XIII LO QUE ESCRIBIÓ JUAN CABO

Su figura es


Toda la noche estuve contemplando esas tres palabras en el ordenador. Era lo único que había podido escribir, el solitario producto de mi concentración nocturna. Me parecía lógico comenzar en el punto del párrafo en que me había interrumpido, pero a partir de ahí se extendía el vacío. ¿Cómo continuar? ¿Qué idea tenía realmente sobre ella? Durante mi conversación con Neirs había creído que podía imaginarla fácilmente, pero ahora descubría que más allá del vestido negro, la espalda desnuda, el moño y el pelo castaño sólo existía una acuarela borrosa de rasgos. Y cuando mi cerebro lograba definir el dibujo, aparecía, sin que pudiera evitarlo, Musa.

Musa Gabbler, sentada de espaldas, al fondo del pasillo, en las oficinas de Neirs. Musa Gabbler, esbelta, modélica, perfecta… Pero yo rechazaba a Musa con todas mis fuerzas. Odiaba usarla para crear a mi personaje. «Además, es modelo de escritores -pensaba-. Y una modelo cultiva su cuerpo para su oficio. Musa es aquello que al escritor le gusta escribir y al lector le gusta leer. No es una mujer, es el deseo de los hombres. Pero yo no quiero narrar el deseo de los hombres. Lo que quiero es…» Contemplé la pantalla blanca del ordenador. «Lo que quiero es crearla. A ella. A una mujer cualquiera.»

De repente me aterrorizó el pensamiento de que mi empresa fuera imposible. Me levanté y di un paseo por la casa para quitarme aquella pesadilla de la cabeza. «¡No se puede describir a una mujer cualquiera!» Tic, tic, tic, me golpeaba la nariz mientras iba del despacho al pasillo, del pasillo al vestíbulo, del vestíbulo al comedor. «La literatura tiene sus límites: no abarca más que lo extraordinario. Es necesario hablar de su «bella mirada», de su «carácter bondadoso», de su «alegría radiante»…»

Salí al jardín, que empezaba a amanecer de pájaros. Entré por la puerta trasera, recorrí las habitaciones silenciosas. Ninfa no se había levantado aún. Consulté el reloj. ¡Pasaban de las 6, y todavía no había comenzado mi tarea! Una vida humana tenía las horas contadas, y yo debía inventarla para salvarla. Era preciso descubrir un sistema automático y realista de trabajo. Aquí no servía darle vueltas a una frase durante meses. Necesitaba teclear, y que la mujer naciera como música de piano: al instante, divina armonía de líneas humanas.

«La clave reside en rechazar de igual forma lo que me gusta y lo que no -pensé-. Obtener algo independiente de mis propios deseos, que nazca ante mis ojos con la misma espontaneidad que el azar.»

El azar.

Subí las escaleras y corrí hacia el dormitorio. Un hombre invisible, de dos dimensiones, me aguardaba aplastado contra el sofá. Ninfa aún no había colgado en el armario el traje que había llevado en el Parque Ferial. Saqué del bolsillo de la chaqueta mi libreta de «Sucesos» y «Personas» y la hojeé un instante, ensimismado. «Es perfecto -pensé-. Pero ¿cómo hacerlo?»

Al fin, opté por las tijeras. Bajé al despacho y me senté al escritorio. Pétalos de palabras empezaron a descender sobre la mesa. Procuré que todos tuvieran el mismo tamaño. Amenizaba la tarea con una tonadilla de mi invención, que mis labios exageraron conforme la masacre de hierro y papeles se hacía mayor. Finalmente anoté en la cara posterior de cada rectángulo la categoría a la que pertenecía. Luego separé dos pequeños grupos: a un lado, los «Sucesos»; al otro, las «Personas». Los escritores echaban mano de la memoria: yo utilizaría la única memoria de la que disponía, las experiencias e individuos que había apuntado en la libreta. El juego casi me hacía reír. Inspiración rápida. Personajes prêt-á-porter.

Ya estaban: dos pequeñas nevadas sobre la mesa, ejércitos enemigos en sus respectivos campamentos. Al principio pensé en elegir los datos que me interesaban, pero después decidí que era preferible el azar. La verdadera vida es así: uno nace sin saber por qué ni cómo, viene al mundo de manera imprevista e ignorada. Una persona es una apuesta en una mano de naipes, un juego genético de células que puede desembocar en un niño o en un fracaso.

Revolví los papeles de «Personas» de la misma forma que se barajan las fichas de dominó, con la información oculta en la cara inferior. Escogí seis y los separé. Entonces les di la vuelta y empecé a anotarlos.


7. El desconocido: cara fofa, me mira.

5. Modesto: miope, «abuelo bondadoso».

6. Gaspar Parra: flaco, lascivo.

1. Dolores: huevo duro, la primera persona que recuerdo.

2. Ninfa: ojos grandes y asustados, materna.

12. Musa Gabbler: perfecta, vacía.


Sin pensarlo dos veces, dejándome llevar por el suave cauce del impulso, apunté en hoja aparte las «palabritas descriptivas» de cada uno, en femenino cuando el caso lo requería. Obtuve una lista de 6 características:


1. Cara fofa.

2. Miope.

3. Flaca.

4. Ojos grandes y asustados.

5. Huevo duro.

6. Perfecta.


«Pero Perfecta no puede estar», me dije. Había decidido seguir los dictados de la suerte hasta cierto punto. «Tengo que rechazar Perfecta». Sin embargo, titubeaba. Era difícil apartar un calificativo como aquél. ¿Y si ella fuera…? No, no lo era. A regañadientes, me deshice de aquella blanca paloma (una córvida tachadura la devoró sobre el papel), asumiendo la imperfección de mi criatura. «En todo caso -medité-, Musa podría encarnar su ideal. A ella le hubiera gustado ser así de perfecta, poseer ese cuerpo y ese rostro.» Y dejé su rectángulo a un lado, sin despreciarlo por completo. Me sentía el doctor Frankenstein ante el esbozo de un cuerpo fabricado con retazos de cadáveres. La habilidad consistía ahora en saber distribuirlos. Me puse a ello.

Trabajé casi hasta el mediodía, ignorando las súplicas de mi criada (para contentarla, bebí un poco de café con leche en el desayuno, pero me negué a almorzar). Escribí los resultados en un cuaderno; después lo pasé a limpio. Taché, corregí, resumí. Añadí al conjunto dos características que me atañían: la baja estatura y la evaluación que Modesto había hecho sobre mis ojos y que tanto me había impresionado: «no son del todo feos».

Por fin obtuve unas cuantas líneas:


Su figura es delgada, de baja estatura. Sus rasgos parecen algo fofos. Tiene la cara redonda y blanca como un huevo. Los ojos son grandes y la expresión asustada. Es miope y usa gafas, pero cuando se las quita, su mirada no resulta del todo fea (hay gente que se lo ha dicho). Alberga el pelo color castaño claro en un moño.


El lector podrá pensar que no era nada, pero a mí me lo parecía todo.

Ella había nacido. Ella afloraba al papel, libre, independiente de mi deseo. Yo no había querido que fuera así, tan escasamente atractiva (seamos compasivos), pero tampoco lo rechazaba. Era ella, y tenía todo el derecho del mundo a existir. Casi la veía mirarme tras los cristales de sus gafas, con sus ojos grandes y asustados, «no del todo feos». De hecho, su aspecto empezaba a gustarme. No se trataba de una cuestión estética; era un sentimiento natural, la bienvenida de un lejano hijo pródigo. Ella no era Musa, pero… «¿Qué necesidad tenemos de Musa, tú y yo?», le preguntaba a la hermosa luna llena de mi ordenador, agrisada por los cráteres de las palabras. «Tú eres como eres, yo soy como soy. Aprendamos a convivir juntos.»

Vino al mundo aquel mediodía del lunes. Escribí su cuerpo, sus cicatrices, la cosmografía de sus lunares y sus pecas. Deposité sobre su vida el peso de 35 años de edad. La vestí con mi ropa (hoy día el vestuario apenas tiene género): mis pantalones, mi cazadora, mis chaquetas, mis pañuelos de seda, mi bata de seda. Le coloqué mis gafas redondas. Le impuse dos tics: golpearse la nariz con el pulgar y hacer temblar la pierna derecha cuando está nerviosa. En total, 6 folios impresos. Los leí varias veces y me hice una idea sobre el personaje. Descubrí que era yo mismo, pero sin barba. «Pues así se queda. Ella y yo, unidos por la fealdad. Además, tampoco somos tan feos. Somos reales.»

Su aspecto físico estuvo listo a las 4 de la tarde.

Pero aún quedaba su biografía, su personalidad, sus sentimientos. Y los minutos pasaban. Necesitaba una familia. La historia de cualquier individuo comienza (y a veces termina) con su familia. Por supuesto, no podía extraer los datos de la mía, a la que no recordaba. De modo que hice lo mismo que antes: volví a barajar todos los papeles de «Personas» y escogí otros 6. Al anotarlos, exceptué las palabras «descriptivas», que ya no me servían:


6. Modesto: «abuelo bondadoso».

7. 6. Gaspar Parra: lascivo.

2. Ninfa: materna.

13. Rosalía Guerrero: alcohólica.

7. El desconocido: me mira.

8. Grisardo: nunca lo conocí.

Los leí de nuevo, varias veces. Aquello era más complicado. «¿Y si barajo otra vez?», pensé. La figura de Modesto Fárrago como abuelo y de mi criada Ninfa como madre parecían obvias, pero ¿acaso eran verosímiles? Un abuelo «bondadoso» y una madre «materna» eran dos enormes tópicos. Al mismo tiempo, no podía dejar de pensar en ellos como encarnación de tales personajes. Resolví el problema introduciendo una variación: mezclaría dos caracteres y rebautizaría el conjunto (como había hecho Cara Fofa). «¿Acaso no ocurre siempre así? -pensaba-. Un abuelo es bondadoso para su nieto y, al mismo tiempo, es otras muchas cosas.» Decidí utilizar el rectángulo inmediatamente inferior: el abuelo de Natalia sería un hombre como Modesto, calvo, de cabeza amelonada, miope… pero también delgado, demacrado y un poco lascivo, como Gaspar Parra. Un bondadoso viejo verde, portero jubilado, oriundo de Ciudad Real, aficionado a observar a la gente (sobre todo a las mujeres) y a escribir.

Con el mismo sistema emergió la madre. Sería tan «materna» como Ninfa y tan alcohólica como Rosalía Guerrero. Temerosa como Ninfa, enamorada de un hombre inquietante como Rosalía. De ojos grandes y asustados, envejecida. Sus labios delatarían olor a alcohol.

«Y el azar me favorece -reflexioné-. Porque ella ha salido al abuelo en la delgadez y la miopía y a la madre en los ojos grandes y asustados.»

Usé los nombres inferiores y trastoqué los apellidos: el abuelo se llamaría Gaspar Guerrero; la madre, Rosalía Parra. Abuelo paterno y madre: el comienzo de una familia cualquiera.

¿Quién faltaba?… El padre. Pero el desconocido y Grisardo me sugerían un padre absurdo: que «me miraba» y a quien «no conocí».

He ahí el dilema.

Al pronto pensé en desechar los dos últimos papeles y escoger otros, pero enseguida opté por respetar las leyes del juego. Ahora bien, ¿qué clase de hombre podía elaborarse con aquellas dos tenues circunstancias? «Quizá el padre había muerto cuando ella nació», pensé. Pero no era cuestión de matarlo tan rápido. No podía matar al padre antes de inventarlo. «Quizá se había divorciado de su madre, y ella nunca lo conoció: casos así son muy frecuentes». Pero entonces, ¿cómo utilizaría lo de «me miraba»? Un padre muerto o desconocido no miraba a nadie. Medité en el curioso problema. Sherlock Holmes acostumbraba a decir: «Cuando has eliminado todo lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca…».

La única solución que se me ocurría era absurda, pero era la única. «El padre estaba en casa, convivía con ellas, pero era un desconocido. Miraba y callaba. Miraba y escribía. Ni su propia hija lo había conocido jamás.» Una conclusión un poco confusa, pero allí estaba.

El nombre también se resistía. «Grisardo» era un simple apodo, y si bien yo sabía que Cara Fofa se llamaba Adán, no me parecía correcto utilizar aquella información de buenas a primeras. El papel decía simplemente «El desconocido», y así se debía quedar, si es que deseaba respetar al máximo mis propias reglas y evitar en lo posible mis intromisiones.

En el padre, hasta el nombre era un problema. No sucedía lo mismo con el nombre de mi personaje. Incluso me parecía que el azar volvía a beneficiarme. «Cara Fofa ha inventado a una muchacha… ¿Por qué no llamar a la mía de la misma forma?» Los padres son los que bautizan a los hijos: si Cara Fofa (o una mezcla de Cara Fofa y Grisardo) era el padre de mi personaje, el «autor de sus días», como suele decirse, lo lógico era que mi personaje se llamara como él había decidido: Natalia.

Natalia Guerrero Parra. Eureka. Sonara bien o no, fuera bello o feo, nadie podría acusarme de haber inventado conscientemente aquel nombre. Me había sido impuesto por las circunstancias, sobre la base de tres o cuatro leyes no muy distintas de las que rigen la realidad.

A las 6:30 de la tarde del lunes 26 de abril, Natalia Guerrero Parra tenía ya un esbozo de biografía. Usé mi propio cumpleaños (que también era un dato inevitable) y la ciudad de su abuelo paterno para traerla al mundo.


Natalia Guerrero nació en Ciudad Real el 13 de abril de 1964. Hija única, vivió gran parte de su infancia rodeada por sus abuelos paternos (su abuela murió pronto; ella recuerda, sobre todo, a su abuelo Gaspar Guerrero) y sus padres. De su abuelo, que había sido portero, aficionado al vino, con fama de mujeriego, Natalia heredó la pasión por escribir. El anciano gustaba de redactar cuentos en los que una niña -Elisita- se comportaba como ella. Después se los leía a su nieta por las noches. Eran cuentos inocentes, llenos de ternura. Natalia los recuerda con mucho cariño. Cuando su abuelo falleció, la infancia de Natalia terminó de golpe.

Su madre, Rosa, una mujer tímida, débil y muy dependiente de su esposo…


A partir de aquel punto, todo me costó más trabajo. La niñez con el abuelo Gaspar había sido otra cosa. Pero cuando afronté el comienzo de la adolescencia, lo vi todo negro. A su modo, no había nada que reprocharle a la madre; siempre había velado por la salud de su hija, como Ninfa por la mía («¿Adónde vas, mi niña? ¿De dónde vienes?»: Natalia recuerda sus constantes preguntas, sus inagotables consejos, su disgusto cada vez que ella decidía salir fuera del nido). Pero su condición de persona dependiente (de la bebida, de un hombre que la ignoraba) la había convertido en un ser asustadizo y represivo. Era fácil deducir que Natalia había sido educada en el aprendizaje del temor, y ello había reforzado su soledad para el resto de su vida. Quizá también había heredado cierta afición a beber más de la cuenta. En todo caso, la influencia materna no representaba ningún misterio en la vida de mi personaje. Natalia podía comprender a su madre, de la misma forma que yo comprendía a la criatura elaborada con Ninfa y Rosalía Guerrero. Pero ¿y el padre?

El padre continuaba siendo un enigma.

En algún momento de la tarde, una soprano horrorizada me sobresaltó con sus gritos. Un instante después descolgué el teléfono.

– ¿Cómo va, señor Cabo? -Era Neirs.

Le conté mis progresos: había terminado la descripción física, pero la biografía presentaba el obstáculo del padre. Aún no había logrado imaginar nada al respecto.

– Mi consejo es que siga indagando en él -dijo Neirs-. No lo rehuya. Le otorgará más realismo a Natalia si profundiza en el padre.

– Veré lo que puedo hacer.

– Y no pierda tiempo: Ovidio ha publicado su segundo libro.

Lo escuché como si estuviera soñando. «Repleto de fantasía 2» era muy similar al primer volumen, apenas tres o cuatro páginas, y, en contra de lo esperado, no relataba ninguna escena sádica. Se limitaba a describir, con ligeros pormenores, un maniquí femenino.

– ¿Comprende lo que eso significa? -observó Neirs-. Está intentando convertir a esa mujer en un objeto. Usted, por el contrario, lucha por darle vida. Recuérdelo: tiene hasta la noche de hoy. A las once y media iré a su casa y recogeré todo lo que haya escrito. Ánimo.

Cuando Horacio Neirs colgó, recorté otro rectángulo de papel que uní al grupo de «Personas»:


14. Natalia Guerrero: real.


Me había propuesto conseguirlo: crear a una mujer de carne y hueso, tan verdadera como el papel donde la imprimiría.

«Una vida contrarreloj»: así hubiera podido titularse aquella extraña biografía que mis dedos arañaban (incansables perros feroces atados a mis manos) sobre los huesecillos de las teclas. Surgían las anécdotas, los momentos felices y las lágrimas. La historia no revestía especial dificultad: creo que fue Tolstoi quien dijo que todas las familias felices se parecen entre sí, pero erró al afirmar que las desgraciadas son diferentes. En realidad, la vida (lo descubrí en aquel momento) carece de imaginación: un bebé, una abeja y una foto amarilla olvidada en un álbum poseen innúmeras réplicas, todas iguales. El pasado de cualquier ser humano es idéntico al de todos; sólo nos diferenciamos a la hora de contarlo. Fue sencillo inventar fiestas, navidades y juguetes para Natalia; insomnios, pesadillas y terrores emergieron con similar facilidad.

Dejé un espacio en blanco para el padre. Abordaría aquel problema en último lugar.

Oscurecía cuando escribí que Natalia se hallaba triste. Que su juventud, encerrada en casa con una madre alcohólica y un padre enigmático, había sido solitaria… ¿Y al llegar a la universidad? ¿Se había quedado en Ciudad Real? ¿Había emigrado? Como deseaba que todo fuera azaroso, escogí dos rectángulos de «Sucesos»:


3. Casa de Mirasierra: desde hace 7 años.

8. Ella goza con sus fantasías.


De modo que Natalia vivía en una casa como la mía, en Madrid, desde hacía 7 años. Era de suponer que había venido antes a la ciudad, quizá para acabar sus estudios de Filología Clásica y abrirse camino como escritora. Porque «Ella goza con sus fantasías» me hacía pensar en mi propio trabajo. Natalia había heredado aquella pasión de su abuelo Gaspar. Obtuve su bibliografía de mis propios títulos, deformándolos ligeramente: Soy yo quien me mira desde el espejo (1989), Encuentro tenue (1991), La mujer de los sábados (1995). Ya estaba; ésas eran las novelas de Natalia Guerrero. Nada de premios Bartleby; simplemente buenas ventas, sobre todo del último libro. Traducciones. Había podido permitirse comprar una pequeña casa en una urbanización del norte. Durante un tiempo había enseñado latín y griego en un instituto, pero lo había dejado. Su tesis doctoral versaba sobre las Metamorfosis.

Ya tenía a Natalia Guerrero, filóloga, escritora, viviendo sola en Madrid, mimada por un relativo éxito. ¿Y cómo era su vida actual? ¿Se había casado? ¿Tenía hijos?

Con aires de sibila frente a un mazo de cartas, escogí otros dos «Sucesos».


7. Soledad, vacío, depresión.

1. Casi me mato con el coche el día de mi cumpleaños.


«¿Por qué, Natalia? -pensé-. Vivías en Madrid, triunfabas como escritora, lo tenías todo… ¿Por qué, de repente, sumida en la más profunda de las tristezas, decidiste coger el coche y matarte el día de tu cumpleaños?» La idea se me había ocurrido al ver aquellos dos papeles juntos. Al principio pensé en rechazarla y escribir: «un accidente». Pero de nuevo acaté las leyes del azar. «Un intento de suicidio», gritaba la funesta combinación de rectángulos. Pero ¿por qué? ¿Problemas amorosos? ¿Una enfermedad? No se me ocurría nada plausible.

Desesperado, saqué otro «Suceso».


9. Búsqueda y laberinto.

Aquel dato no me ayudaba: más bien, me enfrentaba cara a cara con el enigma. «He llegado al nudo gordiano -pensé-. La vida de Natalia es un laberinto. Mi juego es una búsqueda. Ahora estoy en el centro de ambos.» Revisé los papeles previos en busca de pistas, y tropecé con el Gran Desierto Blanco de la figura paterna. «Quizá la clave resida en él. Necesito inspiración. Algo que me ayude a inventármelo.»

En ese instante sonó el timbre de la puerta. Al levantarme, comprobé que me sentía muy débil, casi mareado; no había comido en todo el día. Por otra parte, aquella visita sorpresa me intrigaba. ¿Quién podía ser? Aún era pronto para que se tratara de Neirs. Salí al pasillo y llamé a Ninfa sin obtener respuesta. Pero mi estado de ánimo no me permitía, en aquel momento, preocuparme por el paradero de mi criada. Me tambaleé hacia la puerta y abrí.

Enmarcado en el umbral, con su inevitable traje gris, estaba el hombre de la cara fofa.

– Soy Adán Nadal, señor Cabo. ¿Me recuerda? ¿Puedo pasar?

«Lo siento, estoy muy ocupado.» Estas palabras viajaban hacia mis labios cuando le oí murmurar:

– Se trata de Natalia. Me obsesiona.

– A mí también -repliqué.

Lo invité a pasar a mi despacho. «Quizá él pueda inspirarme», pensaba. Nos sentamos frente a frente y empezamos a observarnos. Lo vi sacar el cuaderno y la pluma. Yo hice lo propio con mi libreta negra de la clínica.

– Disculpe mi visita -dijo-, pero ya sabe cómo es la servidumbre de la inspiración. No puedo dejar de pensar en ella.

– Yo tampoco. Estoy escribiendo una novela con un personaje del mismo nombre.

– ¡Eso es una maravillosa coincidencia! -Se admiró.

– Así es.

– Quizá podamos ayudarnos mutuamente.

– Quizá.

Hubo un silencio repleto de propósitos. Pensé en dos jugadores de ajedrez elaborando la apertura.

– Pues empiece usted, si no le importa -dijo Adán Nadal-. Ya le expliqué ayer que no puedo inventar nada.

– Mi problema es el padre -dije. Cara Fofa hizo un gesto con la cabeza y anotó algo-. No consigo imaginar qué clase de persona era. ¿Tiene usted alguna idea al respecto?

– Le confieso que no. ¿Y usted?

– Lo único que sé es que era un desconocido que no dejaba de mirarla.

– ¿Nada más? -se intrigó Cara Fofa-. Qué extraño.

Me encogí de hombros.

– En realidad, no es tan extraño: me he inspirado en usted, como usted en mí. -Sonrió discretamente y anotó algo. Proseguí-. El padre era un individuo enigmático. En cuanto a la madre, se trataba de una neurótica que abusaba del alcohol.

– Entonces todo queda explicado -dijo.

– ¿Usted cree?

– El padre tenía que aguantar a una mujer insoportable.

– ¡La madre no era insoportable! -protesté-. En cualquier caso, tenía tanto derecho a existir como su marido.

El hombre de la cara fofa agitó una mano.

– No he dicho lo contrario -repuso-. Sólo he planteado una posible explicación para el carácter del padre. -Y agregó, en tono lastimero-: Póngase en su lugar.

«Quizá tenga razón», pensé, y anoté el dato.

– ¿Cree usted que él amaba a su hija? -pregunté de improviso.

– ¿Y usted? ¿Qué cree?

– Le he preguntado su opinión.

Se removió incómodo en el asiento.

– Ya le he dicho que me cuesta mucho trabajo inventar -dijo-. Pero lo lógico sería que la amara, ¿no? Era su padre.

– Entonces ¿a qué se debía su silencio?

– No comprendo.

– ¡Su silencio y su frialdad! -exclamé-. Natalia recuerda, sobre todo, su mirada… Él la miraba y callaba, la miraba y callaba. ¿Por qué? ¿No era capaz de manifestar emociones? ¿No deseaba mostrarle cariño a su única hija?

Cara Fofa anotó algo y me miró sin responder.

– ¡Dígame! -pedí.

– Prefiero que sea usted quien lo diga.

«Me deja solo -pensé-. Quiere que las respuestas las obtenga yo.» En mi escritorio se hallaban desperdigados los papeles. Cogí el de Musa y lo contemplé. Se me había ocurrido una idea.

– Usted se basó en el cuerpo de una modelo para describir a Natalia -dije-Su mujer perfecta. Pero mi Natalia no es así, aunque le hubiera gustado serlo… Hubiera querido convertirse en la clase de mujer que a su padre le agradaba… ¡A ella le hubiera gustado ser una modelo, si con ello, al menos, lograba que él dejara de mirarla en silencio y reaccionara! ¡Ella sólo pedía unas gotas de cariño! ¡Fue lo único que pidió durante toda su vida! -Anoté aquel dato mientras hablaba-. ¿Y qué obtuvo? ¡El silencio y la mirada de su padre! ¡Para mí, eso sólo puede definirse de una forma: «desprecio»! -Vacilé, sin decidirme a apuntar aquella palabra. Cara Fofa me escuchaba con profunda atención; sólo bajaba la vista para escribir en su propio cuaderno-. ¿Sabe en qué se convirtió ella? ¿Quiere saberlo? Con una madre que ahogaba en alcohol sus temores atávicos hacia los hombres y un padre que no tenía tiempo ni ganas de ofrecerle una mínima parte del amor que ella reclamaba… ¿Quiere saber en qué se convirtió?

– Soy todo oídos.

– En una mujer solitaria, temerosa y excéntrica. Una ermitaña, una acomplejada… Una Dafne obsesivamente virgen, transformada en el «laurel» de sus éxitos literarios. -Anoté todo aquello. La inspiración se había desatado en mi cerebro, había roto los diques. Movía el bolígrafo al mismo tiempo que hablaba-. Y cuando su madre murió, ella…

Cara Fofa, que estaba apuntando algo en su libreta, se detuvo y dijo:

– Ah. ¿Su madre murió?

– ¡Sí! ¡Cuando Natalia tenía 17 años!… ¿No es usted viudo? ¡Pues pongamos que la madre murió!

– Muy bien.

Hubo un silencio muy puro mientras ambos apuntábamos aquel dato.

– Cuando su madre murió, ella supo que nada la ataba a la casa de sus padres. Y vino a Madrid. Sola. A estudiar filología y abrirse paso en una afición que le había gustado desde siempre: escribir.

En aquel momento Cara Fofa abrió desmesuradamente los ojos. El repentino cambio de su actitud casi me asustó. Un súbito maquillaje adornaba sus redondas mejillas.

– ¡Oh! ¡Abandonó a su padre, que en aquel momento estaba solo! -exclamó.

– ¡Sí! ¡Porque hubiera sido incapaz de convivir con él! ¡Se había hartado de su silencio! ¿Es que no lo entiende?

Cara Fofa se secaba el sudor con un pañuelo doblado.

– Es difícil de entender… ¿Y después?

«Soledad, vacío, depresión», recordé. Y se hizo la luz en mi interior. Las piezas empezaron a encajar con pavorosa sencillez.

– Él murió -dije sin la menor vacilación, mirándolo fijamente a los ojos-. Agonizó en un hospital de Ciudad Real. Ella no fue a verlo ni siquiera entonces.

– ¿Cuándo ocurrió eso? -preguntó Cara Fofa con expresión agonizante.

– En diciembre de 1998.

«Y de esta forma, el rompecabezas queda listo», razoné. Añadí:

– Y ella se deprimió después.

– ¡Y qué! -Adán Nadal había pronunciado esto en un tono muy amargo. Nos retamos con la mirada durante un instante-. ¡Y qué, si se deprimió! ¡Abandonó a su padre cuando él más la necesitaba!… ¡No fue a verlo al hospital mientras agonizaba!… -Su furia me sorprendía. Se había erguido en el asiento. Expulsaba cristales de saliva con las palabras. Bizqueaba hasta extremos inconcebibles: como si sus ojos pugnaran por fundirse en uno solo, inmenso, teológico, en el centro de aquel ceño bañado de sangre-. ¡Eso es un error!… ¡Eso está mal!… ¡Debe usted cambiarlo!…

«Tiene razón», pensé. Revisé mis notas rápidamente, buscando alguna explicación que ofrecerle. Al fin dije:

– Ella hizo mal, es cierto. Pero saldó sus cuentas con el intento de suicidio.

Cara Fofa se calmó de inmediato.

– ¿Intento de suicidio?

– Natalia se deprimió tras la muerte de su padre. Quiso quitarse la vida en abril de este año.

– ¿De qué forma?

– Se estrelló con su coche.

«Oh», dibujaron los labios de Cara Fofa, pero no escuché sonido alguno.

– ¿Sobrevivió? -dijo mientras escribía.

– Sí. -Y, tras una pausa, pregunté-: ¿Qué cree usted? ¿Él sería capaz de perdonarla?

Se encogió de hombros.

– No lo sé. Le repito que me resulta muy difícil inventar. ¿Y ella? ¿Lo ha perdonado a él?

– Sí -dije, y lo anoté-. Lo ha perdonado muchas veces, en el silencio del insomnio y la inspiración, frente al teclado del ordenador, por boca de sus personajes, una y otra vez… No ha podido comprenderlo, pero lo perdona. Perdona su frialdad, su distancia, su carácter siempre enigmático… Sigue viendo sus ojos grandes y fijos, percibe aún la misma falta de cariño que sufrió durante toda su vida por parte de… de… -Y el nombre surgió de repente, como un vómito-: Adán Guerrero, empresario… -Me detuve y observé a Cara Fofa-. Natalia estaba sola y era una niña. Su padre no fue capaz de comprender eso.

– ¿Y ella? -dijo Cara Fofa-. ¿Se perdona a sí misma?

Lo pensé detenidamente. Era una pregunta extraña. No me la había planteado aún.

– Eso es algo que tendré que decidir -respondí. De improviso mi interlocutor recogió sus papeles y se incorporó.

– ¡Ah, señor Cabo, estoy emocionado! -Me tendió la mano-. Es la felicidad del hallazgo, ¿verdad? Ya pueden darse la mano el padre de Natalia y Natalia… Creo que han terminado comprendiéndose. Revisaré y reformaré mi novela enseguida. ¡Esta visita ha resultado muy productiva… confío en que para ambos! -Asentí con un gesto-. Nada de padres enigmáticos ni hijas ideales… ¡Seres humanos, con sus defectos y virtudes!

Se detuvo en la puerta y añadió, satisfecho:

– El padre ya puede morir en paz.

Y su figura desapareció en medio de la noche.


Adán Guerrero, el padre de Natalia, era empresario. Fue siempre un hombre taciturno, frío, poco dado a los suaves rituales del cariño. Su mirada era fija y vidriosa; su bigote, oscuro; la apariencia, robusta; su color preferido, el gris. Un vestigio de sus pálidas facciones -los rasgos fofos, el rostro redondo- persiste en la cara de Natalia, que también heredó de él la frialdad y la diamantina dureza de carácter. Cuando la madre murió, Natalia se marchó de casa. Nunca más volvió a ver a su padre. Los orgullos mutuos eran polos del mismo signo: cuando uno de ellos avanzaba, el otro retrocedía.

Adán Guerrero murió, tras encarnizado combate con su propia vida, en diciembre de 1998. Una escueta llamada de su tío paterno informó a Natalia del estado de su padre, pero ella permaneció en Madrid. Otra breve llamada…


Terminé de narrar el largo y doloroso proceso de la muerte de Adán Guerrero a las once en punto. Natalia había recibido la noticia con frialdad, pero, poco a poco, había empezado a deprimirse. Y el día de su cumpleaños había apretado el acelerador de su Opel cada vez más mientras un vago sentimiento de hastío y desprecio hacia sí misma arrasaba todos sus recuerdos. A ella le había intrigado aquella conducta, ya que siempre había pensado que su padre no le importaba. Pero ahora sabía el motivo. Su padre le había importado demasiado, y ahora lo sabía.

Mi personaje estaba listo.

«Dios mío -rogué-, haz que sirva para salvar a esa mujer. Ayúdala, Dios mío, salva su vida, sea quien sea, sálvala, te lo suplico.»

Faltaba completar algún que otro aspecto de la historia (particularmente, el estado actual de Natalia tras su intento de suicidio), pero me sentía extenuado. «Cerraré los ojos. Será sólo un momento», pensé, y eché la cabeza hacia atrás (para no dormirme sobre el teclado). Recuerdo el sueño que tuve: un gran laberinto de libros cuyos pasillos recorría buscando la salida. Al fondo me aguardaba ella: con su vestido negro, su espalda desnuda, su pelo castaño claro atrapado en un moño. Pero entonces aparecía el Shakespeare del Parque Ferial, y yo descubría -por fin- el rostro que se ocultaba tras el disfraz. Grité, pero era como si lo hiciera desde la distancia y yo mismo lo escuchara tras un intervalo, como un trueno. Entonces mi grito cesó y volvió a reanudarse tras una pausa. Desperté sobresaltado y contesté al teléfono.

– ¿Señor Cabo? -una vocecilla lejana pero firme-. Soy Virgilio.

Me desperté del todo. ¿Qué hora sería? Eché un vistazo al reloj digital de la pantalla del ordenador: 23:15. Dentro de 15 minutos vendría Neirs a recoger mi trabajo. Pero lo más urgente era contar lo que acababa de recordar.

– Debemos vernos esta misma noche -dijo Virgilio-. Hay algo que usted no sabe.

– ¡Espere! -exclamé-. ¡Ayer, en el Parque Ferial, vi…! No recordaba quién era, pero ahora lo sé… ¡El poeta muerto! ¡Grisardo! ¡Estaba disfrazado como uno de los escritores, pero estoy seguro de que era él!…

Replicó, sin inmutarse:

– Y lo era. Por eso lo llamaba. Lo han estado engañando, señor Cabo. Desde el principio.

Загрузка...