Estaba abierto, pese al temor que al principio me acometió (porque eran casi las 4 de la tarde de un domingo). Pero mientras bajábamos las escaleras me di cuenta de que algo extraño sucedía. No escuchaba música ni bordoneo de conversaciones, sólo un oleaje de vajilla agitada. Cuando llegamos al salón, me detuve, incrédulo. Parecía haber soportado los trabajos de una pesada orgía: aristas de platos rotos; manteles sucios y retorcidos; sillas volcadas. El aire conservaba el recuerdo de una comida larga e impetuosa. Los clientes se habían marchado ya; sólo quedaban los camareros, cansados, entristecidos, mirándonos con indiferencia. Nos precipitamos hacia la mesa 15, y entonces un extraño gusano, ciego y piramidal, asomó por el borde y reptó sobre el mantel. Era una nariz. Iba seguida de la vena pulsátil, el gastado pelo y los ojos tristes de Felipe, el encargado. Se hallaba agachado recogiendo algo del suelo.
– Los han roto -decía, lastimero-. Los han roto todos…
No tardé en comprobar que se refería a los laureles. Había hojas sueltas sobre el mantel y las sillas. Su mano coleccionaba un pequeño montón. El lector sabrá entenderme si digo que casi sufrí un desmayo: sólo el oportuno respaldo de una silla previno mi caída. Por supuesto que influía el cansancio de las últimas jornadas, pero aquel desastre final me superaba. ¡Tanto esfuerzo en vano! ¡Ya no había forma de saber si faltaba una rama, porque todas estaban rotas y entremezcladas!
– ¿Cómo ha sucedido esto? -preguntó Neirs, a quien Felipe saludó, como a mí, con extremada cortesía.
– Ya ve usted, un autocar de turistas… Nosotros casi nunca recibimos turistas, pero hoy, por ser domingo… Y lo peor de todo es que no querían escribir: sólo comer, beber y bailar sevillanas. Yo les decía que La Floresta Invisible es un lugar delicado, que aquí todo es muy frágil, de papel, pero mientras más serio me ponía, más se reían ellos… -Se interrumpió y su nariz inició un descenso de cañón inservible-. No quiero mentirles, señores: este local no va bien. Debido a nuestra oferta, ya saben, la posibilidad de escribir mientras se come, la mayoría de nuestros clientes son personas solitarias… Pero de vez en cuando hemos de plegarnos a las exigencias de la vida: celebraciones, comidas de empresa, turistas… En resumen: tuvimos que aguantarlos…
En la mesa 15, explicó, se había sentado un trío de jovencitas yanquis. Tras pulirse la primera jarra de sangría, se dedicaron a descuartizar las ramas de laurel y colocárselas en el pelo, en las orejas o entre los dientes, muertas de risa. Cuando Felipe las llamó al orden, el guía del grupo le entregó unos dólares. «Creen que todo puede arreglarse así», se quejaba. Se consideraba culpable por haber aceptado aquellos papeles a cambio de los otros. «Papel por papel -decía-, pero los laureles eran arte y el dinero sólo es dinero.» Para desahogarse, lo había anotado todo en su libreta, que se apresuró a sacar y mostrarme. Calificaba lo sucedido como «el segundo acontecimiento más importante de su vida» después de mi visita. Intenté consolarlo a pesar de mi propio estado de ánimo. En cuanto a Neirs y su ayudante, ya no le prestaban atención: se habían dedicado a recoger las hojas y agruparlas sobre la mesa.
– ¿Sabe si se llevaron alguna? -preguntó Neirs. Pero no, no se habían llevado ninguna, sólo las habían roto. Y Neirs hizo otra pregunta-: ¿Puede darse el caso de que a un cliente se le regale uno de estos adornos?
Vi cómo Felipe fruncía el ceño.
– A veces, como un favor especial… porque son muy difíciles de reponer, usted podrá figurarse…
– Ah, lo suponía -dijo Neirs. Y, dirigiéndose a Virgilio-: Venga, lúcete. Primero habrá que ordenarlas.
Sobre la mesa yacían 9 trozos de papel recortado imitando las hojas del laurel. Cada uno mostraba una o dos palabras diminutas. Virgilio los había distribuido en 3 grupos de 3 hojas cada uno:
sus ropas Brisas opuestas sus cabellos
Un aura leve agitaban desnudaba
El viento su cuerpo hacía retroceder
– ¡Esto es lo mío! -dijo alegremente.
Mientras el enano, de pie sobre una silla, jugaba a cambiar de sitio las hojas, Neirs siguió interrogando al encargado. ¿Cuántas hojas tenía cada rama? ¿Qué autor citaban? ¿Recordaba haberle regalado alguna a una mujer hacía casi dos semanas? Felipe se excusaba por ignorar las respuestas. Pronto, hasta los camareros abandonaron sus actividades para seguir el hilo de la investigación y contemplar la fascinante labor de Virgilio, que en 5 minutos reconstruyó 3 presuntas ramas:
1ª rama 2ª rama 3ª rama
El viento Brisas opuestas Un aura leve
hacía retroceder agitaban desnudaba
sus cabellos sus ropas su cuerpo
– ¡No! -exclamó de pronto-. ¡Soy el MAYOR burro del mundo! ¿Te das cuenta, Horacio?
– Sí, Virgilio.
– ¡Un «aura leve» no desnuda el cuerpo de nadie! ¡El viento sí!
Y volvió a modificarlas.
– Para esto de los rompecabezas es un genio -me susurró Neirs al oído.
Cuando terminó, pronunció las tres frases recitándolas como si se tratara de un poema:
El viento desnudaba su cuerpo.
Brisas opuestas agitaban sus ropas.
Un aura leve hacía retroceder sus cabellos.
– «La huida aumentaba su belleza» -completó alguien en voz alta. Un segundo después me di cuenta de que ese «alguien» había sido yo.
– ¿Qué? -preguntaron todos.
– Son versos de las Metamorfosis de Ovidio -dije.
Yo conocía muy bien esa obra porque -recordé en aquel momento el resumen que sobre mi vida había escrito Huevo Duro- a ella había consagrado mi tesis de filología. Los versos habían surgido de mi memoria sin esfuerzo, con la suave brujería con que el inconsciente elabora los sueños más abstrusos. Expliqué que se trataba de una escena del primer libro: la ninfa Dafne, que quiere mantenerse virgen a toda costa, es perseguida por un excitado dios Apolo, y el poeta describe cómo su túnica se entreabre con la carrera y el viento agita sus cabellos. Además, la figura del laurel no era casual: Dafne (que en griego significaba «laurel») se transformaba en uno para escapar de la pasión del dios.
– Entonces es muy probable que falte una rama completa -dijo Neirs-: «La huida aumentaba su belleza».
– A menos -repuso Virgilio- que el decorador haya considerado que con estos tres versos era MÁS que suficiente…
– Lo lógico sería que hubiesen incluido el verso final -protesté con voz débil-. Es muy hermoso, ¿no creen?… «La huida aumentaba su belleza»…
Me aferraba a aquella posibilidad con ansia filológica.
Neirs, que fumaba uno de los cigarrillos de su pitillera de plata, me miró y asintió.
– Bien, vamos a apostar por sus conocimientos, señor Cabo. Supondremos que falta una rama y que todo lo demás es cierto. -Y, volviéndose hacia el encargado-: ¿Puede enseñarnos la habitación donde se guardan las cuartillas de los clientes, por favor?
Felipe nos condujo a través de un oscuro pasillo. A la derecha se hallaban los aseos y frente a ellos una puerta cerrada. Manipuló la cerradura de esta última con una llave que extrajo del bolsillo.
– ¿Sería mucho pedir, caballeros -dijo mientras abría la puerta-, que me explicaran lo que sucede?
– Sospechamos que se ha cometido un crimen -repuso Neirs-. Eso es lo que sucede.
Los dos detectives se concentraron en el examen de la puerta; después penetraron en la habitación. Felipe se volvió hacia mí, entusiasmado.
– ¡Esto es el tercer acontecimiento más importante de mi vida! -dijo, y sacó la libreta y el bolígrafo.
– ¿Qué opinas, Virgilio? -preguntó Neirs.
– La cerradura no parece haber sido forzada, pero…
– Les aseguro que se toman las máximas medidas de seguridad para que nadie toque las cuartillas -dijo Felipe.
Entré detrás de ellos. La habitación era pequeña y olía a papel. La luz del día penetraba por una ventana cerrada, de doble hoja y cristal esmerilado, situada en la pared del fondo. En las paredes de los lados se erguían dos grandes estanterías metálicas, la de la derecha ocupada hasta la mitad por cuadernos de piel negra con etiquetas en los lomos. El suelo era de baldosas. La luz eléctrica consistía en una bombilla desnuda.
Neirs dio un breve paseo expulsando humo azul. De repente desapareció tras un pequeño recodo entre la ventana y la estantería de la izquierda. «¿Me ves?», le preguntó a Virgilio. «Desde la puerta, no», replicó éste. «Ajá», dijo Neirs y salió de su escondite. Los camareros, Felipe y yo contemplábamos, hipnotizados, el misterioso trajín himenóptero de los dos investigadores.
– ¿A qué hora cierran el local y quién es el último en marcharse? -preguntó Neirs.
– A las doce. Yo -dijo Felipe.
– ¿A qué hora abren?
– ¿Y quién es el primero en venir por la mañana? -inquirió Virgilio seguidamente.
– A las once. El chef -respondió Felipe, dedicando una mirada, al tiempo que la respuesta, a cada uno de los que habían preguntado.
Luego anotó algo en su libreta. Comprendí que hablaba de forma tan concisa para lograr reproducir el diálogo por escrito sin necesidad de modificarlo demasiado.
– ¿Esta habitación siempre se cierra con llave por las noches? -indagó Neirs.
– Sí, señor.
– Pero supongo que durante los horarios de comida permanece abierta…
– Sí, señor.
– ¿Has visto, Virgilio? El baño está enfrente…
– Ya me he dado cuenta, Horacio.
– ¿Y la ventana?
– Siempre cerrada -dijo Felipe.
– Fíjate que la ventana es una especie de tragaluz y queda al nivel de la acera, Virgilio.
– Ya lo he visto, Horacio.
– Lo cual es lógico, porque estamos en un sótano…
– En efecto.
– ¿Pueden hablar más despacio, por favor? -rogó el encargado, escribiendo a toda velocidad.
– Para mí, la cosa está clara -dijo Neirs-. El falsificador (llamémosle así, aunque probablemente habría que denominarlo «secuestrador») viene a cenar una noche cualquiera, después del rapto. Le interesa modificar los textos que describen la presencia de esa mujer en el restaurante, para que no queden pruebas. ¿Cómo lo hace? Paga la cuenta y se escabulle hacia el pasillo con la excusa de ir al cuarto de baño. Entra en esta habitación y aguarda tranquilamente a que el restaurante se cierre, oculto en este recodo. Después se dedica a sustituir las cuartillas que desea por sus propios textos, que quizá ya traía escritos, o que escribió ad hoc. Dispone de toda la noche, y puede tomárselo con calma: imita varias letras; se burla de los futuros lectores hablando de la mesa, la silla, el adorno del oso… Incluso se permite el lujo de finalizar cada párrafo con la misma frase, a modo de rúbrica: «Repleto de fantasía». Después introduce las cuartillas falsas en las anillas de los cuadernos y los devuelve a la estantería. Por último, antes de que el restaurante se abra y al amparo de la oscuridad, escapa por la ventana.
– Pero ¿cómo cerró la ventana después? -dijo Felipe, que no perdía comba, sin duda para que sus comentarios figuraran en su propia libreta-. La ventana siempre está cerra…
Neirs, con un simple gesto, había separado las dos hojas. El sol del domingo se volcó como un cubo de oro dentro de la habitación, y todos parpadeamos.
– Quod erat demonstrandum -dijo Virgilio.
– Simplemente encajó las dos hojas -explicó Neirs-. La ventana nunca estuvo cerrada.
– ¿Cómo se escribe «demostrandun»? -me preguntó Felipe por lo bajo.
Yo contemplaba boquiabierto a Horacio Neirs: no sabía si era el sol, que daba en su espalda, o mi admiración, pero lo veía rodeado de un halo celestial. Súbitamente, el detective se acercó y me palmeó el hombro.
– Váyase a casa ahora, señor Cabo. Tómese la tarde del domingo libre, al menos, y procure descansar. Virgilio y yo nos quedaremos un rato más, con el permiso de estos señores -señaló a Felipe-, para investigar los cuadernos del restaurante… Quizá alguno de ellos no haya sido modificado.
Protesté, pero hasta con mi tono de voz le daba la razón. Empezaba a experimentar la fatiga acumulada durante los últimos días. Antes de despedirme quise saber cuál era su impresión sobre el caso. Parecía ilusionado, aunque mantenía su frialdad de costumbre. Virgilio se mostraba más pesimista. «No hemos salido aún del tremedal de la literatura -comentó-. Recuérdelo: es el mundo MÁS movedizo y traicionero de todos. No podemos dar nada por seguro.» La próxima línea de investigación -afirmaron- sería más realista: averiguar si alguien había denunciado, recientemente, la desaparición de una mujer. Revisarían los periódicos atrasados, solicitarían entrevistas con la policía, interrogarían de nuevo a la señora Guerrero… En cualquier caso, esperarían. Porque un secuestrador siempre pretende obtener algo con su crimen, y ese algo acaba por salir a la luz tarde o temprano: un rescate, una venganza, un goce, un acto de presión… «En esto se parecen a los escritores -opinó Neirs-, que no soportan por mucho tiempo el anonimato. Le aseguro que tendremos noticias suyas antes de lo que sospechamos.» Tras recibir la promesa de que me llamarían en cuanto supieran algo, me despedí de los detectives, del encargado y de los camareros, dejándolos a todos en el cuarto de los cuadernos, y me arrastré hacia el salón. «Estoy extenuado -pensaba-. Aunque se declarara un fuego ahora mismo, sería incapaz de echar a correr.»
Cinco segundos después de pensar esto estaba corriendo por la calle. Así es la vida a veces, tan opuesta a nuestras intenciones. Y es que al llegar al salón me encontré, de manera imprevista (creo que para ambos), con el hombre de la cara fofa. Se hallaba al pie de las escaleras, vestido con el mismo traje gris y sosteniendo el cuaderno y la pluma. Algo en su sigilosa actitud me hizo comprender instantáneamente que me había seguido hasta el restaurante. En cuanto me vio, se detuvo el tiempo justo para escribir una frase y de inmediato corrió escaleras arriba.
– ¡Un momento! -grité.
Me precipité tras él. El pie derecho me traicionó en uno de los peldaños, y casi derribo a Marcel Proust al apoyarme en la pared. Un sol arenoso, casi marino, me cegó al salir a la calle. A mi izquierda, en la acera vacía, una mancha gris disminuía de tamaño.
– ¡Oiga!
Mi voz temblaba de furia. «Voy a alcanzarte, no importa lo mucho que corras -pensé-. Me debes una explicación.» La mancha dobló una es quina. Llegué hasta allí… y me paré en seco. Había desaparecido. Un autobús recogía pasajeros al otro lado de la calle, pero no creí que Cara Fofa hubiera logrado escabullirse en su interior sin que yo lo advirtiera. Tenía que estar oculto en algún portal.
El comercio más próximo era una pequeña librería. Al pasar frente a ella atisbé a mi presa. Se hallaba encajado en el oscuro vestíbulo, entre dos escaparates. Sendos reflejos de sí mismo lo sitiaban. Su doble fantasma convivía, transparente, con los atriles colmados de volúmenes. Retrocedió hasta golpear la puerta de la tienda, y el letrero de «Cerrado» respondió con un resonar de castañuelas. Escribió algo en la libreta. Aguardó. No dejaba de mirarme.
– ¿Quién es usted? -dije-. ¿Por qué me sigue?
Escribió. Aguardó. Me acerqué dos pasos.
– ¿Qué es lo que escribe?
Volvió a escribir. Me acerqué más. Sus blandos rasgos rebosaban por el cuello de la camisa. Parecía una tortuga extraterrestre. Sudaba copiosamente.
– ¡Deme el maldito cuaderno! -grité, arrebatándoselo.
Eché un vistazo a las últimas frases, las que acababa de anotar (y que revelaban, claro, una caligrafía urgente y difícil). Se trataba de un diálogo. Las palabras no me causaron excesiva sorpresa (las esperaba), pero un detalle me dejó sin habla.
– ¿Quién es usted? -preguntó Natalia-. ¿Por qué me sigue?
El hombre no dijo nada y escribió. Ella se acercó dos pasos. Su faldita ondeaba con la brisa, desnudándole los muslos.
– ¿Qué es lo que escribe? -preguntó, irritada.
El hombre volvió a escribir. Aguardó. Natalia se acercó un poco más. Sus bellos rasgos se contraían de ira.
Alcé la vista, atónito.
– No se ofenda, por favor -dijo Cara Fofa-. Usted es, tan sólo, mi inspiración. La otra noche, al verlo en el restaurante sentado en la mesa de Modesto… Bueno, me ocurrió como cuando Proust se comió la famosa magdalena… Una súbita inspiración… La vi a ella a través de usted, no me pregunte cómo ni por qué: la inspiración tiene sus razones, ya sabe… Usted se convirtió en la protagonista femenina de mi novela. -Me tendió una mano que no acepté-. Mi nombre es Adán Nadal, y soy empresario y escritor aficionado… -Bajó los ojos un momento, como si aquella declaración fuera vergonzosa-. Pero me tomo muy en serio mi afición, se lo aseguro… Tengo tiempo para ello: soy viudo, vivo solo… Mi gran defecto es que carezco por completo de imaginación. Así como se lo digo, créame. Me apasiona escribir, pero soy incapaz de inventar lo más mínimo. Por eso voy por ahí, buscando personas y cosas que trasladar al papel con escasas diferencias. -Se encogió de hombros-. Y usted se ha convertido en Natalia, qué le vamos a hacer…
Mientras lo escuchaba, hojeaba el cuaderno. Sorprendí varios encabezamientos: «Natalia en el café art déco», «Natalia en el Parque Ferial»…
– ¿Natalia? -dije.
– Así he bautizado a mi protagonista.
– ¡Me ha estado siguiendo todos estos días!
– No. -Meneó la gruesa cabeza-. En realidad, sólo hoy. Lo vi en el Parque Ferial y lo seguí hasta aquí, copiando todos sus movimientos. Iba usted con dos caballeros, pero eso no me importaba. Entraron en un portal frente al restaurante, salieron más de dos horas después… Le juro que nada de eso me interesaba. Lo único que pretendía era observarle, señor Cabo, para obtener los gestos y las conductas de Natalia… Porque usted es ella. Y le repito: no se ofenda. Ni yo mismo entiendo por qué tiene que ser así, pero lo cierto es que lo es.
– ¿Y a qué vino lo de anoche, en el café?
Perlas de sudor recorrían su frente. Se secó con la manga del traje.
– Bueno… Compréndalo… Ya le he explicado que soy incapaz de inventar nada. Necesitaba un aspecto físico… Quiero decir… Usted es Natalia, salvo en lo que al aspecto físico se refiere, claro… Y de nuevo le pido que no se ofenda: una mujer con su apariencia no es…
– Siga -lo interrumpí.
– De modo que contraté a una modelo y le pedí que organizara una cita. Los observé a ambos y obtuve una mezcla: las conductas son suyas, el cuerpo es de ella… Un cuerpo precioso, por cierto… Ahora mismo la estoy viendo: una muchacha de 17 años, muy atractiva, que acaba de arrebatarme el cuaderno… -Y estiró su erizado bigote oscuro al sonreír-. Sí, yo también estoy en la novela… Soy «el hombre» que la sigue a todas partes, mirándola y haciendo anotaciones… ¿Por qué?, se preguntará usted… ¿Qué quiere este hombre de mí?… ¡Ah, ése es el secreto de mi novela!… ¿Soy un pervertido? ¿Tengo alguna relación de parentesco con usted? -Alzó el espeso gusano negro de una ceja-. Le confieso que ni yo mismo lo sé… Ya sabe lo que es esto de escribir: como si un espíritu ajeno nos poseyera. ¿Por qué estoy haciendo lo que hago? ¿Por qué no lo dejo y me voy a casa?… Lo ignoro. Sólo sé que hoy me he dedicado a seguirlo a usted y he anotado sus movimientos… Ya veremos a dónde nos conduce todo esto. -Y lo dijo como si fuera problema de ambos saber adónde conduciría todo. Volvió a deslizar la manga de su chaqueta por la frente-. Hagamos algo, si a usted no le importa. Déjeme visitarlo mañana por la tarde, y le prometo que no lo molestaré más. Sólo mañana por la tarde. No le quitaré mucho tiempo: tomaré algunas notas, pensaré qué papel juego en mi propia obra, quién es Natalia y quién soy yo… y después me marcharé y me encerraré en casa a terminar la novela. ¡Pero lo necesito a usted, señor Cabo! ¡Sólo una vez más! ¿Acaso no es escritor también? ¿No ha sufrido también el maltrato de las musas? ¡Apiádese de mí! ¿Qué culpa tengo yo de que sólo a través de usted pueda obtener a Natalia? -Y su voz se convirtió en una súplica desesperada-. ¡No me deje sin Natalia, se lo ruego!
Por un instante acaricié la idea de golpear aquellas blandas mejillas, estrellar mi puño en aquellos ojos enormes y fijos como tartas. Me daba náuseas tan sólo mirarlo. Pero lo que hice fue arrojarle el cuaderno a la cara.
– Lárguese y no vuelva a seguirme.
Adán Nadal atrapó con suma torpeza la gaviota muerta de sus propias páginas y la aplastó contra el chaleco.
– ¿Me lo promete? -dijo-. ¿Quedamos mañana?
– He dicho que se largue.
– Lo siento -murmuró, y percibí algo extraño en su entonación (o quizá fueron mis nervios): de repente no supe a cuál de los dos se dirigía, si a su personaje o a mí. ¿Era Natalia la receptora de aquel «lo siento»? Busqué la respuesta en sus pupilas leonadas, que no pestañeaban, pero sólo encontré mi propio rostro (mi propia sombra diminuta a contraluz). Por un instante me hundí en aquellos ojos, que me dedicaban una atención sorprendente, y comprobé que la fijeza de su mirada tenía una explicación muy simple: Adán Nadal no me veía, traspasaba mi semblante como si fuera papel. La sensación que experimenté no podía ser más extraña, como si detrás de mí hubiera alguien mucho más sólido, con una realidad, por así decir, más coagulada que la mía, y los ojos de ambos me exceptuaran. Eran dos amantes contemplándose desde sendos arrecifes (y yo, el breve océano que los separaba), como Rosalía Guerrero y Braulio Cauno.
El hombre salió del vestíbulo de la tienda y se detuvo para añadir:
– Lamento caerle tan mal… Quizá podamos discutir el tema mañana.
– ¡No tengo nada que discutir con usted! ¡Lárguese!
Se encogió de hombros y anotó algo. Comprendí que estaba escribiendo mi propia réplica y acotando: «dijo Natalia». De hecho, pensé que mi frase hubiera podido pertenecer igualmente a la adolescente de 17 años en que sus ojos me convertían. («¡No tengo nada que discutir con usted! ¡Lárguese!», así, pronunciada con voz de muchacha.)
De pronto me pareció imprescindible librarme de aquel espectro transexual: cada vez que Adán Nadal me dedicaba su mirada de galápago yo me sentía (aunque el lector se burle, sí) un poco Natalia. Pero ¿cómo impedir que tal cosa suceda? Nada lograría arrebatándole el cuaderno, rompiéndolo, golpeando su rostro fofo y pálido, ni siquiera huyendo. Probablemente (soporté un febril escalofrío) tampoco lo conseguiría si aquel tipo se muriera. El terrible poder de la escritura, su espantosa brujería, reside en su propia tenuidad. La acotación «dijo Natalia» es un hecho indestructible: destrozar el papel donde está escrito no puede modificarlo. Nada que yo pudiera hacer o decir, nada en el universo, impediría el efecto de aquella acotación, como no hay nada que tú puedas hacer ahora, lector, para impedir que yo declare: «Soy Juan Cabo». Ni siquiera tu incredulidad te salva de la maldición de mis frases. Lo escrito, escrito queda.
Permanecí inmóvil mientras Adán Nadal se alejaba en silencio. Pero, cosa extraña, en ese momento empecé a lamentar haberlo tratado con tanta aspereza. En fin de cuentas el delito de aquel pobre diablo había consistido, tan sólo, en inspirarse en mí para construir a su personaje. Cuando quise reparar mi error me resultó imposible. Se había esfumado. No lo veía por ninguna parte. «Lo siento», pensé, sin saber tampoco muy bien a quién iba destinado aquel pensamiento.
El cansancio volvió a dominarme. Apoyé la cabeza en el cristal del escaparate de la librería sospechando que, si cerraba los ojos, no me costaría ningún esfuerzo dormirme allí, de pie, en el oscuro vestíbulo.
Pero -tan opuesta es la vida a veces, etc.- cinco segundos después de pensar lo anterior me hallaba mucho más despierto de lo que jamás hubiese creído posible.
Mi vista, a punto de apagarse, había tropezado por casualidad con uno de los libros que se anunciaban en el escaparate.
Y el horror hizo sonar la alarma en mi cerebro.