Segunda Parte

Ultraje

… y se dirigieron hacia tierras donde Martin

nunca había estado,

lejos de Tyska Botten

y de Blackeberg, donde estaba el límite del mundo conocido.

Hjalmar Söderberg, La infancia de Martin Bircks

Pero aquel cuyo corazón una ninfa del bosque robó

nunca jamás lo recuperará.

Sueños a la luz de la luna su alma hilvanará,

amar a una esposa él no podrá…

Viktor Rydberg, La ninfa del bosque


El domingo, los periódicos publicaron información más detallada sobre el asesinato de Vällingby. El titular decía: «¿FUE VÍCTIMA DE UNA MUERTE RITUAL?». Fotos del chico, de la hondonada del bosque. El árbol. El asesino de Vällingby no era YA el tema de conversación en boca de todos. En la hondonada del bosque las flores se habían marchitado y las velas se habían apagado. La cinta rojiblanca de la policía había desaparecido, y las huellas que hubieran podido encontrar estaban a salvo.

El artículo del domingo puso de nuevo en marcha la discusión. El epíteto «ritual» llevaba implícito que estaba llamado a ocurrir de nuevo, ¿o no? Un ritual es precisamente algo que se repite.

Todos los que alguna vez habían pasado por ese camino, o cerca, tenían algo que contar: lo desagradable que era esa zona del bosque. O lo tranquila y bonita que resultaba. Nadie habría podido imaginar algo así.

Todos los que habían conocido al chico, aunque fuera de lejos, contaban lo bueno que parecía y lo malvado que debía ser el asesino. Se utilizaba de buena gana el caso como ejemplo de otros en que estaría justificada la pena de muerte, aunque uno, en principio, estaba en contra de ella.

Faltaba una cosa. Una foto del asesino. Uno se quedaba mirando la hondonada vacía, la cara sonriente del muchacho. A falta de una imagen de la persona que había hecho aquello, era como si hubiera ocurrido… solo.

No era suficiente.

El lunes 26 de octubre la policía filtró a la radio y a los periódicos de la mañana que habían descubierto el que era el mayor alijo de drogas hallado en Suecia. Habían cogido a cinco libaneses.

Libaneses.

Eso al menos era algo que se podía entender. Cinco kilos de heroína. Y cinco libaneses. Un kilo por libanés.

Para colmo, los libaneses vivían de los seguros sociales suecos mientras introducían la droga. Es cierto que tampoco había ninguna foto de los libaneses, pero no hacía falta. Ya sabe uno cómo parecen los libaneses. Árabes. No digas más.

Se especuló con la idea de que el asesino fuera también un extranjero. Era muy posible. ¿No tenían alguna especie de rituales de sangre en esos países árabes? El islam. Mandaban a sus hijos con una cruz de plástico, o lo que fuera, al cuello. Para desactivar las minas, según decían. Gente cruel. Irán, Irak. Los libaneses.

Pero el lunes la policía dio a conocer un retrato robot del asesino que alcanzó a salir en los periódicos de la tarde. Una niña lo había visto. Se habían tomado su tiempo, habían sido prudentes al reproducir la imagen.

Un sueco normal y corriente. Con un aspecto parecido al de un fantasma. La mirada vacía. Todos estuvieron de acuerdo en que ése era exactamente el aspecto de un asesino. Ningún problema para imaginarse aquella cara tipo máscara llegando sigilosamente a la hondonada y…

Todos los de Västerort que se parecían al retrato robot tuvieron que soportar largas y escrutadoras miradas. Se iban a casa a mirarse en el espejo, pero no encontraban ni el más mínimo parecido. Por la noche, en la cama, pensaban si no deberían cambiar de aspecto al día siguiente, claro que a lo mejor eso podría parecer sospechoso.

No habían tenido ninguna necesidad de estar preocupados. La gente iba a tener otra cosa en qué pensar. Suecia iba a convertirse en otro país. Una nación ultrajada. Ésa era la palabra que se usaba todo el tiempo: ultraje.

Mientras los que se parecen al retrato robot están acostados en sus camas pensando en un nuevo peinado, un submarino soviético ha quedado encallado muy cerca de Karlskrona. Sus motores rugen y retumban en todo el archipiélago intentando salir de allí. Nadie sale para averiguar nada.

Lo van a descubrir por casualidad el miércoles por la mañana.

Miércoles 28 de Octubre

La escuela era un hervidero de comentarios a la hora de la comida. Un profesor lo había oído en la radio durante el recreo, lo había contado en clase y en el recreo de la comida lo sabía todo el mundo. Habían llegado los rusos.

El gran tema de conversación entre los chicos durante la última semana había sido el asesino de Vällingby. Varios lo habían visto, alguno aseguraba incluso que había sido atacado por él.

Habían visto al asesino en cada tipo raro que pasó cerca de la escuela. Cuando en el patio apareció un hombre mayor con la ropa manchada, los chicos corrieron gritando a esconderse dentro. Los más gallitos se armaron con palos de hockey, preparados para cargárselo. Por fortuna, alguien reconoció al hombre como uno de los borrachines de la plaza. Lo dejaron marchar.

Pero ahora eran los rusos. No se sabía mucho de los rusos. Estaban una vez un alemán, un ruso y Bellman. En hockey eran mejores. Se llamaban la Unión Soviética. Ellos y los americanos eran los que hacían viajes al espacio. Los americanos habían fabricado la bomba de neutrones para protegerse de los rusos.

Oskar estaba discutiendo el asunto con Johan en el recreo de la comida.

– ¿Crees que los rusos tienen también la bomba de neutrones?

Johan se encogió de hombros.

– Seguro. A lo mejor tienen una en ese submarino.

– ¿No hay que tener aviones para tirar bombas?

– No. Las tienen en cohetes que vuelan sin más adonde sea.

Oskar alzó la vista al cielo.

– ¿Y se pueden llevar en un submarino?

– Es lo que tiene. Se pueden llevar donde se quiera.

– Las personas mueren y a las casas no les pasa nada.

– Exacto.

– Me pregunto qué pasará con los animales. Johan reflexionó un momento.

– Seguro que se mueren también. Por lo menos los grandes.

Estaban sentados en el borde de la arena donde no jugaba ningún niño pequeño en aquel momento. Johan cogió una buena piedra y la tiró haciendo saltar la arena.

– ¡Pum! Todos muertos.

Oskar cogió una piedra más pequeña.

– ¡No! ¡Ahí queda un superviviente! ¡Pshiuuu! ¡Misil en la espalda!

Tiraron piedras y chinas, asolaron todas las ciudades de la tierra hasta que oyeron una voz detrás de ellos.

– ¿Qué cojones estáis haciendo?

Se dieron la vuelta. Jonny y Micke. Era Jonny el que había hablado. Johan tiró la piedra que tenía en la mano.

– Nada. Sólo estábamos…

– No te he preguntado a ti. ¿Cerdo? ¿Qué estabais haciendo?

– Tirando piedras.

– ¿Por qué?

Johan se había echado para atrás, estaba ocupado atándose los cordones.

– Porque… nada.

Jonny miró hacia la arena y extendió el brazo de tal manera que Oskar se estremeció.

– Aquí juegan los niños pequeños. ¿Es que no lo entiendes? Estás estropeando la arena.

Micke meneaba la cabeza apenado.

– Pueden caerse y darse en las piedras.

– Cerdo, ya puedes quitar ahora mismo esas piedras.

Johan estaba todavía ocupado con los zapatos.

– ¿Me has oído? Que quites ahora mismo esas piedras.

Oskar se quedó parado, no sabía qué postura adoptar. Estaba claro que a Jonny la arena le importaba un bledo. No era más que lo de siempre. Tardaría por lo menos diez minutos en quitar todas las piedras que habían tirado, Johan no iba a ayudar. Sonaría la campana de entrada de un momento a otro.

– No.

La palabra surgió de sus labios como una revelación. Como cuando alguien pronuncia por primera vez la palabra «dios», refiriéndose realmente a… Dios.


Ya se había visto quitando piedras después de que los demás hubieran entrado, sólo porque lo decía Jonny. Pero era otra cosa también. En la arena había un tobogán parecido al que había en el patio de Oskar.

Oskar negó con la cabeza.

– ¿Pero qué dices?

– No.

– ¿Cómo que no? Parece que oyes mal. Si te digo que recojas esto, entonces lo haces.

– NO.

Sonó la campana. Jonny se quedó mirando a Oskar.

– Ya sabes lo que va a pasar, ¿no, Micke?

– Sí.

– Ya le pillaremos después de la escuela.

Micke asintió.

– Ya nos veremos, Cerdo.

Jonny y Micke entraron. Johan se levantó, listo por fin con los zapatos.

– Eso ha sido una gilipollez.

– Ya lo sé.

– ¿Por qué coño lo hiciste?

– Porque… -Oskar echó una mirada al tobogán-. Porque sí.

– Qué idiota.

– Sí.


Al terminar las clases Oskar se quedó en el aula. Colocó dos papeles en blanco encima de su pupitre, buscó la enciclopedia que había en la parte de atrás de la clase y empezó a pasar hojas.

Mamut… Medici… Mongol… Morfeo… Morse.

Sí. Ahí estaba. Los puntos y las rayas del alfabeto Morse ocupaban una cuarta parte de la página. Con letras mayúsculas grandes y claras empezó a copiar el código en un papel:

A=.

B = -…

C = -.-.

Etcétera. Cuando terminó hizo lo mismo con el otro papel. No quedó satisfecho. Lo tiró y empezó de nuevo, esmerándose en escribir los signos y las letras todavía más claros.

Evidentemente, sólo era importante que uno de los papeles quedara bien: el que le iba a dar a Eli. Pero le gustaba el trabajo, le daba una excusa para quedarse allí.

Eli y él se habían visto todas las tardes desde hacía una semana. La tarde anterior, a Oskar se le había ocurrido dar unos toquecitos en la pared antes de salir y Eli le había contestado. Salieron los dos al mismo tiempo. Entonces Oskar pensó en desarrollar la comunicación mediante algún tipo de sistema, y como el Morse ya estaba inventado…

Revisó los papeles escritos. Bien. Seguro que a Eli le iba a gustar. Lo mismo que a él, a ella le gustaban los puzzles, los sistemas. Dobló los papeles, los metió en la cartera, apoyó los brazos en la mesa. Le rugió el estómago. El reloj de la escuela marcaba las tres y veinte. Sacó el libro que tenía en el pupitre, El resplandor, y se quedó leyendo hasta las cuatro.

¿No habrían estado esperándole dos horas?

Si hubiera quitado las piedras como Jonny le había dicho, ya estaría en casa. Había sido justo. Quitar unas pocas piedras no era realmente lo peor que le habían mandado hacer y había hecho. Se arrepintió.

¿Y si lo hago ahora?

Quizá mañana el castigo fuera más suave si contaba que se había quedado después de la escuela y… Sí, era lo mejor.

Recogió sus cosas en la clase, salió y fue hasta la arena. No le llevaría más de diez minutos arreglar aquello. Mañana, cuando lo contara, Jonny se reiría de él y le daría unas palmaditas en la cabeza diciendo «buen cerdito» o algo parecido. Pero eso era mejor, a pesar de todo.

Miró de reojo la escalera del tobogán, dejó la cartera en el borde de la arena y empezó a quitar las piedras. Las grandes, primero. Londres, París. Mientras las quitaba, jugaba a que estaba salvando al mundo. Limpiándolo de las terribles bombas de neutrones. Al levantar las piedras, los supervivientes salían como hormigas de sus casas en ruinas. Claro que las bombas de neutrones no dañaban las casas. Bien, entonces habían caído algunas bombas atómicas también.

Cuando se dirigía al borde de la arena para vaciar la carga, estaban allí. No los había oído llegar, tan ocupado como estaba con el juego. Jonny, Micke y Tomas. Los tres llevaban en las manos ramas finas y largas de avellano. Varas. Jonny señaló una piedra con su vara.

– Ahí hay una.

Oskar, soltando las que llevaba en las manos, recogió la piedra que Jonny estaba señalando. Este asintió con la cabeza.

– Bien. Te estábamos esperando, Cerdo. Y hemos esperado bastante.

– Vino Tomas y nos dijo que estabas aquí -dijo Micke.

Los ojos de Tomas eran inexpresivos. En los primeros cursos, Oskar y él habían sido amigos y habían jugado mucho en el patio de Tomas, pero después del verano entre cuarto y quinto Tomas cambió. Empezó a hablar de otra forma, más adulto. Oskar sabía que los profesores le consideraban el chico más inteligente de la clase. Se notaba en la forma en que hablaban con él. Tenía ordenador. Quería ser médico.

Oskar deseaba tirar la piedra que llevaba en la mano a la cara de Tomas. Directamente dentro de la boca que ahora se abría y hablaba.

– ¿No vas a correr? Vamos, echa a correr ya. Sonó un silbido cuando Jonny rasgó el aire con su vara. Oskar apretó más fuerte la piedra. ¿Por qué no echo a correr?

Podía ya sentir la quemazón del dolor en las piernas cuando la vara aterrizara. Sólo con que llegara a la calle del parque donde quizá habría adultos, ellos no se atreverían a pegarle.

¿Por qué no echo a correr?

Porque aun así no tenía ninguna posibilidad. Lo tirarían al suelo antes de que hubiera conseguido dar cinco pasos.

– Déjalo.

Jonny volvió la cabeza, hizo como si no hubiera oído.

– ¿Qué has dicho, Cerdo?

– Que lo dejes.

Jonny se volvió hacia Micke.

– Le parece que es mejor que lo dejemos.

Micke meneó la cabeza.

– Ahora que hemos hecho estas bonitas… -dijo agitando su vara.

– ¿Tú qué dices, Tomas?

Tomas observó a Oskar como si fuera una rata, aún viva, pataleando en su trampa.

– Me parece que el Cerdo necesita un poco de palo.

Eran tres. Tenían varas. Era una situación tremendamente injusta. Él podría tirarle la piedra a Tomas a la cara. O darle con ella si se acercaba. Aquello daría lugar a una llamada al despacho del director y todo lo que venía detrás. Pero le comprenderían. Tres con tres varas.

Estaba… desesperado.

No estaba desesperado en absoluto. Al contrario, sentía una especie de tranquilidad a pesar del miedo, ahora que se había decidido.

Podían apalearle, sólo eso le daba motivos suficientes para estampar la piedra en la asquerosa cara de Tomas.

Jonny y Micke se acercaron. Jonny le dio a Oskar tal latigazo en el muslo que éste se dobló de dolor. Micke fue por detrás y le inmovilizó los brazos.

No.

Ya no podía tirar. Jonny le propinaba latigazos en las piernas haciendo cimbrear la vara en el aire como Robin Hood en la película; golpeaba de nuevo.

Las piernas de Oskar ardían. Se retorció en los brazos de Micke, pero no consiguió escapar. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Gritó. Jonny le sacudió un último latigazo que rozó las piernas de Micke y éste gritó:

– ¡Joder, ten cuidado! -pero sin soltar a su presa.

Una lágrima resbaló por la mejilla de Oskar. ¡No era justo! Ya había recogido las piedras, se había humillado. ¿Por qué tenían que seguir haciéndole daño?

La piedra, que había tenido apretada todo el tiempo en la mano, cayó al suelo y él empezó a llorar de veras.

Con voz compasiva dijo Jonny:

– El Cerdo llora.

Jonny parecía satisfecho. Listo por esta vez. Le hizo una seña a Micke para que lo soltara. Oskar se estremecía por el llanto, por el dolor en las piernas. Tenía los ojos arrasados de lágrimas cuando levantó la vista hacia ellos y oyó la voz de Tomas:

– ¿Y yo qué?

Micke volvió a sujetar los brazos de Oskar y, a través de la niebla que le cubría los ojos, éste vio cómo Tomas se acercaba a él. Sorbiéndose los mocos le rogó:

– Déjalo. Por favor.

Tomas levantó su vara y golpeó. Sólo una vez. La cara de Oskar estalló y se retorció con tanta fuerza que a Micke se le soltó -o le soltó- y dijo:

– Joder, Tomas. Eso ya es…

Jonny parecía enfadado.

– Ahora ya puedes ir a hablar con su madre.

Oskar no oyó qué contestó Tomas. Si es que contestó algo.

Sus voces desaparecieron a lo lejos, lo dejaron tirado. La mejilla izquierda le ardía. La arena estaba fría y refrescaba sus piernas abrasadas. Quería poner la mejilla también contra la arena, pero comprendió que no debía.

Permaneció tanto tiempo así que empezó a sentir frío. Entonces se levantó, se tocó con cuidado la mejilla. Los dedos se le llenaron de sangre.

Fue a los aseos del patio, se miró en el espejo. Su mejilla estaba hinchada y cubierta de sangre medio reseca. Tomas tenía que haber golpeado con todas sus fuerzas. Se lavó la cara y volvió a mirarse. La herida había dejado de sangrar, no era profunda. Pero le cruzaba casi toda la mejilla.

Mamá. ¿Qué le voy a decir?

La verdad. Necesitaba consuelo. En una hora, su madre llegaría a casa. Entonces le iba a contar lo que le habían hecho, ella se iba a poner totalmente fuera de sí y lo iba a abrazar y abrazar, y él se hundiría en su regazo, en su llanto, y llorarían juntos.

Luego ella llamaría a la madre de Tomas.

Llamaría a la madre de Tomas y discutirían y después su madre lloraría por lo mala que era la madre de Tomas, y después… La clase de trabajos manuales.

Había ocurrido un accidente en la clase de trabajos manuales. No. Entonces puede que llamara al profesor.

Oskar observó la herida en el espejo. ¿Cómo podría haberse hecho algo así? Se había caído por la escalera del tobogán. Eso, bien mirado, no se sostenía, pero su madre probablemente querría creerlo. De todos modos iba a sentir lástima y lo iba a consolar. La escalera del tobogán.

Sintió frío en los pantalones. Se los desabrochó y miró. Los calzoncillos estaban totalmente mojados. Sacó su bola del pis y la enjuagó. Estaba a punto de volver a colocarla en los calzoncillos mojados, pero se detuvo mirándose en el espejo.

Oskar. Éste es… Oooskar.

Levantó la bola del pis aclarada, se la puso en la nariz. Como una nariz de payaso. La bola amarilla y la herida roja de la mejilla. Abrió desmesuradamente los ojos, intentando parecer un loco. Sí. Parecía bastante desagradable. Habló con el payaso del espejo:

– Se acabó. Ya es suficiente. ¿Lo oyes? Ya basta.

El payaso no contestó.

– No voy a aceptar esto. Ni una vez más, ¿lo oyes? La voz de Oskar retumbaba en las cabinas vacías.

– ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? ¿A ti qué te parece? Torció el rostro en una mueca que estiró la mejilla, distorsionó la voz haciéndola tan ronca y oscura como pudo. Habló el payaso:

– … mátalos… mátalos… mátalos…

Oskar sintió un escalofrío. Esto era de veras un poco desagradable. Sonaba de verdad como otra voz, y la cara del espejo no era la suya. Se quitó la bola del pis de la nariz, la metió en los calzoncillos.

El árbol.

No es que creyera en aquello realmente, pero… iba a acuchillar el árbol. Quizá. Quizá. Si de verdad se concentraba, entonces… Quizá.

Oskar recogió su cartera y se apresuró a ir a casa, llenando su cabeza de imágenes maravillosas.

Tomas sentado frente a su ordenador cuando siente el primer golpe. No entiende de dónde le llega. Se tambalea hasta la cocina con la sangre saliéndole a borbotones del estómago: «Mamá, mamá, alguien me clava un cuchillo».

La madre de Tomas estaría allí de pie. La madre de Tomas, que siempre defendía a Tomas hiciera lo que hiciese. Estaría allí de pie. Aterrada. Mientras las cuchilladas seguían agujereando el cuerpo de su hijo.

Tomas cae en el suelo de la cocina en medio de un charco de sangre, «mamá… mamá…», mientras el cuchillo invisible le abre el vientre y las tripas se desparraman por el suelo de linóleo.

No es que funcionara de esa manera.

Pero eso qué más daba.


El piso apestaba a pis de gato.

Giselle estaba en sus rodillas ronroneando. Bibi y Beatrice rodaban juntas por el suelo. Manfred estaba sentado como de costumbre, con el hocico pegado a la ventana, mientras que Gustaf trataba de acaparar la atención de Manfred hundiéndole la cabeza en el costado.

Måns, Tufs y Cleopatra estaban echados holgazaneando en la butaca; Tufs hurgaba con las patas en unos hilos sueltos. Karl-Oskar intentaba saltar a la repisa de la ventana, pero falló y cayó de culo en el suelo. Era ciego de un ojo.

Lurvis estaba tumbado en el pasillo al acecho del buzón de la puerta, dispuesto a saltar y arañar si llegaba algo de propaganda. Vendela estaba en el estante de la entrada mirando a Lurvis; su deformada pata derecha delantera colgaba entre las barras, se sobresaltaba de vez en cuando.

Algunos gatos estaban en la cocina comiendo u holgazaneando en la mesa y en las sillas. Cinco permanecían echados en la cama en el dormitorio. Algunos otros tenían su sitio preferido en armarios y cajones que habían aprendido a abrir ellos solos.

Desde que Gösta no dejaba salir fuera a los gatos, por presiones de los vecinos, no entraba material genético nuevo. La mayoría de los gatitos nacían muertos o tenían deformaciones tan graves que morían después de un par de días. Más de la mitad de los veintiocho gatos que vivían en el piso de Gösta tenían algún defecto. Eran ciegos o sordos o les faltaban los dientes o tenían algún problema de movimiento.

Él los quería a todos.

Gösta estaba rascando a Giselle detrás de la oreja.

– Síí… mi pequeña… ¿qué vamos a hacer? ¿No lo sabes? No, yo tampoco. Pero tendremos que hacer algo, ¿no? Uno no puede quedarse así, sin hacer nada. Era Jocke. Yo lo conocía. Y ahora está muerto. Pero no lo sabe nadie. Porque no han visto lo que yo he visto. ¿Lo viste tú?

Gösta agachó la cabeza, susurró:

– Era un niño. Lo vi cuando llegaba por ahí abajo, por el camino. Estuvo esperando a Jocke bajo el puente. Él entró… y no volvió a salir. Después, por la mañana, había desaparecido. Pero está muerto. Lo sé.

»¿Qué?

»Yo no puedo ir a la policía. Me van a preguntar. Habrá un montón de personas y me van a hacer preguntas… por qué no he dicho nada. Me van a poner un foco de ésos en la cara.

»Ya han pasado tres días. O cuatro. No sé. ¿Qué día es hoy? Van a hacer preguntas. No puedo hacerlo.

»Pero algo tendremos que hacer.

»¿Qué hacemos?

Giselle le miraba. Luego empezó a lamerle la mano.


Cuando Oskar llegó a casa desde el bosque, el cuchillo estaba manchado de virutas viejas. Lo lavó bajo el grifo de la cocina y lo secó con una toalla que después remojó con agua fría, la escurrió y se la puso en la mejilla.

Su madre iba a llegar de un momento a otro. Tenía que salir un rato, necesitaba un poco más de tiempo -tenía aún el nudo en la garganta, las piernas le escocían-. Buscó las llaves en el armario de la cocina, escribió una nota: «Vuelvo enseguida. Oskar». Luego puso el cuchillo en su sitio y bajó al sótano. Abrió la pesada puerta y se deslizó dentro.

Olor a sótano. Le gustaba. Un olor confortable a madera, a cosas viejas y a espacio cerrado. Algo de luz se filtraba por una ventana a ras de la calle y la oscuridad sugería secretos de sótano, tesoros ocultos.

A su izquierda había un pasillo alargado que tenía cuatro trasteros. Las paredes y las puertas eran de madera; las puertas, cerradas con candados más o menos grandes. Una de ellas tenía el candado reforzado; alguien a quien habían robado.

En la pared más alejada del pasillo ponía «BESO» escrito con rotulador. La S estaba escrita como si fuera una Z, al revés.

Lo más interesante estaba en el otro extremo: el cuarto de la basura. Allí Oskar había encontrado un globo terráqueo con su bombilla y todo que ahora estaba en su habitación, también unos cuantos ejemplares viejos de El Increíble Hulk. Y más cosas.

Pero hoy no había casi nada. Debían de haberlo vaciado recientemente. Unos pocos periódicos, algunas carpetas en las que ponía «inglés» y «sueco». Carpetas ya tenía más que suficientes. Hacía unos años había salvado una caterva de ellas de los contenedores de al lado de la imprenta.

Siguió hasta llegar al sótano del siguiente portal, el de Tommy. Abrió la puerta y entró. Aquel sótano olía diferente: un vago aroma a pintura o a disolvente.

Allí estaba también el refugio aéreo del edificio. Sólo había entrado en él una vez, hacía tres años, cuando los chicos mayores organizaron allí un club de boxeo. Una tarde, pudo acompañar a Tommy como espectador. Los chicos se golpeaban unos a otros con los guantes de boxeo puestos y Oskar se asustó un poco. Berridos y sudor, los cuerpos tensos y concentrados, el sonido de los golpes absorbido por las gruesas paredes de cemento. Después, alguien resultó herido o algo así y el volante que se giraba para descorrer los cerrojos de la puerta de hierro había sido bloqueado con cadenas y candado. Se acabó el boxeo.

Oskar encendió la luz y fue hasta el refugio. Si venían los rusos, quitarían el candado.

Si no han perdido la llave.

Estaba frente a la maciza puerta y se le ocurrió este pensamiento: que alguien… algo estaba encerrado allí. Que por eso había cadenas y candados. Un monstruo.

Escuchó. Sonidos lejanos de la calle, de personas que hacían cosas en los pisos de arriba. Le gustaba realmente el sótano. Uno estaba como en un mundo diferente al mismo tiempo que sabía que el otro mundo estaba ahí fuera, arriba, cuando uno lo necesitara. Pero aquí abajo reinaba el silencio y no llegaba nadie a decirle cosas, a hacerle cosas. A mandarle cosas.

Enfrente del refugio estaba el local del Club del Sótano. Territorio prohibido.

No tenían cerradura, por cierto, pero eso no significaba que cualquiera pudiera entrar allí. Aspiró profundamente y abrió la puerta.

No había gran cosa en aquel trastero. Un sofá viejo y una butaca igual de vieja. Una alfombra en el suelo. Una cómoda con la pintura desconchada. Desde la bombilla del pasillo salía un cable conectado de forma clandestina hasta la bombilla pelada que colgaba en el techo. Estaba apagada.

Había estado aquí un par de veces antes y sabía que para encender la bombilla no había más que enroscarla. Pero no se atrevía. La luz que se filtraba por los resquicios de las tablas era más que suficiente. El corazón le latía cada vez más deprisa. Si le pillaban aquí le iban a…

¿Qué? No sé. Eso es lo terrible. Pegarme no, pero…

Se puso de rodillas en la alfombra, levantó uno de los cojines del sofá. Debajo había un par de tubos de pegamento y un rollo de bolsas de plástico, un envase de gas para encendedores. Debajo del cojín de la otra esquina había revistas porno. Algunos ejemplares viejos de Lektyr y Fib Aktuellt.

Cogió un Lektyr y se acercó un poco hacia la puerta, donde había más luz. Todavía de rodillas puso la revista en el suelo delante de él, la hojeó. Sentía la boca seca. La mujer de la foto estaba echada en una hamaca y no llevaba más que unos zapatos de tacón. Se apretaba los pechos y tenía los labios abultados. Tenía las piernas abiertas y en medio de la mata de pelo entre sus muslos aparecía una franja de carne rosa con una hendidura en el medio.

¿Cómo entra uno ahí?

Conocía la palabra por comentarios que había oído, pintadas que había leído. Coño. Agujero.

Labios menores. Pero eso no era un agujero. Sólo esa hendidura. Habían tenido educación sexual en la escuela y sabía que tenía que haber un… túnel desde el coño hacia dentro. ¿Pero en qué dirección? Todo recto o hacia arriba o… no se podía ver.

Siguió hojeando. Relatos de los propios lectores. Una piscina. Un compartimento en el cuarto de cambiarse de las chicas. Los pezones se pusieron rígidos bajo el traje de baño. La polla golpeaba como un martillo dentro del bañador. Ella se agarró a los colgadores y volvió su culito hacia mí, se restregó: «Tómame, tómame ahora».

¿Aquello sucedía todo el tiempo, a puerta cerrada, en los sitios donde uno lo veía?

Había empezado una nueva historia sobre una reunión familiar que había tomado un rumbo inesperado cuando oyó abrirse la puerta del sótano. Cerró la revista, la puso en su sitio debajo del cojín y no supo qué hacer consigo mismo. Se le hizo un nudo en la garganta, no se atrevía ni a respirar. Pasos en el pasillo.

Oh Dios mío, no los dejes venir. No los dejes venir.

Se abrazó desesperadamente las rótulas, apretando los dientes hasta hacerse daño en las mandíbulas. La puerta se abrió. Fuera estaba Tommy guiñándole un ojo.

– ¿Pero qué cojones?

Oskar quería decir algo, pero tenía las mandíbulas bloqueadas. Siguió allí de rodillas en medio de la alfombra a la luz de la puerta, haciendo esfuerzos para tomar aire por la nariz.

– ¿Qué cojones haces aquí? ¿Y qué has hecho?

Sin mover apenas las mandíbulas, Oskar logró decir:

– … nada.

Tommy entró en el trastero, se inclinó sobre él.

– En la mejilla, me refiero. ¿Qué te has hecho ahí?

– Yo… nada.

Tommy meneó la cabeza, enroscó la bombilla hasta que se encendió la luz y cerró la puerta. Oskar se puso de pie en medio de la habitación con los brazos rígidos a lo largo del cuerpo, sin saber qué hacer. Dio un paso hacia la puerta. Tommy se dejó caer en la butaca con un suspiro, señaló el sofá.

– Siéntate.

Oskar se sentó en el cojín de en medio, en el que no había nada debajo. Tommy permaneció en silencio unos instantes observándolo. Luego dijo:

– Bueno. Cuéntamelo entonces.

– ¿El qué?

– Lo que te ha pasado en la mejilla.

– … yo… sólo…

– Te ha pegado alguien, ¿no? ¿No?

– … sí…

– ¿Por qué?

– No lo sé.

– ¿Cómo? ¿Sólo te pegan, sin motivo?

– Sí.

Tommy asintió con la cabeza, recogió algunos hilos sueltos que estaban colgando de la butaca. Sacó una caja de tabaco en pasta y se puso una bolsita bajo el labio superior, le tendió la caja a Oskar.

– ¿Quieres?

Oskar negó con la cabeza. Tommy se volvió a guardar la caja, colocó bien la bolsita con la lengua y se echó hacia atrás en la butaca, se puso las manos entrelazadas sobre el estómago.

– Bueno. ¿Y entonces qué estás haciendo aquí?

– No, sólo iba a…

– ¿Mirar tías? ¿Eh? Porque tú no esnifas. Ven aquí. Oskar se levantó, se acercó a Tommy.

– Acércate más. Échame el aliento.

Oskar hizo lo que le mandó y Tommy asintió, señalando el sofá le dijo Oskar que se sentara otra vez.

– Tienes que mandar a la mierda esto, ¿me oyes?

– Yo no he…

– No, no lo has hecho. Pero tienes que mandarlo a la mierda, ¿me oyes? No es bueno. La pasta de tabaco es buena. Pruébala. -Hizo una pausa-. Bueno. ¿Vas a estar ahí toda la tarde mirándome? -Hizo un gesto hacia el cojín que tenía Oskar al lado-. ¿No vas a leer un poco más?

Oskar negó con la cabeza.

– Bueno, hombre. Pues vete a casa entonces. Los otros están a punto de llegar y no se alegrarán de encontrarte a ti aquí. Venga, vete a casa.

Oskar se levantó.

– Y esto… -Tommy le miraba, meneando la cabeza, lanzó un suspiro-. No, no era nada. Vete a casa ahora. No vengas aquí más. Oskar asintió, abrió la puerta. Allí se detuvo.

– Perdón.

– Está bien. Sólo que no vengas más aquí. Oye, otra cosa: ¿el dinero?

– Lo tendré mañana.

– Vale. Otra cosa. Te he conseguido una cinta con Destroyer y Unmasked. Sube a buscarla algún día.

Oskar asintió. Notó cómo le crecía el nudo en la garganta. Si se quedaba un poco más iba a empezar a llorar. Así que sólo susurró:

– Gracias -y se fue.


Tommy siguió sentado en su butaca, absorbiendo el tabaco y mirando las pelusas que se amontonaban debajo del sofá. Sin remedio.

Oskar seguiría cobrando hasta que terminara noveno. Era el típico. A Tommy le habría gustado hacer algo, pero una vez que ha empezado no hay manera de pararlo. Nada que hacer.

Sacó un encendedor del bolsillo, se lo puso en la boca y dejó salir el gas. Cuando empezó a notar el frío en el paladar retiró el encendedor, lo encendió y expulsó el aire.

Una bocanada de fuego en la cara. No le hizo gracia. Se sentía inquieto; se levantó y dio algunos pasos por la alfombra. Las pelusas se arremolinaban a su paso.

¿Qué cojones hace uno?

Midió los pasos de la alfombra, imaginando que era una cárcel. Uno no sale. Donde te han sentado, ahí te quedas, bla, bla. Blackeberg. Debería largarse de aquí, hacerse… marinero o algo. Lo que fuera.

Fregar la cubierta, seguir la ruta de Cuba, hola y adiós.

Había un cepillo que no se usaba casi nunca apoyado contra la pared. Lo cogió, empezó a barrer. El polvo le entraba por la nariz. Cuando había barrido un poco se dio cuenta de que no había ningún recogedor. Barrió el montón del polvo debajo del sofá.

Mejor un poco de mierda en un rincón que un puro infierno.

Hojeó una revista porno, la volvió a dejar en su sitio. Dio vueltas a su bufanda alrededor del cuello y tiró hasta que sintió que la cabeza le iba a estallar. Soltó. Se levantó, dio unos pasos por la alfombra. Cayó de rodillas, rezando.


A las cinco y media llegaron Robban y Lasse. Tommy se encontraba entonces recostado en la butaca como si no hubiera ningún problema en el mundo. Lasse se mordía los labios, parecía nervioso. Robban sonrió con coña dando unas palmaditas a Lasse en la espalda.

– Lasse necesita otro radiocasete.

Tommy alzó las cejas.

– ¿Eso por qué?

– Lasse, cuéntaselo.

Lasse resopló, no se atrevía a mirar a Tommy a los ojos.

– Esto… es un chico del trabajo…

– ¿Que quiere comprar?

– Mmm.

Tommy se encogió de hombros, se levantó de la butaca y rebuscó la llave del refugio en el relleno. Robban parecía decepcionado, había contado con una buena bronca, pero Tommy pasaba. Lasse podía gritar: ¡SE VENDEN OBJETOS ROBADOS! en los altavoces del trabajo si quería. No pasaba nada.

Tommy apartó a Robban y salió al pasillo, abrió el candado, sacó la cadena de la rueda y se la tiró a Robban. La cadena resbaló en las manos de Robban y chirrió contra el suelo.

– ¿Qué te pasa? ¿Estás picado o qué?

Tommy meneó la cabeza, giró la rueda y empujó la puerta. El tubo fluorescente del refugio estaba roto, pero la luz que llegaba del pasillo era suficiente para ver las cajas de cartón apiladas a lo largo de una de las paredes. Tommy sacó una caja con un radiocasete y se la dio a Lasse.

– Que te diviertas.

Lasse miró indeciso a Robban, como para que le ayudara a interpretar el comportamiento de Tommy. Robban hizo una mueca que podía significar cualquier cosa; se volvió hacia Tommy, que estaba cerrando de nuevo.

– ¿Has oído algo más de Staffan?

– No -Tommy hizo chascar el candado y lanzó un suspiro-. Mañana iré a su casa a comer. Ya veremos.

– ¿A comer?

– Sí. ¿Qué pasa?

– No, nada. Yo creía que los maderos iban a base de… gasolina o algo así.

Lasse respiró aliviado, contento de que la tensión en el ambiente se hubiera aligerado.

– Gasolina…


Había mentido a su madre. Y ella le había creído. Ahora estaba echado en la cama y se sentía mal.

Oskar. Ése del espejo. ¿Quién era? Le pasan un montón de cosas. Cosas malas. Cosas buenas. Cosas raras. Pero ¿quién es? Jonny lo mira y ve al Cerdo al que tiene que pegar. Su madre lo mira y ve su Corazón mío al que nada malo puede ocurrirle.

Eli lo mira y ve… ¿qué ve?

Oskar se volvió hacia la pared, hacia Eli. Las dos figuras miraban escondidas entre el ramaje. Tenía aún la mejilla dolorida e hinchada, había empezado a hacerse una costra en la herida. ¿Qué le iba a decir a Eli si salía aquella tarde?

Estaba relacionado. Lo que le iba a decir dependía de lo que él fuera para ella. Eli era nueva para él y por eso tenía la posibilidad de ser otro, de decirle cosas diferentes de las que decía a los demás.

¿Cómo hace uno en realidad? ¿Para conseguir gustarle a otro?

El reloj que había sobre el escritorio marcaba las siete y cuarto. Miró el ramaje intentando encontrar nuevas figuras: había encontrado un duendecillo con el sombrero apuntado y un troll boca abajo cuando se oyeron unos golpecitos en la pared.

Toc-toc-toc.

Unos golpes suaves. Él contestó golpeando. Toc-toc-toc.

Esperó. Tras un par de segundos, nuevos golpes. Toc-toctoctoc-toc.

Él completó los dos que faltaban: toc-toc. Esperó. No hubo más golpes.

Cogió el papel con el alfabeto Morse, se puso la cazadora, dijo adiós a su madre y bajó al parque. No había alcanzado a dar más que unos pasos cuando se abrió el portal de Eli y ésta salió. Llevaba unas deportivas, vaqueros y una sudadera negra en la que ponía Star Wars con letras plateadas.

Primero pensó que se trataba de su propia sudadera; él tenía una exactamente igual y la había llevado puesta hacía dos días, estaba en el cesto para lavar. ¿Había ido ella y se había comprado una igual sólo porque él la tenía?

– Hei.

Oskar abrió la boca para soltar el «hola» que llevaba preparado, pero la cerró. La volvió a abrir para decir «Hei», se arrepintió y dijo «Hola» de todas formas.

Eli frunció el ceño.

– ¿Qué te ha pasado en la mejilla?

– Bueno, me he… caído.

Oskar siguió bajando hacia el parque, Eli lo seguía. Pasó por delante del tobogán, se sentó en un columpio. Eli se sentó en el de al lado. Se columpiaron en silencio un rato.

– Te lo ha hecho alguien, ¿verdad?

Oskar se columpió otro poco.

– Sí.

– ¿Quién?

– Unos… compañeros.

– ¿Compañeros?

– Unos de mi clase.

Oskar se impulsó con fuerza, cambió de tema.

– ¿A qué escuela vas tú?

– Oskar.

– ¿Sí?

– Para un poco.

Paró con los pies, se quedó mirando al suelo.

– Sí, ¿qué pasa?

– Tú…

Ella alargó el brazo, le cogió la mano, y él se paró del todo y miró a Eli. Su cara apenas era una silueta contra la ventana iluminada que había detrás de ella. Naturalmente no eran más que figuraciones suyas, pero le parecía que los ojos de Eli lucían. De todos modos eran lo único que podía ver claramente de su cara.

Con la otra mano le tocó la herida, y lo extraño ocurrió. Alguien, una persona mucho más mayor y más dura que ella se abrió paso desde su interior. Un escalofrío le recorrió a Oskar la espalda, como si hubiera mordido un helado de hielo.

– Oskar. No les dejes. ¿Me oyes? No les dejes.

– … No.

– Tienes que devolvérsela. Nunca se la has devuelto, ¿verdad?

– No.

– Empieza ahora. Devuélvesela. Fuerte.

– Son tres.

– Entonces tienes que darles más fuerte. Usa un arma.

– Sí.

– Piedras, palos. Dales más de lo que en realidad eres capaz. Entonces lo dejarán.

– ¿Y si no lo dejan?

– Tienes un cuchillo.

Oskar tragó saliva. En ese momento, con la mano de Eli en la suya, con la cara de ella delante, todo parecía muy claro. Pero ¿y si empezaban a hacer cosa peores cuando él opusiera resistencia?, ¿y si ellos…?

– Sí. Pero si ellos…

– Entonces yo te ayudaré.

– ¿Tú? Pero si eres…

– Puedo, Oskar. Eso… puedo.

Eli apretó la mano de Oskar. Él le devolvió el apretón, asintiendo. Pero el apretón de Eli se volvió más fuerte. Tan fuerte que hacía un poco de daño.

Qué fuerte es.

Eli aflojó la mano y él sacó el papel que había escrito en la escuela, alisó los dobleces y se lo dio. Eli levantó las cejas.

– ¿Qué es?

– Ven, vamos a la luz.

– No, si veo. ¿Pero qué es?

– El alfabeto Morse.

– Sí, sí. Claro. Qué pasada.

Oskar contestó con una risita. Ella lo había dicho tan, tan… ¿cómo se dice?… forzada. Aquella palabra como que no pegaba en su boca.

– Pensé… así podemos… hablar más a través de la pared.

Eli asintió. Parecía como si estuviera pensando qué responder. Luego dijo:

– Es divertido.

– ¿Muy divertido?

– Sí. Muy divertido. Muy divertido.

– Eres un poco rara, ¿lo sabes?

– ¿Soy rara?

– Sí. Pero está bien.

– Entonces tendrás que enseñarme lo que tengo que hacer. Para no ser rara.

– Sí. ¿Quieres ver una cosa? Eli asintió.

Oskar hizo su número especial. Se sentó en el columpio donde había estado antes, se dio impulso con fuerza. Con cada vuelta, con cada milímetro que ganaba en altura, crecía en su pecho la sensación de libertad.

Las ventanas iluminadas pasaban ante sus ojos como trazos de colores brillantes y se columpiaba más y más alto. No siempre le salía su número especial, pero ahora lo iba a conseguir porque se sentía ligero como una pluma y casi podía volar.

Cuando el columpio había llegado ya tan arriba que las cadenas empezaban a aflojarse para volver a dar un tirón, tensó todo el cuerpo. El columpio fue hacia atrás una vez más y, en el punto más alto de la siguiente vuelta, soltó las cadenas e impulsó las piernas hacia arriba y hacia delante lo más fuerte que pudo. Las piernas dieron media vuelta en el aire y aterrizó con los pies, agachándose de manera que el columpio no le diera en la cabeza. Después se levantó y alzó los brazos. Perfecto.

Eli aplaudió, gritó:

– ¡Bravo!

Oskar cogió el columpio, que aún se movía, lo paró y se sentó. Una vez más agradeció que la oscuridad ocultara una sonrisa de triunfo que no podía reprimir, aunque le dolía la herida. Eli dejó de aplaudir, pero la sonrisa permaneció.

Las cosas iban a cambiar a partir de ahora. Claro que no se puede matar gente dando cuchilladas a un árbol. Eso ya lo sabía él.

Jueves 29 de Octubre

Håkan estaba sentado en el estrecho pasillo con las rodillas flexionadas de manera que los talones le rozaban el culo y la barbilla quedaba apoyada en las rodillas, escuchando el chapoteo del agua en el cuarto de baño. Los celos eran una serpiente gorda y blanca en su pecho. Se revolvía despacio, limpia como la inocencia e infantilmente clara.

Prescindible. Él era… prescindible.

Ayer por la tarde se encontraba echado en su cama con la ventana entreabierta. Oyó cómo Eli se despedía de ese tal Oskar. Sus voces claras, sus risas. Una… ligereza que él nunca podría conseguir. Él era siempre la responsabilidad pesada, la exigencia, el deseo.

Había creído que su amada era igual. Se había asomado a los ojos de Eli y había visto la sabiduría de una persona anciana, y la indiferencia. Al principio eso le asustó. Los ojos de Samuel Beckett en la cara de Audrey Hepburn. Luego le había dado seguridad.

Era la mejor relación imaginable. El cuerpo joven y bello que aportaba belleza a su vida al mismo tiempo que le libraba del compromiso. No era él quien decidía. Y no tenía que sentirse culpable por su deseo: su amada era mayor que él. Ninguna niña. Eso creía.

Pero desde que empezó esto con Oskar había pasado algo. Una… regresión. Eli se comportaba cada vez más como la niña que parecía; había empezado a contonear el cuerpo, a utilizar expresiones infantiles, palabras. Quería jugar. Esconder la llave. La noche anterior habían estado jugando a esconder la llave. Eli se había enfadado porque Håkan no mostraba el entusiasmo que el juego exigía, después había intentado hacerle cosquillas para que se riera. Él había disfrutado del tocamiento.

Era atractiva, naturalmente. Aquella alegría, esa… vida. Al tiempo que le intimidaba, porque se alejaba de su manera de ser. Nunca había estado tan cachondo y asustado como desde que se conocieron.

La noche anterior, su amada se había encerrado en la habitación de Håkan para pasarse media hora echada en la cama dando golpecitos en la pared. Cuando éste pudo entrar de nuevo en el cuarto vio un papel lleno de signos sujeto con celo sobre su cama. El código Morse.

Al acostarse, tuvo la tentación de golpear él mismo un mensaje para Oskar. Algo acerca de lo que Eli realmente era. Pero en vez de eso copió el código en un papel, para poder descifrar lo que se dijeran en el futuro.

Håkan inclinó la cabeza, apoyó la frente en las rodillas. El chapoteo dentro del cuarto de baño había terminado. Aquello no podía seguir así. Estaba a punto de explotar. De ganas, de celos.

La cerradura del cuarto de baño se giró y se abrió la puerta. Eli apareció delante de él totalmente desnuda. Limpia.

– ¿Estás aquí sentado?

– Sí. Estás muy guapa.

– Gracias.

– ¿Puedes darte la vuelta?

– ¿Por qué?

– Porque… yo quiero.

– Pero yo no. ¿Puedes apartarte un poco?

– A lo mejor digo algo… si lo haces.

Eli miró a Håkan, indecisa. Luego se dio media vuelta, se quedó de espaldas a él.

A Håkan se le agolpaba la saliva en la boca, tragó. Miró. Una sensación física de cómo los ojos devoraban lo que tenían ante sí. Lo más bello que había. A un brazo de distancia. Infinitamente lejos.

– ¿Tienes… hambre?

Eli se volvió de nuevo.

– Sí.

– Lo voy a hacer. Pero quiero algo a cambio.

– Tú dirás.

– Una noche. Quiero una noche.

– Sí.

– ¿La tendré?

– Sí.

– ¿Acostarme contigo? ¿Tocarte?

– Sí.

– ¿Puedo…?

– No. Sólo eso. Pero eso sí.

– Entonces lo hago. Esta noche.

Eli se agachó junto a él. A Håkan le ardían las palmas de las manos. Quería acariciarla. No podía. Esa noche. Eli, mirando fijamente al techo, dijo:

– Gracias. Pero piensa si alguien… ese retrato del periódico… hay personas que saben que vives aquí.

– He pensado en ello.

– Si viniera alguien aquí por el día… cuando yo descanso…

– Te digo que he pensado en ello.

– ¿Y…?

Håkan cogió a Eli de la mano, se levantó y fue a la cocina, abrió la despensa, sacó un tarro de confitura con la tapa de cristal. Un líquido transparente llenaba la mitad del frasco. Le explicó lo que había pensado. Eli negó vehementemente con la cabeza.

– No puedes hacer eso.

– Claro que puedo. ¿Entiendes ahora cuánto… me preocupo por ti?


Cuando Håkan se preparó para salir, puso el tarro de confitura en la bolsa junto con los demás utensilios. Eli, mientras tanto, se había vestido y estaba esperando en la entrada cuando Håkan salió, se inclinó y le dio un beso en la mejilla. Håkan pestañeó y se quedó un rato mirando a Eli.

Estoy perdido.

Después se fue a su tarea.


Morgan se estaba zampando sus cuatro delicias de una en una sin mostrar apenas interés por el arroz que tenía al lado en un cuenco. Lacke, inclinándose hacia delante, le dijo en voz baja:

– Oye, ¿puedo coger el arroz?

– Joder. ¿Quieres también la salsa?

– No. Pongo un poco de soja, sólo.

Larry, que observaba por encima del periódico, hizo una mueca cuando Lacke cogió el cuenco de arroz y le puso soja del frasco con un glu, glu, glu y empezó a comer como si no hubiera visto comida antes. Larry hizo un gesto señalando el montón de gambas fritas del plato de Morgan.

– Podrías invitar.

– Sí, claro. Sorry. ¿Qué quieres, una gamba?

– No, tengo mal el estómago. Pero igual Lacke.

– ¿Quieres una gamba, Lacke?

Lacke asintió y le alargó el cuenco del arroz. Morgan puso dos gambas fritas con ademán ostentoso. Como si insistiera. Lacke le dio las gracias y atacó las gambas.

Morgan refunfuñaba y meneaba la cabeza. Lacke no era el mismo desde que Jocke desapareció. Ya soplaba más de la cuenta antes, pero ahora bebía todavía más y no le quedaba ni un céntimo para comida. Era de veras raro lo de Jocke, pero tampoco como para hundirse totalmente en la miseria de esa manera. Jocke llevaba ya cuatro días desaparecido, pero ¿quién sabía? Podía haber encontrado a una tía y haberse largado a Tahití, cualquier cosa. Ya aparecería.

Larry dejó el periódico, se colocó las gafas de leer en la cabeza y restregándose los ojos dijo:

– ¿Vosotros sabéis dónde hay refugios?

Morgan sonrió burlón.

– ¿Qué pasa? ¿Estás pensando en hibernar, o qué?

– No, por lo del submarino. Por si se produjera una invasión a gran escala.

– Te puedes venir al nuestro. Estuve allí abajo mirando cuando vino un tipo de la defensa de no sé qué que tenía que hacer un inventario, hace dos años. Máscaras de gas, conservas, mesas de ping-pong y demás. Muerto de risa.

– ¿Mesas de ping-pong?

– Pues claro, ¿no lo sabes? Cuando los rusos entren en el país no tenemos más que decir: «Alto ahí, chicos, deponed las kalashnikoffnas, esto lo vamos a zanjar mejor con un partido de ping-pong». Que se queden ahí los generales tirándose pelotas picadas los unos a los otros.

– ¿Los rusos juegan al ping-pong?

– No. Los tenemos en un puño. A lo mejor recuperamos todo el Báltico.

Lacke se limpió con exagerada minuciosidad los labios con la servilleta y dijo:

– Es raro, de todas formas. Morgan encendió un John Silver.

– ¿El qué?

– Lo de Jocke. Siempre solía decirlo si se iba a alguna parte. Vosotros lo sabéis. Si se iba a ir a casa de su hermano, ahí en Väddö, lo contaba como una cosa grande. Empezaba a hablar de ello una semana antes. Lo que se iba a llevar, lo que iban a hacer.

Larry puso la mano en el hombro de Lacke.

– Hablas de él en pretérito.

– ¿Qué? Sí. Es que creo realmente que le ha pasado algo. Eso creo yo.

Morgan dio un buen trago de cerveza, eructó.

– Tú crees que está muerto.

Lacke se encogió de hombros y miró buscando apoyo a Larry, que estaba observando el dibujo de las servilletas. Morgan negó con la cabeza.

– No. Nos habríamos enterado. Eso fue lo que dijo la pasma cuando estuvieron allí abriendo la puerta, que te llamarían si sabían algo. No es que yo confíe en la pasma, pero… alguien debería de haber oído algo.

– Jocke habría llamado.

– Pero Dios mío, ¿estáis casados o qué? No te preocupes. Pronto aparecerá. Con flores y bombones y prometiendo no volver a hacerlo nuuunca más.

Lacke asintió resignado y dio un sorbito a la cerveza a la que le había invitado Larry con la promesa de hacer lo mismo cuando le vinieran mejores rachas. Dos días más, como mucho. Luego empezaría a buscar por su cuenta. Llamar al hospital, al depósito de cadáveres y todo lo que se pudiera hacer. Uno no abandona a su mejor amigo. Estuviera enfermo o muerto o lo que fuera. Uno no lo deja en la estacada.


Eran las siete y media y Håkan estaba empezando a ponerse nervioso. Había estado deambulando por los alrededores del instituto Nuevos Elementos y del polideportivo de Vällingby, por donde se movían los jóvenes. Era hora de entrenamientos y la piscina abría hasta tarde, así que no faltaban posibles víctimas. El problema estaba en que la mayoría iba en grupos. Había oído un comentario de una chica, que iba con otras dos, acerca de que su madre «todavía estaba totalmente histérica por lo del asesino».

Claro está que podía haber ido más lejos, a algún sitio donde sus anteriores actuaciones no estuvieran tan presentes, pero entonces corría el riesgo de que la sangre se estropeara antes de llegar a casa. Ya que iba a hacerlo, quería dar a su amada lo mejor. Y cuanto más fresca, cuanto más próxima a la fuente, más buena. Eso le había dicho.

La noche anterior había caído una buena helada y hacía frío de verdad, bajo cero, por eso no llamaba mucho la atención el hecho de que llevara un pasamontañas con aberturas para los ojos y la boca que le ocultaba la cara.

Pero no podía andar dando vueltas así por mucho tiempo. Al final, alguien acabaría sospechando.

¿Y si no pillaba a nadie? ¿Si llegaba a casa sin nada? Su amada no moriría, de eso estaba ahora seguro. No como la primera vez. Pero ahora había algo más, un maravilloso algo más. Una noche entera. Una noche entera con el cuerpo de su amada a su lado. Esos tensos y suaves miembros, el vientre plano para acariciarlo despacio. Una vela encendida en el dormitorio cuyo resplandor temblara sobre la piel aterciopelada, suya por una noche.

Se frotó la polla que latía y gritaba de ganas.

Tengo que tranquilizarme, tengo que…

Sabía lo que iba a hacer. Una locura, pero iba a hacerla.

Entrar en la piscina cubierta de Vällingby y buscar allí a su víctima. Estaría casi vacía a esta hora, y puesto que ya se había decidido sabía exactamente cómo iba a hacerlo. Arriesgado, claro. Pero totalmente factible.

Si salía mal echaría mano de la última salida. Pero no iba a salir mal. Lo vio ante sí con todo detalle cuando aceleró el paso y se dirigió a la entrada. Se sentía ebrio. El tejido del pasamontañas se humedeció alrededor de la nariz a causa de la condensación que provocaba su respiración agitada.

Esto iba a ser algo para contarle a su amada esa noche, contárselo mientras acariciaba su culo duro y respingón con la mano temblorosa, atesorándolo en la memoria por toda la eternidad.

Cruzó la entrada, sintió el conocido, suave olor a cloro en la nariz. Tantas horas como había pasado en la piscina. Con los otros, o solo. Los cuerpos jóvenes relucientes por el sudor o el agua, próximos pero no al alcance de la mano. No eran más que imágenes para recordar y a las que recurrir cuando estaba acostado y con el papel higiénico en una mano. El olor a cloro le hacía sentirse seguro, como en casa. Se acercó a la taquilla.

– Uno, por favor.

La señora de la taquilla levantó la mirada de la revista. Sus ojos se abrieron un poco. Él hizo un gesto señalando la cara y el gorro:

– Frío.

Ella asintió algo desconfiada. ¿Sería mejor quitarse el pasamontañas? No. Sabía lo que tenía que hacer para que no sospechara.

– ¿Armario?

– Cabina, por favor.

La mujer le dio una llave y pagó. Mientras se daba la vuelta se quitó el pasamontañas. Así ella se habría cerciorado de que se lo quitaba, pero sin verle la cara. Era estupendo. Con paso rápido se dirigió a los vestuarios, mirando al suelo para no encontrarse con nadie.


– Bienvenidos. Pasad a mi modesto apartamento.

Tommy entró en el recibidor sin cruzar palabra con Staffan; detrás de él se oyeron los chasquidos cuando su madre y Staffan se besaron. Staffan dijo en voz baja:

– ¿Le has…?

– No. Pensé…

– Mmm. Tenemos que…

Chasquidos de nuevo. Tommy echó un vistazo. No había estado nunca en casa de un madero y, aunque no quería, sentía un poco de curiosidad. Por cómo vive alguien así.

Pero ya en la entrada se dio cuenta de que Staffan apenas podía ser representativo del cuerpo en su conjunto. Se había imaginado algo así… sí, así como en las novelas policíacas. Algo pobre y frío. Un sitio al que uno iba para dormir cuando no estaba fuera persiguiendo canallas.

Gente como yo, vamos.

No. El apartamento de Staffan estaba lleno de pijaditas. La entrada parecía como si hubiera sido decorada por alguien que compraba todo de esas pequeñas revistas que llegaban por correo.

Aquí colgaba un cuadro de terciopelo con una puesta de sol, ahí había una pequeña cabaña alpina con una vieja montada en un palo que salía por la puerta. Un centro con puntillas hechas a ganchillo en la mesita del teléfono; al lado del teléfono, una figura de escayola de un niño y un perro. En la base leyó este texto: ¿NO SABES HABLAR?

Staffan levantó la figura.

– Es divertida, ¿no? Cambia de color según el tiempo que haga.

Tommy asintió. O bien Staffan había pedido prestado el piso a su anciana madre, exclusivamente para esta visita, o estaba realmente como una regadera. Staffan volvió a colocar con cuidado la figura en su sitio.

– Colecciono este tipo de cosas, ¿sabes? Cosas que muestran qué tiempo va a hacer. Como ésta, por ejemplo.

Dio un golpecito a la vieja que asomaba en la cabaña alpina, la vieja se dio la vuelta y entró en la cabaña al tiempo que, en su lugar, salía un viejecito.

– Cuando sale la vieja va a hacer mal tiempo, y cuando sale el viejo…

– Hace todavía peor.

Staffan rio la broma, algo forzado a los ojos de Tommy.

– No funciona tan bien.

Tommy echó una mirada a su madre y casi se asustó por lo que vio. Llevaba la gabardina puesta, las manos cogidas y fuertemente apretadas y una sonrisa que podría asustar a un caballo. Despavorida. Tommy decidió hacer un nuevo esfuerzo.

– ¿Como un barómetro entonces?

– Sí, exactamente. Con eso empecé, con los barómetros. Coleccionándolos, quiero decir.

Tommy señaló una pequeña cruz de madera con un Jesús de plata que colgaba de la pared.

– ¿Es también un barómetro?

Staffan miró a Tommy, a la cruz, a Tommy de nuevo. Se puso serio de repente.

– No, no lo es. Es Cristo.

– El de la Biblia.

– Sí. Claro.

Tommy se metió las manos en los bolsillos y entró en el cuarto de estar. Anda, mira, aquí estaban los barómetros. Alrededor de veinte en distintas versiones colgaban de la pared alargada detrás de un sofá gris de piel con una mesa de cristal delante.

No estaban en absoluto sincronizados. Cada uno marcaba una cosa; parecía más bien como una de esas paredes con relojes que mostraban la hora en distintas partes del mundo. Dio un golpecito en el cristal de uno de ellos y la aguja se movió un poco. No sabía lo que quería decir, pero la gente, por algún motivo, siempre daba un golpecito en los barómetros.

En un mueble esquinero con las puertas de cristal había un montón de copas pequeñas. Cuatro, algo más grandes, estaban alineadas sobre un piano al lado del esquinero. En la pared por encima del piano colgaba un gran cuadro de la Virgen María con el Niño Jesús en brazos. Le estaba dando de mamar con esa expresión ausente en los ojos que parece estar diciendo: ¿qué he hecho yo para merecer esto?

Staffan carraspeó al entrar en el cuarto de estar.

– Sí, esto… Tommy. ¿Hay algo que te llame la atención?

Tommy no era tan tonto como para no entender qué era lo que se esperaba que preguntase.

– ¿De qué son esas copas?

Staffan señaló con la mano los trofeos sobre el piano.

– ¿Éstas?

No, pedazo de idiota. Las copas que tienen en las instalaciones del club abajo junto al estadio, evidentemente.

– Sí.

Staffan señaló una figura de plata de unos veinte centímetros de altura sobre un pedestal de piedra que estaba en medio de las copas del piano. Tommy había pensado que se trataba de una escultura, pero también eso era un trofeo. La figura tenía las piernas abiertas y los brazos al frente sujetando una pistola, apuntando.

– Tiro con pistola. Ése es el primer premio del campeonato del distrito. Ese otro, el tercer premio en calibres suecos de 0,45, de pie… y así todos.

La madre de Tommy entró y se colocó al lado de su hijo.

– Staffan es uno de los cinco mejores en tiro con pistola de Suecia.

– ¿Y eso te sirve para algo?

– ¿Qué quieres decir?

– Que si puedes disparar a la gente, y eso.

Staffan pasó el dedo por el pedestal de uno de los trofeos y se miró el dedo.

– Todo el mérito del trabajo de la policía es conseguir no disparar a la gente.

– ¿Lo has hecho alguna vez?

– No.

– Pero te gustaría, ¿no?

Staffan, con gesto ostentoso, respiró profundamente y expulsó el aire con un lento suspiro. -Voy a… mirar la comida. Gasolina. Mira a ver si arde.

Se fue a la cocina. La madre de Tommy lo agarró por el codo y le susurró:

– ¿Por qué dices eso?

– Sólo estaba preguntando.

– Es una buena persona, Tommy.

– Sí. Debe de serlo. Tantos premios de tiro como Vírgenes Marías. ¿Puede ser mejor?


Håkan no se encontró con nadie en los pasillos de la piscina. Como había supuesto, no había mucha gente a esas horas. En el vestuario había dos hombres de su edad vistiéndose. Cuerpos gordos y deformados. Con el sexo encogido bajo el vientre descolgado. La fealdad misma.

Encontró su cabina, entró y cerró la puerta. Los preparativos listos. Se puso de nuevo el pasamontañas, por seguridad. Quitó el seguro de la botella de halotano, colgó el abrigo en un gancho. Abrió la bolsa y puso los utensilios a mano. El cuchillo, la cuerda, el embudo, el bidón. Había olvidado el impermeable. Mierda. Entonces tendría que desnudarse. El riesgo de que le salpicara era grande, pero de esa manera podría ocultar las manchas bajo la ropa cuando hubiera acabado. Sí. Además estaba en una piscina. No era nada raro estar desnudo aquí.

Probó la resistencia del otro gancho agarrándolo con las dos manos y levantando los pies del suelo. Aguantaba. Podría fácilmente soportar un cuerpo probablemente treinta kilos más ligero que el suyo. La altura era un problema. La cabeza iba a dar en el suelo. Tendría que intentar atarlo por las rodillas, había espacio suficiente entre el gancho y el borde superior de la cabina como para que no asomaran los pies. Eso despertaría sospechas.

Parecía que los dos hombres estaban a punto de marcharse. Escuchó lo que decían:

– ¿Y el trabajo?

– Como siempre. Libertad, igualdad y fraternidad.

– ¿Cómo dices?

– Eso, sólo que al revés.

Håkan sonrió; algo estaba a punto de explotar dentro de su cabeza. Se sentía demasiado excitado, respiraba demasiado rápido. Su cuerpo parecía hecho de mariposas que quisieran volar en distintas direcciones.

Tranquilo. Tranquilo. Tranquilo.

Respiró profundamente hasta que sintió que se le iba la cabeza y luego se desnudó. Dobló la ropa y la puso en la bolsa. Los dos hombres salieron del vestuario. Se quedó en silencio. Probó a subirse al banco y mirar hacia fuera. Sí, sus ojos alcanzaban a ver justo por encima del borde. Entraron tres chicos de trece, catorce años. Uno de ellos le dio un azote a otro en el culo con la toalla enrollada.

– ¡Joder, déjalo!

Agachó la cabeza. Algo más abajo notó que su erección se apretaba contra el rincón como entre dos nalgas duras y abiertas. Tranquilo. Tranquilo.

Volvió a mirar por encima del borde. Dos de los chicos se habían quitado el bañador y se inclinaban dentro de sus armarios para coger su ropa. Su diafragma se comprimió en un espasmo total y el esperma mojó el rincón, chorreó hasta el banco en el que se encontraba. Ahora. Tranquilo.

Sí. Ya se sentía mejor. Pero el esperma no era bueno. Por el rastro.

Sacó los calcetines de la bolsa, limpió el rincón y el banco lo mejor que pudo. Volvió a guardar los calcetines, se puso el pasamontañas mientras escuchaba la conversación de los chicos.

– … nuevo Atari. Enduro. ¿Te vienes a casa a jugar un poco?

– No. Tengo cosas que hacer…

– ¿Y tú?

– De acuerdo. ¿Tienes dos joysticks?

– No, pero…

– ¿Entonces vamos primero a buscar el mío? Así podemos jugar los dos.

– Vale. Hasta luego, Matte.

– Hasta luego.

Parecía que dos de los chicos se disponían a salir. La situación era perfecta. Se iba a quedar uno solo, sin que los otros lo esperaran. Se arriesgó a mirar de nuevo. Dos de los chicos estaban listos, a punto de salir. El último estaba poniéndose los calcetines. Se ocultó al darse cuenta de que llevaba puesto el pasamontañas. Suerte que no lo habían visto.

Cogió la botella de halotano, la sujetó agarrando con los dedos el dosificador. ¿Debería seguir con el gorro puesto? Y si el chico se escapaba. Si entraba alguien en el cuarto. Si…

Mierda. Había sido un error desnudarse. Si tenía que huir rápidamente, no había tiempo que perder. Oyó cómo el chico cerraba su armario y empezaba a ir hacia la salida. En cinco segundos pasaría por la puerta de la cabina. Demasiado tarde para consideraciones.

Por la abertura entre el borde interior de la puerta y la pared vio pasar una sombra. Bloqueó todos los pensamientos, quitó el cerrojo, golpeó la puerta hacia fuera y salió.

Mattias se dio la vuelta y vio un cuerpo grande y blanco, desnudo, con un gorro de esquí en la cabeza que se abalanzaba sobre él. Un solo pensamiento, una sola palabra cruzó por su cabeza antes de que su cuerpo instintivamente se echara para atrás:

Muerte.

Retrocedió ante la Muerte que quería cogerlo. La Muerte llevaba algo negro en la mano. Aquella cosa negra voló hasta su cara y tomó aire para gritar.

Pero antes de que el grito alcanzara a salir lo negro se le vino encima, cubriéndole la boca y la nariz. Una mano le cogió la cabeza por detrás, apretándole la cara contra aquella cosa negra y suave. El grito se quedó en un gemido ahogado y, mientras lanzaba su quejido mutilado, oyó un silbido como procedente de una máquina de humo.

Intentó gritar de nuevo, pero cuando tomó aire sucedió algo con su cuerpo. Un entumecimiento se extendió por todos sus miembros y al siguiente chillido no dijo ni pío. Volvió a respirar y las piernas le fallaron, velos multicolores revolotearon ante sus ojos.

No quería gritar más. No tenía fuerzas. Los velos cubrían ahora todo su campo visual. Le bailaban los colores.

Se cayó hacia atrás en el arco iris.


Oskar sujetaba el papel con el código Morse en una mano y con la otra golpeaba las letras en la pared. Un golpe con el nudillo para el punto, un golpe con la palma de la mano para el guión, tal como habían acordado.

Nudillo. Pausa. Nudillo, palmada, nudillo, nudillo. Pausa. Nudillo, nudillo.

(E.L.I.)

Y.O.S.A.L.G.O.

Tras unos segundos llegó la respuesta:

Y.O.V.O.Y.

Se encontraron fuera del portal de ella. En un solo día se había… transformado. Hacía algunos meses había estado en la escuela una mujer judía hablando del exterminio, mostrando diapositivas. Eli se parecía ahora un poco a las personas que aparecían en aquellas imágenes.

La fuerte iluminación del portal acentuaba las sombras de su rostro, como si los huesos estuvieran a punto de atravesar la piel, como si la piel se hubiera vuelto más fina. Y…

– ¿Qué te has hecho en el pelo?

Oskar pensó que era la luz la que le daba ese aspecto, pero al acercarse vio que en el pelo negro de Eli habían aparecido unas mechas gruesas y blancas. Como en las personas mayores. Eli se pasó la mano por el cabello, le sonrió.

– Eso desaparece. ¿Qué hacemos?

Oskar hizo sonar unas coronas en el bolsillo.

– ¿Vamos al kiosco?

– Mmm. El último en llegar es tonto. Una imagen cruzó la cabeza de Oskar. Niños en blanco y negro.

Luego Eli echó a correr y Oskar la siguió. Y, aunque parecía muy enferma, era mucho más rápida que él, voló con agilidad por la acera empedrada, cruzó la calle de dos zancadas. Oskar corría todo lo que podía, distraído por aquella imagen.

¿Niños en blanco y negro?

Justamente. Corría cuesta abajo por delante de la fábrica de golosinas, la de los conocidos ratones, cuando cayó en la cuenta. Sí, aquellas películas antiguas que echaban los domingos. Anderssonskans Kalle y todas esas. «El último en llegar es tonto». Eso decían en aquellas películas.

Eli estaba esperándole abajo, junto al camino, a veinte metros del kiosco. Oskar corrió hasta ella intentando dejar de resoplar. No había estado nunca con Eli allí. ¿Le iba a contar aquel chascarrillo? Sí.

– Oye, ¿sabes que lo llaman El Kiosco del Amante?

– ¿Por qué?

– Porque… Bueno, yo lo oí en una reunión de padres… hubo uno que dijo… no a mí, sino que… yo lo oí. Dijo que el dueño, que es…

Ahora se arrepentía. Parecía una tontería. Le daba vergüenza. Eli extendió los brazos.

– ¿Qué?

– Bah, que el que lo lleva… que tiene señoritas allí. Bueno, ya sabes, que… cuando lo tiene cerrado…

– ¿Es cierto? -Eli miró hacia el kiosco-. Pero si no caben.

– Asqueroso, ¿no?

– Sí.

Oskar bajó hacia el tenderete. Eli, con cuatro pasos rápidos, llegó a su altura y le susurró:

– Deben de ser delgadas.

Los dos se rieron. Entraron en el radio de luz del kiosco. Eli hizo un ostensible gesto compasivo con los ojos puestos en el dueño, que estaba dentro mirando un pequeño televisor.

– ¿Es él?

Oskar asintió.

– Pues parece un mono.

Oskar, haciendo bocina con la mano en la oreja de Eli, dijo en voz baja:

– Se escapó del zoo de Skansen hace cinco años. Aún lo andan buscando.

Eli se rio y puso la mano en la oreja de Oskar. Su aliento cálido flotó en la cabeza de él.

– De eso nada. Es que en vez de eso lo han encerrado aquí.

Los dos miraron al hombre ceñudo y se echaron a reír a carcajadas imaginándoselo como un mono en su jaula, rodeado de golosinas. Con el ruido, el dueño del kiosco se volvió hacia ellos arrugando sus enormes cejas de tal manera que parecía aún más un gorila. Oskar y Eli casi se cayeron al suelo de la risa. Apretándose la boca con las manos intentaron ponerse serios.

El hombre se inclinó sobre la ventanilla.

– ¿Queríais algo?

Eli se puso seria enseguida; quitándose la mano de la boca avanzó hasta la ventanilla y dijo: -Un plátano, por favor.

Oskar se ahogaba y se apretó la boca con la mano aún más fuerte. Eli se volvió y se llevó el dedo índice a los labios rogándole que se callara con disimulada severidad. El hombre contesto:

– No tengo plátanos.

Eli, aparentando no comprender:

– ¿Ningún pláaatano?

– No. ¿Alguna otra cosa?

A Oskar se le encajaron las mandíbulas de tanto reprimir la risa. Trastabilló fuera del kiosco, corrió hasta el buzón de correos, se echó sobre él y soltó la carcajada: estaba a punto de desternillarse. Eli fue hacia él meneando la cabeza.

– No hay plátanos.

Oskar, jadeando, dijo:

– Claro, se… habrá comido… todos él.

Se contuvo; apretando los labios, sacó sus cinco coronas y fue hasta la ventanilla.

– Un poco de cada.

El dueño del kiosco le miró airado y empezó coger golosinas con unas pinzas de los botes de plástico que tenía en el expositor, echándolas en una bolsa de papel. Oskar miró de reojo para ver si Eli estaba escuchando y dijo:

– No olvide los plátanos.

El hombre dejó de coger golosinas.

– No tengo plátanos.

Oskar señaló uno de los botes.

– Plátanos de gominola, quiero decir.

Oyó las risitas de Eli e hizo lo mismo que ella había hecho: se puso el índice en los labios pidiendo silencio. El dueño del kiosco dio un resoplido, puso un par de plátanos de gominola en la bolsa y se la entregó a Oskar.

Caminaron de vuelta al patio. Oskar, antes siquiera de probar las golosinas, le ofreció a Eli. Ella negó con la cabeza.

– No, gracias.

– ¿No comes golosinas?

– No puedo.

– ¿Ninguna golosina?

– No.

– ¡Uf!, no me digas.

– Sí, bueno, no. Como no sé a qué saben…

– ¿Ni siquiera las has probado?

– No.

– ¿Cómo sabes entonces que…?

– Lo sé, sin más.

Eso pasaba algunas veces. Estaban hablando de cualquier cosa, Oskar preguntaba algo y acababa con un «es así, sin más», «lo sé, sin más». Sin mayor explicación. Era una de las cosas que resultaban un poco raras con Eli.

Una pena que no pudiera invitarla. Era lo que había planeado. Invitarla un montón. Todo lo que quisiera. Y resulta que no comía golosinas. Se metió un plátano de gominola en la boca y la miró de reojo.

La verdad es que no parecía sana. Y aquellas mechas blancas en el pelo… En alguna historia que Oskar había leído, el pelo de una persona se había vuelto completamente blanco tras un gran susto. ¿Le habría ocurrido eso a Eli?

Ella miraba a los lados, cruzó los brazos alrededor del cuerpo y parecía de lo más pequeña. Oskar sintió deseos de estrecharla contra sí, pero no acabó de decidirse.

En el arco de entrada al patio Eli se detuvo y alzó la vista hacia su ventana. Estaba apagado. Permaneció de pie, quieta, con los brazos alrededor del cuerpo y mirando al suelo.

– Oye, Oskar…

Lo hizo. Ella lo estaba pidiendo con todo su cuerpo y él sacó de algún sitio el valor para hacerlo. La abrazó. Por un instante terrible creyó que había hecho mal, porque el cuerpo de Eli parecía rígido, cerrado.

Estaba a punto de soltarla cuando la niña se dejó caer en sus brazos, puso los suyos con delicadeza en la espalda de Oskar y se apretó temblando contra él.

Eli inclinó la cabeza sobre el hombro del muchacho y permanecieron así. El aliento de ella en su cuello. Se abrazaron en silencio. Oskar cerró los ojos y tuvo la certeza: aquello era lo más grande. La luz del farol de la entrada penetraba suavemente a través de sus parpados cerrados, ponía una película roja en sus ojos. Lo más grande.

Eli acercó su cabeza al cuello de Oskar. El calor de su aliento se volvió más fuerte. Los músculos de su cuerpo, que estaban relajados, se tensaron de nuevo. Sus labios le rozaron el cuello y un temblor recorrió su cuerpo.

De pronto se estremeció e interrumpió el abrazo, dio un paso atrás. Oskar dejó caer los brazos. Eli sacudió la cabeza como para liberarse de un mal sueño, se dio la vuelta y echó a andar hacia su portal. Oskar se quedó allí parado. Cuando ella abrió la puerta, la llamó.

– ¿Eli? -la niña se volvió-. ¿Dónde está tu padre?

– Él iba a… venir con comida.

No le dan de comer. Eso es.

– Nosotros te podemos dar algo.

Eli soltó la puerta y se le acercó. Oskar empezó rápidamente a planear cómo le iba a contar todo aquello a su madre. No quería que su madre conociera a Eli. Ni viceversa tampoco. Tal vez podía hacer un par de bocadillos y sacarlos. Sí, eso sería lo mejor.

Eli se puso delante de él, lo miró seriamente a los ojos.

– Oskar. ¿Te gusto?

– Sí. Muchísimo.

– Si yo no fuera una chica… ¿también te gustaría?

– ¿Qué quieres decir?

– Sólo eso. Que si te gustaría aunque no fuera una chica.

– Sí… claro.

– ¿Seguro?

– Sí. ¿Por qué lo preguntas?

Alguien se afanaba con una ventana con el cierre estropeado, luego se abrió. Tras la cabeza de Eli, Oskar pudo ver cómo su madre sacaba la cabeza por la ventana de su habitación.

– ¡Ooooskar!

Eli se ocultó rápidamente, contra la pared. Oskar apretó los puños, subió corriendo la cuesta y se puso debajo de la ventana. Como un chico pequeño.

– ¿Qué pasa?

– ¡Huy! Estaba aquí. Pensando…

– ¿Qué pasa?

– Nada, que empieza ahora.

– Lo sé.

Su madre estaba a punto de añadir algo más, pero se calló al verlo ahí, debajo de la ventana, todavía con los puños apretados a lo largo del cuerpo, completamente tenso.

– ¿Qué andas haciendo?

– Yo… voy.

– Sí, porque…

A Oskar se le humedecieron los ojos de rabia y soltó:

– ¡Métete y cierra la ventana! ¡Métete!

Su madre lo miró fijamente un instante más. Luego algo cruzó su rostro y cerró de golpe la ventana, se fue de allí. Oskar habría querido… no responderle gritando, sino… transmitir lo que pensaba. Explicando tranquilamente y con calma cuál era la situación. Que ella no podía hacer eso, que él tenía…

Volvió a correr cuesta abajo.

– ¿Eli?

Ya no estaba allí. Y no había entrado en su portal, lo habría visto. Se habría encaminado al metro para ir a casa de esa tía suya que vivía en el centro y adonde ella solía acudir después de la escuela. Eso sería, seguramente.

Oskar se metió en el oscuro rincón donde Eli se había escondido cuando su madre había gritado. Se dio la vuelta con la cara contra la pared. Estuvo así un rato. Luego entró.


Håkan hizo entrar al chico en la cabina y cerró la puerta. El muchacho no había dicho ni pío. Lo único que podía levantar sospechas ahora era el silbido de la botella de gas. Tenía que darse prisa.

Cuánto más sencillo no resultaría si pudiera atacar con el cuchillo, pero no. La sangre tenía que proceder de un cuerpo vivo. Otra más de las cosas que le habían sido explicadas. La sangre de cuerpos muertos era inservible; de hecho, perjudicial.

Bueno. El chico estaba vivo. El pecho seguía subiendo y bajando, absorbiendo el gas anestésico.

Enrolló la cuerda con fuerza alrededor de las piernas del muchacho un poco más arriba de las rodillas, puso los dos extremos encima del gancho y empezó a tirar. Las piernas del chico se levantaron del suelo.

Se abrió una puerta, se oyeron voces.

Sujetó la cuerda con una mano y con la otra cerró el gas, soltó la mascarilla. La anestesia duraría unos minutos, tenía que trabajar tanto si había gente como si no, tan en silencio como pudiera.

Unos cuantos hombres fuera. ¿Dos, tres, cuatro? Hablaban de Suecia y Dinamarca. Algún partido. Balonmano. Mientras hablaban, levantó el cuerpo del chico. El gancho chirriaba, el peso caía en un ángulo distinto a cuando él mismo se había colgado de él. Los hombres de fuera se callaron. ¿Habrían oído algo? Estaba quieto de pie, apenas respiraba. Seguía sujetando el cuerpo cuya cabeza acababa de levantarse del suelo, en la misma posición.

No. Sólo una pausa en la conversación. Siguieron.

Hablando sin parar, hablando sin parar.

– El penalti de Sjögren fue totalmente…

– Lo que uno no lleva en las manos tiene que llevarlo en la cabeza.

– De todos modos puede colocarlos bastante bien.

– Es ese balón picado, no entiendo cómo lo hace…

La cabeza del chico colgaba ya libremente a un par de centímetros del suelo. Ahora…

¿Dónde podría sujetar los extremos de la cuerda? Los resquicios entre las tablas del banco eran demasiado estrechos para poder meter la cuerda por ellos. No podría trabajar bien con una sola mano si mientras tenía que sujetar la cuerda con la otra. No tendría fuerzas. Permaneció quieto con los extremos de la cuerda en las manos fuertemente apretadas, sudando. El pasamontañas le daba calor, debería quitárselo.

Luego. Cuando estuviera listo.

El otro gancho. Sólo tenía que hacer una lazada primero. El sudor le corría por los ojos cuando soltó el cuerpo del muchacho, para que se aflojara la cuerda, e hizo una lazada. Tiró de la cuerda para levantar de nuevo al chico e intentó trabarla alrededor del gancho. Demasiado corta. Soltó de nuevo el cuerpo. Los hombres se callaron.

¡Marchaos, venga! ¡Marchaos!

En silencio hizo una nueva lazada más próxima a los extremos de la cuerda, esperó. Empezaron a hablar de nuevo. Bolos. Los éxitos de la selección femenina sueca en Nueva York. El pleno, el semipleno y el sudor escociéndole en los ojos.

Calor. ¿Por qué hacía tanto calor?

Consiguió pasar la lazada alrededor del gancho y pudo respirar. ¿No podían marcharse?

El cuerpo del chico colgaba en la posición correcta y no había más que ponerse manos a la obra rápidamente, antes de que se despertara, y ¿no podían marcharse de una vez? Pero se trataba de recordar anécdotas de bolos y de lo bien que uno jugaba antes y de alguien a quien se le había quedado el dedo gordo dentro de la bola y había tenido que ir al hospital para que se lo sacaran.

No podía esperar. Puso el embudo en el bidón de plástico y lo acercó al cuello del chico. Cogió el cuchillo. Cuando se volvió para sacar la sangre del cuerpo, la conversación fuera se había interrumpido de nuevo. Y el muchacho tenía los ojos abiertos. Abiertos de par en par. Las pupilas vagaban dando vueltas, allí colgado boca abajo, buscando un punto de referencia, una explicación. Se posaron en Håkan, que estaba de pie, desnudo, con el cuchillo en la mano. Por un instante lo miraron fijamente a los ojos.

Después el chico abrió la boca y chilló.

Håkan retrocedió, cayó sobre la pared de la cabina con un golpe húmedo. La espalda sudorosa se resbaló en la pared y casi perdió el equilibrio. El muchacho chillaba y chillaba. El sonido se extendió por el vestuario, resonando en las paredes, y se hizo tan fuerte que taponó los oídos de Håkan. Su mano asió con más fuerza el mango del cuchillo y lo único que pensó fue que tenía que acabar con los gritos del chico. Cortarle la cabeza para que dejara de gritar. Se puso en cuclillas a su lado.

Golpeaban en la puerta.

– ¡Oye! ¡Abre!

Håkan soltó el cuchillo. El ruido que hizo cuando cayó al suelo apenas si se oyó en medio de los golpes y de los chillidos insoportables del chico. Las bisagras de la puerta temblaban por los golpes de fuera.

– ¡Abre o echo abajo la puerta!

Se acabó. Ahora era el fin. Sólo quedaba una cosa. Desapareció el ruido a su alrededor, la vista se redujo a un túnel cuando Håkan volvió la cabeza hacia la bolsa. A través del túnel vio su mano alargándose hasta ella y sacando el tarro de la confitura.

Cayó de culo resbalándose con el tarro en la mano. Desenroscó la tapa. Esperó.

Cuando abrieran la puerta. Antes de que le quitaran el gorro. La cara. En medio de los gritos y los golpes contra la puerta pensó en su amada. En el tiempo que habían pasado juntos. Evocaba imágenes de su amada como un ángel. Un ángel chico que ahora bajaba del cielo extendiendo sus alas para venir a buscarle. Llevarlo consigo. Allí dónde siempre iban a permanecer juntos. Siempre.

La puerta voló y golpeó contra la pared. El chico seguía gritando. Fuera había tres hombres, más o menos vestidos. Miraban con los ojos muy abiertos sin comprender la escena que tenían ante sí.

Håkan asintió despacio, reconociéndolo.

Después gritó:

– ¡Eli! ¡Eli!

Y se echó el ácido clorhídrico concentrado en la cara.


¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso en tu señor y Dios! ¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso! ¡Honra a tu rey y Dios!


Staffan se acompañaba a sí mismo y a la madre de Tommy al piano. Se miraban a los ojos de vez en cuando, se sonreían y los ojos les hacían chiribitas. Tommy estaba sentado en el sofá de piel aguantando. Había encontrado un agujero pequeño en uno de los reposabrazos, y mientras Staffan y su madre cantaban, él trabajaba para hacerlo más grande. El dedo índice excavaba dentro del relleno mientras se preguntaba si Staffan y su madre se habrían acostado juntos en ese sofá alguna vez. Bajo los barómetros.

La comida había sido aceptable, un pollo marinado con arroz. Después de la comida Staffan le había mostrado la caja fuerte donde guardaba sus pistolas. Estaba en el dormitorio, debajo de la cama, y Tommy se había hecho allí la misma pregunta: ¿se habrían acostado juntos en aquella cama? ¿Pensaba su madre en su padre cuando Staffan la acariciaba? ¿Se ponía él caliente pensando en las pistolas que tenía debajo del colchón? ¿Se ponía ella?

Staffan tocó el acorde final, dejándolo morir en el aire. Tommy sacó el dedo del, a esas alturas, considerable agujero del sofá. Su madre hizo a Staffan una inclinación con la cabeza, cogió su mano y se sentó junto a él en el asiento del piano. Desde el ángulo donde se encontraba Tommy, la Virgen María colgaba justo por encima de sus cabezas como si fuera un efecto calculado, ensayado de antemano.

Su madre miró a Staffan, le sonrió y se volvió hacia Tommy.

– Tommy, queremos contarte una cosa.

– ¿Os vais a casar?

Su madre dudó. Si lo habían estado ensayando antes con escenografía y todo, entonces aquella réplica, evidentemente, no estaba incluida.

– Sí. ¿Qué te parece? Tommy se encogió de hombros.

– Vale. Hacedlo.

– Hemos pensado… para el verano, quizá.

Su madre lo miraba como preguntándole si tenía una propuesta mejor.

– Sí, sí. Claro.

Volvió a meter el dedo en el agujero, lo dejó allí. Staffan se inclinó hacia delante.

– Ya sé que no puedo… sustituir a tu papá. De ninguna manera. Pero espero que tú y yo podamos… conocernos mejor y… bueno. Que podamos llegar a ser amigos.

– ¿Y dónde vais a vivir?

Su madre se puso triste de pronto.

– Vamos, Tommy. Se trata también de ti, claro. No sabemos. Pero habíamos pensado en comprar una casa en Ängby, quizá. Si podemos.

– Ängby.

– Sí. ¿Qué te parece?

Tommy miraba el cristal de la mesa donde su madre y Staffan se reflejaban medio transparentes, como fantasmas. Seguía con el dedo en el agujero, arrancó un trozo de espuma.

– Caro.

– ¿El qué?

– Una casa en Ängby. Es caro. Cuesta mucho dinero. ¿Tenéis tanto dinero?

Staffan estaba a punto de contestar cuando sonó el teléfono. Acarició la mejilla de la madre de Tommy y se dirigió hasta el aparato en la entrada. La madre se sentó en el sofá al lado de Tommy, le preguntó:

– ¿No te parece bien?

– Me encanta.

Desde la entrada llegaba la voz de Staffan. Parecía alterado.

– No me digas… sí, voy inmediatamente. Vamos… no, entonces cojo el coche y bajo allí directamente. Bien. Adiós. Volvió de nuevo al cuarto de estar.

– El asesino está en la piscina de Vällingby. No tienen gente en la comisaría, así que tengo…

Entró en el dormitorio y Tommy pudo oír cómo se abría y se cerraba la caja de seguridad. Staffan se cambió de ropa allí dentro y después de un rato salió con todos los arreos de policía. Los ojos parecían levemente los de un psicópata. Dio un beso en la boca a la madre de Tommy y a él un golpecito en la rodilla.

– Tengo que irme inmediatamente. No sé cuándo volveré. Ya seguiremos hablando en otro momento.

Salió apresuradamente al pasillo y la madre de Tommy lo siguió.

Tommy oyó algo de «ten cuidado» y «te quiero» y «te quedas» mientras iba hasta el piano y, sin saber por qué, alargó el brazo y cogió la escultura del tirador de pistola. Pesaba por lo menos dos kilos. Mientras su madre y Staffan se despedían -les gustaba aquello: el hombre que se va a la guerra, la mujer anhelante-, Tommy salió al balcón. El aire frío de la tarde penetró en sus pulmones y pudo respirar por primera vez en un par de horas.

Se inclinó sobre la barandilla del balcón, vio que debajo crecían setos bien tupidos. Sujetó la escultura fuera por encima de la barandilla, la soltó. Cayó en el seto con un crujido.

Su madre salió al balcón y se puso a su lado. Después de un par de segundos se abrió el portal y salió Staffan casi corriendo hacia el aparcamiento. Su madre le decía adiós con la mano, pero Staffan no miró hacia arriba. Cuando pasó por debajo del balcón, Tommy sonrió.

– ¿Qué ocurre? -preguntó su madre.

– Nada.

Sólo que un chico pequeño con pistola está en el seto apuntando a Staffan. Sólo eso.

Tommy se sintió bastante bien, pese a todo.


El grupo se había fortalecido con Karlsson, el único de los colegas con un «trabajo de verdad», como él mismo lo llamaba. Larry había obtenido la jubilación anticipada, Morgan trabajaba ocasionalmente en un desguace y Lacke no se sabía a ciencia cierta de qué vivía. A veces tenía algo de dinero, sólo eso.

Karlsson tenía empleo fijo en la juguetería de Vällingby; había sido el dueño tiempo atrás, pero se vio obligado a vender por «dificultades económicas». Con el tiempo, el nuevo dueño le empleó porque, como Karlsson decía, no se podía negar «que uno, después de treinta años en el sector, tenía cierta experiencia».

Morgan se recostó en la silla, abrió las piernas y cruzó las manos detrás de la cabeza, mirando fijamente a Karlsson. Lacke y Larry se hicieron una seña. Ya empezaba.

– Bueno, Karlsson. ¿Qué hay de nuevo en el sector del juguete? ¿Habéis descubierto alguna forma nueva de limpiar la propina a los chicos?

Karlsson refunfuñó.

– No sabes de lo que estás hablando. Si hay algún estafado, ése soy yo. No puedes ni imaginarte la cantidad de hurtos. Los chicos…

– Sí, sí, sí. No tenéis más que comprar algún chisme de plástico en Corea por dos coronas y venderlo a cien y ya lo habéis recuperado.

– Nosotros no vendemos esas cosas.

– Seguro que no. ¿Qué era entonces lo que vi en el escaparate el otro día? ¿Pitufos? ¿Qué era eso? Juguetes de calidad fabricados a mano en Bengtfor, ¿eh?

– A mí lo que me parece muy extraño es que lo diga una persona como tú, que vende coches que sólo andan si se les engancha a un caballo.

Y así siguió la cosa. Larry y Lacke escuchaban, se reían a veces, hacían algún comentario. De haber estado Virginia, las crestas de los gallos se habrían levantado un poco más y Morgan no habría parado hasta que Karlsson se enfadara de verdad.

Pero Virginia no estaba. Y Jocke tampoco. La atmósfera perfecta no acababa de cuajar y por eso la discusión había empezado a decaer, cuando a eso de las ocho y media la puerta de fuera se abrió lentamente.

Larry levantó la vista y vio a una persona de la que nunca habría imaginado que apareciera por allí: Gösta. La Bomba Fétida, como le llamaba Morgan. Larry había estado hablando con él en un banco bajo el edificio alto un par de veces, pero nunca había venido aquí antes.

Gösta parecía desencajado. Se movía como si estuviera formado por piezas mal ensambladas que podían despegarse si se agitaba demasiado. Entornaba los ojos mientras temblaba hacia delante y hacia atrás, con pequeños movimientos. O estaba borracho perdido o estaba enfermo.

Larry le saludó.

– ¡Gösta! ¡Ven y siéntate!

Morgan volvió la cabeza, echó un vistazo a Gösta y dijo:

– ¡Oh, joder!

Gösta maniobró hasta llegar a su mesa como si se encontrara sobre un campo minado. Larry sacó la silla que había a su lado e hizo un gesto invitándole a sentarse.

– Bienvenido al club.

Gösta parecía no oírle, pero arrastró los pies hasta la silla. Llevaba un traje viejo con chaleco y pajarita, el pelo peinado al agua. Y apestaba. Pis y pis y más pis. Incluso cuando uno se sentaba con él fuera el hedor era claramente apreciable, pero se podía aguantar. Dentro, al calor, desprendía un olor ácido a orina vieja que obligaba a respirar por la boca para poder soportarlo.

Todos los colegas, incluso Morgan, se esforzaron para que la cara no mostrase lo que la nariz sentía. El camarero se acercó a su mesa, parándose en cuanto notó el olor de Gösta, y dijo:

– ¿Qué va… a tomar?

Gösta meneó la cabeza sin mirar al camarero. Éste alzó las cejas y Larry hizo un gesto; tranquilo, nosotros lo arreglamos. El camarero se retiró y Larry, poniendo la mano en el hombro de Gösta, preguntó:

– ¿A qué debemos el honor?

Gösta carraspeó, y con la mirada puesta en el suelo dijo:

– Jocke.

– ¿Qué pasa con él?

– Está muerto.

Larry oyó cómo Lacke bufaba a sus espaldas. Él mantuvo la mano en el hombro de Gösta dándole ánimos. Sentía que los necesitaba.

– ¿Cómo lo sabes?

– Yo lo vi. Cuando ocurrió. Cuando lo mataron.

– ¿Cuándo ocurrió?

– El sábado. Por la noche.

Larry retiró la mano.

– ¿El sábado? Pero… ¿has hablado con la policía? Gösta negó con la cabeza. -No he podido. Y yo… no lo vi. Pero lo sé. Lacke se llevó las manos a la cabeza, susurrando:

– Lo sabía, lo sabía.

Gösta se lo contó. El niño, que había roto la farola más cercana al puente con una piedra, había entrado y había aguardado. Jocke, que había entrado y no había salido. La ligera huella, la marca de un cuerpo en las hojas secas a la mañana siguiente.

Cuando acabó, el camarero llevaba ya un rato haciendo gestos airados a Larry, señalando alternativamente a Gösta y a la puerta. Larry puso la mano en el brazo de Gösta.

– ¿Qué te parece entonces si vamos a echar un vistazo?

Gösta asintió y se levantaron de la mesa. Morgan se bebió de un trago la cerveza que le quedaba, sonrió maliciosamente a Karlsson, que cogió el periódico y se lo guardó en el abrigo como solía hacer siempre, el jodido tacaño.

Sólo Lacke permaneció sentado, jugando con unos palillos rotos que había en la mesa. Larry se inclinó sobre él:

– ¿No vas a venir?

– Lo sabía. Lo presentía.

– Sí. ¿Vas a venir entonces?

– Bueno. Voy. Id yendo vosotros.

Cuando salieron, Gösta se tranquilizó con el aire frío de la noche. Empezó a caminar tan deprisa que Larry tuvo que pedirle que bajara la marcha, su corazón no aguantaba. Karlsson y Morgan iban detrás, el uno al lado del otro; Morgan esperaba a que Karlsson dijera alguna tontería para poder meterse con él. Le sentaría bien. Pero hasta Karlsson parecía ocupado con sus propios pensamientos.

La farola rota ya había sido cambiada y la luz bajo el puente era aceptable.

Estaban como un pelotón escuchando a Gösta mientras éste contaba y señalaba los montones de hojas; daban patadas para calentarse los pies. Mala circulación. Resonaba como si se tratara de un ejército desfilando. Cuando Gösta terminó, Karlsson dijo:

– No hay ninguna prueba…

Era la clase de comentario que Morgan había estado esperando.

– Pero joder, ¿es que no oyes lo que está diciendo? ¿Crees que miente?

– No -dijo Karlsson, como si hablara con un niño-, pero me refiero a que la policía tal vez no esté tan dispuesta como nosotros a creer su relato cuando no hay nada que lo corrobore.

– Él es testigo.

– ¿Crees que será suficiente?

Larry dio un golpe con la mano sobre los montones de hojas.

– La pregunta ahora es adónde ha ido a parar. Si es que ha sucedido así.

Lacke venía andando por el camino del parque, llegó hasta donde estaba Gösta y señaló hacia el suelo.

– ¿Ahí?

Gösta asintió. Lacke se metió las manos en los bolsillos y se quedó un rato observando el dibujo irregular de las hojas como si fuera un puzzle gigante que tenía que resolver. Los músculos de sus mandíbulas se contraían, se relajaban, se contraían.

– Bueno. ¿Qué decís? Larry dio dos pasos hacia él. -Lo siento, Lacke.

Lacke hizo un gesto de rechazo con la mano, apartando a Larry.

– ¿Qué decís? ¿Vamos a pillar al cabrón que ha hecho esto o no?

Los otros miraron a todas partes menos a Lacke. Larry estaba a punto de decir algo acerca de que iba a ser difícil, probablemente imposible, pero se abstuvo. Al final, Morgan se aclaró la garganta, se dirigió a Lacke y, poniéndole el brazo sobre los hombros, dijo:

– Lo vamos a pillar, Lacke. Lo vamos a hacer.


Tommy miró por encima de la barandilla, le pareció haber visto destellos de plata allí abajo. Parecía como esas cosas que los Jóvenes Castores solían traer a casa de las competiciones.

– ¿En qué piensas? -preguntó su madre.

– En el Pato Donald.

– A ti no te gusta mucho Staffan, ¿verdad?

– Está bien.

– ¿Sí?

Tommy levantó la vista hacia el centro. Vio la uve roja y grande de neón que lentamente daba vueltas sobre todo. Vällingby. Victoria.

– ¿Te ha enseñado las pistolas?

– ¿Por qué lo preguntas?

– No, sólo preguntaba. ¿Lo ha hecho?

– No entiendo qué quieres decir.

– Pues no es tan difícil. ¿Ha abierto su caja fuerte, ha sacado las pistolas y te las ha mostrado?

– Sí. ¿Por qué?

– ¿Cuándo lo hizo?

Su madre se sacudió algo de la blusa, se frotó los brazos.

– Tengo un poco de frío.

– ¿Piensas en papá?

– Sí, claro que lo hago. Todo el tiempo.

– ¿Todo el tiempo?

Su madre lanzó un suspiró, inclinó la cabeza para poder mirarle a los ojos.

– ¿Adónde quieres llegar?

– ¿Adónde quieres llegar tú?

Tommy tenía la mano apoyada en la barandilla, ella puso la suya encima.

– ¿Vienes mañana donde papá?

– ¿Mañana?

– Sí. Es el Día de Todos los Santos.

– Es pasado mañana. Sí, voy.

– Tommy…

Su madre le quitó las manos de la barandilla y lo atrajo hacia sí. Lo abrazó. Tommy se quedó rígido por un momento. Luego se liberó y entró.

Mientras se ponía la ropa para salir, Tommy se dio cuenta de que tenía que hacer entrar a su madre del balcón si quería recoger la escultura. La llamó y ella entró rápidamente, deseosa de oír una palabra.

– Sí… saluda a Staffan.

Su madre resplandeció.

– Lo haré. ¿Entonces no te quedas?

– No, yo… eso puede durar toda la noche.

– Sí. Estoy un poco inquieta.

– No tienes por qué. Sabe disparar. Adiós.

– Adiós…

La puerta de fuera se cerró.

– … cielo…


Un ruido sordo salió del interior del Volvo cuando Staffan se subió al bordillo a gran velocidad. Sus mandíbulas golpearon de tal manera que le sonó en toda la cabeza, se quedó ciego por un instante y casi atropella a un viejo que iba a unirse al grupo de curiosos que se habían reunido alrededor del coche de policía en la entrada principal.

El aspirante Larsson estaba en el coche hablando por la radio. Estaría pidiendo refuerzos o una ambulancia. Staffan aparcó detrás del coche de policía para dejar el paso libre a un eventual refuerzo, se bajó y cerró. Siempre cerraba el coche, aunque sólo fuera a estar ausente un minuto. No porque pensara que se lo iban a robar sino para no perder la costumbre, de manera que no se le olvidara nunca cerrar el coche de servicio, por el amor de Dios.

Se dirigió hacia la entrada principal esforzándose en aparentar autoridad, pensando en el público; estaba seguro de que tenía un aspecto que infundía confianza a la mayoría de las personas. Muchos de los que estaban allí mirando probablemente pensaran: «Ah, sí, aquí viene el que va a aclarar todo esto».

Nada más pasar la puerta de entrada había cuatro hombres en bañador con las toallas sobre los hombros. Staffan pasó por delante de ellos, hacia los vestuarios, pero uno de los hombres lo llamó:

– Oiga, perdone -y se acercó a él con los pies descalzos-. Sí, perdón, pero… nuestra ropa.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Cuándo podemos recogerla?

– ¿Su ropa?

– Sí, está en los vestuarios y no podemos entrar allí.

Staffan abrió la boca para decir alguna maldad acerca de que su ropa estaba en aquel momento en el puesto más alto de la lista de prioridades, pero una mujer con camiseta blanca se acercó entonces a los hombres con un montón de albornoces en los brazos. Staffan hizo un gesto a la mujer y continuó hacia los vestuarios.

En el camino se encontró con otra mujer con camiseta blanca que llevaba a un chico de doce, trece años hacia la entrada. La cara del muchacho, muy roja, contrastaba con el albornoz blanco en el que iba envuelto, los ojos sin expresión. La mujer clavó la vista en Staffan con una mirada que parecía casi acusatoria.

– Su madre viene a buscarlo.

Staffan asintió. ¿Era el chico… la víctima? Le habría gustado preguntar exactamente eso, pero con las prisas no se le ocurrió ninguna manera sensata de formular la pregunta. Supuso que Holmberg le habría tomado el nombre y los demás datos, y habría juzgado que lo más conveniente sería dejar que la madre se hiciera cargo de él, que lo llevara a la ambulancia, a la visita del psicólogo, a la terapia.

Protege a éstos tus pequeños.

Staffan siguió por el pasillo, subió corriendo las escaleras mientras para sus adentros recitaba una acción de gracias por la gracia recibida y pidiendo fuerzas para la prueba que iba a venir.

¿Estaba el asesino todavía en el edificio?

Fuera de los vestuarios, bajo un letrero con una sola palabra: HOMBRES, había ciertamente tres hombres hablando con el agente de policía Holmberg. Sólo uno estaba totalmente vestido. A uno de los tres le faltaban los pantalones, el otro tenía la parte superior del cuerpo desnuda.

– Qué bien que hayas podido llegar tan rápido -saludó Holmberg.

– ¿Está todavía ahí?

Holmberg señaló la puerta del vestuario.

– Ahí dentro.

Staffan hizo un gesto hacia los tres hombres.

– ¿Ellos son…?

Antes de que Holmberg alcanzara a decir nada, el hombre que no llevaba pantalones dio medio paso adelante y dijo, no sin orgullo:

– Somos los testigos.

Staffan asintió y miró a Holmberg con gesto interrogante.

– ¿No deberían…?

– Sí, pero estaba esperando a que llegaras. Por lo visto no es violento -Holmberg se volvió hacia los tres hombres y les dijo amablemente-: Ya os llamaremos. Lo mejor que podéis hacer ahora es marcharos a casa. Bueno, otra cosa. Entiendo que no va a ser fácil, pero intentad no hablar de esto entre vosotros.

El hombre sin pantalones sonrió con una sonrisa sardónica, de enterado.

– Pueden oírnos, quieres decir.

– No, pero podéis pensar que habéis visto cosas que en realidad no habéis visto, sólo porque otro lo haya hecho.

– Yo no. Yo vi lo que vi, y era lo más jodido…

– Creedme. Le pasa al mejor. Y ahora tendréis que disculparnos. Gracias por vuestra ayuda.

Los hombres se alejaron por el pasillo murmurando entre dientes. Holmberg era bueno para esas cosas: hablar con la gente. Era lo que más hacía. Iba por las escuelas y daba charlas sobre las drogas y el trabajo de la policía. Ya no solía salir en casos como éste.

Un ruido metálico, como si se hubiera caído algo de chapa, se oyó dentro del vestuario y Staffan se sobresaltó, prestó atención.

– ¿Conque no es violento?

– Está gravemente herido, por lo visto. Se echó algún tipo de ácido en la cara.

– ¿Por qué?

El rostro de Holmberg se tornó inexpresivo, Staffan se volvió hacia la puerta.

– Tendremos que entrar a preguntárselo.

– ¿Armado?

– Probablemente no.

Holmberg señaló el hueco de la ventana; sobre la plancha de mármol había un gran cuchillo de cocina con el mango de madera.

– No tenía ninguna bolsa. Además, el que estaba sin pantalones ha tenido tiempo de estar jugando con él en la mano un buen rato antes de que yo llegara. Luego nos ocuparemos de él.

– ¿Vamos a dejarlo ahí tirado?

– ¿Se te ocurre algo mejor?

Staffan negó con la cabeza y entonces, en medio del silencio, pudo distinguir dos cosas: un débil y arrítmico soplo cardiaco dentro del vestuario. El viento en el tubo de una chimenea. Una flauta agrietada. Eso, y un olor. Algo que al principio creyó que formaba parte del olor a cloro que impregnaba todo el edificio. Pero esto era algo más. Un olor fuerte, picante, que cosquilleaba. Arrugó la nariz.

– ¿Vamos…?

Holmberg asintió pero se quedó donde estaba. Casado y con hijos. Claro. Staffan sacó la pistola reglamentaria de la funda y apoyó la otra mano en el pasador de la puerta. Era la tercera vez en sus doce años de servicio que entraba en una habitación con el arma en la mano. No sabía si estaba actuando correctamente, pero nadie iba a reprocharle nada. Un asesino de niños. Encerrado, tal vez desesperado, aunque estuviera malherido.

Hizo un gesto a Holmberg y abrió la puerta.

El tufo lo echó para atrás.

Le picaba en la nariz haciéndole llorar. Tosió. Sacó un pañuelo del bolsillo y se tapó la boca y la nariz. Algunas veces había asistido a los bomberos en incendios de casas, era la misma sensación. Pero aquí no había humo, sólo una ligera neblina flotando por la habitación.

Dios mío, ¿esto qué es?

El monótono, entrecortado ruido aún se oía detrás de la hilera de armarios que tenían delante. Staffan le hizo señas a Holmberg para que fuera dando la vuelta por el otro extremo, de manera que cubrieran los dos lados. Staffan avanzó hasta el final de los armarios y echó un vistazo con la pistola colgando a un lado.

Vio una papelera de metal tirada y, junto a ella, un cuerpo tendido y desnudo.

Holmberg apareció por el otro extremo e hizo señas a Staffan para que se tranquilizara; no parecía que hubiera un peligro inminente. Staffan sintió una punzada de irritación porque Holmberg intentaba tomar el mando de la operación ahora, cuando ya no parecía peligrosa. Respiró profundamente a través del pañuelo, se lo quitó de la boca y dijo en voz alta:

– Alto. Es la policía. ¿Me oyes?

El hombre que estaba tendido en el suelo no dio señales de haber oído, seguía emitiendo únicamente un ruido monótono con la cara contra el suelo. Staffan dio un par de pasos al frente.

– Pon las manos delante, donde yo pueda verlas.

El hombre no se movió. Pero ahora que estaba más cerca, Staffan pudo ver que le temblaba todo el cuerpo. Lo de las manos era innecesario. Una de ellas reposaba sobre la papelera y la otra estaba extendida al lado, en el suelo. Tenía la palma de la mano hinchada y abierta.

Ácido… cómo estará…

Staffan se volvió a colocar el pañuelo en la boca y avanzó hasta el hombre mientras guardaba la pistola en la funda, confiando en que Holmberg lo cubriera si ocurría algo.

El cuerpo temblaba convulsivamente y se oía el leve chasquido de la piel desnuda cuando se despegaba de las baldosas y se volvía a pegar de nuevo. La mano que estaba en el suelo saltaba como un pez en una roca. Y todo el tiempo el mismo sonido de su boca contra el suelo:

– … eeiiieeeiii…

Staffan hizo señas a Holmberg para que se mantuviera a dos pasos de distancia y se puso de cuclillas al lado del cuerpo.

– ¿Puedes oírme?

El hombre se calló. De pronto, todo el cuerpo hizo un giro espasmódico y rodó. La cara.

Staffan se echó para atrás, perdió el equilibrio y aterrizó sobre la rabadilla. Apretó los dientes para no gritar cuando vio las estrellas. Cerró los ojos. Los volvió a abrir.

No tiene cara.

Staffan había visto a un drogadicto que en una alucinación se había golpeado repetidamente la cara contra una pared. Había visto a un hombre que se puso a soldar un depósito de gasolina sin vaciarlo antes. Le explotó en la cara.

Pero nada parecido a esto.

Tenía la nariz totalmente corroída, en su lugar sólo había dos agujeros que entraban en la cabeza. La boca se había derretido, los labios estaban sellados, salvo una rendija a un lado. Uno de los ojos se había derramado sobre lo que había sido la mejilla, pero el otro… abierto de par en par.

Staffan clavó la vista en ese ojo, lo único que parecía humano en aquella masa deforme. El ojo estaba inyectado en sangre, y cuando intentaba parpadear sólo media tira de piel revoloteaba sobre él y se retiraba de nuevo.

Donde tenía que haber estado el resto de la cara, sólo había restos de cartílagos y huesos que asomaban entre los trozos imposibles de carne y los jirones negros de piel. Los músculos brillantes y desnudos se contraían y se estiraban, se removían como si la cabeza hubiera sido sustituida por un montón de anguilas recién matadas y troceadas.

Toda la cara, lo que había sido la cara, tenía vida propia.

Una arcada se abrió paso por la garganta de Staffan, y probablemente habría vomitado de no haber tenido el cuerpo tan ocupado recuperándose del dolor lumbar. Lentamente encogió las piernas y se puso de pie, apoyándose en los armarios. El ojo inyectado en sangre le miraba todo el tiempo.

– Esto es lo más jodido…

Holmberg, con los brazos colgando, observaba aquel cuerpo desfigurado en el suelo. No era sólo la cara. El ácido había corroído también la parte superior del cuerpo. La piel de una de las clavículas había desaparecido y se veía una porción del hueso, blanco como un trozo de tiza en un estofado de carne.

Holmberg meneaba la cabeza y sacudía el aire con la mano. Tosiendo.

– Esto es lo más jodido…


Eran las once y Oskar estaba acostado en su cama. Golpeando con cuidado las letras en la pared.

E… L… I… E… L… I…

No hubo respuesta.

Viernes 30 de Octubre

Los chicos de 6o B estaban en fila fuera de la escuela esperando a que el maestro Ávila diera la señal. Todos tenían sus bolsas de gimnasia o sus bolsos en la mano, porque Dios se apiadara del que olvidase la ropa de gimnasia o no tuviera causa justificada para faltar a la clase.

Estaban a un brazo de distancia del anterior, como el maestro les había dicho el primer día en 4o cuando sucedió a la tutora en la responsabilidad de su educación física.

– ¡Una fila recta! ¡Un brazo de distancia!

El maestro Ávila había sido piloto durante la guerra. En un par de ocasiones había entretenido a los chicos contándoles historias de combates aéreos y de aterrizajes forzosos en campos de trigo. Eran impresionantes. Se había ganado su respeto.

Una clase considerada alborotadora e indisciplinada se colocaba obedientemente en fila a un brazo de distancia, aunque el maestro aún no hubiera aparecido. Si la fila no estaba como él quería los dejaba esperando diez minutos más, o sustituía el prometido partido de voleibol por unas flexiones de brazos y abdominales.

Oskar, al igual que los demás, tenía bastante miedo al maestro. Con su pelo gris rapado y su nariz aguileña, su buen aspecto físico y sus puños de hierro, difícilmente se podía pensar que fuera capaz de querer y comprender a un chico débil, con algo de sobrepeso y martirizado. Pero había disciplina en sus clases. Ni Jonny, ni Micke ni Tomas se atreverían a hacer nada mientras el maestro estuviera cerca.

En ese momento Johan abandonó la fila, alzó la vista hacia la escuela. Luego, haciendo un saludo hitleriano, dijo:

– ¡Filas rectas! ¡Hoy simulacro de evacuación! ¡Con cuerdas!

Algunos sonrieron nerviosos. El maestro era un apasionado de los simulacros de evacuación. Una vez por semestre los alumnos tenían que probar a deslizarse fuera desde las ventanas con ayuda de cuerdas, mientras el maestro controlaba todo el proceso cronómetro en mano. Si conseguían superar el récord anterior podían jugar al juego de las sillas. Pero había que ganárselo.

Johan volvió rápidamente a la fila. Menos mal, porque apenas unos segundos después apareció el maestro por la puerta principal de la escuela y con paso rápido se encaminó al gimnasio. Con la mirada al frente, no dirigió al grupo ni siquiera una ojeada. Cuando se encontraba a mitad de camino hizo un gesto de ¡adelante! con la mano, sin dejar de andar, sin volver la cabeza.

La fila se puso en marcha intentando mantener la distancia de un brazo con el anterior. Tomas, que iba detrás de Oskar, tropezó con el talón de éste e hizo que se le saliera el zapato por detrás. Oskar siguió marchando.

Después de lo de la paliza de anteayer lo habían dejado en paz. No es que le hubieran pedido perdón o así, pero la herida de la mejilla seguía allí, y les habría parecido que era suficiente. De momento.

Eli.

Oskar, apretando los dedos del pie para que no se le saliera el zapato, siguió marchando hacia el gimnasio. ¿Dónde estaba Eli? Había acechado desde su ventana la noche anterior para ver si el padre de la muchacha volvía a casa. Pero en vez de eso lo que vio fue a Eli saliendo a eso de las diez. Después llegó la hora del cacao y los bollos con su madre y puede que se hubiera perdido su vuelta a casa. Pero no había contestado a sus golpecitos.

La clase tomó al asalto el vestuario, la fila se rompió. El maestro Ávila estaba de pie con los brazos cruzados, esperándolos.

– Bien. Hoy entrenamiento físico. Con barra, plinto y cuerdas.

Protestas. El maestro asintió.

– Si lo hacéis bien, si trabajáis, la próxima vez balón fantasma. Pero hoy entrenamiento físico. ¡Vamos!

No había nada que discutir. Uno tenía que contentarse con lo del balón fantasma y la clase comenzó a cambiarse apresuradamente. Oskar procuró, como de costumbre, ponerse de espaldas a los otros mientras se quitaba los pantalones. Su bola del pis hacía que se notara algo raro en los calzoncillos.

Arriba, en el gimnasio, los otros estaban colocando los plintos y bajando las barras. Johan y Oskar colocaron juntos las colchonetas. Cuando todo estuvo listo, el maestro sopló su silbato. Había circuito con cinco estaciones, así que los dividió en cinco grupos de a dos.

Oskar y Staffe formaron un grupo, lo cual estaba bien porque Staffe era el único de la clase al que se le daba la gimnasia peor que a Oskar. Era fuertote pero torpe. Más gordo que Oskar. Sin embargo, nadie se metía con él. Había algo en la actitud de Staffe que decía que si alguien se metía con él lo pagaría caro.

El maestro hizo sonar el silbato y se pusieron en marcha.

Flexiones de brazos en la barra. La barbilla sobre la barra, abajo, arriba. Oskar consiguió hacer dos. Staffe, cinco; luego lo dejó. Sonó el silbato. Abdominales. Staffe no hizo más que estar tumbado en la colchoneta mirando al techo. Oskar estuvo haciendo falsos abdominales hasta la siguiente señal. La comba. Eso se le daba bien a Oskar. Él le dio a la cuerda mientras Staffe no hacía más que trabarse con ella. Luego flexiones de brazos normales. De ésas podía hacer Staffe las que quisiera. Finalmente el plinto, el maldito plinto.

Aquí es donde era un alivio estar con Staffe. Oskar había visto de reojo cómo Micke, Jonny y Olof volaban por el plinto vía trampolín. Staffe tomó impulso, corrió, botó estrepitosamente en el trampolín y, no obstante, no llegó al plinto. Se dio media vuelta para esperar su turno de nuevo. El maestro se acercó a él.

– ¡Súbete al plinto!

– No puedo.

– Tendrás que coger impulso.

– ¿Qué?

– Coger impulso. Coger impulso. Arriba y salta.

Staffe agarró el plinto, se encaramó en él y se deslizó como un perezoso por el otro lado. El maestro hizo la señal de ven y Oskar echó a correr.

En algún punto de aquella carrera hacia el plinto tomó la decisión. Iba a intentarlo.

El maestro le había dicho en alguna ocasión que no tuviera miedo al plinto, que todo dependía de eso. Normalmente no se impulsaba fuerte con el pie, por miedo a perder el equilibrio y a darse un golpe. Pero ahora iba a echar los restos, a hacer como si pudiera. El maestro lo miraba. Oskar echó a correr a toda velocidad hacia el trampolín.

Apenas pensó en el impulso, se concentró totalmente en subir al plinto. Por primera vez botó en la tabla con todas sus fuerzas, sin frenarse, y el cuerpo salió volando por sí mismo, los brazos se extendieron al frente para hacer fuerza y dirigir el cuerpo hacia delante. Pasó sobre el plinto a tal velocidad que perdió el equilibrio y cayó de bruces cuando aterrizó por el otro lado. ¡Había conseguido subir!

Se volvió y miró al maestro: no reía, pero asentía dándole ánimos.

– Bien, Oskar. Únicamente más equilibrio.

El silbato sonó y pudieron descansar un minuto antes de empezar otra vuelta. Aquella vez Oskar logró subir al plinto y mantener el equilibrio al aterrizar.

El maestro pitó el fin de la clase y salió fuera mientras ellos recogían las cosas. Oskar bajó las ruedas del plinto y lo empujó hasta el cuarto donde se guardaba, dándole unas palmaditas como a un buen caballo que finalmente se hubiera dejado montar. Lo colocó en su sitio y se dirigió al vestuario. Quería hablar con el profesor de una cosa.

A medio camino de la puerta fue detenido. Un lazo de cuerda voló sobre su cabeza y aterrizó alrededor de su estómago. Alguien lo había cazado. A sus espaldas oyó la voz de Jonny:

– Arre, Cerdo.

Se volvió de manera que la lazada se le deslizó sobre el estómago y quedó alrededor de su espalda. Jonny estaba frente a él con la agarradera de la cuerda en las manos, moviéndola arriba y abajo, chascando la lengua.

– Arre, arre.

Oskar agarró la cuerda con las dos manos y se la arrebató a Jonny. La cuerda sonó al caer al suelo detrás de Oskar. Jonny, señalándola, dijo:

– Ahora tendrás que recogerla tú.

Oskar cogió la cuerda por el medio con una mano y, dándole vueltas, la sacó por la cabeza de forma que las agarraderas sonaron. Gritó:

– ¡Cógela! -y la soltó. La cuerda salió volando y Jonny se tapó instintivamente la cara con las manos. La cuerda sobrevoló su cabeza y chirrió detrás contra las espalderas. Oskar salió del gimnasio y bajó corriendo las escaleras. El corazón tamborileaba en sus oídos. Esto ha empezado. Bajó los peldaños de tres en tres y aterrizó con los pies juntos en el rellano, cruzó el vestuario y entró en el cuarto del maestro.

Éste, en ropa de deporte, estaba sentado hablando por teléfono en un idioma extranjero, probablemente español. La única palabra que pudo entender Oskar fue «perro», que sabía lo que significaba. El maestro le indicó que se sentara en la otra silla que había en el cuarto. El maestro siguió hablando, varios «perro», mientras Oskar oyó cómo Jonny entraba en el vestuario y empezaba a dar voces.

El vestuario se había quedado vacío antes de que el maestro estuviera listo con su «perro». Se volvió hacia Oskar.

– Bueno, Oskar, ¿qué quieres?

– Sí, quería saber… de esos entrenamientos de los jueves.

– ¿Sí?

– ¿Puede uno apuntarse?

– ¿Te refieres a los entrenamientos de pesas en la piscina?

– Sí. Eso. ¿Puede uno apuntarse, o…?

– No tienes que apuntarte. Sólo ir. El jueves a las siete. ¿Quieres entrenar?

– Sí, yo… sí.

– Está bien. Entrena. Después podrás hacer… cincuenta flexiones en la barra.

El maestro mostraba las flexiones en la barra con los brazos en alto. Oskar meneó la cabeza. -No. Pero… sí, iré.

– Bien. Entonces nos vemos el jueves. Oskar asintió; se iba a ir, pero dijo:

– ¿Qué tal está el perro?

– ¿El perro?

– Sí, oí que decías «perro» y sé lo que quiere decir.

El maestro se quedó pensando un momento.

– Ah, «perro» no. Pero. Que significa 'men'. Como en men inte jag. Se dice pero yo no. ¿Entiendes? ¿Vas a empezar un curso de español también?

Oskar meneó la cabeza sonriendo. Dijo que ya era bastante con las pesas.

El vestuario estaba vacío salvo la ropa de Oskar. Oskar se quitó los pantalones de deporte y se quedó parado. Sus pantalones no estaban. Claro. Tenía que haberlo supuesto. Miró en el vestuario, en los servicios. Nada.

El frío le pellizcaba las piernas al volver a casa sólo con los pantalones de deporte puestos. Había empezado a nevar mientras tenían gimnasia. Los copos de nieve caían y se deshacían sobre sus piernas desnudas. Ya en el patio se detuvo bajo la ventana de Eli. Las persianas estaban bajadas. Ni un movimiento. Gruesos copos de nieve le cayeron en la cara mientras miraba hacia arriba. Atrapó algunos con la lengua. Estaban buenos.


– Mira a Ragnar.

Holmberg apuntaba hacia la plaza de Vällingby donde la nieve que caía cubría con un ligero manto el empedrado colocado en forma circular. Uno de los borrachines estaba sentado en un banco sin moverse, envuelto en un abrigo grande mientras la nieve lo convertía en un mal amasado muñeco. Holmberg suspiró.

– Tendré que salir a ver qué le pasa si no se mueve pronto. ¿Y tú qué tal estás?

– Así, así.

Staffan había puesto otro cojín en la silla de su escritorio para mitigar el dolor de la columna. Preferiría estar de pie, o mejor aún, acostado en la cama. Pero el informe de los sucesos del día anterior tenía que llegar a la brigada de homicidios antes del domingo.

Holmberg miraba su cuaderno de notas golpeando en él con el lapicero.

– Esos tres que estaban dentro, en el vestuario, dijeron que el asesino ese, antes de echarse el ácido clorhídrico encima, había gritado «¡Eli, Eli!», yo me pregunto…

El corazón le brincó en el pecho a Staffan, se inclinó sobre la mesa.

– ¿Dijo eso?

– Sí. ¿Sabes lo que…?

– Sí.

Staffan se echó para atrás en la silla de forma brusca y el dolor disparó una flecha hasta la mismísima raíz del pelo. Se agarró a los bordes de la mesa, se sentó bien y se llevó las manos a la cara. Holmberg lo miraba.

– Joder, ¿has ido al médico?

– No, es sólo… se me pasará. Eli, Eli.

– ¿Es un nombre?

Staffan asintió con cuidado.

– Sí… significa… Dios.

– Bueno, así que llamaba a Dios. ¿Crees que le oyó?

– ¿Qué?

– Dios. Que si crees que le oyó. Dadas las circunstancias parece poco… probable. Aunque claro, tú eres el experto en esas cosas. Bueno, tú sabrás.

– Son las últimas palabras que Cristo dijo en la cruz. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Eli, Eli, lema sabachtani?».

Holmberg guiñó un ojo y siguió mirando sus notas.

– Sí, eso.

– Según san Mateo y san Marcos. Holmberg asintió, chupó el lápiz.

– ¿Lo vamos a poner en el informe?


Cuando llegó a casa de la escuela Oskar se puso un par de pantalones limpios y bajó al kiosco del Amante para comprar el periódico. Había oído comentar que el asesino había sido detenido y quería saberlo todo. Cortar y guardar.

Notó algo raro cuando bajaba al kiosco, algo que no era normal, aparte de que estaba nevando.

De vuelta a casa con el periódico supo lo que era. No estaba todo el tiempo alerta. Sólo caminaba. Había recorrido el camino hasta el kiosco sin ir vigilando a todos aquellos que pudieran meterse con él.

Empezó a correr. Corrió todo el camino hasta casa con el periódico en la mano mientras los copos le lamían la cara. Cerró la puerta de la calle. Fue a la cama, se echó boca abajo y dio unos golpecitos en la pared. No hubo respuesta. Le habría gustado hablar con Eli, contárselo.

Abrió el periódico. La piscina de Vällingby. Coches de policía. Ambulancias. Intento de asesinato. Las lesiones del individuo de tal naturaleza que dificultaban su identificación. Fotografía del hospital de Danderyd donde estaba siendo atendido el hombre. Referencias al anterior asesinato. Ningún comentario.

Después submarino, submarino, submarino. Reforzado el estado de alerta.

Llamaron a la puerta.

Oskar saltó de la cama, salió rápidamente al pasillo. Eli, Eli, Eli.

Cuando tenía ya la mano en el picaporte, se detuvo. ¿Y si eran Jonny y esos? No, nunca vendrían así a su casa. Abrió. Fuera estaba Johan.

– Hola.

– Sí… hola.

– ¿Vamos a jugar?

– Sí, ¿a qué?

– No sé. A algo.

– Vale.

Oskar se puso los zapatos y la cazadora mientras Johan lo esperaba en el rellano de la escalera.

– Jonny estaba bastante enfadado. En gimnasia.

– Cogió mis pantalones, ¿verdad?

– Sí. Sé dónde están.

– ¿Dónde?

– Allí detrás. Al lado de la piscina. Te lo voy a enseñar.

Oskar pensó, aunque no lo dijo, que en ese caso los podría haber cogido al venir. Pero a tanto no llegaba su buena voluntad. Oskar asintió y dijo:

– Bien.

Fueron hasta la piscina y buscaron los pantalones, que colgaban de un arbusto. Luego dieron una vuelta y curiosearon un poco. Hicieron bolas de nieve y las tiraron a los árboles. En un contenedor encontraron un cable eléctrico que se podía cortar en trozos, doblarlos y usarlos como munición para el tirachinas. Hablaron del asesino, del submarino y de Jonny, Micke y Tomas, que a Johan le parecía que estaban mal de la cabeza.

– Totalmente idos.

– A ti no te suelen hacer nada.

– No. Pero de todas formas.

Fueron al kiosco de las salchichas al lado del metro y se compraron dos «vagabundos» cada uno. A una corona cada «vagabundo»; sólo el pan tostado con mostaza, ketchup, aliño para hamburguesas y cebolla. Empezaba a oscurecer. Johan hablaba con la chica del kiosco y Oskar miraba los vagones del metro que iban y venían, observando el tendido eléctrico que corría por encima de las vías.

Echando vaho con sabor a cebolla por la boca bajaron hacia la escuela, donde sus caminos se separaban. Oskar dijo:

– ¿Crees que la gente se quita la vida saltando por esos cables que van por encima de la vía?

– No lo sé. Seguro que lo hacen. Mi hermano conoce a uno que fue y meó en un raíl eléctrico.

– ¿Qué pasó?

– Murió. La corriente subió por el pis hasta su cuerpo.

– No me digas. ¿Quería morir entonces?

– No. Estaba borracho. Joder. Imagínatelo…

Johan hizo como que se cogía el pito y meaba, y empezó a temblar con todo el cuerpo. Oskar se reía.

Abajo, junto a la escuela, se despidieron. Oskar se dirigió a casa con los recién encontrados pantalones atados alrededor de la cintura y silbando la sintonía de Dallas.

Había dejado de nevar, pero un manto blanco lo cubría todo. Había luz en las grandes ventanas esmeriladas de la piscina pequeña a la que iba a ir el jueves por la tarde. Iba a empezar a entrenar. Hacerse más fuerte.


Viernes por la noche en el chino. El reloj redondo con los bordes de acero que parece tan mal colocado entre lámparas de papel de arroz y dragones dorados en una de las paredes alargadas, señala las nueve menos cinco. Los colegas están sentados con sus cervezas, perdidos en el paisaje de los mantelitos de papel. Fuera, sigue cayendo la nieve.

Virginia mueve un poco su San Francisco y sorbe con la pajita coronada por una figurita de Johnny Walker.

¿Quién era Johnny Walker? ¿Adónde iba?

Da un golpecito en el vaso con la pajita y Morgan alza la vista.

– ¿Vas a dar un discurso?

– Alguien tendrá que hacerlo.

Se lo habían contado a ella. Todo lo que Gösta había dicho sobre Jocke, el puente, el niño. Luego se habían quedado en silencio. Virginia hacía sonar los hielos del vaso observando cómo la luz velada del techo se reflejaba en los hielos medio deshechos.

– Hay algo que no entiendo. Si esto ha ocurrido como dice Gösta, ¿dónde está? Jocke, quiero decir.

Karlsson se animó, como si ésa fuera la ocasión que andaba esperando.

– Exactamente lo que yo he tratado de decir. ¿Dónde está el cadáver? Si es que uno va a…

Morgan apuntó a Karlsson con un dedo acusatorio en el aire.

– Tú no llamas cadáver a Jocke.

– ¿Y cómo le llamo entonces? ¿El finado?

– No le vas a llamar nada hasta que sepamos lo que ha pasado.

– Eso es precisamente lo que estoy tratando de decir. Mientras no tengamos un c… mientras ellos no lo hayan… encontrado, no podemos…

– ¿Qué ellos?

– Bueno, ¿tú qué crees? ¿La división de helicópteros de Berga? La policía, claro.

Larry se frotó un ojo y dijo:

– Ése es el problema. Mientras no lo hayan encontrado no se van a tomar interés, y si no se toman interés no van a buscarlo. Virginia meneó la cabeza.

– Es que tenéis que ir a la policía y contar lo que pasa.

– Sí, sí, ¿qué te parece que vamos a decir? -dijo Morgan cloqueando-. Hola, dejad toda esa mierda del asesino de niños, el submarino, todo, porque aquí estamos tres borrachines y un borrachín colega nuestro ha desaparecido y resulta que otro de nuestros colegas, también borrachín, ha contado que una tarde, cuando estaba realmente en las nubes, vio… ¿qué?

– Pero Gösta, ¿entonces? Él es precisamente quien lo ha visto, él es quien…

– Sí, sí. Claro. Pero está tan deteriorado… Haz un poco de ruido con un uniforme delante de él y se desmorona, queda listo para el manicomio de Beckomberga. No aguanta. Interrogatorios y mierdas. -Morgan se encogió de hombros-. Está jodido.

– ¿Y vais a dejarlo estar sin más?

– Sí, ¿qué cojones podemos hacer?

Lacke, que se había bebido su cerveza mientras discurría la conversación, dijo algo demasiado bajo como para que los otros pudieran entenderlo. Virginia se inclinó hacia él y puso la cabeza en su hombro.

– ¿Qué has dicho?

Lacke miraba fijamente el paisaje envuelto en la niebla hecho a tinta china e impreso en el mantelito que tenía encima de la mesa y susurró:

– Tú dijiste que lo íbamos a coger.

Morgan dio tal golpe en la mesa que hizo saltar los vasos de cerveza, y poniendo la mano en alto delante de él como una garra afirmó:

– Y lo vamos a hacer. Pero primero tenemos que tener algo en lo que apoyarnos.

Lacke asintió medio sonámbulo y empezó a levantarse.

– Sólo tengo que…

Las piernas se le doblaron y cayó de bruces sobre la mesa con un estrépito de vasos que hizo que los ocho comensales se volvieran a ver lo que pasaba. Virginia agarró a Lacke por los hombros y lo sentó de nuevo en la silla. Los ojos de Lacke estaban perdidos.

– Perdón, yo…

El camarero acudió rápidamente a su mesa secándose frenéticamente las manos en el delantal. Se inclinó hacia Lacke y Virginia mascullando en voz baja:

– Esto es un restaurante, no una pocilga.

Virginia puso la mejor sonrisa que pudo mientras ayudaba a Lacke a levantarse.

– Vamos, Lacke. Vamos a mi casa.

Con una mirada acusatoria hacia el resto del grupo, el camarero rodeó rápidamente a Lacke y a Virginia, ayudando a Lacke por el otro lado para mostrar a los comensales que estaba tan interesado como ellos en alejar a este elemento distorsionador de la paz de la mesa.

Virginia ayudó a Lacke a ponerse su pesado y en otros tiempos elegante abrigo, una herencia de su padre, que había muerto dos años antes, y lo arrastró hacia la puerta.

Detrás oyó un par de silbidos maliciosos de Morgan y Karlsson. Con el brazo de Lacke sobre los hombros se volvió hacia ellos y les sacó la lengua. Luego abrió la puerta de fuera y salió.

La nieve caía en copos grandes y lentos creando un espacio de frío y silencio para los dos. Las mejillas de Virginia ardían cuando guiaba a Lacke hacia abajo, hacia el camino del parque. Era mejor así.


– Hola. He quedado con mi papá, pero no llega y… ¿puedo entrar a llamar por teléfono?

– Sí, claro.

– ¿Puedo entrar?

– El teléfono está ahí.

La mujer señalaba hacia el pasillo: en una mesita estaba el teléfono gris. Eli permanecía fuera, todavía no había sido invitada. Al lado de la puerta había un erizo de hierro con púas de fibra vegetal. Eli se limpió los pies en él para disimular que no podía entrar.

– ¿Seguro que puedo?

– Sí, sí. Pasa, pasa.

Hizo un gesto cansado: Eli estaba invitada. La mujer parecía haber perdido el interés y se fue al cuarto de estar, desde donde Eli podía oír el monótono zumbido de un televisor. Una larga cinta de seda de color amarillo, atada alrededor del pelo lleno de canas grises, se deslizaba por la espalda de la mujer como una serpiente amaestrada.

Eli pasó al recibidor, se quitó los zapatos y la cazadora, levantó el auricular del teléfono. Marcó un número al azar, hizo como si hablara con alguien, colgó el auricular.

Aspiró a través de la nariz. Olor a fritura, productos de limpieza, tierra, betún, manzanas de invierno, ropa húmeda, electricidad, polvo, sudor, cola para papeles pintados y… orina de gato.

Sí. Un gato negro como el tizón estaba en el vano de la puerta de la cocina ronroneando con las orejas echadas para atrás, la piel desgreñada y el lomo encorvado. Alrededor del cuello llevaba una cinta roja con un pequeño cilindro metálico, probablemente para meter un papel con el nombre y la dirección.

Eli dio un paso hacia el gato y éste mostró los dientes, bufó. El cuerpo erguido para saltar. Un paso más.

El gato se retiró, escurriéndose hacia atrás mientras seguía bufando, sin apartar la mirada de los ojos de Eli. El odio que sacudía su cuerpo hizo temblar el cilindro de metal. Se estaban midiendo. Eli avanzaba lentamente obligando al gato a retroceder hasta que estuvo dentro de la cocina, y cerró la puerta.

El gato continuó bufando y maullando al otro lado. Eli fue al cuarto de estar.

La mujer estaba sentada en un sofá de piel tan reluciente que reflejaba la luz del televisor. Con la espalda recta miraba con fijeza la resplandeciente pantalla azul. Llevaba una cinta amarilla atada en el pelo, rematada en un lazo. En la mesa que tenía delante había un cuenco con galletitas saladas y una bandeja con tres clases de queso, una botella de vino sin abrir y dos vasos.

La mujer parecía no notar la presencia de Eli, ocupada como estaba con lo que sucedía en la pantalla. Un programa de naturaleza. Pingüinos en el Polo Sur.

El macho lleva el huevo en los pies para que no entre en contacto con el hielo.

Una caravana de pingüinos se movía torpemente sobre un desierto de hielo. Eli se sentó en el sofá, al lado de la mujer. Ésta estaba rígida, como si la tele fuera un maestro severo a punto de leerle la cartilla.

Cuando vuelve la hembra después de tres meses, la capa de grasa del macho se ha consumido.

Dos pingüinos se frotaban el pico el uno al otro, saludándose.

– ¿Esperas visita?

La mujer se estremeció y miró confundida unos segundos directamente a los ojos de Eli. El lazo amarillo resaltaba lo ajado que parecía su rostro. Meneó un poco la cabeza.

– No, coge lo que quieras.

Eli no se movió. La imagen de la pantalla cambió a una vista panorámica de Georgia del Sur, con música. En la cocina, los maullidos del gato habían dado paso a una especie de… súplica. El olor en el cuarto era químico. La mujer destilaba un olor a hospital.

– ¿Va venir alguien? ¿Aquí?

La mujer se estremeció de nuevo como si la hubieran despertado, se volvió hacia Eli. Esta vez, sin embargo, parecía irritada: una arruga bien marcada entre las cejas.

– No. No va venir nadie. Come si quieres -dijo con el dedo índice bien estirado señalando los quesos de uno en uno-: camembert, gorgonzola, roquefort. Come, come.

Miró a Eli como dándole una orden y Eli cogió una galletita, se la llevó a la boca y la masticó despacio. La mujer asintió y volvió de nuevo la vista a la pantalla. Eli escupió la masa pegajosa de galleta en la mano y la tiró al suelo detrás del reposabrazos del sofá.

– ¿Cuándo te vas a ir? -preguntó la mujer.

– Pronto.

– Quédate el tiempo que quieras. A mí no me importa.

Eli se fue acercando como para poder ver mejor la tele hasta que sus brazos se rozaron. Algo le ocurrió entonces a la mujer. Tembló y se hundió en el sofá como un paquete de café agujereado. Cuando miró a Eli, lo hizo con una mirada suave y soñadora.

– ¿Quién eres?

Los ojos de Eli estaban tan sólo a un par de centímetros de los suyos. La boca de la mujer exhalaba olor a hospital.

– No sé.

La mujer asintió, se estiró para coger el mando a distancia que estaba sobre la mesa y quitó el volumen de la tele.

– En primavera florece Georgia del Sur con una belleza árida…

Las suplicas del gato se oían ahora con nitidez, pero la mujer no parecía preocupada por eso. Señaló los muslos de Eli.

– ¿Puedo…?

– Sí, claro.

Eli se retiró un poco de la mujer, que se acurrucó en el sofá y puso la cabeza sobre las piernas de la niña. Ésta le acarició suavemente el pelo. Estuvieron así un rato. Los lomos resplandecientes de las ballenas rompieron la superficie del mar, lanzando chorros de agua; desaparecieron.

– Cuéntame algo -pidió la mujer.

– ¿Qué quieres que te cuente?

– Algo bonito.

Eli peinó una mecha del pelo de la mujer sobre la oreja. Ésta respiraba ahora tranquila y tenía el cuerpo totalmente relajado. Eli habló en voz baja.

– Una vez… hace mucho, mucho tiempo, había un campesino pobre y su mujer. Tenían tres hijos: un chico y una chica que eran ya lo bastante mayores para trabajar con los adultos y un niño pequeño que tenía sólo once años. Todos los que lo veían decían que era el niño más guapo que habían visto.

»E1 padre era un siervo de la gleba y tenía que trabajar muchas jornadas en las propiedades del señor de la tierra. Por eso eran la madre y los hijos los que debían hacerse cargo de la casa y de la huerta. El hijo más pequeño no servía para mucho.

»Un día, el señor de las tierras anunció un concurso en el que todas las familias que vivían en sus tierras debían participar. Todas las que tuvieran un chico entre ocho y doce años. No se prometía ningún premio. Nada de premios. Sin embargo, se llamaba concurso.

»E1 día de la competición la madre llevó consigo al más joven al castillo del señor. No estaban solos. Otros siete niños acompañados por uno o por los dos padres ya se habían reunido en el patio del castillo. Y llegaron otros tres. Familias pobres, los niños vestidos con lo mejor que tenían.

»Pasaron todo el día esperando en el patio. Al anochecer salió un hombre del castillo y dijo que ya podían entrar…

Eli escuchó la respiración de la mujer, lenta y profunda. Estaba dormida. Su aliento calentaba las rodillas de la muchacha. Justo debajo de la oreja, Eli pudo verle el pulso marcado bajo su piel flácida y arrugada.

El gato se había callado.

En la tele pasaban ahora la lista de créditos del programa de naturaleza. Eli puso el dedo índice sobre la arteria carótida de la mujer, sintió su corazón palpitante bajo la yema del dedo.

La niña se echó hacia atrás y movió con cuidado la cabeza de la mujer de manera que descansara sobre sus rodillas. El fuerte aroma del queso roquefort mitigaba todos los demás olores. Eli cogió una manta del respaldo del sofá y tapó con ella los quesos.

Un débil gemido: la respiración de la mujer. Eli agachó la cabeza con la nariz apretada contra la arteria visible. Jabón, sudor, olor a piel vieja… ese olor a hospital… y algo más, que era el olor propio de la mujer. Y debajo, a través de todo ello, la sangre.

La mujer se rascó cuando la nariz de Eli le rozó el cuello; intentó moverse, pero la muchacha la agarró firmemente por el pecho con un brazo y con el otro mantuvo fija su cabeza. Abrió la boca tanto como le fue posible y la puso sobre el cuello que sujetaba hasta que la lengua hizo presión contra la arteria y mordió. Cerró las mandíbulas.

La mujer pataleó como si hubiera recibido una descarga. El cuerpo se descontroló y los pies golpearon contra el reposabrazos con tanta fuerza que se desplazó y quedó con la espalda en las rodillas de Eli.

La sangre salía a borbotones de la arteria abierta salpicando la piel marrón del sofá. Gritaba y agitaba las manos, tiró la manta de la mesa. Un tufo a queso mohoso llenó los orificios nasales de Eli cuando ésta se echó a lo largo sobre la mujer y, apretando la boca contra su cuello, bebió a grandes sorbos. Los gritos reventaban los oídos de Eli y tuvo que soltarle un brazo para poder ponerle una mano en la boca.

Los chillidos quedaron ahogados, pero la mano libre de la mujer se movía sobre la mesa del sofá, agarró el mando a distancia y golpeó la cabeza de Eli. Los trozos de plástico se esparcieron al tiempo que el sonido de la tele se puso en marcha.

La sintonía de Dallas flotó por el cuarto y Eli despegó su cabeza del cuello de la mujer.

La sangre sabía a medicina. Morfina.

La mujer miraba a Eli con los ojos muy abiertos. Entonces la muchacha apreció otro sabor más, un sabor a podrido que se deslizaba junto con el olor al queso mohoso.

Cáncer. Tenía cáncer.

El estómago se le revolvió del asco y tuvo que soltarla y sentarse en el sofá para no vomitar.

La cámara sobrevolaba Southfork mientras la música se acercaba a su crescendo. La mujer había dejado de gritar, permanecía tendida boca arriba mientras la sangre salía de ella cada vez con menos fuerza, corría en hilillos hacia abajo, hacia los cojines del sofá. Sus ojos estaban humedecidos, ausentes cuando buscaban los de Eli y decía:

– Por favor, por favor…

Eli, tragándose un amago de vómito, se inclinó sobre ella.

– ¿Perdón?

– Por favor…

– Sí. ¿Qué quieres que haga?

– Por favor… por favor…

Después de un momento los ojos de la mujer cambiaron, se pusieron rígidos. Se volvieron ciegos. Eli le cerró los párpados. Se volvieron a abrir. Eli cogió la manta del suelo y se la puso sobre la cara, se sentó en el sofá.

La sangre servía como alimento aunque sabía mal, pero la morfina…

En la pantalla del televisor, un rascacielos de espejos. Un hombre con traje y sombrero de vaquero salía de su coche, frente al rascacielos. Eli intentó levantarse del sofá. No podía. El rascacielos empezó a inclinarse, a girar. Los espejos reflejaban las nubes que se deslizaban por el cielo a cámara lenta, recreando formas de animales, plantas.

Eli se echó a reír cuando el hombre con el sombrero de vaquero se sentó tras la mesa de un escritorio y empezó a hablar en inglés. Eli entendía lo que estaba diciendo, pero no tenía sentido. Todo el cuarto había empezado a inclinarse tanto que era raro que la tele no se hubiera caído rodando. La voz del vaquero le retumbaba en la cabeza. Buscó el mando a distancia, pero estaba hecho pedazos sobre la mesa y el suelo.

Tenía que hacer callar al vaquero.

Se deslizó del sofá y, gateando, llegó frente al televisor con la morfina dándole vueltas en el cuerpo; se rio de las figuras que se descomponían en colores, sólo colores. No podía más. Cayó de bruces delante del televisor con los colores chisporroteándole en los ojos.


Algunos niños se deslizaban todavía con sus trineos por la cuesta que había entre la calle Björnsonsgatan y el pequeño campo junto al camino del parque. La cuesta de la muerte, como por alguna razón la llamaban. Tres sombras se pusieron en marcha al mismo tiempo desde la cima y se oyó bien alto una palabrota cuando una de ellas se salió al bosque; risas de los otros que seguían cuesta abajo, salieron volando en un bache y aterrizaron con golpes y tintineos sordos.

Lacke se detuvo, miraba al suelo. Virginia intentaba con cuidado llevarlo consigo.

– Venga, vamos ya, Lacke.

– Es tan jodidamente duro.

– No puedo contigo, ya lo sabes.

Una mueca que podía haber sido una sonrisa acabó en tos. Lacke retiró la mano del hombro de Virginia, quedándose con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo y la cabeza vuelta hacia la cuesta.

– Joder, ahí están los jóvenes tirándose con sus trineos, y allí… -hizo un gesto vago hacia el puente, al final de la colina de la que era parte la cuesta-, ahí mataron a Jocke.

– No pienses más en eso ahora.

– ¿Cómo voy a dejarlo? A lo mejor fue uno de esos jóvenes quien lo hizo.

– No lo creo.

Ella le cogió el brazo para ponerlo alrededor de sus hombros de nuevo, pero Lacke lo retiró. -No, puedo andar.

Lacke caminó a pulso a lo largo del camino del parque. La nieve crujía bajo sus pies. Virginia permanecía parada mirándole. Ahí iba él, el hombre al que amaba y con el que no podía vivir.

Lo había intentado.

Durante una temporada, hacía ya ocho años, justo cuando la hija de Virginia se había ido de la casa materna, Lacke se había mudado a vivir con ella. Virginia trabajaba entonces, igual que ahora, en una tienda de la cadena de supermercados ICA, en la calle Arvid Mörnes, encima del parque China. Vivía en un apartamento de un dormitorio, cuarto de estar y cocina en Arvid Mörnes, a sólo tres minutos del trabajo.

Durante los cuatro meses que vivieron juntos, Virginia no consiguió averiguar lo que Lacke hacía realmente. Sabía algo de electricidad: montó un regulador en la lámpara del cuarto de estar. Sabía algo de cocina: la sorprendió un par de veces con platos fantásticos a base de pescado. Pero ¿qué hacía?

Estaba en el apartamento, salía de paseo, hablaba con gente, leía bastantes libros y periódicos. Eso era todo. Para Virginia, que había trabajado desde que terminó la escuela, aquélla era una manera incomprensible de vivir. Le había preguntado:

– Bueno, Lacke, no quiero decir que… Pero tú en realidad ¿qué haces? ¿De dónde sacas el dinero?

– No tengo dinero.

– Algo de dinero tendrás.

– Esto es Suecia. Cógete una silla y ponía en la acera. Siéntate en la silla y espera. Si esperas suficiente llegará alguien a darte dinero. O a hacerse cargo de ti de alguna manera.

– ¿Es así como me ves a mí?

– Virginia. Cuando digas «Lacke, vete de aquí», me iré.

Pasó un mes antes de que se lo dijera. Entonces él apretujó su ropa en un bolso, sus libros en otro, y se fue. Después no volvió a verlo en medio año. Fue durante esa temporada cuando ella empezó a beber más, sola.

Cuando vio de nuevo a Lacke, éste había cambiado. Más triste. Durante aquel medio año había vivido con su padre, que se consumía lentamente de cáncer en una casa en Småland. Cuando su padre murió, Lacke y su hermana heredaron la casa, la vendieron y se repartieron el dinero. La parte de Lacke había sido suficiente para un piso de cooperativa con bajas cuotas mensuales en Blackeberg, y había vuelto para quedarse.

En los años siguientes se encontraron cada vez más a menudo en el chino, adonde Virginia había empezado a ir una noche sí y otra también. A veces volvían a casa juntos, se amaban en silencio y, mediante un pacto silencioso, Lacke ya se había ido cuando ella volvía a casa del trabajo al día siguiente. Vivía cada uno en su casa en condiciones máximas de libertad; a veces pasaban un par de meses o tres sin compartir cama y eso les iba a los dos estupendamente, y así estaban las cosas ahora.

Pasaron por delante del supermercado ICA con sus anuncios de carne picada barata y su «Come, bebe y sé feliz». Lacke se detuvo a esperarla. Cuando llegó a su altura, tendió un brazo hacia ella. Virginia enlazó su brazo con el de él. Lacke asintió con la cabeza en dirección a la tienda.

– ¿Y el trabajo?

– Lo normal -Virginia se paró y señaló el cartel-: Lo he hecho yo. Un cartel en el que ponía:


TOMATE TRITURADO. TRES BOTES, 5 CORONAS.


– Bonito.

– ¿Te parece?

– Sí. A uno le entran muchas ganas de comer tomate triturado. Ella le dio un empujón con cuidado. Sintió las costillas de Lacke contra su codo.

– Al menos te acuerdas de cómo sabe la comida, ¿eh?

– No tienes que…

– No, pero lo voy a hacer de todas formas.


– Eeeeli… Eeeeliii…

La voz de la tele era conocida. Eli intentó alejarse de ella, pero el cuerpo no le obedecía. Sólo las manos se deslizaron a cámara lenta por el suelo, buscando algo a lo que agarrarse. Encontraron un cable. Lo agarró fuerte con la mano como si se tratara de una cuerda de salvamento para salir del túnel en cuyo extremo estaba la tele hablándole.

– Eli… ¿dónde estás?

La cabeza le pesaba demasiado como para levantarla del suelo; lo único que consiguió fue levantar la vista hacia la pantalla, y lógicamente era… Él.

Sobre los hombros de la bata de seda caían mechas claras de la peluca rubia hecha de pelo natural que hacía que la cara femenina pareciera aún más pequeña de lo que era. Los labios delgados y apretados dibujaban una sonrisa de pintalabios, brillaban como un tajo de cuchillo en el rostro pálidamente empolvado.

Eli consiguió levantar un poco la cabeza y vio toda su cara. Los ojos azules, puerilmente grandes, y por encima de los ojos… el aire que salía de los pulmones a sacudidas, la cabeza sin fuerzas tendida en el suelo de tal manera que le crujía el tabique nasal. Divertido. Él tenía en la cabeza un sombrero de vaquero.

– Eeeliii…

Otras voces. Voces de niños. Eli levantó la cabeza de nuevo, temblando como un recién nacido. De su nariz salían gotas de la sangre enferma y le entraron en la boca. El hombre había extendido los brazos en un gesto de bienvenida, enseñando el forro rojo de la bata. El forro se movía, era un hervidero lleno de labios. Cientos de labios de niños que se retorcían haciendo muecas, susurrando su historia, la historia de Eli.

– Eli… vuelve a casa…

Eli sollozó, cerró los ojos. Esperando la mano fría en la nuca. No ocurrió nada. Los abrió de nuevo. La imagen había cambiado. Ahora mostraba una larga fila de niños mal vestidos que caminaban sobre una gran llanura nevada, andando torpemente en dirección a un castillo de hielo, lejos, en el horizonte.

No está pasando.

Eli escupió la sangre de la boca, contra la tele. Unas manchas rojas acabaron con la blanca nieve, cayeron sobre el castillo de hielo. Eso no existe.

Eli se agarró a la cuerda de salvamento intentando salir del túnel. Se oyó un sonido cuando el enchufe se soltó de la toma y el televisor se oscureció. Manchas espesas de sangre mezclada con saliva resbalaban cruzando la negra pantalla, goteando al suelo. Eli se sujetó la cabeza con las manos y desapareció en un remolino de color rojo oscuro.


Virginia preparó un guiso rápido con unos trozos de carne, cebolla y tomate triturado mientras Lacke se duchaba. Cuando la carne estaba lista fue al cuarto de baño. Él estaba sentado en la bañera con la cabeza colgando y con la boquilla de la ducha apoyada en la nuca. Las vértebras parecían una sucesión de pelotas de ping-pong bajo la piel.

– ¿Lacke? La comida está lista.

– Bien. Bien. ¿Llevo aquí mucho tiempo?

– No. Pero acaban de llamar del servicio de distribución de agua diciendo que las reservas están a punto de acabarse.

– ¿Qué?

– Venga, vamos -descolgó su albornoz del colgador y se lo alcanzó. Él se levantó de la bañera agarrándose con las dos manos a los bordes. Virginia se asustó al ver lo escuálido que tenía el cuerpo. Lacke lo notó y dijo:

– Entonces emergió de las aguas, como un dios, digno de ser contemplado.

Después comieron, compartieron una botella de vino. Lacke no pudo comer mucho, pero lo hizo de todos modos. Compartieron otra botella en el cuarto de estar, luego se fueron a la cama. Estuvieron un rato acostados el uno al lado del otro, mirándose a los ojos.

– He dejado de tomar la píldora.

– Bueno. No tenemos que…

– No, pero ya no la necesito. Adiós a la regla.

Lacke asintió. Se quedó pensando. Le acarició la mejilla.

– ¿Estás triste?

Virginia sonrió.

– Creo que eres el único hombre que conozco que haría una pregunta así. Sí, un poco. Es como si… lo que hace que sea una mujer, pues que ya no lo tengo.

– Mmm. Para mí es más que suficiente.

– ¿Seguro?

– Sí.

– Ven entonces.

Él le hizo caso.


Gunnar Holmberg arrastró los pies en la nieve para no dejar huellas que pudieran dificultar la tarea a los técnicos de la brigada criminal y se puso a observar las huellas que se alejaban de la casa. La luz del fuego hacía que la nieve resplandeciera de color rojo amarillento y el calor era lo bastante intenso como para que se le formaran gotas de sudor en el nacimiento del pelo.

Holmberg había aguantado mucho cachondeo por su quizá ingenua confianza en la bondad esencial de los jóvenes. Eso era lo que intentaba alentar con sus continuas visitas a las escuelas, con sus muchas y largas conversaciones con los muchachos que tenían problemas en la sociedad, y era eso lo que le hacía sentirse tan mal al ver lo que tenía ante sus pies.

Las huellas que había en la nieve eran de zapatos pequeños. Ni siquiera de lo que se podría llamar un «joven»; no, eran huellas de zapatos de niño. Marcas pequeñas y nítidas con una increíble distancia entre los pasos. Alguien había corrido. Rápido.

Con el rabillo del ojo vio al aspirante Larsson acercándose.

– Arrastra los pies, ¡joder!

– ¡Huy!, sorry.

Larsson se acercó arrastrando los pies y se colocó al lado de Holmberg. El aspirante tenía los ojos grandes y saltones con una expresión constante de asombro que ahora dirigía hacia las huellas que había en la nieve.

– Joder.

– Yo mismo no habría podido decirlo mejor. Es un niño.

– Sí, pero… esto es puro…

– Larsson siguió las huellas con la vista un tramo más allá-, puro triple salto.

– Largo entre las pisadas, sí.

– Más que largo, esto es… esto es una locura. Lo largo que es.

– ¿Qué quieres decir?

– Que soy corredor. No podría correr de esta manera. Más que… dos pasos. Y esto es todo el camino.

Staffan llegó corriendo entre los chalés, se abrió camino entre los grupos de curiosos que se habían reunido alrededor de la parcela y se acercó al grupo del centro, que en ese momento estaba vigilando al personal de la ambulancia que justo entonces introducía el cadáver de una mujer, cubierto con una tela azul, en una ambulancia.

– ¿Qué tal ha ido? -preguntó Holmberg.

– Nada… salió por… la calle Bällstavägen y luego… no se podía… seguir más… los coches… habrá que poner… a los perros en ello.

Holmberg asintió, atento a la conversación que se desarrollaba justo al lado. Un vecino que había sido testigo de una parte de los hechos estaba contando sus impresiones a un policía de la brigada criminal.

– Primero pensé que se trataba de fuegos artificiales o algo así, ¿no? Luego vi las manos… que eran manos que se movían. Y ella salió hasta aquí… por la ventana… ella salió…

– ¿Así que la ventana estaba abierta?

– Sí, abierta. Y ella salió por la… y entonces ardió la casa, ¿no? Eso es lo que vi entonces. Que ardía detrás de ella… y salió… joder. Estaba ardiendo, entera. Y entonces salió andando de la casa…

– Perdón. ¿Andando? ¿No iba corriendo?

– No. Eso era lo más raro… iba andando. Agitaba las manos así como para… no sé. Y entonces se paró, ¿entiendes? Se paró. Ardía así, toda ella. Se paró así. Y miró alrededor. Como que… absolutamente tranquila. Y entonces echó a andar de nuevo. Y entonces fue como que… se acabó, ¿entiendes? Nada de pánico o así, ella… sí, joder… no gritaba. Ni un ruido. Sólo… se derrumbó así. De rodillas. Y entonces… plaf. Cayó en la nieve.

»Y entonces fue como si… no sé… fue todo muy raro. Entonces tuve yo como… entré dentro corriendo y busqué una manta, dos mantas y salí pitando y… la apagué. La hostia, o sea… cuando estaba allí tendida, eso era… no, joder.

El hombre se llevó las manos llenas de tizne a la cara, lloró agachado. El agente de la brigada de investigación criminal le puso una mano sobre los hombros.

– Tal vez podamos tomar un informe más detallado de los hechos mañana. ¿Pero no viste a nadie más abandonar la casa?

El hombre meneó la cabeza y el de criminalística hizo una anotación en su libreta.

– Lo dicho. Mañana me pondré en contacto contigo. ¿Quieres que le pida al personal sanitario que te den algún tranquilizante, algo que te deje dormir, antes de que se vayan?

El hombre se frotó las lágrimas de los ojos. Las manos le dejaron marcas húmedas de tizne en las mejillas.

– No. Eso es… yo tengo, en todo caso.

Gunnar Holmberg volvió la mirada hacia la casa incendiada. Los esfuerzos de los bomberos habían dado resultado y ya apenas se veían llamas. Sólo una nube enorme de humo que se elevaba hacia el cielo nocturno.


Mientras Virginia abría sus brazos a Lacke, mientras el técnico de la brigada de investigación criminal hacía moldes de las huellas encontradas en la nieve, Oskar estaba al lado de la ventana mirando hacia fuera. La nieve había cubierto con un manto blanco los setos bajo la placa de chapa de su ventana y formaba una pendiente blanca tan densa y seguida que uno creería que podía deslizarse por ella. Eli no había venido esta tarde.

Oskar había estado de pie caminando, dando vueltas, columpiándose, congelándose en el parque entre las siete y media y las nueve. Eli no había aparecido. A las nueve había visto a su madre mirando por la ventana y había entrado, lleno de malos presentimientos. Dallas y leche con cacao y bollos y su madre preguntando y a punto estuvo él de hablar, pero no lo hizo.

Ya eran las doce pasadas y estaba al lado de la ventana con el alma en un puño. Dejó la ventana entreabierta, respirando el aire frío de la noche. ¿Era realmente sólo por ella por lo que había decidido empezar a defenderse? ¿No se trataba de sí mismo?

Sí.

Pero por ella.

Por desgracia así era. Si el lunes se metían con él no tendría ánimo, ni fuerzas, ni ganas de resistir. Lo sabía. No iría a ese entrenamiento el jueves. No había motivo.

Dejó la ventana un poco abierta con la vaga esperanza de que ella volviera aquella noche. Lo llamara. Si podía salir en mitad de la noche, también podría volver en mitad de la noche.

Oskar se desvistió y se acostó. Dio unos toquecitos en la pared. Sin respuesta. Se echó el edredón por encima de la cabeza y se puso de rodillas en la cama. Entrelazó las manos y, apoyando sobre ellas la frente, susurró:

– Por favor, Dios bueno. Deja que ella vuelva. Te doy lo que quieras. Todos mis cómics, todos mis libros, todas mis cosas. Lo que quieras. Pero haz que ella vuelva. A mí. Por favor, Dios, por favor.

Siguió acostado, encogido debajo del edredón, hasta que sintió tanto calor que empezó a sudar. Luego sacó de nuevo la cabeza, apoyándola en la almohada. Se puso en posición fetal. Cerró los ojos. Imágenes de Eli, de Jonny y Micke, Tomas. Su madre. Su padre. Durante un largo rato permaneció acostado haciendo pasar las imágenes que quería ver; después éstas empezaron a vivir su propia vida mientras él se deslizaba en el sueño.

Eli y él estaban sentados en un columpio que se impulsaba cada vez más alto. Más y más alto hasta que se soltó de las cadenas, volando hacia el cielo. Ellos se sujetaban bien fuerte en los bordes del columpio, con las rodillas apretadas unas contra otras, y Eli le dijo en voz baja:

– Oskar. Oskar…

Abrió los ojos. El globo terráqueo estaba apagado y la luz de la luna volvía todas las cosas de color azul. Gene Simmons lo miraba desde la pared de enfrente, sacándole su larga lengua. Se acurrucó, cerró los ojos. Entonces volvió a oír el susurro.

– Oskar…

Venía de la ventana. Abrió los ojos, miró hacia allí. Al otro lado vio el contorno de una cabeza pequeña. Se quitó el edredón, pero antes de que tuviera tiempo de salir de la cama, Eli susurró:

– Espera. Quédate en la cama. ¿Puedo entrar?

Oskar susurró:

– Sííí…

– Di que puedo entrar.

– Puedes entrar. -Cierra los ojos.

Oskar cerró los ojos. La ventana se dio la vuelta hacia arriba; una corriente fría recorrió la habitación. La ventana se cerró con cuidado. Oyó cómo respiraba Eli, susurró:

– ¿Puedo mirar?

– Espera.

Sonó el sofá cama de la otra habitación. Su madre se levantó. Oskar tenía aún los ojos cerrados cuando tiraron del edredón y un cuerpo frío y desnudo se metió en la cama detrás de él, tapó con el edredón a los dos y se acurrucó a su espalda.

La puerta de su habitación se abrió.

– ¿Oskar?

– ¿Mmm?

– ¿Eres tú el que habla?

– No.

Su madre se quedó en el vano de la puerta escuchando. Eli permaneció totalmente quieta a sus espaldas, apoyando la frente entre sus omoplatos. Su aliento cálido descendió por sus riñones.

Su madre meneó la cabeza.

– Tienen que ser esos vecinos. -Escuchó un momento más, después dijo-: Buenas noches, corazón -y cerró la puerta. Oskar estaba solo con Eli. A sus espaldas oyó un susurró.

– ¿Esos vecinos?

– ¡Chist!

Otro crujido cuando su madre se acostó de nuevo en el sofá cama. Oskar miró hacia la ventana. Estaba cerrada.

Una mano fría se deslizaba sobre su cintura, se puso sobre su pecho, sobre su corazón. Él la apretó entre sus dos manos, la calentó. La otra hurgó bajo su axila, subiendo por su pecho y colocándose entre sus manos. Eli giró la cabeza y puso la mejilla sobre su espalda.

Un olor nuevo había llegado a la habitación. Un suave olor como el del depósito de la moto de su padre cuando acababan de llenarlo. Gasolina. Oskar inclinó la cabeza, olió las manos de ella. Sí. Eran las que olían.

Estuvieron así un buen rato. Cuando Oskar dedujo por la respiración que su madre se había dormido en la habitación de al lado, cuando el montón de manos ya estaban calientes y empezaba sudarle el pecho, dijo en voz baja:

– ¿Dónde has ido?

– A buscar comida.

Los labios de ella le hacían cosquillas en el hombro. Eli retiró sus manos, se volvió de espaldas. Oskar se quedó un momento como estaba mirando a Gene Simmons a los ojos. Después se puso boca abajo. Se imaginó que las pequeñas figuras del papel pintado que Eli tenía detrás de la cabeza la observaban llenas de curiosidad. La muchacha tenía los ojos abiertos, de color negro azulado a la luz de la luna. A Oskar se le puso la piel de gallina en los brazos.

– ¿Y tu padre?

– Ha desaparecido.

– ¿Ha desaparecido? -Oskar alzó la voz sin querer.

– ¡Chist! Eso no tiene importancia.

– Pero… cómo… él ha…

– Eso no tiene importancia.

Oskar asintió mostrando que no iba a seguir preguntando, Eli se puso las manos bajo la cabeza mirando al techo.

– Me sentía sola. Por eso he venido. ¿Podía hacerlo?

– Sí. Pero… es que no llevas ropa.

– Perdón. ¿Te da asco?

– No. Pero ¿no tienes frío?

– No. No.

Los mechones blancos habían desaparecido de su pelo. Sí, sobre todo parecía más sana que cuando se encontraron el día anterior. Tenía las mejillas más redondeadas, los hoyuelos de la risa aparecieron cuando Oskar, en broma, le preguntó:

– ¿No pasarías así por delante del kiosco del Amante?

Eli se echó a reír, después se puso muy seria y dijo con voz de fantasma:

– Sí. ¿Y sabes qué? Él asomó la cabeza y dijo: «Veeeen… Veeeen… Tengo golosiiiinas… y pláaaatanos…».

Oskar hundió la cara en la almohada, Eli se volvió hacia él, le susurró al oído:

– Veeen… ratooones…

Oskar gritó:

– ¡No! ¡No! -con la cabeza debajo de la almohada. Siguieron así un rato. Luego Eli miró los libros de la estantería y Oskar le contó un resumen de su favorito: La niebla, de James Herbert. La espalda de Eli relucía blanca como un gran folio en la oscuridad, acostada como estaba boca abajo mirando la estantería.

Él tenía la mano tan cerca de ella que podía sentir su calor. Después encogió los dedos y recorrió con ellos la espalda de ella, susurrando:

– Kili, kili, viene la cabra. ¿Cuántos cuernos tiene?

– Mmm. ¿Ocho?

– Has dicho ocho y eran ocho, kili, kili.

Luego Eli se lo hizo a él, pero Oskar no era tan bueno como ella adivinándolo. Sin embargo a piedra, papel, tijera ganó él con diferencia. Siete-tres. Lo hicieron una vez más. Entonces ganó él nueve-uno. Eli se enfadó un poco.

– ¿Sabes lo que voy a pedir?

– Sí.

– ¿Cómo?

– Lo sé, nada más. Es siempre así. Me viene la imagen.

– Otra vez. Ahora no voy a pensar. Sólo pedir.

– Inténtalo.

Pasó lo mismo. Oskar ganó ocho-dos. Eli se hizo la enfadada, volviéndose hacia la pared.

– Ya no juego más contigo. Haces trampa.

Oskar observaba el cuadrado blanco de su espalda. ¿Se atrevería? Sí, ahora que ella no lo miraba, sí que se atrevía.

– Eli, ¿tengo alguna posibilidad contigo? Ella se dio la vuelta, se subió el edredón hasta la barbilla.

– ¿Qué quiere decir eso?

Oskar fijó la mirada en los lomos de los libros que tenía delante de él, encogiéndose de hombros.

– Que… que si quieres que salgamos juntos, y eso.

– ¿Cómo juntos?

Su voz sonaba recelosa, dura. Oskar se apresuró a decir:

– A lo mejor tú ya tienes un chico en la escuela.

– No, pero… Oskar, yo no puedo… No soy una chica. Oskar se rió.

– ¿Qué dices? ¿Eres un chico, o…?

– No. No.

– ¿Entonces qué eres?

– Nada.

– ¿Cómo que nada?

– No soy nada. Ni un niño. Ni un viejo. Ni un chico. Ni una chica. Nada.

Oskar pasó el dedo sobre el lomo del libro Las ratas, apretando los labios, negando con la cabeza.

– Entonces, ¿tengo alguna posibilidad contigo o no?

– Oskar, me gustaría mucho, pero… ¿no podemos estar juntos así como estamos?

– … Sí.

– ¿Estás triste? Podemos besarnos, si quieres.

– No.

– ¿No quieres?

– No, no quiero.

Eli arrugó el entrecejo.

– ¿Hace uno algo especial con quien tiene una posibilidad?

– No.

– ¿No es más que… lo normal?

– Sí.

Eli se puso muy contenta, entrelazó las manos sobre el estómago y miró a Oskar.

– Entonces tienes una posibilidad conmigo. Entonces salimos juntos.

– ¿De verdad?

– Sí.

– Bien.

Con una alegría serena Oskar siguió mirando los lomos de los libros. Eli estaba quieta, esperando. Después de un rato, dijo:

– ¿No hay nada más?

– No.

– ¿No podremos estar acostados como antes? Oskar se dio la vuelta de espaldas a ella. Eli le rodeó con los brazos y él le cogió las manos entre las suyas. Estuvieron así hasta que Oskar empezó a tener sueño. Le escocían los ojos y era difícil mantener los párpados abiertos. Antes de quedarse dormido dijo:

– ¿Eli?

– ¿Mmm?

– Has hecho bien en venir.

– Sí.

– ¿Por qué… hueles a gasolina?

Las manos de Eli apretaron con fuerza sus manos, su corazón. Abrazándolo. La habitación se hizo más grande alrededor de Oskar, las paredes y el techo se ablandaron, el suelo desapareció y, cuando sintió cómo la cama se deslizaba libremente en el aire, comprendió que se había dormido.

Sábado 31 de Octubre

Se apagaron las luces de la noche

y el alegre día despunta en las cimas brumosas.

He de irme y vivir, o quedarme y morir.


William Shakespeare, Romeo y Julieta III. v (Traducción de Ángel Luis Pujante)


Gris. Todo era confusamente gris. La mirada no se quería centrar, era como si estuviera acostado en una nube. ¿Acostado? Sí, estaba acostado. Sentía la presión en la espalda, en el culo, en los talones. Un ruido silbante a su izquierda. El gas. El gas estaba abierto. No. Ahora lo cerraban. Lo ponían de nuevo. Algo ocurría en su pecho al ritmo del silbido. Se llenaba, se vaciaba al ritmo del ruido.

¿Estaba todavía en la piscina? ¿Estaba él conectado al gas? ¿Cómo podía estar despierto en ese caso? ¿Estaba despierto?

Håkan intentó parpadear. No pasó nada. Casi nada. Algo se desprendió delante de su ojo y ensombreció la vista aún más. Su otro ojo no existía. Intentó abrir la boca. La boca no existía. Evocó la imagen de su boca como la había visto en los espejos, en su cabeza, intentó… pero no había. Nada que respondiera a sus órdenes. Como intentar insuflar conciencia a una piedra para hacer que se mueva. No había contacto.

Una sensación fuerte de calor en toda la cara. Una flecha de terror le recorrió el cuerpo. La cabeza estaba metida dentro de algo caliente, solidificado. Cera. Un aparato controlaba su respiración puesto que su cara estaba cubierta de cera.

Buscó con el pensamiento su mano derecha. Sí. Estaba ahí. La abrió, la cerró, sintió las yemas de los dedos contra la palma. El tacto. Suspiró aliviado; se imaginó un suspiro de alivio porque su pecho se movía al ritmo de la máquina, no al suyo.

Levantó la mano despacio. Le tiraba el pecho, el hombro. La mano apareció en su campo visual, un bulto borroso. La dirigió a la cara, se detuvo. Un pitido suave a su derecha. Volvió la cabeza despacio y notó que algo duro le rozaba la barbilla. Llevó la mano hacia aquello.

Una cánula de metal fija en su cuello. Desde la cánula salía un tubo. Siguió el tubo todo lo que pudo hasta una pieza metálica y estriada donde acababa. Entendió. Ésa era la que había que desconectar cuando quisiera morir. Se lo habían dejado preparado. Puso los dedos en la junta de conexión del tubo. Eli. Piscina. Chico. Ácido clorhídrico.

Los recuerdos terminaban cuando desenroscaba la tapa del tarro de confitura. Seguro que se lo había echado encima. Siguiendo su plan. Lo único que había fallado era que aún estaba vivo. Había visto imágenes. Mujeres a las que sus maridos celosos habían vertido ácido en la cara. No quería tocársela, menos aún verla.

Aumentó la presión del tubo. No cedía. Enroscado. Intentó girar la parte metálica y dio resultado. Siguió desenroscando. Buscó su otra mano, sólo sintió una bola punzante de dolor allí donde debería estar. En las yemas de los dedos de su mano viva sintió entonces una presión suave y oscilante. El aire empezaba a salirse por la junta, el silbido cambió, se volvió más débil.

La luz de color gris a su alrededor se mezcló con intermitencias de color rojo. Intentó cerrar su único ojo. Pensó en Sócrates y la cicuta. Por haber corrompido a los jóvenes atenienses. No olvides llevar un gallo a… ¿cómo se llamaba? ¿Arquimandro? No…

Se oyó un ruido absorbente cuando se abrió la puerta y una figura blanca se movió hacia él. Sintió unos dedos que forzaron los suyos apartándolos de la junta de conexión. Una voz de mujer.

– ¿Qué haces?

Asclepios. Ofrecerle un gallo a Asclepios.

– ¡Suelta!

Un gallo. Para Asclepios. El dios de la medicina.

Un escape silbante cuando apartaron sus dedos y el tubo fue enroscado otra vez en su sitio.

– Tendremos que ponerte un vigilante.

Ofréceselo y no lo olvides.


Cuando Oskar se despertó, Eli ya no estaba. Permanecía tendido con la cabeza vuelta hacia la pared, sentía frío en la espalda. Se incorporó apoyándose en el codo, recorrió la habitación con la vista. La ventana estaba entreabierta. Tiene que haber salido por ahí.

Desnuda.

Se dio una vuelta en la cama, apretó la cara contra el sitio donde ella había dormido, olió. Pasó la nariz una y otra vez por la sábana, intentando hallar algún vestigio de su presencia, pero nada. Ni siquiera el olor a gasolina.

¿Había ocurrido realmente? Se puso boca abajo…

Sí.

Estuvieron allí. Los dedos de ella en su espalda. El recuerdo de los dedos de ella en su espalda. Kili, kili. Su madre había jugado a eso con él cuando era pequeño. Pero esto había ocurrido ahora. Hacía un poco. El vello de los brazos y de la nuca se le erizó.

Se levantó de la cama, empezó a vestirse. Cuando tenía puestos los pantalones se acercó a la ventana. Había dejado de nevar. Cuatro grados bajo cero. Bien. Si la nieve hubiera empezado a fundirse habría estado todo demasiado encharcado para poder dejar en el suelo, fuera de los portales, las bolsas de papel con los anuncios. Se imaginó cómo sería descolgarse desnudo por la ventana con cuatro bajo cero, bajar entre los setos cubiertos de nieve y…

No.

Se inclinó hacia delante, parpadeó. La nieve del seto estaba intacta.

Ayer por la noche había estado observando aquella pendiente perfecta de nieve que bajaba hasta el camino. Ahora estaba exactamente igual. Abrió más la ventana, sacó la cabeza. Los setos llegaban justo hasta la pared de debajo, el manto de nieve también. No había huellas.

Oskar miró hacia la derecha, a lo largo de la pared revocada. A tres metros estaba la ventana de Eli.

El aire frío arañaba el pecho desnudo de Oskar. Tenía que haber nevado durante la noche, después de que ella se hubiera ido. Era la única explicación. Pero otra cosa… ahora que lo pensaba: ¿cómo había llegado arriba, hasta la ventana? ¿Habría trepado por los setos?

Pero entonces el manto de nieve no podía estar tan intacto. No había nevado después de que él se acostara. Ella no tenía el cuerpo ni el cabello mojado cuando llegó, por tanto, no estaba nevando. ¿Cuándo se fue?

Desde que ella se fue hasta ahora tiene que haber nevado lo suficiente como para cubrir todas las huellas de…

Oskar cerró la ventana y siguió vistiéndose. Era incomprensible. Empezó a pensar de nuevo que había sido un sueño, todo. Luego vio la nota. Estaba doblada debajo del reloj en su escritorio. La cogió y la desdobló:

DEJA ENTRAR EL DÍA, LA LUZ, Y SUELTA MI VIDA.

Un corazón y:


NOS VEMOS ESTA TARDE.

ELI.


Leyó la nota cinco veces. Luego pensó en ella mientras la escribía de pie al lado del escritorio. Gene Simmons estaba en la pared medio metro detrás, sacando la lengua.

Se inclinó sobre el escritorio y quitó el póster de la pared, hizo con él un rebujo y lo tiró en la papelera.

Entonces leyó la pequeña nota otras tres veces más, la dobló y se la guardó en el bolsillo. Continuó vistiéndose. Hoy podía haber cinco papeles en cada paquete, si quería. Iría sobre ruedas.


La habitación olía a humo y las partículas de polvo bailaban en los rayos de sol que se filtraban entre las persianas. Lacke acababa de despertarse, estaba tendido boca arriba en la cama, tosiendo. Las moléculas de polvo representaban un curioso baile ante él. Tos de fumador. Se dio media vuelta en la cama, cogió el encendedor y el paquete de tabaco que estaban sobre la mesilla de noche, al lado de un cenicero repleto.

Sacó un cigarrillo Camel light. Virginia había empezado a preocuparse por su salud a la vejez; lo encendió, se puso de nuevo boca arriba con un brazo bajo la cabeza, fumando y pensando.

Virginia se había ido al trabajo un par de horas antes, probablemente bastante cansada. Se habían quedado mucho tiempo despiertos después de hacer el amor, hablando y fumando. Eran ya las dos cuando ella apagó el último cigarro y dijo que ya era hora de dormir. Lacke se había levantado sigilosamente después de un rato, se había bebido lo que quedaba de la botella de vino y se había fumado un par de cigarros más antes de ir a acostarse. Quizá más porque le gustaba aquello: poder acostarse al lado de un cuerpo caliente y dormido.

Era una lástima que no pudiera soportar el tener a alguien encima de él todo el tiempo. De haberlo soportado, sólo podía haber sido Virginia. Además… joder, había oído rumores de cómo lo estaba pasando ahora. Temporadas. Temporadas en las que se emborrachaba totalmente en los bares del centro, metiendo en casa a cualquier cabrón. Ella no quería hablar de ello, pero había envejecido más de lo necesario estos últimos años.

Si él y Virginia pudieran… sí, ¿qué? Vender todo, comprar una casa en el campo, cultivar patatas. Claro, pero no iba a funcionar. Después de un mes estarían los dos bailando la yenka con los nervios del otro, y ella además tenía aquí a su madre, su trabajo, y él, pues tenía… sí… sus sellos.

Nadie lo sabía, ni siquiera su hermana, y él tenía realmente mala conciencia por ello.

La colección de sellos de su padre, que no entró a formar parte de los bienes de la herencia, valía una pequeña fortuna, como se demostró después. Había ido vendiéndola, unos pocos sellos cada vez, cuando necesitaba dinero en efectivo.

Justamente ahora el mercado estaba por los suelos y ya no le quedaban muchos sellos. De todas formas, muy pronto se vería obligado a vender. Quizá debería deshacerse de aquellos más especiales, el de Noruega número uno, e invitar a todos a las cervezas que les había estado gorroneando últimamente. Debería hacerlo.

Dos casas en el campo. Casitas rústicas. Que estuvieran cerca. Una casita rústica no cuesta casi nada. Y la madre de Virginia, ¿qué? Tres casitas. Y, además, Lena, la hija. Cuatro. Por supuesto. Ya puesto, cómprate un pueblo entero.

Virginia sólo era feliz cuando estaba con Lacke, ella misma lo había dicho. Lacke no sabía si aún sería capaz de ser feliz, pero Virginia era la única persona con la que realmente se sentía a gusto. ¿Por qué no iban a poder montárselo de alguna manera?

Lacke se puso el cenicero en la tripa, retiró la ceniza del cigarro y dio una calada.

Era la única persona con la que se sentía a gusto actualmente. Desde que Jocke… había desaparecido. Jocke era un tío majo. El único al que consideraba amigo de todos los que se juntaban. Era una putada eso de que su cuerpo hubiera desaparecido. No era lógico. Tenía que haber un entierro. Tiene que haber un cadáver que uno pueda mirar, constatar: sí, sí, ahí yaces, amigo mío. Y muerto estás.

Se le saltaron las lágrimas.

La gente tenía tantos amigos, siempre con la palabra en la boca, amigos por aquí y amigos por allí. Él tenía uno, uno sólo, y precisamente a él tenía que arrebatárselo algún gamberro desalmado. ¿Por qué cojones habría matado aquel joven a Jocke?

En el fondo sabía que Gösta no mentía ni se lo inventaba, y Jocke había desaparecido, pero parecía tan sin sentido… La única razón plausible sería algo relacionado con las drogas. Jocke tenía que estar envuelto en algún lío de drogas y había engañado a la persona equivocada. Pero ¿por qué no había dicho nada?

Antes de dejar el apartamento vació el cenicero y guardó la botella de vino vacía abajo, en el armario de la cocina. Tuvo que ponerla boca abajo para que cupiera entre todas las demás botellas.

Sí, joder. Dos casitas. Un terrenito con patatas. Barro hasta las rodillas y el canto de la alondra en primavera. Etcétera. Alguna vez.

Se puso la cazadora y salió. Al pasar por delante del supermercado ICA le tiró un beso a Virginia, que estaba en la caja. Ella le sonrió y le sacó la lengua.

De camino a su casa en la calle Ibsengatan se encontró con un joven que arrastraba dos grandes bolsas de papel. Alguien que vivía en su patio, pero Lacke no sabía cómo se llamaba. Le saludó con la cabeza.

– Eso parece pesado.

– No, está bien.

Lacke se quedó mirando al joven que llevaba las bolsas hacia el edificio alto. Parecía tan contento. Así tenía uno que ser. Aceptar su cruz y llevarla con alegría.

Así tenía uno que ser.

Dentro del patio esperaba encontrarse con el tipo que le invitó a whisky en el chino. El hombre solía estar fuera a estas horas, paseando. Caminaba a veces en círculos alrededor del patio. Pero no se le había visto los dos últimos días. Lacke miró de reojo hacia arriba, hacia la ventana cubierta del piso en el que creía que vivía el hombre.

Estará dentro bebiendo, claro. Podría subir y llamar.

Otro día.


Al anochecer, Tommy y su madre bajaron al cementerio. La tumba de su padre estaba justo al lado del dique de contención del pantano de Råcksta, por lo que cogieron la carretera que iba por el bosque. Su madre fue en silencio hasta que llegaron a la calle Kanaanvägen y Tommy pensó que era porque estaba triste, pero cuando tomaron la carretera pequeña que bordeaba el pantano su madre tosió y dijo:

– Oye, Tommy…

– Sí.

– Staffan dice que ha desaparecido una cosa. En su casa. Cuando nosotros estuvimos allí.

– Sí.

– ¿Sabes algo de eso?

Tommy cogió un poco de nieve en la mano, hizo una bola y la tiró contra un árbol. Justo en medio.

– Sí. Está debajo de su balcón.

– Es muy importante para él, puesto que…

– Está entre los setos que hay debajo de su balcón, te estoy diciendo.

– ¿Cómo ha llegado allí?

El dique cubierto de nieve alrededor del cementerio estaba frente a ellos. Un suave resplandor rojo iluminaba las copas de los pinos desde abajo. El farol que su madre llevaba en la mano hizo ruido. Tommy le preguntó:

– ¿Tienes fuego?

– ¿Fuego? Ah, sí. Tengo un encendedor. ¿Cómo llegó…?

– Se me cayó.

A la entrada del cementerio, al lado de la verja, Tommy se detuvo mirando el plano; distintas secciones marcadas con letras. Su padre estaba en la sección D.

Pronto se iban a cumplir los tres años. Tommy tenía imágenes poco claras del entierro, o como se llamara. Eso con el ataúd y un montón de gente llorando y cantando todo el tiempo.

Se acordaba de que llevaba unos zapatos que le quedaban grandes, eran de su padre y le iban bailando en los pies al volver a casa. Le había dado miedo el ataúd, había estado sentado mirándolo fijamente durante todo el entierro, seguro de que su padre se iba a levantar y estar vivo de nuevo, pero… cambiado.

Las dos semanas que siguieron al entierro anduvo dando vueltas como un zombi aterrado. Sobre todo cuando se hacía de noche le parecía ver en las sombras a aquel ser consumido de la cama del hospital, que ya no era su padre, acercándose a él con los brazos abiertos, como en las películas.

El miedo desapareció cuando enterraron la urna. Sólo asistieron su madre, él, un operario y un cura. El operario llevaba la urna delante y caminaba con dignidad, mientras que el cura consolaba a su madre. Fue todo tan ridículo. El pequeño bote de madera con tapa que aquel tipo del mono azul llevaba con las manos extendidas, como si aquello tuviera algo que ver con su padre. Era como una gran patraña.

Pero el miedo había desaparecido, y la relación de Tommy con la tumba había cambiado con el tiempo. Ahora bajaba a veces aquí él solo, se sentaba un rato al lado de la lápida y pasaba los dedos sobre las letras esculpidas que formaban el nombre de su padre. Era por eso por lo que iba. Del bote que había en la tierra ni se ocupaba, pero sí del nombre.

La persona desencajada en la cama del hospital, las cenizas del bote, nada de eso era su padre, pero el nombre aludía a la persona que él recordaba, y por eso iba allí a veces y recorría con los dedos los huecos en la piedra que formaban MARTIN SAMUELSSON.

– Oh, qué bonito -dijo su madre.

Tommy contempló el cementerio.

Había pequeñas velas encendidas por todas partes, una ciudad vista desde un avión. Algunas figuras oscuras se movían entre las lápidas. Su madre se dirigió a la tumba de su padre con el farol balanceándose en la mano. Tommy se fijó en su espalda estrecha y de pronto se sintió triste. No por él, ni por su madre, no; por todo. Por todas las personas que andaban por allí entre las luces que temblaban en la nieve. Ellas mismas no eran más que sombras que estaban al lado de las piedras, mirando las piedras, tocando las piedras. Aquello era tan… tonto.

La muerte es la muerte. Punto.

Sin embargo Tommy siguió a su madre, se puso de cuclillas junto a la tumba de su padre mientras ella encendía el farol. No quería tocar las letras cuando su madre estaba allí.

Permanecieron así un rato, mirando cómo la débil llama resaltaba las vetas del mármol, como si se movieran. Tommy no sentía nada aparte de un poco de vergüenza. Él participando en este simulacro. Después de un poco se levantó y empezó a caminar hacia casa.

Su madre le siguió. Demasiado pronto, le pareció. Ella podía quedarse llorando si quería, toda la noche. Llegó a su altura y pasó con cuidado su brazo por debajo del de Tommy. Él lo dejó estar. Caminaron el uno al lado del otro contemplando el pantano de Råcksta que había empezado a helarse. Si el frío continuaba se podría patinar allí en unos días.

Un pensamiento machacaba todo el tiempo la cabeza de Tommy como un terco riff de guitarra.

La muerte es la muerte. La muerte es la muerte. La muerte es la muerte.

Su madre tembló, se apretó contra él.

– Es terrible.

– ¿Te parece?

– Sí, Staffan me contó una cosa horrible.

Staffan. ¿Es que no podía ni siquiera ahora dejar de hablar de…?

– Ah, ¿sí?

– ¿Has oído lo del incendio en una casa de Ängby? La mujer que…

– Sí.

– Staffan me contó que le habían hecho la autopsia. A mí me parece que eso es tan desagradable. Que hagan esas cosas.

– Sí, sí, claro.

Un pato caminaba por la frágil capa de hielo hacia el agujero que se formaba en el hielo junto a uno de los desagües a un lado del lago. Los pequeños peces que se podían pescar allí en verano olían a desagüe.

– ¿De dónde viene ese desagüe? -Preguntó Tommy-. ¿Viene del crematorio?

– No sé. ¿No quieres escucharme? ¿Te parece desagradable?

– No, no.

Y entonces ella empezó a contárselo mientras iban por el bosque hacia casa. Después de un rato, Tommy comenzó a interesarse, a hacer preguntas que su madre no podía responder; ella sólo sabía lo que Staffan le había contado. Bueno, Tommy hacía tantas preguntas y parecía tan interesado que Yvonne se arrepintió de habérselo comentado siquiera.


Más tarde, por la noche, Tommy se encontraba sentado en una caja en el refugio, dándole vueltas a la pequeña escultura del tirador de pistola. La colocó encima de las tres cajas que contenían los radiocasetes, como un trofeo. Coronando la obra.

¡Mangado a un… policía!

Cerró cuidadosamente el refugio con la cadena y el candado, puso la llave en el escondite y se sentó pensando en lo que su madre le había contado. Después de un rato oyó pasos sigilosos que se acercaban al trastero. Una voz baja que decía:

– ¿Tommy?

Se levantó de la butaca, fue hasta la puerta y la abrió con rapidez. Allí estaba Oskar y parecía nervioso, con un billete en la mano.

– Toma. Tu dinero.

Tommy cogió el billete de cincuenta coronas y estrujándolo se lo metió en el bolsillo, sonrió a Oskar.

– ¿Te vas a hacer cliente de aquí o qué? Entra.

– No, tengo que…

– Entra, digo. Te quiero preguntar una cosa.

Oskar se sentó en el sofá agarrándose las manos. Tommy se desplomó en la butaca mirándolo.

– Oskar. Tú eres un chico espabilado. Oskar se encogió tímidamente de hombros.

– ¿Sabes la casa que ardió en Ängby? ¿La vieja que salió al jardín y se quemó?

– Sí, lo he leído.

– Me lo imaginaba. ¿Han escrito algo de la autopsia?

– No que yo sepa.

– No. Pero se la hicieron. Le hicieron la autopsia. ¿Y sabes qué? No encontraron humo en sus pulmones. ¿Sabes lo que eso significa? Oskar pensó.

– Que no respiraba.

– Sí. ¿Y cuándo se deja de respirar? Cuando se está muerto, ¿no?

– Sí -Oskar se animó-. He leído sobre eso. Precisamente. Por eso hacen la autopsia a los que han ardido. Para descartar que… alguien haya provocado el fuego para ocultar que ha matado al que había dentro. En el fuego. Leí en… sí, fue en la revista Hemmets Journal, que un tío en Inglaterra que había matado a su mujer y sabía esto pues había… antes de iniciar el fuego había puesto un tubo en la garganta de ella y…

– Bueno, bueno. Tú sabes. Bien. Pero aquí no había humo en los pulmones aunque la mujer había salido al jardín y había estado allí dando vueltas un rato antes de morir. ¿Cómo puede ser eso?

– Contendría la respiración. No, claro. Eso no se puede, lo he leído en algún sitio. Por eso la gente siempre…

– Vale, vale. Explícamelo entonces.

Oskar apoyó la cabeza en las manos, pensando. Luego dijo:

– O han tenido algún fallo o ella estaba de pie y corriendo aunque estaba muerta. Tommy asintió:

– Justo. ¿Y sabes qué? No creo que esos tíos cometan ese tipo de fallos. ¿Tú qué crees?

– No, pero…

– La muerte es la muerte.

– Sí.

Tommy tiró de un hilo de la butaca, hizo una bolita con los dedos y la lanzó.

– Sí. A uno le gustaría creerlo.

Загрузка...