¡Aquí llega la compañía de los trolls;
por aquí no se libra nadie de pasar!
Rune Andréasson, Bamse en el bosque de los trolls
El puente de Traneberg. Cuando lo inauguraron en 1934 significó un pequeño orgullo nacional. El puente de hormigón de un solo tramo más grande del mundo. Un imponente arco tirado entre Kungsholmen y la Zona Oeste, que en aquel tiempo estaba formada por pequeños centros hortícolas en Bromma y en Äppelviken. Y en Ängby, las pequeñas casas prefabricadas tan de moda.
Pero la modernidad estaba en camino. Los primeros suburbios propiamente dichos, con edificios de tres pisos, ya estaban listos en Traneberg y en Abrahamsberg y el estado había comprado grandes extensiones de terreno al oeste para, en el plazo de unos años, empezar a construir lo que llegaría a ser Vällingby, Hässelby y Blackeberg.
Para todos ellos, el puente de Traneberg se convirtió en un paso obligado. Todos los que tienen que entrar o salir de la zona de Västerort pasan por él.
Ya en los años sesenta hubo informes alarmantes acerca de que el puente se estaba descomponiendo lentamente como consecuencia del intenso tráfico que soportaba. Fue reparado y reforzado en varias ocasiones, pero la gran reconstrucción, o la construcción de uno nuevo de la que tanto se hablaba, quedaba aún lejos en el tiempo.
Así que la mañana del domingo 8 de noviembre de 1981 el puente parecía cansado. Un viejo harto de vivir que pensaba desconsolado en aquellos tiempos en que los cielos eran más claros, las nubes más ligeras y cuando era el puente de hormigón de un solo tramo más grande del mundo.
El hielo había empezado a deshacerse a medida que avanzaba la mañana y el agua del deshielo corría por las grietas de la construcción. Ya no se atrevían a echar sal, puesto que eso podía acelerar el proceso de corrosión del viejo puente de hormigón aún más.
No había mucho tráfico a aquellas horas, y menos un domingo. El metro había dejado de funcionar por la noche y los pocos automovilistas que pasaban a esas horas añoraban llegar a sus camas o volver a ellas.
Benny Melin era la excepción. Bueno, claro que tenía ganas de llegar a casa y a la cama, pero probablemente estaba demasiado contento para poder dormir.
En ocho ocasiones había conocido a igual número de mujeres a través de los anuncios de contactos, pero Betty, con quien había quedado el sábado por la tarde, era la primera… la primera con la que había sentido ese «clic».
Aquello prometía. Los dos lo sabían.
Habían bromeado acerca de lo ridículo que iba a sonar: Benny y Betty. A pareja de circo a algo así, pero ¿qué le iban a hacer? Y si tenían hijos, ¿qué nombre les iban a poner? Lenny y Netty.
Sí, la verdad es que lo pasaban bien juntos. Habían estado en el pisito de ella en Kungholmen hablando de sus vidas, intentando hacerlas coincidir con bastante buen resultado. Al despuntar el día únicamente quedaban dos cosas que pudieran hacer.
Y Benny, no sin cierta resistencia, eligió la que le parecía correcta: despedirse con la promesa de volver a encontrarse el domingo por la tarde. Sentado al volante, condujo hacia casa pasando por la estación de Brommaplan cantando I can't help falling in love with you en voz alta.
Desde luego a Benny no le quedaban energías para apreciar siquiera el lamentable estado en que se encontraba el puente de Traneberg aquella mañana de domingo. Era la mismísima pasarela al paraíso, al amor.
Fue justo al llegar al final del puente por el lado de Traneberg, y tras haber empezado a darle al estribillo tal vez por décima vez, cuando aquella figura de color azulado apareció a la luz de los faros, en medio de la carretera.
Alcanzó a pensar: ¡Nada de frenar! antes de quitar el pie del acelerador y dar un volantazo; giró a la izquierda cuando quedaban unos cinco metros de distancia entre él y aquella persona. Vislumbró el rastro de una bata azul y un par de piernas blancas antes de que el coche se estrellara contra la mediana de hormigón que separaba los carriles.
El impacto fue tan violento que se le taponaron los oídos cuando el coche chocó y se desplazó a lo largo de la mediana. Uno de los espejos retrovisores salió disparado y la puerta de su lado se abolló hacia dentro hasta rozarle la cadera antes de que el vehículo fuera despedido de nuevo a la carretera.
Intentó evitar el derrape, pero el coche se deslizó hasta el otro lado y golpeó contra la barandilla de la acera. El segundo espejo retrovisor se rompió y salió volando por encima del pretil dirigiendo hacia el cielo el reflejo de las luces del puente. Frenó con cuidado y el patinazo siguiente fue más suave: el coche sólo rozó la mediana.
Consiguió detenerlo después de que se hubiera deslizado cien metros aproximadamente. Respiró aliviado, se quedó quieto con las manos apoyadas en las rodillas y el motor todavía en marcha. Sabor a sangre en la boca; se había mordido el labio.
¿Quién sería aquel loco?
Miró por el espejo interior y pudo ver a la luz amarillenta del alumbrado del puente a una persona que seguía caminando dando tumbos hacia delante, en medio de la carretera, como si no hubiera pasado nada. Se cabreó. Un loco, claro, pero todo tenía un límite.
Intentó abrir su puerta pero no lo consiguió. La cerradura se había quedado bloqueada. Se quitó el cinturón y pasó como pudo al asiento del copiloto. Antes de abrir la puerta para salir del coche puso los intermitentes. Se quedó al lado del vehículo con los brazos cruzados, aguardando.
Vio que la persona que avanzaba por el puente iba vestida con algún tipo de bata de hospital y nada más. Los pies descalzos, las piernas desnudas. Iba a ver si se podía razonar con él de alguna manera.
¿Él?
El tipo se acercaba. Salpicando agua con los pies descalzos, caminaba como si llevara una cuerda atada al torso que lo arrastrara inexorablemente. Benny dio un paso hacia él y se detuvo. El tipo estaba ahora a unos diez metros y Benny pudo ver claramente su… cara.
Benny lanzó un resuello, se apoyó contra el coche. Después consiguió volver a meterse dentro rápidamente a través del asiento del copiloto, puso la primera y salió de allí a tal velocidad que las ruedas de atrás despedían agua y probablemente salpicaron a… aquello que se acercaba.
Cuando llegó a casa se puso un buen whisky y se bebió la mitad. Después llamó a la policía. Les contó lo que había visto, lo que había pasado. Cuando se terminó el whisky y, a pesar de todo, empezaba a considerar la idea de irse a la cama, el dispositivo de búsqueda ya estaba en marcha.
Rastrearon todo el bosque de Judarn. Cinco perros, veinte policías. Hasta un helicóptero, lo cual era inusual en este tipo de persecuciones.
Un hombre herido, perturbado. Un solo guía de perros habría sido suficiente para dar con él.
Pero se hizo así en parte porque el caso había tenido una gran repercusión en los medios de comunicación (dos agentes de policía designados únicamente para tratar con los periodistas que se agolpaban en torno a los viveros de Weibull al lado de la estación de metro de Åkeshov) y querían demostrar que no habían pillado a la policía en la cama aquella mañana, y en parte porque ya habían encontrado a Bengt Edwards.
Mejor dicho: se había dado por supuesto que se trataba de Bengt Edwards, puesto que lo que habían encontrado llevaba una alianza nupcial con el nombre de Gunilla grabado en el interior.
Gunilla era la mujer de Benke, eso lo sabían sus compañeros de trabajo. Nadie fue capaz de llamarla. De contarle que había muerto pero que no estaban totalmente seguros de que fuera él. Preguntarle si ella conocía alguna marca especial… en la parte inferior de su cuerpo.
El patólogo, que había llegado a las siete de la mañana para hacerse cargo del cadáver del asesino ritual, tuvo que acometer otra tarea. Si se hubiera encontrado ante lo que quedaba de Bengt Edwards sin conocer los pormenores del caso, habría pensado que se trataba de un cuerpo que había pasado uno o más días a la intemperie bajo un frío intenso, y que, durante aquel tiempo, había sido ultrajado por ratones, zorros y puede que hasta por osos, si es que la palabra ultrajado puede utilizarse cuando es un animal el que realiza la acción. En cualquier caso, habrían sido depredadores de mayor porte los causantes de la carne arrancada de aquella forma, y roedores más pequeños los que hubieran dado cuenta de las partes sobresalientes como la nariz, las orejas, los dedos.
El rápido informe preliminar del patólogo que llegó a la policía fue la otra razón de que el dispositivo policial fuera tan amplio. El hombre fue descrito como extremadamente violento, en lenguaje oficial.
Un hijo de puta completamente loco, en boca de la gente.
El hecho de que el hombre siguiera con vida parecía realmente un milagro. No un milagro de esos que al Vaticano le gustaría mostrar con el incensario dando vueltas, pero un milagro, en cualquier caso. Antes de la caída desde el décimo piso había sido un fardo que precisaba asistencia médica; ahora estaba en pie y caminaba, y algo mucho peor.
Pero no podía encontrarse bien. Cierto que el tiempo se había vuelto algo más suave y la temperatura alcanzaba unos grados sobre cero; aun así, el hombre iba vestido únicamente con una bata de hospital. No tenía cómplices, por lo que sabía la policía, y, sencillamente, no podría haber permanecido más de un par de horas escondido en el bosque, como máximo.
La llamada de Benny Melin se había producido casi una hora después de que hubiera visto al hombre en el puente de Traneberg, pero sólo un par de minutos más tarde hubo otra llamada de una señora mayor.
Ésta había salido a la calle a dar el paseo matutino con su perro cuando vio a un hombre con ropa de hospital en las proximidades de las cuadras de Åkeshov, donde pasan el invierno las ovejas del rey. La señora había vuelto a casa inmediatamente y había llamado a la policía, pensando que tal vez las ovejas corrieran peligro.
Diez minutos más tarde había llegado al lugar la primera patrulla de la policía, y lo primero que hicieron fue recorrer las cuadras pistola en mano, nerviosos.
Las ovejas se pusieron inquietas y, antes de que la policía hubiera reconocido todas las instalaciones, aquello era un hervidero de cuerpos lanudos revueltos, balidos subidos de tono y gritos casi humanos que atrajeron hacia allí más agentes. Durante el registro de los corrales se escaparon algunas ovejas al corredor y, cuando la policía pudo finalmente constatar que el hombre no se encontraba en las cuadras y se disponía a abandonar las instalaciones, se escapó un carnero por la puerta de fuera. Un policía ya mayor de familia campesina se echó sobre él y, agarrándolo de un cuerno, lo llevó de vuelta a la cuadra.
Fue después de haber obligado al animal a entrar en su redil cuando se dio cuenta de que los fuertes resplandores que había percibido con el rabillo del ojo durante su intervención habían sido los flashes de los fotógrafos. Se equivocó al pensar que el tema no era lo bastante serio como para que la prensa quisiera utilizar semejante imagen. Poco después, sin embargo, se instaló una base para la prensa, fuera de la zona de rastreo.
Ya eran las siete y media de la mañana y las primeras luces se filtraban tras los árboles empapados. La búsqueda del loco solitario parecía bien organizada y en marcha. Estaban seguros de que lo cogerían antes de la hora del almuerzo.
Bueno, tendrían que pasar aún unas horas sin resultado alguno ni de las cámaras de rayos infrarrojos del helicóptero ni de los hocicos sensibles a las secreciones de los perros antes de que las especulaciones cobraran fuerza en serio: que el hombre quizá ya no estuviera vivo. Que lo que tenían que buscar era un cadáver.
Cuando los primeros rayos pálidos del amanecer se filtraron a través de las rendijas de la persiana y se reflejaron en la palma de la mano de Virginia como una bombilla al rojo, ella sólo deseaba una cosa: morir. Sin embargo, retiró la mano de forma instintiva y se arrastró hasta el fondo de la habitación.
Tenía la piel sajada por más de treinta sitios. Había sangre por todas partes en el piso.
Varias veces durante la noche se había cortado las arterias para beber, pero no le había dado tiempo a sorber, a taponar todo lo que sangraba. Había caído en el suelo, en la mesa, en las sillas. Parecía como si sobre la gran alfombra de lana con dibujos geométricos del cuarto de estar hubieran desollado vivo a un ciervo.
El bienestar y el alivio iban decreciendo con cada nueva herida que se abría, con cada sorbo que tomaba de su propia sangre cada vez más diluida. Al amanecer, Virginia era una masa quejumbrosa de abstinencia y angustia. Angustia porque sabía lo que tenía que hacer si quería seguir con vida.
La comprensión había surgido paulatinamente, hasta convertirse en certeza. La sangre de otra persona le devolvería la… salud. Y no era capaz de quitarse la vida. Probablemente no era ni siquiera posible; las heridas que se había hecho en la piel con el cuchillo de la fruta curaban increíblemente rápido. Con independencia de lo fuerte y profundo que se cortara, dejaba de sangrar en menos de un minuto. Después de una hora, la cicatrización estaba en marcha.
Además…
Había sentido algo.
Fue por la mañana, mientras estaba sentada en una silla de la cocina chupándose una herida en el pliegue del codo, la segunda en el mismo sitio, cuando penetró en la profundidad de su propio cuerpo y lo vio.
El contagio.
No lo vio realmente, pero de pronto tuvo una percepción absoluta de lo que era. Algo así como, cuando estando embarazada, puedes ver una ecografía de tu propio vientre, como cuando puedes contemplar en la pantalla qué hay dentro de de ti; pero no era un niño, sino una serpiente grande y enrollada: aquello era lo que arrastraba.
Porque lo que había visto en aquel momento era que el contagio tenía vida propia, una fuerza impulsora autónoma totalmente independiente de su cuerpo. Y que el contagio iba a sobrevivir aunque ella no lo hiciera. La madre moriría por el choque de los ultrasonidos, pero nadie iba a notar nada puesto que era la serpiente la que empezaría a controlar su cuerpo, no ella misma.
Por eso el suicidio carecía de sentido.
Lo único que el contagio parecía temer era la luz del sol. La pálida luz contra la mano había dolido más que las heridas más profundas.
Estuvo mucho tiempo acurrucada en la esquina del cuarto de estar viendo cómo la luz del amanecer, a través de la persiana, dibujaba un enrejado sobre la alfombra manchada. Pensó en su nieto, Ted. En cómo solía gatear en el suelo hasta los sitios en los que brillaba el sol de la tarde; se tumbaba y se quedaba dormido allí, en aquella isla de sol, con el pulgar en la boca.
Aquella piel desnuda y suave, aquella piel fina que uno no tendría más que…
¡QUÉ ES LO QUE ESTOY PENSANDO!
Virginia se estremeció, se quedó mirando fijamente al vacío. Había visto a Ted, y se había imaginado cómo ella…
¡NO!
Se golpeó a sí misma en la cabeza. Siguió golpeándose hasta que la imagen se pulverizó. Pero no podría volver a verlo más. No podría volver a ver nunca a nadie a quien amara.
No podré volver a ver nunca a nadie a quien ame.
Virginia obligó a su cuerpo a enderezarse, anduvo lentamente arrastrándose hacia el enrejado que dibujaba la luz. El contagio protestaba y quería hacerla caer, pero ella era más fuerte, aún tenía el control sobre su propio cuerpo. La luz le escocía en los ojos, las barras del enrejado le ardían en la córnea como un alambre al rojo.
¡Arde, quémate!
Tenía el brazo derecho cubierto de cicatrices, de sangre reseca. Lo acercó a la luz.
No hubiera podido ni imaginárselo.
Lo que le ocurrió con la luz el sábado había sido una caricia. Ahora se encendió la llama de un soldador, dirigida contra su piel. Después de un segundo, ésta se volvió blanca como la tiza. Después de dos segundos empezó a echar humo. Después de tres segundos se le levantó una ampolla, se oscureció y reventó dejando salir el aire. Al cuarto segundo, retiró el brazo y se arrastró sollozando hasta el dormitorio.
El olor a carne quemada envenenaba el aire, no se atrevía a mirarse el brazo cuando se deslizó sobre la cama. Descansar. Pero la cama…
A pesar de que tenía bajadas las persianas había demasiada luz en el dormitorio. Aunque se había echado el edredón se sentía desprotegida en la cama. Su inquietud captaba el más mínimo ruido procedente de los pisos vecinos, y cada sonido suponía una amenaza encubierta. Alguien caminaba en el piso de arriba. Se sobresaltaba, volvía la cabeza, alerta. Un cajón que se abría, ruido metálico en el piso superior.
Las cucharillas del café.
Supo, por la fragilidad del sonido, que eran cucharillas de café. Vio ante sí el estuche revestido de terciopelo con las cucharitas de plata que habían sido de su abuela y que ella había heredado cuando su madre ingresó en una residencia para mayores. Cómo había abierto el estuche, mirado las cucharillas y constatado que no habían sido nunca jamás usadas.
Virginia estaba pensando en esto mientras se deslizaba fuera de la cama, cogía el edredón, se arrastraba hasta el armario de dos puertas y las abría. En el suelo del armario había un edredón más y un par de mantas.
Había sentido una especie de tristeza cuando miró las cucharitas, que habían permanecido en su estuche quizá sesenta años sin que nunca nadie las sacara, las tuviera en la mano, las usara.
Más ruidos a su alrededor: la casa se despertaba. Dejó de oírlos cuando extendió el edredón y las mantas y, envuelta en ellos, se acurrucó en el armario y cerró las puertas. Estaba oscuro de verdad allí dentro. Se tapó hasta por encima de la cabeza, se encogió como una larva en un capullo doble.
Nunca jamás.
Firmes, dispuestas para el desfile en su lecho de terciopelo, esperando. Frágiles cucharitas de plata. Se arrulló con la tela de los edredones pegada a la cara.
¿Quién iba a heredarlas ahora?
Su hija. Sí. Serían para Lena y ella iba a usarlas para dar de comer a Ted. Entonces las cucharillas se pondrían contentas. Ted comería el puré de patatas con ellas. Era una buena idea.
Estaba quieta como una piedra, la calma se adueñó de su cuerpo. Alcanzó a tener un último pensamiento antes de quedarse dormida: ¿Por qué no hace calor?
Con el edredón tapándole la cara, envuelta en gruesos tejidos, debería de estar sudando. La pregunta flotaba somnolienta dando vueltas en una habitación grande y oscura, y aterrizó finalmente en una respuesta bien sencilla:
Porque no he respirado en varios minutos.
Y ni siquiera entonces, cuando era consciente de ello, sintió que lo necesitara. Ninguna sensación de ahogo, nada de falta de oxígeno. Ella ya no necesitaba respirar, eso era todo.
La misa empezaba a las once, pero a las diez y cuarto Tommy e Yvonne ya estaban en el andén en Blackeberg esperando que llegara el metro.
Staffan, que cantaba en el coro de la parroquia, le había contado a Yvonne cuál era el tema de la misa de hoy. Yvonne se lo había contado a Tommy y, con mucho tiento, le había preguntado si quería acompañarlos; para su sorpresa, había aceptado.
Iba a tratar sobre la juventud de hoy.
Tomando como punto de partida el pasaje del Antiguo Testamento en el que se narra la salida de los judíos de Egipto, el cura, con la ayuda de Staffan, había redactado un sermón con ese texto que le sirviera de guía: qué modelo podía tener ante sí una persona joven en la sociedad actual para dejarse guiar por él en su travesía por el desierto y otras cosas por el estilo.
Tommy había leído en la Biblia el pasaje en cuestión y había dicho que iría encantado.
Así que cuando aquella mañana de domingo el metro salió traqueteando del túnel procedente de la estación de Islandstorget, lanzando ante sí una columna de aire que hizo revolotear los cabellos de Yvonne, ésta se sentía completamente feliz. Miró a su hijo, que estaba a su lado con las manos profundamente hundidas en los bolsillos de la cazadora.
Va a salir bien.
Sí. Sólo el hecho de que quisiera ir con ella a la misa del domingo ya era mucho. Pero además aquello parecía indicar que había aceptado a Staffan, ¿no era así?
Subieron al vagón y se sentaron el uno frente al otro, al lado de un señor mayor. Antes de que llegara el metro hablaron de lo que ambos habían oído en la radio aquella mañana: la búsqueda del asesino ritual en el bosque de Judarn. Yvonne se acercó a Tommy.
– ¿Tú crees que lo cogerán?
Tommy se encogió de hombros.
– Deberían hacerlo. Pero es un bosque grande, así que… tendrás que preguntárselo a Staffan.
– Es sólo que me parece tan desagradable. Imagínate si viene aquí.
– ¿A qué va a venir aquí? Aunque claro, tampoco tendría nada que hacer en Judarn.
– Uf!
El señor mayor se irguió, hizo un movimiento como si se sacudiera algo de los hombros y dijo:
– Uno se pregunta si alguien así es una persona.
Tommy miró al señor e Yvonne dijo: «Hmm» sonriéndole, lo que éste interpretó como una invitación para seguir:
– Quiero decir… primero aquel crimen atroz, y después… en esas condiciones, una caída semejante. No, y esto te lo digo yo: no es una persona y espero que la policía lo mate de un disparo cuando lo encuentre.
Tommy asintió, hizo como que estaba de acuerdo.
– Que lo cuelguen en el árbol más cercano. El hombre se acaloró:
– Exacto. Es lo que yo he dicho todo el tiempo. Tenían que haberle puesto una inyección con veneno o algo ya en el hospital, como se hace con los perros rabiosos. Entonces nos habríamos librado de estar así, constantemente aterrados, y de tener que asistir a esta búsqueda desesperada pagada con el dinero de nuestros impuestos. Un helicóptero. Sí, yo he pasado precisamente por allí, por Åkeshov, y tienen un helicóptero arriba. Para eso sí que hay dinero, pero para dar a los jubilados una pensión de la que se pueda vivir después de toda una vida de trabajo, para eso no hay. Sí hay en cambio para mandar un helicóptero que zumbe alrededor y dé un susto de muerte a los animales…
El monólogo continuó hasta Vällingby, donde Yvonne y Tommy se bajaron mientras que el hombre siguió sentado. El tren iba a dar la vuelta, así que lo más probable era que pensara hacer el mismo recorrido para volver a ver el helicóptero y, quizá, repetir su monólogo ante algún otro pasajero.
Staffan estaba esperándolos a la entrada del montón de tejas que parecía la iglesia de St Thomas.
Llevaba traje y una corbata de rayas pálidas azules y amarillas que le recordó a Tommy aquella foto de la guerra con doble sentido: «Un tigre sueco». La cara de Staffan resplandeció al verlos y salió a su encuentro. Abrazó a Yvonne y tendió la mano a Tommy, que la estrechó y le saludó.
– Me alegro de que hayáis venido. Especialmente tú, Tommy. ¿Qué te hizo…?
– Quería ver cómo era, sólo eso.
– Mmm. Bueno, espero que te guste. Que podamos verte por aquí más veces.
Yvonne puso la mano en el hombro de Tommy.
– Ha leído en la Biblia eso… eso de lo que vais a hablar.
– Qué bien. Sí, eso ha estado realmente… otra cosa, Tommy. No he encontrado el trofeo, pero… opino que lo mejor será correr un tupido velo sobre el asunto, ¿qué me dices?
– Mmm.
Staffan esperaba que Tommy dijera algo más, pero como no lo hizo, se volvió hacia Yvonne.
– Debería estar ahora en Åkeshov, pero… no quería perderme esto. Aunque después, cuando terminemos, habré de irme, así que tendremos que…
Tommy entró en la iglesia.
En las hileras de bancos había solamente unas pocas personas mayores de espaldas a él. A juzgar por los sombreros eran mujeres.
La iglesia estaba iluminada por la luz amarilla de las lámparas situadas a lo largo de las paredes laterales. Entre las filas de bancos, una alfombra roja con figuras geométricas tejidas llegaba hasta el altar: un poyo de piedra sobre el que habían colocado jarrones con flores. Por encima de todo ello colgaba una gran cruz de madera con un Jesús modernista. La expresión de su rostro podía interpretarse fácilmente como una sonrisa burlona.
En la parte de atrás de la iglesia, al lado de la entrada, donde Tommy se encontraba, había un soporte para folletos, un cepillo en el que poner el dinero y una gran pila bautismal. Tommy se acercó a la pila y la estuvo observando.
Perfecta.
Cuando la vio pensó que estaba demasiado bien y que probablemente tuviera agua. Pero no. Toda ella, sacada de un único bloque de piedra, le llegaba a Tommy a la cintura. La pila propiamente dicha era de color gris oscuro, estriada, y no contenía ni una gota de agua. Vale. Entonces seguimos adelante.
Sacó de la cazadora una bolsa de plástico de dos litros, bien atada, que contenía un polvo blanco y echó un vistazo a su alrededor. Nadie miraba hacia allí. Hizo un agujero en la bolsa con el dedo y dejó caer su contenido en la pila.
Después se guardó la bolsa vacía en el bolsillo y salió otra vez fuera mientras intentaba encontrar una buena razón para no sentarse al lado de su madre sino atrás del todo, al lado de la pila bautismal.
Podía alegar que de ese modo no molestaría a nadie en caso de querer salir. Sonaba bien. Sonaba…
Perfecto.
Oskar abrió los ojos y sintió pánico. No sabía dónde se encontraba. El espacio a su alrededor estaba a oscuras, no reconocía aquellas paredes desnudas.
Estaba tumbado en un sofá. Tenía encima un edredón que olía bastante mal. Las paredes flotaban ante sus ojos, nadaban libremente en el aire mientras trataba de ubicarlas en el sitio correcto, colocarlas juntas de manera que formaran una habitación que él pudiera reconocer. Pero no había manera.
Se llevó el edredón a la nariz. Un olor a cerrado le llenó los orificios nasales e intentó tranquilizarse, dejar de reconstruir la habitación y en lugar de eso tratar de recordar.
Sí. Ahora podía.
Su padre, Janne. Autoestop. Eli. El sofá. La tela de araña.
Miró al techo. Allí estaban las polvorientas telas de araña, difíciles de distinguir en la penumbra. Se había quedado dormido junto a Eli en el sofá. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde entonces? ¿Sería por la mañana?
La ventana estaba tapada con mantas, pero por los bordes podía entrever débiles retazos de luz grisácea. Se quitó el edredón y fue hasta la puerta del balcón, descorrió un poco la manta. Las persianas estaban bajadas. Las subió unos centímetros y sí: había amanecido ahí fuera.
Le dolía la cabeza y la luz le hacía daño en los ojos. Resopló, soltó la manta y se pasó las dos manos por el cuello, por la nuca. No. Claro que no. Ella le había dicho que ella nunca…
Pero ¿y ella dónde está?
Recorrió la estancia con la vista; sus ojos se detuvieron en la puerta cerrada de la habitación en la que Eli se había cambiado el jersey. Dio unos pasos hacia ella, se detuvo. La puerta permanecía en la sombra. Oskar cerró los puños, se chupó uno de ellos.
Y si ella realmente… dormía en un ataúd.
Qué tontería. ¿Por qué iba a hacer eso? ¿Por qué lo hacían los vampiros? Porque están muertos. Y Eli dijo que ella no…
Pero si…
Siguió chupándose el puño, lo recorrió con la lengua. Su beso. La mesa con comida. Sólo el hecho de que ella pudiera hacer eso. Y los dientes… Dientes de animales carnívoros.
Si hubiera algo más de luz.
Al lado de la puerta estaba el interruptor de la lámpara del techo. Lo pulsó sin creer que fuera a ocurrir nada. Pero sí. La lámpara se encendió. Apretó los párpados para protegerse de aquella luz tan fuerte, dejó que los ojos se acostumbraran a la luz antes de volverse hacia la puerta; apoyó la mano en el picaporte.
La luz no le ayudaba en absoluto, más bien lo contrario: todo parecía aún más desagradable ahora que la puerta era sólo una puerta normal y corriente. Igual que la de su propia habitación. Exactamente igual. El picaporte tenía idéntico tacto. Y ella podía estar allí acostada. Quizá con los brazos cruzados sobre el pecho.
Tengo que verlo.
Apretó con cuidado el picaporte, que ofreció algo de resistencia. O sea, que la puerta no estaba cerrada con llave; en ese caso, el pasador sólo se hubiera deslizado hacia abajo. Oskar lo empujó y la puerta se abrió, la rendija se hizo cada vez mayor. La habitación estaba a oscuras.
¡Espera!
¿Heriría la luz a Eli si abría la puerta?
No. Ayer por la noche había estado sentada al lado de la lámpara y parecía que no le pasaba nada. Pero esta bombilla tenía mayor potencia y, a lo mejor, la de la lámpara de pie era de un tipo… especial, una bombilla… especial para vampiros.
Qué tontería. «Tiendas especializadas en bombillas para vampiros».
Y no habría dejado la lámpara en el techo si fuera peligrosa para ella. Pese a todo, Oskar abrió la puerta con cuidado, dejando que el cono de luz se hiciera poco a poco más grande dentro de la habitación. Estaba tan vacía como el cuarto de estar. Una cama y un montón de ropa, nada más. En la cama sólo había una sábana y una almohada. El edredón que él había usado sería de allí. En la pared de al lado de la cama había un papel pegado con cinta adhesiva. El código Morse.
Ah, sí, era esa la cama desde donde ella…
Respiró profundamente. Cómo no se había dado cuenta de eso. Al otro lado de esta pared está mi habitación.
Sí. Se encontraba a dos metros de su propia cama, a dos metros de su vida normal.
Se tumbó y tuvo la ocurrencia de golpear un mensaje en la pared. Para Oskar. El del otro lado. ¿Qué iba a decirle?
V.A.R.Ä.R.D.U.
Se volvió a chupar el puño. Él estaba aquí. Era Eli la que se había ido. Se sintió mareado, confundido. Dejó caer la cabeza en la almohada y echó una ojeada alrededor. La almohada olía raro. Como el edredón, pero más fuerte. Un olor a cerrado, grasiento. Se quedó mirando el montón de ropa que había a unos metros de la cama.
Es tan asqueroso.
No quería permanecer allí más tiempo. El piso estaba totalmente silencioso y vacío y todo era tan… anormal. Su mirada se deslizó sobre el montón de ropa y se detuvo en los armarios que cubrían la pared de enfrente. Dos armarios dobles, uno sencillo.
Allí.
Flexionó las piernas contra el estómago, miró fijamente las puertas cerradas de los armarios. No quería. Le dolía el estómago. Un dolor punzante, escozor en la entrepierna.
Tenía ganas de hacer pis.
Se levantó de la cama, fue hasta la puerta sin perder de vista los armarios. Había un par de ellos iguales en su habitación, sabía que ella tendría sitio de sobra. Allí era donde estaba, y él ya no quería ver más.
La lámpara de la entrada también funcionaba. La encendió y fue por el corto pasillo hasta el cuarto de baño. La puerta permanecía cerrada. La plaquita que había por encima del pasador estaba de color rojo. Llamó:
– Eli.
No se oyó nada. Volvió a llamar.
– Eli, ¿estás ahí?
Nada. Pero al pronunciar su nombre en voz alta se dio cuenta de su error. Era lo último que le había dicho cuando estaban en el sofá.
Que ella en realidad se llamaba… Elias. Elias. Un nombre de chico. ¿Era Eli un chico? Y ellos se habían… besado y dormido en la misma cama y…
Oskar apoyó las manos en la puerta del baño y la frente sobre ellas. Pensó. Pensó profundamente. No lo entendía. Que pudiera aceptar de alguna manera que ella fuese una vampira, pero que el hecho de que fuera un chico le pudiera resultar más… difícil.
Conocía los nombres, claro está. Maricón, maricón de mierda. Como Jonny lo llamaba. Que fuera peor ser maricón que ser…
Volvió a llamar a la puerta.
– ¿Elias?
Sintió un vuelco en el estómago cuando lo dijo. No. No iba a acostumbrarse. Ella… él se llamaba Eli. Pero aquello era demasiado. Con independencia de lo que Eli fuera, aquello era demasiado. Ya no podía más. Es que no había nada normal en ella.
Levantó la frente de las manos, se las llevó a la entrepierna, quería hacer pis.
Pasos fuera, en la escalera, y poco después el ruido del buzón al abrirse, un ruido suave. Se alejó de la puerta del cuarto de baño y fue a ver qué era. Propaganda.
PICADA DE VACUNO 14,90/KILO.
Letras y cifras chillonas de color rojo. Cogió el papel y comprendió; apretó el ojo contra el agujero de la cerradura de seguridad mientras los pasos resonaban en los rellanos, chasquidos cuando se abrían y se cerraban los buzones.
Después de medio minuto su madre pasó ante él, escaleras abajo. Sólo pudo ver un poco de su pelo, el cuello de su abrigo, pero sabía que era ella. ¿Quién iba a ser si no?
¿El que repartía su propaganda cuando él no estaba?
Con el papel en la mano fuertemente apretado, Oskar se acurrucó en el suelo al lado de la puerta de la calle, con la frente apoyada en las rodillas. No lloraba. Las ganas de hacer pis eran como un hormiguero punzante en su entrepierna que de alguna manera le impedían llorar.
Pero una y otra vez le daba vueltas a un único pensamiento:
Yo no existo. Yo no existo.
Lacke había dedicado la noche a estar preocupado. Desde el momento en que dejó a Virginia, una inquietud insidiosa no había dejado de roerle el estómago. Había pasado unas horas con los colegas del chino el sábado por la tarde intentando hacerles partícipes de su preocupación, pero nadie estaba por la labor. Lacke había presentido que aquello podía írsele de las manos, que el riesgo de que se agarrara un cabreo de mil demonios era grande, así que se largó de allí.
Porque los colegas no eran más que una mierda.
Nada nuevo, por supuesto, pero había creído que… Sí. ¿Qué cojones había creído?
Que éramos más en esto.
Que alguien más que él se daría cuenta de que se estaba tramando algo horrible de cojones. Mucho hablar, palabras grandilocuentes, sobre todo por parte de Morgan, pero a la hora de la verdad ninguno de ellos era capaz de levantar un dedo para hacer algo.
No es que Lacke supiera qué hacer, pero al menos estaba preocupado. Aunque no sirviera de nada. Había pasado despierto la mayor parte de la noche tratando de leer de vez en cuando Los endemoniados de Dostoievski, pero olvidaba lo que había pasado en la página anterior, en la frase anterior, lo dejó.
Una cosa buena, a pesar de todo, había traído consigo la noche: había tomado una decisión.
El domingo por la mañana había ido a casa de Virginia, había llamado a la puerta. Nadie le abrió y se había marchado de allí con la esperanza de que Virginia hubiera ido al hospital. De vuelta hacia su casa pasó al lado de dos mujeres que estaban hablando, pilló algo acerca de un asesino al que la policía andaba buscando en el bosque de Judarn.
Santo Cielo, hay asesinos en cada puta esquina. Ya tienen los periódicos algo nuevo con qué entretenerse.
Habían transcurrido ya algo más de diez días desde que cogieron al asesino de Vällingby y los periódicos empezaban a cansarse de especular acerca de quién podía ser, por qué había hecho lo que había hecho.
En los artículos que se le dedicaron había existido un tono exagerado de… sí, regocijo ante el mal ajeno. Habían descrito con penoso esmero el estado actual en que se encontraba el asesino, asegurando que no podría abandonar el hospital al menos en seis meses. Al lado, un recuadro con datos sobre las consecuencias del ácido clorhídrico, de manera que uno pudiera regodearse pensando en el daño que podía ocasionar.
No, a Lacke aquello no le producía ninguna satisfacción. Sólo le parecía que era espantosa la manera en que la gente se echaba encima de alguien que «había recibido su castigo» y cosas por el estilo. Estaba totalmente en contra de la pena de muerte. No porque tuviera ningún concepto «moderno» de la justicia, no. Más bien, uno antiquísimo.
Pensaba: si alguien mata a mi hijo, entonces yo mato a esa persona. Dostoievski hablaba mucho de perdón, de clemencia. Naturalmente. Por parte de la sociedad, totalmente de acuerdo. Pero yo, como padre del niño asesinado, estoy en mi absoluto derecho moral de matar al que lo ha hecho. Que luego la sociedad me condene a ocho años o lo que sea en el talego, eso ya es otra cosa.
No era eso lo que Dostoievski quería decir, Lacke lo sabía. Pero él y Fedor tenían distintas opiniones a ese respecto, sencillamente.
Lacke iba pensando en esas cosas mientras se dirigía a su casa en la calle Ibsengatan. Una vez allí se dio cuenta de que tenía hambre, así que coció unos macarrones y se los comió con una cuchara directamente de la cazuela, con ketchup. Mientras vertía agua en la cazuela para que resultara más fácil fregarla después, oyó un ruido sordo procedente del buzón.
Propaganda. No hacía caso de ella; además, no tenía un duro.
No. De eso se trataba precisamente.
Pasó la bayeta por la mesa de la cocina y fue a buscar la colección de sellos de su padre, que guardaba en el aparador también heredado y cuyo transporte hasta Blackeberg había constituido una pequeña odisea.
Allí estaban. Cuatro ejemplares no timbrados de los primeros sellos que se emitieron en Noruega. Se agachó sobre el álbum, entornó los ojos fijándose en el león que aparecía erguido sobre las patas traseras contra un fondo de color azul claro.
Genial.
Habían costado cuatro chelines cuando se emitieron en 1855. Ahora estaban valorados en… más. El que estuvieran emparejados los hacía aún más valiosos.
Eso era lo que había decidido por la noche, mientras estaba acostado dando vueltas entre las sábanas: que había llegado la hora. Lo sucedido con Virginia había colmado el vaso. Y luego, encima, la incapacidad de los colegas para comprender, el darse cuenta de que no, no valía la pena codearse con personas así.
Se iba a largar de aquí, y Virginia iba a hacer lo mismo.
Estuviera mal o no el mercado, algo más de trescientos papeles le darían por los sellos, y otros doscientos por el piso. Después se compraría una casa en el campo. Bueno, vale: dos casas. Una granja pequeña. El dinero sería suficiente para eso y seguro que iba a funcionar. Tan pronto como Virginia se pusiera bien se lo iba a proponer, y él creía… bueno, estaba casi seguro de que ella lo iba a aceptar; mejor dicho, le iba a encantar.
Eso es lo que iba a ocurrir.
Lacke se sentía ahora más tranquilo. Lo tenía todo bien claro. Lo que iba a hacer entonces y lo que iba a hacer en el futuro. Todo iba a salir bien.
Lleno de pensamientos agradables entró en el dormitorio, se echó sobre la cama para descansar cinco minutos y se quedó dormido.
– Los vemos en las calles y en las plazas y ante ellos nos preguntamos, nos decimos a nosotros mismos: ¿qué podemos hacer?
Tommy no se había aburrido tanto en toda su vida. Ni siquiera hacía media hora que había empezado la misa y ya pensaba que habría sido más divertido sentarse en una silla mirando a la pared.
«Alabado seas, Señor» y «Canto de Gloria», y «Hosanna», sí, pero ¿por qué permanecían todos ahí sentados sin quitar ojo como si estuvieran viendo un partido de clasificación entre Bulgaria y Rumania? Eso no significaba nada para ellos, ni lo que leían en el libro ni lo que cantaban. Y parecía que tampoco significaba nada para el cura. Sólo algo que tenía que hacer para ganarse el sueldo.
Ahora al menos había empezado el sermón.
Si el cura sacaba a relucir justamente ese pasaje de la Biblia que Tommy había leído, entonces lo haría. Si no, no.
El curita decide.
Tommy buscó en el bolsillo. Las cosas estaban preparadas y la pila bautismal sólo a tres metros de él, sentado en la última fila. Su madre estaba delante, probablemente para poder hacer chiribitas con los ojos a Staffan mientras éste cantaba sus absurdas canciones con las manos entrelazadas sobre su polla de policía.
Tommy se mordió los labios. Esperaba que el cura dijera aquello.
– Vemos una inquietud en sus ojos, la inquietud de quien está perdido y no encuentra el camino. Cuando veo a una de esas personas jóvenes siempre me viene a la memoria la salida del pueblo de Israel de Egipto.
Tommy se quedó paralizado. Pero el cura tal vez no se centrara precisamente en eso. Tal vez sería algo del mar Rojo. De todas formas, sacó las cosas del bolsillo: un encendedor y una briqueta. Le temblaban las manos.
– Porque así es como debemos ver a esas personas jóvenes que a veces nos dejan consternados. Caminan por un desierto de preguntas sin respuesta y con unas perspectivas de futuro poco precisas. Pero hay una gran diferencia entre el pueblo de Israel y la juventud de nuestros días…
Vamos, dilo ya…
– El pueblo de Israel tenía alguien que lo guiaba. Seguro que recordáis lo que dicen las Escrituras: «El Señor iba al frente de ellos, de día en una columna de nube para guiarlos por el camino; y de noche en una columna de fuego, para iluminarlos». Esa columna de nube, esa columna de fuego es lo que les falta a los jóvenes de nuestros días y…
El cura bajó la vista buscando en sus papeles. Tommy ya había prendido la briqueta, sujetándola entre el dedo pulgar y el índice. El extremo ardía con una llama azul y limpia que bajaba buscando sus dedos. Entonces aprovechó la ocasión: se agachó, dio un paso largo desde el banco y, echando la briqueta en la pila, se retiró rápidamente y volvió a sentarse. Nadie había notado nada.
El cura volvió a levantar la vista.
– … y es nuestra obligación como adultos ser esa columna de fuego, esa estrella que guíe a los jóvenes. ¿Dónde la van a encontrar si no? Y la fuerza para ello la sacaremos de la obra del Señor…
Un humo blanco empezó a salir de la pila bautismal. Tommy ya podía notar el conocido olor dulzón.
Lo había hecho en montones de ocasiones: quemar ácido nítrico y azúcar. Pero casi nunca en cantidades tan grandes de una vez, y nunca había probado a hacerlo en un espacio cerrado. Estaba impaciente por ver qué efecto tendría cuando no había viento que alejara el humo. Entrelazó los dedos, apretando con fuerza una mano contra la otra.
Bror Ardelius, nombrado de forma interina sacerdote de la parroquia de Vällingby, fue el primero que vio el humo. Lo tomó por lo que era: humo que salía de la pila bautismal. Toda su vida había estado esperando una señal del Señor y era innegable que, cuando vio elevarse la primera espiral de humo, pensó por un momento:
Oh, Dios mío. Por fin.
Pero aquel pensamiento se esfumó. Que la sensación de estar ante un milagro lo abandonara tan deprisa lo tomó como la prueba de que no era ningún milagro, ninguna señal. No era más que eso: humo que salía de la pila bautismal. Pero ¿por qué?
El sacristán, con el que no tenía demasiadas buenas relaciones, habría tenido ganas de gastarle una broma. El agua de la pila había empezado… a cocer…
El problema era que él se encontraba en mitad del sermón y no podía dedicar más tiempo a pensar en esas cuestiones. Así que Bror Ardelius hizo lo que la mayoría de las personas en situaciones parecidas: siguió como si no ocurriera nada y esperando a que el problema se arreglara por sí solo si no le daba mayor importancia. Tosió para aclararse la voz y trató de acordarse de lo último que había dicho.
La obra del Señor. Algo acerca de buscar fuerza en la obra del Señor. Un ejemplo.
Miró de reojo las anotaciones que tenía en el papel. Allí ponía: Descalzos.
¿Descalzos? ¿Qué habré querido decir con eso? ¿Que el pueblo de Israel caminaba descalzo, o que Jesús… alguna larga caminata…?
Volvió a levantar la vista, vio que ahora el humo era más espeso, que formaba una columna que subía lentamente desde la pila hasta el techo. ¿Qué era lo último que había dicho? Sí. Ahora se acordaba. Las palabras estaban aún en el aire.
– Y la fuerza para ello hemos de buscarla en la obra del Señor.
Era un final aceptable. No era bueno, ni el que había pensado, pero aceptable. Sonrió azorado a los feligreses y asintió con la cabeza hacia Birgit, que dirigía el coro.
El coro, ocho personas que se levantaron a un tiempo y se dirigieron a la tarima. Cuando se volvieron hacia los feligreses pudo notar en sus caras que ellos también veían el humo. Alabado sea el Señor; había estado a punto de pensar que tal vez sólo lo veía él.
Birgit lo miró con cara interrogante y él hizo un gesto con la mano: empezad, empezad.
El coro comenzó a cantar:
Guíame, Señor, guíame en la virtud. Deja que mis ojos vean tu camino…
Una de las más bellas composiciones del viejo Wesley. A Bror Ardelius le habría gustado disfrutar de la belleza de la canción, pero la columna de humo había empezado a preocuparle. Un humo blanco y espeso salía de la pila bautismal y en el fondo de lo que era la pila propiamente dicha ardía algo con una llama de color blanquiazul, algo efervescente chisporroteaba. Un aire dulzón alcanzó su nariz y los feligreses miraron a su alrededor tratando de averiguar de dónde procedía aquel chisporroteo.
Pues sólo tú, Dios, sólo tú das al alma paz y seguridad…
Una de las mujeres del coro empezó a toser. Los feligreses volvieron la cabeza de la pila humeante hacia Bror Ardelius para recibir instrucciones de cómo debían comportarse si aquello estaba incluido.
Varias personas más empezaron a toser, se pusieron pañuelos o los brazos delante de la boca y de la nariz. La iglesia comenzó a llenarse de una débil niebla y, a través de aquella niebla, Bror Ardelius vio cómo alguien de la última fila de bancos se levantaba y salía por la puerta corriendo.
Sí. Es lo único sensato.
Se acercó hasta el micrófono.
– Sí, ha ocurrido un pequeño… contratiempo y yo creo que es mejor que… abandonemos el local.
Apenas hubo pronunciado la palabra «contratiempo» Staffan abandonó la tarima y comenzó a andar hacia la salida con pasos rápidos y controlados. Lo comprendió de inmediato. Era ese ladrón empedernido que Yvonne tenía por hijo el que había hecho aquello. Ya desde ese momento intentó contenerse, porque sospechaba que si agarraba a Tommy en aquel instante había muchas posibilidades de que le atizara una hostia.
Evidentemente era justo eso lo que necesitaba aquel gamberro, ésa era precisamente la guía que le faltaba.
Columna de nube, ven y ayúdame. Un par de bofetadas bien dadas es lo que le hace falta a este joven.
Aunque Yvonne, en la situación actual, no lo aceptaría. Cuando estuvieran casados las cosas cambiarían. Entonces, por sus cojones que iba a hacerse cargo de la educación de Tommy. Ahora, antes que nada, tenía que agarrarle. Darle un meneo al menos.
Pero Staffan no llegó muy lejos. Las palabras de Bror Ardelius desde el púlpito actuaron como el pistoletazo de salida para los feligreses, que sólo habían estado esperando su aprobación para abandonar la iglesia. A mitad de camino, ya en el pasillo central, se quedó bloqueado por ancianas menudas con preferencia de paso que se apresuraban hacia la salida con implacable determinación.
Su mano derecha se dirigió automáticamente a la cadera, pero la frenó y cerró el puño. Aunque hubiera tenido la porra no habría sido apropiado usarla allí.
Cada vez salía menos humo de la pila bautismal, pero la iglesia estaba ahora envuelta en una niebla que olía a fabricación de golosinas y a productos químicos. Las puertas de salida estaban abiertas de par en par y a través del humo se veía, en un rectángulo nítidamente marcado, la luz de la mañana.
Los feligreses se movían hacia la luz, tosiendo.
En la cocina sólo había una silla, y nada más. Oskar la acercó al fregadero, se subió a ella y meó en la pila mientras corría el agua del grifo. Cuando terminó volvió a colocar la silla en su sitio. Parecía rara en aquella cocina vacía. Como algo en un museo.
¿Para qué la usará?
Echó una ojeada a su alrededor. Encima del frigorífico había una hilera de armarios a los que sólo se podía llegar subiéndose en la silla. La llevó hasta allí y puso la mano en el agarradero del frigorífico para apoyarse. Le dio un vuelco el estómago. Tenía hambre.
Sin pensárselo dos veces, abrió el frigorífico para ver qué había. No mucho: un brik de leche abierto, medio paquete de pan, mantequilla y queso. Oskar cogió la leche.
Pero… Eli…
Estaba con el brik en la mano, parpadeando. Aquello no encajaba. ¿Comía también comida normal? Sí. Seguro que lo hacía. Sacó la leche del frigorífico, la puso en la encimera. En los armarios no había casi nada. Dos platos, dos vasos. Cogió un vaso, echó leche en él.
Y entonces le vino a la cabeza. Con el vaso de leche fría en la mano se le vino a la cabeza, con toda su fuerza. Ella bebe sangre.
Anoche, en medio del sueño y ya desconectado del mundo, en la oscuridad, todo aquello le había parecido posible de alguna manera. Pero ahora, en la cocina, donde no colgaban mantas de las ventanas y las persianas dejaban pasar la suave luz de la mañana, con un vaso de leche en la mano, parecía tan… fuera de todo.
Era como: Si tienes leche y pan en tu frigorífico entonces tienes que ser una persona.
Dio un trago y lo escupió inmediatamente. Estaba acida. Olió lo que quedaba en el vaso. Sí. Acida. La tiró al fregadero, aclaró el vaso y se enjuagó con agua para quitarse el sabor de boca; después miró la fecha de caducidad del paquete.
CONSUMIR PREFERENTEMENTE ANTES DEL 28 DE OCTUBRE.
Hacía diez días que había caducado. Oskar comprendió.
La leche del viejo.
El frigorífico estaba todavía abierto. La comida del viejo. Asqueroso. Asqueroso.
Oskar lo cerró de un portazo. ¿Qué había estado haciendo allí el viejo? ¿Qué tenían Eli y él…? Le entró un escalofrío. Ella lo ha matado.
Sí. Eli había tenido al hombre para poder… alimentarse de él. Como si fuera un banco de sangre vivo. Eso era lo que hacía. ¿Pero por qué había aceptado el hombre? Y si ella lo había matado, ¿dónde estaba el cuerpo?
Oskar miró de reojo los armarios altos de la cocina y de pronto no quiso permanecer ni un minuto más allí. En el fondo, no quería permanecer ni un minuto más en aquel piso. Salió y atravesó el pasillo. La puerta del cuarto de baño seguía cerrada.
Es ahí dentro donde está acostada.
Entró rápidamente en el cuarto de estar, cogió su bolsa. El walkman estaba encima de la mesa. Sólo tendría que comprar auriculares nuevos. Al ir a cogerlo para guardarlo en la bolsa, vio la nota. Estaba en la mesa del sofá, justo a la altura de su cabeza mientras había estado durmiendo.
Hola.
Espero que hayas dormido bien. Yo también voy a dormir ahora. Estoy en el cuarto de baño. Por favor, procura no pasar por allí. Confío en ti. No sé qué ponerte. Espero poder gustarte aunque ya sabes cómo son las cosas. Yo te quiero. Mucho. Ahora estás aquí acostado en el sofá roncando. Por favor. No tengas miedo de mí. Por favor, por favor, por favor no tengas miedo de mí. ¿Quieres que nos veamos esta tarde? Escribe en el papel si quieres que nos veamos.
Si escribes NO, me mudaré esta tarde. Tendré que hacerlo pronto de todos modos. Estoy sola. Más sola de lo que tú puedas pensar, creo yo. O tal vez puedas.
Perdona que te haya roto el aparato de música. Coge el dinero si quieres. Tengo mucho. No tengas miedo de mí. No tienes que tenerlo. A lo mejor lo sabes. Espero que lo sepas. Te quiero mucho.
Tuya, Eli
P. D. Puedes quedarte si quieres. Pero si te vas, asegúrate de que la puerta quede cerrada.
Oskar leyó la nota un par de veces. Después cogió el bolígrafo que había al lado. Echó un vistazo alrededor de la habitación vacía, la vida de Eli. Encima de la mesa estaban aún los billetes que ella le había dado, arrugados. Cogió uno de mil, se lo guardó en el bolsillo.
Se quedó mirando el espacio en blanco que había bajo el nombre de Eli. Después bajó el bolígrafo y escribió con letras tan grandes como el espacio que había en blanco la palabra
SÍ
Dejó el bolígrafo encima del papel, se levantó y guardó el walkman en la bolsa. Se volvió por última vez y miró las letras, que ahora se veían boca abajo.
SÍ
Luego meneó la cabeza, rebuscó el billete en el bolsillo, lo volvió a dejar encima de la mesa. Cuando salió al rellano de la escalera se aseguró de que la puerta quedaba bien cerrada. Tiró de ella varias veces.
Del informativo Dagens Eko, 16:45, domingo 8 de noviembre de 1981
La búsqueda por parte de la policía del hombre que en la madrugada del domingo huyó del hospital de Danderyd después de matar a una persona, no ha dado ningún resultado.
La policía ha rastreado durante el domingo el bosque de Judarn, en el oeste de Estocolmo, en busca del hombre que según se cree es el llamado asesino ritual. El hombre se encontraba en el momento de la huida gravemente herido y la policía sospecha ahora que haya tenido un cómplice.
Arnold Lehrman, de la policía de Estocolmo:
– Sí, es la única alternativa. No hay ninguna posibilidad física de que haya podido huir en ese… estado. Hemos tenido allí fuera treinta hombres, perros, un helicóptero de reconocimiento. Es imposible, sencillamente.
– ¿Vais a continuar buscando en el bosque de Judarn?
– Sí. La probabilidad de que se encuentre todavía en esa zona no se puede descartar a pesar de todo. Pero vamos a bajar el número de efectivos aquí para poder concentrarnos en… para analizar cómo ha podido escapar de aquí.
El hombre tiene la cara terriblemente desfigurada y en el momento de la huida iba vestido con una bata de hospital de color azul. La policía agradece cualquier colaboración de los ciudadanos que tenga que ver con el caso en el número de teléfono…
El interés de la ciudadanía por la búsqueda en el bosque de Judarn era máximo. Los diarios de la tarde consideraron que no podían volver a publicar el retrato robot una vez más. Habían confiado en las fotos de la detención, pero a falta de ellas los dos periódicos publicaron la de la oveja.
Expressen la publicaba incluso en portada.
Se podía decir lo que se quisiera, pero en aquella foto había desde luego un cierto dramatismo. El policía con la cara retorcida por el esfuerzo, la oveja despatarrada y con la boca abierta. Casi se podían oír los resuellos, los balidos.
Uno de los periódicos había llegado incluso a ponerse en contacto con la casa real para obtener alguna declaración. Al fin y al cabo, la oveja a la que el policía trataba de aquella manera era la oveja del rey. No obstante, el rey y la reina habían hecho público dos días antes un comunicado en el que anunciaban que esperaban su tercer hijo y, quizá, pensaron que aquello era suficiente. La casa real se abstuvo de hacer comentarios.
Naturalmente, también se dedicaron varias páginas a publicar mapas del bosque de Judarn y de la Zona Oeste.
Dónde habían visto al hombre, cómo había desarrollado la policía las labores de búsqueda, etcétera. Pero de todo aquello ya se había hablado en otras ocasiones. La foto de la oveja, sin embargo, era algo nuevo: lo que permanecería en la retina.
Expressen se había atrevido incluso a gastar una pequeña broma. El pie de foto empezaba con las palabras: «¿Lobo con piel de oveja?».
Era necesario reírse un poco, que buena falta hacía. Se palpaba el miedo. El mismo hombre que había matado al menos a dos personas, casi a tres, estaba ahora otra vez suelto en la calle y los niños volvieron a cargar con el toque de queda. Una excursión al bosque de Judarn prevista para el lunes se suspendió.
Y en medio de todo esto había una rabia contenida al comprobar que un individuo, un solo individuo, podía condicionar la vida de tantas personas solamente por la fuerza de su maldad y de su… inmortalidad.
Sí. Los expertos y catedráticos que fueron invitados para exponer su opinión en los periódicos y en la televisión decían lo mismo: era imposible que el hombre siguiera vivo. Pero, preguntados directamente, reconocían unos minutos después que su huida también había sido igual de imposible.
Un catedrático agregado de Danderyd causó muy mala impresión en el informativo Aktuellt al responder en tono agresivo:
– Estaba hasta hace poco conectado a un respirador. ¿Sabe lo que significa eso? Significa que no podía respirar por sí mismo. Añádale a eso una caída desde treinta metros de altura…
El tono del catedrático daba a entender que el periodista era un idiota y que todo aquello no era en realidad más que un invento de los medios de comunicación.
Así que el caso se convirtió en un caldo de cultivo para conjeturas, exageraciones, habladurías y -lógicamente- miedo. No es de extrañar que a pesar de todo publicaran la foto de la oveja. Al menos era concreta. Así que la imagen de la oveja se extendió sobre el reino y llegó a los ojos de la gente.
Lacke la vio cuando con sus últimas coronas se compró un paquete de Prince rojo en el kiosco del Amante, de camino a casa de Gösta. Había estado durmiendo toda la tarde y se sentía como Raskolnikov: el mundo era borrosamente irreal. Echó una ojeada a la instantánea de la oveja y asintió para sí. En su estado actual no le parecía raro que la policía se dedicara a detener ovejas.
Sólo cuando ya había andado la mitad del camino hasta la casa de Gösta se acordó de la foto y pensó: «¿Qué cojones es eso?». Pero no tuvo fuerzas para volver a comprobarlo. Encendió un cigarro y siguió.
Oskar la vio cuando volvió a casa después de pasarse la tarde dando vueltas por Vällingby. Al salir del metro se encontró con Tommy, que entraba. Tommy estaba algo aturdido, excitado y dijo que había hecho «una cosa cojonuda», pero no le dio tiempo a contar más porque se cerraron las puertas. En casa había una nota en la mesa de la cocina: su madre había quedado con el coro esa tarde. Había comida en el frigorífico, la propaganda estaba repartida, besos.
En el banco de la cocina estaba el periódico de la tarde. Oskar miró la foto de la oveja y leyó todo lo que ponía sobre la búsqueda. Luego se puso a hacer un trabajo que tenía algo abandonado últimamente: recortar y guardar los artículos sobre el asesino ritual en los diarios de los últimos días. Sacó el montón de periódicos del armario de la limpieza, buscó su cuaderno de recortes, tijeras, pegamento y se puso manos a la obra.
Staffan la vio a unos doscientos metros del lugar donde había sido tomada. No había pillado a Tommy, y tras unas escuetas palabras a una Yvonne desolada había salido hacia Åkeshov. Alguien allí se había referido a un colega a quien él no conocía con las palabras «el ovejo», pero él no lo entendió hasta que unas horas después pudo ver el periódico.
Los mandos de la policía estaban cabreados por la falta de tacto de los diarios, pero a la mayoría de los agentes de a pie les pareció una cosa divertida. Excepto al propio «ovejo», naturalmente. Éste tuvo que soportar durante varias semanas un «beeee» o un «Qué jersey más bonito, ¿es de lana?» de vez en cuando.
Jonny la vio cuando su hermano pequeño, medio hermano pequeño, Kalle, de cuatro años, se dirigió a él con un regalo. Una pieza de construcción que había envuelto en la primera página del periódico del día. Jonny lo echó de su habitación diciéndole que no tenía ganas y cerrando la puerta. Volvió a sacar el álbum de fotos de nuevo, miró las fotografías de su padre, de su padre de verdad, que no era el padre de Kalle.
Un rato después oyó cómo su padrastro gritaba a Kalle por haber estropeado el periódico. Jonny desenvolvió entonces el regalo, haciendo girar la pieza de construcción entre los dedos mientras miraba la foto de la oveja. Se echó a reír y notó que la oreja le tiraba. Guardó el álbum en la bolsa de gimnasia, era más seguro ocultarlo en la escuela, y de allí sus pensamientos fueron a qué demonios iba a hacer con Oskar.
La foto de la oveja iba a abrir un pequeño debate sobre la ética de los periódicos en lo referente a la publicación de imágenes; no obstante, los dos diarios de la tarde la incluirían en el número especial de fin de año con las mejores fotografías del año. El carnero apresado pastaría a principios de verano por los prados del palacio de Drottningholm, ignorante por siempre de su protagonismo a la luz de los focos.
Virginia duerme envuelta en edredones, mantas. Los ojos cerrados, el cuerpo totalmente quieto. Dentro de un momento se va a despertar. Once horas ha permanecido de esta manera. La temperatura de su cuerpo ha bajado a veintisiete grados, lo cual equivale a la temperatura del aire dentro del armario. El corazón late muy débilmente cuatro veces por minuto.
Durante esas once horas su cuerpo se ha transformado irreversiblemente. El estómago y los pulmones se han adaptado a un nuevo tipo de vida. Lo más interesante, desde el punto de vista médico, es el quiste aún en fase de crecimiento en el nódulo sinusal del corazón, el grupo de células que rigen las contracciones. Un desarrollo similar al del cáncer, células extrañas que se reproducen de forma incontrolada.
Si se pudiera tomar una muestra de esas células extrañas y ponerla bajo el microscopio, se vería algo que todos los cardiólogos desecharían diciendo que se habían mezclado las pruebas. Una broma de muy mal gusto.
El nódulo sinusal está ciertamente compuesto por células cerebrales.
Sí. Dentro del corazón de Virginia se está desarrollando un pequeño cerebro independiente. Este nuevo cerebro, durante su formación, ha dependido del cerebro grande. Ahora es autosuficiente, y lo que Virginia sintió durante un terrible instante es totalmente cierto: que viviría aunque su cuerpo muriera.
Virginia abrió los ojos y supo que estaba despierta. Lo supo aunque el hecho de abrir los párpados no supusiera ninguna diferencia. Estaba igual de oscuro que antes, pero se despertó su consciencia. Sí. Su consciencia le hacía guiños a la vida al tiempo que otra cosa se escondía.
Como…
Como llegar a una casita de verano que ha estado deshabitada durante el invierno. Uno abre la puerta, alarga la mano buscando el interruptor de la luz y en el mismo instante en que ésta se enciende se oye el rápido chasquido, los arañazos de pequeñas patas en el suelo; uno capta el rastro de una rata que desaparece bajo el fregadero.
Uno se siente molesto. Sabe que ha vivido allí mientras él estaba fuera. Que considera la casa como suya. Y que va a salir de nuevo tan pronto como apague la luz.
No estoy sola.
Sentía la boca como papel. No tenía tacto en la lengua. Siguió tumbada, pensando en la casita que ella y Per, el padre de Lena, alquilaron durante algunos veranos cuando Lena era pequeña.
El nido que habían encontrado debajo del fregadero. Habían roído en trozos pequeños algunos cartones vacíos de leche y un paquete de cereales y construido una casita, una construcción fantástica de trozos de papel de distintos colores.
Virginia sintió una especie de remordimiento cuando aspiró la casita. No, más que eso. Un sentimiento supersticioso de transgresión. Cuando pasó la trompa fría y metálica de la aspiradora sobre aquella edificación tan frágil y delicada, a la que la rata había dedicado todo el invierno, sintió como si estuviera expulsando de allí a un espíritu bueno.
Y así fue. Como la rata no caía en las ratoneras y seguía alimentándose de la comida de ellos, Per puso raticida. Discutieron a causa de ello. Habían discutido por otras cosas. Por todo. A principios de julio la rata murió, en algún sitio dentro de la pared.
A medida que el olor del cuerpo muerto y putrefacto de la rata se extendía por todas partes, también su matrimonio fue descomponiéndose aquel verano. Habían vuelto a casa una semana antes de lo previsto, puesto que no soportaban ni el hedor ni el uno al otro. El espíritu bueno los había abandonado.
¿Qué habrá sido de la casa? ¿Vivirá alguien allí ahora?
Oyó un chillido, agitación.
¡Es una rata! ¡Entre las mantas!
Sintió pánico.
Aún envuelta se echó hacia un lado, dio contra las puertas del armario de manera que éstas se abrieron y cayó rodando al suelo. Dio patadas y agitó los brazos hasta que consiguió liberarse.
Asqueada se arrastró hasta la cama, hacia el rincón, puso las rodillas debajo de la barbilla y se quedó mirando fijamente el montón de edredones y mantas esperando algún movimiento. Cuando llegara, iba a gritar. Gritaría tanto que vendrían todos los vecinos con martillos, con hachas y darían golpes en el montón hasta que la rata muriera.
El edredón que estaba encima era verde con lunares azules. ¿No se movía algo allí? Tomó aire antes de gritar y el chillido, la agitación se oyó de nuevo.
Yo… respiro.
Sí. Había sido la última constatación que hizo antes de quedarse dormida: que no respiraba. Entonces volvió a respirar. Para comprobarlo tomó aire de nuevo y volvió a oír otra vez el chillido, la agitación. Venía de sus pulmones. Se habían resecado mientras ella dormía, hacían ruido. Tosió, y sintió en la boca un sabor a podrido.
Recordó. Todo.
Se miró los brazos. Estaban cubiertos de estrías de sangre reseca, pero no se veía ninguna herida o cicatriz. Se concentró en la zona del pliegue del codo, donde sabía que se había cortado por lo menos dos veces. Puede que se viera una estría de piel rosada. Sí. Posiblemente. Todo lo demás se había curado.
Se frotó los ojos y miró el reloj. Las seis y cuarto. Era por la tarde. Oscuro. Volvió a mirar hacia el edredón azul, los lunares azules.
¿De dónde viene la luz?
La lámpara del techo estaba apagada, fuera era de noche, las persianas estaban bajadas. ¿Cómo era posible que ella viera todos los contornos y los matices de los colores con tanta nitidez? Dentro del armario estaba oscuro como boca de lobo. Allí no veía nada, pero ahora… era como a la luz del día.
Algo de luz siempre se filtra.
¿Respiraba?
No había manera de comprobarlo. En cuanto empezaba a pensar en la respiración comenzaba también a controlarla. Tal vez sólo respirara cuando pensaba en ello.
Pero aquella primera respiración, la que confundió con una rata… no había sido algo voluntario. Aunque puede que sólo hubiera sido como un… como un…
Cerró los ojos.
Ted.
Lo había visto nacer. Al hombre que era el padre de Ted, Lena no lo había vuelto a ver desde la noche en que se quedó embarazada de Ted. Algún hombre de negocios finlandés que se encontraba en Estocolmo en una conferencia y esas cosas. Así que Virginia había presenciado el parto. No dejó de dar la lata hasta que lo consiguió.
Y entonces se le vino a la cabeza. Las primeras inspiraciones cuando Ted empezó a respirar.
Cómo había nacido. Aquel cuerpecillo sucio, amoratado, apenas humano. El vuelco de alegría que sintió en su pecho se tornó en un mar de inquietud al ver que el niño no respiraba. La comadrona que con calma había cogido en sus manos a aquel pequeño ser. Virginia había creído que lo sujetaría boca abajo y le daría un azote en el culo, pero justo cuando la comadrona lo tomó en sus brazos se le formó una pompa de saliva en la boca. Una pompa que crecía, crecía… y explotó. Y después vino el llanto, el primer llanto. El niño respiraba. ¿Entonces?
¿La primera respiración chillona de Virginia había sido eso? ¿El llanto de… un nacimiento?
Se estiró, se puso boca arriba en la cama. Siguió pasando su película personal del parto. Cómo había sido ella quien había lavado a Ted porque Lena estaba muy débil, había perdido mucha sangre. Sí. Después de que Ted saliera había corrido la sangre por la camilla del parto, y las enfermeras allí, con papel, un montón de papel… Poco a poco había dejado de sangrar.
El montón de papel ensangrentado, las manos rojas de la comadrona. Calma, eficacia pese a toda… la sangre. Toda la sangre.
Sentía sed.
Tenía la boca pastosa y pasaba la cinta una y otra vez, hacía zoom en todo lo que estuviera cubierto de sangre: las manos de la comadrona para deslizar la lengua por aquellas manos, las pelotillas empapadas del suelo para metérselas en la boca y chuparlas, el coño de Lena del que salía un hilillo de sangre que…
Se puso de pie de un salto, corrió hasta el cuarto de baño, levantó la tapa de un golpe, puso la cabeza en la taza. No salió nada. Sólo arcadas secas, náuseas. Apoyó la frente en el borde de la taza. Las imágenes del parto volvieron a pasar en tropel una vez más.
Noquieronoquieronoquie…
Se golpeó la frente con fuerza contra la taza y un géiser de puro dolor helado entró en erupción en su cabeza. Todo se volvió de color azul claro ante sus ojos. Sonrió y cayó de lado en el suelo, sobre la alfombra de baño que…
Costaba catorce noventa, pero la compré por diez coronas porque tenía un montón de pelos cuando la cajera le quitó la etiqueta, y cuando salí de Åhlens en la plaza había una paloma que picoteaba en una caja de cartón en la que quedaban algunas patatas fritas, y la paloma era de color gris… y… azul… tenía…
… la luz de frente…
No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente. ¿Un minuto, una hora? Quizá sólo unos segundos. Pero algo había cambiado. Estaba tranquila.
Allí tendida, sentía la suavidad de la pelusilla de la alfombra contra la mejilla mientras observaba el tubo con manchas de óxido que bajaba del lavabo hasta el suelo. Le parecía que el tubo tenía una forma bonita.
Un fuerte olor a orines. No era ella la que se había orinado, porque lo que olía era… el pis de Lacke, que reconocía. Encogió el cuerpo, puso la cara en el suelo bajo la taza, olió. Lacke… y Morgan. No podía comprender cómo lo sabía, pero lo sabía. Morgan había orinado fuera.
Pero Morgan no ha estado aquí.
Sí, claro. Aquella tarde, la noche que la trajeron a casa. La tarde cuando fue atacada. Mordida. Sí, claro. Todo coincidía. Morgan había estado allí, había hecho pis mientras ella permanecía tumbada en el sofá después de haber sido mordida y ahora podía ver en la oscuridad y no soportaba la luz y necesitaba sangre y…
Vampira.
Eso era. No había contraído ninguna enfermedad rara y desagradable que se pudiera curar en un hospital, o con psiquiatría, o con…
¡Terapia de luz!
Se echó a reír; tosiendo, se puso boca arriba en el suelo; mirando al techo volvió a repasar todo lo que había ocurrido. Las heridas que se curaban rápidamente, cómo le afectaba la luz del sol en la piel, la sangre… Lo dijo en voz alta:
– Soy una vampira.
No podía ser. No existen. Y sin embargo, todo parecía más fácil. Como si una presión dentro de su cabeza se aligerara. Como si se le quitara el peso de una culpa. No era culpa suya. Las fantasías repugnantes, las cosas terribles que se había hecho a sí misma durante toda la noche. Era algo de lo que ella no tenía la culpa.
Era algo… totalmente natural.
Se enderezó a medias, abrió el grifo, se sentó en la taza y miró cómo salía el agua, cómo la bañera se llenaba lentamente. Sonó el teléfono. Lo escuchó como si fuera una señal sin importancia, un sonido mecánico. No significaba nada. De todas formas no podía hablar con nadie. Nadie podía hablar con ella.
Oskar no había leído el periódico del sábado. Ahora lo tenía delante, encima de la mesa de la cocina. Lo había mantenido abierto por la misma página desde hacía un buen rato y había leído y releído el pie de texto de la foto. Una imagen que no se podía quitar de la cabeza.
El texto trataba del hombre que habían encontrado congelado en el hielo al lado del hospital de Blackeberg, de cómo habían realizado los trabajos de levantamiento. En una fotografía pequeña se veía al maestro Ávila; estaba allí, señalando la superficie de agua, el agujero en el hielo. En la reproducción de las palabras del maestro, el periodista había corregido su particular forma de hablar.
Todo aquello era ciertamente muy interesante y valía la pena recortarlo y guardarlo; sin embargo, no era lo que Oskar estaba mirando sin poder apartar la vista.
Era la foto del jersey.
Embutido bajo la cazadora del cadáver habían encontrado un jersey de niño manchado de sangre y ése era justamente el que salía en la foto, colocado sobre un fondo neutro. Oskar lo reconoció.
¿No tienes frío?
En el artículo decía que el hombre muerto, Joakim Bengtsson, había sido visto con vida por última vez el sábado 24 de octubre. Hacía dos semanas. Oskar recordó aquella tarde, cuando Eli hizo el cubo. Le había acariciado la mejilla y su amiga había desaparecido del patio. Por la noche, ella y su… el viejo… discutieron y el hombre se había marchado.
¿Fue aquella tarde cuando Eli lo hizo?
Sí. Probablemente. Al día siguiente ella tenía mucho mejor aspecto.
Miraba la foto. Era en blanco y negro, pero en el artículo decía que el jersey era de color rosa claro. El autor especulaba con la posibilidad de que el asesino tuviera además otra víctima joven sobre su conciencia.
Espera ahí.
El asesino de Vällingby. Al parecer, apuntaba el periódico, la policía tenía indicios bastante consistentes de que al hombre del hielo lo hubiera matado el llamado asesino ritual, que había sido detenido precisamente una semana antes en la piscina de Vällingby y ahora había huido.
¿Sería el… viejo? Pero… y el chico del bosque… ¿por qué?
Oskar podía ver a Tommy delante de él sentado en el banco, abajo, en el parque, el movimiento con el dedo.
Colgado en un árbol… con un corte en el cuello… zas.
Comprendió. Lo comprendió todo. Que todos aquellos artículos que había recortado y guardado, la radio, la tele, todo lo que se había hablado, todo el miedo…
Eli.
Oskar no sabía qué hacer. Qué debía hacer. Así que fue hasta el frigorífico y sacó un trozo de lasaña que su madre le había dejado. Se la comió fría mientras seguía mirando los artículos. Cuando terminó de comer sonaron unos golpecitos en la pared. Cerró los ojos para oír mejor. Se sabía el código de memoria a esas alturas.
S.A.L.G.O.
Se levantó enseguida de la mesa, fue a su habitación, se puso boca abajo en la cama y golpeó la respuesta.
V.E.N.A.Q.U.I. Una pausa. Después: T.U.M.A.M.A. Oskar golpeó de nuevo. N.O.E.S.T.A.
Su madre no volvería hasta las diez, más o menos. Tenían por lo menos tres horas por delante. Después de marcar el último mensaje Oskar apoyó la cabeza en la almohada. Por un momento, concentrado en golpear las palabras, lo había olvidado.
El jersey… el periódico…
Se estremeció, pensó en levantarse para recoger todos los periódicos que estaban allí, a la vista. Ella los iba a ver… y a saber que él…
Después volvió a apoyar la cabeza en la almohada y lo mandó a la porra.
Un silbido bajo fuera de la ventana. Se levantó de la cama, se acercó y se inclinó contra el marco. Ella estaba allí abajo, con la cabeza vuelta hacia la luz. Llevaba puesta la camisa de cuadros que le quedaba demasiado grande.
Él le hizo una señal con el dedo: Sube hasta la puerta.
– No le digas que estoy allí, ¿vale?
Yvonne hizo una mueca expulsando el humo por la comisura de los labios en dirección a la ventana entreabierta, no dijo nada. Tommy resopló.
– ¿Por qué fumas así, echando el humo por la ventana?
Tenía ya tanta ceniza en el cigarro que había empezado a curvarse. Tommy se lo señaló haciendo un gesto con el dedo índice. Ella lo ignoró.
– Porque no le gusta a Staffan, ¿no? El olor a tabaco.
Tommy se echó para atrás en la silla de la cocina mirando la ceniza y preguntándose la razón de que aún mantuviera su forma; agitó la mano delante de la cara.
– A mí tampoco me gusta el olor a tabaco. Ni me gustaba nada cuando era pequeño. Pero entonces no abrías la ventana. Y mira ahora…
La ceniza cayó en la pierna de Yvonne. Ella la sacudió y se formó una raya de color gris en su pantalón. Amenazando con la mano que sujetaba el cigarro, dijo:
– Claro que lo hacía. Al menos, la mayor parte de las veces. Puede que alguna vez, cuando teníamos invitados, puede que… y qué porras, tú no eres el más indicado para decir que no te gusta el humo.
Tommy sonrió burlonamente.
– Algo divertido sí que fue, ¿no?
– No, no lo fue. Piensa si se hubiera desatado el pánico. Si la gente… y ese recipiente, la…
– La pila bautismal.
– Eso, la pila bautismal. El cura estaba totalmente desesperado, era como una… costra negra en toda la… Staffan tuvo que…
– Staffan, Staffan…
– Staffan, sí. No dijo que habías sido tú. Me lo dijo a mí, que fue muy duro para él, con su… convicción religiosa, estar allí mintiéndole al cura delante de su propia cara, pero que él… para protegerte…
– Tú comprenderás.
– ¿Qué es lo que tengo que comprender?
– Que es a sí mismo a quien protege.
– No fue él el que…
– Piénsalo bien.
Yvonne dio una última calada profunda al cigarrillo, lo apagó en el cenicero y encendió otro.
– Era… antigua. Ahora tendrán que mandarla restaurar.
– Y fue el hijastro de Staffan el que lo hizo. ¿Cómo sonaría eso?
– Tú no eres su hijastro.
– No, pero ya sabes. Si yo le hubiera dicho a Staffan que había pensado ir a decirle al curita que lo había hecho yo, que me llamaba Tommy y que Staffan es… el novio de mi madre, ¿crees que le habría gustado?
– Tendrás que preguntárselo tú mismo.
– No. Hoy por lo menos no.
– No te atreves.
– Lo dices como un niño.
– Tú te comportas como un niño.
– Algo divertido sí que fue, ¿no?
– No, Tommy. No fue nada divertido.
Tommy suspiró. No era tan tonto como para no dar por hecho que su madre también se iba a enfadar, pero a pesar de ello había pensado que ella, de alguna manera, vería algo cómico en todo el asunto. Sin embargo ella estaba ahora de parte de Staffan. No había más que verlo.
De manera que el problema, el verdadero problema, era encontrar algún sitio donde vivir. Bueno, más tarde, cuando se casaran. Mientras tanto podía dormir en el sótano noches como ésta, en las que Staffan venía a casa. A las ocho acabaría su turno en Åkeshov y vendría directamente aquí. Y Tommy no pensaba esperarle sentado y escuchar ningún jodido sermón de aquel tío. Para nada.
Así que fue a su habitación y cogió el edredón y la almohada de la cama mientras Yvonne seguía sentada fumando y mirando por la ventana de la cocina. Después apareció en el umbral con la almohada debajo de un brazo y el edredón enrollado debajo del otro.
– Bueno, ya me voy. No le digas que estoy ahí, por favor.
Yvonne se volvió hacia él. Tenía lágrimas en los ojos. Le sonrió.
– Pareces como cuando… cuando viniste e ibas…
Se le hizo un nudo en la garganta. Tommy se quedó parado. Yvonne tragó, se aclaró la garganta y lo miró con los ojos totalmente limpios, y dijo en voz baja:
– Tommy, ¿qué vas a hacer?
– No sé.
– ¿Tendré que…?
– No. Por mí no. Las cosas son como son.
Yvonne asintió. Tommy notó que también él estaba a punto de ponerse muy triste, que tenía que marcharse ya, antes de que fuera tarde.
– ¿Oye? No digas que…
– No, no. No lo digo.
– Bien. Gracias.
Yvonne se levantó y se acercó a Tommy. Lo abrazó. Olía mucho al humo de los cigarros. Si Tommy hubiera tenido libres los brazos también la habría abrazado. Pero los tenía ocupados, así que sólo apoyó la cabeza en el hombro de su madre y permanecieron así un rato.
Después, Tommy se fue.
No me fío de ella. Staffan puede montar un numerito de la hostia y… En el sótano tiró el edredón y la almohada en el sofá. Se metió una bolsita de pasta de tabaco, se tumbó y se puso a pensar.
Lo mejor sería que lo mataran.
Pero Staffan no era de los que… no, no. Más bien al contrario, de los que harían diana en la frente del asesino. Recibiría una caja de bombones de sus compañeros maderos. El héroe. Luego vendría aquí a buscar a Tommy. Quizá.
Cogió la llave, salió al pasillo y abrió la puerta del refugio; se llevó la cadena. Con el encendedor como lámpara avanzó por el pequeño corredor que tenía dos trasteros a cada lado. En los trasteros había alimentos secos, conservas, viejos juegos de mesa, cocinas de gasóleo y otras cosas por el estilo, para que uno pudiera arreglárselas en caso de asedio.
Abrió una puerta, tiró dentro la cadena. Bueno. Tenía una salida de emergencia.
Antes de abandonar el refugio bajó el trofeo de tiro, lo sopesó con la mano. Dos kilos por lo menos. A lo mejor se podía vender. Sólo por el valor del metal. Para fundirlo.
Observó la cara del tirador de pistola. ¿No guardaba cierto parecido con Staffan, mirándolo bien? Entonces era la fundición lo que le esperaba.
Cremación. Definitivamente.
Le dio la risa.
Lo mejor de todo sería fundir todo menos la cabeza y después devolvérselo a Staffan. Una balsa de metal endurecido sólo con aquella cabecilla encima. Probablemente no se podría hacer. Por desgracia.
Volvió a colocar la escultura en su sitio, salió y cerró la puerta sin girar el volante. Ahora podría entrar allí si fuera necesario. Lo que no creía que llegara a ocurrir.
Sólo por si acaso.
Lacke dejó que dieran diez señales antes de colgar. Gösta, que estaba sentado en el sofá acariciándole la cabeza a un gato con rayas anaranjadas, preguntó sin levantar la vista:
– ¿No hay nadie en casa?
Lacke se pasó la mano por la cara y contestó irritado:
– Sí, joder. ¿No has oído que estábamos hablando?
– ¿Quieres tomar otro?
Lacke se ablandó, intentó sonreír.
Sorry, no quería… sí, joder. Gracias.
Costa se inclinó sobre la mesa con tan poco cuidado que aplastó al gato que tenía en sus rodillas. El gato pegó un bufido y se escurrió al suelo, se sentó y miró ofendido a Gösta, que estaba echando un chorrito de tónica y una buena dosis de ginebra en el vaso de Lacke y que, acercándose a éste, le dijo:
– Ten. No te preocupes, ella sólo estará… sí…
– Ingresada. Gracias. Ha ido al hospital y la han ingresado.
– Sí… eso es.
– Pues dilo, entonces.
– ¿Qué?
– Ah, no era nada. Salud.
– Salud.
Bebieron los dos. Después de un rato Gösta empezó a hurgarse la nariz. Lacke lo miró y Gösta retiró el dedo y sonrió como para disculparse. No estaba acostumbrado a la compañía.
Un gato gordo de color gris estaba espatarrado en el suelo, parecía como si apenas tuviera fuerzas para levantar la cabeza. Gösta movió la cabeza dirigiéndose a él.
– Miriam va a tener gatitos pronto.
Lacke pegó un buen trago, hizo una mueca. Por cada gota de adormecimiento que el alcohol le proporcionaba, menos sentía el olor del apartamento.
– ¿Qué haces con ellos?
– ¿Con quienes?
– Con los gatillos. ¿Qué haces con ellos? Los dejas que vivan, ¿no?
– Sí, aunque normalmente nacen muertos. Últimamente.
– Así que… cómo. Esa gorda, ¿cómo la llamaste…?, ¿Miriam?… la tripa, ¿sólo hay… una lechigada de crías muertas ahí dentro?
– Sí.
Lacke se bebió todo lo que quedaba en el vaso, lo dejó en la mesa. Gösta le preguntó con un gesto señalando la botella de ginebra. Lacke negó con la cabeza.
– No. Esperaré un poco.
Bajó la cabeza. Una alfombra de color naranja tan llena de pelos de gato que parecía que estuviera hecha de ellos. Gatos y más gatos por todas partes. ¿Cuántos había? Empezó a contar. Llegó hasta dieciocho. Sólo en aquel cuarto.
– No has pensado nunca en… hacer algo con ellos. Me refiero a castrarlos, o cómo se dice… ¿esterilizarlos? Sería suficiente con dejar un solo sexo.
Gösta le miraba sin comprender.
– ¿Y eso cómo se hace? No, claro.
Lacke se imaginó a Gösta yendo en el metro con unos… veinticinco gatos. En una caja. No. En una bolsa, en un saco. Llegando a casa del veterinario y soltándolos allí a todos: «Cástrenlos, por favor». Se ahogaba de la risa. Gösta volvió la cabeza.
– ¿Qué pasa?
– Nada, sólo pensaba… que a lo mejor os hacen rebaja de grupo. A Gösta no le hizo gracia la broma y Lacke daba manotazos en el aire.
– No, sorry. Yo sólo… ah, estoy totalmente… con esto de Virginia, yo…
De pronto se enderezó, golpeó la mesa con la mano.
– No quiero estar más tiempo aquí.
Gösta saltó en el sofá. Los gatos que estaban delante de los pies de Lacke salieron corriendo y se escondieron debajo del sofá. De algún sitio del cuarto llegó un silbido. Gösta se revolvía, daba vueltas a su vaso.
– No te preocupes. Al menos, no por mí…
– No es eso. Aquí. Aquí. Toda la mierda. Blackeberg. Todo. Estas casas, las calles por las que andamos, los sitios, las personas, todo no es más que… una única gran enfermedad endiablada, ¿entiendes? Hay algo que está mal. Se imaginaron el sitio, planificaron todo para que fuera… perfecto, ¿no? Y de alguna jodida manera se equivocaron. Alguna mierda.
«Como si… no puedo explicarlo… como si hubieran tenido una idea de los ángulos, o lo que sea, joder, ángulos en los que tuvieran que estar las casas, en relación con las demás, ¿no? Para que hubiera armonía o algo así. Y entonces hubieran tenido algún fallo con la vara de medir, la escuadra o lo que cojones usen, y entonces se produjo un pequeño fallo desde el principio y después se hizo más grande. De manera que uno va por aquí entre las casas y no piensa más que… no. No, no, no. Aquí no tiene uno que estar. Aquí hay algo que no funciona, ¿entiendes?
«Aunque no son los ángulos, es alguna otra cosa, algo que sólo… como una enfermedad que está en… las paredes, y yo no quiero permanecer más tiempo aquí.
Un tintineo cuando Gösta, sin que nadie se lo dijera, echó otro cubata en el vaso de Lacke. Él lo tomó agradecido. La descarga había propiciado un agradable sosiego en su cuerpo, un sosiego que el alcohol llenaba ahora de calor. Se echó hacia atrás en el sofá, respirando con tranquilidad.
Permanecieron en silencio hasta que llamaron a la puerta. Lacke preguntó:
– ¿Estás esperando a alguien?
Gösta meneó la cabeza mientras se levantaba trabajosamente.
– No. Menuda afluencia de tráfico esta tarde.
Lacke sonrió burlonamente y levantó su vaso hacia Gösta al pasar. Ya se sentía mejor. Se sentía bien, realmente.
Se abrió la puerta de la calle. Alguien desde fuera dijo algo y Gösta contestó:
– Sé bienvenida.
Tumbada en la bañera, en el agua caliente que se tiñó de rosa cuando la sangre reseca de su piel se diluyó, Virginia se decidió. Gösta.
Su nueva conciencia le decía que tenía que haber alguien que la dejara entrar. Su vieja conciencia, que no podía ser alguien a quien quisiera. Ni siquiera que le gustara. Gösta encajaba en ambas descripciones.
Se levantó, se secó y se puso unos pantalones y una blusa. Ya en la calle se dio cuenta de que no había cogido un abrigo. Sin embargo no tenía frío.
Descubrimientos nuevos, todo el tiempo.
Al pie de los edificios altos se detuvo, miró hacia la ventana de Gösta. Estaba en casa. Siempre estaba en casa.
¿Y sise resiste?
No había pensado en eso. Sólo se había hecho a la idea de que iba a buscar lo que necesitaba. Pero puede que Gösta quisiera vivir.
Claro que querrá vivir. Es una persona, tiene sus diversiones y piensa en todos los gatos que llegan…
El pensamiento se frenó, desapareció. Se puso la mano en el corazón. Latía cinco veces por minuto y ella sabía que tenía que cuidar su corazón. Que había algo en eso de… las estacas afiladas.
Cogió el ascensor hasta el penúltimo piso, llamó. Cuando Gösta abrió la puerta y vio a Virginia, sus ojos se abrieron de una manera que parecía espanto.
¿Losabrá? ¿Se notará?
Gösta dijo:
– Pero… ¿eres tú?
– Sí. ¿Puedo…?
Hizo un movimiento hacia el interior del apartamento. No lo entendía. Pero intuitivamente supo que necesitaba una invitación, si no… si no… pasaría algo. Gösta asintió, reculó un paso.
– Sé bienvenida.
Entró y Gösta volvió a cerrar la puerta, la miró con los ojos llorosos. Estaba sin afeitar, la piel fofa del cuello ennegrecida por la barba grisácea de dos días. La pestilencia del apartamento peor de lo que recordaba, más nítida.
No quie…
El viejo cerebro se cerró. El hambre tomó la iniciativa. Virginia puso las manos en los hombros de Gösta, vio sus manos ponerse en los hombros de Gösta. Sin oponer resistencia. La vieja Virginia estaba ahora acurrucada en algún lugar lejano de su cabeza, sin control.
La boca dijo:
– ¿Quieres ayudarme con una cosa? Quédate quieto.
Ella oyó algo. Una voz.
– ¡Virginia! ¡Hola! Cómo me alegro de que…
Lacke se echó hacia atrás cuando Virginia volvió la cabeza hacia él.
Tenía los ojos vacíos. Como si alguien le hubiera clavado agujas en ellos y hubiera absorbido lo que Virginia era y sólo hubiera dejado la mirada inexpresiva de un modelo anatómico: Figura 8: Los ojos.
Virginia lo miró fijamente durante un segundo, luego soltó a Gösta y se volvió hacia la puerta; asió el picaporte: estaba cerrada. Descorrió la cerradura, pero Lacke la cogió y la apartó.
– No vas a ninguna parte antes de que…
Virginia se revolvía en sus brazos y le golpeó con el codo en la boca, el labio se le reventó contra los dientes. Él le sujetaba con fuerza por los brazos, apretando la mejilla contra la espalda de ella.
– Ginja, joder. Tengo que hablar contigo. He estado tan preocupado. Tranquilízate, ¿qué te pasa?
Ella dio un tirón hacia la puerta, pero Lacke, que la sujetaba con fuerza, la arrastró hacia el cuarto de estar. Se esforzaba por hablarle tranquilo, con calma, como a un animal asustado, mientras la arrastraba delante de él.
– Ahora nos va a poner Gösta un cubata y nos sentamos tranquilamente y hablamos de ello, porque yo… yo te voy a ayudar. Sea lo que sea, ¿vale?
– No, Lacke, no.
– Sí, Ginja, sí.
Gösta entró como pudo en el cuarto de estar, le sirvió un cubata a Virginia en el vaso de Lacke. Lacke hizo entrar a Virginia, la soltó y se colocó en el vano de la puerta, con las manos en las jambas, como un portero. Se chupó un poco de sangre que tenía en el labio inferior.
Virginia se encontraba en el centro del cuarto, tensa. Miraba a su alrededor como si buscara la manera de huir. Sus ojos se fijaron en la ventana.
– No, Ginja.
Lacke estaba preparado para correr hacia ella, cogerla de nuevo si intentaba alguna tontería.
¿Qué le pasa? Parece como si se encontrara en una habitación llena de fantasmas.
Oyó un ruido como cuando uno rompe un huevo en una sartén caliente.
Otro más, igual. Otro.
La habitación se llenó de bufidos cada vez más fuertes, agitación.
Todos los gatos del cuarto se habían levantado, estaban con los lomos arqueados y las colas tiesas mirando a Virginia. Hasta Miriam se levantó torpemente con la tripa arrastrando, echó las orejas hacia atrás y mostró los dientes.
Del dormitorio, de la cocina, llegaron más gatos.
Gösta había dejado de echar ginebra; se quedó con la botella en la mano mirando a sus gatos con los ojos como platos. La agitación planeaba ahora como una nube de electricidad dentro del cuarto, aumentando. Lacke se vio obligado a gritar para hacerse oír por encima de los maullidos.
– Gösta, ¿qué hacen?
Éste meneó la cabeza, hizo un gesto estirando el brazo y se le salió un poco de ginebra de la botella.
– No lo sé… Nunca he…
Un gato negro pequeño dio un salto sobre la pierna de Virginia, le clavó las uñas y la mordió. Gösta dejó la botella sobre la mesa con un golpe y dijo:
– ¡Fuera, Titania, fuera!
Virginia se agachó, agarró al gato por el lomo e intentó quitárselo de encima. Otros dos aprovecharon la ocasión y le saltaron sobre la espalda y la nuca. Virginia lanzó un grito y se quitó el gato de la pierna, le tiró de las patas. El gato voló por la habitación, se estrelló contra el borde de la mesa y cayó a los pies de Gösta. Uno de los que tenía en la espalda se le subió a la cabeza e hizo presa con las uñas mientras le mordía en la frente.
Antes de que a Lacke le diera tiempo a llegar, otros tres gatos se le habían echado encima. Maullaban como locos mientras Virginia les arreaba puñetazos. Con todo, siguieron aferrados a ella, desgarrándole la carne con sus minúsculos dientes.
Lacke metió las manos en la palpitante masa sobre el pecho de Virginia, agarró piel que se deslizaba sobre músculos tensos, retiró pequeños cuerpos y la blusa de Virginia se rasgó, ella estaba gritando y…
Está llorando.
No; era sangre que le corría por las mejillas. Lacke agarró al gato que tenía en la cabeza pero éste clavó aún más las uñas, estaba como cosido. Su cabeza cabía en la mano de Lacke y éste tiraba hacia delante y hacia atrás hasta que, en medio del jaleo, oyó un
Crac.
Y cuando soltó la cabeza, ésta cayó sin vida sobre la coronilla de Virginia. Asomaba una gota de sangre en el hocico del gato.
– ¡Aaaay! Mi pequeña…
Gösta llegó hasta donde estaba Virginia y, con lágrimas en los ojos, empezó a acariciar a la gata, que, incluso muerta, seguía aferrada a la piel de la mujer.
– Pequeña, cariño…
Lacke bajó la mirada y sus ojos se encontraron con los de su amiga.
Volvía a ser ella.
Virginia.
Dejadme marchar.
A través del doble túnel que eran sus ojos, Virginia veía lo que le estaba pasando a su cuerpo, los esfuerzos de Lacke para ayudarla. Déjalo.
No era ella la que se defendía, la que se los quitaba de encima. Era aquel otro, el que quería vivir, quería que su… casero viviera. Ella había renunciado al ver el cuello de Gösta, al sentir la hediondez del apartamento. Iba a ser así. Y no quería participar.
El dolor. Sintió el dolor, los arañazos. Pero pasaría pronto.
Así que… no te preocupes.
Lacke lo vio. Pero no lo aceptaba.
La granja… dos casitas… el jardín…
En un ataque de pánico intentó quitar los gatos de encima de Virginia. Estaban pegados, unos manojos de músculos cubiertos de piel. Los pocos que consiguió arrancar se llevaban consigo tiras de la ropa y dejaban profundos surcos en la piel que había debajo, pero la mayoría seguían adheridos como sanguijuelas. Lacke intentó golpearlos, oyó el chasquido de los huesos, pero quitaba uno y llegaba otro, porque los gatos trepaban los unos por encima de los otros en su empeño por…
Negro.
Recibió un golpe en la cara y se tambaleó un metro hacia atrás; a punto estuvo de caer, pero buscó apoyo en la pared, parpadeó. Gösta estaba al lado de Virginia con los puños cerrados, mirándole con los ojos llenos de lágrimas y de rabia.
– ¡Les estás haciendo daño! ¡Les estás haciendo daño!
Al lado de Gösta, Virginia no era más que una masa hirviente de pieles que bufaban y maullaban. Miriam se arrastró trabajosamente por el suelo, se levantó sobre las patas traseras y mordió la pantorrilla de Virginia. Gösta lo vio, se agachó y la amonestó con el dedo.
– No puedes hacer eso, cariño. Eso duele.
Lacke perdió los estribos. Dio dos pasos hacia delante y asestó una patada a Miriam. El pie se hundió en el abultado vientre de la gata y Lacke no sintió repugnancia alguna, sólo satisfacción cuando el saco con las entrañas salió despedido de su pie y se estampó contra el radiador.
Cogió a Virginia por el brazo
Vamos, tenemos que salir de aquí
yla arrastró hasta la puerta de la calle.
Virginia intentó resistirse, pero la fuerza de Lacke y la del contagio querían la misma cosa, y eran más fuertes que ella. A través de los túneles que salían de su cabeza vio a Gösta cayendo de rodillas en el suelo, oyó el grito de pena cuando cogió a un gato muerto en sus manos, acariciándole el lomo.
Perdóname, perdóname.
Después Lacke tiró de ella y dejó de ver cuando un gato le trepó hasta la cara, la mordió y todo fue dolor, agujas vivas que se le clavaron en la piel; luego perdió el equilibrio, cayó, sintió cómo era arrastrada por el suelo.
Déjame marchar.
Pero el gato que tenía delante de los ojos cambió de posición y vio que la puerta del apartamento se abría delante de ella, la mano de Lacke, de color rojo oscuro, que la arrastró consigo, y vio el hueco de la escalera, las escaleras, se volvió a poner de pie, se abrió camino, dentro de su propia conciencia tomó el mando y…
Virginia soltó su brazo de la mano de Lacke.
Éste se volvió hacia la palpitante masa de pelos que era el cuerpo de su amiga para cogerla de nuevo, para
¿Qué? ¿Qué?
fuera. Para salir.
Pero Virginia se revolvió contra él y, en un segundo, el lomo tembloroso de un gato se estampó contra su cara. Luego la mujer desapareció en el rellano, donde los maullidos de los gatos se propagaban como cuchicheos excitados y
Nonono
Lacke trató de llegar para impedírselo, pero como alguien convencido de que va a caer en blando, o como si le diera igual caer sobre duro, Virginia se volcó extenuada hacia delante, se dejó caer escaleras abajo.
Los gatos aplastados maullaban mientras Virginia rodaba, rebotando contra los peldaños de hormigón. Crujidos húmedos al romperse las patas, golpes más fuertes, que hicieron estremecerse a Lacke, cuando la cabeza de Virginia…
Algo pasó por encima de su pie.
Un gatillo de color gris con algún problema en las patas traseras se deslizaba hacia arriba; desde lo más alto de la escalera maulló lleno de pena.
Virginia estaba tendida en el rellano de abajo. Los gatos que habían sobrevivido a la caída la abandonaron, subieron de vuelta los peldaños. Llegaron hasta la entrada y empezaron a limpiarse.
Sólo el gatito de color gris se quedó sentado, apenado por no haber podido participar.
La policía ofreció una rueda de prensa el domingo por la tarde.
Habían elegido una sala de conferencias dentro de la comisaría con sitio para cuarenta personas, pero se demostró que era demasiado pequeña. Aparecieron reporteros de la mayoría de los periódicos y de las cadenas de televisión europeas. El hecho de que el hombre no hubiera sido detenido durante todo el día había aumentado el interés por la noticia, y un periodista británico hizo quizá el mejor análisis de por qué todo esto despertaba tanto interés:
– Es la caza del Monstruo. Por su aspecto, por lo que ha hecho. Es el Monstruo del que tratan los cuentos. Y cada vez que lo apresamos, hacemos como si fuera para siempre.
Ya quince minutos antes de la hora prevista, el ambiente de la mal ventilada sala estaba recalentado y húmedo, y los únicos que no se quejaban eran los del equipo de la televisión italiana: decían que estaban acostumbrados a peores situaciones.
Pasaron a una sala más grande y a las ocho en punto entró el inspector jefe de Estocolmo, flanqueado por el comisario responsable de la investigación del caso -y que además había hablado con el asesino ritual en el hospital- y por el jefe de la patrulla que había dirigido la operación en el bosque de Judarn durante el día.
No temían ser destrozados por los periodistas, puesto que habían decidido echarles un trozo de carnaza.
La policía disponía de una fotografía del hombre.
La pista del reloj finalmente había dado resultados. Un relojero de Karlskoga se había molestado el sábado por la mañana en repasar las tarjetas con la garantía ya caducada y había encontrado el número que la policía había pedido a todos los relojeros que buscaran.
Llamó a la comisaría y les dio el nombre, la dirección y el número de teléfono del hombre que aparecía registrado como comprador. La policía de Estocolmo buscó ese nombre en su registro y pidió a la delegación de Karlskoga que fuera a aquella dirección a ver lo que podían hallar.
En la comisaría se produjo un cierto alboroto cuando se demostró que el hombre, de hecho, había sido condenado siete años atrás por un caso de violación a un niño de nueve. Declarado enfermo psíquico había pasado tres años en una institución. Después le habían dado el alta médica y lo habían soltado.
Pero la policía de Karlskoga había encontrado al hombre en casa, bien de salud.
Sí, él había tenido un reloj así. No, no se acordaba de dónde había ido a parar. Les llevó dos horas de interrogatorio en la comisaría de Karlskoga, recordándole que un alta médica psiquiátrica siempre podía ser objeto de nuevas revisiones, antes de que el hombre recordara a quién le había vendido el reloj.
Håkan Bengtsson, Karlstad. Se habían encontrado en algún sitio y habían hecho algo, no podía recordar qué. Él le había vendido el reloj, pero no tenía ninguna dirección y sólo podía dar una vaga descripción y… ¿se podía marchar ya a casa?
El nombre de Håkan Bengtsson no daba nada concluyente en el registro. Encontraron veinticuatro Håkan Bengtsson en la región de Karlstad. La mitad, por la edad, podían quedar descartados. Empezaron a llamar al resto. La búsqueda se simplificó sobremanera por el hecho de que si alguien podía hablar, quedaba descalificado como candidato.
Hacia las nueve de la noche habían tachado de la lista a todos menos a uno. Un Håkan Bengtsson que había trabajado como profesor de sueco en los cursos superiores de la enseñanza básica y que se había mudado de Karlstad cuando su casa ardió en circunstancias poco claras.
Llamaron al director de la escuela y pudieron saber que sí, que había habido rumores de que a Håkan Bengtsson le gustaban los niños de una forma inadecuada. Consiguieron también que el director fuera a la escuela un sábado por la tarde y sacara del archivo una antigua foto de Bengtsson, tomada para el anuario escolar de 1976.
Un policía de Karlstad que iba a ir a Estocolmo el domingo por otros asuntos envió una copia por fax y luego condujo hasta la ciudad con la foto original el sábado por la noche. Llegó a la comisaría de Estocolmo a la una de la madrugada del domingo, es decir, media hora larga después de que el hombre en cuestión cayera desde la ventana de su habitación en el hospital y fuera declarado muerto.
El domingo por la mañana lo dedicaron a verificar por medio de las historias clínicas de los dentistas y de los médicos que el hombre de la foto era el mismo que hasta la noche anterior había permanecido atado a su cama en el hospital, y sí: era él.
El domingo por la tarde mantuvieron una reunión en la comisaría. Habían contado con ir descubriendo poco a poco lo que el individuo había hecho desde que abandonó Karlstad, ver si sus actuaciones coincidían con otras en un contexto más amplio, si había dejado más víctimas a su paso.
Pero ahora la situación era distinta.
El hombre aún estaba vivo, en libertad, y en esos momentos parecía que lo más importante era averiguar dónde había vivido, puesto que existía la posibilidad de que intentara volver allí. Su desplazamiento hacia la Zona Oeste podía indicarlo.
Por tanto, decidieron que si el hombre no había sido detenido antes de la conferencia de prensa recurrirían al sabueso, poco fiable, pero ¡ay! con cuántas cabezas, que era la ciudadanía.
Cabía la posibilidad de que alguien lo hubiera visto cuando aún tenía el mismo aspecto que en la foto y supiera algo de él. Además, y claro está que esto era menos importante, necesitaban carnaza para lanzar a los medios de comunicación.
Así que ahora los tres agentes se encontraban sentados ante la larga mesa situada encima de la tarima y, efectivamente, se oyó un murmullo entre los periodistas reunidos cuando el jefe de policía, con un gesto premeditadamente sencillo que consideraba más eficaz desde el punto de vista de la puesta en escena, mantuvo en alto la foto ampliada de la escuela de Håkan Bengtsson y anunció:
– El hombre a quien buscamos se llama Håkan Bengtsson, y antes de que su cara estuviera deformada tenía… este aspecto.
El jefe de la policía hizo una pausa mientras las cámaras disparaban, y los flashes tuvieron tiempo para convertirse por unos minutos en un estroboscopio.
Claro está que había copias de la borrosa instantánea para repartirlas entre los reporteros, pero, sobre todo los periódicos extranjeros, elegirían con toda probabilidad la imagen, más impactante emocionalmente, del jefe de la policía con el asesino -por así decirlo- en su mano.
Cuando todos tuvieron sus fotos y los responsables de la investigación y de la operación de búsqueda terminaron de exponer sus razonamientos llegó el turno de las preguntas. El primero que hizo uso de la palabra fue un periodista de Dagens Nyheter.
– ¿Cuándo calculan que podrán detenerlo?
El jefe de la policía tomó aire profundamente, decidió poner en juego su prestigio, se acercó al micrófono y dijo:
– Mañana, a más tardar.
– Buenas.
– Hola.
Oskar pasó al cuarto de estar delante de Eli para buscar un disco. Rebuscó en la escasa colección de su madre y lo encontró: Vikingarna. Todo el grupo estaba reunido en lo que parecía el esqueleto de una nave vikinga, fuera de ambiente con sus trajes relucientes.
Eli no pasó. Con el disco en la mano, Oskar volvió a la entrada. Ella estaba todavía fuera, en la puerta.
– Oskar, tienes que invitarme a pasar.
– Pero… por la ventana. Tú ya has…
– Ésta es una entrada nueva.
– Bueno. Puedes…
Oskar se detuvo, pasándose la lengua por los labios. Miró el disco. La fotografía de la carátula había sido tomada en la oscuridad, con flashes, y el conjunto de los Vikingarna resplandecía como si fueran un grupo de santos a punto de tomar tierra. Dio un paso hacia Eli y le enseño la funda.
– Mira. Parece como si estuvieran en la tripa de una ballena o algo así.
– Oskar…
Eli estaba parada con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y mirando a Oskar. Éste se rio, fue hasta la puerta, pasó la mano por el aire entre el umbral y el marco, por delante de la cara de Eli.
– ¿Cómo? ¿Hay algo aquí o no?
– No empieces.
– Pero en serio. ¿Qué pasa si no lo hago?
– NO- EMPIECES -Eli sonrió de mala gana-. ¿Quieres verlo? ¿No? ¿Lo quieres?
Eli dijo aquello de una manera que evidentemente estaba pensada para hacer que Oskar dijera que no. Un augurio de algo terrible. Pero Oskar tragó y dijo:
– Sí. Sí que quiero. A ver.
– Tú escribiste en el papel que…
– Sí. Lo puse. Pero ahora vamos a ver. ¿Qué pasa?
Eli apretó los labios, se concentró un segundo y dio luego una zancada hacia delante, por encima del umbral. Oskar tenía todo el cuerpo en tensión, esperaba algún rayo azul, que la puerta se girara, pasara a través de Eli y se cerrara de nuevo, o algo parecido. Pero no ocurrió nada. Eli entró y cerró la puerta después. Oskar se encogió de hombros.
– ¿Eso era todo?
– No exactamente.
Eli se quedó igual que estaba al otro lado de la puerta. Parada con los brazos a lo largo del cuerpo y con los ojos fijos en Oskar. Oskar meneó la cabeza.
– ¿Qué pasa? Ya está…
Oskar se interrumpió cuando asomó una lágrima en uno de los lagrimales de Eli; no, una en cada lagrimal. Aunque no parecía una lágrima, porque era de color oscuro. La piel de la cara de Eli empezó a enrojecer, se puso de color rosa, rojo claro, rojo oscuro y sus puños se cerraron al tiempo que los poros de la cara se abrían y pequeñas perlas de sangre empezaban a aparecer como lunares en todo el rostro. Lo mismo en el cuello.
Los labios de Eli se retorcieron de dolor y una gota de sangre asomó por una de las comisuras y se fundió con las perlas de la cara, que se hacían cada vez más grandes al llegar a la barbilla y se deslizaban hacia abajo para juntarse con las gotas del cuello.
Oskar se quedó sin fuerza en los brazos; los dejó caer y el disco se salió de su funda, rebotó de canto en el suelo una vez y luego se estampó plano sobre la alfombra de la entrada. Su mirada se deslizó hacia las manos de Eli.
Tenía el dorso de las manos cubierto por una fina película de sangre, y salía más.
Volvió a mirar a Eli a los ojos, no la encontró. Parecía como si los ojos se hubieran hundido en sus cuencas: estaban llenos de sangre que los inundaba, corría a lo largo de la nariz y, cruzando los labios, entraba en la boca, de donde manaba más sangre; dos hilillos le corrían desde las comisuras de la boca hasta el cuello, desapareciendo en la tirilla de su jersey, donde ahora empezaban a aparecer manchas más oscuras.
Sangraba por todos los poros de su cuerpo. Oskar lanzó un resuello, gritó:
– ¡Puedes entrar, tú puedes… eres bienvenida, tú puedes… tú puedes estar aquí!
Eli se relajó. Sus puños cerrados se abrieron. La mueca de dolor desapareció. Oskar creyó por un momento que hasta la sangre se iba a evaporar, que todo sería como si aquello no hubiera ocurrido.
Pero no. Aunque dejó de salir, la cara y las manos de Eli estaban todavía de color rojo oscuro, y mientras ambos permanecían frente a frente sin decir nada, la sangre empezó a coagular despacio, formando líneas más oscuras y costras en los sitios donde había salido más, y Oskar sintió un ligero olor a hospital.
Cogió el disco del suelo, lo puso de nuevo en la funda y dijo, sin mirar a Eli:
– Perdón, yo… yo no creía…
– Está bien. Fui yo la que quiso. Pero creo que será mejor que me dé una ducha. ¿Tienes una bolsa de plástico?
– ¿Una bolsa de plástico?
– Sí. Para la ropa.
Oskar asintió, fue a la cocina y rebuscó bajo el fregadero una bolsa de plástico en la que ponía: ICA-Come, bebe y sé feliz. Fue al cuarto de estar, puso el disco sobre la mesita del sofá y se detuvo con la bolsa haciendo ruido en la mano.
Si yo no hubiera dicho nada. Si la hubiera dejado… sangrar.
Hizo una pelota arrebujando la bolsa, abrió la mano y la bolsa saltó, se cayó al suelo. La recogió, la lanzó hacia arriba, la cogió. Se oyeron los mandos de la ducha en el cuarto de baño.
Es todo cierto. Ella es… él es…
Fue hacia el cuarto de baño estirando la bolsa de plástico. Come, bebe y sé feliz. Se oía el ruido del agua detrás de la puerta cerrada. La cerradura estaba de color blanco. Llamó con cuidado.
– Eli…
– Sí. Entra.
– No. Yo sólo… la bolsa.
– No oigo lo que dices. Entra.
– No.
– Oskar, yo…
– Dejo la bolsa aquí.
Dejó la bolsa en la puerta y huyó al cuarto de estar. Sacó el disco de la funda, lo colocó en el plato, puso en marcha el tocadiscos y situó la aguja en el tercer surco, su preferida.
Un comienzo demasiado largo, y luego la voz suave del cantante empezó a retumbar en los altavoces.
La muchacha se pone flores en el pelo
cuando va caminando por el prado.
Va a cumplir diecinueve este año
y sonríe al caminar.
Eli entró en el cuarto de estar. Se había atado una toalla alrededor de la cintura, en la mano llevaba la bolsa de plástico con su ropa. Ahora tenía la cara limpia y el pelo le caía a mechas sobre las mejillas, las orejas. Oskar cruzó los brazos según estaba junto al tocadiscos, le hizo un gesto de aprobación.
Por qué te ríes, pregunta el chico
cuando se encuentran sin pensar junto a la verja.
Estoy pensando en el que será mío,
contesta la chica con los ojos muy azules,
al que yo amo tanto…
– ¿Oskar?
– ¿Sí? -Oskar bajó el volumen, hizo un gesto con la cabeza señalando al tocadiscos-. ¿Ridículo, no? Eli negó con la cabeza.
– No, es muy buena. A mí me gusta esto.
– ¿A ti?
– Sí. Pero escucha… -Parecía como si Eli pensara añadir algo más, pero sólo dijo-: Ah -y deshizo el nudo de la toalla que llevaba atada alrededor de la cintura. La toalla cayó al suelo a sus pies y apareció desnuda a unos pasos de Oskar. Eli hizo un movimiento envolvente con la mano sobre su cuerpo menudo y dijo:
– Bueno, ya sabes.
… abajo, junto al lago, dibujan en la arena.
Callados, se dicen el uno al otro:
eres mi amigo, es a ti a quien quiero.
La-lala-lalala…
Un corto pasaje instrumental y después la canción había terminado. Un débil chisporroteo de los altavoces mientras la aguja giraba hasta el siguiente tema mientras Oskar miraba a Eli.
Los pequeños pezones parecían casi negros en contraste con su piel pálida. La parte superior del cuerpo era delgada, recta y sin curvas. Sólo la forma de las costillas se dibujaba claramente a la luz de la lámpara del techo. Sus brazos y sus piernas, tan delgados que no parecían naturales según salían del tronco; un árbol joven, recubierto con piel humana. Entre las piernas tenía… nada. Ninguna hendidura, ningún pene. Sólo una superficie de piel lisa.
Oskar le pasó la mano por el pelo, lo colocó ahuecado sobre la nuca. No quería pronunciar aquella palabra ridícula de su madre, pero se le escapó.
– Pero si no tienes… pito.
Eli inclinó la nuca, se miró la entrepierna como si aquél fuera un descubrimiento totalmente nuevo. La canción siguiente empezó y Oskar no oyó lo que Eli le contestaba. Apretó la palanca que accionaba el pick-up y la aguja se levantó del disco.
– ¿Qué has dicho?
– He dicho que lo he tenido.
– ¿Qué ha pasado entonces con él?
Eli se echó a reír y Oskar, que se dio cuenta de cómo sonaba la pregunta, se sonrojó un poco. Eli extendió los brazos y puso el labio inferior sobre el superior.
– Me lo dejé en el metro.
– ¡Bah! Qué tonta eres.
Sin mirar a Eli, Oskar pasó a su lado, hacia el cuarto de baño, para comprobar que no había quedado ninguna huella.
El vapor caliente planeaba todavía en el aire, el espejo estaba empañado. La bañera, tan blanca como antes, sólo una débil línea amarillenta de vieja suciedad que no salía nunca destacaba cerca del borde. El lavabo, limpio.
No ha ocurrido.
Eli ha entrado en el baño para guardar las apariencias, cediendo a la ilusión. Pero no: el jabón. Lo levantó: tenía líneas de color rosa y en el pequeño hueco del lavabo debajo de él, en el agua, había una masa de algo que parecía como un renacuajo, sí: vivo, y él se estremeció cuando empezó
a nadar
a moverse, a mover la cola y a arrastrarse hacia el hueco, cayó en el lavabo, se quedó trabado en el borde. Pero allí se quedó quieto, sin moverse. Oskar abrió el grifo y echó agua para que saliera por el desagüe, enjuagó el jabón y limpió el hueco. Después cogió su bata del colgador, volvió al cuarto de estar y se la dio a Eli, que todavía estaba desnuda en mitad del suelo, mirando a su alrededor.
– Gracias. ¿Cuándo vuelve tu madre?
– En un par de horas -Oskar alzó en su mano la bolsa con la ropa de ella-. ¿Lo tiro?
Eli se puso la bata, se anudó el cinturón.
– No. Luego me lo llevo -y dándole un toque a Oskar en el hombro-: ¿Tú? Sabes que no soy una chica, que no… Oskar dio un paso hacia atrás.
– ¡Por Dios, qué pesada! Ya lo sé de sobra. Ya me lo has dicho.
– Eso no es verdad.
– Claro que lo has dicho.
– A ver, ¿cuándo?
Oskar se quedó pensando.
– No me acuerdo, pero lo sabía de todas las formas. Lo he sabido desde hace mucho tiempo. -¿Estás… triste?
– ¿Por qué iba a estarlo?
– Porque… no sé. Porque te parezca que es… un rollo. Tus amigos…
– ¡Déjalo! Déjalo. Tú estás mal de la cabeza. Déjalo.
– Vale.
Eli se puso a jugar con el cinturón de la bata, luego fue hacia el tocadiscos y se quedó observando cómo giraba el disco. Se volvió y se puso a mirar a su alrededor.
– ¿Sabes? Hace mucho tiempo que no estaba… así en casa de alguien. No sé muy bien… lo que hay que hacer.
– Yo tampoco.
Eli dejó caer los hombros, se metió las manos en los bolsillos de la bata, mirando hipnotizada el agujero oscuro del LP. Abrió la boca para decir algo y la cerró de nuevo. Sacó la mano derecha del bolsillo, la acercó hasta el disco y lo apretó con el dedo índice de manera que éste se detuvo.
– Cuidado. Se puede… rayar.
– Perdón.
Eli quitó rápidamente el dedo y el disco cogió velocidad, siguió dando vueltas. Oskar vio que el dedo había dejado una mancha de humedad que se vería cada vez que el disco diera vueltas bajo la luz de la lámpara del techo. Eli volvió a meter la mano en el bolsillo de la bata, miró el disco como si intentara escuchar la música estudiando los surcos.
– Esto, claro, suena a… pero… -a Eli le temblaban las comisuras de los labios-, yo no he tenido ningún… amigo normal desde hace doscientos años.
Miró a Oskar con una sonrisa en la que se leía: perdona-que-diga-cosas-tan-tontas. Oskar abrió los ojos.
– ¿Eres tan viejo?
– Sí. No. Nací hace aproximadamente doscientos años, pero la mitad del tiempo he estado dormido.
– Eso me pasa a mí también. O por lo menos… ocho horas… que sale… una tercera parte.
– Sí. Aunque… cuando yo digo dormir me refiero a que pasan varios meses en los que no… me levanto en absoluto. Y luego otros meses en los que… vivo. Aunque entonces descanso durante el día.
– ¿Es así como funciona eso?
– No sé. Eso es en todo caso lo que me pasa a mí. Y después cuando me despierto soy… pequeño de nuevo. Y débil. Es entonces cuando necesito ayuda. Quizá sea por eso por lo que he sobrevivido. Porque soy pequeño. Y la gente quiere ayudarme. Aunque… por motivos bien distintos.
Una sombra se posó sobre la mejilla de Eli cuando apretó las mandíbulas; hundiendo las manos en los bolsillos de la bata encontró algo, lo sacó: una tira estrecha de papel brillante. Algo que su madre se había dejado; solía usar la bata de Oskar a veces. Eli volvió a dejar con cuidado en el bolsillo la tira de papel como si fuera algo valioso.
– ¿Duermes en un ataúd entonces?
Eli se echó a reír, negando con la cabeza.
– No. No. Yo…
Oskar no pudo quedarse con ello dentro más tiempo. No era esa su intención, pero le salió como una acusación cuando dijo:
– ¡Pero tú matas a la gente!
Eli le miró a los ojos con una expresión que parecía de asombro, como si Oskar le hubiera señalado con ímpetu que tenía cinco dedos en cada mano o algo igual de evidente.
– Sí, mato a gente. Es una lástima.
– Entonces, ¿por qué lo haces?
Un destello de furia en los ojos de Eli.
– Si se te ocurre alguna idea mejor la escucharé encantado.
– Sí, bueno… sangre… tiene que haber… alguna manera… de que tú…
– No la hay.
– ¿Por qué no?
Eli resopló, sus ojos se estrecharon.
– Porque yo soy como tú.
– ¿Cómo que como yo? Yo…
Eli hizo un movimiento envolvente en el aire como si llevara un cuchillo en la mano y dijo:
– «¿Qué estás mirando, idiota? ¿Quieres morir o qué?» -Golpeó con la mano vacía-. «Eso es lo que pasa si alguien se queda mirándome».
Oskar se frotó los labios uno contra otro, se los humedeció.
– ¿Qué dices?
– No soy yo el que lo digo. Lo dijiste tú. Fue lo primero que te oí decir. Abajo, en el parque.
Oskar lo recordaba. El árbol. El cuchillo. Cómo luego, inclinando la hoja del cuchillo como si fuera un espejo, vio a Eli por primera vez.
¿Te reflejas en los espejos? La primera vez que te vi estabas reflejada en un espejo.
– Yo… no mato a la gente.
– No. Pero te gustaría. Si pudieras. Y lo harías realmente si lo tuvieras que hacer.
– Porque los odio. Hay una gran…
– Diferencia. ¿Es eso?
– ¿Sí…?
– Si con eso te libraras. Si sólo fuera que ocurrió. Si pudieras desear que estuvieran muertos y ellos murieran. ¿No lo harías entonces?
– … Sí.
– Sí. Y eso sólo sería para divertirte. Por venganza. Yo lo hago porque tengo que hacerlo. No hay ninguna otra forma.
– Pero es porque ellos… ellos me maltratan, porque me provocan, porque yo…
– Porque tú quieres vivir. Exactamente igual que yo. Eli extendió los brazos, los puso sobre las mejillas de Oskar y acercó su cara a la de él. -Sé un poco como yo. Y le besó.
Los dedos del hombre estaban cerrados alrededor de los dados y Oskar vio que llevaba las uñas pintadas de negro.
El silencio se extiende por la sala como una bruma asfixiante. La estrecha mano se vuelca… lentamente… y los dados caen de ella, encima de la mesa… Chocan entre ellos, dan vueltas, se paran.
Un dos. Y un cuatro.
Oskar se siente aliviado, no sabe por qué, cuando el hombre camina a lo largo de la mesa, se coloca ante la fila de chicos como un general ante su ejército. La voz del hombre es inexpresiva, ni oscura ni clara, cuando estira un alargado dedo índice y empieza a contar a lo largo de la fila.
– Uno… dos… tres… cuatro…
Oskar mira hacia la izquierda, hacia el sitio en donde el hombre empieza a contar. Los chicos están relajados, liberados. Un sollozo. El muchacho que está al lado de Oskar se encorva, le tiembla el labio inferior. Ah. Es el… número seis. Oskar comprende ahora su alivio.
– Cinco… seis… y… siete.
El dedo señala directamente a Oskar. El hombre le mira a los ojos. Y sonríe.
– ¡No!
Pero si era… Oskar retira su mirada de la del hombre, mira los dados.
Ahora muestran un tres y un cuatro. El chico que está al lado de Oskar mira a su alrededor, medio dormido como si acabara de despertar de una pesadilla. Durante un segundo sus miradas se cruzan. Vacías. Sin comprender.
Luego un grito de la pared del fondo.
… mamá…
La mujer del chal marrón corre hacia él, pero dos hombres le salen al paso, la cogen por los brazos y… la tiran contra la pared de piedra. Los brazos de Oskar se estremecen como si quisieran cogerla cuando ella cae y sus labios forman la palabra:
– ¡mamá!
Entonces unas manos duras como puños lo cogen por los hombros y lo sacan de la fila, hacia una puerta. El hombre de la peluca aún sigue con el dedo levantado, siguiéndolo con él mientras Oskar es empujado fuera de la sala y conducido a una habitación oscura que huele
… a alcohol…
… después se le nubla la vista, imágenes borrosas; luz, oscuridad, piedra, piel desnuda…
Hasta que la imagen se estabiliza y Oskar siente una presión fuerte en el pecho. No puede mover los brazos. Nota como si le fuera a estallar la oreja derecha, está apretada contra una… tabla de madera.
Tiene algo en la boca. Un trozo de cuerda. Chupa la cuerda, abre los ojos.
Está boca abajo encima de una mesa. Con los brazos atados a las patas de la mesa. Está desnudo. Ante sus ojos dos figuras: el hombre de la peluca y otro más. Un hombre gordo y pequeño que parece… divertido. No. Parece como alguien que cree que es divertido. Cuenta siempre historias de las que nadie se ríe. El hombre divertido lleva un cuchillo en una mano y un cuenco en la otra.
Algo no encaja.
La presión contra el pecho, contra la oreja. Contra las rodillas. Debería sentir también presión contra el pito. Pero es como si hubiera… un agujero en la mesa justamente allí. Oskar intenta darse la vuelta para comprobarlo, pero el cuerpo está muy bien atado.
El hombre de la peluca le dice algo al hombre divertido y el hombre divertido se ríe y asiente. Después, los dos se agachan. El hombre de la peluca le clava la mirada a Oskar. Sus ojos son de color azul claro, como el cielo en un día luminoso de otoño. Parece amablemente interesado. El hombre mira en los ojos de Oskar como si buscara algo bueno allí dentro, algo que él ama.
El hombre divertido se arrastra debajo de la mesa con el cuchillo y el cuenco en las manos. Y Oskar comprende.
Sabe también que sólo con que fuera capaz… de sacarse ese trozo de cuerda de la boca no tendría que estar allí. Entonces desaparecería.
Oskar intentó echar la cabeza hacia atrás, dejar el beso. Pero Eli, que esperaba aquella reacción, colocó una de sus manos alrededor de la cabeza del niño, apretando sus labios contra los de él, obligándole a permanecer en la memoria de Eli; continuó.
El trozo de cuerda se aprieta en su boca, se oye un sonido húmedo cuando Oskar se tira un pedo de miedo. El hombre de la peluca arruga la nariz y lo prueba con la boca, maldiciendo. Sus ojos no cambian. Todavía la misma expresión que la de un niño a punto de abrir una caja que sabe que contiene un cachorro de perro.
Unos dedos fríos agarran el pito de Oskar, tiran de él. Abre la boca para gritar: «¡Nooo!», pero la cuerda le deja incapacitado para pronunciar la palabra y todo lo que sale es: «¡Ohhh!».
El hombre que está debajo de la mesa pregunta algo y el de la peluca asiente, sin apartar la mirada de Oskar. Luego el dolor. Una barra al rojo vivo introducida por la entrepierna sube por el estómago, el pecho ardiendo como un tubo de fuego que atraviesa todo su cuerpo y grita, grita mientras los ojos se le llenan de lágrimas y su cuerpo arde.
El corazón late contra la mesa como un puño contra una puerta y él aprieta los ojos con fuerza, muerde la cuerda mientras a lo lejos oye el discurrir del agua, el chapoteo, ve…
… a su madre de rodillas al lado del riachuelo aclarando la ropa. Mamá. Mamá. Ella pierde algo, una prenda, y Oskar se levanta, ha estado tumbado boca abajo y tiene el cuerpo ardiendo, se levanta y corre hacia el río, hacia la prenda que desaparece rápidamente; se tira al agua para refrescar el cuerpo, para salvar la prenda y la coge. La camisa de su hermana. La levanta hacia la luz, hacia su madre cuya silueta se dibuja en la orilla y caen gotas de la prenda, brillan al sol, salpican en el riachuelo, en sus ojos y él deja de ver claro porque le cae agua en los ojos, en las mejillas y cuando…
… abre los ojos y ve borrosamente el pelo rubio, los ojos azules como lagunas lejanas en el bosque. Ve el cuenco que el hombre lleva en las manos, cómo se lleva el cuenco a la boca y cómo bebe. Cómo el hombre cierra los ojos, por fin cierra los ojos y bebe…
Más tiempo… Tiempo interminable. Cerrado. El hombre muerde. Y bebe. Muerde. Y bebe.
Después la estaca candente alcanza su cabeza y todo se vuelve de color rojo claro cuando él, de un tirón, echa la cabeza hacia atrás y cae…
Eli cogió a Oskar cuando éste cayó hacia atrás. Lo sujetó en sus brazos. Oskar se agarró a lo que pudo, al cuerpo que tenía ante sí, y lo abrazó con fuerza, mirando sin ver la habitación a su alrededor.
Así, tranquilo.
Después de un rato empezó a aparecer el dibujo ante los ojos de Oskar. Un papel pintado. Beige con rosas blancas, casi invisibles. Lo reconoció. Era el papel pintado que había en su cuarto de estar. Estaba en el cuarto de estar, en el piso de su madre y suyo.
El que estaba en sus brazos era… Eli.
Un chico. Mi amigo. Sí.
Oskar se sentía mal, mareado. Se liberó del abrazo y se sentó en el sofá, miró a su alrededor para asegurarse de que había vuelto, de que no estaba… allí. Tragó, sintió que podía evocar cada detalle del sitio que acababa de visitar. Era como una memoria real. Algo que le había pasado a él, recientemente. El hombre divertido, el cuenco, el dolor…
Eli estaba de rodillas en el suelo delante de él, con las manos apretadas contra la tripa.
– Perdón.
Como si…
– ¿Qué pasó con mamá?
Eli lo miró inseguro, preguntó:
– ¿Te refieres a… mi mamá?
– No… -Oskar se calló, vio ante sí la imagen de mamá a la orilla del riachuelo aclarando la ropa. Aunque no era su madre. No se parecía nada. Se frotó los ojos, dijo:
– Sí. Eso es. Tu mamá.
– No sé.
– No serían ellos los que…
– ¡No sé!
Eli apretó tanto los puños contra la tripa que los nudillos se le pusieron blancos y encogió los hombros. Luego se relajó, dijo con más suavidad:
– No lo sé. Perdóname. Perdón por esto… por todo. Quería que tú… no sé. Perdóname. Ha sido una… tontería.
Eli era el retrato de su madre. Más delgado, con menos formas, más joven, pero… un retrato. Dentro de veinte años, Eli probablemente tuviera el mismo aspecto que la mujer del riachuelo.
Dando por descontado que no va a ser así. Tendría exactamente el mismo aspecto que ahora.
Oskar suspiró agotado, se echó hacia atrás en el sofá. Demasiado. Un ligero dolor de cabeza se abría paso sobre sus sienes, lo agarró, golpeó. Demasiado. Eli se levantó.
– Me voy a ir.
Oskar, apoyando la mano en la cabeza, asintió. No tenía fuerzas para protestar, ni para pensar lo que debía hacer. Eli se quitó la bata y Oskar vislumbró una vez más su entrepierna. Entonces vio que en la piel pálida se dibujaba una tenue mancha de color rosa, una cicatriz.
¿Cómo hace cuando… mea? Él a lo mejor no…
No tuvo fuerzas para preguntar. Eli se puso en cuclillas junto a la bolsa de plástico, deshizo el nudo y empezó a sacar su ropa. Oskar dijo:
– Te puedes… poner algo mío.
– No, esto está bien.
Eli sacó la camisa de cuadros. Con manchas oscuras sobre el azul claro. Oskar se levantó. El dolor de cabeza se arremolinó contra las sienes.
– No digas tonterías. Puedes…
– Esto vale.
Eli empezó a ponerse la camisa manchada de sangre y Oskar dijo:
– Eres asqueroso, ¿es que no lo entiendes? Eres asqueroso.
Eli se dio la vuelta con la camisa en las manos.
– ¿Es eso lo que piensas?
– Sí.
Eli volvió a guardar la camisa en la bolsa.
– ¿Qué me pongo entonces?
– Coge algo del armario, lo que quieras.
Eli asintió, entró en la habitación de Oskar donde estaban los armarios; mientras, éste se deslizó de lado en el sofá y apretó las manos contra las sienes como tratando de evitar que le estallaran.
Mamá, la mamá de Eli, mi mamá, Eli, yo. Doscientos años. El papá de Eli. ¿El papá de Eli? Ese viejo que… el viejo.
Eli volvió a entrar en el cuarto de estar. Oskar estaba a punto de decir lo que había pensado decir, pero se contuvo cuando vio que Eli llevaba puesto un vestido. Un vestido de verano de color amarillo pálido con lunares blancos. Uno de los vestidos de su madre. Eli pasó la mano por el vestido.
– ¿Está bien? He cogido el que parecía más viejo.
– Pero si es…
– Lo voy a devolver, luego.
– Sí. Sí, sí.
Eli se le acercó, se acurrucó delante de él, le cogió la mano.
– ¿Oye? Siento que… no sé lo que voy…
Oskar agitó la otra mano para hacerle callar, dijo:
– Tú sabes que ese viejo… que se ha escapado, ¿verdad?
– ¿Qué viejo?
– El viejo que… el que dijiste que era tu papá. El que vivía contigo.
– ¿Qué pasa con él?
Oskar cerró los ojos. Unos rayos azules resplandecieron dentro de sus párpados. La cadena de acontecimientos reconstruida a partir de los periódicos pasó chirriando ante él y se puso furioso, apartó su mano de las de Eli y cerró el puño, y se golpeó con él su dolorida cabeza mientras decía con los ojos aún cerrados:
– Déjalo, déjalo ya. Lo sé todo, ¿vale? Deja de fingir. Deja de mentir, estoy harto de eso.
Eli no dijo nada. Oskar apretó los ojos, tomando aire.
– El viejo ha huido. Lo han estado buscando todo el día y no lo han encontrado. Así que ya lo sabes.
Una pausa. Luego la voz de Eli por encima de la cabeza de Oskar.
– ¿Dónde?
– Aquí. En Judarn. En el bosque. En Åkeshov.
Oskar abrió los ojos. Eli se había levantado, estaba con la mano sobre la boca y unos ojos grandes y asustados por encima de la mano. El vestido era demasiado grande, colgaba como un saco sobre sus hombros estrechos y parecía un niño que se hubiera puesto sin permiso la ropa de su madre y ahora estuviera esperando algún duro castigo.
– Oskar -dijo Eli-. No salgas fuera. Mientras sea de noche. Prométemelo.
El vestido. Las palabras. Oskar sonrió, no pudo evitar decirlo.
– Suenas como mi mamá.
La ardilla está ocupada abajo, en el tronco del roble, se para, escucha. Una sirena, a lo lejos.
Por la calle Bergslagsvägen pasa una ambulancia con la luz azul encendida y la sirena puesta.
Dentro de la ambulancia hay tres personas. Lacke Sörenssson va sentado en un asiento abatible y sostiene una mano exangüe, llena de rasguños, que pertenece a Virginia Lindblad. El enfermero ajusta el tubo que introduce suero en el cuerpo de Virginia para darle a su corazón algo que bombear, después de haber perdido tanta sangre.
La ardilla juzga el ruido poco peligroso, irrelevante. Continúa bajo el tronco. Todo el día ha habido gente en el bosque, perros. Ni un momento de tranquilidad, y hasta ahora, cuando se ha hecho de noche, no se ha atrevido a bajar del roble en el que se ha visto obligada a permanecer todo el día.
Ahora los ladridos de los perros y las voces se han callado, han desaparecido. También el pájaro alborotador que ha estado revoloteando por las copas de los árboles parece que ha volado a su nido.
La ardilla llega hasta el pie del árbol, corre a lo largo de una gruesa raíz. No le gusta moverse por el suelo cuando es de noche, pero el hambre manda. Avanza con cautela, se para y escucha, mira cada diez metros. Da un rodeo para evitar una tejonera donde hasta el verano pasado vivía una familia de tejones. Hace mucho que no los ve, pero todas las precauciones son pocas.
Finalmente alcanza su objetivo: el más cercano de los muchos almacenes de invierno que ha preparado durante el otoño. La temperatura, ya por la tarde, ha descendido bajo cero, y en la nieve que se ha fundido durante el día ha comenzado a formarse una costra delgada y dura. La ardilla raspa la costra con sus patas, la atraviesa y se mueve hacia abajo. Se para, escucha y sigue cavando. A través de la nieve, las hojas, la tierra.
Justo cuando ha cogido una nuez entre las patas oye un ruido.
Peligro.
Coge la nuez entre los dientes y se sube corriendo a un pino sin tiempo para tapar el almacén. Ya fuera de peligro, arriba, en una rama, vuelve a coger la nuez entre las patas, intenta localizar de dónde viene el ruido. El hambre es mucha y la comida sólo a unos centímetros de su boca, pero primero hay que localizar el peligro, esquivarlo antes de que haya tiempo para comer.
La cabeza de la ardilla se mueve de un lado a otro, el hocico le tiembla cuando mira furtivamente el paisaje cubierto de sombras a la luz de la luna que tiene bajo sus pies y localiza el origen del ruido.
Sí. El rodeo ha merecido la pena. Esos crujidos y sonidos húmedos proceden de la tejonera.
Los tejones no pueden trepar a los árboles. La ardilla baja un poco la guardia, da un bocado a la nuez mientras sigue estudiando el terreno, ahora más como espectadora en una representación teatral, tercer palco. Quiere ver lo que pasa, cuántos tejones hay.
Pero lo que sale de la madriguera no es un tejón. La ardilla se retira la nuez de la boca, observa. Intenta comprender. Interpretar lo que ve según lo conocido. No lo consigue.
Por eso se lleva la nuez a la boca de nuevo y echa a correr árbol arriba, hasta la copa.
Quizá uno de ésos pueda trepar por los árboles.
Todo cuidado es poco.
(Tarde/ Noche)
Las ocho y media, domingo por la tarde. Al mismo tiempo que la ambulancia con Virginia y Lacke conduce sobre el puente de Traneberg, al mismo tiempo que el jefe de la policía de Estocolmo muestra una fotografía a los periodistas ávidos de material gráfico, al mismo tiempo que Eli elige vestido en el armario de la madre de Oskar, al mismo tiempo que Tommy echa pegamento en una bolsa de plástico y aspira por la nariz el dulce embotamiento y el olvido, al mismo tiempo que una ardilla es el primer ser viviente que ve a Håkan Bengtsson en las últimas catorce horas, Staffan, uno de los que ha participado en la búsqueda, está a punto de servir el té.
No ha notado que la tetera está un poco desportillada justo en el orificio de salida, y buena parte del té se escurre por la manga, por la tetera, y cae en la encimera. Murmura algo y vuelca el recipiente tan deprisa que el líquido rebosa y la tapa de la tetera cae en la taza. El té hirviendo le salpica las manos y suelta de golpe la tetera, pone los brazos rígidos a lo largo del cuerpo mientras mentalmente recita el alfabeto hebreo para contener el impulso de lanzar el recipiente contra la pared. Aleph, Beth, Gimel, Daleth…
Yvonne entró en la cocina y vio a Staffan doblado sobre el fregadero con los ojos cerrados.
– ¿Qué ha pasado? Staffan meneó la cabeza.
– Nada.
Lamed, Mem, Nun, Samesh…
– ¿Estás triste?
– No.
Koff, Resh, Shin, Taff. Así. Mejor.
Abrió los ojos, hizo un gesto señalando a la tetera.
– Para mí que ésta es una mala tetera.
– ¿Es mala?
– Sí, se… se sale fuera cuando uno vierte el líquido
– No lo he notado nunca.
– Pues se sale de todas formas.
– Pero si está bien.
Staffan apretó los labios, extendió la mano que se había quemado hacia Yvonne e hizo un gesto hacia ella: Calma. Shalom. Cállate.
– Yvonne. Siento en este momento… unas ganas enormes de darte un tortazo. Así que, por favor: no hables más.
Yvonne dio medio paso atrás. Algo dentro de ella estaba preparado para esto. Era una intuición de la que no había querido ser consciente, pero sí que había sospechado que Staffan, detrás de su mansa fachada, ocultaba alguna que otra forma de… rabia.
Se cruzó de brazos, tomó aire unas cuantas veces mientras Staffan estaba quieto, con la mirada fija en la taza de té con la tapa dentro. Luego dijo:
– ¿Sueles hacerlo?
– ¿Qué?
– Pegar. Cuando algo te sale mal.
– ¿Te he pegado?
– No, pero dijiste…
– Yo dije. Y tú escuchaste. Y ahora está bien.
– ¿Y si no te hubiera escuchado?
Staffan parecía totalmente calmado e Yvonne se relajó, bajó los brazos. Él le cogió las manos entre las suyas, le besó suavemente el dorso de las dos.
– Yvonne. Uno tiene que escuchar al otro.
Sirvieron el té y lo tomaron en el cuarto de estar. Staffan anotó en su memoria que tenía que comprar una tetera nueva de regalo para Yvonne. Ésta le preguntó acerca de la búsqueda en el bosque de Judarn y Staffan se lo contó. Ella hizo lo que pudo para mantener viva la conversación alrededor de otros temas, pero al final llegó de todos modos la pregunta inevitable.
– ¿Dónde está Tommy?
– Yo… no sé.
– ¿No lo sabes? Yvonne…
– Bueno. En casa de un amigo.
– Hmm. ¿Cuándo vuelve?
– No, creo que… iba a pasar la noche. Allí.
– ¿Allí?
– Sí. En casa de… Yvonne repasó en su cabeza los nombres de los amigos de Tommy que ella conocía. No quería decirle a Staffan que Tommy pasaba la noche fuera de casa sin que ella supiera dónde. Staffan se tomaba muy en serio eso de la responsabilidad de los padres.
– … en casa de Robban.
– Robban. ¿Es su mejor amigo?
– Sí, debe de serlo.
– ¿Cómo se apellida ese Robban?
– … Ahlgren, ¿por qué? Tienes algo que…
– No, sólo estaba pensando.
Staffan cogió su cucharilla, dio un golpecito con ella en la taza de té. Un suave tintineo. Asintió.
– Bien. No, escucha… creo que debemos llamar a casa de ese Robban y pedirle a Tommy que venga un momento. Para que yo pueda hablar un poco con él.
– No tengo el número.
– No, pero… Ahlgren. ¿Sabrás dónde vive? No hay más que mirar en la guía telefónica.
Staffan se levantó del sofá e Yvonne se mordió el labio inferior, se dio cuenta de que estaba construyendo un laberinto del que iba a ser cada vez más difícil salir. Él cogió la guía y se colocó en mitad del cuarto de estar, hojeándola mientras decía en voz baja:
– Ahlgren, Ahlgren… Hmm. ¿En qué calle vive?
– Yo… en Björnsonsgatan.
– Björnsons… no. No hay ningún Ahlgren allí. Pero hay uno aquí, en la calle Ibsengatan. ¿Puede ser él?
Como Yvonne no contestaba, Staffan puso el dedo en la guía y dijo:
– Creo que voy a probar con él de todas formas. Era Robert, ¿no?
– Staffan…
– ¿Sí?
– Le prometí que no iba a decirlo.
– Ahora no entiendo nada.
– Tommy. Le dije que no iba a decir… dónde está.
– Así que no está en casa de Robban.
– No.
– ¿Dónde está entonces?
– Yo… yo se lo prometí.
Staffan dejó la guía sobre la mesa y se sentó al lado de Yvonne en el sofá. Ella dio un sorbito de té, manteniendo la taza delante de la cara como para esconderse mientras Staffan la estaba aguardando. Cuando dejó la taza en el plato notó que las manos le temblaban. Staffan colocó su mano en las rodillas de ella.
– Yvonne. Tienes que comprender que…
– Se lo prometí.
– Yo sólo quiero hablar con él. Perdóname, Yvonne, pero creo que es precisamente este tipo de incapacidad para afrontar los problemas cuando éstos se presentan lo que hace que… bueno, que ocurran. Mi experiencia en lo que se refiere a personas jóvenes es que cuanto antes se reacciona ante sus actos, mayor es la posibilidad de… por ejemplo un heroinómano. Si alguien hubiera reaccionado cuando sólo le daba, digamos, al hachís…
– Tommy no anda metido en eso.
– ¿Estás completamente segura de ello?
Se hizo un silencio. Yvonne sabía que por cada segundo que pasara su «sí» como respuesta a la pregunta de Staffan perdía valor. Tictac. Ya había contestado «no», sin pronunciar la palabra. Tommy estaba raro a veces. Al volver a casa. Algo en los ojos. Piensa si él…
Staffan se echó hacia atrás en el sofá, sabía que había ganado la batalla. Ya sólo esperaba la rendición.
Yvonne buscaba algo en la mesa con la mirada.
– ¿Qué buscas?
– Mi tabaco, ¿lo has…?
– En la cocina. Yvonne…
– Sí. Sí. No puedes ir a buscarle ahora.
– No. Eso lo tienes que decidir tú. Si te parece…
– Mañana por la mañana, entonces. Antes de que se vaya a la escuela. Prométemelo. Que no vas a ir allí ahora.
– Lo prometo. Bueno. ¿Y cuál es ese sitio tan misterioso en el que se encuentra ahora?
Yvonne se lo contó.
Después fue a la cocina y se fumó un cigarro, echando el humo a través de la ventana entreabierta. Se fumó otro más, menos preocupada de adónde iba a parar el humo. Cuando Staffan entró en la cocina, sacudió el humo con la mano intencionadamente y preguntó dónde estaban las llaves del sótano, ella le dijo que lo había olvidado, pero que probablemente lo recordaría mañana por la mañana.
Si, él era bueno.
Cuando Eli se hubo marchado, Oskar volvió a sentarse a la mesa de la cocina y estuvo mirando los artículos que tenía delante. El dolor de cabeza había empezado a aflojar a medida que se concentraba en organizar sus impresiones.
Eli le había explicado que el viejo estaba… contagiado. Más que eso. El contagio era lo único vivo dentro de él. El cerebro estaba muerto, y el contagio le dirigía hacia Eli.
Eli le había dicho, rogado que no hiciera nada. Eli se iría de allí al día siguiente tan pronto como se hiciera de noche, y Oskar lógicamente le había preguntado por qué no se iba ya, esa misma noche.
Porque… no puede ser.
¿Por qué? Yo puedo ayudarte.
Oskar, no puede ser. Estoy demasiado débil.
¿Cómo es posible? Si has…
Lo estoy, nada más.
Y Oskar comprendió que él era el causante de la falta de energía de Eli. Toda la sangre que había perdido en la entrada. Si el viejo encontraba a Eli, sería culpa de Oskar.
¡La ropa!
Oskar se levantó tan deprisa que la silla cayó hacia atrás y golpeó contra el pavimento.
La bolsa con la ropa ensangrentada de Eli estaba todavía en el suelo delante del sofá, la camisa colgaba fuera. La empujó para dentro y el brazo se le puso como si hubiera apretado una esponja húmeda cuando cerró la bolsa y… Se detuvo, se miró la mano con la que había aplastado la camisa.
La herida que se había hecho tenía una costra un poco abierta que mostraba lo que había debajo.
… la sangre… no quería mezclarla… ¿me habré… contagiado ya?
Automáticamente se dirigió hacia la puerta con la bolsa en la mano, prestó atención por si se oía algo en el portal. Nada, y corrió escaleras arriba hasta el hueco por el que se tiraba la basura, abrió la portezuela. Introdujo la bolsa y la sostuvo en esa posición, moviéndola sobre la oscuridad del pozo.
Sopló una ráfaga de aire frío a través del agujero, enfriándole la mano que permanecía allí agarrada al nudo de plástico de la bolsa. El blanco de ésta resaltaba contra el negro de las paredes algo rugosas del túnel. Si la soltara, la bolsa no caería hacia arriba. Caería hacia abajo. La fuerza de la gravedad tiraría de ella hacia abajo. Hacia el saco.
Dentro de unos días llegaría el camión de la basura a buscar el saco. Venían por la mañana temprano. La luz anaranjada, parpadeante, se reflejaría en el techo de Oskar a la misma hora en que él solía despertarse y se quedaría en la cama oyendo el estruendo, el aplastamiento succionador cuando la basura era triturada. Puede que se levantara y mirara a los hombres con monos que con movimientos expertos echaban los sacos, apretaban el botón. Las fauces del camión de la basura que se cerraban y los hombres que saltaban dentro y conducían el pequeño trayecto hasta el siguiente portal.
Y aquello le daba siempre una sensación de… calor. De hallarse seguro en su habitación. De que las cosas funcionaban. Y quizá también un sentimiento de añoranza. De aquellos hombres, del camión. De poder estar sentado dentro de esa cabina débilmente iluminada, arrancar…
Soltar. Tengo que soltar.
Tenía la mano compulsivamente agarrada a la bolsa. Le dolía el brazo de tenerlo estirado tanto tiempo. La corriente le estaba empezando a enfriar el dorso de la mano. Soltó.
El roce de la bolsa al chocar contra las paredes, medio segundo de silencio cuando caía libremente y luego un golpe sordo cuando aterrizó en el saco.
Yo te ayudo.
Se volvió a mirar la mano. La mano que ayuda. La mano…
Mato a alguien. Entro y cojo el cuchillo y salgo y mato a alguien. A Jonny. Le corto el cuello, recojo la sangre y se la llevo a Eli a su casa porque qué importa si ya estoy contagiado y pronto voy a…
Las rodillas se le querían doblar y tuvo que apoyarse en el borde del hueco de las basuras para no caer al suelo. Había pensado aquello. En serio. No era como el juego con el árbol. Había pensado… por un momento… que iba a hacerlo realmente.
Calor. Tenía mucho calor, como de fiebre. Le dolía todo el cuerpo y quería acostarse. Ya.
Estoy contagiado. Me voy a convertir en un… vampiro.
Obligó a las piernas a bajar las escaleras mientras con una mano
la que no estaba contagiada
buscó apoyo en el pasamanos. Consiguió entrar en el piso, en su habitación, se echó en la cama y se quedó mirando fijamente el papel pintado. El bosque. Enseguida apareció una de sus figuras, mirándole a los ojos. El diminuto troll. Pasó el dedo sobre él mientras aparecía un pequeño pensamiento increíblemente tonto.
Mañana iré a la escuela.
Y tenía una copia que no había hecho. África. Debería levantarse y sentarse delante del escritorio, encender la lámpara y empezar a buscar en el atlas. Buscar palabras sin sentido y copiarlas en las líneas de puntos.
Eso era lo que debería hacer. Acarició lentamente el gorro del troll. Luego dio unos golpecitos.
E.L.I.
No hubo respuesta. Habrá salido y hará lo que nosotros hacemos.
Se puso el edredón encima de la cabeza. Unos escalofríos le recorrieron el cuerpo. Intentó imaginárselo. Cómo sería. Vivir para siempre. Temido, odiado. No. Eli no le odiaría. Si ellos… juntos…
Trató de figurárselo, fantaseó. Después de un rato se abrió la puerta de la calle y su madre llegó a casa.
Almohadas de grasa.
Tommy miraba con los ojos vacíos la imagen que tenía delante. La chica apretaba sus pechos con las manos de manera que parecían dos globos, poniendo morritos. Parecía absolutamente morboso. Había pensado en hacerse una paja, pero le pasaba algo en el cerebro porque tuvo la impresión de que la tía parecía como un monstruo.
Sorprendentemente despacio cerró la revista, la guardó debajo del cojín del sofá. Permanecía atento a cada movimiento por pequeño que éste fuera. Estaba totalmente amodorrado por el pegamento. Y era una suerte. El mundo no existía. Sólo la habitación en la que se encontraba, y fuera de ella… un desierto ondulado.
Staffan.
Intentó pensar en Staffan. No podía. No conseguía imaginárselo. Sólo veía a ese policía de cartón que estaba arriba, en Correos. En tamaño natural. Para disuadir a los ladrones.
¿Vamos a robar a Correos?
No, ¡tasloco, allí hay un policía de cartón!
Tommy se rio cuando al policía de papel le puso la cara de Staffan. Castigado. A vigilar Correos. También ponía algo en ese muñeco de cartón, ¿qué era lo que ponía?
Delinquir no vale la pena. No. La policía te ve. No. ¿Cómo cojones era? ¡Cuidado! ¡Que soy el ganador de tiro con pistola!
Tommy se reía. A carcajadas. Le daban sacudidas de la risa y le pareció que la bombilla pelada del techo se balanceaba hacia delante y hacia atrás al compás de su risa. Se rio de ello. ¡En guardia! ¡Policía de cartón! ¡Con pistola de cartón! ¡Y cerebro de cartón!
Sonaron unos golpes en su cabeza. Alguien quería entrar en Correos.
El policía de cartón aguza el oído. Hay doscientos papeles en Correos. Quitó el seguro de la pistola. Bang-bang. Paf. Paf. Paf. Pang.
… Staffan… mamá, joder…
Tommy se puso rígido. Intentó pensar. Imposible. Sólo una nube deshilachada en su cabeza. Luego se tranquilizó. Quizá fueran Robban o Lasse. O sería Staffan. Y estaba hecho de cartón.
Pene de imitación, hecho de cartón.
Tommy carraspeó, dijo con la voz pastosa:
– ¿Quién es?
– Yo.
Reconoció la voz, pero no podía identificarla. Staffan no, en cualquier caso. No el papá de cartón. Barbapapá. Déjalo.
– ¿Y quién eres?
– ¿Puedes abrirme?
– El correo ha cerrado por hoy. Vuelve dentro de cinco años.
– Tengo dinero.
– ¿Dinero de papel?
– Sí.
– Entonces está bien.
Se levantó del sofá. Despacio, despacio. Los contornos de las cosas no querían quedarse quietos. La cabeza llena de plomo. La visera de hormigón.
Permaneció quieto unos segundos, se tambaleó. El suelo de cemento se inclinaba como en sueños hacia la derecha, hacia la izquierda, como en la Casa Encantada. Fue hacia delante, paso a paso, levantó el pasador, empujó la puerta. Fuera estaba esa chica. La amiga de Oskar. Tommy se quedó mirándola fijamente sin comprender lo que veía.
Sol y playa.
La chica sólo llevaba encima un vestido ligero. Amarillo, con lunares blancos que absorbían la mirada de Tommy y él intentaba fijar la vista en los lunares, pero éstos empezaron a danzar, a moverse de tal manera que hacían que se mareara. Era unos veinte centímetros más baja que él.
Bonita como… como el verano.
– ¿Ha llegado el verano de repente? -preguntó.
La chica ladeó la cabeza.
– ¿Qué?
– No, como llevas puesto un… cómo se llama… vestido de verano.
– Sí.
Tommy asintió, satisfecho de haber encontrado la palabra. ¿Qué había dicho ella? ¿Dinero? Ah, sí. Oskar le habría contado…
– ¿Es que quieres… comprar algo?
– Sí.
– ¿El qué?
– ¿Puedo entrar?
– Sí, sí.
– Di que puedo entrar.
Tommy hizo con el brazo un gesto exagerado, envolvente. Vio su propia mano moviéndose en ultrarrápido, un pez drogado nadando en el aire por encima del suelo.
– Entra. Bienvenida a la… sucursal.
No le quedaban fuerzas para estar más tiempo de pie. El suelo quería hacerse con él. Se volvió, se desplomó en el sofá. La chica entró, después cerró la puerta, echó el cerrojo. Él la vio como un pollo increíblemente grande, se rio de la ocurrencia. El pollo se sentó en la butaca.
– ¿Qué pasa?
– Nada, yo sólo… estás tan… amarilla.
– Ah.
La chica cruzó las manos encima de un bolso pequeño sobre las rodillas. Él no se había fijado en que lo llevaba. No. Un bolso no. Más como un… neceser. Tommy lo miró. Uno ve un bolso. Se pregunta qué habrá en él.
– ¿Qué llevas en… eso?
– Dinero.
– Sí, claro.
No. Esto no encaja. Aquí hay algo raro.
– ¿Y qué es lo que quieres comprar?
La chica abrió la cremallera del neceser y sacó un billete de mil. Otro. Otro. Tres mil. Los billetes parecían ridículamente grandes en sus manos pequeñas cuando se inclinó y los puso en el suelo.
Tommy resopló:
– Pero ¿esto qué es?
– Tres mil.
– Sí. ¿Para qué?
– Para ti.
– No.
– Que sí.
– Será alguna cagada de… dinero del Monopoly o algo así, ¿no?
– No.
– ¿No?
– No.
– Entonces, ¿por qué me lo das?
– Porque quiero comprarte algo.
– Quieres comprar algo por tres mil… no.
Tommy estiró uno de sus brazos todo lo que pudo, agarró un billete. Comprobó el tacto, lo arrugó, lo puso a contraluz y vio que llevaba la marca al agua. El mismo rey o lo que fuera que había en el billete. Auténtico.
– O sea, que no estás bromeando.
– No.
Tres mil. Puedo… viajar a algún sitio. Volar a algún sitio.
Staffan y su madre se podían quedar ahí y… Tommy sintió que se le aclaraba la cabeza. Todo esto era una locura, pero de acuerdo: tres mil. Ahí estaban. Ahora sólo quedaba saber…
– ¿Qué es lo que quieres comprar entonces? Por esto puedes tener…
– Sangre.
– Sangre.
– Sí.
Tommy dio un bufido, meneó la cabeza.
– Oye, no, lo siento. Las reservas se… han acabado. La chica estaba sentada tranquilamente en la butaca, mirándole. Ni siquiera sonrió.
– No, pero en serio -dijo Tommy-: ¿qué quieres?
– Tú tienes el dinero… si yo tengo un poco de sangre.
– No tengo.
– Sí.
– No.
– Sí.
Tommy comprendió.
Qué cojones…
– ¿Estás hablando en serio? La chica señaló los billetes.
– No es peligroso.
– ¿Pero… qué… cómo?
La chica metió la mano en el neceser, sacó algo. Un trozo de plástico blanco, rectangular. Lo meneó. Raspaba un poco. Entonces Tommy vio lo que era. Un paquete de cuchillas de afeitar. Lo dejó en la rodilla, sacó otra cosa. Un rectángulo de color carne. Una tirita grande.
Esto es ridículo.
– No, déjalo ya. No comprendes que… te puedo limpiar sencillamente ese dinero, ¿eh? Metérmelo en el bolsillo y decirte «No, qué va». ¿Tres mil? No las he visto en mi vida. Eso es mucho dinero, ¿no lo entiendes? ¿De dónde lo has sacado?
La chica cerró los ojos, suspiró. Cuando los abrió de nuevo ya no parecía tan amable.
– ¿Quieres o no quieres?
Está hablando en serio. No me jodas que está hablando en serio. No… No…
– ¿Qué vas a hacer…?, ¿un corte o así…? La chica asintió, impaciente.
¿Un corte? Espera un poco. ESPERA ahí un momento… qué era eso… cerdos…
Arrugó el entrecejo. El pensamiento rebotaba en su cabeza como una pelota de goma lanzada con fuerza en una habitación, intentaba agarrarse, parar. Y se paró. Recordó. Abrió la boca. La miró a los ojos,
– ¿no…?
– Pues sí.
– Esto será una broma, ¿no? Escucha: lárgate ahora mismo. No. Ahora te largas de aquí.
– Tengo una enfermedad. Necesito sangre. Te puedo dar más dinero si quieres.
Revolvía en el neceser, rebuscando, sacó otros dos billetes de mil, los dejó en el suelo. Cinco mil.
– Por favor.
El asesino. Vällingby. El cuello cortado. Pero qué cojones… esta chica…
– Para qué lo quieres… pero qué cojones… no eres más que una cría, tú…
– ¿Tienes miedo?
– No, yo está claro que puedo… tú tienes miedo, ¿no?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Por si me dices que no.
– Bueno, pues te digo que no. Esto es… no, espabílate. Vete a casa.
La chica estaba sentada tranquilamente en la butaca, pensando. Después asintió con la cabeza, se levantó y recogió el dinero del suelo, lo guardó en el neceser. Tommy miraba el sitio donde habían estado. Cinco. Mil. Un ruido metálico al abrirse el cerrojo. Tommy se puso boca arriba en el sofá.
– Pero… ¿qué?…, ¿me vas a cortar el cuello?
– No. Sólo en la parte interior del codo. Un poco.
– ¿Pero qué vas a hacer con ello?
– Bebérmelo.
– ¿Ahora?
– Sí.
Tommy se sondeó por dentro y vio esa lámina de la circulación de la sangre puesta como un papel de calco en la parte interior de su cabeza. Sintió, tal vez por primera vez en su vida, que tenía una circulación sanguínea. No sólo puntos aislados, heridas por donde salen una o dos gotas de sangre, sino un gran árbol que bombeaba lleno de arterias llenas de… ¿cuánto sería?… cuatro, cinco litros de sangre.
– ¿Qué enfermedad es ésa?
La chica no dijo nada, estaba al lado de la puerta con el picaporte en la mano, observándole, y las líneas de las arterias y de las venas de su cuerpo, el mapa, adquirieron de pronto el aspecto de una lámina de despiece. Eludió ese pensamiento, pensó en cambio: Hazte donante. Veinticinco coronas y un bocadillo de queso. Después dijo:
– Entonces, dame el dinero.
La chica abrió la cremallera del neceser, volvió a sacar los billetes.
– ¿Y si te doy… tres ahora y dos después?
– Vale, vale. Pero podría sobradamente… echarme encima de ti y quitarte el dinero, ¿es que no lo entiendes?
– No. No podrías.
Le extendió tres billetes de mil, sujetos entre los dedos índice y corazón. Él miró cada uno de ellos a contraluz, comprobó que eran auténticos. Los enrolló como un cilindro y los cogió con la mano izquierda.
– Bueno. ¿Ahora entonces?
La chica dejó los otros dos billetes de mil en la butaca, se sentó de rodillas al lado del sofá, sacó el paquete de cuchillas del neceser, extrajo una cuchilla.
Ya ha hecho esto antes.
La chica volvió la cuchilla como para ver qué lado era el más afilado. Se lo acercó a la cara. Un leve aviso cuya única palabra era: Schvittt. Ella dijo:
– No se lo cuentes a nadie.
– ¿Qué pasa entonces, di?
– No lo cuentes. A nadie.
– No -Tommy miró de reojo hacia su codo estirado, hacia los billetes que había en la butaca-. ¿Y cuánto me vas a sacar?
– Un litro.
– ¿Es… mucho?
– Sí.
– ¿Es tanto que yo…?
– No. No te pasará nada.
– Se renueva otra vez, claro.
– Sí.
Tommy asintió. Luego miró fascinado mientras la cuchilla, reluciente como un pequeño espejo, bajaba hasta su piel. Como si le estuviera pasando a otro, en algún otro sitio. Sólo vio el juego de líneas. Las mandíbulas de la chica, su pelo negro, su propio brazo blanco, el rectángulo de la cuchilla que apartaba el ralo vello del brazo y llegaba a su meta; se apoyó un momento sobre la vena hinchada, algo más oscura que la piel de alrededor.
Presionó hacia abajo, suave, suave. Una esquina se hundió en la piel sin romperla. Luego:
Schvittt
Una sacudida hacia atrás y Tommy resopló, apretó la otra mano, en la que tenía los billetes, con más fuerza. Dentro de su cabeza, los dientes retumbaron al apretar y rechinar unos contra otros. Apareció la sangre, salía a borbotones.
El tintineo cuando la cuchilla cayó al suelo y la chica cogió su brazo con las dos manos, apretando sus labios contra el pliegue del codo.
Tommy volvió la cabeza, no sintió más que sus cálidos labios, la lengua batiendo contra su piel y de nuevo vio el mapa interior de su cuerpo, los canales por los que corría la sangre, agitándose contra… la hendidura.
Sale de mí.
Sí. El dolor iba aumentando. El brazo empezaba a paralizarse, ya no sentía los labios, sólo la succión, cómo se… absorbía de él, cómo…
Sale.
Se asustó. Quería dejarlo. Dolía demasiado. Los ojos se le llenaron de lágrimas, abrió la boca para decir algo, para… no pudo. No había palabras que pudieran… Dobló el brazo que tenía libre sobre la boca, apretando la mano cerrada contra los labios. Sintió el cilindro de papel que sobresalía. Lo mordió.
21.17, domingo por la tarde, explanada de Ängby.
Un hombre es observado fuera de un salón de peluquería. Está con la cara y las manos apoyadas contra el escaparate. Parece muy borracho. La policía llega al lugar quince minutos más tarde. El hombre ya lo ha abandonado. Los cristales de la ventana no presentan ningún daño, sólo restos de barro y tierra. En el escaparate iluminado unas cuantas fotos de jóvenes, modelos de peluquería.
– ¿Estás dormido?
– No.
Un soplo de perfume y de frío cuando su madre entró en la habitación de Oskar y se sentó al borde de la cama.
– ¿Te lo has pasado bien?
– Sí, claro.
– ¿Qué has hecho?
– Nada especial.
– He visto los periódicos. En la mesa de la cocina.
– Mmm.
Oskar se tapó más con el edredón, hizo como que bostezaba.
– ¿Tienes sueño?
– Mmm.
Verdad y mentira. Estaba cansado, tan cansado que le zumbaba la cabeza. Quería solamente envolverse en el edredón, cerrar la entrada y no salir hasta que… hasta que… pero sueño, no. Y… ¿podría dormir ahora que estaba contagiado?
Oyó que su madre le preguntaba algo acerca de su padre, y dijo «bien» sin saber a qué estaba respondiendo. Se quedaron en silencio. Después su madre suspiró, profundamente.
– Pero pequeño, ¿qué te pasa? ¿Puedo hacer algo?
– No.
– ¿Qué es lo que te pasa?
Oskar hundió la cabeza en la almohada, respirando de tal manera que la nariz, la boca y los labios se le llenaron de aire caliente. No podía soportarlo. Demasiado difícil. Tenía que contárselo a alguien. Con la cabeza en la almohada dijo:
– … yotoyagiado…
– ¿Qué has dicho?
Oskar levantó la cabeza de la almohada.
– Estoy contagiado.
La mano de su madre le acarició el pelo, la nuca, siguió hacia abajo y el edredón se deslizó un poco.
– Cómo que conta… pero… si tienes la ropa puesta.
– Sí, es que…
– A ver que te miro. ¿Tienes calor? -puso su fría mejilla en la frente de su hijo-. Tienes fiebre. Ven. Tienes que quitarte la ropa y acostarte como es debido -Se levantó de la cama sacudiendo con cuidado a Oskar en el hombro-: Vamos.
Ella respiró con más fuerza, se le ocurrió algo. Dijo en otro tono:
– ¿Te has vestido en condiciones cuando has estado en casa de papá?
– Sí, claro. No es eso.
– ¿Te has puesto el gorro?
– Síí. No es eso.
– Entonces, ¿qué es?
Oskar volvió a apoyar la cabeza en la almohada, se abrazó a ella y dijo:
– … ooyasermpiro…
– Oskar, ¿qué dices?
– Me voy a convertir en vampiro.
Pausa. El sonido calmado del abrigo de su madre cuando ésta se cruzó de brazos.
– Oskar. Ahora te levantas. Te quitas la ropa. Y te metes en la cama.
– Me voy a convertir en un vampiro.
La respiración de su madre. Evidentemente, enfadada.
– Mañana voy a ser yo la que coja y tire todos esos libros que lees.
El edredón de Oskar desapareció. Se levantó, se quitó la ropa despacio; evitó mirar a su madre. Se volvió a meter en la cama y ella le colocó bien el edredón.
– ¿Quieres algo?
Oskar negó con la cabeza.
– ¿Tomamos la temperatura…?
Oskar meneó la cabeza con más fuerza. Entonces miró a su madre. Ella estaba inclinada sobre la cama, con las manos sobre las rodillas. Los ojos observadores, preocupados.
– ¿Quieres algo?
– No. Bueno, sí.
– ¿Qué es?
– No, no era nada.
– Pero dilo.
– ¿Me puedes… contar un cuento?
Un vislumbre de diferentes sentimientos cruzó el rostro de su madre: tristeza, alegría, inquietud, una sonrisa forzada, una arruga de preocupación. Todo en unos segundos. Luego dijo:
– Yo… no me sé ningún cuento. Pero… puedo leerte uno si quieres. Si tenemos algún libro…
Su mirada voló hacia la estantería que había al lado de la cabeza de Oskar.
– No, no hace falta.
– Pero si lo hago encantada.
– No. No quiero.
– ¿Por qué no? Si acabas de decir…
– Sí, pero… no. No quiero.
– ¿Te… canto algo?
– ¡No!
Su madre se mordió los labios, ofendida. Después decidió no estarlo, puesto que Oskar estaba enfermo:
– Tal vez pueda inventarme algo si eso…
– No, está bien. Ahora quiero dormir.
Su madre acabó dándole las buenas noches, salió de la habitación. Oskar permaneció acostado con los ojos abiertos mirando hacia la ventana. Trataba de notar si se estaba… convirtiendo. No sabía lo que tenía que notar. Eli. ¿Cómo fue en realidad cuando él se… convirtió?
Separarse de todo.
Abandonar. Madre, padre, la escuela… Jonny, Tomas… Estar con Eli. Siempre.
Oyó cómo se encendía la tele en el cuarto de estar, se bajaba enseguida el volumen. El ruido suave de la tetera en la cocina. El fuego de la cocina que se enciende, el tintineo de copas y tazas. Armarios que se abren.
Los sonidos habituales. Los había oído cientos de veces. Y se puso triste.
Las heridas se habían curado. De los arañazos sólo quedaban en el cuerpo de Virginia líneas blancas, en algunos sitios restos de costras que aún no se habían desprendido. Lacke le acariciaba la mano, sujeta al cuerpo por un cinturón de cuero, y una costra más se desmigó bajo sus dedos.
Virginia había opuesto resistencia. Una resistencia violenta cuando recuperó la consciencia y comprendió lo que estaba a punto de suceder. Se arrancó la sonda para la transfusión de sangre, gritó y pataleó.
Lacke no tuvo fuerzas para ver cómo peleaban con ella, que estaba como transformada. Bajó a la cafetería y se tomó un café. Después otro y otro más. Cuando iba a servirse el cuarto, la cajera le recordó cansada que sólo estaba incluida una taza extra. Lacke le había contestado que estaba sin blanca, y se sentía tan mal como si se fuera a morir al día siguiente, y que si no podía hacer una excepción.
Sí que podía. Incluso invitó a Lacke a un bollo «que de todos modos habría que tirar mañana». Se comió el bollo con un nudo en la garganta, pensando en la bondad relativa de las personas y en su relativa maldad. Luego salió a la entrada y se fumó su penúltimo cigarro del paquete antes de subir a ver a Virginia.
Se la encontró atada.
Una enfermera había recibido tal golpe que las gafas se le rompieron y un trozo de cristal le había cortado una ceja. Los intentos de tranquilizar a Virginia resultaron vanos. No se habían atrevido a ponerle ninguna inyección a causa de su estado general, y por eso le habían sujetado los brazos con cinturones de cuero, sobre todo para, eso dijeron, «evitar que ella misma se lesionara».
Lacke frotó la costra entre los dedos; un polvo fino como pigmento le coloreó de rojo las yemas. Un movimiento en el rabillo del ojo; la sangre de la bolsa que colgaba del pie al lado de la cama de Virginia goteaba en un cilindro de plástico y bajaba por la sonda hasta entrar en el brazo de su amiga.
Evidentemente, primero, cuando determinaron su grupo sanguíneo, le habían hecho una transfusión en la que bombearon un cierto volumen de sangre, pero ahora, cuando su estado se había estabilizado, se la administraban con goteo. En la bolsa medio llena había una etiqueta con un montón de indicaciones incomprensibles, dominadas por una A grande. El grupo sanguíneo, claro.
Pero… espera un poco…
Lacke tenía el grupo B. Recordaba que él y Virginia habían hablado de ello alguna vez, que Virginia también tenía ese grupo y que por eso podían… sí. Justamente eso fue lo que dijeron. Que podían darse sangre el uno al otro porque compartían el mismo grupo sanguíneo. Y Lacke tenía B, de eso estaba seguro.
Se levantó, salió al pasillo.
¿No cometerán errores de este tipo?
Encontró a una enfermera.
– Perdona, pero…
Ella echó una mirada a su ropa vieja, se mantuvo algo expectante, dijo:
– Sí.
– Sólo me pregunto… Virginia… Virginia Lindblad, que… la habéis ingresado antes… La enfermera asintió, adoptando ahora una actitud casi de rechazo. Quizá había estado presente cuando ellos…
– No, sólo quiero saber… el grupo sanguíneo.
– ¿Qué pasa con él?
– Sí, que he visto que pone A en la bolsa que… pero ella no tiene ese grupo.
– No entiendo.
– Pues… eh… ¿Puedes venir un momento?
La enfermera echó un vistazo al pasillo. Tal vez para comprobar si había alguien que pudiera ayudarla si aquello se ponía feo, tal vez para demostrar que tenía cosas más importantes que hacer, pero de todas formas acompañó a Lacke a la habitación en la que Virginia estaba tumbada con los ojos cerrados y la sangre goteando despacio a través del tubo. Lacke señaló la bolsa:
– Aquí. Aquí pone A. Quiere eso decir que…
– Que hay sangre del grupo A en ella. Hay una falta enorme de donantes en la actualidad. Si la gente supiera cómo…
– Perdona. Sí. Pero ella tiene el grupo B. ¿No es peligroso entonces…?
– Sí, claro que lo es…
La enfermera no fue directamente desagradable, pero su actitud daba a entender que el derecho de Lacke a poner en tela de juicio la competencia del hospital era mínimo. Se encogió ligeramente de hombros, añadió:
– … si uno tiene el grupo B. Pero este paciente no lo tiene. Ella tiene el grupo AB.
– Pero… ahí pone A… en la bolsa.
La enfermera lanzó un suspiró, como si le estuviera explicando a un niño que no hay personas en la luna.
– Las personas con sangre del grupo AB pueden recibir sangre de todos los grupos sanguíneos.
– Pero… bueno. Entonces ha cambiado de grupo.
La enfermera arqueó las cejas. El niño acababa de asegurar que había estado en la luna y había visto gente allí arriba. Con un movimiento de la mano, como si estuviera cortando una cinta, dijo:
– Eso sencillamente no sucede.
– No, bueno. Pues se equivocaría entonces.
– Será eso. Si me disculpas, tengo otras cosas que hacer ahora.
La enfermera controló la sonda del brazo de Virginia, giró un poco el pie del goteo y con una mirada que decía que aquéllas eran cosas importantes y que Dios te libre de enredar con ellas, abandonó la habitación con paso firme.
¿Qué pasa si a uno le ponen la sangre del grupo que no es? La sangre… se coagula.
No. Tiene que haber sido Virginia la que se equivocara.
Se dirigió a una esquina de la habitación en la que había una pequeña butaca, una mesa con una flor de plástico. Se sentó en la butaca y observó la habitación. Paredes desnudas, suelo reluciente. Tubo fluorescente en el techo. La cama de Virginia de barras de acero; sobre ella, una manta amarilla, descolorida, en la que ponía Diputación.
Así va a ser.
En Dostoievski, la enfermedad y la muerte eran casi siempre sucias, pobres. Aplastado bajo la rueda de un carro, barro, tifus, pañuelos manchados de sangre. Y así sucesivamente. Pero qué leches, ¿acaso era preferible aquello antes que esto? Antes que quedar apartado en una especie de máquina reluciente.
Lacke se echó hacia atrás en la butaca, cerró los ojos. El respaldo era demasiado corto, se le vencía la cabeza. Se enderezó, puso el codo en el reposabrazos y apoyó la cara en la mano. Contempló la flor de plástico. Era como si la hubieran puesto allí únicamente con la intención de subrayar que en ese lugar no se permitían cosas vivas, aquí todo estaba como debe ser.
La flor permaneció en su retina cuando cerró los ojos de nuevo. Se convirtió en una flor de verdad, creció, se convirtió en un jardín. El jardín de la casa que se iban a comprar. Lacke estaba en el jardín mirando un rosal con esplendorosas rosas rojas. Desde la casa salía la sombra alargada de una persona. El sol descendió rápidamente y la sombra creció, se hizo más larga, se extendía por todo el jardín…
Dio un respingo y se despertó. La mano estaba llena de saliva que le había caído por la comisura de los labios mientras dormía. Se pasó la mano por la boca, paladeó e intentó enderezar la cabeza. No podía. La nuca se había quedado bloqueada. La obligó a enderezarse con un crujido del ligamento, se detuvo.
Unos ojos muy abiertos lo estaban mirando.
– ¡Hola! Estás…
La boca se cerró. Virginia estaba boca arriba, atada con las correas, con el rostro vuelto hacia él. Pero la cara estaba demasiado quieta. Ni un gesto de reconocimiento, de alegría… nada. Los ojos no parpadeaban.
¡Muerta! Está…
Lacke se levantó de la butaca y algo se le quebró en la nuca. Se tiró de rodillas delante de la cama, se agarró a las barras de acero y acercó su rostro al de Virginia como si quisiera, con su presencia, obligar al alma a que volviera de las profundidades a la cara de su amiga.
– ¡Ginja! ¿Me oyes?
Nada. Sin embargo podría jurar que sus ojos, de alguna manera, veían en los ojos de él, que no estaban muertos. La buscó a través de ellos; lanzaba ganchos de abordaje desde sí mismo hasta los agujeros que eran las pupilas de Virginia para allí, en la oscuridad, agarrarse si…
Las pupilas. Ése es el aspecto que tienen cuando uno…
Sus pupilas no eran redondas. Las tenía alargadas en sentido vertical, estiradas en punta. Hizo una mueca cuando un hilillo frío de dolor se deshizo en su nuca, se echó la mano y se frotó.
Virginia parpadeó. Abrió los ojos de nuevo. Y estaba allí.
Lacke abrió la boca como un tonto, se siguió frotando la nuca con la mano de forma mecánica.
Un crujido como de madera cuando Virginia le preguntó:
– ¿Te duele?
Lacke retiró la mano de la nuca, como si lo hubieran sorprendido haciendo algo feo.
– No, yo sólo… creía que estabas…
– Estoy atada.
– Sí… peleaste un poco antes. Espera, voy a… -Lacke metió la mano entre dos barras de la cama, empezó a aflojar los cinturones.
– No.
– ¿Qué?
– Déjalo como está.
Lacke vaciló con la correa entre los dedos.
– ¿Vas a pelear más, o qué? Virginia cerró un poco los ojos.
– Déjalo como está.
Lacke soltó el cinturón, no sabía qué hacer con las manos privadas de su tarea. Sin levantarse, girando las rodillas, arrimó, con un nuevo latigazo de dolor en la nuca como consecuencia, la pequeña butaca a la cama y se subió torpemente a ella.
Virginia asintió casi imperceptiblemente.
– ¿Has llamado a Lena?
– No. Puedo…
– Bien.
– ¿No quieres que…?
– No.
Entre los dos se hizo el silencio. Un silencio que es especial de los hospitales y que se deriva de la propia situación -uno en la cama, herido o enfermo, y el otro sano al lado- que en realidad lo explica todo. Las palabras se vuelven pequeñas, superficiales. Sólo se puede decir lo más importante. Se estuvieron mirando un rato. Se dijeron lo que se podían haber dicho, sin palabras. Después Virginia volvió la cabeza, se quedó mirando al techo.
– Tienes que ayudarme.
– Lo que haga falta.
Virginia se humedeció los labios, tomó aliento y soltó el aire con un suspiro tan profundo y tan largo que parecía que expulsara reservas ocultas en su cuerpo. Después deslizó su mirada sobre el cuerpo de Lacke. Escrutando, como si estuviera dando el último adiós al cadáver de un ser querido y quisiera grabar su imagen en la memoria. Se frotó los labios y por fin consiguió pronunciar las palabras.
– Soy vampira.
Las comisuras de los labios de Lacke quisieron dibujar una mueca de burla; la boca, algún comentario que allanara la situación, preferiblemente algo cómico. Pero las comisuras no se movieron y el comentario se esfumó, no llegó nunca hasta los labios. En vez de eso le salió sólo un «no».
Se llevó la mano a la nuca para cambiar de posición, la inmovilidad que convertía todas las palabras en verdades. Virginia habló con calma, contenida.
– Me fui a por Gösta. Para matarlo. Si no hubiera pasado… lo que pasó, lo habría hecho. Y luego… hubiera bebido su sangre. Lo habría hecho. Era mi intención. Con todo. ¿Entiendes?
La mirada de Lacke vagaba por las paredes de la habitación como si buscara un mosquito, la causa del doloroso, silbante sonido que en silencio cosquilleaba en su cerebro haciéndole imposible pensar. Se paró finalmente en los tubos fluorescentes del techo.
– Putos tubos, qué manera de zumbar.
Virginia miró el tubo, y dijo:
– No soporto la luz. No puedo comer nada. Tengo unos pensamientos terribles. Voy a hacer daño a la gente. A ti. No quiero vivir. Por fin algo concreto, algo a lo que se podía contestar.
– No digas eso -dijo Lacke-. ¿Me oyes? No digas eso. ¿Lo oyes?
– No entiendes.
– No, claro que no lo entiendo. Pero tú no te vas a morir, joder. ¿Lo sabes? Ahora estás aquí ingresada, hablas, estás… es normal.
Lacke se levantó de la butaca, dio unos pasos al tuntún extendiendo la mano.
– Es que no puedes… no puedes decir eso.
– Lacke. ¿Lacke?
– Sí.
– Lo sabes. Sabes que es verdad. ¿No es así?
– ¿El qué?
– Lo que te estoy diciendo.
Lacke resopló, sacudió la cabeza mientras se daba palmadas en el cuerpo, en los bolsillos.
– Tengo que fumarme un cigarro. Esto…
Buscó el arrugado paquete, el encendedor. Consiguió sacar el último pitillo, se lo puso en la boca. Después se dio cuenta de dónde estaba. Se guardó el cigarro.
– Joder, me echarán de aquí de cabeza si…
– Abre la ventana.
– Quieres decir que me tire yo solo.
Virginia sonrió. Lacke se acercó a la ventana, la abrió de par en par y sacó el cuerpo todo lo que pudo.
La enfermera con la que había hablado seguro que podía notar el humo a diez kilómetros. Encendió el cigarrillo y dio una calada profunda, esforzándose por echar el humo de manera que no entrara por la ventana, mientras contemplaba las estrellas. Detrás de él, Virginia comenzó a hablar de nuevo:
– Fue ese niño. Me contagió. Y luego… no ha hecho más que crecer. Sé dónde está. En el corazón. En todo el corazón. Como el cáncer. No puedo controlarlo.
Lacke expulsó un poco de humo. Su voz retumbó entre los altos edificios de alrededor.
– No dices más que tonterías. Tú eres… normal.
– Me esfuerzo. Y, además, ahora me han puesto sangre. Pero me puedo debilitar. En cualquier momento me puedo debilitar. Y entonces, él toma el control. Lo sé. Me ha pasado. -Virginia respiró profundamente unas cuantas veces, continuó-: Tú estás ahí. Te veo. Y quiero… morderte.
Lacke no sabía si era la contractura de su nuca u otra cosa lo que se deslizaba por su espalda. Se sintió de pronto desprotegido. Rápidamente apagó el pitillo contra la pared y lanzó la colilla con los dedos dibujando un arco. Se volvió hacia dentro, hacia la habitación.
– Esto es una locura.
– Sí. Pero es así.
Lacke se cruzó de brazos. Con una sonrisa grave preguntó:
– Entonces ¿qué quieres que haga?
– Quiero que… destroces mi corazón.
– ¿Qué dices? ¿Cómo?
– Como quieras.
Lacke alzó los ojos.
– ¿Pero tú te oyes? ¿Cómo suena? Es una locura. ¿Cómo? ¿Voy a… clavarte una estaca, o qué?
– Sí.
– No, no, no. Puedes ir olvidándote de eso, ya lo sabes. Tendrás que buscarte algo mejor.
Lacke se reía meneando la cabeza. Virginia lo miraba mientras iba de un lado a otro de la habitación, todavía con los brazos cruzados. Después ella, sosegada, asintió:
– De acuerdo.
Él se le acercó, tomó su mano. Era ridículo que la tuviera… sujeta. Apenas tenía espacio para cogérsela entre las suyas. La mano de su amiga era cálida, acariciaba la suya. Con la que tenía libre le rozó la mejilla.
– ¿No quieres que te quite estos cinturones?
– No. Puede… venir.
– Te vas a poner bien. Todo esto se va a arreglar. Yo sólo te tengo a ti. ¿Quieres que te cuente un secreto?
Sin soltar la mano de Virginia, se sentó en la butaca y empezó a contárselo. Todo. Los sellos, el león, Noruega, el dinero. La casita que iban a tener. Pintada del tradicional color rojo de Falun. Explayándose en imaginaciones acerca de cómo iba a ser el jardín, qué flores iban a plantar y cómo podrían sacar fuera una mesa pequeña, hacer un cenador en el que se pudieran sentar y…
En algún momento en medio de todo empezaron a caer lágrimas de los ojos de Virginia. Perlas silenciosas y transparentes que le corrieron por las mejillas y mojaron el almohadón. Sin hipidos, sólo lágrimas que caían, ¿joyas de tristeza… o de alegría?
Lacke se calló. Virginia apretó su mano con fuerza.
Después Lacke salió al pasillo, consiguió con una buena dosis de persuasión y una buena dosis de ruegos hacer que el personal pusiera una cama extra en la habitación. Lacke la movió de manera que quedó justo al lado de la de Virginia. Luego apagó la luz, se quitó la ropa y se metió bajo las tiesas sábanas, buscó y encontró la mano de ella.
Estuvieron así, en silencio, mucho tiempo. Luego vinieron las palabras:
– Lacke. Te quiero.
Y Lacke no contestó. Dejó que las palabras flotaran en el aire. Que se inflamaran y crecieran hasta convertirse en una manta grande y roja que planeara sobre la habitación, se posara sobre él y lo mantuviera caliente toda la noche.
4.23, lunes por la mañana, plaza de Islandstorget.
Algunas personas próximas a la calle Björnsonsgatan son despertadas por unos fuertes gritos. Alguien llama a la policía creyendo que es un bebé el que grita. Cuando la policía llega al lugar, diez minutos más tarde, los gritos han dejado de oírse. Registran la zona y encuentran varios gatos muertos. Algunos aparecen con las extremidades separadas del cuerpo. La policía anota el nombre y el número de teléfono de los gatos que llevan collar con la intención de ponerse en contacto con sus dueños. Llaman a los servicios de limpieza del ayuntamiento para que despejen la zona.
Media hora hasta la salida del sol.
Eli está sentado en el sofá del cuarto de estar. Ha permanecido en casa toda la noche, la madrugada. Ha empaquetado lo que se puede empaquetar.
Mañana por la tarde, tan pronto como oscurezca, irá a una cabina, pedirá un taxi. Desconoce a qué número tiene que llamar, pero probablemente eso es algo que todo el mundo sabe. No tiene más que preguntar. Cuando llegue el taxi cargará sus tres cajas en el maletero y le pedirá al taxista que le lleve…
¿Adónde?
Eli cierra los ojos, intenta imaginarse un lugar en el que le gustaría estar.
Como siempre, lo primero que aparece es la imagen de la casita en donde vivía con sus padres, sus hermanos. Pero ha desaparecido. En las afueras de Norrköping, en el lugar donde estaba, hay ahora una rotonda. El arroyo en el que su madre aclaraba la ropa se ha secado, se ha convertido en una hondonada al lado del arcén.
Eli tiene mucho dinero. Podría pedirle al taxista que condujera a cualquier sitio, tan lejos como la oscuridad se lo permitiera. Hacia el norte. Hacia el sur. Sentarse en el asiento de atrás y decirle que condujera hacia el norte por dos mil coronas. Luego bajarse del taxi. Empezar de nuevo. Encontrar a alguien que…
Eli echa la cabeza para atrás, gritando hacia el techo:
– ¡No quiero!
Las polvorientas telarañas se balancean un poco con el aire que expulsa al gritar. El sonido se ahoga en la habitación cerrada. Eli se lleva las manos a la cara, apretando las yemas de los dedos contra los párpados. Siente en el cuerpo la proximidad del amanecer como un desasosiego. Susurra:
– Dios. ¿Dios? ¿Por qué no puedo yo tener nada? ¿Por qué no puedo…?
Lleva años repitiendo la misma pregunta.
¿Por qué no puedo vivir? Porque deberías estar muerto.
Solamente una vez desde que se contagió había encontrado a otra persona portadora. Una mujer mayor. Igual de cínica y de estropeada que el hombre de la peluca. Pero Eli tuvo entonces respuesta a una pregunta que le había tenido preocupado.
– ¿Somos muchos?
La mujer, meneando la cabeza, dijo con fingida tristeza:
– No. Somos muy pocos, muy pocos.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Pues porque la mayoría se suicida, claro. Eso te lo puedes imaginar. Tan duuuro de sobrellevar, huy, huy, huy -agitó las manos y añadió con voz chillona-: Ooooh, yo no puedo tener muertos sobre mi conciencia.
– ¿Podemos morir?
– Pues claro. Basta con prendernos fuego nosotros mismos. O dejar que la gente lo haga; lo hacen encantados, siempre lo han hecho. O… -la mujer alargó su dedo índice, lo presionó con fuerza en el pecho de Eli, por encima del corazón-: Ahí. Es ahí donde está, ¿no es cierto? Pero ahora, querido, se me ha ocurrido una buena idea…
Y Eli había podido huir de aquella buena idea. Como antes. Como después.
Se puso la mano sobre el corazón, sintió sus lentos latidos. Quizá fuera porque era un niño. Quizá por eso no había acabado con todo. Los remordimientos de conciencia, menores que las ganas de vivir.
Eli se levantó del sofá. Håkan no vendría aquella noche. Pero antes de acostarse tenía que ir a ver a Tommy. Ver que se había recuperado. Que no se había contagiado. Por Oskar, quería ir a comprobar si Tommy se encontraba bien.
Apagó todas las luces y salió de casa.
Abajo, en el portal de Tommy, no tuvo más que empujar la puerta del sótano; hacía tiempo, cuando estuvo allí abajo con Oskar, había metido una pelotilla de papel en la cerradura para que el pestillo no se bloqueara al cerrar la puerta. Entró en el pasillo del sótano y la puerta se abatió tras él con un golpe sordo.
Se paró, escuchó. Nada.
No se oía la respiración de alguien dormido; sólo ese persistente olor a disolvente, pegamento. Recorrió el pasillo con paso rápido hasta llegar al trastero, abrió la puerta.
Vacío.
Veinte minutos hasta el amanecer.
Tommy había pasado la noche en una modorra de sueños, despertares, pesadillas. No sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando empezó a despertarse de verdad. La luz de la bombilla pelada del sótano era siempre la misma. Podía ser el amanecer, por la mañana temprano, de día. A lo mejor había empezado ya la escuela. Le daba igual.
La boca le sabía a pegamento. Recién despertado miró a su alrededor. Encima de su pecho había dos billetes. De mil. Dobló el brazo para cogerlos, sintió que le tiraba. Tenía una tirita grande pegada en el pliegue del codo, en el centro de la tirita había una mancha pequeña de sangre que la había traspasado.
Era… algo más…
Se dio la vuelta en el sofá, buscó a lo largo debajo de los cojines y encontró el rollo que había perdido durante la noche. Otras tres mil. Extendió los billetes, los juntó con los del pecho, sopesó cuánto era, los frotó. Cinco mil. Todo lo que podía desear
Se miró la tirita, se rio. Joder qué bien pagado, sólo por tumbarse y cerrar los ojos.
Joder qué bien pagado, sólo por tumbarse y cerrar los ojos. ¿Cómo era eso? Lo había dicho alguien, alguien…
Sí, eso era. La hermana de Tobbe, ¿cómo se llamaba…?, ¿Ingela? Iba de puta, le había dicho Tobbe. Que le pagaban quinientas coronas por eso, y el comentario de Tobbe fue:
– Joder qué bien pagado, sólo por…
Sólo por tumbarse y cerrar los ojos.
Tommy apretó los billetes que tenía en la mano, los aplastó hasta hacer con ellos una bola. Ella había pagado por, y había bebido de, su sangre. Una enfermedad, había dicho. ¿Pero qué puta enfermedad era ésa? Nunca había oído hablar de algo semejante. Y si uno tenía una cosa así, entonces uno se iba al hospital, allí le darían… Pero, joder, no se bajaba uno al sótano con cinco mil y…
Schvittt.
¿No?
Tommy se sentó en el sofá, se desprendió del edredón.
Eso no existe. No, no. Vampiros. La chica, la del vestido amarillo tiene de alguna manera que creer que ella es… pero espera, espera. Estaba lo de ese asesino ritual que… ése al que andan buscando…
Tommy apoyó la cabeza en las manos; los billetes crujieron contra su oreja. No acababa de entenderlo. Pero de todos modos le dio un miedo terrible aquella chica.
Justo cuando había empezado a sopesar la idea de subir al piso a pesar de todo, aunque fuera todavía de noche, de soportar lo que se le iba a venir encima, oyó cómo se abría la puerta arriba, en su portal. El corazón le latía como el de un pájaro asustado y lanzó una mirada a su alrededor.
Un arma.
Lo único que había era el cepillo de barrer. La boca de Tommy dibujó una mueca que duró un segundo.
El cepillo de barrer, una buena arma contra los vampiros.
Luego se acordó, se levantó y salió del trastero mientras se guardaba el dinero en el bolsillo del pantalón. Cruzó el pasillo de una zancada y se deslizó dentro del refugio al mismo tiempo que se abría la puerta del sótano. No se atrevió a cerrar por miedo a que ella lo oyera.
Se acurrucó en la oscuridad, intentando hacer el menor ruido posible al respirar.
La cuchilla relucía en el suelo. En una de las esquinas tenía una mancha de color marrón, como de óxido. Eli cortó un trozo de la portada de un periódico, envolvió la cuchilla en el papel y se la guardó en el bolsillo.
Tommy había desaparecido, lo cual significaba que estaba vivo. Había salido de allí por su propio pie, se habría ido a casa a dormir y, aunque pudiera relacionar los hechos, no sabía dónde vivía Eli, así que…
Todo está como debe estar. Todo está… estupendamente. El cepillo de madera estaba apoyado contra la pared, con su palo largo.
Eli lo cogió, partió el palo contra la rodilla, por abajo, casi a la altura del cepillo. Quedó una superficie irregular, en punta. Una estaca delgada del largo de un brazo. Se puso la punta contra el pecho, entre dos costillas. Exactamente en el punto donde la mujer había clavado su dedo índice.
Respiró profundamente, agarró el palo y trató de pensar.
¡Dentro! ¡Dentro!
Expulsó el aire, aflojó la presión. Lo volvió a apretar. Con fuerza.
Llevaba dos minutos con la punta a un centímetro del corazón, apretando fuertemente el palo con la mano, cuando se oyó el cerrojo de la puerta del sótano y ésta deslizándose.
Eli se quitó la estaca de madera del pecho, escuchó. Pasos lentos, inseguros, en el pasillo, como de un niño que acabara de aprender a andar. De un niño grande que acabara de aprender a andar.
Tommy oyó los pasos y pensó: ¿Quién?
Ni Staffan, ni Lasse, ni Robban. Alguien que parecía enfermo, alguien que arrastraba algo muy pesado… ¡Papá Noel! Se llevó la mano a la boca para ahogar una risita cuando se imaginó a Papá Noel, en la versión de Disney…
¡Hohoho! Say «mamá»!
… llegar dando tumbos por el pasillo del sótano con su enorme saco a la espalda.
Sus labios temblaron bajo la palma de la mano y apretó los dientes para evitar que entrechocaran unos con otros. Todavía en cuclillas se alejó de la puerta paso a paso. Sintió el ángulo del rincón contra su espalda al mismo tiempo que el haz de luz que entraba por la abertura de la puerta se oscurecía.
Papá Noel estaba parado entre la lámpara y el refugio. Tommy se tapó la boca con las dos manos para no gritar, temiendo que la puerta se abriera.
No había escapatoria.
A través de las rendijas de la puerta se dibujaba el cuerpo de Håkan con líneas entrecortadas. Eli alargó el palo todo lo que pudo, empujó la puerta con él. Se abrió un decímetro, luego se interpuso el cuerpo que había fuera.
Una mano agarró el borde de la puerta, tirando de ella hacia arriba con tanta fuerza que ésta chocó contra la pared, se salió de un gozne. La puerta se descolgó y rebotó colgando torcida, golpeando el hombro al cuerpo que ahora llenaba el hueco de la puerta.
¿Qué quieres de mí?
Todavía se podían distinguir manchas de color azul claro en la bata que le cubría el cuerpo hasta las rodillas. El resto era un mapa sucio de tierra, barro y manchas que la nariz de Eli pudo identificar como sangre de animales, sangre humana. La bata estaba rota por varios sitios; en las aberturas se vislumbraba una piel blanca, marcada con rasguños que no curarían nunca.
La cara no había cambiado. Una masa mal trabajada de carne desnuda con un único ojo rojo estampado allí como de broma, una guinda pasada para coronar un pastel podrido. Pero ahora tenía la boca abierta.
Un agujero negro en la mitad inferior de la cara. No había labios que pudieran ocultar los dientes, que estaban al descubierto; una irregular corona blanca que hacía la oscuridad aún más oscura. El agujero se ensanchó, se redujo como si masticara algo y de él salió:
– Eeeiiiij.
No se podía distinguir si el sonido quería decir «hej» o «Eli», puesto que pronunciaba la jota o la ele sin ayuda de los labios o de la lengua. Eli dirigió el palo hacia el corazón de Håkan, diciendo:
– Hola.
¿Qué quieres?
La no-muerte. Eli no sabía nada de ella. No sabía si el ser que tenía delante estaba dominado por las mismas limitaciones que él mismo. Si sería suficiente con destrozarle el corazón. Sin embargo, el hecho de que Håkan estuviera parado ante el hueco de la puerta parecía indicar una cosa: que necesitaba una invitación.
La pupila de Håkan se movía de arriba abajo, sobre el cuerpo de Eli que se sentía desprotegido con el ligero vestido amarillo. Habría deseado que tuviera más tela, que hubiera más obstáculos entre su propio cuerpo y el de Håkan. Tanteando, acercó el palo al pecho de éste.
¿Podrá sentir algo? ¿Podrá ya siquiera… sentir miedo? Eli revivió una sensación casi olvidada: el miedo al dolor. Todo se curaba, pero de Håkan emanaba una amenaza de tal magnitud que… -¿Qué quieres?
Se oyó un sonido gutural hueco cuando aquel ser expulsó aire y una gota de líquido viscoso de color amarillento salió del doble orificio donde había estado la nariz. ¿Un suspiro? Luego un susurro roto: «Aaaajjj»… y uno de los brazos dio una sacudida rápida, espasmódica,
movimientos de bebé.
Se agarró con torpeza la bata por la parte de abajo, casi por el dobladillo, y se la subió.
El pene de Håkan emergía tieso del cuerpo, llamando la atención, y Eli observó su rígida hinchazón surcada por una red de venas y…
Cómo puede… tiene que haberlo tenido todo el tiempo.
– Aaaajjj…
Sacudidas violentas de la mano de Håkan cuando se movía el prepucio arriba y abajo, arriba y abajo y el glande aparecía y desaparecía, aparecía y desaparecía, como el muñeco de la caja, mientras profería un sonido de placer o algo parecido.
– Aaaaeee…
Y Eli rio aliviado.
Todo esto. Para hacerse una paja.
Permanecería allí, incapaz de moverse del sitio hasta que… hasta que…
¿Podría correrse? Iba a permanecer allí una… una eternidad.
Eli vio ante sí la imagen de una de esas muñecas obscenas a las que se daba cuerda con una llave; el monje al que se le levantaba el hábito y empezaba a masturbarse mientras durara la cuerda.
Clik clik, clik clik…
Eli se reía, estaba tan distraído con la demencial imagen que no notó cuando entró Håkan en el cuarto, sin que nadie lo invitara. No notó nada hasta que el puño, que hacía un momento estaba apretado alrededor de un placer imposible, se alzó sobre su cabeza.
En un espasmo rápido como el rayo golpeó con el brazo hacia abajo y el puño cayó sobre la oreja de Eli con una fuerza que habría bastado para matar a un caballo. El golpe cayó oblicuo y la oreja de Eli se dobló hacia dentro con tanta fuerza que se le rasgó la piel y media oreja se le despegó de la cabeza cayendo súbitamente al suelo dando contra el cemento con un golpe sordo.
Cuando Tommy comprendió que lo que avanzaba por el pasillo no se dirigía al refugio, se aventuró a quitarse las manos de la boca. Estaba sentado pegado al rincón, e intentó escuchar.
La voz de la chica.
Hola. Qué quieres.
Luego la risa. Y, además, esa otra voz. No sonaba siquiera como si viniera de una persona. Después, golpes amortiguados, ruido de cuerpos que se movían.
Ahora se estaba produciendo algún tipo de… movimiento allí dentro. Algo fue arrastrado por el suelo y Tommy no pensó en tratar de averiguar qué era. Pero aprovechó aquel ruido para acallar el que pudiera hacer al levantarse, ir a tientas a lo largo de la pared y buscar el montón de cajas de cartón.
El corazón le palpitaba como un tambor de juguete y las manos le temblaban. No se atrevió a encender el mechero, y para concentrarse mejor cerró los ojos buscando con la mano encima de la pila de cajas.
Los dedos se cerraron alrededor de lo que encontró: el trofeo de tiro con pistola de Staffan. Con cuidado, lo levantó del sitio donde estaba, lo sopesó en la mano. Si lo agarraba por el pecho de la figura, el pedestal de piedra funcionaría como un mazo. Abrió los ojos y se dio cuenta de que podía distinguir vagamente la silueta del tirador de plata.
Amigo. Querido amigo.
Con el trofeo apretado contra su pecho se agachó otra vez en la esquina, esperando a que todo aquello terminara.
Eli era manipulado.
Mientras nadaba hacia la superficie desde la oscuridad en la que se había hundido, sintió cómo su cuerpo, a distancia, en otra parte del mar… era manipulado.
Una presión fuerte en la espalda, las piernas apretadas hacia arriba, hacia atrás, y aros de hierro alrededor de los tobillos. Los tobillos con sus aros de hierrouno a cada lado de la cabeza y la columna vertebral tan forzada, tan estirada que estaba a punto de romperse.
Me rompo.
La cabeza era un contenedor de dolor vivo cuando su cuerpo fue doblado en dos violentamente, empaquetado como un fardo de tela, y Eli creyó que aún se hallaba en una alucinación de dolor porque, cuando sus ojos empezaron a ver, sólo vieron amarillo. Y detrás del amarillo, una gran sombra agitada.
Después llegó el frío. Sobre la fina piel de sus nalgas se restregaba una bola de hielo. Alguien intentaba, primero tanteando, finalmente empujando, penetrarlo.
Eli resopló; la tela del vestido que le había tapado la cara se levantó, y pudo ver.
Håkan estaba encima de él. Su único ojo miraba fijamente hacia abajo, hacia las nalgas abiertas de Eli. Tenía las manos alrededor de sus tobillos. Las piernas habían sido brutalmente dobladas hacia atrás de manera que las rodillas quedaban apretadas contra el suelo a ambos lados de los hombros de Eli, y cuando Håkan presionó aún más Eli oyó cómo los ligamentos de la parte interior de la nalga se le rompían, igual que la cuerda de una guitarra demasiado tensa.
– ¡Nooo!
Eli aulló en la cara deforme de Håkan, en la que no se podía percibir ningún sentimiento. Un reguero de baba viscosa que salía de su boca se alargó y cayó en los labios de Eli, y el sabor a cadáver le llenó la boca. A Eli se le despegaron los brazos del cuerpo, sin vida como los de una muñeca de trapo.
Algo debajo de los dedos. Redondo. Duro.
Intentó pensar, se esforzó para crear una campana neumática de luz dentro de la negra, absorbente locura. Y se vio dentro de la campana. Con una estaca en la mano.
Sí.
Eli agarró el palo del cepillo y cerró los dedos alrededor de la pobre tabla de salvación mientras Håkan seguía tanteando, empujando, intentando penetrarlo.
La punta. La punta tiene que estar del lado correcto.
Giró la cabeza hacia el palo y vio que la punta estaba en la dirección del golpe.
Una posibilidad.
La cabeza de Eli se quedó en silencio cuando visualizó lo que tenía que hacer. Después lo hizo. En un movimiento levantó el palo del suelo y lo lanzó con todas sus fuerzas hacia arriba, hacia la cara de Håkan.
El antebrazo rozó su muslo y el palo dibujó una línea recta que… se detuvo a unos centímetros de la cara de Håkan cuando Eli, a causa de la postura de su cuerpo, no pudo llevar su brazo más lejos.
Había fallado.
Durante un segundo, Eli alcanzó a contemplar la idea de que quizá tuviera la capacidad de ordenar a su propio cuerpo morir. Si cerraba todas las…
Después Håkan dio un empujón, apretando al mismo tiempo la cabeza hacia abajo. Con un sonido suave como el de una cuchara de madera entrando en la papilla, la punta de la estaca se le clavó en el ojo.
Håkan no gritó. Quizá ni siquiera lo notó. Quizá fue sólo el desconcierto de que ya no podía ver lo que le hizo aflojar las manos alrededor de los tobillos de Eli. Sin notar el dolor de sus piernas destrozadas por dentro, Eli se soltó los pies y dio una patada con ellos hacia delante, contra el pecho de Håkan.
Un sonido de golpe húmedo cuando la planta del pie dio contra la piel y Håkan cayó hacia atrás. Eli bajó las piernas y con una ola de dolor frío en la espalda se puso de rodillas: Håkan no había caído, sólo se había doblado hacia atrás, y, como una muñeca electrónica de la casa de los fantasmas, se enderezaba de nuevo.
Estaban de rodillas el uno frente al otro.
El palo que Håkan tenía en el ojo se movía con pequeñas sacudidas hacia abajo, hacia abajo, con la precisión de un segundero, y luego cayó, tamborileó un poco en el suelo y se paró. Un líquido transparente empezó a manar del orificio en el que había estado, un mar de lágrimas.
Ninguno de los dos se movió.
El líquido del ojo de Håkan goteaba en sus piernas desnudas.
Eli concentró en su brazo derecho toda la fuerza que le quedaba. Cerró el puño. Cuando el hombro de Håkan se movió y el cuerpo hizo un intento de echarse sobre Eli otra vez, seguir donde lo había dejado, Eli golpeó con su mano derecha la parte izquierda del pecho de Håkan.
Se le rompieron las costillas y la piel se estiró por un instante; cedió, después reventó.
La cabeza de Håkan se inclinó hacia abajo para ver lo que no podía ver mientras Eli buscaba a tientas dentro del pecho del hombre y encontró el corazón. Una masa fría, blanda. Inmóvil.
No tiene vida. Pero claro que tiene que…
Eli apretó el corazón hasta destrozarlo. Éste cedió sin oponer resistencia, dejándose aplastar como una medusa muerta.
La reacción de Håkan no fue mayor que si una mosca pesada se le hubiera posado en la piel; se llevó la mano para apartar lo que le molestaba y, antes de que consiguiera coger la muñeca de Eli, éste sacó la mano con jirones del corazón derramándosele del puño.
Tengo que largarme de aquí.
Eli quería levantarse, pero las piernas no le obedecían.
Håkan, ciego, buscaba a tientas con las manos, le buscaba a él. Eli se tumbó boca abajo y empezó a salir reptando del cuarto, con las piernas rozando contra el cemento. Håkan volvió la cabeza siguiendo el sonido, alargó los brazos y agarró el vestido, consiguió romper una de las mangas antes de que Eli alcanzara el hueco de la puerta y se pusiera de nuevo de rodillas.
Håkan se levantó.
Eli dispuso de unos segundos de prórroga antes de que Håkan encontrara el hueco de la puerta. Intentó ordenar a sus tendones rotos que se curaran lo suficiente como para poder sostenerse en pie, pero cuando Håkan alcanzó la salida los tendones no le permitieron más que levantarse apoyándose en la pared.
Las astillas de las bastas maderas se le clavaban en las yemas de los dedos al apoyarse en ellas para no caer. Y ahora lo sabía. Que sin corazón, ciego, Håkan lo perseguiría hasta… hasta…
Tengo que… destruirlo… tengo que… destruirlo.
Una línea negra.
Una línea vertical, negra, delante de los ojos. No había estado allí antes. Eli sabía lo que tenía que hacer.
– ¡Ahhh!…
La mano de Håkan alrededor de uno de los marcos de la puerta y luego el cuerpo que salía tambaleándose del local del sótano, tanteando con las manos por delante. Eli apretó la espalda contra la pared, esperando el momento.
Håkan salió, un par de pasos indecisos, se detuvo después justo enfrente de Eli. Escuchando, olisqueando.
Eli se inclinó hasta que sus manos estuvieron a la misma altura que uno de los hombros de Håkan. Luego tomó impulso apoyándose contra la pared y se arrojó hacia delante haciendo todo lo posible para que Håkan perdiera el equilibrio.
Lo consiguió.
Håkan dio un pequeño paso hacia un lado y cayó contra la puerta del refugio. La rendija que Eli había visto como una línea negra se ensanchó mientras la puerta se abría hacia dentro y Håkan rodaba buscando apoyo con las manos dentro de aquella oscuridad. Al mismo tiempo, Eli se cayó boca abajo en el pasillo, consiguiendo frenar antes de que su cara chocara contra el suelo; después se arrastró hacia la puerta y agarró el volante inferior del cierre.
Håkan estaba tendido en el suelo cuando Eli empujó la puerta y giró los volantes, cerrando. Luego se arrastró hasta el local del sótano, buscó el palo y lo trabó entre las ruedas para que no se pudiera abrir desde dentro.
Eli siguió concentrando todas sus energías en curarse y comenzó con bastante dificultad a tratar de salir del sótano. Un reguero de la sangre que salía de su oreja le seguía desde el refugio. Cuando alcanzó la puerta se encontraba ya tan restablecido que pudo levantarse. Enderezó el cuerpo y, con las piernas temblorosas, subió las escaleras.
Descansar, Descansar, Descansar.
Empujó la puerta y se encontró a la luz del farol del portal. Estaba destrozado, humillado y la salida del sol amenazaba en el horizonte.
Descansar, Descansar, Descansar.
Pero tenía que… exterminarlo. Y había solamente una manera de que aquello funcionara: Fuego. Tambaleándose, salió del patio hasta el único lugar donde sabía que él no podía encontrarle.
7.34, lunes por la mañana, Blackeberg.
Salta la alarma del supermercado ICA en la calle Arvid Mörnes. La policía llega once minutos más tarde y se encuentra el cristal del escaparate roto. El dueño de la tienda, que vive al lado, se halla presente. Manifiesta que, desde su ventana, ha visto abandonar el lugar corriendo a una persona muy joven, morena. Se inspecciona la tienda sin que al parecer falte nada.
7.36, amanece.
Las persianas del hospital eran mucho mejores, cerraban mejor que las suyas. Sólo por un sitio estaban las lamas un poco estropeadas y dejaban filtrar un hilo de la luz de la mañana que dibujaba un ángulo de color gris sucio en el techo oscuro.
Virginia estaba tendida, rígida, en la cama mirando la línea gris que oscilaba cada vez que un golpe de viento hacía vibrar la ventana. Luz tenue, reflejada. No más que una leve irritación, un grano de arena en el ojo.
Lacke sorbía mocos y roncaba en la cama de al lado. Habían permanecido despiertos mucho tiempo, hablando. Recuerdos, más que nada. Hacia las cuatro de la mañana Lacke se había quedado finalmente dormido, todavía con la mano de ella en la suya.
Había tenido que liberar su mano de la de Lacke una hora más tarde, cuando entró una enfermera para controlar la presión de la sangre; le pareció que todo estaba bien y los dejó, echando una mirada de reojo bastante tierna a Lacke. Virginia había oído cómo había insistido Lacke para poder quedarse, la razón que había dado. De ahí, probablemente, la tierna mirada.
Virginia estaba ahora con las manos cruzadas sobre el pecho, luchando contra el impulso de su cuerpo de… cerrarse. Dormir no era siquiera la palabra apropiada. Tan pronto como dejaba de concentrarse conscientemente en la respiración, ésta se paraba. Necesitaba estar despierta.
Esperaba que entrara una enfermera antes de que Lacke se despertara. Sí. Lo mejor sería que él pudiera dormir hasta que todo hubiera pasado.
Pero eso sería esperar demasiado.
El sol alcanzó a Eli a la entrada del patio, una tenaza al rojo que agarró su oreja lacerada. De forma instintiva se echó hacia atrás para permanecer dentro de la sombra del arco, abrazando las tres botellas de alcohol de quemar contra el pecho, como para protegerlas también a ellas del sol.
Diez pasos más allá estaba su portal. A veinte, el de Oskar, y a treinta, el de Tommy.
Imposible.
No. Si hubiera estado fuerte y sano posiblemente se hubiera atrevido a intentar entrar por el portal de Oskar atravesando el chorro de luz que aumentaba su potencia a cada segundo que esperaba. Pero por el de Tommy no. Y menos ahora.
Diez pasos. Después estaré en el portal. La ventana grande de la escalera. Y si tropiezo… Si el sol…
Eli echó a correr.
El sol se lanzó sobre él como un león hambriento, mordiéndole la espalda. A punto estuvo de perder el equilibrio empujado por la fuerza física, ensordecedora del sol. La naturaleza escupía su aversión hacia su transgresión. No exponerse a la luz del sol ni siquiera por un instante
Quemaba. La espalda de Eli borboteaba como el aceite caliente cuando alcanzó el portal y abrió. El dolor casi le hizo desmayarse y subió las escaleras a ciegas, como drogado; no se atrevía a abrir los ojos por miedo a que se le derritieran.
Se le cayó una de las botellas, la oyó rodar por el suelo. Nada que hacer. Con la cabeza agachada, una mano abrazando las dos que quedaban, la otra en el pasamanos, subió las escaleras cojeando. Llegó al rellano. Quedaba un tramo.
A través de la ventana el sol le dio un último zarpazo en la nuca; trató de morderlo, lo mordió después en las piernas, las pantorrillas, los talones mientras subía los peldaños. Estaba ardiendo. Lo único que faltaba eran las llamas. Consiguió abrir su puerta, cayó en la agradable, fresca oscuridad que había dentro. Cerró de golpe. Pero no estaba del todo oscuro.
La puerta de la cocina estaba abierta y allí no había mantas en la ventana. Esta luz era, a pesar de todo, más débil y más gris que aquella otra a la que acababa de exponerse y, sin dudarlo, tiró las botellas al suelo y siguió. La luz le arañaba la espalda de una forma relativamente cariñosa mientras se arrastraba a lo largo del pasillo hacia el cuarto de baño y el hedor a carne quemada le llenaba la nariz.
Nunca volveré a estar entero.
Estiró el brazo, abrió la puerta del cuarto de baño y se deslizó dentro de la compacta oscuridad. Apartó unos bidones de plástico, cerró y echó el pestillo.
Antes de meterse en la bañera alcanzó a pensar:
No he cerrado la puerta de fuera.
Pero era demasiado tarde. El sueño lo desconectó en el mismo instante en que se sumergió en la húmeda oscuridad. De todos modos, no habría tenido fuerzas.
Tommy estaba sentado sin moverse, apretado contra el rincón. Contuvo la respiración hasta que empezaron a zumbarle los oídos y una lluvia de estrellas cruzó la noche ante sus ojos. Cuando oyó la puerta del sótano golpear de nuevo se atrevió a soltar el aire en un jadeo prolongado que rebotó a lo largo de las paredes de hormigón, como un eco.
Todo estaba en silencio. La oscuridad era tan grande que tenía masa, peso.
Se llevó una mano a la cara. Nada. Ninguna diferencia. Se frotó la cara como para asegurarse de que realmente existía. Sí. Bajo los dedos sintió su nariz, sus labios. Irreales. Aparecían bajo sus dedos, desaparecían.
La pequeña figura que tenía en la otra mano parecía más viva, más real que él mismo. La abrazó, era su compañero.
Tommy había estado sentado con la cabeza apoyada en las rodillas, con los ojos cerrados y las manos apretadas contra los oídos para no enterarse, para no tener que oír lo que ocurría en el local del sótano. Le había parecido que la chiquilla había sido asesinada. Pero no pudo, no se atrevió a hacer nada y por eso había tratado de negar toda la situación desapareciendo él mismo.
Había estado con su padre. En el campo de fútbol, en la playa, en la piscina de Kaanan. Finalmente se había detenido en el recuerdo de aquella vez en el campo de Råcksta cuando ambos probaron a volar un avión con mando a distancia que alguien del trabajo le había dejado a su padre.
Su madre los había acompañado un rato, pero al final le pareció que era muy aburrido estar mirando cómo el avión hacía sus acrobacias en el aire y se fue a casa. Su padre y él siguieron hasta que se hizo de noche y el avión no era más que una silueta contra el cielo rosa del atardecer. Después se marcharon a casa a través del bosque cogidos de la mano.
Absorto en el recuerdo de aquel día, Tommy había permanecido distraído de los gritos, de la locura que tenía lugar a unos metros de él. Todo lo que existía era el zumbido irritado del avión, el calor de la enorme mano de su padre sobre su espalda mientras él manejaba nervioso el aparato en amplios círculos sobre el campo, el cementerio.
Por aquel entonces Tommy no había entrado nunca allí; se había imaginado personas que vagaban al azar entre las tumbas, llorando lágrimas brillantes como las de los tebeos que caían salpicando las piedras. Pero eso era antes. Después su padre había muerto y Tommy tuvo que enterarse de que la tristeza de un camposanto rara vez, muy rara vez es así.
Las manos aún más apretadas contra los oídos y fuera de aquellos pensamientos. Piensa en el camino a través del bosque, piensa en el olor de la gasolina especial del avión, en su botellita, piensa…
Sólo cuando a través de la protección oyó el pestillo de una cerradura se quitó las manos y miró. Inútilmente, porque el cuarto del refugio estaba más oscuro que el espacio que había detrás de sus párpados. Empezó a contener la respiración mientras el otro pestillo sonó en su sitio, continuó mientras lo-que-fuera estaba todavía en el sótano.
Después, el golpe lejano de la puerta del sótano; las paredes retumbaron y aquí estaba él ahora. Con vida.
No me agarró.
No sabía con exactitud qué había sido «eso», pero fuera lo que fuese no le había descubierto.
Tommy abandonó su postura. Un hormigueo le recorrió los músculos dormidos de las piernas cuando intentó avanzar hacia la puerta tanteando la pared. Tenía las manos sudorosas por el miedo y la presión contra los oídos, la estatua a punto estuvo de resbalársele.
Con su mano libre encontró un volante de la cerradura y empezó a darle la vuelta.
Se movió un decímetro, pero luego se paró.
Qué es esto…
Apretó con más fuerza, pero el volante se negó a moverse más allá. Soltó la estatuilla para poder tirar con las dos manos y cayó al suelo con un
ruido sordo.
Tommy se paró.
Qué raro ha sonado. Como si hubiera algo… blando.
Se agachó al lado de la puerta, intentó mover el volante de abajo. Pasó lo mismo. Unos diez centímetros y luego stop. Se sentó en el suelo. Trató de pensar de una manera práctica.
Joder, se va a quedar uno aquí sentado.
Más o menos, algo así.
De todos modos apareció furtivamente aquel miedo que había sentido unos meses después de la muerte de su padre. Hacía mucho tiempo que esa sensación le había abandonado, pero ahora, encerrado en aquella boca de lobo, empezaba de nuevo. El amor a su padre que, a través de la muerte, se había convertido en miedo de él. De su cuerpo.
Empezó a formársele un nudo en la garganta, los dedos se le pusieron rígidos.
Ahora piensa. ¡Piensa!
Había velas en una balda en el almacén, al otro lado. El problema era llegar hasta allí en la oscuridad.
¡Idiota!
Se dio un golpe en la frente tan fuerte que restalló, se rió. ¡Pero si tenía un mechero! Y además: ¿de qué cojones le habría servido buscar las velas si no hubiera tenido nada con qué encenderlas?
Como aquel viejo con mil botes de conservas y ningún abrelatas. Muerto de hambre en medio de la comida.
Mientras buscaba el encendedor en el bolsillo pensó que su situación no era tan desesperada. Antes o después vendría alguien al sótano, su madre, al menos, y si tenía luz, pues ya estaba.
Sacó el mechero, lo encendió.
Sus ojos acostumbrados a la oscuridad quedaron cegados por la llama, pero cuando se recuperaron vio que no estaba solo. Tendido en el suelo, justo al lado de su pie estaba…
… papá…
No se le ocurrió pensar en que su padre había sido incinerado cuando a la luz de la oscilante llama vio la cara del cadáver y ésta respondía totalmente a sus expectativas sobre el aspecto que debe tener uno cuando se ha pasado varios años bajo tierra.
… papá…
Lanzo un chillido justo enfrente de la llama del encendedor y éste se apagó, pero un instante antes tuvo tiempo de ver cómo la cabeza de su padre daba una sacudida y…
… está vivo…
El contenido de sus tripas se vació en los pantalones con una explosión húmeda que le calentó el culo. Luego se le doblaron las piernas, el esqueleto se le descompuso y se desplomó perdiendo el mechero, que rodó por el suelo. Su mano cayó justamente sobre los pies helados del cadáver. Las uñas afiladas le arañaron la palma de la mano y mientras seguía gritando
¡Pero papá! ¿No te has cortado las uñas de los pies?
empezó a tocar, a acariciar el pie frío como si fuera un cachorro que necesitara consuelo. Siguió hacia arriba pasándole la mano por la espinilla, la pierna, sintiendo cómo los músculos tensos debajo de la piel se movían mientras él gritaba convulsionado, berreando como un corzo.
Las puntas de sus dedos tocaron metal. La escultura. Estaba recostada entre las piernas del cadáver. Agarró la figura por el pecho, dejó de gritar y volvió por un instante a lo concreto.
El mazo.
En silencio tras los gritos oyó el sonido pegajoso de algo que caía mientras el cadáver levantaba la parte superior del cuerpo, y cuando un miembro frío le rozó el dorso de la mano, la retiró y apretó la estatua.
No es papá.
No. Tommy se deslizó hacia atrás, lejos del cadáver con la deposición embadurnándole las nalgas, y le pareció por un momento ver en la oscuridad; en ese instante su sentido del oído se transformó en sentido de la vista y vio al cadáver levantándose en medio de la negrura, una silueta amarillenta, una constelación.
Mientras que él, con ayuda de los pies, se arrastraba hacia atrás, hacia la pared, el cuerpo de al lado profirió un breve sonido:
– … aaa…
Y Tommy vio
un elefante pequeño, un elefantito dibujado, y aquí viene (tuuuut) el elefante GRANDE, y entonces… ¡arriba!… con la trompa y suena «A», luego viene Magnus, Brasse y Eva y cantan «¡Allí! ¡Es aquí! Donde uno no…».
No, ¿cómo es…?
El cadáver tenía que haber tropezado con la pila de cajas porque se oyeron ruidos sordos, estrépito de radiocasetes que caían al suelo mientras Tommy se empotraba contra la pared, golpeándose la parte posterior de la cabeza de tal manera que el cerebro se le llenó de un zumbido blanco. A través del zumbido oyó el ruido de unos pies descalzos y entumecidos que se movían por el suelo, buscando.
Aquí. Es allí. Donde uno no está. No. Que sí.
Eso precisamente. Él no estaba aquí. No se veía a sí mismo, no veía a quien emitía los sonidos. Así que no eran más que sonidos. No era más que algo que él escuchaba sentado mientras miraba fijamente la tela negra de los altavoces. Esto era algo que no existía.
Aquí. Es allí. Donde uno no está.
A punto estuvo de cantarlo en voz alta, pero un resto lúcido de su consciencia le advirtió de que no debía hacerlo. El zumbido blanco empezó a desvanecerse, dejando tras de sí un espacio vacío en el que, con gran esfuerzo, empezó a situar los pensamientos.
La cara. La cara.
No quería pensar en la cara, no quería pensar en…
Algo de la cara que se había agitado a la luz del encendedor.
El cuerpo se aproximaba. No sólo oía los pasos cada vez más cerca como un rozón contra el suelo. No, podía sentir su presencia como una sombra más oscura que la oscuridad.
Se mordió el labio inferior hasta que notó el sabor de la sangre en la boca, cerró los ojos. Vio sus dos ojos desaparecer de la imagen como dos…
Ojos.
No tiene ojos.
Un soplo débil sobre su cara cuando una mano agitó el aire. Ciego. Está ciego.
No estaba seguro, pero la masa que había encima de los hombros de aquel ser no tenía ojos.
Cuando la mano volvió a volar, Tommy sintió en la mejilla la caricia del aire desplazado una décima de segundo antes de que le alcanzara, y tuvo tiempo de girar la cabeza de forma que la mano sólo le rozó el pelo. Completó el movimiento y se tiró al suelo de bruces, empezó a reptar moviendo las manos por delante del cuerpo, nadando en seco.
El encendedor, el encendedor…
Algo se le clavó en la mejilla. Sintió una nausea en el estómago cuando comprendió que se trataba de la uña del pie de aquel ser, pero rápidamente se echó a rodar para no encontrarse en el mismo lugar cuando llegaran las manos a buscarlo.
Aquí. Es allí. Donde yo no…
Se le escapó un bufido. Trató de evitarlo, pero no pudo. La saliva le salía a chorros por la boca y de su garganta destrozada llegaron hipidos de risa y de llanto, sollozos, mientras las manos, dos radares, seguían barriendo el suelo en busca de la única ventaja que él quizá, quizá tenía sobre la oscuridad que lo quería atrapar.
Dios, ayúdame. Deja que la luz de tu rostro… Dios… perdón por lo de la iglesia, perdón por… todo. Dios. Yo voy a creer siempre en ti, lo que tú quieras si… me permites encontrar el encendedor… sé mi amigo, por favor Dios.
Algo sucedió.
En el mismo instante en que Tommy sintió la mano de aquel ser tanteando su pie, la estancia se bañó durante una fracción de segundo de una luz azulada, como iluminada por el flash de una cámara, y Tommy vio realmente, durante esa fracción de segundo, las cajas volcadas, la vasta estructura de las paredes, el paso hacia el almacén.
Y el encendedor.
Estaba sólo a unos metros de su mano derecha, y cuando la oscuridad se cernió de nuevo a su alrededor tenía la posición del mechero grabada en la retina. Liberó el pie de la mano de aquel ser, estiró la mano y cogió el encendedor, lo agarró bien, se puso en pie de un salto.
Sin pararse a pensar si no sería demasiado pedir, empezó a recitar, para sus adentros, una nueva petición:
Haz que sea ciego, Dios. Haz que sea ciego, Dios. Haz que…
Encendió el mechero. Un fogonazo, parecido al que acababa de experimentar; luego, la llama amarilla con su centro azul.
El ser estaba quieto, volvió la cabeza hacia la luz. Empezó a caminar en dirección a ella. La llama osciló cuando Tommy dio dos pasos de lado y llegó hasta la puerta. El ser se paró donde Tommy había estado tres segundos antes.
Si hubiera podido alegrarse, lo habría hecho. Pero a la débil luz del encendedor todo se volvió despiadadamente real. Ya no era posible evadirse en la fantasía de que ni siquiera se encontraba allí, de que esto no le ocurría a él.
Estaba encerrado en un cuarto insonorizado junto con lo que más miedo le daba. Algo hizo que sintiera un vuelco en el estómago, pero no había nada más que expulsar. Sólo salió un pequeño pedo y aquel ser volvió de nuevo la cabeza, hacia él.
Tommy empujó el volante de la cerradura con la mano que tenía libre de manera que la que sujetaba el encendedor tembló, y la luz volvió a apagarse. El volante no se movía, pero Tommy había tenido tiempo de ver por el rabillo del ojo cómo el ser venía hacia él y se tiró lejos de la puerta, hacia la pared en la que había estado sentado antes.
Sollozó, se sorbió los mocos. Haz que esto TERMINE. Dios, haz que esto termine. De nuevo el elefante grande que se alzaba el sombrero y con su voz nasal decía:
¡Ya se terminó! Soplando en la trompeta, la trompa, ¡tuuuut! ¡Ya se terminó!
Me vuelvo loco, yo… eso…
Sacudió la cabeza, encendió el mechero otra vez. Allí, delante de él, estaba la estatua. Se agachó, la cogió y dio un par de saltos a un lado; continuó hacia la otra pared. Vio cómo el ser buscaba a tientas con las manos en el espacio que él había abandonado.
La gallinita ciega.
El encendedor en una mano, la estatua en la otra. Abrió la boca para decirlo, pero no salió más que un susurro silbante:
– Anda, ven…
El ser respondió, se volvió y fue hacia él.
Tommy levantó el trofeo de Staffan como si fuera un mazo, y, cuando el ser se encontraba a medio metro de él, lo lanzó contra su cara.
Como en un penalti perfecto en el fútbol, cuando uno nota en el mismo instante en que el pie toca el balón que esto… esto va a dar justo en la escuadra, de esa forma sintió Tommy cuando aún se hallaba a medio camino del lanzamiento que…
¡Sí!
… y cuando la afilada esquina de piedra golpeó la sien de aquel ser con una fuerza que se convirtió en un calambre a lo largo del brazo de Tommy, el triunfo ya se había instalado en él. No fue más que una confirmación de que el cráneo se había hecho pedazos con un estallido de hielo roto. Un líquido frio salpicó la cara de Tommy y el ser se derrumbó en el suelo.
El muchacho se quedó de pie, resollando. Miró el cuerpo que estaba reventado en el suelo.
Estaba empalmado.
Sí. Como una lápida funeraria minúscula, medio volcada, emergía del cuerpo la polla de aquel ser, y Tommy, quieto, miraba esperando que cayera. Pero no lo hizo. Tommy quería reírse, pero le dolía demasiado la garganta.
Sintió un dolor punzante en el dedo pulgar. Miró hacia abajo. El encendedor había empezado a quemarle la piel del dedo que apretaba la palanca del gas. Instintivamente soltó, pero el dedo se había quedado cerrado espasmódicamente sobre la palanca.
Inclinó el encendedor hacia otro lado. Aun así no quería apagarlo. Aun así no quería quedarse a oscuras con ese… Un movimiento.
Y Tommy sintió que algo esencial, algo que él necesitaba para ser Tommy, le abandonaba cuando aquel ser volvió a levantar la cabeza, volvió a ponerse en pie.
¡Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña! La tela se rompió. El elefante cayó a través de ella.
Y Tommy golpeó otra vez. Y otra más.
Después de un rato le empezó a parecer realmente divertido.
Morgan pasó al lado del vigilante y agitó una tarjeta que había caducado hacía medio año mientras que Larry, con buen sentido del deber, se paró, sacó su arrugada tarjeta prepago y dijo:
– Ängbyplan.
El vigilante alzó los ojos del libro que estaba leyendo, selló dos tickets. Morgan se reía cuando Larry llegó hasta él y empezaron a bajar las escaleras.
– ¿Por qué cojones haces eso, eh?
– ¿Qué? ¿Sellar?
– Sí. Te van a dar por el culo igual.
– No es eso.
– ¿Qué es entonces?
– Yo no soy como tú, ¿vale?
– Pero, ¿qué dices?… el tío estaba sentado y… habrías podido enseñarle una foto del rey sin que hubiera reaccionado.
– Sí, sí. No hables tan alto, joder.
– ¿Qué crees, que viene detrás de nosotros o qué?
Antes de abrir las puertas que daban al andén, Morgan, haciendo bocina con las manos, gritó en dirección a la entrada de la estación:
– ¡Alarma! ¡Alarma! ¡Viajero sin billete!
Larry se largó, dio unos pasos hacia el andén. Cuando Morgan llegó a su altura, le dijo:
– Eres como un crío, ¿lo sabes?
– Por supuesto. Ahora vamos a ver: ¿qué fue lo que pasó?
Larry había llamado por la noche a Morgan para contarle un poco de lo que Gösta le había dicho por teléfono a él diez minutos antes. Habían quedado en encontrarse por la mañana, temprano, a la entrada del metro, para ir al hospital.
Ahora se lo volvía a contar otra vez. Virginia, Lacke, Gösta, los gatos. La ambulancia en la que Lacke la acompañó. Lo iba bordando con detalles de su cosecha, y, antes de que hubiera terminado, llegó el metro en dirección al centro. Subieron, consiguieron una ventanilla para ellos solos y Larry terminó la historia con:
– … y entonces se pusieron en marcha con las sirenas sonando a toda pastilla.
Morgan asintió, se mordió la uña de uno de los pulgares mirando a través de la ventanilla mientras el tren salía del túnel y paraba en Islandstorget.
– ¿Pero por qué cojones se lió aquello de esa manera?
– ¿Con los gatos? No sé. Se volverían locos o algo así.
– ¿Todos? ¿Al mismo tiempo?
– Sí. ¿Se te ocurre algo mejor?
– No. Mierda de gatos. Lacke estará ahora totalmente hundido.
– Mmm. No andaba precisamente muy boyante últimamente.
– No -Morgan suspiró-. Es una pena lo de Lacke, la verdad. Deberíamos… sí, no sé. Hacer algo.
– ¿Y de Virginia?
– Sí, sí, sí. Pero estar herido…, o sea, enfermo. Es lo que es, ¿no? Uno está allí ingresado. Lo jodido es estar al lado y… no, no sé, pero él estaba bastante… últimamente, cuando… ¿de qué disparates hablaba? ¿De hombres lobo?
– De vampiros.
– Sí. No se puede decir que sea propiamente un indicio de que alguien se encuentra a tope, ¿no?
El metro se paró en Ängbyplan. Cuando las puertas se cerraron, Morgan dijo:
– Bueno, pues eso. Ahora estamos en el mismo barco.
– Creo que no son tan duros si uno tiene una zona pagada.
– Tú lo crees. Pero no lo sabes.
– ¿Has visto las cifras? Del Partido Comunista.
– Sí, sí. Mejorarán hasta las elecciones. Hay mucho socialdemócrata que, a la chita callando, cuando se ven con la papeleta en la mano pues votan con el corazón.
– Eso es lo que tú crees.
– No. Lo sé. El día que el Partido Comunista salga del Parlamento, ese día empezaré a creer en los vampiros. Aunque está claro: conservadores siempre hay. Bohman y compañía, ya sabes. Ahí tienes a las verdaderas sanguijuelas…
Morgan puso en marcha uno de sus monólogos. Larry dejó de escucharle en algún punto cerca de Åkeshov. Fuera de los invernaderos había un policía mirando hacia el metro. Larry sintió una punzada de inquietud al pensar que había sellado pocos tickets, pero desechó inmediatamente aquel pensamiento cuando recordó por qué estaba allí el policía.
El agente parecía bastante aburrido. Larry se relajó; algunas palabras sueltas del discurso de Morgan le daban vueltas en la cabeza mientras seguían traqueteando hacia Sabbatsberg.
Las ocho menos cuarto y todavía ninguna enfermera. La raya de color gris sucio del techo se había vuelto gris claro y las persianas dejaban pasar suficiente luz como para que se sintiera como si estuviera en un solárium. El cuerpo le ardía, se dilataba, pero nada más. No iba a pasar nada más.
Lacke resoplaba en la cama de al lado, masticando en sueños. Ella estaba preparada. Si hubiera podido apretar un botón para hacer que viniera una enfermera, lo habría hecho. Pero tenía las manos atadas y no era posible.
Por eso esperaba. El calor de la piel era doloroso, pero no insoportable. Peor era el continuo esfuerzo para mantenerse despierta. Un momento de descuido y la respiración cesaba, el espacio dentro de su cabeza empezaba a apagarse a toda velocidad y tenía que abrir los ojos y sacudir la cabeza para hacer que se encendiera de nuevo.
Al mismo tiempo, esa atención necesaria era una bendición; le impedía pensar. Toda su energía mental la empleaba en mantenerse despierta. No había espacio para la duda, el arrepentimiento u otras alternativas.
A las ocho en punto llegó la enfermera.
Cuando abrió la boca para decir: «¡Buenos días, buenos días!», o lo que las enfermeras dijeran por la mañana, chistó Virginia:
– ¡Chsss!
La boca de la enfermera se cerró con un asombrado «clic» y arrugó el entrecejo mientras, en la penumbra, se acercaba a la cama de Virginia; inclinándose sobre ella, dijo:
– Bueno, cómo…
– ¡Chsss! -susurró Virginia-. Perdón, pero no quiero despertarlo. -Hizo un gesto con la cabeza en dirección a Lacke. La enfermera asintió y dijo en voz más baja:
– No, no. Pero tengo que tomarte la temperatura y una pequeña prueba de sangre.
– Sí, sí. Pero ¿podrías sacarlo a él primero?
– Sacar… ¿quieres que le despierte?
– No. Pero si pudieras… sacarlo dormido.
La enfermera miró a Lacke como para sopesar si lo que Virginia pedía era posible físicamente, luego sonrió y contestó:
– Sí, seguro que sale bien. Vamos a tomar la temperatura sólo en la boca, así que no tenéis que sentiros…
– No es eso. ¿Serías tan amable… sólo tan amable de hacer lo que te pido?
La enfermera echó un vistazo a su reloj.
– Tendréis que disculparme, pero tengo otros pacientes que… Virginia bufó lo más alto que se atrevía.
– Por favor.
La enfermera dio medio paso hacia atrás. Evidentemente estaba informada de lo que había ocurrido con Virginia por la noche. Su mirada voló a los cinturones que le sujetaban los brazos y lo que vio pareció tranquilizarla; se volvió a acercar a la cama. Entonces empezó a hablar a Virginia como si fuera débil mental.
– Es que… yo… nosotros, para poder ayudarla a que se ponga bien otra vez necesitamos un poco…
Virginia cerró los ojos, suspiró, desistió. Después dijo:
– ¿Podrías levantar las persianas?
La enfermera asintió y fue hacia la ventana. Mientras tanto Virginia se quitó el edredón de una patada, quedándose desnuda sobre la cama. Contuvo la respiración. Cerró los ojos.
Se acabó. Ahora quería desconectarse. Ahora quería conscientemente dar paso a las mismas funciones contra las que había estado peleando toda la mañana. No fue posible. En cambio llegó eso que dicen: la vida pasó delante de ella como una película a cámara rápida.
El pájaro que tenía en una caja de cartón… el olor a sábanas recién planchadas en el lavadero… mamá que se agacha sobre las migas de los bollos de canela… papá… el humo de su pipa… Per… la casita… Lena y yo, el rebozuelo tan grande que encontramos aquel verano… Ted con compota de arándanos en la mejilla… Lacke, su espalda… Lacke…
Un sonido chirriante cuando se levantaron las persianas, y un mar de fuego la absorbió.
A Oskar lo había despertado su madre a las siete y diez, como de costumbre. Se había levantado y había tomado el desayuno, como de costumbre. Se había vestido y había dado a su madre un abrazo de despedida a las siete y media, como de costumbre.
Se sentía como de costumbre.
Lleno de inquietud, de malos presentimientos, claro. Pero eso tampoco era especialmente raro cuando iba a ir a la escuela el primer día después del fin de semana.
Metió el libro de geografía, el atlas y la copia que no había hecho en la cartera, estuvo listo a las ocho menos veinticinco. No tenía que salir hasta dentro de un cuarto de hora. ¿Y si hacía esa copia de todos modos? No. No tenía ganas.
Se sentó en su escritorio y se quedó mirando la pared.
¿Eso tenía que significar que no estaba contagiado? ¿O tendría un periodo de incubación? No. Ese viejo… había pasado en sólo unas horas.
No estoy contagiado.
Debería de estar contento, aliviado. Pero no lo estaba. Sonó el teléfono.
¡Eli. Ha pasado algo con…!
Salió disparado de la mesa, al pasillo, levantó el auricular del teléfono:
– ¡HolasoyOskar!
– Sí… Hola. Papá. Sólo papá.
– Hola.
– Bueno, ¿así que estás… en casa?
– Me iba a ir ahora a la escuela.
– Bueno, entonces no te voy a… ¿está mamá en casa?
– No, se ha ido al trabajo.
– Sí, eso pensaba.
Oskar comprendió. Por eso llamaba a esa hora tan rara, porque sabía que su madre no estaría. Su padre tosió.
– Sí, he estado pensando… lo que pasó el sábado. Fue un poco… lamentable.
– Sí.
– Sí. ¿Le has contado a tu madre… lo que pasó?
– ¿Tú qué crees?
Hubo un silencio al otro lado. El zumbido estático de cien kilómetros de cable telefónico. Los grajos posados en él, tiritando, mientras las conversaciones de la gente corrían bajo sus pies. Su padre volvió a toser.
– Bueno, he preguntado lo de esos patines, y va bien. Puedes tenerlos.
– Tengo que irme ya.
– Sí, claro. Que te… vaya bien en la escuela entonces.
– Vale. Adiós.
Oskar colgó el auricular, cogió la cartera y se fue a la escuela. No sentía nada.
Faltaban cinco minutos hasta que empezaran las clases y algunos alumnos estaban en el pasillo, fuera del aula. Oskar dudó un momento, luego se echó la cartera a la espalda y se dirigió hacia la clase. Todas las miradas se volvieron hacia él.
Linchamiento. Abucheo colectivo.
Sí, se había temido lo peor. Evidentemente, todos sabían lo que le había pasado a Jonny el jueves, aunque no vio la cara de Jonny entre los reunidos, pero claro, la que oyeron el viernes fue la versión de Micke. Micke sí que estaba allí, estaba y sonreía con su sonrisa idiota, como de costumbre.
En vez de aminorar la marcha, prepararse de alguna manera para escapar, aceleró el paso, fue rápidamente hacia el aula. Se sentía vacío por dentro. Ya no se preocupaba por lo que sucedía. No tenía importancia.
Y lógicamente ocurrió el milagro: el mar se abrió.
El grupo que estaba fuera se dispersó, abriendo camino a Oskar hasta la puerta. Él, en realidad, no se había esperado otra cosa. Tanto si era porque irradiaba fuerza o porque era un paria maloliente al que había que evitar, eso era lo de menos.
Él ahora era de otra especie. Los otros lo notaban y se apartaban.
Oskar entró en la clase sin mirar a los lados, se sentó en su pupitre. Oyó el murmullo de fuera, del pasillo, y después de un par de minutos los demás entraron en tromba. Johan levantó el pulgar al pasar al lado del pupitre de Oskar. Oskar se encogió de hombros.
Luego llegó la maestra, y cinco minutos después de que hubiera empezado la clase apareció Jonny. Oskar había creído que tendría algún tipo de vendaje en la oreja, pero no. La oreja sin embargo estaba amoratada, hinchada y parecía como si no perteneciera al cuerpo.
Jonny se sentó en su sitio. No miró a Oskar, ni a nadie.
Está avergonzado.
Sí, así era. Oskar volvió la cabeza para mirar a Jonny, que estaba sacando un álbum de fotos de la cartera y metiéndolo en su pupitre. Y vio que Jonny tenía las mejillas muy rojas, a juego con la oreja. A Oskar le dieron ganas de sacarle la lengua, pero se contuvo.
Demasiado infantil.
Los lunes, Tommy no empezaba las clases hasta las diez menos cuarto, así que Staffan se levantó a las ocho y tomó una taza rápida de café antes de bajar a hablar un poco en serio con el chico.
Yvonne se había ido al trabajo; Staffan tenía que presentarse a las nueve en Judarn para, ya bajo mínimos, seguir rastreando el bosque, aunque se suponía que no daría ningún resultado.
Bueno, era agradable estar fuera y parecía que el tiempo iba a ser bueno. Aclaró la taza de café bajo el grifo, se paró a pensar un momento, luego se puso el uniforme. Había sopesado la idea de bajar a ver a Tommy con ropa de calle, hablar con él como una persona normal, como si dijéramos. Pero, bien pensado, aquello era estrictamente una cuestión policial, vandalismo, y, además, el uniforme era un manto de autoridad de la que él, evidentemente, tampoco creía carecer en condiciones normales, pero… sí.
Además era más práctico estar ya vestido, puesto que tenía que ir luego al trabajo. Así que Staffan se puso el uniforme, la cazadora de invierno, se miró en el espejo para comprobar qué impresión daba y le pareció bien. Luego cogió la llave del sótano, que Yvonne le había dejado encima de la mesa de la cocina, salió, cerró la puerta, echó una mirada a la cerradura (deformación profesional) y bajó las escaleras, abrió la puerta del sótano.
Y hablando de deformaciones profesionales…
Aquí había algún fallo con la cerradura. No presentaba resistencia al girar la llave, no había más que abrir. Se agachó, revisó el mecanismo.
Claro. Una bolita de papel.
Un truco clásico entre los ladrones; bajo cualquier pretexto visitar el lugar donde querían dar el golpe, manipular la cerradura y luego esperar a que el dueño no lo notara cuando abandonara el lugar.
Staffan sacó la punta de su navaja y sacó la bolita de papel. Tommy, claro.
No se paró a pensar para qué iba a manipular Tommy la cerradura de una puerta de la que tenía llave. Tommy era un ladrón que estaba allí, y esto era un truco de ladrón. Luego: Tommy.
Yvonne le había indicado cuál era el trastero, y mientras Staffan avanzaba hacia allí, iba preparando en la cabeza el discurso que le iba a echar. Había pensado ir un poco de colega, tomárselo con calma, pero lo de la cerradura le había vuelto a poner de mal humor.
Le iba a explicar a Tommy -explicar, no amenazar- lo de las cárceles de menores, lo de asuntos sociales, la edad a la que podían ser condenados y todo eso. De manera que comprendiera en qué carrera estaba empezando a meterse.
La puerta del trastero estaba abierta. Staffan echó un vistazo dentro. Vaya. El zorro ha abandonado la cueva. Luego vio las manchas. Se agachó, pasó el dedo sobre ellas.
Sangre.
El edredón de Tommy reposaba encima del sofá; también allí había unas pocas manchas de sangre. Y el suelo estaba, lo veía ahora que se fijaba atentamente, lleno de sangre.
Aterrado, salió del trastero.
Ante sus ojos tenía ahora… un escenario donde se había cometido un crimen. En vez del discurso que pensaba echar, su cabeza empezó a pasar las hojas del libro con las normas para el tratamiento de los lugares en que se hubiera producido un crimen. Se lo sabía de memoria, pero mientras localizaba los párrafos
Salvaguardar el material de tal índole que pueda desaparecer… anotar la hora… evitar contaminar los lugares donde quepa la posibilidad de poder encontrar restos de tejidos
oyó un débil susurro detrás de él. Un susurro intercalado de golpes amortiguados.
Había un palo trabado en los volantes de la cerradura del refugio. Se acercó a la puerta, escuchó. Sí. El susurro, los golpes venían de allí dentro. Sonaba casi como una… misa. Una letanía recitada de la que él no podía entender las palabras.
Satanistas…
Un pensamiento tonto, pero cuando miró el palo que estaba puesto en la puerta, la verdad es que sintió miedo, porque se fijó en la punta. Unas líneas pegadas de color rojo oscuro que se extendían unos diez centímetros sobre el propio palo. Igual, exactamente igual a la hoja de un cuchillo cuando había sido usada en un acto violento y no se había secado del todo.
Los susurros al otro lado de la puerta continuaban.
¿Pedir refuerzos?
No. Quizá se estuviera cometiendo algún acto delictivo ahí dentro y se consumara mientras él corría a llamar. Tendría que arreglárselas solo.
Desabrochó la funda de la pistola para tener ésta a mano, sacó la porra. Con la otra mano extrajo un pañuelo del bolsillo, lo puso con cuidado en un extremo del palo y empezó a sacarlo del volante al mismo tiempo que permanecía atento por si el ruido del palo provocaba algún cambio, algún tipo de reacción dentro del cuarto.
No. La letanía y los susurros continuaban.
El palo estaba fuera. Lo puso contra la pared para no destruir las huellas de la mano o de los dedos.
Sabía que un pañuelo no era una garantía para que las huellas no se estropearan, por eso en vez de agarrar directamente el volante puso dos dedos rígidos en una de las aspas y empezó a girarla.
Los pestillos de la cerradura se abrieron. Se chupó los labios. Sintió que tenía la garganta seca. Giró el segundo volante hasta el tope y la puerta se abrió un centímetro.
Entonces oyó las palabras. Era una canción. La canción, un susurro entrecortado y lloroso:
¡Doscientossetentaycuatro elefantes se balanceaban sobre la tela de una ara (ruido sordo) abaña!
¡Como veían que no se caían
fueron a llamar a otro elefante!
¡Doscientossetentaycinco elefantes se balanceaban
sobre la tela de una ara
(ruido sordo)
aaaña!
¡Como veían que no se caían…
Staffan separó la porra del cuerpo, empujó con ella la puerta. Vio.
El bulto detrás del cual se encontraba Tommy de rodillas habría sido difícil de reconocer como un cuerpo humano si no hubiera sido por el brazo que sobresalía, separado del cuerpo hasta la mitad. La zona del pecho, el vientre, la cara no eran más que un montón de carne, vísceras y huesos rotos.
Tommy sujetaba con las dos manos una piedra cuadrada que, en una parte determinada de la canción, hundía en los restos de la carnicería; como no ofrecían ninguna resistencia, la piedra podía atravesarlos y golpear en el suelo con un ruido sordo antes de que la levantara de nuevo y de que otro elefante más subiera a la tela.
Staffan no estaba seguro de que fuera Tommy. La persona que agarraba la piedra estaba tan cubierta de sangre, tan salpicada que era difícil… Staffan se sintió realmente indispuesto. Se tragó un vómito que amenazaba con crecer, bajó la mirada para no tener que ver y los ojos se pararon en un soldadito de plomo que estaba tirado al lado del umbral de la puerta. No. Era un tirador de pistola. Lo reconoció. La figura estaba colocada de tal forma que la pistola apuntaba directa al techo.
¿Dónde está la peana?
Después lo comprendió.
La cabeza empezó a darle vueltas y, olvidándose de las huellas digitales y de asegurar las pruebas, apoyó la mano en el marco de la puerta para no caer al suelo mientras la letanía de la canción continuaba:
Doscientossetentaysiete elefantes se balanceaban Sobre la tela…
Tenía que encontrarse realmente mal, puesto que tenía alucinaciones. Le había parecido ver… sí… vio claramente cómo los restos humanos que había en el suelo en el intervalo entre golpe y golpe… se movían.
Intentaba levantarse.
Morgan era un fumador impetuoso; cuando apagó su cigarro en la jardinera que había fuera de la entrada del hospital, a Larry todavía le quedaba la mitad. Morgan se llevó las manos a los bolsillos, recorrió el aparcamiento de un lado a otro, juró cuando el agua de un charco se le metió por el agujero de la suela y le mojó el calcetín.
– Larry, ¿tienes algo de pasta?
– Como sabes, vivo del subsidio de enfermedad y…
– Sí, sí, sí. ¿Pero tienes algo de dinero?
– ¿Por qué? No presto si es lo que…
– No, no, no. Pero estoy pensando en Lacke. Si no deberíamos invitarle a un verdadero… ya sabes.
Larry tosió y miró acusadoramente el cigarro.
– ¿Como… para que se sienta mejor?
– Sí.
– No… No sé.
– ¿Por qué? ¿Porque no crees que se vaya a sentir mejor por eso, porque no tienes dinero o porque eres demasiado tacaño para ponerlo?
Larry suspiró, tosiendo dio otra calada al cigarro, hizo una mueca y apagó la colilla con el pie. Luego la recogió y la tiró en un tiesto lleno de arena, miró el reloj.
– Morgan… son las ocho y media de la mañana.
– Sí, sí. Pero dentro de un par de horas. Cuando abran.
– No, ya veremos.
– Así que tienes pasta.
– ¿Entramos o qué?
Traspasaron la puerta giratoria. Morgan se atusó el pelo con la mano y se acercó hasta la mujer de la recepción para enterarse de dónde estaba Virginia mientras que Larry se puso a observar unos peces que, medio dormidos, daban vueltas en un acuario cilíndrico grande y burbujeante.
Al cabo de un minuto llegó Morgan, sacudiéndose el chaleco de cuero como para quitarse algo que se le hubiera quedado pegado, y dijo:
– Puta lechuza vieja. No quería decírmelo.
– Eh, estará en intensivos.
– ¿Y le dejan a uno entrar allí?
– A veces.
– Oye, parece que tienes experiencia en esto.
– La tengo.
Se dirigieron a cuidados intensivos, Larry sabía cómo ir.
Muchos de los «conocidos» de Larry estaban o habían estado ingresados en el hospital. Actualmente había dos sólo en Sabbatsberg, sin contar a Virginia. Morgan sospechaba que gente a la que Larry había visto sólo de pasada se convertía en conocida o incluso en colega justo en el momento en que ingresaba en el hospital. Entonces su olfato los detectaba e iba a visitarlos.
¿Por qué lo hacía?, bueno, eso era lo que Morgan estaba pensando preguntarle cuando llegaron a las puertas batientes de la unidad de cuidados intensivos, empujaron para abrir y vieron a Lacke fuera, en el pasillo. Estaba sentado en una butaca, sólo llevaba puestos los calzoncillos. Tenía las manos agarradas a los reposabrazos mientras miraba fijamente a la habitación de enfrente, donde la gente entraba y salía apresuradamente.
Morgan sacudió el aire con la mano.
– Joder, ¿han incinerado a alguien aquí o qué pasa? -y echándose a reír-: Estos putos conservadores. Medidas de ahorro, ya sabes. Deja que el hospital se haga cargo de…
Se calló cuando llegaron junto a Lacke. Tenía la cara de color gris ceniza; los ojos, rojos, no veían. Morgan sospechó lo que había pasado, dejó que Larry fuera delante. A él no se le daban bien estas cosas.
Larry se acercó a Lacke, le puso la mano en el brazo.
– Hola, Lacke. ¿Qué tal?
Alboroto en la habitación de enfrente. Las ventanas que se veían desde la puerta estaban abiertas de par en par, pero de todas formas llegaba hasta el pasillo un olor a ceniza ácida. En la habitación había humo, y dentro de ella personas hablando a voces y gesticulando. Morgan pilló las palabras «responsabilidad del hospital» y «tenemos que intentar…».
Lo que debían intentar, eso no lo oyó, porque Lacke se volvió hacia ellos, mirándolos fijamente como si fueran dos desconocidos, y dijo:
– … tenía que haberlo comprendido…
Larry se inclinó sobre él:
– ¿Tenías que haber comprendido qué?
– Que iba a pasar.
– ¿Qué es lo que ha pasado?
Los ojos de Lacke se despejaron y, mirando hacia la habitación nublada y como en un ensueño, dijo sencillamente:
– Ha ardido.
– ¿Virginia?
– Sí. Ella ha ardido.
Morgan dio un par de pasos hacia la habitación y echó una ojeada. Un hombre mayor con cara de autoridad se acercó a él.
– Disculpa, pero esto no es un circo.
– No, no. Yo sólo…
Morgan estaba a punto de soltar alguna de sus ocurrencias, como que iba a buscar su serpiente boa, pero se contuvo. De todas formas había podido ver. Dos camas. La una con las sábanas revueltas y una manta echada a un lado, como si alguien se hubiera levantado de ella a toda prisa.
La otra estaba cubierta de la cabeza a los pies con una manta gruesa de color gris oscuro. La madera del cabecero de la cama estaba manchada de hollín. Bajo la manta se dibujaba la silueta de una persona increíblemente delgada. La cabeza, el tórax… el hueso de la pelvis era el único que se podía distinguir claramente. El resto podían haber sido pliegues, o arrugas de la manta.
Morgan se frotó los ojos con tanta fuerza que casi se le salen por detrás. Es verdad. Joder, es verdad.
Miró hacia el pasillo buscando a alguien con quien desahogar su aturdimiento. Vio a un señor mayor que iba apoyado en un andador con un gotero a su lado y que intentaba curiosear en la habitación. Morgan dio un paso hacia él.
– ¿Qué haces aquí mirando, jodido bobo? ¿Quieres que te dé un empujón al andador o qué?
El hombre empezó a retirarse hacia atrás, diez centímetros cada vez. Morgan apretó los puños, se contuvo. Luego recordó algo que había visto en la habitación, se dio la vuelta de repente y volvió.
El hombre que le había llamado antes la atención salía en ese momento.
– Tendrás que disculparnos, pero…
– Sí, sí, sí… -Morgan lo apartó-… sólo voy a buscar la ropa de mi colega, si se puede. ¿O te parece que tiene que estar todo el día en pelotas ahí fuera, eh?
El hombre se cruzó de brazos y dejó pasar a Morgan.
Recogió la ropa de Lacke de la silla que había al lado de la cama deshecha, echó una ojeada a la otra cama. Una mano quemada con los dedos separados sobresalía de la manta. La mano era irreconocible; el anillo que llevaba en el dedo corazón no estaba. Un anillo dorado con una piedra azul, el anillo de Virginia. Antes de volverse, Morgan alcanzó a ver que tenía un cinturón de cuero atado en la muñeca.
El hombre estaba todavía en la puerta con los brazos cruzados.
– ¿Contento?
– No. ¿Por qué cojones está atada? El hombre meneó la cabeza.
– Puedes decirle a tu amigo que la policía vendrá de un momento a otro, y que, probablemente, querrán hablar con él.
– ¿Y eso por qué?
– No lo sé. No soy policía.
– No, no. Aunque se podría pensar.
Fuera, en el pasillo, ayudaron a Lacke a vestirse y justo habían terminado cuando llegaron dos comisarios de policía. Lacke estaba inaccesible, pero la enfermera que había subido las persianas tuvo la suficiente entereza como para poder testificar que Lacke no había tenido nada que ver con aquello. Que estaba aún dormido cuando aquello… empezó.
Sus compañeras la consolaban. Larry y Morgan sacaron a Lacke del hospital.
Cuando llegaron ante la puerta giratoria, Morgan, tomando aire fresco, dijo:
– Tendré que aligerar un poco -se inclinó sobre un seto y vomitó los restos de la comida del día anterior mezclados con mucosidad verdosa sobre el seto desnudo.
Cuando terminó se limpió la boca y se secó la mano en el pantalón. Después levantó la mano como si fuera la prueba del delito y le dijo a Larry:
– Pues ahora tendrás que aflojar un poco la cartera, joder.
Consiguieron llegar a Blackeberg y Morgan recibió ciento cincuenta coronas para ir a comprar algo mientras Larry condujo a Lacke a su casa.
Lacke se dejaba llevar. No había dicho ni media palabra durante el viaje en metro.
En el ascensor, subiendo a casa de Larry en el séptimo piso de uno de los edificios altos, empezó a llorar. No de forma tranquila y silenciosa, no, berreando como un niño aunque peor, más. Cuando Larry abrió la puerta del ascensor y le ayudó a salir al rellano de la escalera, se agudizaron los berridos, retumbando en las paredes de hormigón. El grito de Lacke, de verdadera e infinita tristeza, alcanzó todos los pisos de la escalera, recorrió los buzones, los agujeros de las cerraduras, convirtiendo el edificio en una lápida funeraria levantada al amor, a la esperanza. Larry se estremeció; nunca había oído nada parecido. Así no se llora. No se puede llorar así. Uno se muere si llora así.
Los vecinos. Pensarán que le estoy matando.
Larry daba vueltas al llavero mientras todo el sufrimiento humano, miles de años de impotencia y desengaños que por un momento habían encontrado una vía de escape en el frágil cuerpo de Lacke, continuaron saliendo en tromba.
La llave entró en la cerradura y, con una fuerza de la que ni él mismo se creía capaz, Larry metió a Lacke en casa y cerró la puerta. Lacke seguía gritando, parecía que el aire no se le iba a agotar nunca. A Larry las raíces del pelo empezaron a llenársele de sudor.
Qué cojones voy… voy…
En mitad del pánico hizo lo que había visto hacer en las películas. Con la mano abierta golpeó a Lacke en la mejilla, se quedó aterrado por el agudo restallido, arrepintiéndose en el acto. Pero funcionó.
Lacke se calló en seco, lanzó a Larry una mirada salvaje y éste pensó que se la iba a devolver. Algo se ablandó luego en los ojos de Lacke; abriendo y cerrando la boca, hipando para coger aire, le dijo:
– Larry, yo…
Larry le rodeó con los brazos. Lacke apoyó la mejilla en el hombro de Larry y lloró estremecido. Después de un rato, a Larry se le doblaron las piernas. Trató de zafarse del abrazo para sentarse en la silla de la entrada, pero Lacke seguía aferrado a él y lo acompañó en la caída. Larry cayó en la silla y las piernas de Lacke se doblaron bajo su peso, la cabeza se deslizó sobre las rodillas de su amigo.
Larry le acarició el pelo, no sabía qué decirle. Sólo susurraba:
– Así, así… ya, ya…
A Larry se le habían empezado a dormir las piernas cuando un cambio tuvo lugar. El llanto había terminado dando paso a un gemido tranquilo; entonces notó cómo se tensaban las mandíbulas de Lacke contra su pierna. Éste levantó la cabeza, se limpió los mocos con la manga de la camisa y dijo:
– Le voy a matar.
– ¿A quién?
Lacke bajó la mirada, mirando fijamente al pecho de Larry y asintiendo.
– Le voy a matar. No vivirá.
En el recreo largo de las nueve y media, tanto Staffe como Johan se acercaron a Oskar diciendo «joder, qué bien hecho», «joder, qué bien». Staffe le invitó a coches de gominola y Johan le preguntó si quería acompañarlos algún día a buscar botellas vacías.
Nadie lo empujaba ni se tapaba la nariz cuando él se acercaba. Incluso Micke Siskov sonreía, asentía animándole, como si Oskar le acabara de contar un chiste, cuando se cruzaron en el pasillo fuera del comedor.
Como si todos hubieran estado esperando que hiciera exactamente lo que hizo, y ahora, cuando lo había llevado a cabo, fuera uno de ellos.
El problema estribaba en que no era capaz de disfrutar de ello. Él lo constataba, pero le dejaba frío. Se alegraba de librarse de que le pegaran, claro. Si alguien hubiera intentado pegarle, se habría defendido. Ya no se sentía uno de ellos.
Durante la clase de matemáticas levantó la vista del libro, miró a los compañeros con los que había estado seis años. Tenían la cabeza agachada sobre sus ejercicios, chupando el lápiz, mandándose papelitos unos a otros, riéndose por lo bajo. Y pensó: Pero si son niños…
Y él también era un niño, pero…
Dibujó una cruz en el libro, la transformó en una horca con el lazo. Soy un niño, pero…
Dibujó un tren. Un coche. Un barco. Una casa. Con una puerta abierta.
La inquietud creció. Al final de la clase de matemáticas no se podía estar quieto; daba patadas con los pies, golpeaba el pupitre con las manos. El profesor le pidió, volviendo la cabeza sorprendido, que se callara. Lo intentó, pero al momento estaba otra vez allí la inquietud, agitando las cuerdas de la marioneta y los pies empezaron a moverse solos.
Cuando llegó la última clase, gimnasia, ya no lo podía aguantar. En el pasillo le dijo a Johan:
– Dile a Ávila que estoy enfermo, ¿vale?
– ¿Te largas?
– No tengo la ropa de gimnasia.
Y la verdad es que era cierto; se había olvidado la ropa de gimnasia por la mañana, pero no era por eso por lo que tenía que faltar a clase. De camino hacia el metro vio a sus compañeros formando en línea recta. Tomas le gritó «¡Buuuu!».
Se chivaría probablemente. No le importaba. En absoluto.
Las palomas revolotearon en bandadas grises cuando cruzó apresuradamente la plaza de Vällingby. Una mujer que llevaba un cochecito arrugó la nariz a su paso; una de esas personas que no tienen sensibilidad con los animales. Pero Oskar tenía prisa, y todo lo que se interpusiera entre él y su objetivo no era más que un estorbo.
Se paró fuera de la juguetería, miró el escaparate. Los pitufos estaban expuestos en un paisaje dulzón. Demasiado mayor para eso. En casa, en una caja, había un par de muñecos de Big Jim con los que había jugado muchísimo de pequeño.
Hace sólo un año.
Se oyó un sonido electrónico cuando abrió la puerta de la juguetería. Cruzó un pasillo estrecho en el que los muñecos de plástico, los guerreros y las cajas de lego llenaban las estanterías. Al lado de la caja estaban empaquetados los moldes para hacer soldaditos de estaño. El estaño había que pedirlo en la caja.
Lo que él quería estaba expuesto en el mostrador, al lado de la caja.
Bueno, había copias apiladas debajo de los muñecos de plástico, pero los auténticos, los que llevaban la firma de Rubik en la caja, con ésos tenían más cuidado. Costaban noventa y dos coronas cada uno.
Detrás del mostrador había un hombre bajo y medio gordo con una sonrisa que Oskar habría descrito como «aduladora», si hubiera sabido la palabra.
– Sí… ¿estás buscando algo… especial?
Oskar sabía que los cubos estarían en el mostrador, tenía listo su plan.
– Sí. No encuentro… las pinturas. Para las cosas de estaño.
– ¿Sí?
El hombre hizo un gesto señalando las filas de botes de pintura enanos que estaban detrás de él. Oskar se inclinó y puso los dedos de una mano en el mostrador justo delante de los cubos mientras con el pulgar sujetaba la cartera, que colgaba abierta debajo. Hizo como que buscaba entre las pinturas.
– Dorado. ¿Hay dorado?
– Dorado, sí, claro.
Cuando el hombre se volvió Oskar cogió uno de los cubos, lo guardó en la cartera y tuvo el tiempo justo de poner la mano en la misma posición antes de que el hombre se diera la vuelta con dos botes de pintura y los dejara sobre el mostrador. A Oskar le latía con fuerza el corazón enrojeciendo sus mejillas, sus orejas.
– ¿Mate o metálico?
El hombre miró a Oskar, quien sintió que su cara parecía una llamada luminosa de atención en la que estuviera escrito «Aquí hay un ladrón». Para tratar de pasar inadvertido a pesar de su sonrojo se inclinó sobre los botes y dijo:
– Metálico… parece bien.
Tenía veinte coronas. La pintura costaba diecinueve. Se la entregó en una bolsa pequeña que se metió en el bolsillo de la cazadora para no tener que abrir la cartera.
Fuera de la tienda llegó la euforia, como de costumbre, pero más grande. Salió de allí como un esclavo liberado al que le acabaran de quitar los grilletes. No pudo evitar echar a correr hacia el aparcamiento y, a resguardo entre dos coches, abrir con cuidado la cartera, sacar el cubo.
Pesaba mucho más que la copia que él tenía. Las secciones se deslizaban como sobre un rodamiento de cojinete. ¿Quizá llevara ese tipo de rodamiento? Bueno, no pensaba desmontarlo para mirar, arriesgándose a estropearlo.
El envoltorio era una cosa fea de plástico transparente ahora que no estaba el cubo dentro, y a la salida del aparcamiento lo tiró en un contenedor. Era más bonito el cubo solo. Se lo metió en el bolsillo de la cazadora para poder ir tocándolo, jugando con su peso en la mano. Era un buen regalo, un bonito… regalo de despedida.
Ya dentro de la estación del metro, se detuvo.
Si Eli piensa… que yo…
Bueno, que al darle un regalo pudiera parecer que de alguna manera aceptaba que Eli se fuera. Un regalo de despedida: bien mientras duró y nada más. Adiós, adiós. Así no era la cosa. Él no quería de ninguna manera que…
Recorrió la estación con la mirada, deteniéndose en el kiosco. En los periódicos. En el Expressen. Toda la portada aparecía ocupada por una gran foto del hombre que había vivido con Eli.
Oskar se acercó y hojeó el diario. Cinco páginas dedicadas a la búsqueda en el bosque de Judarn… asesino ritual… antecedentes y, luego, otra página más con la foto. Håkan Bengtsson… Karlstad… paradero desconocido durante ocho meses… la policía solicita de los ciudadanos… si alguien ha observado…
La angustia volcó sus dardos en el pecho de Oskar.
Alguien más que le haya visto, que sepa dónde vivía…
La mujer del kiosco sacó la cabeza por la ventanilla.
– ¿Lo vas a comprar o qué?
Oskar negó con la cabeza y tiró el periódico. Luego echó a correr. Cuando llegó al andén se dio cuenta de que no había enseñado la tarjeta al vigilante. Dio una patada en el suelo, se chupó los nudillos, los ojos se le llenaron de lágrimas. Ven ya, por favor, metro, ven.
Lacke estaba medio tumbado en el sofá mirando con los ojos entornados hacia el balcón en el que se encontraba Morgan tratando, sin éxito, de atraer a un pardillo que estaba posado en el balcón de al lado. El sol en su descenso quedaba justamente detrás de la cabeza de Morgan, irradiando una aureola de luz alrededor de su pelo.
– Sííí… vamos, ven. Que no soy peligroso.
Larry estaba sentado en un sillón siguiendo un curso de español de la televisión sueca. En la pantalla aparecían personas en actitud forzada y siguiendo un guión que decían:
– Yo tengo un bolso.
– ¿Qué hay en el bolso?
Morgan movió la cabeza de modo que a Lacke le dio el sol en los ojos, los cerró mientras oía a Larry mascullar:
– Ke haj en el bålså.
El piso olía a tabaco y a polvo. El aguardiente se había terminado. La botella vacía estaba sobre la mesa del sofá al lado de un cenicero rebosante. Lacke se quedó mirando las marcas que en el tablero de la mesa habían dejado las colillas mal apagadas; se deslizaban ante sus ojos, como lentos escarabajos.
– Ona kamisa y pantalånes.
Larry cloqueaba para sí:
– … pantalånes.
No le creyeron. Bueno, sí, le creyeron, pero se resistían a interpretar los acontecimientos como él lo hacía.
– Combustión espontánea -había dicho Larry, y Morgan le pidió que lo deletreara.
Sólo que la combustión espontánea está exactamente igual de bien documentada y científicamente probada que la existencia de los vampiros. Es decir, en absoluto.
Pero uno prefiere creer en el despropósito que menos le obliga a actuar. No pensaban ayudarle. Morgan había escuchado con cara seria el relato de Lacke acerca de lo que había pasado en el hospital, pero cuando llegó a aquello de aniquilar al causante de todo, había dicho:
– Entonces, ¿lo que quieres decir es que nos convirtamos en cazadores de vampiros, o algo así? Tú, Larry y yo. Que preparemos estacas y cruces y… No, perdona, Lacke, pero a mí me cuesta un poco… verlo de esa manera, la verdad.
El pensamiento inmediato de Lacke al ver sus caras escépticas y desconfiadas fue:
Virginia me habría creído.
Y el dolor había vuelto a hacer presa en su persona. Era él quien no había creído a Virginia, y por eso ella había… él habría preferido pasarse unos años en la cárcel como causante de un asesinato por compasión que tener que vivir con aquella imagen grabada en la retina.
Su cuerpo retorciéndose en la cama mientras la piel se pone negra, empieza a echar humo. El camisón del hospital, resbalándose sobre el vientre, deja al descubierto su sexo. El ruido de los barrotes de acero mientras sus caderas se agitan, arriba y abajo en un demencial coito con un hombre invisible, mientras las llamas le suben por las piernas; ella grita, grita y el olor a pelo quemado, a piel quemada llena la habitación; sus ojos aterrados se encuentran con los míos y unos segundos después se ponen blancos, empiezan a cocer… revientan…
Lacke se había bebido más de la mitad de lo que había en la botella. Morgan y Larry se lo habían permitido.
– … pantalånes.
Lacke intentó levantarse del sofá. La nuca le pesaba tanto como el resto del cuerpo. Apoyándose en la mesa, consiguió enderezarse. Larry se incorporó para echarle una mano.
– Lacke, joder… duerme un poco.
– No, tengo que ir a casa.
– ¿Qué tienes que hacer en casa?
– Es que tengo que… arreglar un asunto.
– ¿No tendrá nada que ver con eso… de lo que hablas?
– No, no.
Morgan entró desde el balcón mientras Lacke se encaminaba a tientas hacia la salida.
– ¡Oye, tú! ¿Adónde vas?
– A casa.
– Entonces te acompaño.
Lacke se dio la vuelta esforzándose por mantenerse derecho, por parecer lo más sobrio posible. Morgan se acercó a él con las manos preparadas por si se caía. Lacke meneó la cabeza, le dio una palmada en el hombro a Morgan.
– Quiero estar tranquilo, ¿vale? Quiero estar tranquilo. De verdad.
– ¿Te las arreglarás tú solo, entonces?
– Sí, me las arreglaré.
Lacke asintió varias veces, se quedó fijo en aquel gesto, se vio obligado a interrumpirlo conscientemente para no permanecer allí parado, luego se volvió y fue hasta la entrada, se puso los zapatos y el abrigo.
Sabía que estaba muy borracho, pero lo había estado tantas veces que ya era una especie de rutina desconectar sus movimientos del cerebro, realizarlos de forma automática. Habría podido jugar a los palillos chinos, al menos un poco, sin que le temblaran las manos.
Desde dentro del piso le llegaron las voces de los otros.
– ¿No deberíamos…?
– No. Si dice que no, tendremos que respetarlo.
Salieron de todos modos a la entrada para despedirlo. Le abrazaron algo embarazados. Morgan le cogió de los brazos, volviendo la cabeza para poder mirarlo a los ojos y le dijo:
– ¿No estarás pensando en hacer alguna tontería, verdad? Nos tienes a nosotros, ya lo sabes.
– Sí, sí. No, no.
Fuera del edificio se quedó parado un rato, mirando al sol que brillaba en la copa de un pino. Nunca más podrá… el sol…
La muerte de Virginia, la manera en que había muerto, colgaba como una plomada dentro de su pecho en el sitio donde antes estaba el corazón; le hacía caminar inclinado hacia delante, cargado. La luz del atardecer sobre las calles era como una burla. Las pocas personas que se movían en esa… burla. Las voces. Hablaban de cosas cotidianas como si no… en todas partes, en cualquier instante…
Puede golpearos a vosotros también.
Fuera del kiosco había una persona apoyada en el ventanuco hablando con el dueño. Lacke vio cómo un bulto negro caía del cielo, se le posaba en la espalda y…
Joder…
Se detuvo delante de la hilera de portadas, parpadeando, tratando de enfocar bien la vista sobre la foto que ocupaba casi todo el espacio.
El asesino ritual. Lacke sonrió. Él sabía cómo eran en realidad las cosas. Pero…
Reconoció aquella cara. Si era…
El chino. Aquel que… le invitó a whisky. No…
Se acercó más, miró la fotografía con mayor detenimiento. Sí. Claro que era él. Los mismos ojos juntos, la misma… Lacke se llevó la mano a la boca, apretándose los labios con los dedos. Las imágenes le daban vueltas, intentando encontrar el sentido.
Él se había sentado y había sido invitado por el que mató a Jocke. El asesino de Jocke vivía en el mismo patio que él, unos portales más allá. Él le había saludado algunas veces, había…
Pero no fue él quien lo hizo. Fue…
Una voz. Dijo algo.
– ¡Hola, Lacke! ¿Qué pasa, le conoces?
El dueño del kiosco y el hombre que estaba fuera lo miraron. Él dijo:
– … Sí -y echó a andar de nuevo. El mundo desapareció. Ante sus ojos, el portal del que el hombre había salido. Las ventanas cubiertas. Iba a ocuparse de ello. Tenía que hacerlo.
Los pies iban más deprisa y la columna se le enderezó. La plomada, un péndulo que golpeaba en su pecho, que le hacía temblar, tocando a presentimiento en su cuerpo.
Ahora voy yo. Ahora me cago en tal… voy yo.
El metro paró en Råcksta y Oskar se mordía los labios de impaciencia, pánico; le parecía que las puertas permanecían abiertas demasiado tiempo. Cuando sonó el altavoz creyó que el conductor iba a decir algo acerca de que el tren estaría parado allí un momento, pero
ATENCIÓN A LAS PUERTAS. CIERRE DE PUERTAS.
Y el metro salió de la estación.
No tenía ningún plan aparte de avisar a Eli de que cualquiera, en cualquier momento, podía llamar a la policía y decir que había visto a ese viejo. En Blackeberg. En ese patio. En ese portal. En ese piso.
Qué ocurriría si la policía… si forzaran la puerta… el cuarto de baño…
El metro traqueteaba sobre el puente y Oskar miró por la ventana. Había dos hombres junto al kiosco del Amante y, medio tapadas por uno de ellos, Oskar pudo entrever las odiosas portadas amarillas. Uno de los hombres se alejó deprisa del kiosco.
Cualquiera. Cualquiera puede saberlo. Él puede saberlo.
Cuando el metro empezó a frenar, Oskar ya estaba delante de las puertas presionando con los dedos los labios de goma, como si de esa manera se fueran a abrir más deprisa. Apretó la frente contra el cristal, un poco de fresco sobre su frente caliente. Los frenos chirriaron y el conductor debió de haberse olvidado, porque hasta entonces no se oyó:
PRÓXIMA ESTACIÓN, BLACKEBERG.
Jonny estaba en el andén. Y Tomas.
No. Nonono hazlos desaparecer.
Cuando el metro, vibrando, se paró, los ojos de Oskar se encontraron con los de Jonny. Se dilataron y, al abrirse las puertas, Oskar vio que Jonny le decía algo a Tomas.
Oskar se puso alerta, se lanzó fuera y empezó a correr.
Tomas sacó su larga pierna, chocó con la de Oskar y éste cayó todo lo largo que era en el andén, raspándose las palmas de las manos al intentar frenar el golpe. Jonny se puso encima de él.
– ¿Tienes prisa o qué?
– ¡Suéltame! ¡Suéltame!
– Y eso, ¿por qué?
Oskar cerró los ojos, apretó los puños. Respiró profundamente un par de veces, tan profundo como pudo con el peso de Jonny encima, y dijo contra el cemento:
– Hacedme lo que queráis. Y soltadme.
– De acuerdo.
Lo agarraron de los brazos y lo pusieron de pie. Oskar alcanzó a ver el reloj de la estación. Las dos y diez. El segundero avanzaba a saltos sobre la esfera del reloj. Tensó los músculos de la cara, los del estómago, tratando de convertirse en una piedra, insensible a los golpes.
Sólo que vaya rápido.
Pero cuando vio lo que pensaban hacer, empezó a resistirse. Los otros dos, como a través de un pacto silencioso, le habían retorcido los brazos de manera que con cada movimiento parecía como si se le fueran a romper. Lo arrastraron hasta el borde del andén.
No se atreven. No pueden…
Pero Tomas estaba loco, y Jonny…
Intentó hacer cuña con los pies. Se agitaban sobre el andén mientras Tomas y Jonny lo llevaban hasta la línea blanca de seguridad antes del foso de las vías.
El pelo de la sien derecha de Oskar le rozaba la oreja, disparándosele con el golpe de aire que salió del túnel cuando el metro que venía del centro se acercaba. El raíl sonaba y Jonny le susurró:
– Ahora vas a morir, ¿lo sabes?
Tomas se reía, agarrándolo aún más fuerte del brazo. La cabeza de Oskar se nubló: piensan hacerlo. Lo pusieron hacia fuera de manera que la parte superior de su cuerpo sobresalía en el vacío.
Los faros del metro que se acercaba dispararon una ráfaga de luz fría sobre los raíles. Oskar volvió la cabeza hacia la izquierda y vio el metro saliendo precipitadamente del túnel.
¡BOOOOOOOO!
La bocina del tren bramó y el corazón de Oskar reventó en una sacudida mortal al mismo tiempo que se orinaba y su último pensamiento era
¡Eli!
antes de que lo echaran hacia atrás y de que su vista se llenara del verde cuando el metro pasó de largo, a un decímetro de sus ojos.
Estaba tendido boca arriba sobre el andén, jadeando. La humedad de la entrepierna se volvió más fría. Jonny se sentó en cuclillas a su lado.
– Sólo para que te enteres de cómo son las cosas. ¿Te enteras?
Oskar asintió instintivamente. Acabad cuanto antes. Los viejos impulsos. Jonny se tocó con cuidado su oreja herida, sonrió. Después puso la mano en la boca de Oskar, le apretó las mejillas.
– Chilla como un cerdo si has entendido.
Oskar chilló. Como un cerdo. Se echaron a reír, los dos. Tomas dijo:
– Antes lo hacía mejor. Jonny asintió.
– Tendremos que empezar a entrenarlo de nuevo. Llegó el metro por el otro lado. Lo dejaron.
Oskar se quedó un rato en el suelo, vacío. Después apareció una cara por encima de él. Una anciana. Le tendió una mano.
– Pequeño, lo he visto. Tienes que denunciarlos a la policía, esto ha sido…
Policía.
– … intento de asesinato. Ven, que te…
Sin hacer caso de la mano, Oskar se puso en pie. Todavía dando tropezones hacia las puertas, escaleras arriba, seguía oyendo la voz de la señora detrás de él:
– ¿Cómo te encuentras…?
La pasma.
Lacke se sobresaltó cuando entró en el patio y vio el coche de la policía arriba, en la cuesta. Había dos agentes fuera del coche, uno de ellos escribía algo en un bloc. Dio por sentado que buscaban lo mismo que él, pero que estaban mal informados. Los policías no habían notado su sobresalto, así que siguió hasta el primer portal del edificio, entró en él.
Ninguno de los nombres del tablón le dijo nada, pero lo sabía: en el primer piso a la derecha. Al lado de la puerta del sótano había una botella de alcohol de quemar. Se paró y se quedó mirándola como si pudiera darle una pista de cómo debía de actuar.
El alcohol de quemar arde. Virginia ardió.
Pero ahí se acabó el razonamiento y sólo sentía la rabia ciega gritando de nuevo. Continuó subiendo las escaleras. Se había producido un desplazamiento.
Ahora tenía la cabeza clara y el cuerpo torpe. Los pies tropezaban con los peldaños y tenía que agarrarse al pasamanos para poder subir la escalera, al tiempo que su cerebro razonaba con claridad:
Entro. Lo encuentro. Le clavo algo en el corazón. Luego espero a que llegue la policía.
Se quedó parado delante de la puerta que no tenía letrero. ¿Y cómo cojones voy a entrar?
Medio en broma estiró el brazo, tocó el pasador y la puerta se abrió dejando al descubierto un piso vacío. No había muebles, ni alfombras, ni cuadros. Ni ropa. Se pasó la lengua por los labios.
Se ha largado. Aquí ya no tengo nada…
En el suelo de la entrada había otras dos botellas de alcohol de quemar. Trató de pensar qué podía significar aquello. Que aquel ser era bebedor… no. Que…
Quiere decir sólo que alguien ha estado aquí recientemente. Si no, la botella de abajo no estaría en el suelo. Sí.
Entró, se paró en el vestíbulo y escuchó. No oyó nada. Dio una vuelta al piso, vio que colgaban mantas de las ventanas en varias habitaciones, comprendió el motivo. Estaba en el sitio correcto.
Al final se quedó parado ante la puerta del cuarto de baño. Hizo presión sobre el picaporte: cerrado. Pero esa cerradura podría forzarla sin problema, sólo necesitaba un destornillador o algo parecido.
Volvió a intentar concentrar su atención en los movimientos. En realizar los movimientos. No tenía que pensar más. No necesitaba pensar más. Si empezaba a hacerlo, dudaría, y no iba a dudar. Por tanto, movimiento.
Miró en los cajones de la cocina. Encontró un cuchillo. Fue hasta el cuarto de baño. Fijó la punta en el tornillo del centro y giró en sentido contrario al de las agujas del reloj. La cerradura saltó, abrió la puerta. Estaba totalmente oscuro allí dentro. Buscó la llave de la luz, la encontró. Encendió.
¡Dios nos asista! Esto es la hostia…
El cuchillo de cocina se le cayó de las manos. La bañera estaba llena de sangre hasta la mitad. En el suelo había unos cuantos bidones grandes de plástico cuyas superficies transparentes tenían huellas de sangre. El cuchillo sonó contra las baldosas como un cascabel pequeño.
La lengua se le quedó pegada al paladar cuando se agachó para… ¿para qué? Para… comprobar… o algo más primitivo: la fascinación ante semejante cantidad de sangre… poder meter la mano en ella, bañarse las manos en sangre.
Bajó los dedos hacia la superficie quieta, oscura y… los hundió. Era como si le hubieran cortado los dedos, desaparecieron y con la boca abierta condujo la mano más abajo hasta que encontró…
Dio un grito, se echó hacia atrás.
Sacó la mano de la bañera y las gotas de sangre volaron describiendo arcos a su alrededor, aterrizaron en el techo, en las paredes. En un acto reflejo se llevó la mano a la boca. Se dio cuenta de lo que había hecho cuando su lengua, sus labios registraron un sabor dulzón y pegajoso. Escupió, se secó la mano en los pantalones. Se llevó la otra mano, la limpia, a la boca.
Hay alguien… ahí abajo.
Sí. Lo que había tocado con la punta de los dedos era un estómago. Se había hundido bajo la presión de sus dedos, antes de que él retirara la mano. Para dejar de pensar en el asco que le daba, buscó en el suelo, encontró el cuchillo, lo cogió otra vez agarrando con fuerza el mango.
Qué cojones voy a…
Si hubiera estado sobrio quizá se hubiera ido de allí en ese momento. Abandonando aquella laguna oscura que podía contener cualquier cosa bajo su superficie de nuevo quieta y reluciente. Un cuerpo descuartizado, por ejemplo.
El estómago tal vez está… tal vez es sólo estómago…
Pero la borrachera lo hacía inconsciente incluso de su propio miedo, así que cuando vio la cadenita que desde el borde de la bañera se hundía en aquel líquido oscuro, alargó la mano y tiró de ella.
El tapón se soltó allí abajo, el desagüe empezó a sorber y a tragar y se formó un ligero remolino en la superficie. Se puso de rodillas delante de la bañera, se lamió los labios. Sintió el sabor acre, escupió en el suelo.
La superficie descendía lentamente. Una línea de color rojo más oscuro se veía marcada con nitidez cerca del borde, donde el agua había alcanzado el nivel más alto.
Tiene que haber estado así mucho tiempo.
Después de algún minuto apareció sobre la superficie la silueta de una nariz en uno de los extremos. En el otro, un montón de dedos que subían mientras él los observaba, convirtiéndose en dos medios pies. El remolino de la superficie, intensificado, estaba ahora justamente ahí.
Deslizó la mirada a lo largo del cuerpo de niño que gradualmente fue apareciendo en el fondo. Un par de manos cerradas sobre el pecho. Rótulas. Una cara. La absorción era más lenta cuando la última sangre desaparecía por el desagüe.
El cuerpo que tenía delante de sus ojos era de color rojo oscuro; tornasolado, pringoso como un recién nacido. Tenía un ombligo. Pero no tenía órganos sexuales. ¿Chico o chica? No tenía importancia. Al observar la cara con los ojos cerrados lo reconoció demasiado bien.
Cuando Oskar intentó correr, las piernas se le quedaron bloqueadas. Se negaron.
Durante cinco segundos pensó realmente que iba a morir. Que iban a empujarlo. Ahora los músculos se negaban a abandonar ese pensamiento.
En el trecho entre la escuela y el gimnasio se le pasó.
Quería tumbarse. Dejarse caer hacia atrás en aquellos setos, por ejemplo. La cazadora y los pantalones forrados evitarían que se le clavaran las ramas; sólo lo acogerían suavemente. Pero tenía prisa. El segundero avanzando a saltos sobre la esfera del reloj.
La escuela.
La fachada angulosa y rojiza de ladrillo visto, ladrillo sobre ladrillo. En su cabeza, voló como un pajarillo por los corredores, entrando en la clase. Jonny estaba allí. Tomas. Sentados en sus pupitres y haciéndole burla. Bajó la cabeza, se miró las botas.
Tenía los cordones sucios; uno de ellos a punto de desatarse. Uno de los remaches metálicos del empeine se había doblado, metiéndose un poco hacia dentro. En los talones, la imitación de piel estaba abombada, brillante de tan gastada. De todas formas, probablemente tendría que llevar aquellas botas todo el invierno.
Frío, humedad en los pantalones. Levantó la cabeza.
No van a poder ganarme. No van. A poder. Ganarme.
Se meó. Las líneas rectas de la fachada de ladrillo visto se torcieron, se borraron, desaparecieron cuando echó a correr. Corría de tal manera que todo eran salpicaduras alrededor. El suelo volaba bajo sus pies y ahora le parecía como si el globo girara demasiado rápido.
Las piernas le seguían cuando los edificios altos, la antigua tienda de Konsum, la fábrica de bolitas de chocolate pasaron al mismo tiempo ante él, y la velocidad, junto con la costumbre, hizo que entrara en el patio a toda máquina, pasando por delante del portal de Eli hasta alcanzar el suyo.
Casi se estampa contra un policía que iba a entrar en su portal. El agente extendió la mano, lo paró.
– ¡Huuuy! Menuda prisa.
La lengua enmudeció. El policía lo soltó, se le quedó mirando… ¿sospechoso?
– ¿Vives aquí?
Oskar asintió. No había visto antes a ese policía. Tenía aspecto de bueno, la verdad. No. En condiciones normales le habría parecido que tenía cara de bueno. El agente arrugó la nariz, diciendo:
– Mira, sabes, ha… ocurrido una cosa aquí. En el portal de al lado. Por eso estoy dando una vuelta para preguntar si alguien ha oído algo. O ha visto algo.
– ¿En qué… en qué portal?
El policía hizo un gesto con la cabeza señalando hacia el portal de Tommy y el pánico repentino abandonó a Oskar.
– En ése. Sí, no en el portal, sino… en el sótano. ¿Tú, por casualidad, no habrás visto u oído algo raro allí? ¿Los últimos días?
Oskar negó con la cabeza. Los pensamientos le daban vueltas en un caos tan grande que en realidad ya no pensaba absolutamente nada, pero le pareció que la angustia debía salirle por los ojos, totalmente visible para el agente. Y éste ciertamente ladeó la cabeza, lo miró con atención.
– ¿Te pasa algo?
– … estoy bien…
– No tienes que asustarte por esto. Ya… ha pasado. Así que no debes preocuparte por ello. ¿Están tus padres en casa?
– No. Mamá. No.
– Bueno. Pero yo voy a seguir por aquí, así que… puedes pensar un poco, a lo mejor has visto algo. El policía le abrió la puerta:
– Entra.
– No, yo sólo…
Oskar se dio la vuelta esforzándose por andar de una manera natural cuesta abajo. A mitad del camino se volvió y vio que el policía entraba en su portal.
Han cogido a Eli.
Le empezaron a temblar las mandíbulas, los dientes golpeaban un confuso mensaje en Morse a través del esqueleto mientras abría el portal de Eli y seguía escaleras arriba. ¿Habrían puesto aquellas cintas en la puerta de Eli? ¿Habrían cerrado el paso?
Di que puedo entrar.
La puerta estaba entreabierta.
Si la policía hubiera estado aquí, ¿por qué iban a haber dejado abierto? No harían una cosa así.
Puso los dedos en el pasador, abrió la puerta con cuidado, se deslizó dentro del piso. Estaba oscuro. Uno de sus pies tropezó con algo. Una botella de plástico. Primero pensó que había sangre en la botella, luego vio que era eso que uno tiene para hacer fuego.
Respiración.
Alguien respiraba.
Se movía.
El ruido llegaba desde el baño hasta la entrada. Oskar avanzó, un paso sigiloso tras otro, apretó los labios hacia dentro para silenciar los dientes y el temblor se desplazó hacia la barbilla, el cuello, sacudiéndole la incipiente nuez. Dio la vuelta a la esquina y miró dentro del cuarto de baño.
Ése no es policía.
Un hombre con la ropa desgastada estaba de rodillas al lado de la bañera, con la parte superior del cuerpo inclinado sobre ésta, que quedaba fuera de la vista de Oskar. Sólo veía un par de pantalones grises sucios, un par de zapatos rotos con las puntas dobladas contra las baldosas. El bajo de un abrigo.
¡El viejo! Pero… si respira.
Sí. Inspiraciones y expiraciones silbantes sonaban casi como suspiros dentro del cuarto de baño y Oskar, sin darse cuenta, se acercó más. Palmo a palmo fue viendo más del cuarto del baño y, cuando estaba casi delante, vio lo que estaba a punto de ocurrir.
Lacke no era capaz.
El cuerpo que yacía en el suelo de la bañera parecía totalmente frágil. No respiraba. Le había puesto la mano en el pecho y constató que el corazón latía, pero sólo algunas pulsaciones por minuto.
Se había imaginado algo… terrorífico. Algo que estuviera en proporción con el terror que había experimentado en el hospital. Pero esa pequeña piltrafa sanguinolenta no parecía que pudiera volver a levantarse y menos aún hacerle daño a nadie. No era más que un niño. Un niño que se encontraba mal.
Era como haber visto a alguien querido sufrir consumido por un cáncer, y luego ver una célula cancerígena en el microscopio. Nada. ¿Eso? ¿Eso fue la causa? Tan pequeña.
Destrózame el corazón.
Se volvió a poner en cuclillas, dejó caer la cabeza tanto que se dio con el borde de la bañera: un golpe sordo que retumbó. No podía. No. Matar a un niño. Un niño dormido. Era incapaz, sólo eso. Con independencia de…
Es así como ha sobrevivido.
Eso. Eso. No el niño. Eso.
Eso era lo que se había lanzado sobre Virginia y… eso había matado a Jocke. Eso. Ese ser que yacía ahora ante él. Ese ser que volvería a hacerlo, contra otras personas. Y ese ser no era una persona. Ni siquiera respiraba y, sin embargo, el corazón latía como… el de un animal en hibernación.
Piensa en los otros.
Una serpiente venenosa donde viven las personas. ¿No la voy a matar sólo porque en este momento parece indefensa?
Y, sin embargo, no fue eso lo que finalmente le hizo decidirse. Fue cuando le miró de nuevo a la cara, cubierta por una fina película de sangre, y le pareció que… sonreía.
Se reía de todo el daño que hacía.
Basta.
Levantó el cuchillo de cocina sobre el pecho de aquel ser, movió las piernas un poco hacia atrás para poder descargar todo su peso en el golpe y
¡AAAAHHHH!
Oskar lanzó un grito.
El viejo no se movió; sólo se quedó paralizado, volvió la cabeza hacia Oskar y dijo lentamente:
– Tengo que hacerlo. ¿Me entiendes?
Oskar le conocía. Uno de los borrachos que vivía en ese patio, solía saludarle a veces. ¿Por qué hace esto?
No importaba. Lo principal era que el viejo tenía un cuchillo en las manos, un cuchillo dirigido contra el pecho de Eli que yacía allí desnudo y descubierto en la bañera.
– No lo hagas.
El viejo movió la cabeza hacia la derecha, hacia la izquierda, más como si buscara algo en el suelo que como si estuviera negando.
– No…
Se volvió de nuevo hacia la bañera, hacia el cuchillo. A Oskar le habría gustado explicárselo. Que el de la bañera era su amigo, que era su… que tenía un regalo para él, que… que era Eli.
– Espera.
La punta del cuchillo apuntaba de nuevo al pecho de Eli, presionando con tanta fuerza que casi pinchaba la piel. Oskar no sabía en realidad lo que hacía cuando se metió la mano en el bolsillo de la cazadora y sacó el cubo; se lo enseño al viejo:
– Mira.
Lacke sólo lo vio por el rabillo del ojo como una súbita aparición de colores en medio de toda la negrura que lo envolvía. Pese a la burbuja de determinación en la que se hallaba encerrado no pudo dejar de volver la cabeza hacia allí, mirar a ver qué era.
Un cubo de ésos en las manos del chaval. Colores alegres.
Parecía totalmente insano en aquel ambiente. Un papagayo entre los grajos. Por un momento se quedó hipnotizado por el colorido del juguete, luego volvió de nuevo la mirada hacia la bañera, hacia el cuchillo que estaba a punto de ser clavado entre las costillas.
Sólo tengo que apretar.
Un destello.
Los ojos de ese ser se abrieron.
Se puso en tensión para apretar el cuchillo a fondo, y sus sienes explotaron.
El cubo crujió cuando una de sus esquinas golpeó la cabeza del viejo y se torció en la mano de Oskar. El hombre cayó de lado sobre uno de los bidones de plástico, que resbaló y fue a parar contra el borde de la bañera con el sonido de un bombo.
Eli se sentó.
Desde la puerta del cuarto de baño Oskar sólo podía verle la espalda. El pelo le caía pegajoso y aplanado sobre la parte posterior de la cabeza y la espalda era toda una herida.
El viejo trató de levantarse, pero Eli, más que saltar, cayó de la bañera aterrizando en las rodillas del hombre como un niño que se hubiera abalanzado sobre su padre para que lo consolara. Eli puso sus brazos alrededor del cuello del viejo y acercó su cara a la de él como si quisiera susurrarle algo con ternura.
Oskar salió del cuarto de baño reculando cuando Eli mordió al viejo en el cuello. Eli no le había visto, pero el viejo sí. Su mirada se quedó fija en Oskar y no la apartó mientras éste caminaba de espaldas, hacia la entrada.
– Perdón.
Oskar no consiguió que la palabra se oyera, pero sus labios la formaron antes de doblar la esquina y de que se interrumpiera el contacto con los ojos.
Estaba con la mano apoyada en el picaporte cuando el viejo gritó. Después el sonido desapareció de golpe, como si le hubieran puesto una mano sobre la boca.
Oskar vaciló. Después cerró la puerta. Echó el seguro.
Sin mirar hacia la derecha cruzó el pasillo, entró en el cuarto de estar.
Se sentó en la butaca.
Empezó a canturrear para ahogar los ruidos que llegaban del cuarto de baño.