– Es un plan minuciosamente elaborado -dijo Virgilio-, no puede imaginarse hasta qué punto. Yo colaboré, lo confieso, debido a cierta promesa. Pero esa promesa no se ha cumplido, y por eso he decidido contarlo todo.
Uno de los relojes digitales del Paseo de la Castellana mostró los tres ceros, dando comienzo así al martes 27 de abril. El tráfico no era denso a medianoche y el pequeño Peugeot de Virgilio podía seguir con facilidad al Audi oscuro en que viajaba Neirs. Éste se había presentado en mi casa puntualmente para recoger los folios que había escrito sobre Natalia Guerrero. «No hay tiempo que perder -dijo-. Intentaré que los publiquen mañana mismo.» Virgilio, que ya había llegado, aguardaba escondido en mi despacho.
– Sigámoslo -me indicó en cuanto Neirs se marchó-. Así se convencerá usted de que no le miento.
No había querido revelarme nada. Lo único que logré comprender fue que ambos habían representado un papel fundamental en aquel engaño, pero que él había optado por delatarlo debido a que se sentía traicionado. El resto, Virgilio lo dejaba a mi imaginación. Sólo de vez en cuando, mientras conducía (hundiendo con su cuerpo la cima de una colina de almohadones), se volvía hacia mí para plantearme diversos enigmas. ¿Sabía yo que en los archivos de la policía de tráfico no constaba ningún accidente de tráfico en la M30 la noche del 13 de abril? ¿Sabía que la clínica privada a la que me trasladaron era tan privada que carecía de pacientes? Yo lo escuchaba con los ojos muy abiertos.
– Ah, pero, claro, usted qué va a saber. Usted ha perdido la memoria, y eso era parte del plan. -Y, de improviso, lanzaba frases como-: Los perros ladran a nuestro alrededor, señor Cabo. -Pero yo no podía entender a qué se refería.
Conducía con especial habilidad -diríase que «con furia»- el Peugeot especialmente diseñado para él. Pronto comprendí que me llevaba de adorno: un fetiche oscilante colgado del retrovisor a quien poder dirigir sus pensamientos en voz alta.
– El señor Neirs va a embolsarse una GRAN suma por este caso, pero no procederá de usted. Alguien le paga desde la sombra. En cuanto a mí, ya no quiero nada. Sólo pretendo limpiar mi imagen. He trabajado en su agencia MUCHOS años, quizá DEMASIADOS, y… ¡Espere! ¡Quieto!
El aviso era absurdo, porque yo no me había movido ni hubiera podido hacerlo: la tensión me hundía en el asiento. Era obvio que algo sucedía en el caos de puntitos rojos más allá del parabrisas (quizá Neirs se había desviado del recorrido previsto), pero me daba igual: decidí dejar a Virgilio la entera responsabilidad de la persecución. Cambió de marcha con energía al introducirse por una de las avenidas paralelas de Recoletos. Los coches protestaron con frenazos y cláxones.
– ¡Ah, pillín, pillín! -musitaba mientras sus manos jugaban con el volante-. ¡Ah, qué pillín eres!
Nos habíamos detenido junto al bordillo. Una jauría de vehículos nos adelantó. Virgilio hizo caso omiso a los gritos de los conductores.
– ¿Lo ve? -dijo-. Se ha metido en ese aparcamiento. Pero ya sé adónde va… Y ahora también lo sabe usted.
Se volvió para mirarme y en sus ojos de piedra aprecié un fulgor compasivo. Él conocía la verdad; yo empezaba a sospecharla. Mi cuerpo coleccionaba síntomas: palidecía, sudaba, soportaba escalofríos; mi estómago era una roca helada dentro del vientre.
– Voy a entrar -dije.
El enano respiró con fuerza y retuvo el aire. «Es difícil, muy difícil que lo dejen, señor Cabo.» «Me dejarán», repliqué. Convinimos en que me esperaría allí, sin moverse del coche. Cerré la portezuela y caminé tambaleante hacia el inmenso y oscuro vestíbulo. En la pared del portal, unas palabras en finas letras de molde -la primera, elegantemente resguardada por dos eses serpentinas- figuraban en una placa mucho más humilde de lo que, en principio, cabría esperar.
SALMACIS
EDITORIAL
El horario que anunciaban las puertas correderas no tenía nada que ver con la madrugada, pero, mediante un pequeño timbre, convoqué la melodiosa voz de una pulcra secretaria. «Soy Juan Cabo -dije-.«Quiero entrar.» Y fue como si mi nombre se convirtiera en una llave de oro. Las puertas se apartaron en silencio y penetré en las tinieblas del complejo edificio. Parecía vacío, pero yo sabía que Neirs se hallaba en alguna parte, y no me detendría hasta encontrarlo.
Se escuchaban ecos poderosos; parpadeaban lucecitas rojas; varias cámaras zumbaban filmando mis movimientos. Atravesé un patio abovedado de cristal y sembrado de jungla donde, sin duda, todas las mañanas laborables se dispondría una fila de núbiles recepcionistas esperando ganar el concurso a la Mejor Sonrisa Salmacis. Más allá, junto a un sombrío ejército de ascensores, destacaba un mapa fosforescente que mostraba las geométricas vísceras del edificio con un punto color fuego, pupilar, y una flecha indicadora: «Usted Está Aquí». Ignoraba adónde tenía que ir, pero pensé que sería mejor comenzar por la cumbre. Subí al último piso e inicié una odisea de pasillos azules y misteriosas islas de despachos vacíos. «Usted Está Aquí» fue desplazándose conmigo en sucesivos mapas. Me pregunté qué ocurriría si me arrojaba por una ventana en aquel momento. ¿«Usted Está Aquí» señalaría el asfalto donde mi cabeza se desangraría? ¿Se convertiría, progresivamente, en «Usted Empieza A No Estar Aquí», «Usted Apenas Está Aquí», «Usted Ya No Está Aquí», «Usted No Está»?
Alguien se acercaba (escuché los pasos). Oculto en un recodo, pude distinguir la aparición súbita de un cadáver vestido con cazadora y vaqueros. Tarareaba una cancioncilla y sus largos pelos ralos seguían el ritmo como una escoba puesta al revés. Lo reconocí enseguida y me abalancé sobre él. Grisardo soltó una maldición y un instante después mi nuca golpeó violentamente el «Usted Está Aquí» del mapa de turno colgado en la pared. No respondí a su puñetazo (y por un momento la sien izquierda no me dolió). En cambio, acepté su oferta de persecución. Iniciamos una breve carrera por los pasillos vacíos. De sobra es conocida la mutación física que provoca la desesperación: uno se vuelve más fuerte, más alto, más largo. Haciendo uso de tal poder, extendí el brazo derecho y mis dedos realizaron un supremo esfuerzo articular para atrapar a mi presa. Esta vez fue su cabeza la que rebotó contra la pared. Le apoyé el codo en la garganta. Intentó rechazarme.
– ¿Está… loco? -farfulló.
Hubo un breve diálogo de jadeos. Y entonces sí, entonces mi sien izquierda empezó a imponerse y sentí el demorado dolor del golpe. Abandoné la lucha. Grisardo se frotaba la nuez. Ahora que lo veía de cerca, me parecía que tenía rostro de pájaro. Su nariz era un pico desagradable.
– ¡Volvería a hacerlo… si me pagaran! -dijo con voz ronca.
Al acudir en auxilio de mi sien, mis dedos tropezaron con un edificio metálico. Las gafas seguían en su sitio, mi cabeza también. Yo Estaba Allí, aunque mareado y dolorido. Grisardo hizo una mueca.
– Y a mi vecino, Eustaquio Cuadrado, le encantaría volver a contar mentiras… Él también escribe, ¿sabe?… Todos los escritores somos mentirosos.
«No todos», pensé. Y creo que lo dije en voz alta, pero no lo recuerdo. Él repitió su última declaración, como si se tratara de la única verdad que conocía. Y añadió:
– Pero, claro, no somos tan importantes como Juan Cabo. Nosotros trabajábamos para usted, ¿no lo sabía? ¿Se da cuenta de la cantidad de gente que trabaja para escritores como usted? -Alzaba cada vez más la voz, como si escucharse a sí mismo lo enfadara-. ¿Piensa en ellos en algún momento? ¿Le importan un carajo?… «Negros», correctores de pruebas, impresores… y los que hacemos el trabajo más sucio, modelos de escritores a tiempo parcial… ¿O acaso creía usted que Musa era la única?… ¡Mire a su alrededor y nos encontrará por todas partes! ¡Nos disfrazamos como nos exigen y hacemos lo que nos ordenan!… ¡Incluso a veces nos permiten escribir, como a mí, pequeños poemas! ¿Sabe lo que es ganarse la vida? ¿Lo ha sabido alguna vez, o se lo han dado siempre hecho?
Sus palabras viajaban húmedas hacia mi rostro. Desvié la vista.
– ¡Ni siquiera podemos desempeñar bien nuestro oficio! ¡Pero la culpa no es nuestra, sino de la miseria de vida que llevamos! ¡Ya sé que usted me reconoció ayer en el Parque Ferial, y que el plan estuvo a punto de fracasar! ¿Pero sabe por qué ocurrió eso? ¿Lo sabe? -Y alargó el cuello para espetármelo-. ¡Porque soy un pluriempleado!
A continuación, sin embargo, escogió un tono extrañamente tranquilo, como si hubiera decidido que ya se había desahogado lo suficiente. Era la forma de hablar que yo ya conocía, sus «hums» habituales, el lenguaje dubitativo de su llamada telefónica. Volvía a ser el gris Grisardo.
– Modelo de escritores, «negro» de editorial, hombre anuncio… Todo eso soy yo, y muchos otros como yo… En mi tiempo libre… hum… soy poeta. Lamento haberle engañado, si es eso lo que le molesta… ¡Pero quiero que lo sepa: lo hago por necesidad!
– ¿Dónde están? -dije-. Salmerón y Neirs -agregué al no obtener respuesta-. Usted acaba de verlos, ¿no? Ha venido a cobrar, ¿verdad? ¿Dónde están?
– En el despacho del fondo -murmuró. Había regresado a la adolescencia por completo. Era como si su capacidad de madurar residiera, mágicamente, en sus gritos.
Me alejé de Grisardo y recorrí el pasillo hasta encontrar la puerta. Entré sin llamar.
El despacho era inmenso, y a través de sus ventanas se dominaba el Recoletos nocturno. Atisbé a Salmerón sentado en la lejanía, tras un gigantesco platillo volante en forma de escritorio que resultó ser -lo comprobé al acercarme-una versión bastante aceptable, en metal cromado, del símbolo del yin y el yang. A mi derecha, en una butaca giratoria, cruzaba las piernas y fumaba Horacio Neirs. En el lado opuesto, un joven vestido de negro se dedicaba a depositar en una pequeña caja blanca las piezas de un juego de ajedrez. Apartado de aquel trío y ocupando una mesa más pequeña y repleta de ordenadores, se hallaba un individuo calvo y delgado con aspecto de funcionario. Fue éste quien se levantó, sonrió y avanzó como si levitara sobre la tersa moqueta oscura. La habitación olía a maderas nobles.
– Soy el secretario personal del señor Salmerón. ¿Tendría la bondad de sentarse, señor Cabo?
Me indicaba un amplio sillón frente al escritorio. No le hice caso y permanecí de pie. Clac. Otra pieza fue a parar a la caja. Entre ésta y Salmerón se hallaban los folios que Neirs se había llevado de mi casa.
– Acaban de leerme algunos párrafos escogidos de tu personaje. Te felicito, hijo. -Mi editor se aplastó los blancos cabellos con una mano de dedos anillados. Vestía un frac de solapas anchas y se ahorcaba con una grotesca pajarita de colores; en el ojal, como un tumor irisado, estallaba una orquídea.
– Muchas gracias -dije.
– Percibo cierto reproche en tu voz. -Enarcó las cejas-. ¿Te molesta haber participado en nuestra gran novela?
Por un momento no supe qué contestar. «¿Que si me molesta? -pensaba-. ¡Sería capaz de matarte con mis propias manos!» La expresión de Salmerón era la de un bromista atrapado in fraganti al final de una fiesta de cumpleaños.
– Oh, vamos, hijo, en cuanto recuperes la memoria volverás a quererme. Tuvimos que hacerlo así para que partieras de cero. No es mala idea, ¿eh? Escritores amnésicos y sometidos a presión durante dos o tres días, con el fin de que elaboren obras maestras en el menor tiempo posible… En la actualidad…
Y me lanzó un discurso sobre la idea general de que «rapidez» y «perfección» eran sinónimas en nuestro tiempo. No valía la pena pasar toda una vida buscando el tiempo perdido o inmerso en la guerra y en la paz: las creaciones literarias, ante todo, tenían que ser inmediatas, sin menoscabo de la calidad.
– Sin menoscabo -puntualizó el secretario como un eco, o eso fue lo que entendí, porque otra opción válida podía ser: «Sin el señor Cabo».
¿Cómo conseguirlo? Es decir, ¿cómo lograr que un escritor conciba, en poco tiempo, un personaje perdurable? Obligándolo a que trabaje a ciegas -Salmerón se deleitó con la palabra-, bajo presión; haciéndole creer que su obra nada tiene que ver con el vulgar mundo de editoriales y libros sino que servirá para obtener algo sagrado, alcanzar una meta elevada, salvar una vida, etc. Arrancarle la obra del alma, por así decirlo -ésta fue la expresión que empleó-, impedir que cayera en la cuenta de que su labor -escribir- no era otra cosa que inventar mentiras a cambio de dinero.
– El método está patentado -advirtió-. Ya se practica con éxito en varios países.
Clac. Y otra pieza en la caja.
– ¿Quién es Ovidio? -inquirí al observar que Salmerón se disponía a proseguir su discurso.
El secretario, desde su sitial electrónico, comenzó:
– Un poeta latino nacido en el siglo…
– Cállate -le ordenó Salmerón. Y volvió a sonreír al dirigirse a mí-. Ovidio no era nadie. Si quieres saberlo, el texto de Repleta de fantasía fue redactado por Virgilio Torrent, el ayudante del señor Neirs. Los textos de La Floresta los compuso Felipe, el encargado del restaurante, que gustosamente se ofreció a hacer de «negro» para nosotros. Autores como la pobre Rosalía Guerrero no participaron directamente, pero accedieron a que modificáramos algunos párrafos de sus obras. Todo fue planeado para que creyeras que te enfrentabas a un misterioso psicópata con el fin de salvar a esa mujer.
Cerré los ojos y la vi de nuevo. Su imagen, su camafeo: la espalda desnuda, el moño castaño claro. Reuní fuerzas para hacer la pregunta que más temía.
– ¿Y ella? ¿Y la mujer de mi párrafo?
– Está aquí. -Salmerón puso la mano sobre los folios-. La has inventado tú, hijo. Natalia Guerrero, 35 años, doctorada en filología clásica y escritora, nacida en Ciudad Real, bajita, delgada, cara de huevo, gafas redondas, pelo castaño, ojos grandes… Su madre, alcohólica, murió cuando ella tenía 17 años. Su padre era un individuo silencioso y poco dado a la ternura. La relación con su abuelo Gaspar es la más agradable que ella recuerda. Vive sola en una casa de Mirasierra y se dedica a escribir. Su padre fallece el año pasado y ella se deprime. Después intenta quitarse la vida con el coche. Me gusta. -Entrelazó sus gruesos, anillados dedos-. Te ha salido una mujer bastante real. Por eso era imprescindible que la señorita Musa Gabbler te traicionara, hijo: para que tú rechazaras apariencias como la suya a la hora de crear a tu personaje. No deseábamos mujeres «de novela», ¿comprendes?… Queríamos a un ser humano normal y corriente, alguien con quien el lector pudiera identificarse.
Ella no existe, decía mi cerebro, sordo a la mayoría de las palabras de Salmerón. Ella no existe. Ella no…
– Tú eras un ratón en un laberinto. Tenías que hallar la salida por ti mismo. Pero nosotros te ayudábamos bloqueándote pasillos cegados; y, a veces, despejándote nuevos corredores. Como cuando te llamé el viernes para que te fijaras en el anuncio de nuestra revista y, al mismo tiempo, advirtieras el de Horacio Neirs y acudieras a él. O cuando te tentamos en el Parque Ferial para impulsarte a que cogieras el libro de Rosalía Guerrero. O cuando hicimos que te siguiera un modelo de escritores, Adán Nadal, para ayudarte a construir al padre de tu personaje… Modelos y escritores: ésa ha sido siempre la fuente de todas las novelas. Lo que ocurre es que en épocas pasadas era el modelo quien lo ignoraba todo. Ahora es el escritor el que no sabe nada. Reconozco que el plan resulta un poco caro, pero lo amortizaremos pronto. ¿Sabías que la primera entrega de Madrid en tiempo real se está vendiendo muy bien? -Y, con espectacular simetría, el joven vestido de negro y el secretario sonrieron. Salmerón, que no los veía pero presentía sus sonrisas, los imitó-. ¿Sabes por qué? Porque el público disfruta con la forma en que ha sido realizada: los escritores montando guardia toda la noche, copiando cada suceso que ven… Hoy día, el lector goza mucho más de la solapa que del texto. Es el síndrome del Cómo se hizo, ¿comprendes? Al público le encanta destripar el juguete para ver cómo funciona. Nosotros, en realidad, no vendemos libros: vendemos solapas, hijo. Cuando tu personaje se publique, contaremos cómo fue planeado todo, y te aseguro que las ediciones se agotarán con rapidez…
Y lanzó una risita de satisfacción mientras sus dedos tamborileaban sobre la mesa. El joven del traje negro cerró la tapa de la caja. Recostado sobre la butaca giratoria, Neirs dijo:
– Acláreme una cuestión, señor Cabo: ha sido mi ayudante quien lo ha traído hasta aquí, ¿no es cierto?
El joven depositó la caja en una estantería lacada, como si se tratara de un adorno. «Cuando termina el juego las piezas se guardan», pensé mientras lo contemplaba. Ni siquiera me molesté en responder a Neirs.
– Lo hizo por despecho -comentó el detective asintiendo con la cabeza, como si yo hubiera replicado algo-. Quería pertenecer a la plantilla de escritores de la editorial, pero…
– De cualquier forma, ya no importa, Horacio -dijo Salmerón. Y tras un breve silencio-: Vamos, hijo, no te pongas así. Vas a ganar mucho dinero con esto. ¿Quieres comprobarlo? Luis -el secretario giró como un resorte y lo miró-: alcánzame una copia del contrato del señor Cabo.
Se escucharon fugaces pasos de duende sobre las teclas; después, rumor de avispas. La impresora sacó la lengua, blanca y rectangular. En cuestión de segundos, el papel estaba en manos de Salmerón.
– Tú aceptaste y firmaste estas condiciones. Fuiste informado de todo: que se te ingresaría en una clínica para someterte a un tratamiento que te dejaría amnésico temporalmente, que fingiríamos un accidente de tráfico… Toma, Luis. Entrégaselo para que lo lea.
Examiné aquel pacto con el diablo. Mi firma, bajo el epígrafe «El Autor», era idéntica a la que había hecho cuando le dediqué el libro a Huevo Duro, semanas atrás.
– Dios mío -dije.
– ¿Qué quieres? -bromeó Salmerón.
– No es la primera vez que un escritor utiliza drogas para inspirarse, señor Cabo -apuntó Neirs, probablemente bromeando también.
– ¿Usaste, tal como suponíamos, la libreta que te entregamos en la clínica? ¿Los «Sucesos» y «Personas»? -preguntó Salmerón. Mi silencio debió de parecerse, sin duda, a una afirmación, porque dijo-: ¡Ah, ha sido perfecto! ¡Todas las piezas encajadas al milímetro! ¿Y qué ha surgido? ¿Qué ha nacido en el Madrid de esta gigantesca novela que ahora otros continuarán? ¡Natalia Guerrero, la protagonista!
Un enorme helicóptero se deslizó por encima del secretario en un silencio de cetáceo, sobre el Madrid nocturno de las ventanas.
– Ella no existe -dije. Las palabras se convirtieron, dentro de mi boca, en un puñado de amarga saliva que hube de tragar.
– Te equivocas: claro que existe, hijo. Es tu creación.
– No, la tuya -repliqué.
– Tú hiciste lo que quisiste, Juan.
– Tú me obligaste a hacer lo que querías. Ella es tu producto personal.
– El párrafo del ordenador se te ocurrió a ti -reveló Salmerón con calma.
– Pero me lo dictaste tú, estoy seguro.
Mis ojos se hallaban tan ciegos como los suyos en aquel momento. Proseguí, con gélida furia:
– He estado buscando lo que tú querías que buscara desde el principio. He capturado una presa que tú mismo fabricaste… Natalia es tuya. Me has obligado a crearla así, sin atractivo, solitaria, enfermiza…
– Ella ya no nos pertenece, hijo. Los personajes viven su propia vida cuando son creados. -Salmerón hizo una seña. El joven que había recogido las piezas extendió la mano y una flor índigo de un solo pétalo brotó de sus dedos, como la sorpresa de un mago, encendiendo el cigarrillo con boquilla de su jefe.
– He vivido pensando en ella -dije-, obsesionado con ella…, viéndola en mi imaginación…
– Eso era lo que queríamos que hicieras. En realidad, es lo que hacen todos. La única diferencia es que tú no sabías que ella era ficticia. Creías en ella. Lo cual, bien mirado, constituye un requisito indispensable para la perfecta creación de un personaje.
Me acerqué a la ventana. La ciudad había mutado: ya no era Madrid sino una compleja babilonia de lágrimas y luces. Quizá se trataba de Nueva York. Parpadeé, y los rascacielos se derritieron goteando pequeñas ventanas iluminadas, como barras de hielo negro.
– Me hago cargo de la dificultad del momento por el que atraviesa, señor Cabo -dijo Neirs a mi espalda-: se había hecho la ilusión de que esa mujer existía. Pero ¿por qué depositó sus esperanzas en la literatura? Ya le dije que, a falta de una solapa, nada de lo que se escribe es real… A usted le ha ocurrido lo que a cualquier lector incauto: ha leído una serie de textos ficticios, ha fabricado sueños breves con ellos, y ahora, a punto de terminar el libro, se siente defraudado…
– Eso es lo que usted piensa, ¿verdad? -dije, volviéndome repentinamente-Es lo que piensan todos, ¿no es cierto?
– ¿Y qué otra cosa vamos a pensar, hijo? -intervino Salmerón-. La literatura es un negocio… Uno escribe un libro; otro lo vende; otro lo compra, lo lee y se distrae. El libro se cierra, se deja en el estante y la vida cotidiana regresa. Y punto. No hay nada más. Un libro no es un ser humano.
Los miré (a Salmerón, a Neirs, a los lacayos) y me parecieron tan pálidos, tan pequeños, tan definibles, que me entraron ganas de reír.
– ¡Ninguno de ustedes vale una sola palabra en un papel! -dije. Me dirigí a la puerta.
– ¿Adónde vas? -preguntó Salmerón.
– A continuar el juego.
El editor ciego se removía en su lejano asiento.
– ¿Qué piensas hacer?
«Escribir», contesté mientras me marchaba (no sé si me oyó).
Al llegar a la calle, observé que el coche de Virgilio había desaparecido. «Virgilio, pequeño, guía -pensé-. Da igual. ¡Que se vaya! ¿De qué iba a servirme ahora? Mi propio guía, mi pequeña pero útil inspiración… Ya cumplió su objetivo.» Después llamé a un taxi. Mientras regresaba a casa percibí el húmedo dolor en mi sien izquierda. Me palpé. Era el golpe que me había propinado Grisardo. Estaba sangrando. «No importa. Este golpe también entrará en el juego»
Se me había ocurrido la idea más extraña que puede ocurrírsele a un escritor.
Se trataría de mi venganza personal contra Salmerón.