Los líos del amor os dan preocupación, ¡chicos!
Siw Malmkvist, Los líos del amor
I never wanted to kill.
I am not naturally evil.
Such things I do Just to make myself
More attractive to you. Have I failed?
Morrissey, Last of the Famous International Playboys
Gunnar Holmberg, comisario de policía de Vällingby, mostró una pequeña bolsa de plástico que contenía polvos blancos.
Tal vez heroína, pero nadie se atrevió a decir nada. No querían que sospechara que sabían de esas cosas, menos aún si tenían un hermano o algún colega del hermano metidos en ello. Chutándose caballo. Hasta las chicas se quedaron en silencio mientras el policía movía la bolsa.
– ¿Creéis que es levadura?, ¿harina?
Un murmullo reprobador. No fuera a pensar el policía que los de 6o B eran idiotas. Evidentemente era imposible determinar qué había en la bolsa, pero puesto que la clase trataba de las drogas, uno podía sacar sus propias conclusiones. El policía se volvió hacia la maestra:
– ¿Qué les enseñáis en la clase de tareas del hogar?
La maestra sonrió encogiéndose de hombros. Todos se echaron a reír; el poli parecía majo. Algunos chicos habían podido hasta coger su pistola antes de que empezara la clase. Sin cargar, claro, pero de todas formas.
A Oskar le brincaba el corazón en el pecho. Sabía la respuesta a esa pregunta. Sufría por no poder decir lo que sabía. Quería que el policía lo mirara. Que lo mirara y que le dijera algo después de que él hubiera dado la respuesta correcta. Era una tontería lo que iba a hacer, lo sabía, y, sin embargo, levantó la mano.
– ¿Sí?
– Es heroína, ¿no?
– Lo es -contestó el policía mirando con amabilidad-. ¿Cómo lo has adivinado?
Todas las cabezas se volvieron hacia él, expectantes ante lo que iba a decir.
– Bueno, es que… leo mucho y eso. El policía asintió con la cabeza.
– Eso está bien. Leer -dijo moviendo la bolsita-. Así no queda tanto tiempo para otras cosas. ¿Cuánto creéis vosotros que puede valer esto?
Oskar no tenía ya nada que añadir. Había pasado su minuto de gloria. Incluso le pudo decir al policía que leía mucho. Era más de lo que había esperado.
Luego se perdió en ensoñaciones. Imaginaba cómo el policía, al terminar la clase, se acercaba a él, se sentaba a su lado y le preguntaba cosas. Entonces le iba a contar todo. Y el policía le iba a entender. Le acariciaría el pelo y diría que era un buen chico; le levantaría y, estrechándolo entre sus brazos, diría:
– Jodido chivato.
Jonny Forsberg le clavó el dedo en el costado. El hermano de Jonny iba con drogatas y Jonny sabía un montón de palabras que el resto de los chicos de la clase aprendían rápidamente. Casi seguro que Jonny sabía conexactitudcuánto valía aquella bolsa, pero no era un chivato. No hablaba con la pasma.
Tenían recreo y Oskar se quedó al lado de los percheros, indeciso. Jonny quería meterse con él. ¿Cuál sería la mejor manera de evitarlo? ¿Quedándose en el pasillo o saliendo fuera? Jonny y el resto de los chicos de la clase se lanzaron en tromba al patio.
Claro; el policía iba a permanecer con su coche en el patio de la escuela para que quienes estuvieran interesados se acercaran a mirar. Jonny no se atrevería a meterse con él mientras el policía se quedara allí.
Oskar bajó hasta las puertas del patio y miró a través de los cristales. Justamente, todos los de la clase se arremolinaban alrededor del coche de la policía. A Oskar le habría gustado estar allí también, pero desechó la idea. Alguien intentaría darle un rodillazo; otro, bajarle los calzoncillos hasta la raja del culo, con policía o sin ella.
Pero al menos tendría un respiro durante este recreo. Salió al patio y se escabulló hasta la parte de atrás, hasta los lavabos.
Una vez dentro aguzó el oído, carraspeó un poco. El sonido resonó entre las cabinas. Rápidamente se sacó de los calzoncillos su bola del pis, un trozo de esponja del tamaño de una mandarina que él mismo había cortado de un viejo colchón, con un agujero en el que metía el pito. Lo olió.
Pues sí, mierda, claro que se había orinado un poco. Enjuagó la bola bajo el grifo y la escurrió lo mejor que pudo.
Incontinencia. Se llamaba así. Lo había leído en un folleto que había cogido a hurtadillas en la farmacia. Algo que padecían sobre todo las viejas.
Y yo.
Se podían comprar productos que iban bien para eso, según decía el folleto, pero él no pensaba gastar su propina yendo a la farmacia a pasar vergüenza. Y de ninguna manera pensaba decírselo a mamá; su compasión le ponía enfermo.
Él tenía su bola del pis y funcionaba; siempre y cuando la cosa no fuera a peor.
Pasos fuera, voces. Con la bola apretada en la mano se metió en una de las cabinas y cerró la puerta al tiempo que se abría la de fuera. Se subió sin hacer ruido a la tapa del retrete acurrucándose de manera que no se le vieran los pies si alguien miraba por debajo. Intentó contener la respiración.
– ¿Ceeeerdo?
Jonny, claro.
– Cerdo, ¿estás aquí?
Y Micke. Los dos peores. No, Tomas era más cabrón, pero no solía acompañarles cuando la cosa iba de dar golpes y arañazos. Demasiado listo para eso. Ahora le estaría haciendo la pelota al policía. Pero si descubrieran su bola del pis sería Tomas el que de verdad utilizaría eso para herirlo y humillarle durante mucho tiempo. Jonny y Micke le atizarían algún golpe y tan contentos. Así que de alguna manera había tenido suerte…
– ¿Cerdo? Sabemosque estás aquí.
Tocaron su puerta, llamaron y golpearon. Oskar juntó los brazos alrededor de las rodillas y apretó los dientes para no gritar.
– ¡Iros de aquí! ¡Dejadme en paz! ¡¿Es que no podéis dejarme en paz?!
Entonces, Jonny dijo con voz melosa:
– Cerdito, si no sales ahora tendremos que esperarte después de la escuela. ¿Es eso lo que quieres?
Permanecieron un momento en silencio. Oskar contuvo la respiración.
Se liaron a patadas y golpes con la puerta. Atronaba en la cabina y el cerrojo se doblaba hacia dentro. Debería abrir, salir antes de que se enfadaran más, pero no podía.
– ¿Ceeerdo?
Había levantado la mano, demostrado que era alguien, que sabía algo. Aquello estaba prohibido. Para él. Se inventaban un montón de razones para humillarle: que estaba demasiado gordo, que era demasiado feo, demasiado asqueroso. Pero el verdadero problema era que él no existía para nada, y todo lo que les recordara su existencia era un crimen.
Probablemente no harían más que «bautizarle», meterle la cabeza en el retrete y tirar de la cadena. Con independencia de lo que se les ocurriera sentía siempre un granalivio cuando ya había pasado. Entonces, ¿por qué no podía quitar el pestillo, que de todos modos iba a saltar en cualquier momento, y dejarles que se divirtieran?
Con la vista puesta en el pestillo vio cómo éste se iba doblando hasta que saltó de la armella, la puerta que se abrió de golpe contra la pared de la cabina, la sonrisa de triunfo en la cara de Micke Siskovs, lo sabía.
Porque el juego no era así.
Ni él había corrido el pestillo ni los otros habían saltado la pared de su cabina en tres segundos, porque ésas no eran las reglas del juego.
La euforia de los cazadores era de los otros; el terror de la víctima, suyo. Cuando le cogieran se acabaría la diversión, y la paliza propiamente dicha sería una obligación impuesta. Si se rendía demasiado pronto corría el riesgo de que pusieran toda su energía en el castigo en lugar de ponerla en la persecución. Lo que sería peor.
Jonny Forsberg asomó la cabeza.
– Levanta la tapa si vas a cagar… Vamos, chilla como un cerdo.
Oskar chilló como un cerdo. Estaba previsto. A veces, si lo hacía le perdonaban el castigo. Se esforzó al máximo temiendo que, si no, durante el castigo le obligaran a levantar las manos y descubrir su asqueroso secreto.
Arrugó la nariz como si fuera el hocico de un cerdo gruñendo y chillando, gruñendo y chillando. Jonny y Micke se reían.
– Joder, Cerdo. Venga, más.
Oskar siguió. Apretó los ojos y siguió. Cerró los puños con tanta fuerzaquelas uñas se le clavaron en las palmas de las manos y siguió. Gruño y chilló hasta que notó un sabor raro en la boca. Entonces paró. Abrió los ojos.
Se habían ido.
Se quedó allí, acurrucado encima de la tapa del retrete, mirando al suelo. Había una mancha roja en el azulejo que estaba debajo de él. Mientras miraba, cayó al suelo otra gota de sangre de su nariz. Cogió un trozo de papel higiénico y se tapó las fosas nasales.
Le pasaba a veces, cuando tenía miedo. Empezaba a sangrar por la nariz, sin más. Esto le había ayudado en algunas ocasiones justo cuando iban a pegarle; entonces lo dejaban, puesto que ya estaba sangrando.
Oskar Eriksson permanecía acurrucado con un trozo de papel en una mano y su bola del pis en la otra. Sangraba, se orinaba y hablaba demasiado. Tenía escapes en todos los agujeros. Pronto empezaría a cagarse también. El Cerdo.
Se levantó y salió de los lavabos. Dejó la mancha de sangre en el suelo. Para que alguien la viera y sospechara. Para que creyera que alguien había sido asesinado allí, puesto que alguien habíasido asesinado allí. Por centésima vez.
Håkan Bengtsson, un hombre de cuarenta y cinco años con incipiente barriga, incipiente calva y dirección desconocida para la autoridad, iba en el metro mirando por la ventana, estudiando la que iba a ser su nueva casa.
La verdad es que esto era algo feo. Norrköping era más bonito. De todas formas, estas poblaciones del oeste no se parecían en nada a los suburbios de Estocolmo que él había visto por la televisión; Kista y Rinkeby y Hallonbergen. Esto era diferente.
– PRÓXIMA ESTACIÓN, RÅCKSTA.
Algo más acabado y más acogedor. Aunque ahí se veía un auténtico rascacielos. Alzó la vista para poder ver el último piso de la torre de oficinas de Vattenfall. No recordaba un edificio semejante en Norrköping. Aunque claro, nunca había estado en el centro.
Se tenía que bajar en la próxima estación, ¿no? Miró el mapa de la red del metro pegado encima de las puertas. Sí, la próxima.
– ATENCIÓN A LAS PUERTAS. CIERRE DE PUERTAS.
No le miraba nadie, ¿verdad?
No, en el vagón sólo iban unas pocas personas ocupadas con sus periódicos de la tarde. Mañana hablarían de él en esos periódicos.
Fijó la vista en un anuncio de ropa interior. Una mujer posaba provocadora con bragas negras y sujetador de encaje. Era una locura. Por todas partes piel desnuda. ¡Y eso estaba permitido! ¿Cómo influía realmente aquello en las personas, en el amor?
Le temblaban las manos y las apoyó en las rodillas. Estaba muy nervioso.
– ¿De verdad que no hay otra manera?
– ¿Crees que te expondría a esto si hubiera otra manera?
– No, pero…
– No hay ninguna otra manera.
Ninguna otra manera. No había más remedio que hacerlo. Sin torpezas. Había consultado el mapa en la guía de teléfonos y elegido una zona de bosque que probablemente iría bien, después hizo la bolsa y salió.
Había cortado el logotipo de Adidas con el cuchillo que llevaba en la bolsa, entre los pies. Ésa era una de las cosas que habían ido mal en Norrköping. Alguien había recordado la marca de la bolsa y luego la policía la había encontrado en el contenedor en el que él la había tirado, no muy lejos de su piso.
Hoy se la llevaría a casa. Tal vez la cortaría en trozos pequeños y los echaría al retrete. ¿Se hacía así?
¿Cómo se hace en realidad?
– FINAL DEL TRAYECTO. POR FAVOR, ABANDONEN LOS VAGONES.
El metro vomitó su carga y Håkan siguió a los otros pasajeros con la bolsa en la mano. Le pareció que pesaba, aunque lo único pesado que había en ella era la botella de gas. Trató de andar con naturalidad, no como un hombre camino de su propia ejecución. La gente no tenía que fijarse en él.
Pero sus piernas parecían de plomo, como si quisieran soldarse al andén. ¿Y si se quedara allí? ¿Si se quedara totalmente quieto sin mover ni un músculo y permaneciera así? Esperando a que llegara la noche, a que alguien se fijara en él y llamara a… alguien que le buscara, que le llevara a otro sitio.
Siguió andando a paso normal. Pierna derecha, pierna izquierda. No podía fallar. Ocurrirían cosas terribles si fallaba. Lo peor que se pudiera imaginar.
Arriba, junto a los torniquetes, miró a su alrededor. Tenía muy mal sentido de la orientación. ¿Hacia qué lado estaría esa zona del bosque? Lógicamente, no podía preguntárselo a nadie. Probaría suerte. No había más que seguir adelante, acabar con ello de una vez. Derecha, izquierda.
Tiene que haber otra manera.
Pero no se le ocurría nada. Había ciertos requisitos, ciertos criterios. Y ésta era la única manera de cumplirlos.
Lo había hecho ya dos veces, y las dos la había cagado. En Växjö no tanto, pero lo suficiente como para verse obligado a marcharse de allí. Hoy lo iba a hacer bien, recibiría muchos elogios.
Caricias, tal vez.
Dos veces. Ya estaba condenado. ¿Qué importancia podía tener una tercera vez? Absolutamente ninguna. El castigo de la sociedad sería probablemente el mismo: cadena perpetua.
¿Y el moral? ¿Cuántos golpes dará la cola, rey Minos?
El camino del parque por el que iba torcía más adelante, donde empezaba el bosque. Tenía que ser el bosque que había visto en el mapa. La botella y el cuchillo golpeaban el uno contra el otro. Intentó llevar la bolsa de modo que no sonaran.
Una niña apareció en la calle delante de él. Una niña de unos ocho años de vuelta a casa después de la escuela con la cartera golpeándole la cadera.
¡No! ¡Nunca!
Ahí estaba el límite. Una niña tan pequeña, no. Preferible él mismo, hasta que cayera muerto. La niña iba cantando algo. Aceleró el paso para acercarse, para poder escucharla.
Pequeño rayo de sol que entras
por la ventana en mi casa…
¿Todavía cantaban los niños esa canción? La niña tal vez tenía una profesora mayor. Qué bien que esa canción todavía existiera. Le habría gustado acercarse más para oírla mejor, sí, tan cerca como para sentir el olor de su pelo.
Caminó más despacio. Nada de liarla. La niña dejó la calle, continuó por un sendero hacia el bosque. Probablemente vivía en las casas que había al otro lado. Que los padres se atrevieran a dejarla ir así, totalmente sola. Tan pequeña.
Se detuvo, dejó que la niña aumentara la distancia y desapareciera en el bosque.
Ahora sigue, pequeña. No te entretengas jugando en el bosque. Esperó cosa de un minuto, escuchando a un pinzón que cantaba en un árbol próximo. Luego siguió tras la niña.
Oskar iba de vuelta a casa después de la escuela; muy abatido. Siempre se sentía peor cuando conseguía evitar el castigo de esamanera: haciendo de cerdo, o de cualquier otra cosa. Peor que si le hubieran dado una paliza. Lo sabía y, sin embargo, no era capaz de aceptar el castigo cuando éste se avecinaba. Prefería rebajarse a lo que fuera. Ningún orgullo.
Robin Hood y el Hombre Araña tenían orgullo. Cuando Sir John o el Doctor Octopus los tenían arrinconados, ellos desafiaban al miedo, aunque no hubiera posibilidad de escapar.
Pero ¿qué sabía realmente el Hombre Araña? Como ya se sabe, conseguía escapar siempre, aunque fuera imposible. Era un personaje de cómic que tenía que sobrevivir para el siguiente número. Él tenía sus fuerzas de Hombre Araña; Oskar, su gruñido. Cualquier cosa con tal de sobrevivir.
Necesitaba consolarse. Había pasado un día terrible y ahora iba a tener un poco de compensación. Aun a riesgo de encontrarse con Jonny y Micke caminó hasta el centro de Blackeberg, hasta el Sabis. Subió arrastrando los pies por la vereda zigzagueante en lugar de subir por las escaleras, se relajó. Lo importante era estar tranquilo, no sudar.
Ya le habían pillado una vez robando en Konsum, el año pasado. El guardia de seguridad quería llamar a su madre, pero estaba en el trabajo y Oskar no sabía su número, no, no. Pasó una semana angustiado cada vez que sonaba el teléfono. Sin embargo, en lugar de eso llegó una carta dirigida a su madre.
Idiotas. En el sobre ponía incluso «Comisaría de Policía de Estocolmo», y naturalmente Oskar lo abrió, leyó sus delitos, falsificó la firma de su madre y después envió la carta de nuevo para confirmar que la había leído. Cobarde puede, pero no tonto.
Y lo de cobarde… ¿Era de cobardes lo que estaba haciendo ahora? Llenándose los bolsillos de la cazadora con Dajm, Japp, Coco y Bounty para terminar con una bolsa de cochecitos entre la cinturilla del pantalón y el estómago; fue a la caja y pagó por un chupa chups de Dumle.
Volvió a casa con la cabeza alta y el paso ligero. No era el Cerdo al que todos podían patear, era el jefe de los ladrones que desafiaba los peligros para sobrevivir. Podía engañarlos a todos.
Cuando cruzó el arco de entrada al patio se sintió seguro. Ninguno de sus enemigos vivía allí, un círculo irregular dentro del círculo más amplio que era la calle Ibsen. Una doble fortificación. Allí estaba seguro. En ese patio no le había pasado nada malo de verdad. Casi nada.
Allí había crecido y allí había tenido amigos antes de empezar la escuela. Fue en quinto cuando comenzó a sentirse rechazado en serio. A finales de ese curso se convirtió en el saco de los golpes de todos sus compañeros, y aquello se extendió incluso a otros chicos que no iban a su clase. Llamaban cada vez menos para preguntarle si quería salir a jugar.
Fue también durante ese periodo cuando empezó con su cuaderno de recortes, al que ahora acudía de nuevo, para entretenerse.
– ¡JIIINNN!
Se oyó un zumbido y algo le golpeó los pies. Un coche teledirigido de color granate echó marcha atrás, dio la vuelta y subió por la cuesta en dirección a su portal a toda velocidad. Detrás de los espinos, a la derecha del arco, apareció Tommy con una larga antena que salía de su estómago, chuleando un poco.
– Te ha sorprendido, ¿eh?
– Qué rápido va.
– Sí. Te lo vendo.
– ¿Por cuánto…?
– Trescientas coronas.
– No. No las tengo.
Tommy le hizo una señal con el índice para que se acercara, dio la vuelta al coche en la cuesta y lo condujo hacia abajo a velocidad de rally, lo paró con un derrape delante de sus pies, lo cogió y, haciéndole una caricia, dijo en voz baja:
– Cuesta novecientas en la tienda.
– Seguro.
Tommy miró el coche, examinó a Oskar de arriba abajo.
– ¿Doscientas entonces? Es totalmente nuevo, ya ves.
– Sí, es muy bonito, pero…
– ¿Pero?
– Nada.
Tommy asintió, puso el coche en el suelo y lo dirigió entre los arbustos de manera que las ruedas grandes y estriadas chirriaron, dio una vuelta al tendedero de las alfombras y otra vez cuesta abajo.
– ¿Me dejas probarlo?
Tommy miró a Oskar como para decidir si era o no digno de ello, le tendió el mando a distancia señalando el labio superior.
– Te han pegado, ¿no? Tienes sangre. Aquí.
Oskar se pasó el índice por el labio, algunas partículas de color marrón se le quedaron pegadas.
– No, es sólo…
Mejor no contarlo. No servía para nada. Tommy era tres años mayor. Duro. Sólo diría algo sobre que hay que devolverla y Oskar contestaría que «claro», y el único resultado sería que descendería aún más en el aprecio de Tommy.
Oskar manejó el coche un poco, luego miró mientras Tommy lo dirigía. Le habría gustado tener doscientas coronas en efectivo y que pudieran hacer un negocioTommy y él. Algo en común. Se metió las manos en los bolsillos y tocó las golosinas.
– ¿Quieres un Dajm?
– No, no me gustan.
– ¿Japp, mejor?
Tommy levantó la vista del mando a distancia, sonriendo.
– ¿Tienes de los dos?
– Sí.
– ¿Mangados?
– … Sí.
– Vale.
Oskar alargó la mano y le dio un Japp que Tommy se guardó en el bolsillo trasero de sus vaqueros.
– Gracias. Adiós.
– Adiós.
Cuando llegó a casa, Oskar echó todas las golosinas encima de la cama. Iba a empezar con el Dajm para seguir luego con los dobles y terminar con el Bounty, su favorito. Después los coches, que parecía como si enjuagaran la boca.
Dispuso las golosinas en hilera a lo largo de la cama, en el orden en que se las iba a comer. En el frigorífico encontró una botella de coca cola a medias a la que su madre había puesto un trozo de papel de aluminio en la boca. Perfecto. Le gustaba más así, cuando se le habían ido las burbujas, sobre todo con las golosinas.
Retiró el papel de aluminio y colocó la botella en el suelo junto a las golosinas, se tumbó boca abajo en la cama y se puso a examinar su estantería. Una colección casi entera de los cómics Kalla Kårar, aquí y allá completada con Rysare ur Kalla Kårar.
El grueso lo formaban dos bolsas de papel llenas de libros que compró por doscientas coronas a través de un anuncio en el periódico Gula. Había cogido el metro hasta Midsommarkransen y seguido las instrucciones hasta dar con el piso. El hombre que le abrió la puerta parecía gordo, demacrado y hablaba con la voz un poco silbante. Afortunadamente no había invitado a Oskar a pasar, sólo había llevado las bolsas con los libros hasta el rellano, cogido los dos billetes de cien con una inclinación de cabeza diciendo: «Que te diviertas» y había cerrado la puerta.
Entonces Oskar se puso nervioso. Había buscado durante meses los números antiguos de esos cómics en las librerías de viejo que había a lo largo de Götgatan. Por teléfono, el hombre había asegurado que se trataba de números atrasados. Le parecía que había sido demasiado fácil.
Tan pronto como Oskar estuvo fuera del alcance de su vista dejó las bolsas en el suelo y las revisó. No le habían engañado. Cuarenta y cuatro libros desde el número 2 hasta el 46.
Aquéllos no se podían comprar ya. ¡Por doscientas coronas!
Como para no tener miedo de aquel hombre. Lo que había hecho no era ni más ni menos que robarle al troll su tesoro.
Sin embargo, no ganaban a su cuaderno de recortes.
Lo rebuscó en su escondite bajo un montón de tebeos. El mismo cuaderno en sí no era más que una libreta grande de dibujo que había mangado en Åhléns, en Vällingby, saliendo con ella bajo el brazo por todo el morro -¿quién dijo que era un cobarde?-, pero el contenido…
Desenvolvió el Dajm, le pegó un buen mordisco, disfrutó de aquel rechinar crujiente entre los dientes y abrió su cuaderno. El primer recorte era de la revista Hemmets Journal: la historia de una envenenadora de Estados Unidos de los años cuarenta. Había conseguido envenenar con arsénico a catorce viejos antes de que fuera encarcelada, juzgada y ejecutada en la silla eléctrica. Había pedido ser ejecutada con veneno, bastante comprensible, pero el Estado en el que había actuado empleaba la silla, y fue la silla.
Ése era uno de los sueños de Oskar: presenciar una ejecución en la silla eléctrica. Había leído que la sangre se empezaba a cocer, que el cuerpo se retorcía en ángulos imposibles. Se imaginaba también que el pelo se prendía, pero de esto no tenía confirmación escrita.
Absolutamente grandioso, de todos modos.
Siguió hojeando. El siguiente recorte era de Aftonbladet y trataba de un descuartizador sueco. Bastante mala la foto de carné. Parecía una persona cualquiera. Sin embargo había matado a dos chaperos en su propia sauna, los había descuartizado con una motosierra eléctrica y los había enterrado allí mismo. Oskar se comió el último bocado del Dajm mientras observaba detenidamente la cara de aquel hombre. Una persona cualquiera.
Podría ser yo dentro de veinte años.
Håkan había encontrado el sitio perfecto en el que permanecer al acecho, con una buena vista sobre el sendero del bosque en las dos direcciones. En el bosque, más adentro, descubrió una hondonada resguardada con un árbol en medio y había dejado allí la bolsa con las herramientas El pequeño frasco de halotano colgaba de una trabilla bajo el abrigo.
Ya no podía hacer más que esperar.
Yo también quise una vez ser mayor
y tan inteligente como mi padre y mi madre…
No había oído a nadie cantar esa canción desde que iba a la escuela. ¿Era de Alice Tegnér? Imagínate la cantidad de canciones bonitas desaparecidas que nadie cantaba ya. En general, cuántas cosas bonitas habían desaparecido.
Ningún respeto por lo bello. Era característico de la sociedad actual. Las obras de los grandes maestros podían emplearse a lo sumo como referencias irónicas, o como propaganda. La creación de Adán de Miguel Ángel, donde en vez del soplo de vida ponen un par de vaqueros.
Todo el mérito de la composición, como él lo veía, eran esos cuerpos monumentales que convergían sólo en dos dedos índices que casi, pero sólo casi, llegaban a tocarse. Entre ellos había un vacío milimétrico. Y en aquel espacio vacío: la vida. La grandeza escultural de la imagen y la riqueza de los detalles eran sólo un marco, un fondo para realzar mejor el vacío mínimo del centro. El punto vacío que contenía todo.
Y en su lugar habían colocado un par de vaqueros.
Alguien llegaba por el sendero. Se agachó con el corazón palpitándole en los oídos. No. Señor mayor con perro. Doble fallo. En parte por el perro, al que tendría que hacer callar primero; en parte, por la mala calidad.
Mucho ruido y pocas nueces. Alt.
Demasiados gritos para tan poca lana, dijo el que tomó por oveja a un cerdo. Alt.
Canta la rana y no tiene pelo ni lana.
Miró el reloj. En menos de dos horas se haría de noche. Si no llegaba nadie adecuado en una hora, tendría que coger al primero que pasase. Debía estar en casa antes de que oscureciera.
El hombre decía algo. ¿Le habría visto? No, hablaba con el perro.
– Sííí, vaya ganas que tenías de hacer pis, chiquitina. Cuando lleguemos a casa te voy a dar paté. Papá te dará una buena rodaja de paté.
El frasco de halotano se le clavó a Håkan en el pecho cuando se llevó las manos a la cabeza suspirando. Pobre hombre. Pobres de las personas que están solas en un mundo sin belleza.
Sintió frío. El viento se había vuelto más frío por la tarde y pensó en ir a buscar el chubasquero a la bolsa, ponérselo por encima para protegerse del viento. No. Eso le restaría movilidad cuando necesitaba actuar con rapidez. Además, podía despertar sospechas antes de tiempo.
Pasaron dos chicas de unos veinte años. No. No podía con dos. Captó algún fragmento de la conversación:
– … que ella se va a quedar… con él ahora.
– … un mono. Él tiene que comprender que él…
– … culpa de ella que… las píldoras…
– Pero está claro que él tiene que…
– … imagínate… ése como padre…
Alguna compañera que estaba embarazada. Un chico que no asumía su responsabilidad. Así estaban las cosas. Continuamente. Todos pensaban nada más que en sí mismos y en lo suyo. Mi felicidad, mi éxito era lo único que se oía. Amor es poner la vida a los pies del otro, y de eso son incapaces las personas de hoy día.
El frío penetraba en sus articulaciones, iba a actuar con torpeza hiciera lo que hiciera. Metió la mano dentro del abrigo, apretó la palanca del gas. Un ruido silbante. Funcionaba. Dejó de apretar.
Se dio unas palmadas en los costados. Ojalá venga alguien ahora. Solo. Miró el reloj. Media hora más. Ojalá venga alguien ahora. Por la vida y por el amor.
Mas de corazón niño yo quiero ser, pues de los niños el reino de Dios es.
Había empezado a anochecer cuando Oskar terminó de mirar su cuaderno de recortes y de comerse todas las golosinas. Como solía ocurrirle después de comer tantas chucherías, se sentía pesado y vagamente culpable.
Mamá no llegaría hasta dentro de dos horas. Entonces comerían. Después él haría los deberes de inglés y los de mates. Luego puede que leyera un libro, o que viera la tele con mamá. Nada especial por la tele esa noche. Más tarde tomarían un vaso de leche chocolateada y comerían unos bollos, hablarían un rato. Después se acostaría, le costaría quedarse dormido pensando en el día siguiente.
Si tuviera alguien a quien llamar. Podía, claro está, llamar a Johan con la esperanza de que no tuviera otra cosa mejor que hacer.
Johan iba a su clase y se lo pasaban bastante bien cuando estaban juntos, pero si podía elegir, no elegía a Oskar. Era Johan el que le llamaba cuando se aburría, no al revés.
El piso estaba en silencio. No pasaba nada. Las paredes de hormigón se le echaban encima. Estaba sentado en la cama con las manos en las rodillas, el estómago lleno de golosinas.
Como si fuera a ocurrir algo. Ahora.
Prestó atención. Un terror pegajoso se fue apoderando de él. Algo se acercaba. Un gas incoloro se filtraba a través de las paredes, amenazaba con tomar forma, engullirlo. Permaneció quieto, conteniendo la respiración y escuchando. Esperó.
El momento pasó. Oskar comenzó a respirar de nuevo.
Fue a la cocina, bebió un vaso de agua y sacó el cuchillo más grande que había en la placa magnética. Probó el filo en la uña del dedo gordo, como papá le había enseñado. Desafilado. Pasó el cuchillo por el afilador un par de veces y volvió a probar. Una viruta microscópica salió de la uña del dedo gordo.
Bien.
Envolvió el cuchillo con un periódico a modo de funda provisional, lo pegó con celo y se apretó el paquete entre la cintura del pantalón y la cadera izquierda. Sólo sobresalía el mango. Probó a andar. La hoja le impedía el movimiento de la pierna izquierda y lo inclinó a lo largo de la ingle. Incómodo, pero funcionaba.
En el pasillo se puso la cazadora. Entonces se acordó de todos los papeles de las golosinas que estaban esparcidos por el suelo de su habitación. Los recogió, hizo una pelota con ellos y se la metió en el bolsillo, no fuera a ser que mamá llegara a casa antes que él. Podría dejar los papeles debajo de alguna piedra en el bosque.
Comprobó una vez más que no había dejado ningún rastro.
El juego había empezado. Él era un temido asesino en serie. Había asesinado ya a catorce personas con su afilado cuchillo, sin dejar ni una sola pista tras de sí. Ni un pelo, ni un papel de golosinas. La policía le temía.
Ahora iría al bosque a buscar a su próxima víctima.
Curiosamente, ya sabía cómo se llamaba ésta, qué aspecto tenía: Jonny Forsberg, con el pelo largo y los ojos grandes y mezquinos. Iba a tener que rezar y suplicar por su vida, gritar como un cerdo, pero en vano. El cuchillo tendría la última palabra y la tierra iba a beber su sangre.
Oskar había leído esas palabras en algún libro, y le gustaron. «La tierra beberá su sangre».
Mientras cerraba la puerta de casa y llegaba a la del portal con la mano izquierda apoyada en el mango del cuchillo, iba repitiéndolas como si fueran un mantra:
La tierra beberá su sangre. La tierra beberá su sangre.
El arco por el que había entrado antes en el patio estaba en el extremo derecho del edificio, pero él fue a la derecha, pasó dos portales y salió por el paso por el que los coches tenían acceso a la zona. Abandonó la fortaleza interior. Cruzó la calle Ibsen y siguió cuesta abajo. Abandonó la fortaleza exterior. Siguió bajando hacia el bosque.
La tierra beberá su sangre.
Por segunda vez aquel día, Oskar se sintió casi feliz.
Quedaban sólo diez minutos del tiempo que Håkan se había fijado cuando un chico que iba solo apareció por el camino. Por lo que podía apreciar, de unos trece o catorce años. Perfecto. Había pensado bajar corriendo agachado hacia el otro extremo del camino y salir allí al encuentro de su elegido.
Pero ahora las piernas se le habían quedado totalmente bloqueadas. El chico avanzaba tranquilo por el camino y no había tiempo que perder. Cada segundo que pasaba reducía las posibilidades de una actuación sin mácula. Pero las piernas se negaban a moverse. Estaba allí paralizado mirando mientras el elegido, el perfecto, avanzaba, pronto a su misma altura, justo delante de él. Pronto demasiado tarde.
Tengo que. Tengo que. Tengo que.
Si no lo hacía, tendría que suicidarse. No podía llegar a casa sin aquello. Era así. El chico o él. Cuestión de elegir.
Se puso en movimiento demasiado tarde. Dando tropezones por el bosque llegó a la altura del muchacho en lugar de haber salido a su encuentro en el sendero, tranquilo y natural. Idiota. Patoso. Ahora el chaval podría sospechar, estar alerta.
– ¡Oye! -le gritó-. ¡Perdona!
El chico se paró. Al menos no echó a correr, menos mal. Tenía que decir algo, preguntar algo. Avanzó hasta él, que permanecía a la espera en el camino.
– Sí, perdón, pero… ¿qué hora es?
El chaval miró de reojo el reloj de pulsera de Håkan.
– Sí, el mío se ha parado.
El chico parecía tenso mientras miraba su reloj de pulsera. No podía hacer otra cosa. Håkan metió la mano dentro del abrigo y puso el dedo índice sobre la palanca del dosificador mientras esperaba la respuesta del chico.
Oskar bajó hasta la imprenta y torció por el sendero del bosque. La pesadez de estómago había desaparecido, sustituida por una tensión embriagadora. En el camino de bajada hacia el bosque la fantasía lo había envuelto y ahora era realidad.
Veía el mundo con los ojos de un asesino, o tanto como la fantasía de un niño de trece años podía captar de los ojos de un asesino. Un mundo bello. Un mundo en el que él tenía el control, que temblaba ante su decisión.
Avanzó por el camino del bosque, buscando a Jonny Forsberg.
La tierra beberá su sangre.
Empezaba a anochecer y los árboles le rodeaban como una muchedumbre muda, expectantes ante el más mínimo movimiento del criminal, temerosos de que alguno de ellos fuera el elegido. Pero el asesino se movía entre ellos, ya había vislumbrado a su víctima.
Jonny Forsberg se encontraba en un montículo a unos cincuenta metros del camino. Tenía las manos en las caderas, su sonrisa socarrona estampada en la cara. Creía que iba a pasar lo de siempre. Que le forzaría a tirarse al suelo y, agarrándole de la nariz, le metería agujas de pino y musgo en la boca, o algo por el estilo.
Qué equivocado estaba. No era Oskar quién llegaba, era el Asesino, y las manos del Asesino asieron con fuerza el mango del cuchillo, preparándose.
El Asesino avanzó despacio, con dignidad, hasta llegar frente a Jonny Forsberg, y mirándole a los ojos dijo:
– Hola, Jonny.
– Hola, Cerdito. ¿Te dejan estar fuera tan tarde? El Asesino sacó su cuchillo. Y lo clavó.
– Las cinco y cuarto, o así.
– Vale. Gracias.
El chico no se iba. Se quedó parado mirando a Håkan, que intentaba dar un paso. Estaba quieto, siguiéndole con la mirada. Esto se iba a la mierda. Desde luego el chaval sospechaba algo. Una persona había salido con mucho jaleo de en medio del bosque para preguntar la hora y ahora estaba allí como Napoleón con la mano dentro del abrigo.
– ¿Qué llevas ahí?
El chico apuntaba hacia la zona del corazón. Tenía la mente en blanco, no sabía ni qué iba a hacer. Sacó el envase y se lo enseñó.
– ¿Qué mierda es ésa?
– Halotano.
– ¿Para qué lo llevas?
– Para… -tocó con los dedos la mascarilla revestida de espuma mientras intentaba encontrar algo que decir. No sabía mentir. Ésa era su desgracia-. Bueno… porque… lo necesito para el trabajo.
– ¿Qué trabajo?
El chico había bajado un poco la guardia. Una bolsa de deporte parecida a la que él mismo había dejado arriba, en la hondonada, colgaba de la mano del chaval. Con la mano que sujetaba el envase hizo un gesto hacia la bolsa.
– ¿Vas a algún entrenamiento o así?
Cuando el chico miró hacia la bolsa, aprovechó su oportunidad.
Abrió los dos brazos, con la mano que tenía libre sujetó la cabeza del muchacho por la nuca, le puso la mascarilla en la boca y apretó el dosificador hasta el tope. Se escuchó un sonido silbante como el de una gran serpiente, el chico intentaba liberar la cabeza, pero la tenía inmovilizada entre las manos de Håkan como en una tenaza desesperada.
Se tiró hacia atrás y Håkan con él. El silbido de la serpiente ahogó los demás sonidos cuando ambos cayeron sobre el serrín del sendero. Convulsivamente Håkan apretó la cabeza del muchacho entre sus manos y mantuvo la mascarilla en su sitio mientras rodaban por el suelo.
Tras un par de inspiraciones profundas el chaval comenzó a tranquilizarse. Håkan mantuvo la mascarilla en su sitio y echó una ojeada alrededor.
Ningún testigo.
El silbido del gas se le metía en el cerebro como una mala migraña. Fijó el tope del dosificador y, con esa mano libre, cogió la goma y la pasó por la cabeza del muchacho. La mascarilla estaba lista.
Se levantó con los brazos doloridos y miró a su presa.
Yacía con los brazos separados del cuerpo, la mascarilla le cubría la nariz y la boca y tenía la botella de halotano sobre el pecho. Håkan miró otra vez a su alrededor, recogió la bolsa del chico y se la puso a éste sobre la tripa. Luego levantó todo el paquete en brazos y lo llevó hacia la hondonada.
Pesaba más de lo que él creía. Mucho músculo. Peso muerto.
Iba jadeando por el esfuerzo que suponía llevar su carga por el terreno húmedo mientras el silbido del gas cortaba sus oídos como un cuchillo de sierra. Resoplaba alto conscientemente para alejar el sonido.
Con los brazos entumecidos y el sudor corriéndole por la espalda llegó por fin a la hondonada. Allí depositó al muchacho en el punto más bajo. Luego se echó junto a él. Cerró la botella de halotano y retiró la mascarilla. No se oía nada. El pecho del chico subía y bajaba. Se despertaría dentro de ocho minutos, como máximo. Pero no lo haría.
Håkan, echado al lado del chaval, estudiaba su cara, acariciándola con el dedo. Luego se le acercó más, tomó el cuerpo inerme entre sus brazos, lo apretó contra el suyo. Le besó con ternura en la mejilla, le susurró al oído «perdona» y se levantó.
Se le saltaban las lágrimas al ver aquel cuerpo indefenso en el suelo. Todavía podía evitarlo.
Mundos paralelos. Un pensamiento para consolarse.
Había un mundo paralelo en el que él no hacía lo que se disponía a hacer. Un mundo en el que ahora él se iba, dejaba que el chico se despertara y se preguntara qué había sucedido.
Pero no en este mundo. En este mundo se dirigía a su bolsa y la abría. Tenía prisa. Rápidamente se puso el impermeable encima de la ropa y sacó el instrumental. El cuchillo, una cuerda, un embudo grande y un bidón de plástico de cinco litros.
Puso todo en el suelo al lado del muchacho, observó el cuerpo joven por última vez. Luego cogió la cuerda y empezó a trabajar.
Apuñaló y apuñaló y apuñaló. Tras el primer golpe, Jonny había comprendido que ésta no iba a ser como las otras veces. Con la sangre chorreando de un corte profundo en la mejilla intentaba esquivarle, pero el Asesino era más rápido. Otro par de cortes y le seccionó los tendones por la parte posterior de las rodillas. Jonny se desplomó; en el suelo y retorciéndose, pedía clemencia.
Pero el Asesino no se dejó conmover. Jonny chillaba como un… cerdo cuando el Asesino se tiró sobre él y la tierra bebió su sangre.
Una cuchillada por lo de hoy en los lavabos. Otra por cuando me engañaste para que jugase al póquer de los nudillos. Los labios te los corto por todas las burradas que me has dicho.
Jonny sangraba por todos los orificios y ya no podía decir o hacer nada malo. Llevaba muerto un rato. Oskar lo remató reventándole los globos oculares que miraban fijamente, tjick, tjick, se levantó y observó su obra.
Buena parte del árbol caído y podrido que había hecho las veces de Jonny estaba hecho astillas y con el tronco perforado por los cortes. Las astillas se esparcían por el suelo alrededor del árbol sano que había hecho de Jonny cuando estaba en pie.
La mano derecha, con la que empuñaba el cuchillo, sangraba. Un pequeño corte casi en la muñeca; debía de habérsele resbalado el cuchillo al dar los golpes. No era un buen cuchillo para esa tarea. Se chupó la mano, limpiándose la herida con la lengua. Era de Jonny la sangre que se estaba bebiendo.
Se limpió los últimos restos de sangre con la funda de papel de periódico, introdujo dentro el cuchillo y comenzó a caminar hacia casa.
El bosque, que desde hacía un par de años le parecía amenazador, un refugio para sus enemigos, era ahora su casa y amparo. Los árboles se apartaban con respeto a su paso. No sentía ni siquiera una pizca de miedo, aunque empezaba a oscurecer del todo. Ninguna inquietud al pensar en el día siguiente: que trajera consigo lo que quisiera. Aquella noche iba a dormir bien.
Cuando llegó otra vez al patio se sentó un momento en el borde del parquecito de arena para tranquilizarse un poco antes de subir a casa. Mañana tendría que conseguir un cuchillo mejor, un cuchillo con seguro de parada, o como se llamara… deslizamiento, para no cortarse de nuevo. Porque aquello lo iba a repetir más veces.
Era un buen juego.
La madre de Oskar tenía lágrimas en los ojos cuando le tomó la mano y se la apretó.
– Tienes absolutamente prohibido ir más al bosque, ¿lo oyes?
Un chico de la edad de Oskar había sido asesinado ayer en Vällingby. Había salido en todos los periódicos de la tarde y mamá estaba totalmente fuera de sí cuando llegó a casa.
– Podías haber sido… No quiero ni pensarlo.
– Pero si fue en Vällingby.
– ¿Y tú crees que alguien que se mete con niños no podría coger el metro dos estaciones? ¿O andar? ¿Venir aquí, a Blackeberg, y hacer lo mismo otra vez? ¿Sueles ir al bosque?
– No.
– A partir de ahora no saldrás del patio hasta que esto… Hasta que lo encierren.
– ¿Entonces no voy a ir a la escuela?
– Claro está que vas a ir a la escuela. Pero después de la escuela te vienes directamente a casa y no sales del patio hasta que yo llegue.
– ¿Y luego?
En los ojos de la madre la tristeza se mezcló con el enfado.
– ¿Quieres que te mate? ¿Eh? ¿Vas a ir al bosque y que te asesinen y yo aquí esperándote inquieta mientras que tú yaces en el bosque y eres… bestialmente descuartizado por alguien?
Las lágrimas arrasaron sus ojos. Oskar le cogió la mano.
– No iré al bosque. Te lo prometo.
Mamá le acarició la mejilla.
– Cariño mío. Tú eres todo lo que tengo. Que no te pase nada, porque entonces me muero yo también.
– Mmm. ¿Cómo ha sido?
– ¿Qué?
– Eso. El asesinato.
– No sé muy bien. Fue asesinado por algún loco con un cuchillo. Está muerto. A sus padres les han destrozado la vida.
– ¿No viene en el periódico?
– No he tenido fuerzas para leerlo.
Oskar cogió el Expressen y lo hojeó. Cuatro páginas dedicadas al asesinato.
– No leas eso.
– No, sólo echo un vistazo. ¿Puedo coger el periódico?
– No leas eso. No es bueno para ti con tanto terror y todo eso que lees.
– Sólo voy a mirar si hay algo en la tele.
Oskar se levantó para irse a su habitación con el periódico. Su madre le abrazó torpemente y apretó su húmeda mejilla contra la de él.
– Corazón mío. ¿Tú entiendes que esté preocupada? Si algo te ocurriera…
– Lo sé, mamá. Lo sé. Tengo cuidado.
Oskar le devolvió el abrazo sin muchas ganas y luego se zafó, se dirigió a su habitación secándose las lágrimas de su madre de la mejilla. Aquello era absolutamente increíble.
Parecía que ese chico había sido asesinado al mismo tiempo que él había estado en el bosque jugando. Por desgracia, no había sido Jonny Forsberg el muerto, sino algún chaval desconocido de Vällingby.
El ambiente había sido fúnebre en Vällingby por la tarde. Había visto las portadas de los periódicos antes de ir allí y a lo mejor eran sólo imaginaciones suyas, pero le pareció que la gente en la plaza había hablado más bajo, caminando más despacio que de costumbre.
En la ferretería había mangado un cuchillo de caza increíblemente bonito que costaba trescientas coronas. Llevaba preparada una excusa en el caso de que lo pillaran:
– Perdóneme, señor. Pero es que tengo tanto miedo del asesino.
Seguramente habría podido provocar también alguna lágrima, si de eso hubiera dependido. Le habrían dejado marchar. Seguro. Pero no lo pillaron, y el cuchillo estaba ya en el escondite junto al cuaderno de recortes.
Tenía que pensar.
¿Sería posible que su juego hubiera influido de alguna manera en aquel asesinato? No lo creía, pero no se podía desechar del todo esa idea. Los libros que leía estaban llenos de esas cosas. Un pensamiento en un lugar provocaba un suceso en otro. Telequinesia, vudú.
Pero ¿exactamente dónde, cuándo y, sobre todo, cómo había ocurrido el crimen? Si se trataba de un gran número de cuchilladas sobre un cuerpo tendido en el suelo, entonces tendría que considerar la posibilidad de que él sencillamente tenía un extraordinario poder en sus manos. Un poder que tenía que asumir y aprender a dirigir.
Y si… EL ÁRBOL fuera… el médium.
El árbol podrido en el que él había golpeado. Que fuera algo especial con ese árbol precisamente, que provocaba que lo que uno hacía contra el árbol luego… se extendía.
Detalles.
Oskar leyó todos los artículos que trataban del asesinato. El policía que había ido a su escuela a hablar de las drogas estaba en una de las fotos. No podía pronunciarse. Aguardaban la llegada de los especialistas del laboratorio forense para que aseguraran las pruebas. Había que esperar. Una foto del chico asesinado, sacada del álbum escolar. Oskar no lo había visto antes. Parecía del mismo tipo que Jonny o Micke. Tal vez había también un Oskar en la escuela de Vällingby que ahora se sentía liberado.
El chico se dirigía a un entrenamiento de balonmano en el polideportivo de Vällingby y nunca llegó allí. El entrenamiento empezaba a las cinco y media. El chico probablemente había salido de su casa sobre las cinco. En algún momento dentro de ese intervalo… Oskar sintió una especie de vértigo. Coincidía exactamente. Y había sido asesinado en el bosque.
– ¿Es así? ¿Soy Yo el que…?
Una chica de dieciséis años había encontrado el cuerpo sobre las ocho de la tarde y había llamado a la policía de Vällingby. La muchacha, que había sufrido «una fuerte conmoción», precisó ayuda médica. Nada acerca del estado en que se encontraba el cuerpo. Pero eso de que la chica sufrió «una fuerte conmoción» tenía que significar que el cuerpo estaba mutilado de alguna manera. Si no, escribirían sólo «una conmoción».
¿Qué hacía la chica de noche en el bosque? Probablemente irrelevante. Coger piñas, lo que fuera. ¿Pero por qué no decía nada de cómohabía sido asesinado el muchacho? Lo único que había era una fotografía del lugar del crimen. La cinta de plástico roja y blanca de la policía acordonando una anodina hondonada en el bosque, con un árbol grande en el centro.
Mañana y pasado aparecerían fotografías del mismo lugar, pero lleno de velas encendidas y carteles con «¿POR QUÉ?» y «TE ECHAMOS DE MENOS». Oskar conocía esa cantinela, tenía varios casos parecidos en su cuaderno de recortes.
Probablemente todo era una simple casualidad. Pero y si.
Oskar escuchó detrás de la puerta. Su madre estaba fregando. Se tumbó en la cama boca abajo y rebuscó el cuchillo de caza. La empuñadura se adaptaba a la forma de la mano y el cuchillo pesaba seguro tres veces más que el otro de cocina que había tenido ayer.
Se levantó y se puso de pie en mitad de la habitación con el cuchillo en la mano. Era bonito, daba poder a la mano que lo empuñaba.
Tintineo de platos desde la cocina. Dio varias cuchilladas al aire. El Asesino. Cuando aprendiera a dirigir su fuerza, Jonny, Micke y Tomas no podrían acosarlo nunca más. Iba a hacer otro intento, pero se detuvo. Alguien podía verlo desde el patio. Fuera estaba oscuro y su habitación encendida. Echó una ojeada al patio, pero no vio más que su propia imagen en el cristal de la ventana.
El Asesino.
Devolvió el cuchillo a su escondite. Aquello sólo era un juego. Algo así no ocurre en la realidad. Pero necesitaba conocer los detalles. Necesitaba saberlo ahora.
Tommy estaba sentado en la butaca hojeando una revista de motos, asintiendo con la cabeza y runruneando. De vez en cuando levantaba la revista hacia Lasse y Robban, que estaban sentados en el sofá, para mostrarles alguna fotografía especialmente interesante, con algún comentario acerca del volumen de los cilindros o la velocidad. La bombilla desnuda del techo se reflejaba en el papel brillante lanzando pálidos reflejos sobre la pared de cemento, y las de madera.
Los tenía en ascuas.
La madre de Tommy salía con Staffan, que trabajaba en la policía de Vällingby. A Tommy no le gustaba nada Staffan, no, todo lo contrario. Un tipo pegajoso que siempre andaba señalando con el dedo. Religioso, además. Pero, a través de su madre, Tommy se enteraba de algunas cosas que, en realidad, Staffan no debería contar a su madre, y que su madre, en realidad, no debería contar a Tommy, pero…
De esa manera, por ejemplo, se había enterado de cómo andaba la investigación en el caso del robo de la tienda de música y radio en la plaza de Islandstorget que él, Robban y Lasse habían cometido.
Ningún rastro de los delincuentes. Su madre había dicho eso exactamente: «Ningún rastro de los delincuentes». Palabras de Staffan. No tenían ni siquiera la descripción del coche.
Tommy y Robban tenían dieciséis años y estaban en primero de bachillerato. Lasse tenía diecinueve y algún fallo en la cabeza, trabajaba clasificando placas de chapa para LM Ericsson en Ulvsunda. Pero tenía carné de conducir. Y un Saab blanco del 74 al que ellos habían cambiado el número de la matrícula con un rotulador antes del robo. Para nada, puesto que nadie había visto el coche.
El botín lo habían guardado en el refugio en desuso, que estaba enfrente del trastero que hacía las veces de local de su club. Habían cortado la cadena de la puerta con unas tenazas y puesto un candado nuevo. No sabían aún cómo iban a deshacerse de todo, la cosa había sido el robo en sí. Lasse había vendido un radiocasete a un compañero de trabajo por doscientas, pero eso era todo.
Además, les había parecido más seguro no sacar las cosas durante un tiempo. Y, sobre todo, no dejar que Lasse se ocupara de la venta, puesto que… le faltaba un hervor, como decía su madre. Pero ya habían pasado dos semanas desde el robo y además a la policía le habían salido otras muchas cosas en las que pensar.
Tommy hojeó el periódico y rio para sí. Sí, sí. Otras muchas cosas en las que pensar. Robban tamborileaba con golpes restallantes en la pierna.
– Venga, vamos. Cuéntanoslo. Tommy alzó la revista hacia él.
– Kawasaki. Trescientos cúbicos. Inyección directa y…
– Deja de hacer el tonto. Cuéntalo ahora.
– ¿Qué?, ¿lo del asesinato?
– Sí.
Tommy se mordió el labio, haciendo como si estuviera pensando.
– Cómo era esto…
Lasse echó su largo cuerpo hacia delante en el sofá, se dobló como una navaja.
– ¡Vamos! ¡Cuéntanoslo!
Tommy dejó el periódico y miró fijamente a Lasse.
– ¿Estás seguro de que quieres oírlo? Es bastante espeluznante.
– ¡Ah!
Lasse se hizo el valiente, pero Tommy notó el desasosiego en sus ojos. No hacía falta más que hacer una mueca fea, hablar con la voz rara sin parar, para que Lasse tuviera miedo de verdad. Una vez,
Tommy y Robban se habían disfrazado de zombis con las pinturas de la madre de Tommy, habían aflojado la bombilla del techo y habían esperado a Lasse. La cosa terminó con Lasse cagándose en los pantalones y Robban salió con un moratón en el mismo sitio donde antes se había puesto sombra de ojos azul oscura. Después de aquello se cuidaron mucho de asustar a Lasse.
Lasse se movía ahora en el sofá, cruzando los brazos sobre el pecho como para demostrar que estaba dispuesto a todo.
– Bueno, es que… esto no ha sido precisamente un asesinato normal, por así decirlo. Encontraron al chico… colgando en un árbol.
– ¿Cómo? ¿Colgado? -preguntó Robban.
– Sí, colgado. Pero no del cuello. De los pies. Colgaba boca abajo, vamos. En el árbol.
– Pero de eso no se muere nadie.
Tommy miró detenidamente a Robban, como si ése fuera un punto de vista interesante, luego continuó:
– No. Claro que no. Pero también tenía el cuello cortado. Y de esosí que se muere uno. Todo el cuello. Cortado. Como un… melón. -Se pasó el dedo índice por el cuello para demostrar cómo había ido el cuchillo.
Lasse se llevó la mano al cuello como para protegerlo, negando lentamente con la cabeza.
– Pero ¿por qué estaba colgado de esa manera?
– ¿Y tú qué crees?
– No sé.
Tommy se pellizcó el labio inferior mientras ponía cara de estar pensando.
– Ahora vais a oír lo más raro de todo. Si uno le corta a alguien el cuello para que éste muera, entonces sale mucha sangre. ¿No es así?
Lasse y Robban asintieron. Tommy calló un momento ante la expectación de los otros antes de soltar la bomba.
– Pues en el suelo, debajo, donde colgaba el chico, no había casi nada de sangre. Sólo unas gotas. Y tuvo que haber expulsado unos cuantos litros estando allí colgado.
El cuarto del sótano se quedó en silencio. Lasse y Robban miraban fijamente al frente con ojos inexpresivos hasta que Robban, irguiéndose, dijo:
– Ya lo sé. Fue asesinado en otro sitio. Y después colgado allí.
– Mmm. Pero en ese caso, ¿por qué lo colgó el asesino? Si uno ha matado a alguien lo que quiere es deshacersedel cadáver.
– Tal vez se trate de… un enfermo mental.
– Puede. Pero yo creo otra cosa. ¿Habéis visto un matadero? ¿Cómo hacen con los cerdos? Antes de cortarlos les sacan toda la sangre. ¿Y sabéis cómo lo hacen? Los cuelgan boca abajo. En un gancho. Y les cortan el cuello.
– O sea que tú crees… ¿Cómo? ¿Que el chico… que el asesino pensaba despedazarlo?
– ¿Eeeeh?
Lasse miró con incredulidad a Tommy y a Robban, y de nuevo a Tommy, para ver si le estaban tomando el pelo. Pero no vio ninguna señal de que fuera así y dijo:
– ¿Haceneso? ¿Con los cerdos?
– Sí. ¿Qué pensabas tú?
– Pues que lo hacía algún tipo de… máquina.
– ¿Y te parece que eso sería mejor?
– No, pero… ¿estánvivosentonces?, ¿cuándo los… cuelgan?
– Sí. Están vivos. Y patalean. Y chillan.
Tommy imitó a un cerdo chillando y Lasse se hundió en el sofá mirándose las rodillas. Robban se levantó, dio una vuelta y se volvió a sentar en el sofá.
– Pero eso no encaja. Si el asesino pensaba descuartizarlo, tendría que haber sangre.
– Eso lo has dicho tú, que pensaba descuartizarlo. Yo no lo creo.
– ¿No? ¿Qué piensas tú entonces?
– Yo creo que lo que buscaba era la sangre. Que por eso mató al chico. Para sacarle la sangre. Y que se la llevó.
Robban asintió lentamente con la cabeza mientras con el dedo se rascaba la costra de una espinilla grande en la comisura de la boca.
– Pero ¿para qué? ¿Para beberla, o para qué?
– Sí. Por ejemplo.
Tommy y Robban se hundieron en representaciones mentales del asesinato y de lo que habría ocurrido luego. Después de un rato, Lasse levantó la cabeza y los interrogó con la mirada. Tenía lágrimas en los ojos.
– ¿Se mueren prontolos cerdos?
Tommy le miró duramente a los ojos.
– No.
– Salgo un momento.
– No…
– Salgo sólo al patio.
– No te irás a ningúnotro sitio, ¿verdad?
– Que no.
– Te llamo cuando sea la hora.
– No. Ya vengo yo. Tengo reloj. No me llames.
Oskar se puso la cazadora, el gorro. Se detuvo cuando iba a meter un pie en la bota. Fue con sigilo hasta su habitación y cogió el cuchillo, se lo guardó dentro de la cazadora. Se ató las botas. Se oyó de nuevo la voz de su madre desde el cuarto de estar:
– Hace frío fuera.
– Tengo el gorro.
– ¿En la cabeza?
– No. En el pie.
– No es para hacer bromas. Ya sabes lo que te pasa…
– Hasta luego.
– … con los oídos.
Salió, miró el reloj. Las siete y cuarto. Tres cuartos de hora hasta que empezara la tele. Seguro que Tommy y los otros estaban abajo, en el cuarto del sótano, pero no se atrevía a ir allí. Tommy era majo, pero los otros… Sobre todo si habían esnifado podían tener ideas raras.
Así que se dirigió al parque infantil que estaba en el centro del patio. Dos árboles gruesos que a veces usaban como porterías, un tobogán, un cajón con arena y tres columpios con neumáticos de coches colgando de las cadenas. Se sentó en uno de los neumáticos y se columpió despacio.
Le gustaba aquel sitio por la tarde. A su alrededor un gran cuadrado con cientos de ventanas iluminadas, y él sentado en la oscuridad. Seguro y solo al mismo tiempo. Sacó el cuchillo de la funda. La hoja era tan reluciente que podía ver las ventanas reflejadas en ella. La luna.
Una luna sangrienta…
Oskar se levantó del columpio, avanzó con sigilo hasta estar frente a uno de los árboles, le habló:
– ¿Qué miras, idiota? ¿Quieres morir o qué?
El árbol no contestó y Oskar le clavó el cuchillo, con cuidado. No quería estropear el brillante filo.
– Eso es lo que pasa si alguien se queda mirándome.
Giró el cuchillo de forma que una pequeña astilla se desprendió del árbol. Un trozo de carne. Dijo en voz baja:
– Chilla como un cerdo, vamos.
Se quedó quieto. Le pareció haber oído algo. Echó una ojeada a su alrededor con el cuchillo pegado a la cadera. Lo levantó a la altura de los ojos, lo miró. La punta estaba tan reluciente como antes. Utilizando la hoja como espejo la orientó hacia la escalera del tobogán. Allí había alguien. Alguien que no estaba allí antes. Una figura borrosa contra el acero limpio. Bajó el cuchillo mirando directamente a lo alto del tobogán. Sí. Pero no era el asesino de Vällingby. Era un niño.
La luz era suficiente como para precisar que era una chica a la que no había visto nunca en el patio. Oskar dio un paso en dirección a la escalera. La chica no se movió. Se quedó allí arriba mirándole.
Dio otro paso y de pronto sintió miedo. ¿De qué? De sí mismo. Con el cuchillo fuertemente agarrado avanzaba hacia la chica para clavárselo.
Bueno, no eraasí, claro. Pero parecía así, por un momento. Y ellasin asustarse.
Oskar se detuvo, metió el cuchillo en la funda y lo guardó dentro de la cazadora.
– Hola.
La chica no contestó. Oskar estaba ya tan cerca de ella que podía ver que tenía el pelo oscuro, la cara pequeña, los ojos grandes. Unos ojos abiertos de par en par que lo miraban tranquilos. Sus manos descansaban blancas en una barra de la escalera.
– He dicho hola.
– Lo he oído.
– ¿Y entonces por qué no has contestado?
La chica se encogió de hombros. Su voz no era tan clara como él había pensado que sería. Sonaba como alguien de su misma edad.
Parecía rara. Media melena negra. Cara redonda, nariz pequeña. Como una de esas muñecas recortables que salen en las páginas infantiles de la revista Hemmets Journal. Muy… bonita. Pero había algo. No tenía gorro ni cazadora. Sólo un fino jersey de color rosa, con el frío que hacía.
La chica señaló con la cabeza el árbol en el que Oskar había clavado el cuchillo.
– ¿Qué haces?
Oskar se sonrojó, pero en la oscuridad no se notaría.
– Estoy practicando.
– ¿Para qué?
– Por si viniera el asesino.
– ¿Qué asesino?
– El de Vällingby. El que acuchilló a ese chico. La chica lanzó un suspiro y miró a la luna. Luego se inclinó hacia delante.
– ¿Tienes miedo?
– No, pero un asesino, claro está, es… es, bueno, si uno puede… defenderse. ¿Vives aquí?
– Sí.
– ¿Dónde?
– Allí -la chica señalaba el portal que estaba al lado del de Oskar-. Al lado del tuyo.
– ¿Y tú cómo sabes dónde vivo yo?
– Te vi antes, por la ventana.
A Oskar se le encendieron las mejillas. Mientras trataba de encontrar algo que decir, la chica saltó de la escalera y aterrizó delante de él. Un salto de más de dos metros.
Seguro que hace gimnasia o algo así.
Era casi exactamente igual de alta que él pero mucho más delgada. El jersey de color rosa se ceñía sobre su cuerpo delgado, sin asomo de pechos. Sus ojos eran negros, enormes, en aquella cara pequeña y pálida. Levantó una mano delante de él, como si estuviera parando algo que se acercaba. Tenía los dedos largos, finos como ramitas.
– No puedo hacerme amiga tuya. Para que lo sepas.
Oskar se cruzó de brazos. Sintió los bordes de la funda del cuchillo bajo la mano a través de la cazadora.
– ¿Y eso por qué?
Una de las comisuras de los labios de la muchacha se contrajo en una especie de sonrisa.
– ¿Hace falta alguna razón? Te digo las cosas como son. Para que lo sepas.
– Sí, sí.
La chica se dio media vuelta y, alejándose de Oskar, caminó hacia su portal. Cuando había dado ya algunos pasos, Oskar dijo:
– ¿Y crees que yo quieroser amigo tuyo? Eres tonta de remate.
La chica se paró. Permaneció quieta un instante. Se dio media vuelta y fue otra vez donde estaba Oskar, se detuvo frente a él. Entrelazó los dedos y dejó caer los brazos.
– ¿Qué has dicho?
Oskar cruzó los brazos aún más fuerte sobre el pecho, apretó la mano contra la empuñadura del cuchillo y miró al suelo.
– Que eres tonta… si dices eso.
– ¿De verdad?
– Sí.
– Perdona entonces. Pero es así.
Permanecieron quietos, a medio metro el uno del otro. Oskar continuó mirando al suelo. Le llegó un olor extraño que venía de la chica.
Hacía un año que Bobby, su perro, había tenido una infección en las patas y al final tuvieron que sacrificarlo. El último día Oskar no había ido a la escuela, se había quedado en casa echado durante varias horas al lado del perro enfermo, despidiéndose de él. Bobby le había olido entonces como la chica ahora. Oskar arrugó la nariz.
– ¿Eres tú la que huele tan raro?
– Puede ser.
Oskar levantó la vista del suelo. Se arrepentía de lo que había dicho. Parecía tan… frágil con ese jersey tan fino. Quitó los brazos del pecho e hizo un gesto hacia ella.
– ¿No tienes frío?
– No.
– ¿Por qué no?
La muchacha alzó las cejas, arrugó la cara y pareció por un momento mucho, mucho más mayor de lo que era. Como una mujer vieja a punto de echarse a llorar.
– Habré olvidado cómo se hace.
La chica se dio rápidamente la vuelta y fue hacia su portal. Oskar se quedó allí mirándola. Cuando llegó delante de la pesada puerta, Oskar pensó que tendría que empujar con las dos manos para poder abrirla. Pero ocurrió lo contrario: cogió el picaporte con una mano y la abrió con tanta fuerza que golpeó contra el tope que había en el suelo, rebotó y se cerró tras ella.
Oskar se metió las manos en los bolsillos y se puso triste. Pensaba en Bobby. En el aspecto que tenía en la caja que su padre le había construido. En la cruz que él había hecho en la clase de trabajos manuales y que se rompió cuando la iban a clavar en el suelo helado.
Debería hacer una nueva.
Håkan estaba sentado en el metro otra vez, en dirección al centro. Con diez billetes de mil coronas enrollados y atados con una goma en el bolsillo del pantalón. Con ellos iba a hacer algo bueno. Salvaría una vida.
Diez mil coronas era mucho dinero, y teniendo en cuenta las campañas de Save the Children que decían que «Mil coronas pueden dar comida a una familia entera durante un año» y otras por el estilo, debería de ser posible con diez mil coronas salvar una vida también en Suecia.
¿Pero la de quién? ¿Dónde?
Uno no podía ir alegremente dando el dinero al primer drogadicto que se encontrase y esperar que… no. Y tendría que ser una persona joven. Sabía que era una tontería, pero lo ideal sería uno de esos niños con lágrimas en los ojos como en los cuadros. Un niño que con lágrimas en los ojos cogiera el dinero y… ¿Y qué?
Se bajó en la estación de Odenplan sin saber por qué; caminó hacia la biblioteca pública. Mientras vivía en Karlstad, cuando trabajaba como profesor de sueco en los cursos superiores de la enseñanza obligatoria y todavía tenía una casa donde vivir, era de sobra conocido en el ambiente que la biblioteca pública de Estocolmo era un… buen sitio.
Hasta que no vio el gran cilindro de la biblioteca, conocido por las fotografías en libros y revistas, no supo que era por eso por lo que se había bajado aquí. Porque era un buen sitio. Alguien del ambiente, probablemente Gert, había contado lo que había que hacer para comprar sexo aquí.
Él no lo había hecho nunca. Lo de comprar sexo.
Una vez Gert, Torgny y Ove habían encontrado un chico cuya madre, una de las conocidas de Ove, había traído de Vietnam. El chico tendría unos doce años y sabía lo que se esperaba de él, le pagaban bien por ello. Sin embargo, Håkan no fue capaz. Había bebido un poco de su Bacardi con cola, disfrutando del cuerpo desnudo del chico dando vueltas por la habitación en la que se habían reunido. Pero luego se acabó.
A los otros, el chico se la había mamado de uno en uno, pero cuando le tocó el turno a Håkan se le hizo un nudo en el estómago. Toda la situación era demasiado asquerosa. La habitación olía a excitación, alcohol y semen. Una gota de esperma de Ove brillaba en la mejilla del chaval. Håkan apartó la cabeza del muchacho cuando se inclinaba sobre su entrepierna.
Los otros lo habían insultado; al final, puras amenazas. Él había sido testigo, tenía que ser cómplice. Lo ridiculizaron por sus escrúpulos, pero ése no era el problema. Sólo que era tan feo, todo. El apartamento de Åke, de una sola habitación, donde él solía pasar las noches; los cuatro sillones desiguales especialmente dispuestos para la ocasión, la música de baile que salía por el estéreo.
Pagó su parte de la juerga y no volvió a ver a los otros. Él tenía sus revistas y fotografías, sus películas. Era suficiente. Era posible que además sintiera escrúpulos, que sólo en aquella ocasión se habían manifestado como una intensa aversión ante la situación.
Entonces, ¿por qué voy a la biblioteca?
Podría coger un libro. El fuego de hacía tres años había devorado toda su vida, y con ella sus libros. Sí. La joya de la Reina de Almqvist, lo podía tomar prestado, antes de hacer su buena obra.
Estaba todo muy tranquilo en la biblioteca a esas horas de la mañana. Señores mayores y estudiantes, la mayoría. Enseguida encontró el libro que buscaba, leyó las primeras palabras.
¡Tintomara! Dos cosas son blancas:
inocencia y arsénico.
Lo volvió a dejar en la estantería. Malas sensaciones. Le recordaba su vida anterior.
Había amado aquel libro, lo había usado en la enseñanza. Leer las primeras palabras le había hecho añorar un sillón de lectura. Y un sillón de lectura tenía que estar en una casa que fuera suya, una casa llena de libros, y tendría que tener un trabajo de nuevo y tendría que… y quería. Pero había encontrado el amor, y él era el que imponía las condiciones ahora. Nada de sillones.
Se frotó las manos como para borrar las huellas del libro que habían sujetado y entró en una sala que había al lado.
Una mesa alargada con personas leyendo. Palabras, palabras, palabras. Al fondo de la sala se sentaba un chico joven con cazadora de cuero columpiándose en la silla mientras hojeaba sin mayor interés un libro con ilustraciones. Håkan se dirigió hacia allí e hizo como que examinaba los libros de geología mirando de reojo al muchacho de vez en cuando. Finalmente, el chico alzó la mirada y ambas se cruzaron; el chaval arqueó las cejas como preguntando:
– ¿Quieres?
No, claro que no quería. El chico tenía unos quince años, con la cara aplanada de los europeos del este, espinillas y los ojos rasgados y profundos. Håkan se encogió de hombros y salió de la sala.
Fuera ya de la entrada principal el muchacho lo alcanzó, hizo un gesto con el dedo y preguntó:
– Fire?
Håkan negó con la cabeza.
– Don't smoke.
– Okey.
El chico sacó un encendedor de plástico, encendió un cigarrillo, le miró con los ojos entornados a través del humo.
– What you like?
– No, I…
– Young? You like young?
Se apartó del muchacho, alejándose de la entrada principal donde cualquiera podía verle. Necesitaba pensar. No había imaginado que esto fuera tan sencillo. Había sido una especie de juego, comprobar si era cierto lo que había dicho Gert.
El chico lo siguió, se puso a su lado junto al muro de piedra.
– How? Eight, nine? Is difficult, but…
– ¡NO!
Parecía tan endiabladamente perverso. Un pensamiento tonto. Ni Ove ni Torgny habían tenido un aspecto… especial, en lo más mínimo. Hombres normales con trabajos normales. El único, Gert, que vivía de la inmensa herencia que le había dejado su padre y podía permitirse cualquier cosa, y después de sus muchos viajes al extranjero había empezado a tener un aspecto francamente repulsivo. Una flacidez alrededor de la boca, una película en los ojos.
El chico se calló cuando Håkan alzó la voz, observándolo a través de aquellas hendiduras que tenía por ojos. Dio otra calada al cigarrillo, lo tiró al suelo y lo pisó, extendió los brazos.
– What?
– No, I just…
El muchacho se le acercó un poco.
– What?
– maybe… twelve?
– Twelve? You like twelve?
– I…. yes.
– Boy.
– Yes.
– Okey. You wait. Number two.
– Excuse me?
– Number two. Toilet.
– Oh. Yes.
– Ten minutes.
El chico se subió la cremallera de la cazadora y desapareció escaleras abajo.
Doce años. Cabina dos. Diez minutos.
Aquello era tonto, tonto de verdad. ¿Y si llegaba un policía? Tenían que estar al corriente de lo que pasaba allí después de tantos años. Entonces se jodió. Lo iban a relacionar con el trabajo que había realizado dos días antes y sería el fin de todo. No podía hacer aquello.
Voy hasta los servicios, sólo a ver qué tal resulta.
En los servicios no había nadie. Un urinario y tres cabinas. El número dos, lógicamente, sería el del medio. Puso una corona en la cerradura, abrió y entró, cerró la puerta y se sentó en el retrete.
Las paredes de la cabina estaban llenas de pintadas. Nada que uno esperara encontrarse en una biblioteca pública. Alguna que otra cita literaria:
HARRY ME, MARRY ME, BURY ME, BITE ME.
Pero lo que más, dibujos obscenos y chistes:
«Mejor un pollo frito en la mano que una polla fría en el ano».
«No es lo mismo tubérculo que ver tu culo».
Y una cantidad increíblemente grande de números de teléfono a los que uno podía llamar si tenía algún deseo especial. Un par de ellos llevaban dibujos y seguramente eran auténticos. No sólo de alguien que quería tomar el pelo a otro.
Bueno. Ya había visto cómo era aquello. Ahora debería marcharse de allí. No podía estar seguro de qué se le ocurriría al de la cazadora de cuero. Se levantó, orinó, se sentó de nuevo. ¿Por qué había orinado? No había sido porque tuviera especialmente ganas. Él sabía por qué lo había hecho.
En caso de que…
La puerta de fuera se abrió. Contuvo la respiración. Algo dentro de él confiaba en que fuera un policía. Un hombre policía grandote que abriera la puerta de su cabina de una patada y lo maltratara con la porra antes de arrestarlo.
Voces bajas, pasos quedos, un golpe suave en la puerta.
– ¿Sí?
Otro golpecito. Tragó un embarazoso nudo de saliva y abrió.
Fuera había un chico de once, doce años. Rubio, la cara con forma de cebolla. Labios delgados, ojos azules inexpresivos. Anorak rojo, algo grande para él. Justo detrás estaba el chaval más mayor con la cazadora de cuero. Enseñó cinco dedos.
– Five hundred -pronunciaba «hundred» como «chundred».
Håkan asintió y el chico mayor empujo con cuidado al menor dentro de la cabina y cerró la puerta. ¿No era mucho quinientas coronas? No es que importara, pero…
Miró al muchacho que había comprado. Alquilado. ¿Tomaba alguna clase de droga? Probablemente. Tenía la mirada ausente, desenfocada. El chico estaba apoyado en la puerta a medio metro de distancia. Era tan bajo que Håkan no tuvo que levantar la cabeza para mirarle a los ojos.
– Hello.
El chaval no contestó, sólo movía la cabeza señalando su entrepierna, hizo un gesto con el dedo: Bájate la cremallera. Håkan obedeció. El chico suspiró, hizo de nuevo un gesto con el dedo: Sácate el pene.
Le ardían las mejillas al hacer lo que el muchacho decía. De manera que esto era así. Él era el que obedecía. No ponía ningún deseo en ello. No era él quien lo hacía. Su pequeño pene no tenía ni la más mínima erección, casi no llegaba a la tapa del retrete. Un cosquilleo cuando el glande entró en contacto con su fría superficie.
Entornó los ojos, intentando recomponer las facciones de la cara del chaval para que se parecieran más a las de su amada. No funcionó. Su amada era bella. Pero no el muchacho que ahora se ponía de rodillas y acercaba la cabeza a su entrepierna.
La boca.
Pero había algo raro en esa boca. Puso la mano en la frente del chico antes de que la boca alcanzara su objetivo.
– Your mouth?
El chaval negó con la cabeza y apretó la frente contra la mano de Håkan para seguir con su trabajo. Pero ya no funcionaba. Había oído hablar de esas cosas.
Puso el dedo gordo sobre el labio superior del chico y lo levantó. No tenía dientes. Alguien se los había extraído para que hiciera mejor su trabajo. El muchacho se levantó; se oyó un crujido suave procedente de la cazadora cuando se cruzó de brazos. Håkan se guardó el pene, se subió la cremallera y se quedó mirando fijamente al suelo.
De esta forma no. De esta forma nunca.
Algo apareció ante sus ojos. Una mano extendida. Cinco dedos. Quinientas coronas.
Sacó el rollo de billetes del bolsillo y se lo tendió al chaval. Éste quitó la goma, pasó el índice por el borde de los diez billetes, puso otra vez la goma y levantando el rollo dijo:
– Why?
– Because… your mouth. Maybe you can… get new teeth.
El muchacho hasta sonrió. No una sonrisa radiante, pero las comisuras de sus labios se levantaron un poco. Quizá sólo se reía de la tontería de Håkan. Se quedó pensando, luego sacó un billete de mil del rollo y se lo guardo en el bolsillo exterior de la cazadora. El rollo en un bolsillo interior. Håkan asintió.
El chaval abrió la puerta, dudó. Luego se volvió hacia Håkan, le acarició la mejilla.
– Sank you.
Håkan puso su mano sobre la del muchacho, la apretó contra su mejilla, cerró los ojos. Si alguien pudiera…
– Forgive me.
– Yes.
El chico retiró la mano. Su calor permanecía aún en la mejilla de Håkan cuando la puerta de fuera se cerró tras él. Håkan se quedó sentado en el servicio, mirando fijamente algo que alguien había escrito en el marco de la puerta:
«SEAS QUIEN SEAS, TE AMO».
Debajo, otro había escrito:
«¿QUIERES POLLA?».
Hacía rato que el calor había desaparecido de su mejilla cuando se encaminó hacia el metro y con las últimas coronas que tenía compró un periódico. Cuatro páginas dedicadas al asesinato. Había entre otras cosas una fotografía de la hondonada en la que lo hizo. Estaba llena de velas encendidas, flores. Miró la fotografía y no sintió gran cosa.
Si supierais. Perdonadme, pero si supierais.
De vuelta a casa después de la escuela Oskar se detuvo bajo las dos ventanas del piso de la chica. La más próxima quedaba sólo a dos metros de la de su habitación. Las persianas estaban bajadas y sólo se veían los marcos rectangulares de las ventanas, de color gris claro en contraste con el gris oscuro del cemento. Parecía sospechoso. Probablemente se trataba de algún tipo de… familia rara.
Drogadictos.
Oskar echó una ojeada a su alrededor, luego entró en el portal y leyó los nombres en el tablón. Cinco apellidos muy bien puestos con letras de plástico. Un espacio estaba vacío. El anterior nombre, HELLBERG, aún podía distinguirse por la marca impresa que habían dejado las letras en el terciopelo descolorido por el sol. Pero no había otras nuevas. Ni siquiera un papel.
Subió corriendo los dos tramos de escaleras hasta la puerta donde vivía la chica. Lo mismo allí. Nada. El cartelito de la rendija para el correo no tenía letras. Eso era lo normal cuando un piso estaba deshabitado.
¿Habría mentido? A lo mejor no vivía aquí, pero claro, había entrado en el edificio. Sí. Aunque podía haberlo hecho de todas formas. Si ella… Abajo se abrió el portal.
Se apartó y bajó rápidamente las escaleras. Ojalá no fuera ella. Podría pensar que él, de algún modo… Pero no era.
En mitad del segundo tramo Oskar se encontró con un hombre al que no había visto antes. Un hombre bajo, corpulento y medio calvo que sonrió con una sonrisa demasiado grande para ser normal.
Al ver a Oskar, levantó la cabeza y saludó; en la boca aún llevaba impresa aquella sonrisa de circo.
Oskar se paró abajo, en el portal; escuchó. Le oyó sacar las llaves y abrir la puerta. La puerta de ella. El hombre sería probablemente su padre. La verdad es que Oskar no había visto nunca a un drogadicto tan viejo, pero parecía enfermo del todo.
No es raro que esté chiflada.
Bajó hasta el parque, se sentó en el borde del cajón de arena y estuvo atento a las ventanas para ver si subían las persianas. Hasta la del cuarto de baño parecía cubierta por dentro; el cristal era más oscuro que los de todas las demás ventanas de los cuartos de baño.
Sacó del bolsillo de la cazadora su cubo de Rubik. Crujía y chirriaba cuando lo giraba. Una copia. El auténtico iba mucho más suave, pero costaba cinco veces más y sólo lo había en la juguetería bien vigilada de Vällingby.
Había hecho dos caras de un solo color y de la tercera no le quedaba casi nada, pero era imposible completarla sin estropear las dos que ya tenía listas. Había guardado una doble página del periódico Expressen donde describían los distintos tipos de giros y gracias a eso había conseguido hacer las dos caras, pero luego se había vuelto bastante más difícil.
Estaba mirando el cubo, tratando de pensar una solución en lugar de sólo dar vueltas. No se le ocurría. Era como si su cerebro no pudiera con aquello. Se apretó el cubo en la frente, intentando penetrar en su interior. Pero nada. Puso el cubo en el borde del cajón, a una distancia de medio metro, lo miró fijamente.
¡Deslízate! ¡Deslízate! ¡Deslízate!
Telequinesia, lo llamaban. En Estados Unidos habían hecho observaciones. Había personas que lo podían hacer. ESP. Extra Sensory Perception. Oskar daría cualquier cosa por poder hacer algo así.
Y tal vez… tal vez podía.
El día en la escuela no había sido tan malo. Tomas Ahlstedt intentó quitarle la silla en el comedor cuando se iba a sentar, pero Oskar se había dado cuenta a tiempo. Eso había sido todo. Se iría al bosque con el cuchillo, a aquel árbol. Haría un experimento más serio. Nada de calentarse como ayer.
Con tranquilidad y precisión iba a clavar el cuchillo en el árbol, hacerlo astillas, teniendo todo el tiempo ante sí la cara de Tomas Ahlstedt. Aunque… claro, estaba lo del asesino. El auténtico asesino que se encontraba en algún sitio.
No. Tendría que esperar hasta que encerraran al asesino. Por otro lado, si se trataba de un asesino normal el experimento no tenía ningún valor. Oskar miró el cubo y se imaginó un rayo que iba desde sus ojos hasta el cubo.
¡Deslízate! ¡Deslízate! ¡Deslízate!
No pasó nada. Se metió el cubo en el bolsillo y se levantó, sacudiéndose algo de arena de los pantalones. Miró hacia las ventanas. Las persianas estaban todavía bajadas.
Entró para trabajar en su cuaderno de recortes, cortar y pegar los artículos del asesinato de Vällingby. Probablemente, llegarían a ser muchos con el tiempo. Sobre todo si ocurría otra vez. Tenía alguna esperanza de que fuera así. Preferiblemente en Blackeberg.
Para que la policía fuera a la escuela y los profesores se pusieran serios e inquietos, para que se creara ese ambiente que a él le gustaba.
– Nunca más. Digas lo que digas.
– Håkan…
– No. Y nada más que no.
– Me muero.
– Pues muérete.
– ¿Lo dices en serio?
– No. Claro que no. Pero puedes tú… misma.
– Estoy demasiado débil. Todavía.
– No estás débil.
– Débil para eso.
– Sí. Entonces no sé. Pero yo no lo hago otra vez. Es tan repugnante, tan…
– Lo sé.
– No lo sabes. Para ti es distinto, es…
– ¿Qué sabes tú cómo es para mí?
– Nada. Pero al menos tú eres…
– ¿Crees que… disfruto con ello?
– No sé. ¿Disfrutas?
– No.
– Conque no. No, no. Bueno, sea como sea… yo no lo vuelvo a hacer. Puede que hayas tenido otros que te ayudaran, que hayan sido… mejores que yo.
– ¿Los has tenido?
– Sí.
– Ya… ya…
– ¿Håkan? ¿Tú…?
– Te quiero.
– Sí.
– ¿Tú me quieres? ¿Un poco siquiera?
– ¿Lo harías otra vez si te dijera que te quiero?
– No.
– Quieres decir que te voy a querer de todas formas, ¿no?
– Sólo me quieres si te ayudo a mantenerte viva.
– Sí. ¿No es eso el amor?
– Si creyera que me quieres, aunque yo no te quisiera…
– ¿Sí?
– … entonces puede que lo hiciera.
– Te quiero.
– No te creo.
– Håkan. Puedo valerme unos días más, pero luego…
– Procura empezar a quererme entonces.
Viernes por la tarde en el chino. Son las ocho menos cuarto y toda la cuadrilla está reunida. Menos Karlsson, que está en casa viendo el concurso de televisión, Notknäckarna, y la verdad que no importa. Muy divertido no es que sea. Aparecerá más tarde, cuando haya acabado, tirándose faroles acerca de cuántas preguntas se sabía. En la mesa de la esquina, con espacio para seis, más próxima a la puerta, están sentados Lacke, Morgan, Larry y Jocke. Jocke y Lacke discuten acerca de qué tipos de peces pueden vivir tanto en agua dulce como en agua salada. Larry lee el periódico y Morgan mueve las piernas marcando el ritmo de una música que no es la música de fondo china que sale discretamente de los altavoces ocultos.
En la mesa están los vasos de cerveza más o menos llenos. En la pared, por encima de la barra, cuelgan sus retratos.
El dueño del restaurante tuvo que huir de China cuando la revolución cultural por las caricaturas satíricas que hizo de los mandatarios. Ahora emplea esa habilidad con los clientes. En las paredes cuelgan doce primorosas caricaturas hechas a rotulador.
Todos los tíos. Y Virginia. Los retratos de los tíos son primeros planos en los que se han resaltado los rasgos especiales de sus fisonomías.
La cara arrugada, casi hueca, de Larry y un par de orejas enormes que se despegan de la cabeza le dan el aspecto de un elefante famélico.
De Jocke destacan sus cejas pobladas y continuas, convertidas en rosales donde un pájaro, tal vez un ruiseñor, aparece trinando.
Morgan, por su estilo, aparece con los rasgos prestados del último Elvis. Grandes patillas y una expresión de «Hunka-hunka-löööve, baby» en los ojos. Con la cabeza puesta sobre un cuerpo minúsculo que sujeta una guitarra y tiene la pose de Elvis. Morgan está más orgulloso de ese retrato de lo que él mismo quiere reconocer.
Lacke aparece más preocupado. Los ojos agrandados le dan una expresión de sufrimiento exagerado. El humo del cigarrillo que tiene en la boca se concentra en una nube de tormenta sobre su cabeza.
Virginia es la única que aparece formalmente retratada de cuerpo entero. Con un vestido de noche, luciendo como una estrella envuelta en brillantes lentejuelas, aparece con los brazos abiertos, rodeada por una piara de cerdos que la miran sin comprender. Por encargo de Virginia, el dueño hizo otro dibujo exactamente igual para que pudiera llevárselo a casa.
Hay más. Algunos que no pertenecen al grupo. Algunos que han dejado de venir. Algunos que han muerto.
Charlie se cayó en las escaleras de entrada a su portal una noche cuando volvía a casa. Se partió el cráneo contra el cemento agrietado. Gurkan tuvo cirrosis y murió de hemorragia en la garganta. Un par de semanas antes de morir, una tarde se había levantado la camisa y les había mostrado una especie de tela de araña formada por venas que le salían del ombligo. «Menudo tatuaje más caro», había dicho entonces, y poco después estaba muerto. Habían honrado su memoria poniendo su retrato en la mesa y brindando con él toda la noche.
Karlsson no tiene retrato.
Esta noche del viernes va a ser la última que pasen juntos. Mañana, uno de ellos va a desaparecer para siempre. Habrá otro retrato que cuelgue en la pared sólo como un recuerdo. Y ya nada volverá a ser igual.
Larry apoyó el periódico, dejó las gafas de lectura sobre la mesa y dio un trago a su cerveza.
– Sí. Joder. ¿Qué tiene un tipo así en la cabeza?
Enseñó el periódico, donde ponía «LOS NIÑOS ESTÁN ASUSTADOS» sobre una fotografía de la escuela de Vällingby y una fotografía más pequeña de un hombre de mediana edad. Morgan miró el periódico y, señalando, preguntó:
– ¿Es el asesino?
– No, es el director de la escuela.
– A mí me parece un asesino. Típico asesino.
Jocke alargó la mano hacia el periódico:
– ¿Me dejas verlo…?
Larry le tendió el periódico y Jocke lo mantuvo con los brazos estirados mirando la fotografía.
– A mí me parece un político conservador. Morgan asintió.
– Eso es precisamente lo que estoy diciendo. Jocke volvió el periódico hacia Lacke, para que éste pudiera ver la fotografía.
– ¿A ti qué te parece?
Lacke la miró con desgana.
– No, no sé. A mí todo esto me pone malo.
Larry echó vaho en las gafas y se las limpió con la camisa.
– Lo cogerán. Nadie se libra con una cosa así. Morgan, que estaba tamborileando en la mesa con los dedos, se estiró a coger el periódico.
– ¿Cómo acabó el Arsenal?
Larry y Morgan pasaron a discutir la baja calidad del fútbol inglés en el momento actual. Jocke y Lacke permanecieron un rato en silencio bebiendo su cerveza y fumando. Luego Lacke sacó el tema de la merluza, que si iba a desaparecer del Báltico. Y así continuó la noche.
Karlsson no apareció, pero hacia las diez entró un hombre al que ninguno de ellos había visto antes. A esas alturas, la conversación se había vuelto más intensa y nadie observó la llegada del nuevo hasta que éste se sentó solo en una mesa que estaba en el otro extremo del local.
Jocke se acercó a Larry.
– ¿Quién es?
Larry miró discretamente, negó con la cabeza.
– No sé.
Al nuevo le sirvieron un whisky doble y se lo tomó de un trago, pidió otro. Morgan echó aire entre los labios con un silbido.
– Aquí vamos a toda pastilla.
El hombre parecía no ser consciente de que lo estaban observando. No hacía otra cosa que estar sentado a la mesa mirándose las manos, parecía como si toda la miseria del mundo estuviera concentrada en una mochila que colgara de sus hombros. Se tomó enseguida su segundo whisky y pidió otro.
El camarero se inclinó hacia él y le dijo algo. El hombre rebuscó con la mano en el bolsillo y sacó unos billetes. El camarero hizo un gesto con las manos como diciendo que no quería decir eso, aunque eso era precisamente lo que había querido decir, y se retiró para servir un nuevo pedido.
No sorprendía que el crédito del hombre se hubiera puesto en duda. Sus ropas estaban arrugadas y manchadas como si hubiera dormido en algún sitio poco cómodo. La corona de pelo sin arreglar alrededor de la calva le caía hasta las orejas. Su rostro aparecía dominado por una nariz bastante grande, roja, y una barbilla saliente. Entre ellas, un par de labios pequeños y abultados que se movían de vez en cuando, como si el hombre hablara consigo mismo. No hizo ni el más mínimo gesto cuando le sirvieron el whisky.
El grupo volvió a la discusión en la que estaban metidos: si Ulf Adelsohn no iba a ser todavía peor de lo que había sido Gösta Bohman. Sólo Lacke, de vez en cuando, miraba de reojo al nuevo. Después de un rato, cuando el hombre ya había tenido tiempo de pedir otro whisky más, dijo:
– ¿No deberíamos… preguntarle si quiere sentarse con nosotros?
Morgan echó una mirada por encima del hombro al forastero, que se había hundido un poco más en la silla.
– No. ¿Por qué? Le ha dejado la mujer, el gato se ha muerto y la vida es un infierno. Eso ya me lo sé yo.
– A lo mejor invita.
– Eso ya es otro cantar. Entonces puede que tenga también cáncer
– Morgan se encogió de hombros-. A mí no me importa.
Lacke miró a Larry y a Jocke. Por señas le dijeron que estaba bien y Lacke se levantó y fue hasta la mesa del hombre.
– Hola.
El hombre levantó los ojos hacia Lacke. Tenía la mirada completamente turbia. El vaso que había en la mesa estaba casi vacío. Lacke, apoyándose en la silla que estaba al otro lado de la mesa, se inclinó hacia él.
– Sólo queríamos preguntarte si quieres… sentarte con nosotros.
El hombre movió la cabeza despacio e hizo un gesto torpe de rechazo con la mano.
– No. Gracias. Pero siéntate.
Lacke sacó la silla y se sentó. El hombre se tomó lo que quedaba en el vaso e hizo una señal al camarero.
– ¿Quieres algo? Te invito.
– Entonces, lo mismo que tú.
Lacke no quería decir la palabra «whisky» porque parecía mal pedirle a alguien que te invite a algo tan caro, pero el hombre asintió, y cuando el camarero se acercó hizo el signo de la V con los dedos señalando a Lacke. Lacke se echó hacia atrás en la silla. ¿Cuánto tiempo hacía que no se tomaba un whisky en un bar? Tres años. Por lo menos.
El hombre no daba señales de querer iniciar una conversación, así que Lacke carraspeó y dijo:
– Vaya frío que hemos tenido.
– Sí.
– Seguro que pronto nieva.
– Mmm.
El whisky llegó a la mesa e hizo superflua la conversación por un momento. Incluso a Lacke le sirvieron uno doble y sintió cómo los ojos de sus compañeros se le clavaban en la espalda. Después de un par de sorbitos levantó el vaso.
– Bueno, salud. Y gracias.
– Salud.
– ¿Vives por aquí?
El hombre miraba fijamente al aire, parecía que consideraba la pregunta como si fuera algo en lo que él mismo nunca se había parado a pensar. Lacke no pudo decidir si el movimiento de cabeza que hacía el otro era una respuesta o si formaba parte de su monólogo interno.
Lacke dio un sorbo más, decidió que si el hombre no contestaba a la próxima pregunta significaba que quería estar tranquilo, no hablar con nadie. En ese caso Lacke cogería su vaso e iría a sentarse con los otros. Habría hecho lo que exige la cortesía cuando a uno lo invitan. Deseaba que el hombre no contestase.
– Bueno. ¿A qué te dedicas?
– Yo…
El hombre arqueó las cejas y las comisuras de los labios se elevaron de forma convulsiva en un esbozo de sonrisa que se desvaneció.
– … ayudo un poco.
– Ah. ¿Con qué?
Una especie de prudencia cruzó sus ojos cuando su mirada se encontró con la de Lacke. Éste sintió un ligero estremecimiento en la parte baja de la espalda. Como si una hormiga negra le hubiera picado encima de la rabadilla.
El hombre se frotó los ojos y pescó algunos billetes de cien en el bolsillo del pantalón, los dejó sobre la mesa y se levantó.
– Disculpa. Tengo que…
– Vale. Gracias por el whisky.
Lacke alzó su vaso hacia el hombre, pero éste ya iba camino del perchero, descolgó a tientas su abrigo y salió. Lacke siguió sentado de espaldas al grupo mirando el pequeño montón de billetes. Cinco de cien. Un whisky doble costaba sesenta coronas, y se habrían bebido cinco, posiblemente seis.
Lacke miró de soslayo. El camarero estaba ocupado cobrando a una pareja de viejos, los únicos clientes que habían cenado. Mientras se levantaba, Lacke cogió un billete y lo arrebujó rápidamente en la mano hasta convertirlo en una bola, se metió la mano en el bolsillo y volvió con sus colegas.
A mitad de camino se dio cuenta, se volvió a la mesa y volcó lo que había quedado en el vaso del otro en su propio vaso, se lo llevó.
La típica noche con suerte.
– Pero si esta noche echan Notknäckarna.
– Sí, pero vengo.
– Empieza en… media hora.
– Lo sé.
– ¿Qué tienes tú que hacer por ahí a estas horas?
– Sólo voy a dar una vuelta.
– Bueno, no tienes que ver Notknäckarna si no quieres. Puedo verlo sola, si tienes que salir.
– Ya, ya, yo… vengo más tarde.
– Sí, sí. Entonces espero para calentar las crêpes.
– No, puedes… vengo más tarde.
Oskar se fue. Notknäckarna era su programa favorito y el de su madre. Su madre había preparado crêpes rellenos con gambas para comerlos delante de la tele. Sabía que se entristecería si él se iba, en lugar de quedarse… esperando con ella.
Pero había estado mirando por la ventana desde que se había hecho de noche y acababa de ver a la chica saliendo del portal de al lado y yendo hacia el parque. Se había retirado inmediatamente de la ventana. No fuera ella a creer que él…
Luego había esperado cinco minutos antes de ponerse la ropa y salir. No cogió gorro.
No se veía a la muchacha en el parque; seguramente estaría sentada, acurrucada en la escalera del tobogán, como ayer. Las persianas de su ventana estaban todavía bajadas, pero había luz en el piso. Menos en el cuarto de baño. Un cristal oscuro.
Oskar se sentó en el borde de la arena, aguardando. Como si se tratara de un animal que fuera a salir de su madriguera. Pensaba esperar sólo un poco. Si la chica no aparecía se volvería a casa, como si nada.
Sacó su cubo de Rubik, lo movió un poco por hacer algo. Se había cansado de tener que pensar todo el tiempo en aquella dichosa esquina y mezcló todo el cubo para empezar desde el principio.
El ruido del cubo aumentaba en el aire frío, sonaba como una pequeña máquina. Por el rabillo del ojo Oskar vio cómo la chica se levantaba de la escalera. Él siguió dando vueltas para empezar a hacer de nuevo una cara de un color. La muchacha estaba quieta. Notó una ligera inquietud en el estómago, pero hizo como si no la hubiera visto.
– ¿Estás aquí de nuevo?
Oskar levantó la cabeza, hizo como si se sorprendiera, dejó pasar unos segundos y luego dijo:
– ¿Estás aquí otra vez?
La chica no dijo nada y Oskar siguió dando vueltas. Tenía los dedos rígidos. Era difícil distinguir los colores en la oscuridad, por lo que trabajaba sólo con la cara blanca, que era la más fácil de ver.
– ¿Por qué estás ahí sentado?
– ¿Por qué estás ahí de pie?
– Quiero estar tranquila.
– Yo también.
– Entonces vete a casa.
– Vete tú. Yo he vivido aquí más tiempo que tú.
Ahí le dolía a ella. La cara blanca estaba lista y era difícil continuar. Los otros colores no eran más que una masa gris oscuro. Siguió dando vueltas, al tuntún.
Cuando volvió a levantar la vista, la chica estaba en la barandilla y saltó. Oskar lo sintió en el estómago cuando dio contra el suelo; si él hubiera intentado un salto así seguro que se habría hecho daño. Pero la muchacha aterrizó suavemente como un gato, llegó hasta donde él estaba. Él volcó su atención en el cubo. Ella se paró frente a él.
– ¿Qué es eso?
Oskar miró a la chica, al cubo y de nuevo a la chica.
– ¿Esto?
– Sí.
– ¿No lo sabes?
– No.
– El cubo de Rubik.
– ¿Cómo dices?
Oskar pronunció las palabras exageradamente claras.
– El cubo de Rubik.
– ¿Eso qué es?
Oskar se encogió de hombros.
– Un juego.
– ¿Un puzzle?
– Sí.
Oskar le alargó el cubo a la chica.
– ¿Quieres probar?
Ella lo cogió de sus manos, le dio la vuelta, mirando todas las caras. Oskar se echó a reír. La muchacha parecía un mono examinando una fruta.
– ¿No has visto uno de estos antes?
– No. ¿Cómo se hace?
– Así…
Oskar cogió de nuevo el cubo y la chica se sentó junto a él. Él le enseñó cómo se giraba y que la cosa consistía en conseguir que cada cara estuviera entera de un solo color. Ella cogió el cubo y empezó a girar.
– ¿Ves los colores?
– Naturalmente.
Oskar la miraba de reojo mientras ella trabajaba con el cubo. Tenía el mismo jersey de color rosa que el día anterior y no podía comprender que no tuviera frío. Él mismo empezaba a quedarse frío allí sentado, a pesar de la cazadora.
Naturalmente.
Hablaba raro también. Como un adulto. A lo mejor era hasta más mayor que él, aunque estuviera tan flaca. Su cuello blanco y delgado sobresalía del cuello tipo polo del jersey, se transformaba en una marcada mandíbula. Como la de un maniquí.
Una ráfaga de viento sopló en dirección a Oskar, tragó y respiró por la boca. El maniquí apestaba.
¿No se lavará?
Pero el olor era peor que si fuera sudor viejo. Se parecía más al olor de cuando se quita una venda de una herida infectada. Y su pelo…
Cuando se atrevió a mirarla con más detenimiento, mientras estaba ocupada con el cubo, vio que tenía el pelo totalmente pegajoso y lleno de enredos y nudos. Como si tuviera pegamento o… barro en él.
Mientras observaba a la chica respiró inconscientemente por la nariz y sintió una arcada en la garganta. Se levantó, fue hacia los columpios y se sentó. Era imposible estar a su lado. La muchacha parecía no notar nada.
Después de un rato se levantó, fue hacia ella, que seguía sentada y absorta en el cubo.
– Oye: tengo que irme a casa ya.
– Mmm.
– El cubo…
La chica paró. Dudó un momento y después se lo devolvió sin decir nada. Oskar lo cogió, la miró y se lo volvió a dejar. -Te lo dejo prestado. Hasta mañana. Ella no lo cogió.
– No.
– ¿Por qué no?
– A lo mejor no estoy aquí mañana.
– Hasta pasado mañana, entonces. Pero después no te lo presto más.
La chica se quedó pensándolo. Luego cogió el cubo.
– Gracias. Seguro que estoy aquí mañana.
– ¿Aquí?
– Sí.
– De acuerdo. Adiós.
– Adiós.
Cuando se dio la vuelta alejándose oyó de nuevo el ruido del cubo. Ella pensaba seguir allí, con su jersey fino. Su madre y su padre tenían que ser… distintos, si la dejaban salir de casa de esa manera. Se le podía inflamar la vejiga.
– ¿Dónde has estado?
– Fuera.
– Estás borracho.
– Sí.
– Dijimos que ibas a acabar con eso.
– Tú lo dijiste. ¿Qué es eso?
– Un puzzle. No está bien que tú…
– ¿De dónde lo has sacado?
– Prestado. Håkan, tienes que…
– ¿Quién te lo ha prestado?
– Håkan, no hagas eso.
– Hazme feliz entonces.
– ¿Qué quieres que haga?
– Déjame tocarte.
– Sí. Con una condición.
– No. No, no. Entonces no.
– Mañana. Debes.
– No. Otra vez no. ¿Cómo que prestado? Tú no coges nunca nada prestado. ¿Qué es?
– Un puzzle.
– ¿No tienes ya bastantes puzzles? Te preocupas más de tus puzzles que de mí. Puzzle. Beso. Puzzle. ¿Quién te lo ha prestado? ¿QUIÉN TE LO HA PRESTADO, pregunto?
– Håkan, déjalo.
– Me siento tan jodidamente desgraciado.
– Ayúdame. Una vez más. Después estaré lo suficientemente fuerte como para valerme por mí misma.
– Sí, precisamente por eso.
– No quieres que me valga por mí misma.
– ¿Qué vas a hacer conmigo entonces?
– Te quiero.
– No me quieres nada.
– Sí. De alguna manera.
– Eso no existe. Uno quiere o no quiere.
– ¿Es eso cierto?
– Sí.
– Entonces no sé.
La mística de la barriada es la falta de misterio.
Johan Eriksson
El sábado por la mañana había tres grandes fardos con propaganda ante la puerta de la casa de Oskar. Su madre le ayudó a doblarlos. Tres papeles distintos en cada paquete, cuatrocientos ochenta paquetes en total. Cada paquete repartido suponía unos catorce céntimos de media. Los peores eran los repartos de una sola hoja, que salían a siete céntimos. Los mejores (y peores, puesto que había que doblar muchos) eran los de cinco papeles, que suponían veinticinco céntimos.
No tenía que andar mucho, puesto que los bloques altos entraban en su distrito. Allí se deshacía de ciento cincuenta paquetes en menos de una hora. El recorrido entero le llevaba cuatro horas aproximadamente, incluyendo volver a casa una vez para reponer material. Cuando iban cinco papeles en cada paquete tenía que hacer dos viajes a casa para reponer.
La propaganda debía estar repartida el martes por la tarde a más tardar, pero él solía repartirlo todo el sábado. Así lo tenía hecho.
Oskar estaba sentado en el suelo de la cocina doblando; su madre, en la mesa. No era un trabajo divertido, pero le gustaba el caos que se creaba. El gran desorden que, poco a poco, acababa ordenado en dos, tres, cuatro bolsas de papel repletas de hojas primorosamente dobladas.
Su madre colocó otro montón de papeles doblados en la bolsa, meneando la cabeza.
– Bueno, la verdad es que esto no me gusta.
– ¿El qué?
– No se te ocurra… si alguien abre la puerta o algo así… no se te ocurra…
– No. ¿Por qué iba a hacerlo?
– Hay tanta gente rara.
– Sí.
Esta conversación se repetía, de una u otra forma, cada sábado. El viernes por la tarde su madre había dicho que no saldría de ninguna de las maneras a repartir propaganda este sábado, por lo del asesino. Pero Oskar le había prometido por activa y por pasiva que gritaría con sólo que alguien le dirigiera la palabra, y su madre había cedido.
No había ocurrido nunca que alguien hubiera intentado invitar a Oskar a su casa o algo por el estilo. Una vez había salido un viejo y le había echado la bronca porque «metía un montón de mierda en el buzón», pero después de aquello había dejado de meter propaganda en el casillero del anciano.
El viejo tendría que sobrevivir sin saber que esa semana podía hacerse un corte de pelo de fiesta, con mechas, por doscientas coronas en la peluquería de señoras.
A las once y media los papeles estaban doblados y salió. No funcionaba lo de tirar todos los papeles en el cuarto de la basura o algo así; llamaban para comprobarlo, hacían controles al azar. Eso se le había quedado grabado desde que llamó y solicitó el trabajo hacía medio año. A lo mejor no era más que un farol, pero no se atrevía a jugársela. Además, no tenía nada directamente en contra de ese trabajo. Al menos durante las dos primeras horas.
Entonces jugaba, por ejemplo, a que era un agente secreto que había salido para repartir propaganda contra el enemigo que había ocupado el país. Corría entre los portales, alerta contra los soldados enemigos que muy bien podían estar disfrazados de condescendientes señoras con perros.
O hacía también como si cada edificio fuera un animal hambriento, un dragón con seis bocas que sólo se alimentaba de carne de doncella enmascarada como propaganda que él introducía en sus fauces. Los papeles gritaban en sus manos cuando él los metía en las bocas de la bestia.
Las últimas dos horas -como hoy, al poco de empezar la segunda vuelta- aparecía una especie de agotamiento. Las piernas se ponían en marcha y los brazos realizaban los movimientos mecánicamente.
Dejar la bolsa en el suelo, colocar seis paquetes bajo el brazo izquierdo, abrir el portal, primera puerta, abrir el buzón con la mano izquierda, coger un paquete con la mano derecha y meterlo en el buzón. Segunda puerta… y así sucesivamente.
Cuando por fin llegó a su patio, a la puerta de la chica, se paró fuera y escuchó. Se oía una radio con el volumen bajo. Nada más. Metió los papeles en el buzón y esperó. No llegaba nadie a recogerlos.
Como de costumbre, terminó en su propia puerta; introdujo el papel en el buzón, abrió la puerta, cogió el papel y lo tiró a la bolsa de la basura.
Por hoy, listo. Sesenta y siete coronas más rico.
Su madre había ido a Vällingby a hacer la compra. Oskar tenía el piso para él solo. No sabía qué hacer.
Abrió los cajones de debajo de la encimera. Cubiertos, batidores y termómetros para el horno. En otro cajón, bolígrafos y papeles, una colección de fichas con recetas de cocina a la que su madre se había suscrito, pero lo había dejado porque todas incluían ingredientes demasiado caros.
Siguió con el cuarto de estar, abriendo cajones.
El ganchillo de mamá, o las cosas del punto, no sabía bien. Una carpeta con cuentas y recibos de compra. Los álbumes de fotos que había mirado montones de veces. Revistas viejas con crucigramas todavía incompletos. Un par de gafas en su funda. El costurero. Una caja pequeña de madera con el pasaporte de su madre y el de Oskar, las placas de identidad (a él le habría gustado llevarla colgada al cuello, pero su madre había dicho que no, que sólo en caso de guerra), una fotografía y un anillo.
Rebuscó en todos los cajones y armarios como si buscara algo sin que él mismo supiera qué. Algún secreto. Algo que cambiara algo. Que de repente en el fondo de un armario apareciera un trozo de carne podrida. O un globo inflado. Lo que fuera. Algo extraño.
Sacó la foto y la estuvo mirando.
Era de su bautizo. Su madre estaba con él en brazos, mirando a la cámara. Entonces estaba delgada. Oskar estaba envuelto en un faldón de cristianar con largas cintas azules. Al lado de su madre estaba su padre, embutido en un incómodo traje. Parecía como si no supiera qué hacer con las manos, que le caían rígidas a lo largo del cuerpo. Parecía casi en posición de firmes. Miraba de frente al bebé que estaba en los brazos de su madre. El sol brillaba sobre los tres.
Oskar observó la foto más de cerca, analizando la expresión del rostro de su padre. Parecía orgulloso. Orgulloso y algo… extraño. Un hombre contento porque había sido padre, pero que no sabía cómo tenía que comportarse. Cómo se hacía. Se podría pensar que era la primera vez que veía al niño, aunque el bautizo se celebró medio año después del nacimiento de Oskar.
La madre, por el contrario, sostenía a Oskar con seguridad, relajada. Su mirada a la cámara no era tanto de orgullo como de… desconfianza. Como te acerques más, decía esa mirada, te muerdo la nariz.
Su padre estaba algo echado hacia delante, como si quisiera acercarse él también pero sin atreverse. La foto no representaba a una familia. Representaba a un niño con su madre. A su lado un hombre, probablemente el padre. A juzgar por la expresión de la cara.
Pero Oskar quería a su padre, y su madre también lo quería. En cierto modo. A pesar… de lo que pasaba. De lo que acabó pasando.
Oskar cogió el anillo y leyó lo que ponía dentro de él: Erik 22/4/967.
Se habían separado cuando Oskar tenía dos años. Ninguno de los dos había encontrado aún otra pareja. «No ha surgido». Los dos usaban la misma expresión.
Dejó el anillo en su sitio, cerró la caja de madera y la depositó en el armario. Se preguntó si su madre miraría alguna vez el anillo, por qué lo tendría guardado. No dejaba de ser oro. Diez gramos, seguro. Valdría aproximadamente cuatrocientas coronas.
Oskar se puso la cazadora de nuevo, salió al patio. Empezaba a oscurecer, aunque no eran más que las cuatro. Descartado lo de ir al bosque ahora.
Tommy pasaba por delante del portal, se detuvo cuando vio a Oskar.
– Hola.
– Hola.
– ¿Qué haces?
– Nada, he repartido la propaganda y no sé…
– ¿Se saca algo de dinero con eso?
– Así, así. Setenta, ochenta coronas. Cada vez.
Tommy asintió con la cabeza.
– ¿Quieres comprar un walkman?
– No sé. ¿Por qué lo dices?
– Un walkman de Sony. Por cincuenta coronas.
– ¿Nuevo?
– Sí. En su caja. Con auriculares. Cincuenta coronas.
– Ahora no tengo dinero.
– Pero si acabas de ganar setenta, ochenta coronas con eso, como has dicho.
– Sí, pero recibo un sueldo mensual. La próxima semana.
– Vale. Pero si quieres te lo doy ahora y cuando tengas el dinero me lo das.
– Bueno…
– Venga. Baja y espérame, que voy a buscarlo. Tommy hizo un gesto con la cabeza señalando hacia el parque y Oskar bajó y se sentó en un banco. Enseguida se levantó y fue hasta la escalera del tobogán, miró. No estaba la chica. Volvió rápidamente al banco y se sentó de nuevo, como si hubiera hecho algo prohibido.
Después de un rato, llegó Tommy y le dio la caja.
– Cincuenta coronas dentro de una semana, ¿de acuerdo?
– Mmm.
– ¿Qué sueles escuchar?
– Kiss.
– ¿Cuáles tienes?
– Alive.
– ¿No tienes Destroyer? Te lo dejo prestado si quieres. Grábalo.
– Sí, qué bien.
Oskar tenía el disco doble de Alive con Kiss, lo había comprado hacía unos meses, pero no lo escuchaba nunca. Miraba más las fotografías del concierto. Parecían realmente duros con la cara maquillada. Figuras de terror vivientes. Y Beth, donde Peter Cross cantaba, le gustaba realmente mucho, pero las demás canciones eran demasiado… como si no tuvieran ninguna melodía. A ver si Destroyer era mejor.
Tommy se levantó para irse. Oskar estaba abrazado a la caja.
– ¿Tommy?
– Sí.
– Ese chico. El que fue asesinado. ¿Sabes tú… cómo fue asesinado?
– Sí. Lo colgaron en un árbol y le cortaron el cuello.
– ¿No lo acuchillaron? Como si le hubieran dado cortes. En el tórax.
– No. Sólo en el cuello. Phhhhhssst.
– Vale, vale.
– ¿Algo más?
– No.
– Hasta luego.
– Hasta luego.
Oskar se quedó sentado en el banco un rato, pensando. El cielo estaba de color lila oscuro, la primera estrella, ¿o sería Venus?, se podía ver claramente. Se levantó y entró para esconder el walkman antes de que volviera su madre.
Esta tarde iba a ver a la chica para que le devolviera su cubo. Las persianas estaban aún bajadas. ¿Viviría realmente allí? ¿Qué hacían allí dentro, todos los días? ¿Tendría amigos?
Probablemente no.
– Esta noche.
– ¿Qué has hecho?
– Me he lavado.
– No sueles hacerlo.
– Håkan, esta noche tienes que…
– No, he dicho.
– Por favor.
– No se trata de… Otra cosa, lo que sea. Dilo. Lo haré. Coge de mí, por el amor de Dios. Aquí. Aquí tienes un cuchillo. Ah, no. De acuerdo, entonces tendré que…
– No lo hagas.
– ¿Por qué no? Es preferible esto. ¿Por qué te has lavado? Hueles a… jabón.
– ¿Qué quieres que haga?
– No puedo.
– No.
– ¿Qué piensas hacer?
– Ir yo misma.
– ¿Necesitas lavarte para eso?
– Håkan…
– Yo te ayudo con cualquier otra cosa. Lo que quieras, yo…
– Sí, sí. Está bien.
– Perdona.
– Sí.
– Ve con cuidado. Yo iba con cuidado.
Kuala Lumpur, Phnom Penh, Mekong, Rangoon, Chungking…
Oskar estaba mirando la fotocopia que acababa de completar, los deberes del fin de semana. No le decían nada aquellos nombres, no eran más que un montón de letras. Había cierta satisfacción en abrir el atlas y ver que realmente existían ciudades y ríos justo en el sitio donde aparecían marcados en la fotocopia, pero…
Sí, se lo iba a aprender de memoria y su madre se lo iba a preguntar. Podría señalar los puntos y decir esas palabras extrañas. Chungking, Phnom Penh. Su madre quedaría impresionada. Y, claro, algo divertido sí que eran todos esos nombres raros de sitios lejanos, pero…
¿Por qué?
En cuanto les dieron fotocopias con la geografía de Suecia se había aprendido todo de memoria. Se le daba bien eso. ¿Pero ahora? Intentó acordarse del nombre de uno de los ríos de Suecia. Äskan, Väskan, Piskan…
Era algo así. Ätran, quizá. Sí. ¿Pero dónde estaba? Ni idea. Y la misma suerte iban a correr Chungking y Rangoon en unos años. No tenía sentido.
Lo cierto era que aquellos sitios no existían. Y si existían… él no iba a ir nunca allí. ¿Chungking? ¿Qué iba a hacer él en Chungking? No era más que una superficie grande, blanca y un punto pequeño.
Observó las líneas rectas en las que se balanceaba su escritura desgarbada. Era la escuela. Nada más. Así era la escuela. Le decían a uno que hiciera un montón de cosas, y uno las hacía. Esos sitios los habían creado para que los profesores pudieran repartir fotocopias. No significaba nada. El podría escribir igual Tjippiflax, Bubbelibäng y Spitt en las líneas. Era igual de razonable.
La única diferencia sería que la señorita diría que estaba mal. Que no se llamaban así. Apuntaría en el mapa y diría:
– Mira, se llama Chungking, no Tjippiflax.
Floja demostración. Alguien se habría inventado también lo que ponía en el atlas. No por eso tenía que ser cierto. A lo mejor la tierra era en realidad plana, pero por alguna razón se mantenía en secreto.
Embarcaciones que caen al abismo. Dragones.
Oskar se levantó de la mesa. La fotocopia estaba lista, rellenada con letras que la señorita daría por buenas. Eso era todo.
Eran más de las siete, a lo mejor la chica ya había salido. Acercó la cara a la ventana y puso las manos alrededor para poder ver fuera en la oscuridad. Sí, claro que había algo que se movía abajo, en el parque.
Salió al pasillo. Su madre estaba sentada haciendo punto, o ganchillo, en el cuarto de estar.
– Salgo un rato.
– ¿Pero vas a salir ahora otra vez? Te iba a preguntar los deberes.
– Sí. Lo hacemos luego.
– Era Asia, ¿no?
– ¿Qué?
– La fotocopia que tenías. Que era de Asia, ¿verdad?
– Sí, eso creo. Chungking.
– ¿Eso dónde está? ¿En China?
– No sé.
– ¿No sabes? Pero…
– Luego vengo.
– Bueno. Ten cuidado. ¿Tienes el gorro?
– Que sí.
Oskar se metió el gorro en el bolsillo de la cazadora y salió. Cuando se iba acercando al parque sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y vio que la chica estaba sentada en lo alto de la escalera del tobogán. Se acercó y se quedó debajo de ella con las manos en los bolsillos.
Hoy parecía distinta. Seguía con el jersey de color rosa -¿es que no tenía otro?-, pero el pelo no lo tenía tan enredado. Caía liso, negro, siguiendo la forma de la cabeza.
– Hei.
– Hola.
– Hola.
Nunca más en toda su vida iba a decir «hei» a alguien. Sonaba tan increíblemente ridículo. La chica se levantó.
– Sube.
– De acuerdo.
Oskar trepó por la escalera y se colocó a su lado, respiró discretamente por la nariz. Ya no olía mal.
– ¿Huelo mejor?
Oskar se puso totalmente rojo. La chica sonrió y le dio algo. Su cubo.
– Gracias por el préstamo.
Oskar cogió el cubo y lo miró. Volvió a mirarlo. Lo puso a la luz lo mejor que pudo, lo volvió, mirando todas las caras. Estaba hecho. Todas las caras de un solo color.
– ¿Lo has desmontado?
– ¿Cómo?
– Pues… desmontando las piezas y… poniéndolas bien.
– ¿Se puede hacer eso?
Oskar tocaba el cubo como para comprobar si las piezas estaban sueltas después de haberlas desmontado. Él lo había hecho una vez, asombrado de los pocos giros que hacían falta para que se perdiera y fuera incapaz de conseguir que las caras estuvieran de nuevo de un solo color. Las piezas, evidentemente, no habían quedado sueltas cuando él lo desmontó, pero no era posible que ella lo hubiera completado.
– Tienes que haberlo desmontado.
– No.
– Pero si no habías visto uno antes.
– No. Era divertido. Gracias.
Oskar se puso el cubo delante de los ojos como si esperara que le contase cómo había ocurrido. No sabía por qué, pero estaba casi seguro de que la chica no mentía
– ¿Cuánto tiempo has tardado?
– Unas cuantas horas. Ahora iría más rápido.
– Increíble.
– No es tan difícil.
La muchacha se volvió hacia él. Sus pupilas eran tan grandes que casi ocupaban todo el ojo, la luz de los portales se reflejaba en su negra superficie y parecía como si ella tuviera una lejana ciudad dentro de la cabeza.
El cuello alto, muy subido, ocultaba su cuello destacando aún más sus rasgos suavemente perfilados, lo que le daba una apariencia de… personaje de cómic. Su piel, las líneas eran como un cuchillo de untar mantequilla que uno hubiera estado lijando durante varias semanas con papel de lija bien fino hasta que la madera quedaba como la seda.
Oskar carraspeó:
– ¿Cuántos años tienes?
– ¿Cuántos me echas?
– Catorce, quince.
– ¿Aparento tantos?
– Sí. ¿O no? No, pero…
– Tengo doce.
– ¡Doce!
¡Toma ya! Probablemente era más joven que Oskar, que iba a cumplir los trece dentro de un mes.
– ¿Cuándo cumples años?
– No lo sé.
– ¿No lo sabes? Pero bueno… ¿cuándo celebras tu cumpleaños y eso?
– No suelo celebrarlo.
– ¡Pero lo sabrán tu papá y tu mamá!
– No, mi mamá ha muerto.
– ¡Huy! Ya, ya. ¿De qué murió?
– No lo sé.
– Pero tu papá… lo sabrá.
– No.
– Entonces… qué pasa… ¿no recibes regalos de cumpleaños y eso?
Ella se le acercó más. Su aliento se extendió ante la cara de Oskar y la luz de la ciudad reflejada en sus ojos se apagó bajo la sombra del muchacho. Las pupilas, dos grandes agujeros negros en su rostro.
Ella está triste. Tan terrible, terriblemente triste.
– No. No me dan ningún regalo. Nunca.
Oskar asintió paralizado. El mundo que tenía a su alrededor había dejado de existir. Sólo aquellos dos agujeros negros a un palmo de distancia. El vaho de sus bocas se mezclaba, ascendía, se dispersaba.
– ¿Te gustaría hacerme un regalo?
– Sí.
Su voz sonó menos que un susurro. Sólo un suspiro. La cara de la chica estaba cerca y sus mejillas, suaves como el cuchillo de untar la mantequilla, atrajeron la mirada de Oskar.
Eso le impidió ver cómo le cambiaban los ojos, se le achinaban, tenían otra expresión. Cómo el labio superior se levantaba dejando al descubierto un par de colmillos amarillentos. Él no vio más que sus mejillas y, mientras los dientes de ella se acercaban a su cuello, él le acarició la mejilla con la mano.
La chica se detuvo, paralizada por un instante, luego se apartó. Sus ojos recuperaron su aspecto anterior, la luz de la ciudad volvió a encenderse.
– ¿Qué has hecho?
– Perdón… yo…
– ¿Qué? ¿Qué hiciste?
– Yo…
Oskar se miró la mano en la que tenía el cubo, aflojó un poco. Lo había apretado tan fuerte que los bordes le habían dejado señales oscuras en la mano. Puso el cubo delante de la chica.
– ¿Lo quieres? Te lo doy.
La chica negó moviendo despacio la cabeza.
– No. Es tuyo.
– ¿Cómo… te llamas?
– Eli.
– Yo me llamo Oskar. ¿Cómo has dicho? ¿Eli?
– … Sí.
La muchacha parecía de pronto inquieta. Con la mirada perdida como si buscara algo en la memoria, algo que no podía encontrar.
– Yo… me tengo que ir ahora.
Oskar asintió. La chica le miró directamente a los ojos durante un par de segundos, luego se volvió para irse. Llegó hasta el borde superior del tobogán y dudó un poco. Se sentó y bajó deslizándose, y se dirigió a su portal.
Oskar apretó el cubo con la mano.
– ¿Vas a venir mañana?
La chica se detuvo y dijo en voz baja:
– Sí. -Y sin volverse, continuó andando. Oskar la siguió con la mirada. No entró en su portal, sino que fue hacia el arco que conducía fuera del patio. Desapareció.
Oskar miró el cubo que tenía en la mano. Increíble.
Giró un poco una sección, para que no estuviera completo. Lo volvió a poner en su sitio. Iba a guardarlo así. Durante un tiempo.
Jocke Bengtsson iba riéndose para sí de vuelta a casa tras el cine. Joder, qué película más divertida, Sällskapsresan. Especialmente los dos tíos dando vueltas todo el rato buscando la Bodega de Pepe, y cuando uno de ellos llevaba a su compañero borracho perdido en la silla de ruedas por la aduana: «inválido». Joder, qué divertido.
Tal vez habría que coger y marcharse a uno de esos viajes con alguno de los colegas. ¿Pero con quién se podía ir?
Karlsson era tan aburrido que paraba los relojes, cualquiera se volvería loco después de dos días. Morgan podía ponerse muy desagradable si bebía demasiado, y fijo que lo haría si realmente aquello era tan barato. Larry era majete, pero tan decrépito que al final tendría que llevarlo en una silla de ruedas. «Inválido».
No, tenía que ser Lacke.
Podrían pasarlo realmente bien los dos juntos una semana allá abajo. Claro, que por otro lado, Lacke era pobre como una rata de sacristía, no tenía nunca dinero. Lo suyo era estar gorroneando cerveza y cigarrillos todas las noches. Nada que decir con respecto a Jocke, pero para un viaje a Canarias no tenía dinero.
No cabía más que rendirse a los hechos: ninguno de los colegas del chino valía gran cosa como compañero de viaje.
¿Y si viajaba solo?
Bueno, Stig Helmer lo había hecho en la película. Aunque estaba como una puta cabra. Luego conoció a Ole. Se enrolló con una donna y todo. No estaría mal. Hacía ya ocho años que María se había largado llevándose al perro y desde entonces no había conocido a nadie en sentido bíblico ni siquiera una vez.
¿Pero habría alguien que le quisiera? Quizá. No tenía tan mal aspecto como Larry, de todas formas. Claro que la bebida se notaba en la cara y en el cuerpo, aunque él la tuviera bajo un cierto control. Hoy, por ejemplo, no había bebido ni una gota, aunque ya eran casi las nueve. De todas formas ahora iba a ir a casa y se iba a tomar un par de gin tonics antes de bajar al chino.
Lo del viaje habría que pensarlo más despacio. Ocurriría como con todas las demás cosas que había pensado hacer durante los últimos años: nada de nada. Pero soñar era gratis.
Fue por el camino del parque, entre la calle Holbergsgatan y Blackebergsskolan. Estaba bastante oscuro, la distancia entre las farolas era de unos treinta metros y el restaurante chino lucía como un faro arriba, en lo alto, a la izquierda.
¿Y si iba y se daba un capricho aquella noche? Yendo directamente al chino y… pero no. Saldría demasiado caro. Los otros creerían que había acertado a las quinielas o algo así, pensarían que era un jodido tacaño si no pagaba una ronda. Mejor ir a casa y tomarse las primeras.
Pasó por debajo de la lavandería; su chimenea con aquel único ojo rojo y el rumor sordo de su interior.
Una noche, cuando volvía a casa bien cargado, tuvo una especie de alucinación y vio cómo la chimenea, desprendiéndose del edificio principal, empezaba a deslizarse cuesta abajo hacia él, gruñendo y chillando.
Se había acurrucado en el camino del parque con las manos en la cabeza esperando el golpe. Cuando por fin bajó los brazos la chimenea estaba donde siempre, magnífica e inmóvil.
La farola más próxima al puente, la de la calle Björnsson, estaba rota, y el camino bajo el puente, un túnel totalmente oscuro. Si hubiera estado borracho ahora habría subido por las escaleras que había al lado del puente y habría continuado por arriba, por la calle Björnsson, aunque se daba un rodeo. Joder, es que veía unas cosas tan raras en la oscuridad cuando estaba bebido. Por eso dormía con la lámpara encendida. Pero ahora iba sobrio.
Aunque, qué coño, tenía ganas de subir por las escaleras igualmente. Las alucinaciones habían empezado a mezclarse con su visión del mundo aun cuando no hubiera bebido. Se quedó parado en medio del camino diciéndose a sí mismo claramente cuál era la situación:
– Estoy empezando a volverme paranoico.
Pero ahora esto es así, ¿entiendes, Jocke? Si no te sobrepones y recorres ese pequeño trecho bajo el puente, tampoco llegarás nunca a las Canarias.
– ¿Por qué?
Pues porque siempre te echas atrás en cuanto surge el más mínimo problema. El menor contratiempo, en todas las situaciones. ¿Crees que vas a ser capaz de llamar a una agencia de viajes, renovar el pasaporte, comprar las cosas para el viaje y, sobre todo, cómo vas a atreverte a dar un paso hacia lo desconocido si no eres capaz de andar este trecho tan pequeño?
Esto será un punto a tu favor. ¿Entonces, qué? ¿Si paso ahora por debajo del puente querrá decir que voy a viajar a las Canarias, que esto tiene arreglo?
Casi creo que llamarás mañana para reservar el billete. Tenerife, Jocke. Tenerife.
Echó a andar de nuevo con la cabeza llena de playas soleadas y copas con las sombrillitas dentro. Joder, claro que iría. No iba a ir al chino esa noche, nada. Se quedaría en casa y miraría los anuncios. Ocho años. Joder, ya era hora de empezar a ponerse las pilas.
Justo cuando empezaba a pensar en las palmeras, en si habría o no palmeras en las Canarias, en si había visto alguna en la película, oyó el ruido. Una voz. Se paró justo en medio del túnel, escuchando. Se oía un gemido que venía de la pared del puente.
– Ayuda.
Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, pero sólo podía distinguir un montón de hojas arremolinadas por el viento bajo el puente. Sonaba como si fuera la voz de un niño.
– ¡Eh! ¿Hay alguien ahí?
– Ayúdame.
Miró alrededor. No veía a nadie. Un ruido de hojas en la oscuridad; pudo distinguir entonces un movimiento entre las hojas.
– Por favor, ayúdame.
Sintió unas ganas terribles de salir corriendo. Pero no podía hacer eso. Había un niño herido, tal vez había sido atacado por alguien…
¡El asesino!
El asesino de Vällingby había venido a Blackeberg, sólo que esta vez la víctima había sobrevivido. ¡Joder, qué mierda!
Él no quería verse envuelto en esto. Ahora que iba a ir a Tenerife y todo lo demás. Pero no podía hacer otra cosa. Dio unos pasos hacia el sitio de donde salía la voz. Las hojas sonaban bajo sus píes y entonces pudo ver el cuerpo. Estaba en posición fetal entre las hojas secas.
¡Joder, qué mierda, joder!
– ¿Qué ha pasado?
– Ayúdame…
Los ojos de Jocke ya se habían adaptado a la oscuridad y pudo ver cómo el niño alargaba un brazo hacia él. El cuerpo estaba desnudo, probablemente violado. No. Cuando llegó a su lado vio que el niño no estaba desnudo, llevaba puesto un jersey de color rosa. ¿Cuántos años tendría? Diez, doce años. Puede que le hubieran dado una paliza sus «amigos». ¿O era una chica? Si era una chica, eso último era menos probable.
Se puso en cuclillas al lado de la niña, le cogió una mano.
– ¿Qué te ha pasado?
– Ayúdame, levántame.
– ¿Estás herida?
– Sí.
– ¿Qué ha pasado?
– Levántame.
– ¿No tendrás nada en la espalda?
Había trabajado en el botiquín en la mili y sabía que no había que mover a las personas con daños en la columna o en la nuca sin poner antes una sujeción.
– ¿No es en la espalda?
– No. Levántame.
¿Qué cojones iba a hacer ahora? Si llevaba a la criatura a su casa la policía podría creer…
Llevaría al chico o a la chica al chino y desde allí llamarían a una ambulancia. Sí. Eso iba a hacer. El cuerpo era bastante pequeño y delgado, seguramente una niña, y aunque no se encontraba muy en forma creía que podría con ella ese trecho.
– Venga. Que te voy a llevar a un sitio desde donde podemos llamar. ¿Vale?
– Sí… gracias.
Aquel «gracias» le llegó al alma. ¿Cómo había podido dudar? ¿Qué clase de mierda era él en realidad? Bueno, menos mal que había reaccionado a tiempo y ahora iba a ayudarla. Colocó con cuidado su mano izquierda por debajo de las rodillas de la chica, la otra mano la puso bajo la nuca.
– Venga. Ahora te levanto.
– Mmm.
Apenas pesaba. Fue increíblemente fácil levantarla. Veinticinco kilos, máximo. A lo mejor estaba desnutrida. Pésima situación familiar, anorexia. Puede que hubiera sido maltratada por su padrastro o algo así. Una mierda.
La chica le puso los brazos alrededor del cuello y la mejilla en el hombro. Iba a poder con ella.
– ¿Estás bien?
– Sí.
Sonrió satisfecho. Una oleada de calor le recorrió el cuerpo. Era una buena persona, a pesar de todo. Podía imaginarse la cara de los otros cuando entrara con la chica eh el restaurante. Primero se preguntarían qué demonios había hecho, y después, cada vez más impresionados:
– Bien hecho, Jocke -y cosas por el estilo.
Estaba ya dándose la vuelta para ir hacia el chino, ocupado en sus fantasías sobre una nueva vida, el impulso desde el fondo que estaba dando, cuando sintió el dolor en el cuello. ¿Qué cojones? Sintió como si le hubiera picado una avispa y quería echar la mano derecha, espantarla, ver qué era. Pero no podía soltar a la niña.
Tontamente, intentó bajar la cabeza para comprobar qué era, aunque evidentemente no podía ver en aquel ángulo. Además no podía bajar la cabeza, ya que la mandíbula de la chica se apretaba contra su barbilla. Ella aumentó la presión contra el cuello de Jocke y el dolor se hizo más fuerte. Entonces lo entendió.
– ¿Qué cojones haces?
Sintió las mandíbulas de la niña clavándosele en el cuello mientras el dolor en la garganta aumentaba. Un reguero caliente le corrió pecho abajo.
– ¡Suelta, cojones!
Soltó a la chica. No fue ni siquiera un pensamiento consciente, sólo un movimiento reflejo; tenía que quitarse esa mierda del cuello.
Pero la niña no se cayó sino que se agarró a su cabeza como una lapa.
– ¡Dios mío, lo fuerte que era aquel cuerpecillo!- rodeándole las caderas con las piernas.
Como una mano con cuatro dedos cerrada alrededor de una muñeca, así se agarraba a él la chica, mientras sus mandíbulas seguían triturando.
Jocke la cogió por la cabeza intentando retirarla del cuello, pero fue como intentar arrancar una rama nueva de abedul sin más ayuda que las manos. Estaba como pegada a él. Su abrazo era tan fuerte que le cortaba la respiración.
Se tambaleó hacia atrás, haciendo esfuerzos para respirar.
Las mandíbulas de la niña habían dejado de triturar, ya sólo se la oía sorber tranquilamente. Ni por un momento aflojó la presión, al contrario, se había vuelto más fuerte desde que empezó a chupar. Un crujido sordo y su pecho se llenó de dolor. Un par de costillas se le habían roto.
Le faltaba el aire para gritar. Dio puñetazos sin fuerza en la cabeza de la chica mientras se tambaleaba entre las hojas secas. El mundo le daba vueltas. Las farolas, a lo lejos, bailaban ante sus ojos como candelillas.
Perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. El último sonido que oyó fue el de las hojas aplastadas por su cabeza. Una milésima de segundo más tarde, su cabeza chocó contra el empedrado y el mundo desapareció.
Oskar permanecía despierto en la cama mirando el papel pintado.
Su madre y él habían estado viendo Los Teleñecos, pero no se había enterado de nada. Miss Piggy estaba enfadada y la Rana Gustavo buscaba a Gonzo. Uno de los viejos gruñones se había caído por el balcón. Pero Oskar no se enteró por qué. Tenía la cabeza en otro sitio.
Luego mamá y él habían tomado la leche con cacao y unos bollos. Oskar sabía que habían estado hablando de algo, pero no recordaba de qué. Quizá algo acerca de pintar el banco de la cocina de azul.
Seguía mirando fijamente el papel pintado.
Toda la pared donde se apoyaba el cabecero de la cama estaba empapelada con una gran fotografía que representaba un claro en medio del bosque. Troncos gruesos y hojas verdes. Solía quedarse allí e imaginar seres entre las hojas más próximas a su cabeza. Había dos figuras que siempre distinguía inmediatamente, nada más mirar. Las otras tenía que esforzarse para verlas.
Ahora la pared significaba algo más. Al otro lado del tabique, al otro lado del bosque estaba… Eli. Oskar permanecía acostado con la mano contra la pared intentando imaginarse qué habría al otro lado. ¿Sería ésa la habitación de la chica? ¿Estaría ahora en la cama? Recordando la mejilla de Eli, acarició las hojas verdes, su piel suave.
Oyó voces al otro lado.
Dejó de acariciar el papel y trató de escuchar. Una voz clara y otra grave. Eli y su padre. Parecía que estaban discutiendo. Puso la oreja contra la pared para oír mejor. Mierda. Si hubiera tenido un vaso. No se atrevía a levantarse a buscar uno, a lo mejor acababan la discusión mientras tanto. ¿Qué dicen?
El padre de Eli parecía enfadado. La voz de la chica apenas se oía. Oskar aguzó el oído para entender lo que decían. Sólo cogió algunas palabrotas sueltas y «… terriblemente CRUEL», después se oyó como si alguien hubiera caído al suelo. ¿La había pegado? ¿Habría visto cómo Oskar le acarició la mejilla y… sería por eso?
Ahora era Eli la que hablaba. Oskar no podía entender ni una palabra de lo que decía, sólo el tono suave de su voz que subía y bajaba. ¿Hablaría así si él la hubiera pegado? No tenía derecho a pegarla. Oskar lo mataría si la pegaba.
Le habría gustado poder cruzar atravesando la pared, como El Rayo, el superhéroe. Desaparecer a través de la pared, cruzar el bosque y salir por el otro lado, ver lo que pasaba allí, si Eli necesitaba ayuda, consuelo, lo que fuera.
Ya no se oía nada al otro lado. Sólo el redoble de los latidos de su corazón.
Se levantó de la cama, fue hasta la mesa y sacó unas gomas que tenía en un vaso de plástico. Se llevó el vaso a la cama y puso la boca contra la pared, el culo contra la oreja.
Lo único que se oía era un lejano tableteo que no parecía de la habitación de al lado. ¿Qué estaban haciendo? Contuvo la respiración. De repente, un fuerte estruendo.
¡Un disparo!
El padre que había cogido una pistola y… no, era la puerta de fuera, un portazo que había hecho vibrar las paredes.
Se tiró de la cama y fue hasta la ventana. Después de unos segundos salió un hombre. El padre de Eli. Llevaba una bolsa en la mano, con paso rápido y cabreado se dirigió al arco de salida y desapareció.
¿Qué hago? ¿Le sigo? ¿Por qué?
Se fue a la cama de nuevo. No eran más que imaginaciones suyas. Eli y su padre habían discutido; Oskar y su madre también discutían a veces. Es más, su madre también se iba así si la bronca había sido especialmente dura.
Pero no a medianoche.
Su madre amenazaba a veces con irse a vivir a otro sitio cuando le parecía que Oskar era malo. Oskar sabía que ella no lo haría nunca, y su madre sabía que Oskar lo sabía. El padre de Eli a lo mejor había llevado su amenaza un paso más allá. Se marchó en mitad de la noche, con bolsa y todo.
Oskar estaba tumbado en la cama con las palmas de las manos y la frente apoyadas contra la pared.
Eli, Eli. ¿Estás ahí? ¿Te ha pegado? ¿Estás triste? Eli…
Llamaron a la puerta de Oskar y se sobresaltó. Por un momento creyó que era el padre de Eli que había venido para vérselas también con él.
Pero era su madre. Entró con sigilo en la habitación.
– ¿Oskar? ¿Estás dormido?
– Mmm.
– Sólo quería decirte que… vaya vecinos que nos han tocado. ¿Has oído?
– No.
– Hombre, tienes que haberlo oído. Pero si él estaba gritando y dio un portazo como un loco. Dios mío. A veces se alegra una de no tener ningún hombre. Pobre mujer. ¿La has visto?
– No.
– Ni yo. Bueno, ni a él tampoco si vamos a eso. Las persianas están todo el día bajadas. Probablemente alcohólicos.
– Mamá.
– ¿Sí?
– Ahora quiero dormir.
– Sí, perdona, hijo. Sólo que me he puesto tan… Buenas noches. Que duermas bien.
– Mmm.
Su madre se fue y cerró la puerta con cuidado. ¿Alcohólicos? Era muy probable.
El padre de Oskar era alcohólico crónico; era por eso por lo que su padre y su madre ya no estaban juntos. Su padre también podía sufrir esos arrebatos de furia cuando estaba borracho. Eso sí, no pegaba nunca, pero podía gritar hasta quedarse afónico, dar portazos y romper cosas.
Aquel pensamiento alegró de alguna manera a Oskar. Feo, pero era la verdad. Si el padre de Eli era bebedor tenían algo en común, algo que compartir.
Oskar puso otra vez la frente y las manos en la pared.
Eli, Eli. Yo sé cómo lo estás pasando. Te voy a ayudar. Te voy a salvar. Eli…
Los ojos desorbitados miraban ciegos el techo del túnel. Håkan apartó unas cuantas hojas secas y apareció el jersey rosa que Eli solía llevar puesto, tirado sobre el pecho del hombre. Håkan lo recogió, pensó llevárselo a la nariz para olerlo, pero se contuvo cuando advirtió que el jersey estaba mojado.
Volvió a soltar el jersey sobre el pecho del hombre, sacó la petaca y dio tres tragos. El aguardiente se deslizó como una lengua de fuego por su garganta, lamiéndole hasta las paredes del estómago. Las hojas crujieron bajo su culo cuando se sentó en el frío empedrado y miró al muerto.
Había algo raro en la cabeza.
Rebuscó en su bolsa, encontró la linterna. Se aseguró de que no venía nadie por el camino del parque, encendió la linterna y alumbró al muerto. El rostro parecía de un color amarillo pálido a la luz de la linterna, la boca colgaba entreabierta, como si fuera a decir algo.
Håkan tragó saliva. Sólo pensar que aquel hombre había estado más cerca de su amada de lo que él había llegado a estar nunca le daba náuseas. Echó de nuevo mano a la petaca, como si quisiera quemar la súbita angustia, pero se detuvo.
El cuello.
Alrededor del cuello tenía como una gargantilla ancha y roja. Håkan se inclinó sobre él y vio la herida que Eli había abierto para llegar a la sangre,
Los labios contra la piel.
pero eso no explicaba la gargan… tilla…
Håkan apagó la linterna y al ir a tomar aire se fue involuntariamente hacia atrás en aquel espacio tan reducido, raspándose en la mancha rala de su coronilla. Apretó los dientes para contener el dolor.
La piel del hombre había reventado porque… porque le habían retorcido el cuello. Una vuelta completa. La nuca estaba rota.
Håkan cerró los ojos, hizo unas respiraciones rítmicas para calmarse y frenar el impulso de salir corriendo de allí, lejos… de aquello. El techo del puente le rozaba la cabeza; debajo, el empedrado. A derecha e izquierda el camino del parque por el que podía llegar gente que llamara a la policía. Y delante de él…
No es más que una persona muerta.
Sí. Pero… la cabeza.
No le gustaba saber que la cabeza estaba suelta. Iba a caer hacia atrás, tal vez desprenderse si levantaba el cuerpo. Se puso en cuclillas y apoyó la frente en las rodillas. Aquello lo había hecho su amada. Sólo con las manos.
Sintió un cosquilleo de malestar en la garganta al imaginarse el sonido. El crujido cuando retorció la cabeza. No quería tocar aquel cuerpo otra vez. Se quedaría allí sentado. Como Belaqua al pie de la montaña del purgatorio, esperando el amanecer, esperando…
Dos personas venían andando desde el metro. Se echó entre las hojas, al lado del muerto, con la frente contra las piedras heladas.
¿Por qué? ¿Por qué aquello… de la cabeza?
El contagio. No debía alcanzar al sistema nervioso. Había que cerrar el cuerpo. Era todo lo que había conseguido saber. No lo había entendido. Ahora sí.
Los pasos se volvieron más rápidos, las voces más bajas. Subieron por las escaleras. Håkan se sentó de nuevo, observó los rasgos de la cara muerta y con la boca abierta. ¿Habría sido posible que aquel cuerpo se levantara y se sacudiera las hojas si no hubiera sido… cerrado?
Soltó una carcajada estrepitosa que revoloteó como un gorjeo de pájaros bajo el techo del puente. Se llevó la mano a la boca y apretó con tanta fuerza que se hizo daño. La imagen del cadáver levantándose de entre el montón de hojas y con movimientos somnolientos quitándose las hojas muertas de la chaqueta.
¿Qué iba a hacer con el cuerpo?
Unos ochenta kilos de músculos, grasa y huesos que había que ocultar. Moler. Picar. Enterrar. Quemar.
El crematorio.
Claro. Llevar el cuerpo hasta allí, meterse dentro y quemarlo a escondidas. O simplemente dejarlo a las puertas como un bebé abandonado, esperar a que tuvieran tantas ganas de hacer fuego que pasaran de llamar a la policía.
No. No había más que una alternativa. El camino del parque, a la derecha, bajaba por el bosque hasta el hospital. Hasta el agua.
Embutió el jersey ensangrentado en la cazadora del cadáver, se echó la bolsa al hombro y colocó las manos bajo la cabeza y la espalda del muerto. Se levantó haciendo equilibrios. La cabeza del cadáver cayó hacia atrás en un ángulo imposible y las mandíbulas se le cerraron con un chasquido.
¿Cuánto habría hasta el agua? Algunos cientos de metros, quizá. ¿Y si llegaba alguien? Que fuera lo que tuviera que ser. En ese caso, se acabó. En cierto modo estaría bien.
Pero no llegó nadie y ya abajo, en la orilla, trepó sudando la gota gorda por el tronco de uno de los sauces llorones que se inclinaban sobre el agua, casi paralelo a la superficie. Con dos trozos de cuerda había atado dos piedras grandes a los pies del cadáver.
Con otro más largo hizo una lazada alrededor del pecho del muerto, lo arrastró sobre el agua todo lo lejos que pudo y soltó la cuerda.
Se quedó un rato en el tronco del árbol con los pies colgando a un palmo del agua, mirando la negra superficie rota por las burbujas, cada vez más escasas.
Lo había hecho.
A pesar del frío, el sudor le escocía en los ojos y le dolían todos los músculos del cuerpo tras el esfuerzo, pero lo había hecho. Justo bajo sus pies estaba el cuerpo muerto, oculto para el mundo. Había dejado de existir. Las burbujas ya no subían y no había nada… nadaque indicara que el cadáver estaba allí abajo.
En la superficie del agua se reflejaban algunas estrellas.