– Y ahora, señor Cabo, dígame, con entera confianza, en qué puedo ayudarle.
Distinguido, aristocrático, Horacio Neirs me obsequió con un cigarrillo de su pitillera de plata. Aparentaba unos 60 años -lo cual me sorprendió; lo esperaba mucho más joven- y su conjunto de camisa y traje negros, su estilizada figura y el imprevisto brote de cabellos blancos que la remataba le otorgaban el aspecto preciso de una pluma Montblanc con el capuchón puesto. En cuanto a Virgilio Torrent -que Neirs me había presentado como su «ayudante»- podía ser el tintero. Era un enano -tal como lo digo: un enano- de unos 30 años, rasgos pálidos y mirada glacial y potente como un pisapapeles de cuarzo. Vestía íntegramente de negro, como Neirs, y sus piececitos, calzados con costosos zapatos italianos que parecían de primera comunión, apenas llegaban a la mitad de la altura del sofá donde se hallaba sentado. Había sido él quien me había recibido, extraño y solemne como requería el lugar, aquella mañana del sábado 24 de abril. Yo había imaginado un pequeño despacho, quejumbrosos muebles de madera, oscuridad; pero las oficinas de Neirs ocupaban todo un ático de la Castellana, zona de Azca, y destellaban de aristas y cristal. Al salir del ascensor, enormes puertas transparentes -donde podía leerse «Horacio Neirs. Investigación y Crítica»- se descorrían silenciosas al presionar un timbre. Más allá, el vestíbulo parecía hecho de nieve. Después comprobé que las habitaciones interiores poseían el mismo aspecto: alfombras, cuadros, moquetas, paredes, lámparas, sillones, divanes, mesas y hasta plantas eran de un cegador color blanco. Lo que no era blanco era cristalino: ceniceros, esculturas y puertas. Me sentí como penetrando en la esclerótica de un ojo humano. Un instante después de pulsar el timbre, mientras los paneles correderos se apartaban en silencio, apareció Virgilio como una mota de carbón en la delicada córnea de aquel decorado, con su traje negro, su aspecto tosco, su mirada inclemente.
– Buenos días, señor Cabo. El señor Neirs ya tiene constancia de su llegada y lo atenderá lo antes posible. Sírvase esperar aquí, por favor.
Así habló, créanme: «El señor Neirs ya tiene constancia». Su voz, urdida de agudos y graves, parecía el arte de un ventrílocuo oculto. Me abandonó en un sofá que poseía el color terso de los folios nuevos. Desde algún rincón de aquel globo ocular un hilo musical inició una pieza de clavicémbalo. Estuve 25 minutos esperando. Ni se me ocurrió quejarme, por supuesto: era sábado, y sabía que Horacio Neirs había hecho una excepción en su horario laboral (así me lo dijo cuando lo llamé el viernes por la noche) para atender mi caso. Exactamente 25 minutos después, con el clavicémbalo enmudecido, regresó el enano en completo silencio.
– El señor Neirs lo invita a pasar a su despacho.
Lo acompañé a través de misteriosos pasillos lácteos. Digo «misteriosos» porque me pareció que caminábamos en círculo durante un buen rato, y, sin embargo, advertí bifurcaciones. Como guía nada había que reprocharle a Virgilio, pero como conversador dejaba mucho que desear: mis comentarios (improvisados para amortiguar el vértigo que sentía ante aquel dédalo de blancura) me fueron devueltos con hoscos monosílabos. Sólo cuando declaré mi asombro ante la soledad de las complejas oficinas obtuve el regalo de una frase completa: «El señor Neirs tiene muchos colaboradores, pero es que hoy es sábado». Parecía acusarme de que su jefe lo hubiera elegido precisamente a él para trabajar esa mañana. Mientras nos acercábamos a unas puertas dobles que se atisbaban al fondo del pasillo volvió a hablar:
– Usted publica en Salmacis, ¿no? -Y, sin esperar ninguna clase de respuesta-: Eduardo Salmerón es el editor MÁS grande de Europa, MÁS poderoso, MÁS influyente, MÁS temible. Tiene usted la MAYOR suerte del mundo por ser uno de sus protegidos.
Después comprobé que Virgilio -debido, quizá, a problemas de estatura- era adicto a los superlativos. Los soltaba con seca energía, como si constituyeran su secreta forma de crecer. Pero no dejé de apreciar la sutil indirecta: pretendía decirme que mi editor, y no yo, había sido la causa de que Neirs me recibiera en fin de semana.
– ¡Se cuentan MUCHAS cosas sobre Salmerón! ¿Usted cree que son ciertas?
Contesté que no sabía qué era lo que se contaba. Y Virgilio:
– ¡No me diga que no ha oído los rumores!… Que pretende editar la novela MÁS grande del siglo… ¿No ha oído nada de eso? -Me disculpé por mi ignorancia (en realidad, mi amnesia, pero esto no se lo dije) y el enano, con un encogimiento de hombros, volvió a sumirse en el silencio.
Habíamos llegado a las puertas y mi guía alzó el puñito izquierdo para llamar. Un inesperado Rolex de oro destacó en su muñeca infantil como el superlativo de un reloj de pulsera. No por primera vez pensé que aquello de la investigación y crítica, fuera lo que fuese, no era mal negocio. Mientras pasábamos al despacho, sonrió:
– Yo también escribo. Pero no he tenido la GRAN suerte de que Salmerón me acoja.
Horacio Neirs era un hombre de definitiva presencia. Producía la impresión de una frase de Flaubert: inmejorable, refinado, conciso, muy pulido. Me tendió una mano flaca y enérgica a través del inmenso escritorio y me convidó, con modales exquisitos, a sentarme en una butaca blanca giratoria (Virgilio escaló el sofá tras cerrar las puertas). Tuvo la delicadeza de inaugurar el diálogo: comenzó hablando de mis novelas; sabía lo de mi accidente, pero no lo de mi amnesia. Pasamos 15 minutos fumando y charlando. Cuando pensé que había llegado el momento de entrar en materia y me disponía a sacar los papeles de mi carpeta, Neirs inició una larga presentación de sí mismo y de su trabajo. No era tan extraño, dijo, ser detective y crítico literario. Hoy día casi todo el mundo escribe, y ello provoca (empleó el símil de la tela de araña) una asombrosa urdimbre de ficciones, temas, personajes, incluso frases y hasta neologismos en la que se hacía imprescindible la presencia de expertos como él. El plagio, el problema más común de su clientela, se convertía en la investigación de un sueño. En ocasiones resultaba tan difícil de demostrar como admitir la igualdad entre dos recuerdos lejanos. Tenía anécdotas, pero no quería perder el tiempo contándomelas. Me contagió la ilusión por su trabajo. Sospeché que había recibido lecciones de oratoria, porque sus manos ilustraban sin exagerar, con gestos cabales, las frases necesarias. Sus ademanes huían de lo prosaico y se ceñían a lo prosódico. Transcurrió media hora (la exacta distribución del tiempo era otra de sus virtudes), tras la cual, con admirable habilidad, puso punto y aparte y me cedió el turno. «Y ahora, señor Cabo, dígame…» Volvió a ofrecerme cigarrillos. Eran finos y blancos, de una marca inglesa, pero muy cortos. Me hacían pensar en los guiones de los diálogos. En el cenicero había dos cigarrillos apagados. En la mesa, tres cuartillas, un folio y una libreta. Yo lo había contado todo en menos de una hora. Neirs inspeccionó su níveo peinado y entrelazó los largos dedos.
– Un caso muy interesante, desde luego. Supongo que usted tendrá una teoría al respecto, ¿no?
Me enderecé en el asiento, frente a la pálida efigie de Neirs. Con el rabillo del ojo espié a su diminuto ayudante (que se entretenía en lanzar y recoger una moneda usando una sola mano).
– Creo que alguien, por la causa que sea -dije-, ha suprimido los textos originales de la mesa 15 y los ha sustituido por párrafos absurdos que terminan con la misma frase. La falsificación hubiera pasado desapercibida, probablemente, de no haberse dado la circunstancia de que yo anoté en mi libreta una breve descripción de la mujer que ocupó esa mesa.
– ¿Y el poeta? -Horacio Neirs señaló la copia de los versos de Grisardo. Su tono era el de quien pregunta a un maestro hábil y brillante cómo encajar la última pieza de un complejo rompecabezas.
– Lo de Grisardo es más inquietante. Ya le expliqué que la noche anterior me dijo que todos los párrafos acababan de la misma forma, pero que su poema no había sido modificado. Al día siguiente me entero de que se ha suicidado y de que el supuesto poema termina igual que los párrafos. ¿Usted qué pensaría?
– Una curiosa coincidencia, ¿no?
– ¿Coincidencia?
– ¿No cree usted lo mismo?
– ¿Y usted?
Me pareció que jugábamos al tenis con la única respuesta posible, y que ninguno de los dos se atrevía a expresarla. Al fin, Virgilio actuó de recogepelotas:
– Vamos, vamos, Horacio: el señor Cabo lo está diciendo MUY claro, lo MÁS claro posible. El misterioso falsificador averiguó demasiado tarde que el poeta también mencionaba a la mujer, y decidió suprimir texto y autor de un solo golpe. ¿No es eso lo que usted cree? -me preguntó, haciendo malabarismos con la moneda.
Sí, eso era lo que yo creía (y temía). Neirs se repantigó en el asiento anatómico; sus largos dedos palparon el impecable peinado.
– Desde luego -dijo-, si yo leyera una novela con un argumento como éste, no podría dejarla hasta el final.
– ¿A qué se refiere? -Me irrité.
– No se ofenda, señor Cabo, pero… ¿En qué se basa su impresionante teoría? -Abrió las manos y señaló los papeles-. En cuatro pequeños párrafos y un poema no menos breve.
– En tres párrafos y un poema que terminan de la misma forma -repliqué-, y en un párrafo escrito de mi puño y letra que describe con absoluto realismo la verdad.
– ¿La verdad? -Enarcó las cejas Neirs, como dos tildes-. ¿Con absoluto realismo?
– «Me he enamorado de una mujer desconocida… Escribo esto mientras ceno en… Ella ocupa una mesa solitaria frente a la mía…» ¿Es que no lo ve? El empleo de los verbos en presente, la urgencia de la situación… ¡Por Dios! ¿Es que no lo ve? ¡Estoy describiendo la realidad!… ¡Y lo hacía mientras miraba algo que había frente a mí!… ¿Qué más pruebas quiere?
– Que recupere la memoria -repuso Neirs suavemente.
– ¿Qué?
– Que logre recordar cuándo y por qué escribió eso, señor Cabo. Ésa sería la única prueba posible. Mientras tanto, tendremos que considerar el texto de la libreta tan ficticio como los demás.
Detuve el incesante temblor de mi pierna derecha.
– ¡Oiga, puede que haya perdido la memoria, pero soy escritor y sé lo que me digo!… ¡El realismo de ese párrafo salta a la vista!… ¡Cualquier lector se lo creería!…
– No, al contrario: precisamente ningún lector se lo creería. O quizá sí. Todo depende de la solapa. Pero, por desgracia, ninguno de sus textos tiene solapa.
– ¿A qué se refiere?
Neirs y su ayudante intercambiaron sonrisas como si estuvieran decidiendo quién debía explicármelo primero. Comenzó Neirs:
– Nosotros llamamos «solapa» a la información sobre un texto que se encuentra fuera del mismo: una nota a pie de página, la solapa de un libro, la declaración de un testigo fiable, etcétera. Sin ella, nada de lo que se escribe, desde una simple lista de la compra hasta una enciclopedia, tiene valor por sí mismo. Piense, por ejemplo, en un libro cualquiera. La solapa nos habla del autor y de la clase de obra que ha creado. En ocasiones, hasta encontramos una breve sinopsis del argumento. De esta forma sabemos si vamos a leer una novela, un ensayo, un texto científico o una autobiografía, y nos preparamos para valorar las diversas lecturas. Si la solapa dice «novela», esperamos que nos entretenga pero no confiamos en conocer la vida del autor; otra cosa sería si dijera «autobiografía», ¿comprende? La mayoría de la gente ignora que la verdadera lectura de un libro se hace a través de la solapa. Sin ella, el texto resulta incomprensible. Podrá ser más o menos bello, pero ahí acaba todo.
– Escribir carece de significado -acotó Virgilio-. Es la solapa lo que le otorga un sentido u otro. ¡La solapa es MÁS, MUCHÍSIMO MÁS importante que el libro!
– Le pondré otro ejemplo para que se percate de esa importancia -prosiguió Neirs-. Sabemos que la Biblia pretende ser la palabra de Dios mientras que Las mil y una noches son una recopilación de cuentos fantásticos. Eso es la solapa: lo que sabemos, o creemos saber, sobre estos libros. Ahora imagine que la Biblia y Las mil y una noches hubieran trastocado sus solapas hace milenios: a estas alturas, las andanzas de Yavé constituirían un deleite para niños pequeños, mientras que muchos devotos habrían muerto por Aladino o habrían sido torturados por negar a Scherezade… Y no crea que exagero: la solapa es como el cauce de un río, y nuestra lectura fluye siempre sometida a sus límites. ¿Me explico?
– Quiere usted decir que un texto aislado no sirve para nada.
– Un texto sin solapa es ficticio hasta que no se demuestre lo contrario -sentenció Neirs-. Esta es mi regla de oro en cualquier investigación. Lo único que puede saberse con certeza sobre un texto así es que alguien lo ha escrito.
– El autor es lo ÚNICO real de un texto -completó Virgilio.
– Pero ¿quién es? ¿Dónde está? -Neirs repasó la habitación con la mirada, como buscando al misterioso autor-. ¿Cómo podemos saber quién ha escrito todo esto?
– ¿Cómo? -coreó su acólito, animándome a responder.
– Mirando en la solapa -dije.
Ambos asintieron con simétrica felicidad.
– La mujer desconocida, la repetición de la frase «repleta de fantasía», el poema de Grisardo… -enumeró Neirs-. ¡Cada uno de estos textos podría significar tantas cosas!…
– Desde una pura ficción hasta un error gramatical -dijo Virgilio.
– Pero cuando encontremos una solapa fiable -continuó su jefe-, resolveremos el enigma.
Me angustiaba un último punto.
– ¿Y qué opina usted del párrafo de la libreta? Quiero decir, según su experiencia… Esa mujer… ¿cree usted que yo la vi realmente?
El detective examinó el párrafo en silencio.
– ¿Cuál es su impresión? -pregunté, agobiado-. Le pregunto sólo su impresión como experto en temas literarios…
Neirs tamborileaba en la mesa con sus largos dedos.
– El empleo de los verbos… -insistí, tragando saliva-. ¿No le parece que…?
– ¿Me pregunta usted si creo que esta mujer existe o existió realmente?
– Sí.
Cerró la libreta con un gesto brusco.
– Permítame responderle con otra pregunta: ¿eso es lo que a usted le interesa saber en particular?
– No comprendo.
– Se lo diré de otro modo. Suponga, por un momento, que sale ahora mismo de este despacho y se encuentra con la mujer del párrafo… No, no se ría… Es sólo un ejemplo. Y suponga que la reconoce. ¿Se quedaría satisfecho? ¿Daría usted por concluido el caso? En pocas palabras: ¿lo que usted desea es encontrar a esa mujer?
Se desató un denso silencio. Horacio Neirs aguardaba mi respuesta sin dar muestras de impaciencia, mirándome a los ojos. Virgilio había interrumpido sus acrobacias y también me observaba con sus pupilas de cuarzo. Me pasé la mano por la barba. Rocé la punta de la nariz con el pulgar.
– Sí -dije.
Había sonado como si una mujer dijera: «Sí», de modo que me aclaré la garganta y repetí:
– Sí, eso es lo que quiero.
El tiempo volvió a transcurrir. Neirs reunió la libreta y los papeles en un pequeño montón y se incorporó.
– Muy bien, pues no creo que sea difícil complacerle. Nos pondremos a investigar de inmediato. Lo llamaré el lunes, si hay noticias.
Virgilio se alzó de puntillas para abrirme la puerta.
– Y no se preocupe -dijo Neirs-: en cuanto hallemos una solapa, todo quedará resuelto. Si la mujer del párrafo existe, estará en la solapa. Y usted la encontrará de inmediato.
«Sí, cuando salga de este despacho», pensé con amargura.
Entonces, al salir del despacho, me encontré con la mujer del párrafo.