No lo advertí enseguida, como es natural. Acababa de dedicarle un último apretón de manos a Neirs. Al volverme, observé que el pasillo se extendía más allá de la bifurcación por la que había venido y finalizaba en otra habitación. Al fondo de ésta se apreciaba una llamativa estantería dividida por un listón vertical de mediana altura en dos zonas completamente simétricas con seis anaqueles cada una. Los anaqueles se adosaban al listón como las ramas de un árbol al tronco: los inferiores eran horizontales; los intermedios se alzaban por el lado externo; los superiores, más cortos, alcanzaban casi la vertical. Sin embargo, como el mueble era tan blanco como las paredes, yo sólo veía libros: hileras multicolores de volúmenes como varillas de un abanico abierto convergiendo en un mismo sitio. Aquel sitio central lo ocupaba, desde mi perspectiva, una persona, de modo que las ramas de libros parecían señalarla o brotar de ella. Era una mujer. Se hallaba sentada ante un escritorio blanco, dándome la espalda. Su ajustado vestido negro poseía una amplia abertura posterior. Por encima de la silla la piel se alzaba desnuda mostrando la línea divisoria de las vértebras y el terso polígono de los omóplatos. Su cuello era un tallo de copa. El pelo castaño se albergaba en un moño pequeño. Apoyaba los codos en la mesa: podía estar leyendo o escribiendo. Su figura era
– ¿Ha olvidado algo, señor Cabo?
Me disponía a responder a Neirs cuando vi que la mujer volvía la cabeza y se levantaba. Saludó desde la distancia. No sabía que habías venido, dijo Neirs. ¿Llevas mucho tiempo esperando? No, no, acabo de llegar, dijo ella. (Era evidente que existía cierta intimidad entre ambos.) ¿Tienes un minuto?, dijo ella. Pasa al despacho, dijo él.
Era bastante joven, muy alta, abrumadoramente hermosa. Sus zapatos planos no hacían ruido al caminar pero sus brazos cascabeleaban de pulseras. En vez de aguardarla, Neirs se acercó a ella. El encuentro, inevitable, tuvo lugar en C, el punto formado por mi pequeña presencia, que seguía inmóvil en el pasillo. Yo era la división entre ambos y hube de apartarme para que se saludaran. ELLAYOÉL. ÉLYOELLA. Neirs me señaló con un gesto.
– Supongo que habrás oído hablar de Juan Cabo.
Nos tendimos la mano. Su palma era tibia y portentosamente suave. Claro que había oído hablar de mí, qué tal, cómo estaba. Se expresaba con rapidez y pericia, en un tono agradable y cortés, con leve acento extranjero. Le calculé unos 20 años. En estatura me sacaba la cabeza, como Neirs, aunque es verdad que soy más bien bajito. Sus ojos azul eléctrico chispeaban de inteligencia. Cada detalle de su cuerpo (piel tostada; fantasmas del maquillaje; bucles de cabello en aparente desorden sobre las orejas; rabioso perfume; formas exactas del busto, cintura, caderas, espalda, trasero, muslos, pantorrillas; vestido negro y breve; medias con reflejos) denotaba el esmero de alguien que vive (bien) de las posibilidades de su aspecto. Es bailarina, pensé, o modelo, o modelo y bailarina, o actriz y modelo, o bailarina y actriz. Su sonrisa era una lupa: la colocó ante mis ojos y su belleza se me hizo inmensa y complicada, como debe de ser la de una flor para una abeja.
Neirs había mencionado su nombre pero yo no lo había oído.
– Supe lo de su accidente -dijo-. Qué lástima. Aunque usted está bien, ¿verdad?
– No me puedo quejar.
Por alguna razón esta respuesta le hizo una gracia infinita. Separó las dos hileras de dientes mientras reía. Su risa no dejaba de ser delicada; una sonrisa sonora.
– Mi coche quedó hecho polvo y yo salí ileso -añadí-. Un milagro, según dicen… Pero en la vida, a veces, suceden milagros…
– Sí, eso es cierto. Yo también lo creo.
Como si se le hubiera ocurrido algo de repente, abrió el pequeño bolso de cadenilla que colgaba de su precioso hombro desnudo. «Si me permite, voy a darle una de mis tarjetas». Y me la dio, en efecto: perfumada, satinada, lujosa. Su cuerpo, mágicamente transmutado en tarjeta. No la leí en aquel momento. La guardé en el bolsillo preguntándome por qué una actriz, una modelo o una bailarina habría de darme su tarjeta nada más conocerme. Encantado, encantada, nos dijimos. Ella entró en el despacho con Neirs; yo acompañé a Virgilio. En el vestíbulo, mi guía me entretuvo con la firma de algunos documentos relativos a los detalles económicos. Como suponía, «Horacio Neirs. Investigación y Crítica» era una agencia cara, diríase que selecta, pero el dinero era el único detalle de mi vida que no me preocupaba.
– Ha tenido usted la MEJOR suerte del mundo -dijo Virgilio mientras me despedía-. El señor Neirs es BUENÍSIMO en su trabajo.
Mientras la plateada cabina del ascensor se deslizaba con suavidad hacia la planta baja, saqué la tarjeta del bolsillo. Las letras destellaban de azul.
MUSA GABBLER OCHOA
MODELO PROFESIONAL PARA ESCRITORES
Las puertas del ascensor se abrieron, partiendo mi reflejo por la mitad.
Eran casi las 4 de la tarde cuando salí del edificio. Decidí almorzar en la barra de un bar cercano, uno de esos lugares de Azca para yuppies, y pedí un sándwich vegetal y una cerveza sin alcohol. Apunté en mi libreta, bajo «Personas»:
10. Horacio Neirs: elegante, profesional.
11. Virgilio: pequeño, guía.
12. Musa Gabbler:
Aquí me detuve. No se me ocurría cómo resumirla. Quizá «bello azar» fuera una buena expresión, pensé. El impacto de su imagen de espaldas aún me trastornaba. No podía olvidar sus ojos perfectos y el fulgor de su anatomía. Un átomo del bebedizo de su perfume seguía hechizando mi olfato. «Musa Gabbler Ochoa, Musa Gabbler Ochoa», susurré. Sonaba a murmullo, estallido de burbujas y aliento final. Me pregunté si sería ella. La coincidencia parecía casi sobrenatural. «Pero en la vida no suelen suceder las mismas cosas que en las novelas -razoné-. Además, una chica con vestido negro y moño no debe de ser infrecuente.» Por otra parte, aquella muchacha no necesitaba ser la mujer de mi párrafo para resultarme atractiva y enigmática. Otro punto que ignoraba era lo de «modelo profesional para escritores»: no tenía ni idea de qué clase de oficio sería.
Decidí posponer sus palabras descriptivas, guardé la libreta y me concentré en el sándwich. El bar se hallaba en una especie de semisótano y sus ventanales oscuros mostraban las piernas de los transeúntes. En un momento dado, dos hombres sentados en un rincón volvieron la cabeza y miraron hacia la calle. Yo hice lo mismo. El camarero de la barra nos imitó. Forradas de seda negra, las piernas desfilaban de izquierda a derecha tras las ventanas, majestuosamente, como en un espectáculo de sombras. Pensé que sus zapatos planos no harían ruido al caminar. Demoró lo suficiente para que todos pudiéramos disfrutarla y yo, además, reconocerla. Pagué la cuenta y decidí seguirla, porque no tenía nada mejor que hacer y porque el azar del nuevo encuentro (apenas 20 minutos después del primero) me intrigó.
La tarde de sábado era espléndida, aunque en la Castellana soplaba un aire áspero, frío, movedor de nubes. La prenda que ella llevaba encima no estaba de más, por tanto; lo que me sorprendía era el desajuste de atuendos: cazadora militar color caqui sobre el elegante vestido negro. Me hacía pensar en una de esas ejecutivas que acuden al trabajo con modelos de Chanel y zapatillas de tenis. Caminaba hacia Nuevos Ministerios sin apresurarse, con naturalidad, apretando contra el costado el bolso de cadenilla. Los hombres giraban la cabeza al paso de aquella escultura alta y canónica. Me divertía observar a los ocupantes de los coches detenidos en los semáforos: la forma que tenían de apartar los ojos ociosos de la monotonía del tráfico; su sorpresa al distinguir la ondulante silueta; los esfuerzos por no perderla de vista. A mí, que iba en la carroza de atrás, en la que nadie reparaba, todo aquello me parecía un juego.
De pronto se detuvo. Alzó un brazo, quizá para consultar la hora, miró a un lado y a otro (llevaba gafas de sol), se aseguró de que el pelo y el moño seguían en su sitio y se dirigió a un banco de la avenida, encharcado de sombras de árboles. Dejó el bolso en el banco y se quitó la cazadora, que apoyó sobre el bolso. Después regresó al centro de la acera. En medio de aquel torbellino de vehículos, cielo índigo y paisaje de ciudad, ella, en traje de noche, parecía el anuncio tridimensional de un perfume. La tarde destellaba en los músculos de su espalda desnuda. Se quedó de pie, las piernas juntas, el torso erguido. El viento convirtió los picos de su minifalda en una veleta. Permaneció 1 minuto en aquella posición. Entonces giró a la derecha y dejó transcurrir otro minuto; después giró a la izquierda. Los escasos transeúntes la observaban con curiosidad. Al principio pensé que contemplaba algo, y me volví en las mismas direcciones que ella, pero al no ver nada especial, el vuelo de mis ojos regresó, como un gorrión dócil, a su cuerpo. Pronto comprendí que su postura era el único propósito de aquel extraño ejercicio. ¿Qué estaba haciendo? ¿Yoga? ¿Relajación mental? Tres minutos después se dirigió al banco, cogió la cazadora y se la puso; pero volvió a quitársela casi enseguida y retornó al centro de la acera; repitió las tres posiciones. Otros tres minutos más tarde, al regresar al banco por segunda vez, se sentó, se despojó de las gafas de sol y comenzó a charlar.
A charlar, tal como lo digo.
Me acerqué, ocultándome tras un árbol; aun así, no pude escuchar palabras; tampoco me pareció que ella las pronunciara. Pero sus largas manos aleteaban; ladeaba la cabeza; su rostro enarbolaba la deslumbrante sonrisa. Parecía dialogar con un espectro. La vi reír de la misma forma que había reído conmigo una hora antes. La vi resbalar hacia una esquina del banco, besar el aire e inclinar la nuca hacia atrás, cerrar los ojos y separar un poco las piernas. Era una verdadera suerte que a esas horas tardías del sábado apenas hubiera testigos. ¿Estaría enferma? ¿Drogada? Fuera lo que fuese, resultaba un espectáculo fascinante.
De pronto se me ocurrió anotar aquel increíble «Suceso». Saqué la libreta y el bolígrafo y me apoyé en el tronco. Estuve dándole vueltas a lo que escribiría. Al fin puse:
8. Ella goza con sus fantasías.
El punto final, tras la palabra «fantasías», ejecutó un vuelo salvaje; la tinta desgarró el papel. Me volví, reprimiendo un grito, al sentir el empujón.
Se trataba de un viejo de aspecto oriental, quizá japonés, delgado, de cabellos grises. Unos prismáticos de teatro oscilaban, colgados de su cuello, sobre una chaqueta de mezclilla y un chaleco rojo. Sostenía otra libreta y otro bolígrafo y me miraba con ojos como guiones oscuros a través de los cristales de unas gafas metálicas. Al parecer, había venido corriendo desde algún sitio, porqué jadeaba. Barboteó algo. «Perdone, ¿qué le ocurre?», dije. Volvió a empujarme y me arrinconó contra el árbol. No paraba de gritar y de enseñarme los dientes, como si quisiera morderme. Señaló mi libreta; hizo ademán de escribir; me señaló a mí; hizo ademán de negar; se señaló a sí mismo; me mostró su libreta. Atisbé en el papel los ideogramas propios de su lengua. «You cannot write, sir!», chapurreó por fin. «This is my time!» Alzó un brazo en dirección a la muchacha. Ella, que había abandonado la mímica, nos contemplaba desde el banco con curiosidad, pero no parecía decidida a acercarse. Yo estaba avergonzado. «Ahora se dará cuenta de que la he seguido», pensaba. El japonés (cada vez entendía mejor lo que me decía) insistía en su prioridad: él la había contratado antes; la escena era para él, para su uso personal, yo no podía copiarla. Había estado observándola con los prismáticos mientras escribía, y de repente me había visto a mí, mirándola y escribiendo también. ¿Acaso iba yo a negarlo? ¡Allí estaba mi libreta como prueba! Me alejé del viejo sin replicarle. «¡Señ… Cab…o!», escuché, pero no me volví. Cogí un taxi y regresé a casa, profundamente abochornado.
El teléfono sonaba cuando llegué. Al descolgar y oír su voz, me pareció que no había dejado de llamarme y que sus palabras constituían una prolongación de su grito.
– ¿Señor Cabo?… Soy Musa Gabbler Ochoa.
Deseaba verme esa misma noche. «He de decirle algo importante», añadió. Repliqué: «De acuerdo». Después, cuando colgué, logré razonar. Y de inmediato me sentí infeliz. Mucho más tranquilo, pero infeliz. Temí que estuviera enfadada, incluso que pretendiera demandarme por haber provocado aquel pequeño incidente durante su trabajo. Inventé explicaciones defensivas mientras me vestía. O quizá no era enfado sino interés: a lo mejor buscaba un enchufe para colaborar con los escritores de Salmacis. Decidí que prefería el enfado. Cuando Ninfa me vio bajar del dormitorio vestido con traje oscuro y pañuelo de seda al cuello, movió la cabeza con gesto desaprobador. «Vuelvo enseguida, Ninfa», mentí.
Más tarde, en el taxi, descubrí que tenía una erección.
Habíamos quedado en un café de la zona de Ópera a las 11 de la noche, pero el taxista me dejó un poco antes porque aquello era un hervidero de coches. Hacía frío, mucho más que por la tarde, aunque el cielo nocturno se hallaba despejado. No así las calles: coincidí con el final de una función en el Teatro Real y hube de esquivar trajes oscuros, figuras perfumadas y ancianas enjoyadas. La ópera había gustado -era Las bodas de Fígaro-. Escuché, al pasar, comentarios de alabanza; también anécdotas: una espectadora no terminaba de enterarse de que Cherubino era una mujer que hacía de hombre que al final hacía de mujer, y se lo explicaban a gritos.
Para mi sorpresa, el café se hallaba casi vacío. Se trataba de un salón art déco recubierto de caoba, con espejos en las repisas de la barra. Sólo había una persona en las mesas (en la barra había tres), y era Musa. Avancé hacia ella boquiabierto.
«Fabulosa», pensé al verla. Rodeada por la oscuridad de la madera, iluminada por la vidriera de las lámparas art déco, parecía la llama de una vela. Toda ella era de color crudo, salvo un fular rojo ocre enroscado al cuello. Llevaba un conjunto de jersey de cuello vuelto, minifalda de algodón, medias opacas largas y zapatos de tacón ancho. Su pelo no había variado: era un casco de cobre adornado con un moño. En la mesa yacía un cigarrillo con boquilla sobre un cenicero transparente, una cajetilla de Gauloises y un vaso de cinzano. Las manos, largas, finas, sensuales, jugaban con un pequeño papel (quizá el sello de la cajetilla); las muñecas ardían de pulseras.
– Siéntese -dijo.
Ocupé la silla que había frente a ella. A oleadas me llegaba su agresivo perfume. Estaba seria, o simplemente pensativa. En el aire cantaba un grupo similar a Los Platters; quizá Los Platters.
– Escuche, lo de esta tarde, yo…
– Fue culpa mía -me cortó-. Tenía que haber aclarado el equívoco. Perdóneme. Es que al pronto creí que ustedes dos se conocían. Me refiero a mi cliente y usted.
Su forma de expresarse, con aquella exacta rapidez, era tan diáfana que estoy seguro de que ahora la cito textualmente. Nada se interponía entre el papel y sus labios: ella hablaba para ser escrita. Supuse cierta deformación profesional.
Volví a disculparme pero no revelé que la había seguido. «Una coincidencia -dijo-, olvidémoslo.» Una coincidencia más. La Bella y la Coincidencia. Nuestra Señora de las Coincidencias. Un camarero, de quien sólo atisbé la barriga y el delantal negro (Musa Gabbler Ochoa era el único espacio que admitían mis ojos) me preguntó qué deseaba, y pedí una cerveza.
– ¿Hace esto a menudo? -inquirí-. Lo de quedar con alguien en algún lugar y…
– Siempre que puedo. Es mi trabajo. Los escritores me telefonean, me dicen lo que tengo que vestir, lo que quieren que haga y en dónde, y se dedican a observarme mientras toman notas para sus obras.
Asentí. «Por eso llevaba el vestido negro debajo de la cazadora -pensé-. Era su ropa de trabajo.»
Me miró un instante. Su finísima ceja castaña izquierda se alzó como la hoz de una interrogación. Sus labios en bermellón claro sonreían.
– Pensé que conocías la profesión de modelo de escritor. ¿No has contratado nunca a ninguno?
Le dije que no, aunque, por supuesto, no lo recordaba (y advertí la suavidad con que había empezado a tutearme: para una persona que se expresaba como ella, aquel gesto tenía dotes de caricia). Me explicó que era un oficio bastante reciente, pero, en el fondo, muy antiguo. «Sólo que antes el modelo no era consciente de que lo era», dijo. Se extendió con datos que me revelaron, además, su ingente cultura: a Flaubert le hubiera encantado tener varios -modelos, se refería-, y a Proust también. De hecho, el primero había adquirido un loro disecado para escribir Un corazón simple. ¿Por qué no una mujer viva para Bovary? Y si el autor del Tiempo perdido pasaba horas estudiando un rosal con el fin de reflejarlo en su obra, ¿acaso no hubiera deseado disponer de una muchacha inmóvil dentro de su habitación, y observar durante días el laberinto de una mirada o el vaivén de un gesto? «Quien dice muchacha dice cualquier otra persona, incluyendo ancianos y niños -aclaró-. Somos muchos en esta profesión.» Objeté que podía haber cierta artificiosidad en esa manera de proceder. «Bien -dijo ella, y me deslumbró con su sonrisa-, pero la literatura es un artificio, ¿no?» Yo no estaba tan seguro. Musa insistía: las mujeres de las novelas, los hombres de las novelas, ¿qué son, sino figuras convencionales repletas de… repletas de… (dudaba, buscando la palabra)… tópicos? En el fondo, hasta los personajes más verosímiles están creados para entretener. Toda literatura es mentira, y yo debía de saberlo. No como nosotros, que éramos verdad. No como ella, Musa Gabbler Ochoa, y como yo, Juan Cabo, que poseíamos peso, lastre, un equipaje de realidad repleto de… de… nuestras respectivas biografías. «¿Acaso te ves metido en una novela?», me preguntó, iluminando la frase con su dentadura. Reímos, pero no pude evitar replicar que, desde mi accidente, ésa era, expresada con justa exactitud, la sensación que me embargaba.
– ¿Que estás metido en una novela? -Abrió de par en par sus enormes ojos.
– Que todo lo que me rodea es ficticio, incluyéndome a mí mismo -declaré-. Como si hubiera nacido hace 35 páginas en vez de hace 35 años.
Hice una pausa y contemplé los arrecifes blancos de mi cerveza.
– O como si yo también fuera un modelo de escritor. -Y levanté la vista para agregar: «Todo se debe a mi amnesia, claro», pero entonces percibí que la expresión de Musa había cambiado. Lanzaba nerviosas miradas hacia la barra.
Seguí la dirección de sus ojos y quedé petrificado. Sentado en un taburete frente a nosotros se hallaba el hombre de la cara fofa. Lo reconocí en seguida, porque llevaba el mismo traje gris de La Floresta. Escribía apresuradamente en un cuaderno que apoyaba sobre la barra, junto a los accesorios de un servicio de té o similar. Todo parecía indicar que había estado allí desde el principio, pero que mis ojos, poseídos por Musa, no se habían percatado hasta ese instante. De improviso alzó la pluma y me devolvió la mirada, imperturbable, sin desafío, con cierta curiosidad profesional, como un pintor contemplaría una puesta de sol o un médico las eflorescencias de una enfermedad de la piel.
– ¡Por favor, Juan, no lo mires! -susurró Musa, apurada-. ¡Sigamos hablando como si él no estuviera!… Se trata de un cliente… Es que ahora mismo estoy trabajando, ¿sabes? -Imprimió a su voz un tono lastimero, como queriendo decirme: «Ya lo ves: ésta es la canallesca servidumbre de mi oficio»-. Me llamó por la tarde y me dijo que deseaba una escena en un café, un diálogo entre dos personas: una tenía que ser yo y la otra tú. Pero insistió en que no te dijera nada.
La monstruosidad de aquella declaración me hizo temblar. Musa depositó su bellísima mano sobre la mía.
– ¡Finge que no sabes nada, te lo suplico! De lo contrario, me harías perder dinero. -Su ruego era tan perentorio que, con esfuerzo, la obedecí.
– Me he encontrado con él en otra ocasión -dije en voz baja-. ¿Quién es?
Ella no lo sabía. La contrataban muchos escritores anónimos. También ignoraba por qué había exigido mi presencia en la escena. Le pagaban por trabajar sin hacer preguntas.
– Pero no pienses más en él… -Sus finas pestañas descendieron-. Te juro que te hubiera llamado esta tarde de cualquier forma… Ya te dije que tenía que revelarte algo muy importante…
No respondí. Observé de reojo cómo Don Cara Fofa me miraba y escribía. Pensé que quizá estaba anotando: «Juan Cabo observó de reojo cómo yo lo miraba y escribía». Inferí las palabras que usaría para narrar mi rostro en aquel instante: «palidez», «temblor de labios», «globos oculares desorbitados»… ¿Quién sería? ¿Por qué se tomaba tanto interés por mí? De buena gana me hubiera levantado para pedirle explicaciones, pero la súplica de Musa me retenía. Fijé la mirada en ella. Su belleza me apresó; sus ojos me encerraron en un paréntesis azul.
– Juan, quería decirte… quería que supieras que…
Titubeó, como si la confesión que iba a hacerme fuera especialmente vergonzosa.
– Juan, la mujer de tu párrafo soy yo.