlo. Azafatas, camareros, vigilantes de seguridad, niños, ancianos… todos ocultaban, sin duda, un escritor de incógnito. Fue delirante percibir esta igualdad, como el loco que de repente comprende que nadie se diferencia realmente de nadie. Incluso los falsos, los disfrazados de autores célebres, daban la impresión de sobrellevar uno verdadero bajo el maquillaje, aunque más mediocre que el de superficie. La sala estaba atestada de literatos en ciernes. Los había que cantaban, juzgaban, construían casas, oficiaban misas o toreaban, pero todos, alguna vez, habían redactado un poema, un relato, un diario personal más o menos enaltecido de frases felices. La humanidad era novelista.

Un pequeño alboroto distrajo mis reflexiones. Se había improvisado una rueda de prensa en el vestíbulo. Creí escuchar la poderosa voz de Salmerón y me acerqué.

Supuse, en efecto, que se trataba de mi editor, porque ante mis ojos apareció el hombre más formidable y truculento que había visto en mi vida. No hubiera necesitado recobrar la memoria para saber, sin ningún género de dudas, que aquella figura era excepcional por derecho propio. Semejaba una montaña: alto (calculé más de 2 metros), almenado por hombros inmensos, de nevado pelo peinado hacia atrás, se alzaba cómodamente sobre el cerco de micrófonos y casetes que los periodistas trataban en vano de acercar a su inaccesible rostro como niños ofreciendo sus caramelos a papá. Los ojos, estampados en la cima de una frente arrugada, eran blancos como ropa puesta a secar bajo los párpados. La piel, tostada, poseía cierta cualidad paquidérmica: gruesos repliegues en la papada y en la nuca; bolsas grisáceas en las mejillas; orejas largas y oscuras como filetes demasiado hechos, de lóbulos colgantes. Su atuendo parecía una primavera marciana: traje fucsia, camisa añil y pañuelo de seda rojo estampado con rosas blancas.

– Mis queridos amigos -decía-, permitidme que me convierta en profeta por un instante. El nuevo milenio está a punto de comenzar, y me gustaría explicaros cuál creo yo que será el futuro de nuestra hija mimada, la novela.

Su discurso fue extraño y majestuoso como él mismo. Comenzó diciendo que la novela del pasado había pertenecido al protagonista, al héroe, al Quijote y a Ana Karénina. En la actualidad, pertenecía al autor. Hoy no se hablaba tanto de personajes como de escritores célebres. Pero la novela del futuro daría un paso más allá. El mundo había cristalizado en un laberinto; la realidad era compleja, difusa, inabarcable… ¿Quién podía pensar que estas grandes figuras que hoy nos acompañaban (se refería a los escritores de la historia, a los monigotes disfrazados que se habían reunido detrás de él como una cohorte de cadáveres atentos) iban a seguir cimentando la literatura del porvenir? No: el nuevo milenio sería demasiado abstruso, caótico y matemático para la comprensión de un solo hombre. La novela del futuro pertenecerá al Editor. Así, con mayúsculas: Editor. Pero no nos engañemos -afirmaba-: no al editor en cuanto creador sino en cuanto «organizador». Estudios de mercado, diseño informático, publicidad… Todo esto será la verdadera novela (de hecho, ya era así en gran medida), y sobre el editor recaería la responsabilidad de coordinar aquel ingente trabajo. La literatura regresaría a sus remotos orígenes: volvería a ser anónima, «pero no labor de uno solo sino de muchos».

– Todo el planeta, mañana, será Nueva York -sentenció-. Y en cada ventanita iluminada de cada hormigueante rascacielos de esa Nueva York mundial crecerá un escritor. Imaginaos. Billones de ellos. Porque los escritores de la antigüedad podían permitirse el lujo de ser cisnes solitarios, pero ahora son legión, como el demonio bíblico. Pertenecen al enjambre, a la plaga…

Hubo risas y Salmerón hizo una pausa. Fue entonces cuando distinguí al hombre que llevaba Hamlet bajo el brazo.

Se apoyaba en uno de los mostradores de registro, a pocos pasos de donde yo estaba, y era una de las peores creaciones del maquillador de la fiesta. La calva consistía en un casquete de plástico perfectamente visible. La oscura melena era, sin duda, original, pero más hubiera valido que no lo fuera, por el estado de suciedad y abandono en que se hallaba. Hasta la perilla y el bigote resultaban ridículos: manchas de carbón dibujadas en el rostro.

Pero lo que más me llamó la atención de aquel Shakespeare desastrado fue la certidumbre de que yo conocía al individuo que lo encarnaba.

Mi memoria guardaba como un tesoro la imagen de las personas que apuntaba en mi libreta. Aquel tipo -lo supe de repente- era uno de los que había visto en los últimos días.

Entonces, mientras mis ojos acumulaban datos sobre su figura, los suyos se fijaron en la mía. Hubo algo así como una turbación mutua, pero su inquietud pareció mucho mayor. Desvió la mirada al tiempo que intentaba deslizarse, subrepticiamente, fuera de mi campo visual. Aquella sospechosa retirada me intrigó. Torcí la cabeza para no perderlo de vista, pero en ese instante Homero (un gordo que se rascaba la axila con la mano con que sostenía la Odisea y entrecerraba los ojos fingiendo ceguera) se interpuso entre ambos y lo eclipsó.

Salmerón había reanudado el discurso. En la seguridad, decía, de que la novela, como las actividades de empresa, constituiría una labor en equipo, una sesión de brainstorming de la fantasía, un cónclave de musas en trajes de ejecutivo, Salmacis Editorial se complacía en presentar…

Sonó un disparo. Hubo un fogonazo. Después, gritos y movimiento. ¿Qué ocurría? ¿Terrorismo literario? ¿Una sorpresa festiva? Ni lo uno ni lo otro: había estallado una bombilla en algún lugar, una de las lámparas de las mesas de registro. Con el alboroto, ya no vi a Shakespeare por ninguna parte. La gente se aglomeraba a mi alrededor impidiéndome cualquier movimiento.

Salmerón sonrió, complacido con el susto:

– Tengo el gusto de presentaros Madrid en tiempo real. ¿Qué es?, os preguntaréis. Pues ni más ni menos que la primera novela de la historia escrita por casi un centenar de autores… -Se desataron murmullos. Por lo visto, nadie esperaba semejante información-. Así es, amigos: una novela. O, más bien, la primera parte de lo que será, sin duda, la novela del futuro. Como todas las grandes obras clásicas, comienza con el «érase una vez», el tiempo y el espacio de la acción: 13 de abril de 1999, a las 8 de la noche, en Madrid. -La mención de aquella fecha me sobresaltó. Escuché con renovada atención-. Decenas de escritores se han dedicado, durante esa única noche, a observar la ciudad desde diversos puntos y registrar los sucesos, nimios o importantes, que en ella han tenido lugar. Cada libro abarca 12 horas: hasta las 8 de la mañana siguiente. Ésta es, pues, la primera entrega. En poco tiempo aparecerá la segunda, con la descripción del personaje protagonista. Entonces vendrán los personajes secundarios. La novela irá surgiendo a golpes de azar, como la vida. Estará escrita a ciegas. Siempre soñé con editar una novela a ciegas. -Las carcajadas premiaron aquel curioso cinismo-. ¿Alguna pregunta, amigos? -Hubo una avalancha. Salmerón sonreía con aires de cofre cerrado-. No puedo adelantaros más. Eso sí, os diré que en Salmacis nos hemos fijado un objetivo primordial: que la creación sea rápida y, al mismo tiempo, perfecta. En nuestra época, la rapidez no debe estar reñida con la maestría. Y ahora, si queréis, pasaremos a…

– ¿Cuándo aparecerá el protagonista? -inquirió una de las voces desde el bosque de brazos alzados.

– Dentro de muy poco, os lo aseguro. El autor designado ya está trabajando en ello. Y no se tratará de un personaje simple: os encontraréis con una verdadera creación literaria, un individuo real, de carne y hueso, lleno de detalles humanos…

– ¿Será hombre o mujer?

Por la forma en que Salmerón sonrió, dio la impresión de que quería morder el aire.

– No puedo decirlo. Pero os aseguro que será perfecto. Y ahora, si tenéis la bondad de acompañarme…

Se apartó de los micrófonos y la rueda de prensa se deshizo. Todos corrían hacia la sala de exhibición. Intenté no quedarme atrás. Aquel absurdo discurso había despertado mi interés.

Atravesamos un amplio pasillo al aire libre flanqueado de tuberías y ventanas redondas como un transatlántico de lujo. Puertas de hangar permitían el acceso a la gigantesca sala, de techo cuajado de barras de metal y luces, como unos estudios de cine. El frescor y la sombra erizaban la piel; los focos hacían parpadear.

Pero la exhibición de libros era lo más increíble. Ni siquiera las hiperbólicas palabras de Salmerón habían preparado al público para aquel decorado.

Bajo la vigilancia del Ojo Escritor se extendía un gigantesco plano de la ciudad de Madrid. Ocupaba casi la mitad del suelo, más de 60 metros de largo de un extremo a otro. Encima de las calles, de los jardines dibujados, de las plazas y monumentos célebres, se hallaban los libros, encuadernados en tapas negras sin ilustraciones y reunidos en columnas o muros, como otra ciudad de ladrillos negros y páginas blancas alzada sobre la primera. Cada volumen se hallaba situado sobre el lugar que describía. Si éste era relativamente amplio o interesante, los libros se arracimaban como hormigas sobre una semilla pesada. Las carreteras perdidas, los extrarradios y las urbanizaciones residenciales contaban apenas con un ejemplar solitario en medio de un amplio vacío. Cordones de museo rodeaban aquel insólito espectáculo. Era una visión fascinante.

– Por supuesto, no están representadas todas las calles -explicaba un empleado de la editorial-. Tampoco todos los barrios. Hubiera sido imposible.

– Ése de ahí es mío. -Un individuo bajito con gafas gruesas señalaba un volumen disperso en la zona de Legazpi-. Doce horas viendo a la gente pasar y escribiendo mis impresiones… ¡Una jornada memorable!

– ¿Y la fecha de las descripciones es siempre el 13 de abril? -pregunté.

El empleado de la editorial y el individuo bajito asintieron.

La noche de mi accidente. La noche en que comenzó todo para mí. Observaciones sobre lo sucedido en diversos puntos de la ciudad.

Una idea se abría paso en mi cerebro con obstinada violencia.

Me acerqué al cordón de seguridad y me asomé de puntillas. El plano era fácil de rastrear, de colores y contornos precisos. No tardé en localizar la pequeña calle cercana a Alcalá donde se hallaba el restaurante La Floresta Invisible. Mi corazón era un tambor de pesados mazos. Sí, allí estaba, y había un solo libro sobre ella…

– Perdone. -Me dirigí al empleado-. ¿Cómo puedo examinar uno de los libros de la colección? -Hombre, depende. Algunos los tenemos a disposición del público, en aquellos mostradores. -Indicó la otra mitad del salón, donde se aglomeraban azafatas y mesas-. Pero todos, lo que se dice todos, sólo en el mapa. ¿Qué ejemplar desea en concreto?

Lo señalé, pero el hombre no se enteraba. Mencioné entonces el nombre de la calle, y el tipo se alejó en dirección a los mostradores. Me quedé contemplando aquel punto negro y lejano, aquella isla en medio del oleaje de calles pintadas. ¿Quién sería el autor? Daba igual. Quienquiera que fuese, rezaba para que sus palabras no me traicionaran, para que derrotaran mi amnesia y constituyeran mi memoria perdida, mi solapa. «Una solapa, una solapa, mi reino por una solapa», pensé. Recordé entonces al individuo que hacía de Shakespeare y me pregunté por qué me parecía tan importante averiguar su identidad. Lo busqué en vano entre la muchedumbre.

El empleado regresó meneando la cabeza. Lo sentía mucho, aquel ejemplar no estaba en los mostradores.

– ¿Y no sería posible cogerlo del mapa?

– Oh no, señor Cabo. Los libros del mapa están destinados sólo a exhibición. Pero no se preocupe: tendremos mucho gusto en enviarle uno a su domicilio.

Se lo agradecí; se alejó sonriente. Sin dudarlo un instante, alcé un pie, luego el otro, y atravesé la barrera acordonada.

«Es una locura -pensé-. Pero todo ha sido una locura desde que encontré ese párrafo en la libreta.»

Al principio mi timidez no puso objeciones: nadie se había percatado del delito. Comencé a avanzar hacia mi objetivo con la prudencia de un soldado en un campo de minas. La empresa se me antojaba muy semejante a desplazarme por el verdadero Madrid a determinadas horas: caminos bloqueados, densa lentitud, vacilaciones sobre la dirección a seguir… Las filas de libros edificaban un verdadero laberinto y yo debía elegir el mejor sendero para evitar tocarlos con el pie (lo que menos deseaba era ensuciarlos). Desde mi estratosférica altura distinguía nombres de autores y títulos, pero no tenía tiempo de saber qué zonas habían inmortalizado con sus plumas. Lo único que me importaba era no pisarlos.

No sé cuánto trecho recorrí hasta darme cuenta de que todo el mundo me observaba. Creo que me hallaba en Moncloa, o había alcanzado ya Princesa. Percibí entonces el novísimo silencio, la extinción de los ecos, el calor de las miradas que me oprimían sin tocarme. No quería alzar la vista, pero lo hice. Escritores verdaderos y falsos, dispuestos alrededor del cordón de seguridad, contemplaban mis evoluciones con el detenimiento y la seriedad de lápidas de cementerio. Hasta Homero se había puesto a observarme con ojos desmesurados, abandonando todo intento de fingir ceguera. Atrapado con un pie de puntillas sobre Callao y otro encajado en Princesa, erguido sobre los libros, yo no podía hacer otra cosa que sonreír, y mi mueca otorgó -creo- mayor ambigüedad a la aventura. Parte del público me devolvió la sonrisa, como si sospechara una inmensa broma. Incluso escuché débiles amagos de aplauso.

Finalmente llegué a la meta y extendí el brazo en medio de un silencio tal que me pareció que me sumergía en un lago.

El regreso resultó más fácil: había recuperado la seguridad en mí mismo. Cuando salté el cordón, el tiempo volvió a transcurrir. Avancé un poco cohibido, aferrando mi botín contra el pecho. Me sentía orgulloso de mí mismo. Por primera vez había conseguido hacer algo sin pensarlo previamente, siguiendo el impulso de mi corazón. Había logrado dejar de razonar por un instante. Y de inmediato me sentí feliz. Intranquilo, pero feliz.

Por supuesto, esperaba una reprimenda. Y allí estaban, aguardándome, dos empleados de la editorial y dos vigilantes de seguridad.

– Lo siento, señor Cabo. No puede llevarse un libro de la exhibición.

– No pretendo llevármelo. Simplemente voy a consultarlo.

– Pero…

– ¡Juan!

El trueno había restallado a mi espalda. Salmerón, que había sido guiado hasta mi presencia, se erguía entre la luz y yo como un eclipse. Sus ojos temblaban de ceguera y alegría.

– ¡Juan, hijo, qué bueno que hayas venido! Eres tú, ¿verdad? -Y extendió la manaza y tocó mi rostro con la punta de los dedos, como si tecleara sobre mí, o como si mi piel fuera un Braille que él pudiera descifrar. Su palma estaba fresca y olía a perfume de mujer. Mientras me tocaba decía-: Ah, mi Juan, mi Juan Cabo… Mi querido Juan Cabo… -Buscó mi hombro, se apoyó y empezamos a caminar juntos, abrazados. Los empleados se apartaron con una reverencia. La voz de Salmerón parecía surgir de su pecho (a la altura donde quedaba mi oído) -. Me han contado lo que acabas de hacer… No hay nada como pasar con éxito por encima de los libros de los demás para que la gente te admire, ¿eh, hijo? -Lanzó una risotada-. Confío en ti, ya sabes que confío mucho en ti… Te parecerá que has hecho una tontería: has cogido un libro de la exposición, y ya está. Pero es tu decisión lo que cuenta. El impulso. El arrojo. Te felicito.

No sabía por qué me decía todo aquello, pero de cualquier manera se lo agradecí. Me preguntó por mi salud.

– ¿Sigues sin recordar nada? -inquirió. Y cuando respondí que así era-: Bueno, no desesperes… ¡Paciencia! Estas cosas suelen resolverse bien. Pero si notas algún cambio, no dejes de comunicármelo. Ya sabes cuánto me preocupo por ti. -Sonrió y me dio una última palmada. Pensé que su perturbadora presencia había servido, al menos, para que pudiera llevarme el libro sin problemas.

Me alejé con dificultad de la órbita salmeroniana y encontré un sitio tranquilo junto a las cabinas telefónicas, al fondo de la sala. En la portada del volumen sólo venía el nombre de la calle y el de la autora, que era Rosalía Guerrero, una anciana cuya celebridad provenía -así afirmaba la solapa- de las novelas de su popular detective Braulio Cauno. Rosalía vivía en un edificio frente a La Floresta Invisible, circunstancia que la editorial había aprovechado para encargarle la descripción de aquella calle. La coincidencia, pensé, no podía ser más afortunada.

El libro constaba de 50 páginas. Se dividía en dos partes que representaban las dos únicas horas cubiertas: de 8 a 9 y de 9 a 10 de la noche. Finalizaba, pues, a las 10 de la noche del 13 de abril (no a las 8 de la mañana siguiente, como las demás obras), y la editorial pedía disculpas por la ausencia del resto del texto, que -anunciaba- sería publicado «próximamente». Me angustiaba la posibilidad de que el acontecimiento que me interesaba hubiera sucedido después de las 10.

En La Floresta abrían a las 9, de modo que era absurdo leer la primera parte. Lo que había, si es que había algo, tenía que haber sucedido en la segunda. Me apoyé junto al teléfono, acerqué el libro a la luz de la cabina y comencé a leer. Las descripciones eran precisas. Sentí que mi corazón se aceleraba.

Guerrero hablaba de coches yendo y viniendo, de ventanas apagándose y encendiéndose, de gente que entraba y salía de los comercios. Tomé aliento y contuve la respiración.


Un hombre robusto, cabezón, con patillas blancas y unas gafas enormes, se desliza como una sombra hacia el interior de La Floresta Invisible.


La descripción parecía clara: tenía que ser Modesto Fárrago, que habría llegado a las 9 en punto. Reconocí después la llegada de Gaspar Parra («calvo y estirado») y del hombre de la cara fofa («complexión robusta y traje gris»). Entonces, en el siguiente párrafo:


Un taxi se detiene frente al restaurante. De él se baja una joven singular.


Interrumpí la lectura y cerré los ojos. Estaba tan nervioso que pensé que iba a desmayarme. Debe de referirse a Musa, razoné. Según su propia declaración, ella había llegado antes que yo. Sin embargo, cabía la posibilidad de que me hubiera mentido, o de que, simplemente, se hubiera equivocado al recordar. Reuniendo fuerzas, proseguí.


La noche y las farolas la dibujan un momento antes de entrar en el restaurante. Lleva un vestido negro muy breve que le desnuda la espalda. Sus largas piernas son de ensueño. Es una figura hermosa, irrepetible. Parece una modelo.


Lo es, sin duda. «Lo es, sin duda». Toda la ansiedad que había estado sintiendo hasta ese momento se desplomó a mis pies como una bandeja de cristales frágiles. La cara me ardía. Musa no me había engañado, por tanto: aquella noche había estado en La Floresta. Continué la lectura sin esperanza, cada vez más seguro de que ya había averiguado todo lo que necesitaba saber. Ocho páginas más allá llegaba yo. Rosalía apenas me dedicaba dos líneas.


Un Opel oscuro estaciona en la acera. Se baja un tipo bajito y barbudo, con gafitas, de aspecto ridículo. Entra en el restaurante.


La cabeza empezaba a dolerme. Mis ojos pugnaban por llorar. Devoré frases, descripciones del vecindario, una pelea callejera, un gato negro hurgando entre los cubos de basura, la calle vacía, nuevos clientes (una pareja de ancianos, una familia), un grupo de jóvenes cantando, el silencio y los coches, las 10 menos cuarto, las 10 menos 10, las 10 menos 5… Perdí la esperanza. El final se aproximaba.

Llegué a la última página sin poder apenas respirar. ¡Nadie ha leído con más ansiedad el final de un libro! Constaba de 10 líneas. Las 3 primeras se dedicaban a comentar el rugido de una moto que pasó a toda velocidad provocando los airados insultos de un probo transeúnte. Entonces, tras un punto y aparte, venían las 7 últimas líneas:


A las 10, otro Opel oscuro estaciona en la acera. Se baja una mujer. Lleva chaqueta negra y bolso. Su pelo castaño claro está recogido en un moño, como el de la chica alta que llegó hace más de media hora. Pero ésta no parece modelo. Antes de entrar en La Floresta se quita el abrigo. Su vestido negro ceñido al cuello le desnuda la espalda. Su figura es… Pero ya no la veo. Ha entrado muy rápido.


Así terminaba el libro de Rosalía Guerrero. Pero para mí comenzaba todo de nuevo. Había dos mujeres. Dos mujeres vestidas de forma similar: Musa y ELLA. Yo tenía razón. Grisardo tenía razón. Modesto tenía razón. Cerré el libro, descolgué el auricular del teléfono, introduje unas monedas y marqué un número. Cuando el contestador automático de las oficinas de Horacio Neirs me dejó hablar, dije:

– Señor Neirs: la literatura y yo teníamos razón.

Y me eché a llorar de pura felicidad.

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