En la actualidad, ésta es
mi única posibilidad de protestar…
Bob Hund, Uno que se resiste
Let the right one in
Let the old dreams die
Let the wrong ones go
They cannot do
What you want them to do
Morrissey, Let the Right One Slip In
De Dagens Eko, 16.45, lunes 9 de noviembre de 1981
El llamado asesino ritual ha sido detenido por la policía el lunes por la mañana. El hombre se encontraba en ese momento en un local de un sótano en Blackeberg, al oeste de Estocolmo.
Bengt Larn, portavoz de la policía:
– Se ha detenido a una persona, eso es correcto.
– ¿Están seguros de que es el hombre al que se buscaba?
– Relativamente. Algunos factores, no obstante, dificultan su positiva identificación.
– ¿Qué factores?
– Lo siento, pero no puedo entrar a comentarlos por ahora.
El hombre fue llevado al hospital tras su detención. Su estado se describe como muy crítico.
Junto al hombre se hallaba también un chico de dieciséis años. El chico no presentaba daños físicos, pero se encontraba en estado de shock y ha sido trasladado al hospital para su observación.
La policía está registrando ahora los alrededores para reunir más información sobre el desarrollo de los hechos.
El rey Carl Gustaf inauguró hoy un puente nuevo sobre el estrecho de Almo en Bohuslän. A la inauguración…
Extracto de las anotaciones del diagnóstico hecho por el catedrático de cirugía, por encargo de la policía
… exploración preliminar con dificultades… contracciones musculares de carácter espasmódico… el estímulo del sistema central nervioso, ilocalizable… parada de la actividad cardiaca…
La actividad muscular cesa a las 14.25… la autopsia revela la existencia, antes desconocida, de… órgano interno gravemente deformado…
La anguila que muerta y troceada salta en la sartén… hasta ahora nunca observado en un tejido humano… solicita poder conservar el cuerpo… atentamente…
Del periódico Västerort, semana 46
¿QUIÉN MATÓ A NUESTROS GATOS?
– Lo único que conservo es su collar -dice Svea Nordström señalando con la mano el embarrado prado donde apareció su gato y los de otros ocho vecinos…
Del informativo Aktuellt, lunes 9 de noviembre, 21.00
La policía pudo acceder esta tarde al piso que, según se cree, pertenece al llamado asesino ritual, que fue detenido esta mañana.
Una llamada hizo que la policía pudiera finalmente localizar la vivienda en Blackeberg, a unos cincuenta metros del lugar donde el hombre fue detenido esta mañana.
Tenemos a nuestro reportero Folke Ahlmarker en el lugar:
– El personal de la ambulancia está en estos momentos trasladando el cuerpo de un hombre hallado muerto en el piso. Aún no se sabe quién es el cadáver. Por lo demás, parece que la vivienda se encontraba totalmente vacía de objetos. Parece ser que hay también indicios de que otras personas han estado recientemente en la vivienda.
– ¿Qué hace ahora la policía?
– Han estado todo el día en la zona llamando a las puertas, pero si han obtenido alguna información, eso aún no lo han comunicado.
– Gracias, Folke.
Ráfagas de luz azul en el techo del dormitorio. Oskar está tumbado en su cama con las manos debajo de la cabeza.
Bajo la cama hay dos cajas de cartón. En una de ellas hay mucho dinero, montones de billetes y dos botellas de alcohol de quemar, la otra está llena de rompecabezas.
La caja con ropa se quedó allí.
Para ocultar las cajas, Oskar ha puesto su juego de hockey delante de ellas. Mañana las bajará al sótano, si tiene fuerzas. Su madre está viendo la tele, grita algo acerca de que su casa se ve por el televisor. Pero él no tiene más que levantarse y acercarse a la ventana para ver la misma cosa, desde otro ángulo.
Las cajas las tiró desde el balcón de Eli al suyo cuando aún era de día, mientras Eli se lavaba. Cuando salió del cuarto de baño la herida de la espalda ya se le había curado y estaba algo mareado por el alcohol que contenía la sangre.
Se acostaron juntos, se abrazaron. Oskar le contó lo que le había pasado en el metro. Eli le dijo:
– Perdona. Que pusiera en marcha todo esto.
– No. Está bien.
Silencio. Largo. Después Eli le preguntó, con discreción:
– ¿Te gustaría… ser como yo?
– … No. Me gustaría estar contigo, pero…
– No. Claro que no quieres. Lo entiendo perfectamente.
Al anochecer se levantaron por fin, se vistieron. Estaban abrazados en el cuarto de estar cuando oyeron la sierra. Estaban serrando la cerradura.
Corrieron hacia el balcón, saltaron sobre la barandilla, aterrizaron en blando en los setos de abajo.
Dentro del piso oyeron que alguien decía:
– Pero qué demonios…
Se acurrucaron juntos bajo el balcón. Pero no había tiempo.
Eli volvió la cara hacia Oskar, diciendo:
– Yo…
Cerró la boca. Luego besó a Oskar en los labios.
Oskar vio durante unos segundos a través de los ojos de Eli. Y lo que vio era… él mismo. Sólo que mucho más elegante, más guapo, más fuerte de lo que creía que era. Visto con amor.
Unos segundos.
Voces en el piso de al lado.
Lo último que Eli había hecho antes de levantarse fue despegar el papel con el código Morse. Ahora se oían unos pies pesados dando vueltas en la habitación donde Eli se había tumbado y desde donde le había enviado mensajes.
Oskar pone la palma de la mano sobre la pared.
– Tú…
Oskar no fue a la escuela el martes. Se quedó en su cama atento a los ruidos que llegaban a través de la pared preguntándose si encontrarían algo que pudiera conducirles hasta él. Al mediodía se dejaron de oír ruidos, y todavía no habían vuelto.
Entonces se levantó, se vistió y fue hasta el portal de Eli. La puerta del piso estaba precintada. Prohibido el paso. Mientras permanecía allí, mirando, llegó un policía hasta el rellano. Pero él no era más que un niño curioso del vecindario.
Al anochecer bajó las cajas al sótano y puso una alfombra vieja por encima de ellas. Ya decidiría más tarde qué haría con ellas. Si entraba algún ladrón en su cuarto trastero seguro que se iba a poner contento.
Se quedó un buen rato sentado en la oscuridad del sótano, pensando en Eli, en Tommy, en el viejo. Eli le había contado todo, que no había sido su intención que las cosas acabaran así.
Pero Tommy estaba vivo. Se pondría bien de nuevo. Eso le había dicho su madre a la madre de Oskar. Al día siguiente volvería a casa. Al día siguiente.
Al día siguiente, Oskar regresaría a la escuela. A encontrarse con Jonny, con Tomas, con… Tendremos que empezar a entrenarlo de nuevo.
Los dedos fríos, duros de Jonny sobre su mejilla. Apretando su carne blanda contra los dientes hasta que su boca involuntariamente tuvo que abrirse.
Chilla como un cerdo.
Oskar juntó las manos, apoyó la cara en ellas mirando la pequeña colina que formaba la alfombra sobre las cajas. Se levantó, retiró la alfombra y abrió la caja en la que estaba el dinero.
Billetes de mil y de cien todos revueltos, algunos fajos. Revolvió el dinero con la mano hasta que encontró una de las botellas. Después subió al piso a buscar cerillas.
Un foco solitario esparcía un resplandor blanco y frío sobre el patio de la escuela. Más allá de su luz se veían, pegados al suelo, los contornos de los juegos. Las mesas de ping-pong, tan estropeadas que no se podía jugar en ellas más que con pelotas de tenis, estaban cubiertas de nieve medio fundida.
Dos hileras de ventanas dentro del edificio de la escuela tenían las luces encendidas. Los cursos de la tarde. Por eso también estaba abierta una de las puertas laterales de la escuela.
Oskar, recorriendo pasillos a oscuras, llegó hasta su clase. Estuvo un rato mirando los pupitres. El aula parecía irreal a esas horas de la tarde, como si los fantasmas, murmurando silenciosamente, la utilizaran para su enseñanza: imposible imaginarse cómo sería esa enseñanza.
Se dirigió al pupitre de Jonny, levantó la tapa y lo roció con unos decilitros de alcohol de quemar. En el de Tomas, lo mismo. Se detuvo un momento delante del de Micke. Decidió que no. Luego se sentó en el suyo. Dejó que se filtrara. Como se hace con el carbón de la barbacoa.
Soy un fantasma. Buuu… buuu…
Abrió la tapa del pupitre y sacó Ojos de fuego, le hizo gracia el título y se lo guardó en la cartera. El libro de sueco donde había escrito una historia que le gustaba. Su bolígrafo preferido. A la cartera. Después se levantó, dio una vuelta a la clase y disfrutó estando allí. En paz.
Olía a química en el pupitre de Jonny cuando volvió a levantar la tapa, sacó las cerillas.
No, espera…
Fue a buscar dos reglas de madera grandes en la estantería que había al fondo de la clase. Sujetó la tapa del pupitre de Jonny con una de ellas, la de Tomas con la otra. Si no, dejaría de arder tan pronto como él soltara la tapa.
Dos animales prehistóricos hambrientos abriendo sus fauces en busca de comida. Dos dragones.
Encendió una cerilla, sujetándola en la mano hasta que la llama era grande y clara. Luego la soltó.
Cayó de su mano como una gota amarilla y
BUMMM
Jod…
Le escocieron los ojos cuando la cola morada de un cometa salió del pupitre y le lamió la cara. Se echó hacia atrás; había creído que ardería como… el carbón de la barbacoa, pero el pupitre saltó ardiendo por los aires, todo quedó envuelto en una gran llama que llegó hasta el techo.
Ardía demasiado.
La luz bailaba, se agitaba sobre las paredes de la clase y una guirnalda con grandes letras de papel que colgaba sobre el sitio de Jonny se rompió y cayó al suelo con la P y la Q ardiendo. La otra mitad se movía formando un amplio arco y las llamas cayeron sobre el pupitre de Tomas, que al momento se prendió con el mismo
BUMMM.
Una detonación succionadora al tiempo que Oskar corría fuera de la clase con la cartera golpeándole en la cadera. Piensa si toda la escuela…
Cuando llegó al final del pasillo empezó a sonar la alarma. Un estruendo metálico llenó el edificio y sólo cuando ya había bajado un tramo de las escaleras comprendió que se trataba de la alarma contra incendios.
Fuera, en el patio, la gran campana llamaba enfadada a unos alumnos que no existían, convocando a los fantasmas de la escuela y acompañando a Oskar durante la mitad del camino hacia su casa.
Cuando llegó a la vieja tienda de Komsum y la campana dejó de sonar, se relajó. Siguió andando tranquilamente.
En el espejo del cuarto de baño vio que tenía las puntas de las pestañas enroscadas, quemadas. Cuando se pasó el dedo por ellas, se desprendieron.
No fue a la escuela. Dolor de cabeza. Sonó el teléfono a eso de las nueve. No contestó. A mediodía vio pasar por la ventana a Tommy y a su madre. Tommy iba despacio, inclinado hacia delante. Como una persona mayor. Oskar se agachó para que no le vieran.
El teléfono sonaba con un intervalo de una hora. Al final, hacia las doce, contestó:
– Sí, soy Oskar.
– Hola. Me llamo Bertil Svanberg y soy, como quizá sabes, el director de la escuela a la que tu…
Colgó el auricular. Volvió a sonar el teléfono. Estuvo un rato mirándolo mientras sonaba, imaginándose al director con su chaqueta de cuadros tamborileando con los dedos y haciendo aspavientos. Después se vistió y bajó al sótano.
Se sentó y se entretuvo con los rompecabezas, miró en la cajita blanca de madera en la que relucían los cientos de piezas pequeñas del huevo de cristal. Eli sólo se había llevado algunos billetes de mil y el cubo. Cerró la caja de los rompecabezas, abrió la otra, revolvió con la mano entre los billetes. Cogió un puñado y los tiró por el suelo. Los cogió de uno en uno, jugando a «El chico de los pantalones de oro» hasta que se cansó. Doce billetes arrugados de mil y siete de cien estaban tirados a sus pies.
Juntó los billetes de mil en un montón y los dobló. Devolvió los de cien y cerró la caja. Subió al piso, buscó un sobre blanco en el que puso los billetes de mil. Sopesó el sobre en la mano preguntándose cómo hacerlo. No quería escribir; alguien podría reconocer su letra.
Sonó el teléfono.
Acaba de una vez. Entiende que yo no existo.
Alguien quería hablar en serio con él. Alguien quería preguntarle si sabía lo que había hecho. Lo sabía muy bien. Jonny y Tomas seguro que también lo habían entendido. No había más que hablar.
Fue hasta su escritorio y sacó sus letras adhesivas. En medio del sobre pegó una T y una O. La primera M salió algo torcida, pero la otra quedó recta. Igual que la Y.
Cuando abrió el portal de Tommy con el sobre en el bolsillo de la cazadora sintió más miedo que la tarde anterior cuando estuvo en la escuela. Con sigilo y con el corazón desbocado deslizó el sobre en el buzón de Tommy para que nadie le oyera y abriera la puerta o le viera por la ventana.
Pero no vino nadie, y cuando Oskar volvió a su piso se sintió un poco mejor. Un rato. Hasta que volvió de nuevo el hormigueo.
No debería… estar aquí.
A las tres, su madre regresó a casa, tres horas antes de lo habitual. Oskar estaba entonces sentado en el cuarto de estar escuchando el disco de Vikingarna. Ella entró en el cuarto, levantó la aguja y apagó el tocadiscos. Por su cara, adivinó que ella lo sabía.
– ¿Cómo estás?
– No muy bien.
– No…
Su madre suspiró y se sentó en el sofá.
– El director de tu escuela me ha llamado. Al trabajo. Me ha contado que… que había habido un fuego ayer por la tarde. En la escuela.
– ¿Ah, sí? ¿Se ha quemado?
– No, pero…
Calló, fijó la vista unos segundos en la alfombra de nudos. Después la levantó y buscó la mirada de Oskar.
– Oskar. ¿Fuiste tú? Él la miró directamente a los ojos y dijo:
– No.
Pausa.
– ¿No?, pues por lo visto ha habido muchos desperfectos en la clase, y… había empezado… en el pupitre de Jonny y en el de Tomas…
– ¿Ah, sí?
– Y ellos evidentemente están bastante seguros de que… de que has sido tú.
– Pero no he sido.
Su madre siguió sentada en el sofá y respiraba por la nariz. Estaban a un metro el uno del otro, a una distancia infinita.
– Quieren… hablar contigo.
– Yo no quiero hablar con ellos.
La tarde iba a ser larga. Nada bueno en la tele.
Por la noche, Oskar no podía dormir. Se levantó de la cama, se acercó sigilosamente a la ventana. Le pareció que había alguien sentado en la escalera del tobogán abajo en el parque. Pero no eran más que figuraciones, claro. Sin embargo, siguió mirando la sombra que había allí abajo hasta que se le cerraron los ojos.
Cuando se volvió a meter en la cama seguía sin poder dormirse. Con cuidado dio unos golpecitos en la pared. No hubo respuesta. Sólo el sonido seco de sus propios dedos, nudillos contra hormigón, llamadas a una puerta que se había cerrado para siempre.
Oskar vomitó por la mañana y pudo quedarse en casa un día más. A pesar de que sólo había dormido unas horas por la noche, no era capaz de descansar. Sentía una inquietud que le desazonaba todo el cuerpo, que le hacía dar vueltas y más vueltas por el piso. Cogía cosas, las miraba, las volvía a dejar.
Era como si hubiera algo que tenía que hacer. Algo que fuera absolutamente necesario que hiciera. Pero no podía saber qué era.
Por un momento creyó que era eso cuando quemó los pupitres de Jonny y de Tomas. Después pensó que era eso cuando dejó el dinero a Tommy. Pero no era eso. Era otra cosa.
Una gran representación teatral que ya había terminado. Ahora daba vueltas al escenario vacío y sin luces recogiendo lo que se había quedado olvidado. Aunque había otra cosa… Pero ¿qué?
Cuando llegó el correo a eso de las once había una sola carta. Le dio un vuelco al corazón cuando la recogió, le dio la vuelta.
Era para su madre. En la esquina superior, a la derecha, llevaba el membrete Distrito escolar Ängby Sur. La rompió en pedazos, sin abrirla, tiró los trozos de papel al servicio. Se arrepintió. Demasiado tarde. No le preocupaba lo que pudiera poner en ella, pero habría más complicaciones si actuaba de esa manera que si dejaba las cosas como estaban.
Pero no tenía importancia.
Se desnudó, se puso su albornoz. Permaneció ante el espejo de la entrada, observándose a sí mismo. Haciendo como si fuera otra persona. Inclinándose para besar el cristal del espejo. Justo en el momento en que sus labios rozaron la fría superficie, sonó el teléfono. Y casi sin pensar levantó el auricular.
– Sí, soy yo.
– Sí.
– Hola, soy Fernando.
– ¿Qué?
– Sí. Ávila. El maestro Ávila.
– Ah, sí. Hola.
– Sólo quería saber si… vas a venir hoy a entrenar.
– Estoy… un poco enfermo.
Se quedó en silencio al otro lado. Oskar podía oír la respiración del maestro. Uno. Dos. Luego:
– Oskar: si lo has hecho o no, a mí no me importa. Si te apetece hablar, hablamos. Si no lo deseas, no lo hacemos; pero quiero que vengas a entrenar.
– Y eso… ¿por qué?
– Porque Oskar, no puedes quedarte como snigeln, ¿cómo se dice…?, el caracol. En el caparazón. Si no estás enfermo, enfermarás. ¿Estás enfermo?
– … Sí.
– Entonces necesitas entrenamiento físico. Te vienes esta tarde.
– ¿Y los otros?
– ¿Los otros? ¿Qué pasa con los otros? Si se meten contigo, les doy un bufido y dejarán de hacerlo. Pero no lo harán. Allí toca entrenar. Oskar no contestó.
– ¿Estás de acuerdo? ¿Vendrás?
– Sí…
– Bien. Nos vemos.
Oskar colgó el auricular y le volvió a rodear el silencio. No quería ir a entrenar. Pero quería ver al maestro. Tal vez podía ir un poco antes, ver si estaba allí. Luego, volver a casa cuando empezara.
No es que Ávila fuera a aceptar eso, pero…
Dio otras cuantas vueltas por el piso. Preparó la bolsa para ir a entrenar, más que nada por tener algo que hacer. Menos mal que no le había pegado fuego al pupitre de Micke, porque Micke podía estar entrenando. Aunque a lo mejor había ardido también, puesto que estaba al lado del de Jonny. ¿Cuánto se habría quemado en realidad?
¿A quién se lo podía preguntar…?
Hacia las tres volvió a sonar el teléfono. Oskar dudó antes de cogerlo, pero después de aquel rayo de esperanza que había sentido tras ver la carta, ya no podía dejar de contestar.
– Sí, soy Oskar.
– Hola, soy Johan.
– Hola.
– ¿Cómo estás?
– Regular.
– ¿Hacemos algo esta tarde?
– ¿A qué hora… entonces?
– Sí… pues a las siete, o así.
– No, a esa hora voy a… entrenar.
– ¿Ah, sí? Bueno. Lo siento. Adiós.
– ¿Johan?
– ¿Sí?
– He… oído que ha habido fuego. En la clase. ¿Ha sido mucho… lo que se ha quemado?
– No. Algunos pupitres, sólo.
– ¿Nada más?
– Noo… unos pocos… papeles y eso.
– Bueno.
– Tu pupitre se libró.
– Sí. Bien.
– Vale. Adiós.
– Adiós.
Oskar colgó el teléfono con una sensación extraña en el estómago. Había creído que todos sabían que había sido él. Pero no había sonado así al hablar con Johan. Y, además, su madre le había dicho que era mucho lo que se había quemado. Pero claro, puede que ella hubiera exagerado.
Oskar prefirió creer a Johan. Puesto que él lo había visto.
– ¡Uf! Pues…
Johan colgó el auricular mirando indeciso alrededor. Jimmy meneaba la cabeza, expulsando el aire a través de la ventana de la habitación de Jonny.
– Es lo peor que he oído.
Con voz apenada dijo Johan:
– No es tan fácil.
Jimmy se volvió hacia Jonny, que estaba sentado en su cama dando vueltas entre los dedos a una borla de la colcha de la cama.
– ¿Qué es lo que ha pasado? ¿La mitad de la clase ha ardido? Jonny asintió.
– Todos en la clase le odian.
– Y tú… -Jimmy se dirigió de nuevo a Johan-, y tú dices que… ¿qué es lo que has dicho?: «Unos pocos papeles». ¿Crees que se lo va a tragar?
Johan agachó la cabeza avergonzado.
– No sabía qué decirle. Pensé que iba a sospechar si le decía que…
– Bueno, bueno. Lo hecho, hecho está. Ahora, esperemos a que venga.
Johan posaba sus ojos en Jonny y en Jimmy alternativamente. Pero las miradas de ambos estaban vacías, concentradas en las imágenes de la tarde que se avecinaba.
– ¿Qué pensáis hacer?
Jimmy se inclinó hacia delante en la silla, sacudió un poco de ceniza que le había caído en la manga del jersey y dijo lentamente:
– Él prendió fuego. Todo lo que teníamos de nuestro padre. Así que lo que pensamos hacer, eso es algo en lo que tú no tienes por qué… interesarte tanto. ¿O no?
Su madre llegó a las cinco y media. Las mentiras, la desconfianza de la tarde anterior flotaban aún entre ellos como una niebla fría y su madre se fue directamente a la cocina y empezó a hacer un ruido innecesariamente alto con los cacharros. Oskar cerró su puerta. Se tumbó en la cama y se quedó mirando al techo.
Se podía ir. Fuera, al patio. Abajo, al sótano. A la plaza. Coger el metro. Y sin embargo no había ningún sitio… ningún sitio en el que él… nada.
Oyó cómo su madre iba hacia el teléfono, marcaba un número con muchas cifras. El de su padre, probablemente. Oskar sintió un pequeño escalofrío.
Se echó el edredón por encima, se sentó con la cabeza contra la pared, escuchando retazos de la conversación entre sus padres. Si él pudiera hablar con su padre. Pero no podía. Nunca funcionaba.
Se colocó el edredón haciendo como si fuera un jefe indio, impasible ante todo, mientras la voz de su madre subía de tono. Después de un rato empezó a gritar y el jefe indio se derrumbó en la cama, apretando el edredón, las manos contra los oídos.
Había tanto silencio dentro de la cabeza. Es… el espacio.
Oskar convirtió rayas, colores y puntos ante sus ojos en planetas, en lejanos sistemas solares a través de los cuales viajaba. Aterrizó en una cometa, voló un rato sobre ella, saltó y se quedó flotando libremente en el espacio hasta que tiraron del cobertor y abrió los ojos.
Allí estaba su madre. Con los labios apretados. Su voz, un cortante staccato al hablar:
– Bueno. Ahora me ha contado tu padre… que él… el sábado… que tú… ¿dónde estuviste? ¿Eh? ¿Dónde estuviste? ¿Me puedes contestar a eso?
Su madre tiró del edredón, justo sobre su cara, y el cuello se le tensó como una soga.
– Ya no vas a volver a ir allí más. Nunca más. ¿Me oyes? ¿Por qué no me has dicho nada? Desde luego… ese cabrón. Ésos no deberían tener hijos. No va a volver a verte. Se puede quedar allí bebiendo todo lo quiera. ¿Me oyes? No le necesitamos para nada. Estoy tan…
Su madre se dio media vuelta, alejándose de la cama salió de la habitación dando un portazo que hizo temblar las paredes. Oskar oyó cómo enseguida volvió a marcar el largo número, lanzó un taco al equivocarse en uno y empezó de nuevo. Unos segundos después de que hubiera marcado la última cifra, empezó otra vez a gritar.
Oskar se deslizó fuera de la cama, cogió la bolsa de gimnasia y salió al pasillo, donde su madre estaba tan ocupada gritando a su padre que no notó siquiera que él se ponía las botas y, sin atárselas, se dirigía hacia la puerta.
No le vio hasta que estaba ya en el rellano de la escalera.
– ¿Oye? ¿Adónde vas?
Oskar dio un portazo y bajó las escaleras corriendo, siguió corriendo con las botas desatadas hacia la piscina.
– Roger, Prebbe…
Jimmy señalaba con el tenedor de plástico a los dos que salían del metro. El bocado de ensalada con gambas que Jonny acababa de darle a su rollito se le quedó atragantado a medio camino y se vio obligado a tragar una vez más para poderlo pasar. Miró a su hermano con cara interrogante, pero la atención de Jimmy se hallaba concentrada en los dos que se acercaban pesadamente hasta el puesto de salchichas, saludando.
Roger era delgado y tenía el pelo largo y lacio, cazadora de cuero. La piel de la cara marcada por cientos de pequeños cráteres y aparentemente consumida porque tenía los huesos muy marcados y los ojos parecían extrañamente grandes.
Prebbe llevaba una cazadora vaquera con las mangas cortadas y debajo una camiseta, y nada más, aunque la temperatura no subía de los dos grados. Era grandote. Desbordado por todos sitios, con el pelo rapado. Un cazador de montaña que hubiera perdido la forma física.
Jimmy les comentó algo, señalando, y ellos fueron los primeros en dirigirse hacia la caseta del transformador que había al lado de los raíles del metro. Jonny dijo en voz baja:
– ¿Por qué… vienen?
– Para ayudarnos, claro.
– ¿Hace falta?
Jimmy sonrió meneando la cabeza, como si Jonny en realidad no entendiera ni jota de cómo funcionaba aquello.
– ¿Qué habías pensado hacer con el profe, entonces?
– ¿Ávila?
– Sí. ¿Creías que nos iba a dejar entrar sin más y… eh?
Jonny no tenía respuesta para eso, así que siguió a su hermano hasta la parte de atrás de la caseta de ladrillos. Roger y Prebbe estaban a la sombra con las manos en los bolsillos y calentándose los pies dando patadas. Jimmy sacó del bolsillo de la cazadora una pitillera plateada, apretó el botón y se la acercó a los dos.
Roger se quedó observando los seis cigarrillos liados a mano que había en ella, y dijo:
– Liado y listo, se agradece… -y pescó el más grueso entre dos dedos delgados.
Prebbe hizo una mueca que le hizo parecerse a un Teleñeco en el balcón.
– Pierden fuerza si no se fuman pronto. Jimmy, ofreciéndole la pitillera, dijo:
– Puta vieja. Los lié hace una hora. Y esto no es esa mierda marroquí que tú sueles traer. Esto es auténtico.
Prebbe suspiró y cogió uno de los cigarrillos, Roger le dio fuego.
Jonny miraba a su hermano. La cara de Jimmy era una silueta afilada contra la luz que salía del andén del metro. Jonny le admiraba. Se preguntaba si él alguna vez sería un tipo así y se atrevería a decirle «puta vieja» a alguien como Prebbe.
Jimmy también cogió un cigarrillo, lo encendió. El papelillo liado en el extremo ardió un momento antes de que se formara el ascua.
Dio una calada profunda y Jonny quedó envuelto en el aire dulzón al que siempre olía la ropa de Jimmy.
Fumaron en silencio un rato. Luego Roger alargó el cigarrillo a Jonny.
– ¿Quieres darle una calada?
Jonny estaba a punto de alargar la mano para cogerlo, pero Jimmy le dio una palmada en el hombro a Roger.
– Idiota. ¿Quieres que se vuelva como tú, eh?
– Sería agradable.
– Para ti, puede. Pero no para él.
Roger se encogió de hombros, retirando su invitación.
Eran las siete y media cuando dejaron de fumar, y Jimmy, cuando habló, lo hizo con exagerada claridad, cada palabra una complicada escultura que tenía que salir de su boca.
– Bueno. Éste… es Jonny. Mi hermano.
Roger y Prebbe asintieron complacidos. Jimmy agarró la barbilla de Jonny con un gesto algo torpe y giró su cabeza de perfil hacia los otros dos.
– Mirad aquí, la oreja. Se lo ha hecho él. De esto es de lo que vamos a… ocuparnos.
Roger dio un paso al frente, entornó los ojos mirando la oreja de Jonny y chascando la lengua dijo:
– Joder. Parece increíble.
– No necesito la opinión… de ningún… experto. Sólo tenéis que escucharme. Esto es lo que vamos a hacer…
Las verjas del callejón entre las paredes de ladrillo estaban abiertas. Plaf, plaf, sonaba el eco de las botas de Oskar mientras avanzaba hacia la puerta de la piscina; la abrió. El calor húmedo se posó sobre su cara y una nube de vapor se escapó hacia fuera, hacia el frío callejón. Se apresuró a entrar y cerrar la puerta.
Se quitó las botas de dos patadas y continuó hasta los vestuarios. Vacíos. Desde el cuarto de las duchas se oía el agua de una de ellas y una voz grave que cantaba:
Bésame, bésame mucho,
como si fuera esta noche la última vez…
El maestro. Sin quitarse la cazadora Oskar se sentó en uno de los bancos, a esperar. Después de un rato se dejó de oír el chapoteo del agua y la canción, y el maestro salió a los vestuarios con la toalla alrededor de las caderas. Tenía el pecho totalmente cubierto de vello negro y ensortijado con algunos rizos blancos. A Oskar le pareció alguien de otro planeta. El maestro lo vio, lo saludó con una amplia sonrisa.
– ¡Oskar! Así que tú salir del caparazón de todos modos.
Oskar asintió.
– Se volvió algo… estrecho.
El maestro se rio mientras se rascaba el pecho; las puntas de los dedos desaparecieron entre los rizos.
– Has venido pronto.
– Sí, pensé…
Oskar se encogió de hombros. El maestro dejó de rascarse.
– ¿Qué pensaste?
– No sé.
– ¿Hablar?
– No, yo sólo…
– Deja que te mire.
El maestro dio un par de pasos rápidos y se puso delante de Oskar, observó su cara.
– ¡Ah, sí! Vale.
– ¿Qué?
– Fuiste tú -el maestro señaló sus propios ojos-: Yo veo. Te has quemado las cejas. No, ¿cómo se llaman? Debajo. Pesti…
– ¿Pestañas?
– Pestañas. Eso es. Y un poco aquí, en el pelo, también. Hmm. Si no quieres que nadie lo sepa, tendrás que cortártelo un poco. Las pesti… pestañas crecen enseguida. Lunes ha desaparecido. ¿Gasolina?
– Alcohol de quemar.
El maestro expulsó aire por la boca, meneando la cabeza.
– Muy peligroso. Probablemente… -Ávila puso el dedo índice sobre la sien de Oskar-… estás un poco loco. No mucho. Pero un poco. ¿Por qué alcohol de quemar?
– Yo… me lo encontré.
– ¿Encontraste? ¿Dónde?
Oskar levantó la vista y miró al maestro: una roca húmeda, comprensiva. Y quería contar. Quería contarlo todo. Sólo que no sabía por dónde empezar. Ávila esperó. Luego dijo:
– Jugar con fuego es muy peligroso. Puede convertirse en una costumbre. No es un buen método. Mucho mejor el ejercicio físico.
Oskar asintió, y el sentimiento desapareció. El maestro era bueno, pero no iba a comprenderle.
– Ahora te cambias y te enseño un poco de técnica con la barra de las pesas. ¿De acuerdo?
Ávila se dio la vuelta para dirigirse a su despacho. Se paró al otro lado de la puerta.
– Y Oskar: no te preocupes. Yo digo no a nadie si tú no quieres. ¿Bien? Podemos hablar más después del entrenamiento.
Oskar se cambió. Cuando ya estaba listo llegaron Patrik y Hasse, dos chicos de 6o A. Saludaron a Oskar, pero a él le pareció que le miraban demasiado, y cuando entró en el gimnasio oyó cómo empezaban a cuchichear entre ellos.
Una sensación de malestar se le fijó en la boca del estómago. Se arrepintió de haber ido allí. Pero enseguida llegó Ávila, vestido con una camiseta y un pantalón corto, y le enseñó cómo podía realizar un levantamiento de barra más eficaz dejándola que se apoyara sobre las yemas de los dedos; así, Oskar consiguió levantar 28 kilos; dos más que la vez anterior. El maestro apuntó en su cuaderno el nuevo récord.
Llegaron más chavales, entre ellos Micke. Éste sonrió con su habitual mueca críptica que podía significar cualquier cosa: la posibilidad de ofrecerte un bonito regalo o de hacer algo terrible contra ti.
Y se trataba de lo último, aunque ni siquiera el propio Micke comprendiera la gravedad del asunto.
De camino hacia el entrenamiento, Jonny había llegado corriendo y le había pedido que hiciera una cosa, porque Jonny quería burlarse un poco de Oskar, lo que le pareció muy bien a Micke. A Micke le gustaba burlarse de otros. Además, toda su colección de cromos de hockey había ardido el martes por la tarde, así que se apuntaba encantado a un poco de cachondeo a costa de Oskar.
Pero mientras tanto, seguía sonriendo.
El entrenamiento continuó. A Oskar le parecía que los demás le miraban raro, pero tan pronto como trataba de encontrar sus ojos dirigían la vista hacia otro lado. Habría preferido irse a casa.
… no… irse…
Irse, sin más.
Pero el maestro estaba pendiente de él, le animaba y así no había ninguna posibilidad. Además: estar aquí era, en cualquier caso, mejor que estar en casa.
Cuando terminó el entrenamiento, Oskar estaba tan cansado que ni siquiera tenía fuerzas para sentirse mal. Fue a las duchas un poco después que los otros, y se duchó de espaldas. No es que tuviera tanta importancia. Al fin y al cabo, uno se bañaba desnudo.
Se entretuvo un rato frente a la pared de cristal que separaba las duchas de la piscina; hizo con la mano un claro en el vapor condensado sobre el cristal y estuvo observando a los otros mientras se tiraban al agua, se perseguían, lanzaban pelotas. Y el sentimiento lo invadió de nuevo. No como un pensamiento formulado con palabras, sino como una sensación muy fuerte:
Estoy solo. Estoy… totalmente solo.
Después le vio el maestro, le hizo una seña para que fuera, para que se metiera. Oskar bajó arrastrando los pies por la pequeña escalera, se acercó al borde de la piscina y se quedó mirando abajo, al agua químicamente azul. No tenía ninguna energía o fuerza en el cuerpo, así que entró por la escalerilla y bajando los peldaños de uno en uno se sumergió en el agua bastante fría.
Micke estaba sentado al borde de la piscina, le sonrió asintiendo. Oskar dio unas brazadas en dirección a Ávila.
– ¡Cógela!
Con el rabillo del ojo vio la pelota que venía volando demasiado tarde. Golpeó justo delante de él y le llenó los ojos de agua con cloro. Escocía como las lágrimas. Se frotó los ojos y, cuando alzó la vista, vio al maestro que estaba mirándole con una expresión… ¿compasiva? en el rostro.
¿O desdeñosa?
Puede que sólo fueran figuraciones suyas, pero apartó la pelota que flotaba delante de sus narices y se hundió. Dejó que la cabeza se deslizara bajo el agua, su pelo se agitó cosquilleándole en las orejas. Estiró los brazos y flotó con la cara bajo el agua, balanceándose. Haciéndose el muerto.
Si pudiera flotar para siempre.
Si no tuviera que levantarse nunca más, ni encontrarse con las miradas de quienes al fin y al cabo sólo le querían mal. O si el mundo, cuando él finalmente sacara la cabeza, hubiera desaparecido. Y que sólo existieran él y la inmensidad azul.
Pero incluso con los oídos debajo del agua podía oír los ruidos lejanos, el estrépito del mundo que le rodeaba, y cuando sacó la cabeza ese mundo estaba allí, por supuesto; vociferando, retumbando.
Micke había abandonado su sitio al borde de la piscina y los otros estaban liados en una especie de voleibol. La pelota blanca volaba por los aires, se reflejaba nítidamente contra la negrura de los cristales esmerilados de las ventanas. Oskar se deslizó hasta un rincón en la parte profunda de la piscina, se quedó allí solo con la nariz sobre la superficie del agua, mirando.
Micke llegó deprisa desde la zona de las duchas en el otro extremo de la sala y gritó:
– ¡Maestro! ¡Está sonando el teléfono de su despacho!
Ávila masculló algo y salió por uno de los bordes de la piscina. Hizo un gesto de asentimiento a Micke y desapareció por la parte de los vestuarios. Lo último que vio Oskar de él fue una silueta borrosa detrás del cristal empañado.
Después desapareció.
Tan pronto como Micke salió de los vestuarios, ocuparon sus posiciones.
Jonny y Jimmy se deslizaron en el gimnasio; Roger y Prebbe se pusieron contra la pared al lado de la puerta. Oyeron a Micke gritar desde la piscina, se prepararon.
Pasos suaves de pies descalzos que se acercaban pasando al lado del gimnasio, y un par de segundos después Ávila cruzaba la puerta del vestuario y se dirigía a su despacho. Prebbe ya había dado dos vueltas alrededor de la mano a los calcetines dobles llenos con monedas, para poder agarrarlos mejor. Cuando el maestro llegó ante la puerta, de espaldas a él, Prebbe dio una zancada y blandió el peso contra su cabeza.
Prebbe no era especialmente ágil y el maestro debió oír algo. Porque volvió la cabeza hacia un lado y recibió el golpe por encima de la oreja. El efecto fue, no obstante, el esperado. Ávila cayó ligeramente inclinado hacia delante, se golpeó la cabeza contra el marco de la puerta y se deslizó hasta el suelo.
Prebbe se sentó sobre su pecho y se enroscó la pesada bola llena de monedas en la mano, de forma que pudiera golpear con más precisión si fuera necesario. Pero parecía que no. Las manos del maestro temblaban un poco, pero no opuso la menor resistencia. Prebbe no creía que estuviera muerto. No lo parecía.
Llegó Roger y se inclinó sobre el cuerpo tendido como si nunca hubiera visto nada parecido.
– ¿Es un turco o qué?
– Y yo qué cojones sé. Busca las llaves.
Roger, mientras buscaba las llaves en los pantalones cortos del maestro, vio cómo Jonny y Jimmy iban desde el gimnasio hacia la piscina. Sacó las llaves, las fue probando una tras otra en la puerta de la oficina, mirando de reojo al profesor.
– Peludo como un mono, desde luego. Turco, seguro.
– Vamos, date prisa.
Roger suspiró, siguió probando llaves.
– Lo digo sólo por ti. Se siente uno mejor si…
– Deja de decir gilipolleces. Date prisa.
Roger dio con la llave correcta y abrió la puerta. Antes de entrar, señaló al maestro y dijo:
– A lo mejor no deberías estar sentado así. Seguramente no podrá respirar.
Prebbe se apartó y se puso al lado del cuerpo tendido con el peso dispuesto en la mano por si Ávila intentaba hacer algo.
Roger registró los bolsillos de la cazadora que había en el despacho, encontró una cartera con trescientas coronas. En un cajón del escritorio, del que encontró la llave después de buscarla un rato, había diez tarjetas prepago sin sellar. Las cogió también.
No era un buen botín. Pero no se trataba de eso, claro está. Una simple recompensa.
Oskar estaba todavía en la esquina de la piscina haciendo burbujas en el agua cuando entraron Jonny y Jimmy. Su primera reacción no fue de miedo, sino de indignación.
Pues iban con la ropa puesta.
Sí, no se habían quitado ni siquiera los zapatos, y Ávila, que era tan exigente con…
Cuando Jimmy se apostó en el borde de la piscina y empezó a escudriñar el agua, llegó el miedo. Había visto a Jimmy un par de veces, de pasada, y ya entonces le pareció que tenía un aspecto desagradable. Ahora además había algo en sus ojos… en su forma de mover la cabeza…
Como Tommy y los otros cuando han…
La mirada de Jimmy encontró a Oskar y él sintió con un escalofrío que estaba… desnudo. Jimmy llevaba la ropa puesta, coraza. Oskar estaba metido en el agua fría y cada centímetro de su piel se hallaba expuesto. Jimmy asintió mirando a Jonny, describió medio círculo con la mano y los dos comenzaron a andar, cada uno por un lado de la piscina, hacia Oskar. Mientras caminaba, Jimmy gritó a los otros:
– ¡Largaos de aquí! ¡Todos! ¡Fuera del agua!
Algunos chicos se quedaron quietos y otros movían las piernas en el agua, indecisos. Jimmy se situó al borde de la piscina, sacó de la cazadora una navaja, la abrió y la apuntó como una flecha hacia el montón de chavales. Señaló con ella el otro extremo de la piscina.
Oskar permanecía apretado contra el rincón, mirando aterrado mientras los otros chicos nadaban rápidamente o caminaban por el agua hacia el otro lado, dejándole solo.
El maestro… dónde está el maestro…
Una mano le agarró del pelo. Los dedos se entrecruzaban con tanta fuerza que le dolía el cuero cabelludo; arrastraron su cabeza hacia atrás, hasta la misma esquina de la piscina. Por encima de él oyó la voz de Jonny.
– Ése es mi hermano. Hijo de puta.
Le golpeó la cabeza un par de veces y el agua chapoteaba en sus orejas mientras Jimmy se acercaba hasta donde estaban y se ponía en cuclillas con la navaja en la mano.
– Hola, Oskar.
Oskar tragó agua y empezó a toser. Cada tirón ocasionado por la tos hacía que le doliera la raíz del pelo, donde los dedos de Jonny le agarraban cada vez más fuerte. Cuando se le pasó la tos, tintineó el filo de la navaja de Jimmy contra los azulejos del borde.
– Tú, he pensado esto. Que íbamos a hacer un pequeño campeonato. Quédate totalmente quieto…
La navaja pasó justo por encima de la frente de Oskar cuando Jimmy se la tendió a Jonny y éste pasó a agarrar a Oskar por el pelo. Oskar no se atrevía a hacer nada. Había mirado a Jimmy a los ojos durante unos segundos y le pareció que estaban totalmente locos. Tan llenos de odio que era imposible mirarlos.
Tenía la cabeza apretada contra la esquina de la piscina. Sus brazos flotaban sin fuerza en el agua. No había nada a lo que agarrarse. Buscó a los otros chicos. Estaban fuera, en el otro extremo; Micke más adelantado, todavía sonriendo, expectante. Los demás parecían asustados.
Nadie le iba a ayudar.
– Sí, así… es sencillo, eh. Reglas sencillas. Tú permaneces bajo el agua durante… cinco minutos. Si lo consigues no te haremos más que un pequeño arañazo en la mejilla o algo así. Un pequeño recordatorio, sólo. Si no lo consigues, entonces… bueno, cuando saques la cabeza te clavaré la navaja en un ojo. ¿Vale? ¿Has comprendido las reglas?
Oskar sacó la cabeza. Expulsaba agua por la boca cuando, tiritando, dijo:
– … eso es imposible… Jimmy sacudió la cabeza.
– Ése es tu problema. ¿Ves el reloj que hay allí? Dentro de veinte segundos empezamos. Cinco minutos. O el ojo. Aprovecha ahora para coger aire. Diez… nueve… ocho… siete…
Oskar intentó escapar cogiendo impulso con los pies, pero tenía que estar de puntillas para hacer pie y la mano de Jimmy lo sujetaba del pelo con fuerza, haciendo imposible cualquier movimiento.
Si consiguiera arrancarme el pelo… cinco minutos…
Cuando lo había intentado él mismo, lo más que había conseguido habían sido tres. Casi.
– Seis… cinco… cuatro… tres…
El maestro. El maestro va a venir antes…
– Dos… uno… cero…
Oskar sólo tuvo tiempo de respirar a medias antes de que le hundiera la cabeza en el agua. Perdió el apoyo de los pies y la parte inferior de su cuerpo flotó lentamente hacia arriba, hasta que quedó con la cabeza inclinada sobre el pecho unos decímetros por debajo de la superficie del agua, el cuero cabelludo le escoció como el fuego cuando el agua clorada penetró en los resquicios y en las heridas de la raíz del pelo.
No podía haber pasado más de un minuto cuando el pánico empezó a adueñarse de él.
Abrió los ojos y no vio más que azul claro… velos de color rosa que se deslizaban desde su cabeza ante sus ojos mientras intentaba buscar apoyo con el cuerpo pese a que era imposible, ya que no había nada a lo que agarrarse. Sus piernas se movían arriba en la superficie y el color azul claro se deshizo, se fragmentó ante sus ojos en ondas de luz.
Le salieron burbujas por la boca y estiró los brazos, flotando boca arriba, y los ojos se volvieron hacia lo blanco, hacia los rayos vacilantes del tubo fluorescente del techo. El corazón le palpitaba como una mano contra un cristal, y cuando sin querer tragó agua por los orificios nasales una especie de calma empezó a esparcirse por su cuerpo. Pero el corazón empezó a latir con más fuerza, con más insistencia, quería vivir y volvió a patalear desesperado, intentando agarrarse a algo donde no había nada.
Y su cabeza fue empujada más abajo. Y, por extraño que parezca, pensó:
Mejor esto. Que el ojo.
Después de dos minutos Micke empezó a sentirse terriblemente incómodo.
Parecía como si… como si realmente pensaran… Echó una ojeada hacia los demás chicos, pero ninguno parecía dispuesto a hacer nada y él, con la voz entrecortada, no dijo más que:
– Jonny… joder…
Pero parecía que Jonny no le había oído. Sus ojos estaban fijos, arrodillado al borde del agua apuntando con la navaja hacia abajo, hacia la forma blanca y refractada que se movía debajo. Micke miraba hacia las duchas. ¿Por qué no venía el maestro? Patrik había ido corriendo a buscarle, ¿por qué no venía? Micke retrocedió hasta el rincón, al lado de la oscura puerta de cristal; al otro lado era de noche; se cruzó de brazos.
Le pareció ver por el rabillo del ojo que fuera caía algo del techo. Aquello empezó a dar semejantes golpes en la puerta de cristal que ésta temblaba en los goznes.
Se puso de puntillas, miró por la ventana de cristal transparente que había encima y vio a una chica pequeña. La chica alzó la cara hacia la de Micke.
– Di: ¡entra!
– ¿Q… Qué?
Micke se volvió para mirar lo que pasaba en la piscina. El cuerpo de Oskar había dejado de moverse, pero Jimmy estaba todavía inclinado sobre el borde empujándole la cabeza hacia abajo. A Micke le dolió la garganta al tragar.
Cualquier cosa. Con tal de que esto acabe.
Volvió a sentir otro golpe en la ventana, más fuerte. Miró hacia fuera en la oscuridad. Cuando la chica abrió la boca y le gritó, él pudo ver… que sus dientes… y que había algo que colgaba de sus brazos.
– ¡Di que puedo entrar! Cualquier cosa.
Micke asintió, dijo casi de forma inaudible:
– Puedes entrar.
La chica se retiró de la puerta, desapareció en la oscuridad. Lo que le colgaba de los brazos brilló, y ella desapareció. Micke se volvió otra vez hacia la piscina. Jimmy había sacado la cabeza de Oskar del agua y había vuelto a coger la navaja que tenía Jonny; la puso sobre la cara de Oskar, apuntando.
Se vio una mancha de luz contra el cristal oscuro de la ventana del medio y, una milésima de segundo después, se hizo añicos.
El cristal de seguridad no se rompía como el vidrio normal. Explotó en miles de pequeños fragmentos redondeados que cayeron tintineando contra el borde de la piscina, volaron hasta el pasillo, sobre el agua, brillando como una miríada de estrellas blancas.