Tercera Parte

La nieve fundiéndose en la piel

Y después de haber puesto su mano en la mía,

con un rostro alegre que me reanimó,

me introdujo en las cosas secretas.

Dante Alighieri, La Divina Comedia, Infierno,

Canto III

– No soy una sábana. Soy un fantasma DE VERDAD. BUU… BUU…

¡Tienes que asustarte!

– Pero no me asusto.

Nationalteatern, Col rellena y calzoncillos


Jueves 5 de Noviembre

Morgan tenía frío en los pies. La helada que cayó más o menos al mismo tiempo que el submarino encallara no había hecho más que empeorar durante la última semana. Le gustaban sus viejas botas camperas, pero no se podía poner calcetines de lana con ellas. Además tenía un agujero en una de las suelas. Claro que podía comprarse alguna birria china por cien coronas, pero para eso prefería pasar frío.

Eran las nueve y media de la mañana y volvía a casa desde el metro. Había estado en el desguace de Ulvsunda para ver si podía echarles una mano que valiera unos cientos de coronas, pero el negocio iba mal. Tampoco este año habría botas de invierno. Se había tomado un café con los chicos en la oficina, abarrotada de catálogos de piezas de recambio y calendarios de tías, y vuelta a casa en el metro.

Larry salió del edificio; parecía, como de costumbre, alguien que tuviera una pena de muerte colgando sobre él.

– ¿Qué pasa tío? -gritó Morgan.

Larry saludó fríamente con la cabeza, como si desde que se despertara aquella mañana hubiera sabido que Morgan iba a estar ahí; se acercó a saludarle:

– Hola. ¿Qué tal?

– Los pies congelados, el coche en el desguace, sin trabajo y de camino a casa para tomarme un plato de sopa de sobre. ¿Y tú?

Larry seguía andando en dirección a la calle Björnsonsgatan, a lo largo del parque.

– Sí, pensaba bajar al hospital a saludar a Herbert. ¿Te vienes?

– ¿Está mejor de la cabeza?

– No, creo que sigue como antes.

– Entonces no voy. Me pongo malo con esos desvaríos. La última vez creía que yo era su madre, quería que le contara un cuento.

– ¿Lo hiciste?

– Claro que lo hice. Ricitos de oro y los tres ositos. Pero no. Hoy no estoy de humor para eso.

Siguieron caminando. Cuando Morgan se dio cuenta de que Larry tenía un par de guantes gruesos, fue consciente de que tenía frío en las manos y se las metió con cierto malestar en los estrechos bolsillos de los vaqueros. Ante ellos apareció el puente bajo el que Jocke había desaparecido.

Quizá para evitar hablar de ello Larry dijo:

– ¿Has visto el periódico esta mañana? Ahora dice Fälldin, el primer ministro, que los rusos tienen armas nucleares a bordo de ese submarino.

– ¿Y qué se creía antes que tenían? ¿Tirachinas?

– No, pero… pero es que ya lleva ahí una semana. Imagínate si hubiera explotado.

– No te preocupes. Saben lo que hacen, los rusos.

– Pero resulta que no soy comunista.

– Ni yo tampoco.

– No, no. ¿A quién votaste la última vez? ¿A los liberales?

– No soy partidario de Moscú, eso desde luego.

Ya habían tenido esa conversación antes. Ahora la repetían para evitar ver, para evitar pensar en aquello cuando se acercaban al túnel. A pesar de todo, sus voces se apagaron al entrar en él y se detuvieron. Los dos pensaron que el otro se había detenido primero. Los dos miraron los montones de hojas convertidos ahora en montones de nieve y que sugerían formas que hicieron que ambos se sintieran mal. Larry meneó la cabeza.

– ¿Qué cojones vamos a hacer?

Morgan hundió aún más las manos en los bolsillos y golpeó el suelo con los pies para que le entraran en calor.

– Sólo Gösta puede hacer algo.

Los dos miraron hacia el piso donde vivía Gösta. Sin cortinas, con los cristales sucios.

Larry ofreció el paquete de tabaco a Morgan. Éste cogió un cigarro y Larry cogió un cigarro, sacó fuego para los dos. Se quedaron callados fumando, mirando los montones de nieve. Después de un rato fueron interrumpidos en sus pensamientos por voces jóvenes.

Un grupo de niños con patines y cascos en las manos venían de la escuela dirigidos por un hombre con aspecto de militar. Los chicos marchaban a una distancia de un metro los unos de los otros, casi al compás. En el túnel pasaron al lado de Morgan y de Larry. Morgan saludó con la cabeza a uno de los chicos que conocía de su patio.

– ¿Vais a la guerra o qué?

El chico meneó la cabeza, iba a decir algo pero no hizo más que seguir trotando, por miedo a salirse de la fila. Siguieron bajando hacia el hospital; tendrían un día de actividades al aire libre o algo así. Morgan apagó el cigarro con el pie, se puso la mano en la boca haciendo bocina y gritó:

– ¡Ataque aéreo! ¡Todos a cubierto!

Larry, escandalizado, apagó su cigarro.

– Dios mío. Que haya todavía gente así. Exigirá hasta que las cazadoras cuelguen firmes en el pasillo. ¿Entonces no te vienes?

– No. No lo soporto. Pero date prisa, puede que llegues a formar filas.

– Hasta luego.

– Hasta luego.

Se separaron bajo el puente. Larry desapareció con pasos lentos en la misma dirección que los niños y Morgan subió por las escaleras. Tenía frío en todo el cuerpo. Pese a todo, la jodida sopa de sobre no iba a estar nada mal, y menos si la mezclaba con leche.


Oskar iba con la señorita. Necesitaba hablar con alguien y la señorita fue la única que se le ocurrió. Sin embargo se habría cambiado de grupo si hubiera podido. Jonny y Micke no iban nunca en el grupo de paseo los días de actividades al aire libre, pero hoy sí. Se habían cuchicheado algo al oído por la mañana, mirándole.

Así que Oskar iba con la señorita. No sabía ni él mismo si era por ir protegido o por poder hablar con un adulto.

Había estado saliendo con Eli los últimos cinco días. Se veían todas las tardes, fuera. Oskar le decía a su madre que estaba con Johan.

La noche anterior Eli había llegado de nuevo a su ventana. Habían estado despiertos mucho tiempo, contando historias primero uno y luego el otro. Después se habían dormido abrazados y por la mañana Eli ya no estaba.

En el bolsillo de los pantalones de Oskar, al lado de la vieja nota, manoseada y rota de tanto leerla, había ahora una nueva que había encontrado en su escritorio por la mañana cuando se estaba preparando para ir a la escuela:

Huir es vivir; quedarse, la muerte.

Tuya, Eli.


Sabía que era de Romeo y Julieta. Eli le contó que lo que le escribió en la primera nota también estaba sacado de allí y Oskar había cogido el libro de la biblioteca de la escuela. Le había gustado bastante, a pesar de que no conocía un montón de palabras. Su manto de vestal es verde y enfermizo. ¿Entendería Eli aquello?

Jonny, Micke y las chicas iban veinte metros por detrás de Oskar y la señorita. Pasaron por el parque de China, donde algunos niños de la guardería se deslizaban con los trineos cortando el aire con sus gritos. Oskar dio una patada a un terrón de nieve y dijo en voz baja:

– ¿Marie-Louise?

– Sí.

– ¿Cómo sabe uno que ama a alguien?

– ¡Huy! Bueno…

La señorita hundió las manos en los bolsillos de su trenca y miró al cielo. Oskar se preguntó si estaría pensando en el hombre que había venido a buscarla un par de veces a la escuela. A Oskar no le había gustado nada su aspecto. El tipo parecía de mucho cuidado.

– Eso es diferente, pero… me atrevería a decir que es cuando uno sabe… o, en todo caso, está muy convencido de que quiere estar siempre con esa persona.

– Como si no pudiera vivir sin ella.

– Eso. Precisamente. Dos que no pueden vivir el uno sin el otro… Eso es, sin duda, amor.

– Como Romeo y Julieta.

– Sí, y cuanto mayores son las dificultades… ¿La has visto?

– Leído.

La señorita lo miró sonriendo con una sonrisa que a Oskar siempre le había gustado, pero que justo en aquel momento no le hizo mucha gracia. Y dijo rápidamente:

– ¿Y si son dos chicos?

– Entonces son amigos. Es también una forma de amor. A no ser que te refieras a… sí, los chicos también pueden amarse entre sí, de esa manera.

– ¿Y cómo hacen entonces?

La señorita bajó un poco la voz.

– Bueno, no hay nada malo en ello, pero… si quieres que hablemos de eso podemos hacerlo en otro momento.

Caminaron unos metros en silencio, llegaron a la cuesta que bajaba hasta la Ensenada del Molino. La Cuesta del Fantasma. La señorita aspiró profundamente el aire frío del bosque de abetos. Luego dijo:

– Uno establece un pacto. Independientemente de que se trate de chicos o de chicas, se establece una especie de pacto en el que… somos tú y yo, como si dijéramos. Uno lo sabe.

Oskar asintió. Oyó acercarse las voces de las chicas. Enseguida iban a rodear a la señorita, como solían hacer. Se acercó a ella de manera que sus cazadoras se rozaron y le dijo:

– ¿Puede uno ser… chico y chica al mismo tiempo? ¿O ni chico ni chica?

– No. Las personas, no. Hay algunos animales que…

Michelle se les acercó corriendo, gritando con voz chillona:

– ¡Señorita! ¡Jonny me ha echado nieve en la cabeza!

Se encontraban a mitad de la cuesta. Al poco tiempo llegaron hasta ellos todas las chicas y contaron lo que Jonny y Micke les habían hecho.

Oskar aminoró la marcha, se quedó unos pasos detrás. Se dio la vuelta. Jonny y Micke estaban en lo alto de la cuesta. Hicieron señas a Oskar. Él no les respondió. En vez de eso cogió una rama fuerte de la cuneta y le fue quitando las ramas pequeñas mientras andaba.

Pasó delante de la Casa del Fantasma que daba nombre a la cuesta. Un enorme almacén con las paredes de chapa ondulada que parecía un total despropósito allí, entre los árboles más bajos. En la pared que daba a la cuesta alguien había hecho una pintada con letras mayúsculas:

¿NOS DEJAS TU MOTO?

Las chicas y la señorita jugaban al pilla pilla, corriendo por el camino hasta llegar al borde del agua. No pensaba correr para alcanzarlas. Jonny y Micke venían detrás de él, sí. Agarró el palo con más fuerza y caminó apoyándose en él.

Era un día precioso. El lago se había helado hacía unos días y el hielo era tan sólido que el grupo de patinaje ya había bajado para patinar sobre él, dirigidos por el maestro Ávila. Cuando Jonny y Micke dijeron que querían ir en el grupo de paseo, Oskar había considerado la idea de ir corriendo a casa a buscar los patines y cambiar de grupo. Pero no le habían comprado patines nuevos en los dos últimos años y probablemente no podría meter los pies en ellos.

Además, le daba miedo el hielo.

Una vez, de pequeño, estaba en la ensenada de Södersvik con su padre y éste había salido para vaciar las nasas. Desde el embarcadero Oskar vio cómo su padre se hundía en el hielo y cómo, durante un instante insufrible, su cabeza desaparecía. Oskar, que estaba solo en el embarcadero, empezó a gritar como un loco pidiendo ayuda. Por fortuna, su padre tenía unos clavos grandes en el bolsillo que utilizó para salir del agujero, pero después de aquello a Oskar no le gustaba nada salir al hielo.

Alguien lo agarró del brazo.

Volvió rápidamente la cabeza y vio que la señorita y las chicas habían desaparecido por un recodo del camino, detrás de la montaña. Jonny le dijo:

– Ahora se va a bañar el Cerdo.

Oskar apretó más fuerte la estaca, bien agarrada entre las manos. Su única defensa. Lo cogieron entre los dos y lo arrastraron cuesta abajo. Hacia el hielo.

– El Cerdo huele a mierda y tiene que darse un baño.

– Soltadme.

– Luego. Tú tranquilo, nada más. Te vamos a soltar después.

Estaban ya abajo. No había nada contra lo que hacer fuerza. Lo arrastraban de espaldas sobre el hielo, hacia el agujero de la sauna. Sus talones trazaban dos surcos en la nieve. Entre ellos se resbalaba la estaca, dejando una huella más superficial.

A lo lejos, Oskar vio pequeñas figuras que se movían. Gritó. Gritó pidiendo ayuda.

– Tú grita. Quizá lleguen a tiempo para sacarte.

El agujero se abría negro a unos pasos. Oskar tensó los músculos todo lo que pudo y se agitó, volviéndose de lado de una sacudida. A Micke se le soltó. Oskar se balanceaba en los brazos de Jonny y blandió el palo contra la espinilla de éste. A punto estuvo de escapársele el palo de las manos cuando la madera golpeó contra el hueso.

– ¡Aaaay! ¡Joder!

Jonny soltó a Oskar y éste cayó al suelo. Se levantó al borde del agujero, sujetando el palo con las dos manos. Jonny se agarraba la espinilla.

– ¡Jodido idiota! Ahora te vas a enterar…

Jonny se acercaba despacio, no se atrevía a correr por miedo a caer él mismo al agua si empujaba a Oskar en esa postura. Jonny señalaba el palo.

– Deja eso en el suelo o te mato, ¿entiendes?

Oskar apretó los dientes. Cuando Jonny se encontraba a poco más de un brazo de distancia, blandió el palo contra el hombro de Jonny. Jonny lo esquivó y Oskar sintió un golpe seco en las manos cuando el extremo más pesado de la estaca alcanzó de lleno la oreja de Jonny.

Éste cayó de lado como un bolo sin hacer ruido, derrumbándose en el hielo todo lo largo que era, dando alaridos.

Micke, que estaba un par de pasos detrás de Jonny, retrocedió entonces, extendió las manos:

– Joder, sólo estábamos bromeando… no pensábamos…

Oskar fue hacia él girando el palo, que zumbaba sordamente en el aire. Micke se dio la vuelta y salió corriendo hacia la playa. Oskar se detuvo, bajó el palo.

Jonny estaba acurrucado con la mano en la oreja. Le salía sangre entre los dedos. Oskar habría querido pedirle perdón. No había sido su intención hacerle tanto daño. Se puso en cuclillas al lado de Jonny, apoyado en el palo, y pensaba decir: «perdón», pero antes de que pudiera hacerlo vio a Jonny.

Parecía muy pequeño, encogido en posición fetal y gimiendo -aaayyy, aaayyy- mientras un hilillo de sangre le corría hasta el cuello de la cazadora. Movía la cabeza de un lado a otro con pequeños movimientos.

Oskar lo miraba asombrado.

Aquel pequeño fardo sangrante que yacía en el hielo no podría hacerle nada. No podía pegar ni molestar, no. No podía ni siquiera defenderse.

Si le pudiera dar un par de golpes más se quedaría totalmente tranquilo después.

Oskar se levantó apoyándose en el palo. El arrebato desapareció, sustituido por un profundo malestar en el estómago. ¿Qué había hecho? Jonny tenía que estar gravemente herido, puesto que sangraba de aquella manera. ¿Te imaginas si se desangra? Oskar se volvió a sentar en el hielo, se quitó un zapato y el calcetín. Avanzó de rodillas hasta Jonny, le retiró la mano que tenía sobre la oreja y puso el calcetín debajo.

– Así. Sujétalo.

Jonny cogió el calcetín y se lo apretó contra su oreja herida. Oskar miró la superficie helada. Vio una figura que se acercaba patinando. Era un adulto.

Se oyeron débiles gritos a lo lejos. Gritos de niños. Gritos de pánico. Un solo grito, claro y agudo, que después de unos segundos se mezcló con otros. La figura que se acercaba se paró. Permaneció quieta un momento. Después se dio la vuelta y se alejó de nuevo patinando.

Oskar estaba de rodillas al lado de Jonny, sentía cómo se derretía la nieve y le mojaba las rodillas. Jonny apretaba los párpados con fuerza, le rechinaban los dientes. Oskar acercó su rostro al de él.

– ¿Puedes andar?

Jonny abrió la boca para decir algo y un vómito de color amarillo y blanco salió de sus labios y manchó la nieve. A Oskar le cayó un poco en una mano. Se quedó mirando las viscosas gotas que le chorreaban por la mano y se asustó de verdad. Soltó el palo y corrió hacia la playa para buscar ayuda.

Los gritos de los niños cerca del hospital habían aumentado. Corrió hacia ellos.


Al maestro Ávila, Fernando Cristóbal de Reyes y Ávila, le gustaba patinar. Sí. Una de las cosas que más apreciaba de Suecia eran sus largos inviernos. Había corrido la carrera de esquís de Vasaloppet diez años atrás y los pocos inviernos en los que el agua del archipiélago se congelaba cogía el coche hasta la isla de Gräddö para practicar el patinaje de fondo deslizándose en dirección a Söderarm, tan lejos como el espesor del hielo se lo permitiera.

Habían pasado ya tres años desde que el mar se helara por última vez, pero en un invierno madrugador como éste había posibilidades. Por supuesto que, como era habitual, Gräddö sería un hervidero de amantes del patinaje si helaba, pero eso ocurría por el día. Fernando Ávila prefería patinar por la noche.

Con todos los respetos para Vasaloppet, pero uno se sentía como entre un millar de hormigas que de repente hubieran decidido emigrar. Otra cosa bien distinta era estar fuera, en la vasta superficie de hielo, solo a la luz de la luna. Fernando Ávila era un católico tibio pero firme: en aquellos momentos, Dios estaba cerca.

El acompasado raspar de las cuchillas de los patines, la luz de la luna que daba al hielo su tímido resplandor, las estrellas que lo envolvían con su infinitud, el viento frío que le bañaba la cara, eternidad y espacio y profundidad por todas partes. La vida no podía ser más hermosa.

Un niño pequeño le tiró de los pantalones.

– Maestro, tengo que hacer pis.

Ávila despertó de sus lejanos sueños y miró a su alrededor, le señaló unos árboles cerca, en la playa, que se inclinaban sobre el agua; el desnudo ramaje caía hasta el hielo como una cortina protectora.

– Ahí puedes hacer pis.

El chico entornó los ojos mirando los árboles.

– ¿En el hielo?

– Sí. ¿Qué más da? Se formará más hielo. Amarillo.

El chico lo miró como si el maestro no estuviera bien de la cabeza, pero se fue patinando hacia los árboles.

Ávila miró alrededor controlando que ninguno de los mayores se hubiera alejado demasiado. Con unos rápidos deslizamientos fue hacia el centro del lago para tener mejor vista. Contó a los niños. Sí. Nueve. Más el que estaba haciendo pis. Diez.

Dio unas vueltas y miró hacia el otro lado, hacia la ensenada de Kvarnviken, y se detuvo.

Algo pasaba allí fuera. Un montón de cuerpos se movían en dirección a lo que tenía que ser un agujero en el hielo; unos pequeños árboles que sobresalían marcaban el sitio. Mientras permanecía quieto observando, el grupo se deshizo, vio que uno de ellos llevaba una especie de bastón en la mano.

El bastón giró en el aire y alguien cayó. Oyó un alarido que venía de allí. Se volvió, observó de nuevo a sus chicos y luego se puso en marcha en dirección a los que estaban junto al agujero. Uno de ellos corría ahora hacia la playa.

Entonces oyó el grito.

Un grito agudo de niño que procedía de su grupo. Se paró tan en seco que sus patines salpicaron la nieve. Había podido darse cuenta de que los que estaban al lado del agujero eran chicos mayores. Quizá Oskar. Chicos mayores. Podrían arreglárselas. Los suyos eran niños pequeños.

Los gritos eran cada vez más fuertes, y mientras se daba la vuelta y se deslizaba en esa dirección, oyó que otras voces se unían a él.

¡Cojones!

Precisamente en el momento en que no se encontraba allí tenía que ocurrir algo. Por Dios, que no se haya roto el hielo. Patinaba lo más rápido que podía, la nieve salía despedida de sus patines mientras se apresuraba a llegar al lugar del que salían los gritos. Entonces vio a varios niños que se habían juntado, estaban parados y chillaban a coro, y a algunos más que se acercaban allí. Vio también que una persona adulta bajaba hacia el lago desde el hospital.

Con un par de deslizamientos rápidos llegó hasta donde se encontraban los chavales y frenó de tal manera que las virutas de hielo volaron sobre las cazadoras de éstos. No entendía nada. Todos los niños estaban juntos tras la cortina de ramaje mirando hacia abajo, hacia algo que había en el hielo, y gritando. Se deslizó hasta allí.

– ¿Qué pasa?

Uno de los pequeños señaló hacia abajo, hacia el hielo, hacia un bulto que estaba atrapado en él. Parecía un montón de hierba marrón y helada con una hendidura roja en un lado. O un erizo atropellado. El maestro se agachó hacia el bulto y vio que era una cabeza. Una cabeza congelada dentro del hielo de manera que únicamente sobresalían la coronilla y la parte alta de la frente.

El niño al que había mandado a hacer pis estaba sentado en el hielo unos metros más allá, sollozando.

– Yo… lo… he… pisado.

Ávila se enderezó.

– ¡Todos fuera! Todos a la playa, ahora.

Los niños estaban también como congelados en el hielo, los pequeños seguían gritando. Sacó su silbato y dio dos silbidos fuertes. Los gritos cesaron. Dio un par de pasos, se puso detrás de los niños y pudo dirigirlos hacia la playa. Los chicos lo siguieron. Sólo uno de quinto se quedó allí, mirando con curiosidad el bulto.

– ¡Tú también!

Ávila le ordenó con la mano que fuera hacia él. Ya en la playa le dijo a una mujer que había bajado desde el hospital;

– Llama a la policía. Ambulancia. Hay una persona congelada en el hielo.

La mujer subió corriendo hacia el hospital. Ávila contó a los niños en la playa, vio que faltaba uno. El niño que había pisado la cabeza seguía sentado en el hielo con la cara entre las manos. Ávila se deslizó hasta él y lo cogió en brazos. El chico se volvió y se abrazó a Ávila. Éste lo levantó con cuidado como si fuera un paquete delicado y lo llevó hasta la playa.


– ¿Se puede hablar con él?

– Hablar precisamente no pue…

– No, pero entiende lo que se le dice.

– Creo que sí, pero…

– Un momento sólo.

A través de la niebla que cubría su ojo Håkan vio que una persona con ropa oscura arrimaba una silla y se sentaba al lado de su cama. No podía distinguir la cara del hombre, pero probablemente mostrara un gesto forzadamente neutral.

Håkan había pasado los últimos días casi flotando en una nube roja de contornos tan tenues que entraba y salía de ella sin apenas darse cuenta. Sabía que le habían dormido un par de veces, que lo habían operado. Aquél era el primer día que se encontraba totalmente consciente, pero no sabía cuántos habían pasado desde que llegó allí.

A lo largo de la mañana Håkan había estudiado su nueva cara con las yemas de los dedos de la mano que tenía tacto. Algún tipo de venda elástica le cubría todo el rostro, pero por los rasgos bajo la venda, que había recorrido dolorosamente con los dedos, había comprendido que ya no tenía ninguna cara.

Håkan Bengtsson ya no existía. Lo que quedaba era un cuerpo imposible de identificar en una cama de hospital. Por supuesto que podrían relacionarlo con sus otros asesinatos, pero no con su vida anterior ni con la actual. Ni con Eli.

– ¿Cómo te encuentras?

Bien, gracias, agente. De primera. Tengo una película de napalm ardiéndome en la cara todo el tiempo, pero por lo demás va como siempre.

– Sí, comprendo que no puedes hablar, pero ¿puedes asentir con la cabeza si oyes lo que digo? ¿Puedes mover la cabeza?

Puedo. Pero no quiero.

El hombre que estaba al lado de la cama lanzó un suspiro.

– Has intentado quitarte la vida aquí, de manera que no estás totalmente… ido. ¿Es difícil mover la cabeza? ¿Puedes levantar la mano si oyes lo que digo? ¿Puedes levantar la mano?

Håkan dejó de escuchar al policía y empezó a pensar en ese lugar del infierno de Dante, el limbo, adonde eran llevadas, después de la muerte, todas las almas que no conocían a Cristo. Intentó imaginarse aquel sitio en detalle.

– Como comprenderás, nos gustaría mucho saber quién eres.

¿En qué nivel o esfera del cielo acabaría el propio Dante después de su muerte…?

El policía acercó la silla unos diez centímetros.

– Lo vamos a descubrir, como ya sabes. Antes o después. Tú puedes ahorrarnos un poco de trabajo comunicándote con nosotros ahora.

Nadie me echa de menos. Nadie me conoce. Intentadlo.

Entró una enfermera.

– Hay una llamada para usted.

El policía se levantó, fue hacia la puerta. Antes de salir se volvió.

– Vengo enseguida.

Los pensamientos de Håkan se centraron ahora en lo verdaderamente esencial. ¿En qué esfera caería él? Infanticida: la séptima esfera. Por otro lado, la primera esfera: los que habían pecado por amor. Luego estaban, aparte, los sodomitas, que tenían su propia esfera. Lo lógico sería que cayera en el nivel asignado al peor delito que hubiera cometido.

Así, de haber consumado uno realmente grave, se podía seguir cometiendo cualquier pecado que cayera en las esferas inferiores. Ya no podía ser peor. Más o menos como esos asesinos de Estados Unidos condenados a trescientos años de cárcel.

Las distintas esferas estaban dispuestas en forma de espiral. Los estratos del infierno. Cerbero con su cola. Håkan evocó a los violentos, a las mujeres coléricas, a los soberbios en su lodo hirviente, en su lluvia de fuego; deambuló entre ellos, buscando su sitio.

De una cosa estaba totalmente seguro: no caería de ninguna manera en el último de los círculos. Aquél en el que el mismo Lucifer estaba devorando a Judas y a Bruto, aprisionados en un mar de hielo. El círculo de los traidores.

Se abrió de nuevo la puerta con ese ruido extraño, como de succión. El policía se sentó al lado de la cama.

– Bueno, bueno. Parece que han encontrado a otro, abajo en el lago, en Blackeberg. El mismo tipo de cuerda, en cualquier caso.

¡No!

El cuerpo de Håkan se contrajo involuntariamente cuando el policía dijo la palabra «Blackeberg». El policía asintió.

– Está claro que oyes lo que digo. Eso está bien. Entonces, podemos aventurar sin mayores dificultades que has vivido en Västerort. ¿Dónde? ¿En Råcksta? ¿En Vällingby? ¿En Blackeberg?

El recuerdo de cómo se había deshecho del hombre abajo, junto al hospital, acudió a su mente. Había hecho una chapuza. La había cagado.

– De acuerdo. Entonces te voy a dejar un poco tranquilo. Para que vayas pensando si quieres colaborar. De ese modo sería todo mucho más sencillo, ¿no te parece?

El policía se levantó y se fue. En su lugar llegó una enfermera y se sentó en una silla en la habitación, vigilándolo.

Håkan empezó a dar cabezazos a un lado y a otro, negando. Sacó la mano y empezó a tirar del tubo conectado al respirador. La enfermera acudió enseguida y le apartó la mano.

– Tendremos que atarte. Una vez más y te atamos, ¿entiendes? Si no quieres vivir es cosa tuya, pero mientras estés aquí tenemos la obligación de mantenerte vivo. Independientemente de lo que hayas hecho o dejado de hacer, ¿comprendes? Y haremos lo que sea necesario para cumplir con nuestra obligación, aunque tengamos que ponerte un sistema de fijación. ¿Estás oyendo lo que te digo? Todo será mejor para todos si colaboras.

Colaborar. Colaborar. De pronto todos quieren colaborar. Yo ya no soy una persona. Soy un proyecto. Oh, Dios mío. Eli. Eli. Ayúdame.


Ya en las escaleras Oskar oyó la voz de su madre. Estaba hablando por teléfono con alguien y parecía enfadada. ¿Con la madre de Jonny? Se quedó al otro lado de la puerta, escuchando.

– Me van a llamar y me preguntarán qué es lo que he hecho mal… Sí, claro que lo van a hacer, ¿y qué voy a decir? Que por desgracia mi hijo no tiene un padre con quien él… Sí, claro, pues demuéstralo alguna vez entonces… No, no lo has hecho… A mí me parece que puedes hablar de ello con él.

Oskar abrió la puerta y entró en casa. Su madre dijo:

– Ahora llega -al auricular, y se volvió hacia Oskar-: Han llamado de la escuela y yo… habla con tu padre porque yo… -habló de nuevo por el auricular-: Ahora puedes… yo estoy tranquila… es fácil para ti, que estás lejos y…

Oskar entró en su habitación, se echó en la cama y se puso las manos en los oídos. Le retumbaban los latidos del corazón en la cabeza.

Cuando llegó al hospital, al principio, creyó que todas las personas que corrían por allí tenían algo que ver con lo que le había hecho a Jonny. Pero no era así, como pudo saber luego. Hoy había visto por primera vez en su vida una persona muerta.

Su madre abrió la puerta de la habitación. Oskar se quitó las manos de los oídos.

– Tu padre quiere hablar contigo.

Oskar se llevó el auricular a la oreja y oyó una voz lejana que leía los nombres de los faros, la fuerza y la dirección de los vientos. Esperaba con el auricular pegado a la oreja sin decir nada. Su madre le preguntó frunciendo el entrecejo. Oskar puso la mano sobre el auricular y susurró: «Información sobre el estado de la mar».

Su madre abrió la boca para decir algo, pero se quedó sólo en un suspiro y un gesto de brazos caídos. Se fue a la cocina. Oskar se sentó en una silla en el pasillo y escuchó las noticias sobre el estado de la mar junto con su padre.

Oskar sabía que si empezaba a hablar en ese momento su padre estaría distraído con lo que decían en la radio. Las noticias sobre el estado de la mar eran sagradas. Cuando iba a casa de su padre, se paraba toda la actividad a las 16.45, y éste se sentaba al lado de la radio mientras él, ausente, miraba hacia fuera, como para comprobar si lo que anunciaban en la emisora era cierto.

Hacía mucho tiempo que su padre no se hacía a la mar, pero se le había quedado esa costumbre.

«Banco de Almagrundet noroeste ocho, al anochecer girando hacia el oeste. Despejado. El mar de Åland y el mar del Skärgårg noroeste diez, hacia la noche es posible que soplen vientos fuertes. Despejado».

Bueno. Lo más importante ya había pasado.

– Hola, papá.

– Ah, pero si estás ahí. Hola. Va a haber vientos fuertes aquí por la noche.

– Sí, lo he oído.

– Mmm. ¿Qué tal estás?

– Bien.

– Sí, mamá me ha contado eso con Jonny. Y no está muy bien que digamos.

– No. No lo está.

– Ha tenido una conmoción cerebral, me ha dicho.

– Sí. Vomitó.

– Bueno, se vomita con frecuencia, si sólo es eso. Harry… sí, tú ya lo conoces… a él le cayó una vez una plomada en la cabeza y… sí estuvo mal, vomitando como un ternero después.

– ¿Se puso bien?

– Sí, claro, fue… bueno, se murió la primavera pasada. Pero no tenía nada que ver con aquello. No. Después de aquello se recuperó bastante rápido.

– Sí.

– Y esperemos que sea así con él, con este chico también.

– Sí.

La radio seguía todavía con las distintas zonas marítimas: el golfo de Botnia y todo lo demás. Un par de veces se había sentado con el atlas delante en casa de su padre y había seguido con el dedo todos los faros según los iban nombrando. Hubo un tiempo en el que se sabía todos esos sitios de memoria, en orden, pero ya se le habían olvidado. Su padre carraspeaba.

– Sí, tu madre y yo hemos estado hablando de que… tal vez te gustaría venir a pasar aquí el fin de semana.

– Mmm.

– Así podremos hablar más de esto y de… todo.

– ¿Este fin de semana?

– Sí, si te apetece.

– Sí. Pero tengo un poco… ¿y si voy el sábado?

– O el viernes por la tarde.

– No. Mejor… el sábado. Por la mañana.

– Vale, está bien. Entonces sacaré un eider del congelador.

Oskar acercó la boca al teléfono y dijo en voz baja:

– Sin perdigones.

Su padre se rió.

El otoño pasado, cuando Oskar estuvo allí, se había roto un diente al morder un perdigón que se había quedado en el ave. A su madre le había dicho que había sido una piedra en una patata. Las aves marinas eran lo que más le gustaba a Oskar, mientras que a su madre le parecía que era «terriblemente cruel» disparar a las indefensas aves. Que él se hubiera roto el diente mordiendo el propio instrumento de la muerte habría dado lugar a que su madre le prohibiera probar semejante comida.

– Pondré especial cuidado -aseguró su padre.

– ¿Funciona la moto?

– Sí. ¿Por qué?

– No. Por nada.

– Bueno. Ah, sí, hay bastante nieve, así que podremos dar una vuelta.

– Bien.

– Vale, entonces nos vemos el viernes. ¿Cogerás el autobús de las diez?

– Sí.

– Entonces bajo a buscarte. Con la moto. El coche no está del todo en forma.

– De acuerdo. Bien. ¿Quieres hablar más con mamá?

– Sí… no… tú puedes contarle cómo vamos a hacerlo, ¿no?

– Mmm. Adiós, hasta pronto.

– Adiós. Hasta pronto.

Oskar colgó el auricular. Se quedó sentado un momento pensando cómo iba a ser. Dar una vuelta con la moto. Eso era divertido. Entonces se ponía sus miniesquís y ataban una cuerda a la caja de la moto con un palo en el otro extremo. En ese palo se agarraba Oskar con las dos manos y después daban vueltas por el pueblo como esquiadores acuáticos sobre la nieve. Esto y los eideres con gelatina de serba. Y sólo una tarde lejos de Eli.

Fue a su habitación y metió en el bolso la ropa de entrenar y su cuchillo, porque no iba a volver a casa antes de encontrarse con Eli. Tenía un plan. Cuando estaba en el pasillo poniéndose la cazadora salió su madre de la cocina, limpiándose la harina de las manos en el delantal.

– ¿Y bien? ¿Qué ha dicho tu padre?

– Que tenía que ir el sábado.

– Sí. ¿Pero de lo otro?

– Ahora tengo que irme a entrenar.

– ¿No ha dicho nada?

– Sííí, pero tengo que irme ahora.

– ¿Adónde vas?

– A la piscina.

– ¿A qué piscina?

– A la que está al lado de la escuela. A la pequeña.

– ¿Qué vas a hacer allí?

– Entrenar. Vuelvo a las ocho y media. O a las nueve. Después voy a ver a Johan.

Su madre parecía desconsolada, no sabía qué hacer con las manos llenas de harina, se las metió en el bolsillo grande que tenía en medio del delantal.

– Bueno. Venga, vale. Ten cuidado. No te vayas a resbalar en los bordes de la piscina o algo así. ¿Has cogido el gorro?

– Sí, sí.

– Póntelo entonces. Cuando te hayas bañado, porque fuera hace frío, y cuando se lleva el pelo mojado…

Oskar dio un paso al frente, la besó ligeramente en la mejilla, dijo: «Adiós» y se fue. Cuando salió del portal miró de reojo hacia su ventana. Allí estaba su madre, aún con las manos en el bolsillo del delantal. Oskar le dijo adiós con la mano. Su madre alzó la suya lentamente y también le dijo adiós.

Oskar fue llorando la mitad del camino hasta el entrenamiento.


El grupo estaba reunido en las escaleras a la puerta de Gösta. Lacke, Virginia, Morgan, Larry, Karlsson. Ninguno se atrevía a llamar, puesto que eso otorgaba al que lo hiciera la responsabilidad de exponer el asunto que los había llevado allí. Ya fuera, en las escaleras, pudieron notar un leve barrunto de lo que era el olor característico de Gösta. Pis. Morgan dio un golpecito a Karlsson en un costado y le susurró algo que no pudo entender. Karlsson se levantó las orejeras que llevaba en lugar de gorro y preguntó:

– ¿Qué?

– Te he dicho que si no te podías quitar eso de una vez. Que pareces un idiota.

– Eso es lo que a ti te parece.

Se quitó de todos modos las orejeras, las guardó en el bolsillo del abrigo y dijo:

– Larry, tienes que ser tú. Tú eres el que lo ha visto.

Larry lanzó un suspiro y tocó el timbre. Se oyó un furioso griterío al otro lado de la puerta y luego un ruido sordo y suave como de algo que caía al suelo. Larry carraspeaba. No le gustaba esto. Se sentía como un policía con todo el grupo tras de sí, sólo faltaban las pistolas en alto. Se oyeron pasos lentos dentro del apartamento, después una voz:

– Mi pequeña, ¿qué te ha pasado?

La puerta se abrió. Una ola de olor a pis cayó sobre la cara de Larry y éste se quedó sin aliento. Gösta apareció en el umbral vestido con una vieja camisa, con su chaleco y su pajarita. Llevaba un gato con rayas de color naranja y blanco acurrucado en uno de sus brazos.

– ¿Sí?

– Hola Gösta, ¿qué tal?

Los ojos de Gösta vagaban errantes sobre el grupo que permanecía en las escaleras. Estaba bastante borracho.

– Bien.

– Bueno, pues hemos venido a verte porque… ¿sabes lo que ha pasado?

– No.

– Bueno, pues han encontrado a Jocke. Hoy.

– Ah. Eso. Sí.

– Y lo que pasa es… que…

Larry volvió la cabeza, buscando apoyo en su delegación. Lo único que encontró fue un gesto de ánimo de Morgan. Larry no era capaz de estar allí fuera como una especie de representante de la autoridad y presentar un ultimátum. Sólo había una manera, se mirara como se mirara. Preguntó:

– ¿Podemos entrar?

Se había esperado algún tipo de resistencia; Gösta apenas estaba acostumbrado a que aparecieran cinco personas, así de repente, a visitarlo. Pero asintió y dio dos pasos hacia atrás para permitirles la entrada.

Larry dudó un momento; el olor dentro del apartamento era totalmente increíble, era como una nube pegajosa en el aire. En su indecisión, Lacke alcanzó a entrar el primero y tras él entró Virginia. Lacke acarició detrás de las orejas al gato que Gösta llevaba en brazos.

– Bonito gato. ¿Cómo se llama?

– Es gata. Tisbe.

– Bonito nombre. ¿También tienes un Píramo?

– No.

Uno tras otro se deslizaron por la puerta, intentando respirar por la nariz.

Después de unos minutos todos habían abandonado el intento de mantener el tufo a raya, lo dejaron estar y se acostumbraron. Echaron a los gatos del sofá y de la butaca, trajeron un par de sillas de la cocina, aguardiente, tónicas de pomelo y vasos, y después de un rato de cháchara acerca de los gatos y del tiempo dijo Gösta:

– Así que han encontrado a Jocke.

Larry apuró lo que le quedaba de su cubata. Parecía más fácil con el calorcillo del alcohol en el estómago. Se sirvió otro, diciendo:

– Pues sí. Abajo, junto al hospital. Estaba congelado en el hielo.

– ¿En el hielo?

– Sí. Ha sido un puñetero circo el que se ha montado hoy ahí abajo. Yo había bajado para visitar a Herbert, no sé si tú le conoces, bueno… de todas formas, cuando he salido de allí aquello estaba lleno de maderos y ambulancias y después han llegado los bomberos.

– ¿Había fuego también?

– No, pero tuvieron que picar para sacarlo del hielo, claro. Bueno, entonces, claro está, yo no sabía que era él, pero luego, cuando lo llevaron hasta la playa, pues reconocí su ropa, porque la cara… pues estaba cubierta de hielo, ¿no?, así que no se podía… pero la ropa…

Gösta movió la mano en el aire como si estuviera acariciando a un perro grande e invisible.

– Espera un poco… se había ahogado, entonces… no entiendo…

Larry bebió un trago del cubata, se limpió la boca con la mano.

– No. Eso era lo que creía la pasma también. Al principio. Por lo que he podido comprender. La verdad es que estaban de brazos cruzados allí arriba, y los chicos de la ambulancia totalmente ocupados con un chaval que había allí con la cabeza sangrando, así que era…

Gösta acariciaba al perro invisible con mayor impaciencia, o intentaba apartarlo de él. Un poco de cubata se le cayó del vaso y acabó en la alfombra.

– No puede ser… yo ya no puedo… la cabeza sangrando…

Morgan dejó en el suelo el gato que tenía en las rodillas y se sacudió los pantalones.

– Eso no tiene nada que ver con esto. Tú sigue, Larry.

– Bueno, pues cuando lo subieron hasta la playa y comprendí que era él, entonces se vio que tenía una cuerda tal que así, ¿no? Atada. Y como una especie de piedras así. Entonces le entró una endemoniada prisa a la pasma. Empezaron a hablar por la radio y a acordonar con esas cintas y a echar a la gente y a actuar. Se mostraron interesados de cojones, de repente. Así que… bueno, a él le hundieron allí, así de sencillo.

Gösta se echó hacia atrás en el sofá, tenía la mano en los ojos. Virginia, que estaba sentada entre él y Lacke, le acarició la rodilla. Morgan, llenándose el vaso, dijo:

– La cosa es que han encontrado a Jocke, ¿no? ¿Quieres tónica? Aquí. Han encontrado a Jocke y ahora saben que fue asesinado. Y entonces las cosas se encuentran como si dijéramos en otra situación.

Karlsson carraspeó, adoptó un tono que imponía respeto:

– En el sistema judicial sueco hay algo que se denomina…

– Tú ahora te callas -le interrumpió Morgan-. ¿Se puede fumar aquí?

Gösta asintió débilmente. Mientras Morgan sacaba el tabaco y el encendedor, Lacke se echó hacia delante en el sofá de manera que pudo mirar a Gösta a los ojos.

– Gösta. Tú viste lo que pasó. Debería salir a la luz.

– ¿Salir a la luz? ¿Cómo?

– Sí, que vayas a la policía y cuentes lo que viste, así de sencillo.

– No… no. Nadie dijo nada.

Lacke suspiró, se echó medio vaso de aguardiente y un chorrito de tónica, le pegó un buen trago y cerró los ojos cuando la nube ardiente le llenó el estómago. No quería forzarle.

En el chino, Karlsson había mencionado algo acerca de la obligación de declarar como testigo, pero por mucho que Lacke quisiera que el que hubiera hecho aquello fuera detenido, no pensaba mandar a la policía a casa de un colega como si fuera un chivato cualquiera.

Un gato con manchas de color gris le empujó con la cabeza en la espinilla. Se lo puso en las rodillas, le acarició el lomo, ausente. ¿Qué más da? Jocke estaba muerto, ahora lo sabía con certeza. ¿Qué importancia tenía todo lo demás en realidad?

Morgan se levantó, se acercó a la ventana con el vaso en la mano.

– ¿Era aquí donde estabas cuando lo viste?

– … Sí.

Morgan asintió y bebió del cubata.

– Sí, ahora lo entiendo. Se ve perfectamente desde aquí. Joder, qué apartamento más chulo, de verdad. Buena vista. Bueno, quitando lo de… Buena vista.

Una lágrima cayó silenciosa por la mejilla de Lacke. Virginia le cogió la mano y se la acarició. Lacke pegó otro buen lingotazo para aplacar el dolor que le desagarraba el pecho.

Larry, que había estado un rato sentado mirando a los gatos que se movían dando vueltas sin sentido por la habitación, tamborileó el vaso con los dedos y dijo:

– ¿Y si uno sólo les diera una pista? ¿Sobre el sitio? A lo mejor pueden encontrar huellas dactilares o… lo que encuentren.

Karlsson sonrió.

– ¿Y de qué manera vamos a decirles cómo lo hemos sabido? ¿Que nosotros lo sabemos, sin más? Es de suponer que estarán muy interesados en conocer… de quién nos ha venido la información.

– Se puede llamar de forma anónima. Nada más para que se sepa.

Gösta balbuceaba algo en el sofá. Virginia acercó la cabeza.

– ¿Qué decías?

Gösta hablaba con muy, muy poca voz mirando su vaso.

– Perdonadme. Pero estoy demasiado asustado. No puedo.

Morgan se dio la vuelta desde la ventana, extendió la mano.

– Entonces ya está. No hay más que hablar -echó una mirada penetrante a Karlsson-. Ya se nos ocurrirá algo. Tendremos que solucionarlo de otra manera. Dibujando, llamando, cualquier cosa, joder. Ya se nos ocurrirá algo.

Se acercó a Gösta y le dio un golpecito en el pie.

– Vamos Gösta, anímate. Arreglaremos esto de todas formas. Tranquilo. ¿Gösta? ¿Estás oyendo lo que te digo? Nosotros lo vamos a arreglar. ¡Salud!

Morgan alzó su vaso, lo hizo tintinear con el de Gösta y dio un sorbo.

– Esto lo solucionamos nosotros. ¿No es así?


Se había separado de los otros al salir de la piscina y había emprendido el camino a casa cuando oyó su voz desde fuera de la escuela.

– Psst. ¡Oskar!

Bajó las escaleras y Eli salió de la sombra. Había estado allí esperando. Entonces seguramente habría oído cómo él se había despedido de los otros y ellos le habían contestado como si fuera una persona absolutamente normal.

El entrenamiento había ido bien. No era tan enclenque como creía, aguantaba más que otro par de chicos que ya habían ido varias veces. Su preocupación por que el maestro fuera a interrogarle por lo ocurrido en el hielo fue infundada. Sólo le había preguntado:

– ¿Quieres hablar de ello?

Y cuando Oskar negó con la cabeza fue suficiente.

La piscina era otro mundo, distinto de la escuela. El maestro era menos exigente y los otros chicos no se metían con él. Lo cierto era que Micke no se había presentado. ¿Tendría Micke miedo de él ahora? El pensamiento le daba vueltas.

Fue al encuentro de Eli.

– Hola.

– Buenas.

Sin decir nada al respecto, habían cambiado la fórmula de saludo. Eli llevaba puesta una camisa a cuadros demasiado grande para ella y parecía como… encogida de nuevo. La piel seca y la cara más delgada. Ayer por la tarde ya había visto Oskar los primeros cabellos blancos, y hoy tenía más.

Cuando estaba sana, a Oskar le parecía que era la chica más bonita que había visto. Pero ahora… no se podía ni comparar. Nadie tenía ese aspecto. Los enanos. Pero los enanos no eran tan delgados, no había ninguno así. Daba las gracias porque ella no hubiera aparecido cuando estaban los otros chicos.

– ¿Qué tal? -preguntó Oskar.

– Regular.

– ¿Vamos a hacer algo?

– Pues claro.

Fueron hacia casa, hacia el patio, el uno al lado del otro. Oskar tenía un plan. Iban a sellar un pacto. Si se asociaban, Eli se pondría bien. Una idea sacada de la magia, inspirada en los libros que leía. Porque la magia… la magia existe, claro que sí. Aunque sólo sea un poco. Los que negaban la magia eran aquellos a quienes les iba mal.

Entraron en el patio. Oskar rozó con la mano el hombro de Eli.

– ¿Vamos a mirar al cuarto de la basura?

– Vaaale.

Entraron por el portal de Eli y Oskar abrió la puerta del sótano.

– ¿No tienes llaves del sótano? -preguntó él.

– No lo creo.

El sótano estaba totalmente a oscuras. La puerta golpeó con fuerza tras ellos. Se quedaron quietos el uno al lado del otro, respirando. Oskar susurró:

– Eli, ¿sabes? Hoy… Jonny y Micke intentaron tirarme al agua. En un agujero en el hielo.

– ¡No! Tú…

– Espera. ¿Sabes lo que hice? Tenía una rama, una rama grande. Le di con ella a Jonny en la cabeza con tanta fuerza que sangró. Tuvo una conmoción cerebral, lo llevaron al hospital. Pero no me tiraron al agua. Yo… lo golpeé.

Se quedaron en silencio unos segundos. Luego Eli dijo:

– Oskar.

– ¿Sí?

– ¡Yupi!

Oskar se estiró hasta el interruptor de la luz, quería verle la cara. Encendió. Ella le miró directamente a los ojos y Oskar vio sus pupilas. Por unos instantes, antes de que se acostumbraran a la luz, eran como esos cristales con los que estaban trabajando en física, cómo se llamaban… elípticos.

Como los de los lagartos. No. Los de los gatos. Los gatos.

Eli parpadeó. Las pupilas estaban normales de nuevo.

– ¿Qué pasa?

– Nada. Ven…

Oskar fue hasta el cuarto de la basura y abrió la puerta. El saco estaba casi lleno, hacía tiempo que no lo vaciaban. Eli se apretó a su lado y rebuscaron en la basura. Oskar encontró una bolsa con botellas vacías cuyos cascos podían dar algo de dinero. Eli, una espada de juguete de plástico, la blandió en el aire y dijo:

– ¿Vamos a mirar en los otros?

– No, Tommy y los otros a lo mejor están allí.

– ¿Quiénes son?

– Ah, unos chicos mayores que tienen un cuarto en el que… se reúnen por las tardes.

– ¿Son muchos?

– No, tres. La mayoría de las veces sólo Tommy.

– Y son peligrosos.

Oskar se encogió de hombros.

– Entonces podríamos mirarlo.

Fueron juntos hasta la puerta de la escalera de Oskar, en el siguiente pasillo del sótano, por la puerta de Tommy. Cuando Oskar ya estaba con la llave en la mano, a punto de abrir la última puerta, dudó. ¿Y si estaban allí? ¿Si veían a Eli? Si… ocurría algo que él no fuera capaz de manejar. Eli blandía la espada de plástico delante de ella.

– ¿Qué pasa?

– Nada.

Abrió. Nada más entrar en el pasillo oyeron la música que venía del trastero del sótano. Volviéndose, susurró:

– ¡Están aquí! Vámonos. Eli se detuvo, olfateó.

– ¿A qué huele?

Oskar comprobó que no se movía nadie al fondo del pasillo, olisqueó. No notó nada aparte de los olores normales del sótano. Eli dijo:

– A pintura. A pegamento.

Oskar olió de nuevo. Él no notaba nada, pero sabía de qué se trataba. Cuando se volvió hacia Eli para llevársela fuera de allí vio que ella estaba haciendo algo en la cerradura de la puerta.

– Venga, vámonos. ¿Qué haces?

– Yo sólo…

Mientras Oskar abría la puerta del siguiente pasillo del sótano, el camino de retirada, la puerta se cerró tras ellos. No sonó como de costumbre. No hizo clic. Sólo un suave sonido metálico. En el camino de vuelta hasta su sótano Oskar le contó a Eli lo de que esnifaban pegamento; y lo chiflados que se podían volver cuando esnifaban.

En su propio sótano se volvió a sentir seguro. Se puso de rodillas y empezó a contar las botellas vacías que había en la bolsa de plástico. Catorce cascos de cerveza y uno de alcohol que no se podía devolver.

Cuando alzó la vista para contarle a Eli el resultado, la muchacha estaba delante de él con la espada de plástico en alto a punto de golpear. Acostumbrado como estaba a golpes fortuitos se sobresaltó un poco, pero Eli farfulló algo y después bajó la espada hasta el hombro de Oskar, diciendo con la voz más profunda que fue capaz de poner:

– Con esto te nombro, vencedor de Jonny, caballero de Blackeberg y de todos los territorios limítrofes como Vällingby… mmm…

– Råcksta.

– Råcksta.

– ¿Ängby, quizá?

– Ängby quizá.

Eli le iba dando un golpe suave en el hombro con la espada por cada nuevo sitio. Oskar sacó su cuchillo del bolso y, manteniéndolo en alto, se proclamó Caballero de Ängby Quizá. Quería que Eli fuera la Bella Dama a la que él pudiera salvar del Dragón.

Pero Eli era un monstruo terrible que devoraba bellas vírgenes para el almuerzo, y era ella contra quien tenía que combatir. Oskar dejó el cuchillo en la funda mientras luchaban, gritaban y corrían entre los pasillos. En medio del juego sonó una llave en la cerradura de la puerta del sótano.

Se escondieron rápidamente en una despensa donde apenas tenían espacio para sentarse cadera con cadera, respirando profunda y silenciosamente. Se oyó una voz de hombre.

– ¿Qué estáis haciendo aquí abajo?

Oskar estaba sentado muy pegado a Eli. El pecho le borboteaba. El hombre dio unos pasos ya dentro del sótano.

Oskar y Eli contuvieron la respiración cuando el hombre se paró a escuchar. Luego dijo:

– Demonio de chicos -y se fue de allí. Se quedaron en la despensa hasta que estuvieron seguros de que el hombre había desaparecido, luego salieron arrastrándose y, apoyados en la pared de madera, echaron unas risitas. Tras un rato, Eli se tumbó en el suelo de cemento todo lo larga que era y se quedó mirando al techo. Oskar le dio en el pie.

– ¿Estás cansada?

– Sí. Cansada.

Oskar sacó el cuchillo de la funda, lo miró. Era pesado, bonito. Pasó el dedo con cuidado por la punta del filo, lo retiró. Un pequeño punto rojo. Lo hizo de nuevo, más fuerte. Cuando apartó el cuchillo apareció una perla de sangre. Pero no era así como había que hacerlo.

– ¿Eli? ¿Quieres hacer una cosa?

Ella seguía aún mirando al techo.

– ¿El qué?

– ¿Quieres… firmar un pacto conmigo?

– Sí.

Si ella hubiera preguntado que cómo, tal vez le hubiera explicado lo que había pensado hacer antes de hacerlo. Pero ella sólo dijo que sí. Que participaba, fuera lo que fuese. Oskar tragó fuerte, cogió la hoja del cuchillo con el filo contra la palma y, cerrando los ojos, lo deslizó por su mano. Un dolor punzante, intenso. Jadeó.

¿Lo he hecho?

Abrió los ojos, abrió la mano. Sí. Se podía ver una fina hendidura en la palma, la sangre manaba despacio; no, como él pensaba, en una estrecha línea, sino como una cinta de perlas que, mientras las miraba fascinado, se unieron en una línea más gruesa y más desigual.

Eli levantó la cabeza.

– ¿Qué haces?

Oskar tenía aún su mano delante de la cara y mirándosela fijamente dijo:

– Esto es muy sencillo. Eli, no era nada…

Puso su mano sangrante delante de ella. Sus ojos se agrandaron. Eli meneó con fuerza la cabeza mientras se echaba para atrás, alejándose.

– No, Oskar…

– ¿Qué te pasa?

– Oskar, no.

– No duele casi nada.

Eli dejó de echarse para atrás, clavando la vista en la palma de Oskar mientras seguía negando con la cabeza. Éste sujetaba con la otra mano la hoja del cuchillo, se lo tendió con el mango por delante.

– Tú sólo tienes que pincharte en el dedo o así. Y luego lo mezclamos. Así sellaremos el pacto.

Eli no tomó el cuchillo. Oskar lo dejó en el suelo entre ellos para poder recoger con la mano buena una gota de sangre que caía de la herida.

– Venga, vamos. ¿No quieres?

– Oskar… no puede ser. Te contagiaría, tú…

– No se nota nada, esto…

Un fantasma se adueñó de la cara de Eli, transformándola en algo tan diferente de la chica que él conocía que se olvidó de la gota de sangre que caía de su mano. Parecía como si ahora ella fuera el monstruo que había fingido ser cuando jugaban, y Oskar se echó para atrás al tiempo que el dolor de su mano aumentaba.

– Eli, qué…

Ella se levantó, puso las piernas debajo del cuerpo, estaba a cuatro patas mirando fijamente la mano que sangraba, gateó un paso hacia él. Se detuvo, apretó los dientes y chilló:

– ¡Vete de aquí!

A Oskar se le saltaron las lágrimas de miedo.

– Eli, termina. Deja de jugar. Déjalo.

Eli avanzó otro poco a cuatro patas, se paró de nuevo. Obligó a su cuerpo a bloquearse y, con la cabeza agachada, gritó:

– ¡Vete! Si no, morirás.

Oskar se levantó, reculó un par de pasos. Sus pies tropezaron con la bolsa de las botellas vacías de manera que éstas cayeron estrepitosamente. Se apretó contra la pared mientras Eli gateaba hasta la pequeña mancha de sangre que había goteado de su mano.

Cayó otra botella más, rompiéndose contra el cemento, mientras Oskar permanecía arrimado contra la pared y sin quitarle ojo a Eli, que sacaba la lengua y lamía el sucio suelo de cemento en el sitio donde su sangre había caído.

Una botella tintineó débilmente y luego se paró. Eli lamía y lamía el suelo. Cuando alzó la cabeza, tenía una mancha gris de suciedad en la punta de la nariz.

– Vete… por favor… vete…

Después, el fantasma se posó de nuevo en su cara, pero antes de que se adueñara totalmente de ella se levantó y echó a correr a lo largo del pasillo del sótano, abrió la puerta de su portal y desapareció.

Oskar se quedó allí con la mano herida bien apretada. La sangre empezaba a manar por entre los dedos. Abrió la mano y miró la herida. Era más profunda de lo que él había planeado, pero no era peligroso, creía. La sangre empezaba ya a coagularse.

Miró la mancha ahora pálida del suelo. Luego probó a lamer un poco de sangre de la palma de su mano, escupió.


Iluminación nocturna.

Mañana por la mañana le iban a operar la boca y el cuello. Quizá esperaban que saliera algo. Conservaba la lengua, podía moverla dentro de la cavidad cerrada de la boca, chascar la mandíbula superior con ella. A lo mejor iba a poder hablar de nuevo, a pesar de que los labios habían desaparecido. Pero no pensaba hablar.

Una mujer, él no sabía si era policía o enfermera, estaba sentada en el rincón a unos metros de él leyendo un libro, vigilándolo.

¿Ponen tantos recursos cuando se trata de una persona normal-y-corriente que considera su vida acabada?

Había comprendido que era valioso, que esperaban mucho de él. Probablemente estarían en ese momento sentados rebuscando en viejos archivos casos que esperaban poder solucionar con él como autor de esos delitos. Había venido un policía por la mañana a tomarle las huellas dactilares. No había opuesto resistencia. No tenía importancia.

Posiblemente, las huellas dactilares podrían relacionarlo con las muertes tanto en Växjö como en Norrköping. Había estado intentando recordar cómo se las había arreglado, si había dejado huellas dactilares o de otro tipo. Probablemente sí.

Lo único que le inquietaba era que a través de todo aquello las personas consiguieran dar con Eli.

Las personas…


Le habían dejado notas en el buzón, lo habían amenazado.

Alguien que trabajaba en Correos y vivía en esa urbanización había soplado a los otros vecinos qué tipo de correo y qué tipo de películas recibía.

Pasaron unos meses antes de que fuera despedido de su trabajo en la escuela. No podían tener a alguien así entre los niños. Se había ido voluntariamente, pese a que probablemente podía haber llevado el asunto al sindicato.

No había hecho absolutamente nada en la escuela, tan tonto no era.

La campaña contra él cobró luego mayor intensidad y, al final, una noche alguien había lanzado una bomba incendiaria por la ventana de su cuarto de estar. Salió corriendo al jardín en calzoncillos y se quedó parado, mirando, mientras su vida se quemaba.

La investigación del caso se alargó tanto que no pudo cobrar nada de la empresa aseguradora. Con sus escasos ahorros había tomado el tren y alquilado una habitación en Växjö. Allí había empezado a cavarse su propia tumba.

Bebía hasta tal extremo que se emborrachaba con lo que pillara. Alcohol de uso cosmético, alcohol de quemar. Robaba polvos para fabricar vino al instante y levadura en las tiendas de pintura, se lo bebía todo antes de que hubiera siquiera fermentado.

Estaba fuera de casa todo lo que podía, de alguna manera quería que «las personas» lo vieran morir, día a día.

En mitad de la borrachera se volvió algo imprudente, metía mano a los chicos jóvenes, le pegaban, acababa en la comisaría. Pasó tres días en prisión preventiva y vomitó hasta los bofes. Lo soltaron. Continuó bebiendo.

Una tarde, cuando Håkan estaba sentado en un banco a la entrada de un parque de juegos, con una botella de vino fermentado a medias en una bolsa de plástico, llegó Eli y se sentó a su lado. En mitad de la borrachera, Håkan había puesto casi al momento la mano en los muslos de Eli. La muchacha había consentido que la mano siguiera allí, había cogido la cabeza de Håkan entre sus manos, la había vuelto hacia ella y le había dicho:

– Tú vas a estar conmigo.

Håkan farfulló algo acerca de que no tenía dinero para tanta belleza en aquel momento, pero que cuando la situación económica se lo permitiera…

Eli le había retirado la mano de su muslo, se había agachado y había cogido su botella de vino; la había tirado diciendo:

– Tú no entiendes. Escucha: vas a dejar de beber ya. Vas a estar conmigo. Me vas a ayudar. Te necesito. Y yo te voy a ayudar a ti.

Después Eli le había dado la mano, que Håkan tomó, y se habían ido juntos.

Dejó de beber y entró al servicio de Eli.

Ésta le dio dinero para comprarse ropa y para alquilar otro piso. Él lo hizo todo sin pararse a pensar si Eli era «mala» o «buena» o cualquier otra cosa. Era guapa, y le había devuelto su dignidad. Y en momentos excepcionales le había dado… ternura.


Oía cómo la vigilante volvía las hojas del libro que estaba leyendo. Probablemente alguna novela de kiosco. En La República de Platón «los guardianes» tenían que ser los más sabios de entre la gente. Pero esto era Suecia en 1981 y aquí leerían probablemente a Jan Guillou.

El hombre del agua, el hombre al que había hundido en el agua. Una torpeza, claro. Tenía que haber actuado como Eli le había dicho y haberlo enterrado. Pero nada en ese hombre podía llevarles tras la pista de Eli. Las marcas del mordisco en el cuello les parecerían extrañas, pero querrían pensar que se había desangrado en el agua. Las ropas del hombre estaban…

¡El jersey!

El jersey de Eli que Håkan había encontrado sobre el cuerpo del hombre cuando llegó para hacerse cargo de él. Debía habérselo llevado a casa, haberlo quemado, cualquier otra cosa.

En vez de eso lo había metido en la manga de la cazadora del hombre.

¿Cómo lo interpretarían? Un jersey de niño manchado de sangre. ¿Cabía la posibilidad de que alguien hubiera visto a Eli con ese jersey? ¿De que alguien pudiera reconocerlo? ¿Si lo mostraban en el periódico, por ejemplo? Alguien a quien Eli hubiera encontrado antes, alguien que…

Oskar. El chico del patio.

El cuerpo de Håkan se revolvió inquieto en la cama. La vigilante dejó el libro, lo miró.

– Nada de tonterías ahora.


Eli cruzó la calle Björnsonsgatan, siguió por el patio entre los edificios de nueve alturas, dos faros monolíticos sobre los agazapados edificios de tres alturas que había alrededor. No había nadie en el patio, pero salía luz de las ventanas de la sala de gimnasia; Eli trepó por la escalera de incendios y miró hacia dentro.

Tableteaba la música que salía de un pequeño magnetófono. Y al ritmo de la música un grupo de mujeres de mediana edad saltaba torpemente, dando vueltas de tal manera que el suelo de madera retumbaba. Eli se acurrucó en los peldaños metálicos de la escalera, puso la barbilla sobre las rodillas contemplando la escena.

Algunas mujeres tenían sobrepeso y sus abundantes pechos botaban bajo los jerséys como si fueran alegres pelotas de jugar a los bolos. Las mujeres saltaban y botaban, levantando tanto las rodillas que la carne temblaba en los pantalones demasiado estrechos. Se movían en círculo, daban palmadas, volvían a saltar. Todo mientras la música seguía machacando. Sangre caliente y llena de oxígeno fluía a través de sus músculos sedientos.

Pero eran demasiadas.

Eli saltó de la escalera de incendios, aterrizó suavemente sobre el suelo helado, siguió dando la vuelta al polideportivo y se paró fuera del edificio de la piscina.

Las grandes ventanas de cristales esmerilados reflejaban rectángulos de luz sobre la capa de nieve. En cada ventana grande había otra más pequeña, alargada, de cristal normal. Eli saltó y se colgó con las manos del borde del tejado, miró hacia dentro. Todo el recinto estaba vacío. La superficie de la piscina brillaba a la luz de los tubos fluorescentes. Había algunas pelotas flotando en el agua.

Bañarse. Chapotear. Jugar.

Eli se balanceaba de un lado a otro, como un péndulo oscuro. Mirando las pelotas, viéndolas volar lanzadas por los aires, risas y gritos y el agua salpicando. Soltó las manos del borde del tejado, cayó y, conscientemente, se dejó aterrizar tan fuerte que se hizo daño; siguió por el patio de la escuela, se paró debajo de un árbol al lado del camino. Oscuro. No había nadie. Miró hacia la copa del árbol, a lo largo de los cinco, seis metros de tronco liso. Se quitó los zapatos. Se imaginó otras manos, otros pies.

Ya apenas le dolía, sentía sólo como un cosquilleo, una descarga eléctrica a través de los dedos de las manos y de los pies cuando se afilaban, se transformaban. Le crujían los huesos de los dedos cuando se estiraban, atravesando la piel ablandada de las puntas, transformándose en largas y curvadas garras. Lo mismo sucedía con los dedos de los pies.

Eli saltó un par de metros hacia arriba, hasta el tronco del árbol, clavó las garras y siguió trepando hasta una rama gruesa que colgaba sobre el camino. Enroscó las garras de los pies alrededor de la rama y se quedó quieta, sentada.

Sintió la dentera en la raíz de los dientes cuando los imaginó afilados. Las coronas se arquearon hacia fuera, una lima invisible los pulía, se volvieron puntiagudos. Eli se mordió con cuidado el labio inferior, una hilera de agujas en forma de media luna que a punto estuvieron de pincharle la piel.

Sólo tenía que esperar.


El reloj marcaba las diez y la temperatura dentro de la habitación se acercaba a lo insoportable. Habían caído dos botellas de aguardiente, había sacado otra y todos estuvieron de acuerdo en que Gösta se había portado de puta madre, que aquello no lo habría hecho porque sí.

Sólo Virginia había bebido con moderación, ya que tenía que levantarse para ir a trabajar al día siguiente. También parecía que era la única que notaba el olor del cuarto. Al aire, que ya apestaba a pis de gato y a falta de ventilación, se añadía ahora el humo del tabaco, los vahos del alcohol y el sudor de seis cuerpos.

Lacke y Gösta estaban todavía sentados uno a cada lado de ella en el sofá, ya casi fuera de juego. Gösta acariciaba al gato que tenía en las rodillas, un gato que bizqueaba, lo que hizo que Morgan rompiera a reírse a carcajadas con tal vehemencia que se golpeó la cabeza contra la mesa y tuvo que tomar un trago de alcohol puro para acallar el dolor.

Lacke no habló mucho. No hacía más que estar sentado, mirando fijamente al frente mientras los ojos se le iban cubriendo primero de vaho, luego de neblina, después de niebla espesa. Sus labios se movían de vez en cuando sin emitir ningún sonido, como si conversara con un fantasma.

Virginia se levantó y fue hasta la ventana.

– ¿Puedo abrir?

Gösta negó con la cabeza.

– Los gatos… pueden… saltar fuera.

– Yo estaré aquí para vigilarlos.

Gösta seguía negando con la cabeza por pura inercia y Virginia abrió la ventana. ¡Aire! Tomó con avidez un par de bocanadas de aire no contaminado y se sintió mejor al instante. Lacke, que se había ido cayendo de lado en el sofá cuando le faltó el apoyo de Virginia, se enderezó y dijo en voz alta:

– ¡Un amigo! ¡Un amigo… de verdad!

Murmullo aprobatorio en el cuarto. Todos comprendieron que se refería a Jocke. Larry, mirando fijamente el vaso vacío que sujetaba en la mano, continuó:

– Tienes un amigo… que nunca te falla. Y eso es lo que más vale. ¿Me estáis escuchando? ¡Lo que más! Y que sepáis que Jocke y yo éramos… eso.

Apretó el puño con fuerza agitándolo delante de la cara.

– Y eso no puede sustituirlo nada. ¡Nada! Vosotros no estáis más que aquí susurrando que «qué tío más majo» y así, pero es que vosotros… vosotros estáis vacíos. ¡Como cáscaras! Yo ya no tengo a nadie ahora que Jocke… ha muerto. Nadie. Así que no me habléis de pérdida, no me habléis de…

Virginia estaba al lado de la ventana oyéndole. Se acercó a Lacke como para recordarle su existencia. Se sentó en cuclillas a sus pies, intentó atraer su mirada, dijo:

– Lacke…

– ¡No! ¡No vengáis ahora… «Lacke, Lacke»… esto es así y se acabó! Pero tú no lo entiendes. Tú eres… fría. Te vas a la ciudad y eliges algún camionero o lo que sea, te lo traes a casa y le dejas que te joda cuando ya no aguantas más. Eso es lo que tú haces. La puta caravana de camioneros que te habrás tirado. Pero un amigo… un amigo…

Virginia se levantó con lágrimas en los ojos, le dio una bofetada a Lacke y se fue del piso. Lacke se cayó en el sofá golpeándole el hombro a Gösta. Gösta murmuró:

– La ventana, la ventana… Morgan la cerró, dijo:

– Vaya, Lacke. Bien hecho. No volverás a verla más, seguro. Lacke se levantó, con las piernas que apenas lo sostenían avanzó hasta Morgan, que estaba de pie mirando por la ventana:

– Joder, no quería decir…

– No, no. Mejor se lo dices a ella.

Morgan señaló hacia abajo, hacia la calle, donde Virginia acababa de salir del portal y se dirigía con paso rápido y la mirada gacha hacia abajo, hacia el parque. Lacke oyó lo que había dicho. Sus últimas palabras permanecían como un eco dentro de su cabeza. ¿He dicho eso yo? Dio la vuelta y se apresuró hacia la puerta.

– Sólo tengo que…

Morgan asintió.

– No te entretengas. Salúdala de mi parte.

Lacke bajó corriendo las escaleras tan rápido como sus piernas temblorosas podían. Las escaleras moteadas eran como una película ante sus ojos y la barandilla se deslizaba tan deprisa que le escocía la mano por el calor de la rozadura. Tropezó en uno de los descansillos, se cayó y se dio un buen golpe en el codo. El brazo se le calentó y se le quedó como paralizado. Se levantó y siguió dando traspiés escalera abajo. Acudía en auxilio para salvar una vida: la suya.


Virginia pasó los edificios altos, iba parque abajo, sin mirar atrás.

Lloraba con hipo, casi corriendo como para dejar atrás las lágrimas. Pero la seguían, le arrasaban los ojos y caían como goterones por las mejillas. Los tacones se clavaban en la nieve, sonaban contra el pavimento de asfalto del camino del parque. Llevaba los brazos cruzados, abrazándose.

No se veía a nadie, así que dio rienda suelta al llanto mientras avanzaba hacia casa, apretándose el estómago con las manos; le dolía allí dentro como si tuviera un feto maligno.

Ábrete a una persona y te hará daño.

No le faltaban motivos para que sus relaciones fueran cortas. No se abría. De hacerlo, había muchas más posibilidades de que la dañaran. Debía consolarse. Se puede vivir con angustia mientras ésta tenga sólo que ver con una misma, mientras no haya esperanza.

Sin embargo había confiado en Lacke. En que algo podría crecer poco a poco. Y al final, un día… ¿Qué? Se aprovechaba de su comida y de su calor, pero en realidad no significaba nada para él.

Caminó encogida a lo largo del camino del parque, cobijando su pena. Iba con la espalda encorvada y era como si tuviera allí un demonio que le fuera susurrando cosas terribles al oído.

Nunca más. Nada.

Justo cuando empezaba a imaginarse qué aspecto tendría ese demonio, cayó sobre ella.

Un peso grande se posó en su espalda y cayó de lado sin tiempo de poner las manos. Su mejilla chocó contra la nieve y las lágrimas se convirtieron en hielo. El peso seguía allí.

Por un momento creyó que se trataba realmente del demonio de la pena que había tomado forma y caído sobre ella. Luego llegó el dolor del desgarro en el cuello cuando unos dientes afilados se le clavaban en la piel. Consiguió ponerse en pie de nuevo, dando vueltas, intentando quitarse de encima aquello que tenía en la espalda.

Había algo que le mordía la nuca, el cuello, un chorro de sangre se escurría entre sus pechos. Gritó como una loca e intentó quitarse aquel animal de la espalda a empujones, continuó gritando mientras volvió a caer en la nieve.

Hasta que algo duro le tapó la boca. Una mano.

En la mejilla, una garra que se clavaba más y más en la carne blanda… hasta llegar al hueso del pómulo.

Los dientes dejaron de triturar y oyó un sonido como cuando se sorbe con una paja lo último del vaso. Le cayó un líquido en los ojos y no supo si eran lágrimas o sangre.


Cuando Lacke salió del edificio alto, Virginia no era más que una figura oscura que se movía a lo lejos en el camino del parque, en dirección a la calle Arvid Mörnes. Le oprimía el pecho tras la carrera por las escaleras y el dolor del codo se extendía hasta el hombro. Pese a todo, iba corriendo. Corría cuanto podía. Se le empezó a despejar la cabeza con el aire fresco, y el miedo a perderla lo impulsaba.

Al llegar al recodo donde el «camino de Jocke», como él había empezado a llamarlo, se encontraba con «el camino de Virginia» se paró y logró tomar aire para llamarla. Ella iba por el camino sólo a unos cincuenta metros de él, bajo los árboles.

Justo cuando iba a gritar vio cómo del árbol caía una sombra sobre Virginia, se posaba en ella y la hacía caer al suelo. El grito se quedó en silbido y echó a correr hacia allí. Quería gritar, pero no tenía aire suficiente como para correr y gritar al tiempo.

Corrió.

Delante de él Virginia se levantaba con un gran fardo en la espalda, girando como si tuviera una joroba enloquecida, y volvió a caer.

No tenía ningún plan, ninguna idea. Sólo ésta: llegar hasta Virginia y quitarle aquello de la espalda. Estaba tendida en la nieve al lado del camino con esa masa negra agitándose sobre ella.

Llegó y empleó las fuerzas que le quedaban en dar una patada directamente al bulto negro. Su pie chocó con algo duro y oyó un crujido como cuando el hielo se rompe. El bulto negro cayó de la espalda de Virginia, aterrizó a su lado.

Virginia no se movía, había manchas oscuras en la nieve. El bulto negro se levantó.

Un niño.

Lacke se quedó mirando el más dulce de los rostros infantiles enmarcado por una orla de cabellos negros. Un par de ojos grandes, negros, se cruzaron con los de Lacke.

El niño se puso a cuatro patas como un felino, dispuesto a atacar. Su cara se transformó cuando abrió los labios y Lacke pudo ver la hilera de dientes afilados brillando en la oscuridad.

Hubo un par de respiraciones jadeantes. El niño seguía a cuatro patas y Lacke pudo observar entonces que sus pies eran garras, nítidamente perfiladas contra la nieve.

Entonces una mueca de dolor cruzó la cara del pequeño, se puso de pie y echó a correr en dirección a la escuela con pasos largos y rápidos. Unos segundos después se deslizó en las sombras y desapareció.

Lacke se quedó allí parpadeando para evitar que el sudor le entrara en los ojos. Luego se tiró al suelo al lado de Virginia. Vio la herida. Toda la parte posterior de la cabeza estaba rajada, hilillos negros que subían hasta la raíz del pelo y caían por la espalda. Se quitó la cazadora, se quitó el jersey que llevaba debajo, lo arrebujó como una pelota y lo apretó contra la herida.

– ¡Virginia! ¡Virginia! Querida, amada…

Por fin pudo soltar aquellas palabras.

Sábado 7 de noviembre

De viaje a casa de su padre. Cada recodo del camino le resultaba conocido; había hecho aquel trayecto… ¿cuántas veces? Solo, tal vez diez o doce, pero con su madre otras treinta, por lo menos. Sus padres se habían separado cuando tenía cuatro años, pero Oskar y ella habían seguido yendo allí los fines de semana y durante las vacaciones.

Los últimos tres años le habían dejado viajar solo en el autobús. Esta vez su madre ni siquiera lo había acompañado hasta la Escuela Técnica Superior, desde donde salían los autobuses. Ya era un chico mayor, con su propia tarjeta prepago para el metro en la cartera.

En realidad tenía la cartera sólo para llevar la tarjeta, pero ahora, además, guardaba allí veinte coronas para golosinas y cosas así, y las notas de Eli.

Oskar se tocó la venda de la mano. No quería volver a verla. Era repulsiva. Lo que había ocurrido en el sótano había sido como si… Ella mostrara su verdadero rostro.

… había algo en ella, algo que era… Lo Terrible. Todo aquello de lo que uno debe cuidarse. Grandes alturas, fuego, cristales en la hierba, serpientes. Todo aquello de lo que su madre se esforzaba tanto en protegerlo.

Quizá fuera por eso por lo que no había querido que Eli y su madre se conocieran. Su madre se habría dado cuenta de inmediato, le habría prohibido acercarse a ello. A Eli.

El autobús salió de la autopista, torció hacia abajo, hacia Spillersboda. Aquél era el único que iba hacia Rådmanså, por eso tenía que ir dando rodeos para pasar por tantos pueblos como fuera posible. El vehículo atravesó un paisaje montañoso con pilas de tablas amontonadas en el Aserradero de Spillersboda, hizo un giro brusco y a punto estuvo de deslizarse cuesta abajo contra el muelle.

No se había quedado a esperar a Eli el viernes por la tarde.

En lugar de eso, cogió su trineo y fue a deslizarse solo por la Cuesta del Fantasma. Su madre se enfadó con él porque se había quedado en casa todo el día, sin ir a la escuela, resfriado, pero Oskar le dijo que ya se encontraba mejor.

Fue hacia el Parque Chino con el trineo a la espalda. La Cuesta del Fantasma empezaba cien metros más allá de la última farola del parque, cien metros de oscuro bosque. La nieve crujía bajo sus pies. El absorbente susurro del bosque, como un aliento. La luz de la luna se filtraba hasta el suelo y entre los árboles parecía un entramado de sombras en el que hubiera figuras sin rostro esperando, moviéndose hacia delante y hacia atrás.

Alcanzó el punto donde el camino empezaba a descender abruptamente hacia la Ensenada del Molino, se sentó en el trineo. La Casa del Fantasma era una pared negra al lado de la cuesta, una prohibición: No puedes estar aquí cuando es de noche. Éste es nuestro sitio ahora. Si quieres jugar aquí, tienes que jugar con nosotros.

Al final de la cuesta brillaban algunas luces del club náutico de la Ensenada de Kvarnviken. Oskar se desplazó unos centímetros más hacia delante, el desnivel hizo el resto y el trineo empezó a deslizarse. Agarraba el volante con fuerza, quería cerrar los ojos pero no se atrevía, porque entonces podía salirse de la pista, caer por el abrupto precipicio contra la Casa del Fantasma.

Corría cuesta abajo, un proyectil de nervios y músculos tensos. Más y más rápido. De la Casa del Fantasma salían brazos deformados que, cubiertos de nieve en polvo, le tiraban del gorro, le rozaban las mejillas.

Puede que no fuera más que una ráfaga de viento, pero en la parte baja de la cuesta se topó con una maraña transparente y viscosa que estaba atravesada y bien tensada en medio de la pista, como tratando de detenerlo. Pero iba demasiado rápido.

El trineo atravesó la maraña, que se quedó pegada a la cara y al cuerpo de Oskar, luego dio de sí, se estiró hasta romperse y cruzó a través de ella.

En la ensenada de Kvarnviken brillaban las luces. Sentado en su trineo miraba el lugar donde el día antes por la mañana había derribado a Jonny. Se volvió. La Casa del Fantasma era una fea gualdrapa de chapa.

Tirando del trineo subió de nuevo la cuesta. Se lanzó. Arriba de nuevo. Abajo. No podía dejarlo. Y siguió tirándose. Se estuvo deslizando hasta que su cara se convirtió en una máscara de hielo.

Luego se fue a casa.

No había dormido más de cuatro o cinco horas aquella noche, tenía miedo de que llegara Eli por lo que se vería obligado a decir, a hacer, si ella se presentaba: rechazarla. Por eso se había quedado dormido en el autobús hacia Norrtälje y no se había despertado hasta que llegaron. En el autobús de Rådmansö se mantuvo despierto, jugando al juego de recordar todo lo que pudiera a lo largo del recorrido.

Ahí delante tiene que aparecer enseguida una casa pintada de amarillo con un molino de viento en el césped.

Una casa pintada de amarillo con un molino de viento nevado pasó por la ventana. Y así. En Spillersboda se subió una chica al autobús. Oskar se agarró al asiento de delante. Se parecía un poco a Eli, pero por supuesto no era ella. La chica se sentó un par de asientos delante de Oskar. Él se quedó mirándole la nuca.

¿Qué es lo que le pasa?

Aquel pensamiento ya se le había ocurrido a Oskar abajo, en el sótano, cuando estuvo recogiendo las botellas y se secó la sangre de la mano con un trozo de tela del cuarto de la basura, que Eli era una vampira. Eso explicaba un montón de cosas.

Que nunca saliera de día.

Que pudiera ver en la oscuridad, cosa que él sabía de sobra que podía hacer.

Además de un montón de cosas: la manera de hablar, el cubo, la agilidad, cosas que sin duda podían tener una explicación natural… pero es que, además, estaba la forma en que había chupado su sangre del suelo, y lo que realmente le congelaba las entrañas cuando pensaba en ello:

¿Puedo entrar? Dime que puedo entrar.

Que necesitara una invitación para poder entrar en su habitación, en su cama. Y él la había invitado. Una vampira. Un ser que vivía de la sangre de los demás. Eli. No había ni una sola persona a quien pudiera contárselo. Nadie le creería. Y si alguien, pese a todo, le creyera, ¿qué pasaría?

Oskar vio ante sí una multitud de hombres que cruzaban el arco de entrada a Blackeberg, donde él y Eli se habían abrazado, con estacas afiladas en las manos. Entonces sintió miedo por Eli, no quería volver a verla, pero aquello no quería que ocurriera.

Tres cuartos de hora después de que se subiera al autobús en Norrtälje llegó a Södersvik. Tiró de la cuerda y la campanilla sonó delante, al lado del conductor. El autobús se paró justo ante la tienda y Oskar tuvo que esperar a que bajara primero una señora mayor a la que conocía pero de la que ignoraba su nombre.

Su padre estaba al pie de la escalera, asintió con la cabeza y dijo: «Hum» a la señora mayor. Oskar bajó del autobús, se quedó un momento parado delante de su padre. La última semana habían sucedido cosas que le hacían sentirse mayor. No adulto, pero sí más mayor. Eso se le vino abajo cuando estuvo ante su padre.

Su madre aseguraba que su padre era infantil de una forma equivocada. Inmaduro, incapaz de asumir responsabilidades. Bueno, ella decía también cosas buenas de él, pero aquello era un escollo constante. La inmadurez.

Para Oskar, su padre allí, extendiendo los brazos, era la imagen del adulto. Y Oskar cayó en esos brazos.

Su padre olía diferente a todas las demás personas de la ciudad. En su viejo chaleco Helly Hansen remendado con cinta de velero había siempre la misma mezcla de madera, pintura, metal y, sobre todo, aceite. Ésos eran sus olores, pero Oskar no pensaba en ello de aquella manera. Era sencillamente «el olor de su padre». Le gustaba aquel olor y aspiró profundamente por la nariz mientras hundía la cara en el pecho de su padre.

– Sí, hola.

– Hola, papá.

– ¿Ha ido bien el viaje?

– No, hemos chocado con un alce.

– ¡Huy! No me digas.

– Sólo es una broma.

– Ya, ya. Bueno. Pero yo me acuerdo de que una vez…

Mientras iban hacia la tienda su padre empezó a contar la historia de cómo una vez atropelló a un alce con un camión. Oskar, que ya había oído la historia antes, asentía de vez en cuando mirando a su alrededor.

La tienda de Södervik tenía el mismo aspecto sucio de siempre. Los rótulos y banderines que se habían quedado allí a la espera del próximo verano hacían que todo el lugar se asemejara a un puesto de helados desmesurado. La gran carpa detrás de la tienda, donde vendían herramientas para el jardín, muebles para exteriores y cosas por el estilo, tenía el acceso cerrado con unas cuerdas porque ya no era temporada.

En verano, la población de Södervik se multiplicaba por cuatro. Toda la zona alrededor de la ensenada de Norrtälje, la isla de Lågarö, era un hormiguero de casitas de verano y segundas residencias, y aunque los buzones abajo, hacia la isla de Lågarö, colgaban en hileras dobles de treinta casilleros en cada una, el cartero no tenía que ir casi nunca allí en esta época del año. No había nadie, no había correo.

Justo cuando llegaron hasta la moto, su padre terminó de contar la historia del alce.

– … así que tuve que darle un golpe con una palanqueta que tenía para abrir cajones y esas cosas. Justo entre los ojos. Él se tambaleó así y… bueno. No, no fue tan agradable.

– No. Claro.

Oskar se montó sobre el portaequipajes delantero, puso las piernas debajo. Su padre rebuscó en el bolsillo del chaleco, sacó un gorro.

– Toma. Que se quedan un poco frías las orejas.

– No, si tengo.

Oskar sacó su propio gorro, se lo puso. Su padre se volvió a guardar el otro en el bolsillo.

– ¿Y tú? Que se quedan un poco frías las orejas.

Su padre se rió.

– No, yo estoy acostumbrado.

Eso ya lo sabía Oskar. Sólo quería chincharle un poco. No podía recordar haber visto nunca a su padre con gorro. Si hacía frío de verdad y soplaba el viento podía ponerse una especie de gorra de piel de oso con orejeras que él llamaba «la herencia», pero nada más.

Su padre pisó el pedal de la moto para ponerla en marcha y ésta sonó como una motosierra. Dijo algo sobre «el punto muerto» y metió la primera. La moto pegó un tirón hacia delante que a punto estuvo de hacer que Oskar se cayera hacia atrás y su padre gritó: «¡el embrague!», y se pusieron en marcha.

Segunda. Tercera. La moto fue cogiendo velocidad mientras cruzaban el pueblo. Oskar iba sentado como un sastre sobre el ruidoso portaequipajes. Se sentía como el rey de todos los reinos de la tierra y habría podido seguir viajando eternamente.


Se lo había explicado un médico. Los gases que había aspirado le habían quemado las cuerdas vocales y lo más probable era que no pudiera volver a hablar normal. Una nueva operación podría devolverle la capacidad de producir sonidos vocálicos, pero como incluso la lengua y los labios estaban gravemente afectados, serían necesarias nuevas operaciones para restablecer la posibilidad de reproducir las consonantes.

Como viejo profesor de sueco, Håkan no podía dejar de maravillarse con aquel pensamiento: producir la voz por vía quirúrgica.

Sabía bastante de fonemas y de las mínimas unidades del idioma, comunes a muchas culturas, pero nunca se había parado a pensar en las herramientas propias de éste -paladar, labios, lengua, cuerdas vocales- de aquella manera. Tallar el idioma con el bisturí a partir de una materia prima informe, como salían las esculturas de Rodin del mármol bruto.

Y, pese a todo, carecía totalmente de sentido. No pensaba hablar. Además, sospechaba que el médico le había hablado de aquella manera por alguna razón especial. Él era lo que llaman una persona propensa al suicidio, por lo que era importante inculcarle una especie de concepción lineal del tiempo. Devolverle la idea de la vida como un proyecto, como un sueño de futuras conquistas.

Pero él no la compraba.

Si Eli lo necesitaba, podía pensar en vivir. Si no, no. Nada hacía pensar que Eli lo necesitara.

Pero ¿cómo habría podido Eli ponerse en contacto con él en este sitio?

Por las copas de los árboles fuera de la ventana suponía que se encontraba en los pisos de arriba.

Además, bien vigilado. Aparte del médico y las enfermeras había siempre, al menos, un policía cerca. Eli no podía llegar hasta él y él no podía llegar hasta Eli. La idea de fugarse, de ponerse en contacto con Eli por última vez se le había pasado por la cabeza. Pero ¿cómo?

La operación de garganta había hecho que pudiera respirar de nuevo, ya no necesitaba estar conectado a un respirador. Sin embargo, la comida no la podía tomar por la vía normal (aquello también lo iban a arreglar, según le había asegurado el médico). El tubo del goteo se movía continuamente de acá para allá dentro de su campo visual. Si lo arrancaba, probablemente empezaría a pitar en algún sitio, y además veía también sumamente mal. Escaparse rozaba lo impensable.

Una cirugía plástica había consistido en trasplantarle un trozo de piel de su propia espalda al párpado, para que pudiera cerrar los ojos.

Los cerró.

La puerta de su habitación se abrió. Tocaba otra vez. Reconoció la voz. El mismo hombre que las otras veces.

– Bueno, bueno -saludó el hombre-. Dicen que de todas formas no podrás hablar durante algún tiempo. Es una lástima. Pero el caso es que sigo empeñado en que, pese a todo, tú y yo podríamos comunicarnos si tú pusieras un poco de tu parte.

Håkan trató de recordar lo que decía Platón en La República acerca de los asesinos y de los violentos, cómo había que actuar con ellos.

– Bueno, ya puedes también cerrar los ojos. Eso está bien. ¿Oye? ¿Y si empiezo a ser algo más concreto? Porque me pega a mí que tú a lo mejor crees que no vamos a poder identificarte. Pero lo vamos a hacer. Tenías un reloj de pulsera del que seguramente te acordarás. Por suerte se trataba de un reloj viejo con las iniciales del fabricante, el número de serie y todo. Daremos con él en un par de días, de una u otra forma. Una semana quizá. Y hay más cosas.

»Te encontraremos, eso tenlo por seguro.

»Así que… Max. No sé por qué te quiero llamar Max. Es sólo provisionalmente. ¿Max? ¿Querrías ayudarnos un poco? Si no, tendremos que hacerte una fotografía y quizá publicarla en los periódicos y… bueno, ya sabes. Será más lioso. Cuánto más sencillo si tú hablases… o algo… conmigo ahora.

»Tenías un papel con el código de Morse en el bolsillo. ¿Sabes el alfabeto Morse? Porque en ese caso podemos comunicarnos dando golpecitos.

Håkan abrió el ojo, miró en dirección a las dos manchas oscuras dentro del óvalo blanco y borroso que era la cara del hombre. Éste decidió obviamente interpretarlo como una invitación y siguió:

– Luego está ese hombre del agua. Está claro que no fuiste el que lo mató, ¿verdad? Los patólogos dicen que las marcas de las mordeduras probablemente hayan sido hechas por un niño. Y ya hemos recibido una denuncia, algo en lo que lamentablemente no puedo entrar en detalles, pero… pero creo que estás protegiendo a alguien. ¿Es así? Levanta la mano si es así.

Håkan cerró el ojo. El policía lanzó un suspiro.

– De acuerdo. Entonces dejaremos que la investigación siga su curso, pues. ¿No quieres decirme algo antes de que me vaya?

El policía estaba a punto de levantarse cuando Håkan alzó una mano. El policía se volvió a sentar. Håkan levantó la mano más alto. Y le dijo adiós con ella.

Adiós.

Al policía se le escapó un bufido, se incorporó y se fue.


Las heridas de Virginia no habían sido graves. El viernes por la tarde pudo abandonar el hospital con catorce puntos y un apósito grande en el cuello y otro algo más pequeño en la mejilla. Rechazó el ofrecimiento de Lacke para quedarse con ella, para vivir en su casa hasta que se pusiera mejor.

Virginia se acostó el viernes por la noche convencida de que se levantaría para ir a trabajar el sábado por la mañana. Su economía no le permitía quedarse en casa.

Pero no le resultó fácil conciliar el sueño. El recuerdo del ataque no dejaba de darle vueltas en la cabeza, no podía relajarse. Le parecía ver saliendo de las sombras del techo del dormitorio bultos negros que se abalanzaban sobre ella, allí tendida en la cama y con los ojos bien abiertos. Le picaba la herida del cuello bajo el enorme apósito. Hacia las dos de la madrugada le entró hambre, fue a la cocina y abrió el frigorífico.

Sentía el estómago totalmente vacío, pero al mirar la comida que había no encontró nada que le apeteciera. Sin embargo, por pura inercia sacó pan, mantequilla, queso y leche, lo puso todo sobre la mesa de la cocina.

Se preparó un bocadillo de queso y se llenó un vaso de leche. Luego se sentó a la mesa y se quedó mirando el líquido blanco del vaso, la rebanada de pan marrón con la capa amarilla de queso encima. Parecía asqueroso. No quería comer aquello. Tiró el bocadillo a la basura, la leche al fregadero. En el frigorífico había una botella de vino blanco que estaba a medias. Se sirvió un vaso, se lo llevó a los labios. Cuando sintió el olor del vino se le quitaron las ganas.

Sintiéndose derrotada se puso un vaso de agua del grifo. Al acercárselo a la boca, vaciló. ¿El agua sin embargo siempre se podía…? Sí. Agua podía beber. Aunque sabía a… moho. Como si todo lo que había de bueno en el agua lo hubieran quitado y hubieran dejado sólo los sedimentos del fondo.

Se acostó de nuevo, estuvo acostada dando vueltas unas horas más; al final, se quedó dormida.


Cuando se despertó, el reloj marcaba las diez y media. Se tiró de la cama, se puso la ropa en la penumbra del dormitorio. Dios mío. Tenía que haber estado en la tienda a las ocho. ¿Por qué no la habían llamado?

Espera. La había despertado el sonido del teléfono. Había estado sonando en su último sueño antes de que se despertara, después había dejado de sonar. Si no la hubieran llamado estaría aún durmiendo. Se abrochó la blusa y fue hasta la ventana, levantó la persiana.

La luz le llegó como una bofetada en la cara. Retrocedió, alejándose de la ventana y soltando la cuerda de la persiana. Se sentó en la cama. Unos rayos de luz se colaban con un ruido áspero y caían atravesados sobre su pie desnudo.

Mil alfileres.

Como si le estuvieran tirando de la piel en dos direcciones distintas al mismo tiempo, un dolor que se extendía sobre la piel expuesta.

¿Qué me pasa?

Retiró el pie, se puso los calcetines. Puso el pie en la luz de nuevo. Mejor. Sólo cien alfileres. Se levantó para ir al trabajo, se sentó otra vez. Una especie de… choque.

La impresión al levantar la persiana había sido terrible. Como si la luz fuera una materia pesada que arrojada contra su cuerpo la sacara de sí misma. Lo peor eran los ojos. Dos dedos forzudos que se apretaran contra ellos y amenazaran con sacarlos de sus órbitas. Aún le escocían.

Se frotó los ojos con las manos, buscó sus gafas de sol en el armario del cuarto de baño y se las puso.

Estaba hambrienta, pero bastaba con que pensara en el frigorífico, en el contenido de la despensa, para que las ganas de desayunar desaparecieran. Además no tenía tiempo. Ya iba casi con tres horas de retraso.

Salió, cerró la puerta y bajó las escaleras lo más rápido que pudo. El cuerpo estaba débil. Puede que fuera un error ir al trabajo, después de todo. Bueno. La tienda sólo estaría abierta cuatro horas más, y era entonces cuando empezaban a llegar los clientes del sábado.

Ocupada en esas cuestiones no se lo pensó dos veces antes de abrir la puerta del portal.

Ahí estaba otra vez la luz.

Le hacía daño en los ojos a pesar de las gafas de sol, como si le echaran agua hirviendo en la cara y en las manos. Lanzó un grito. Metió las manos en las mangas del abrigo, agachó la cabeza y corrió hacia la tienda.

Una vez dentro, se aplacaron rápidamente el escozor y el dolor. La mayoría de las ventanas de la tienda estaban cubiertas de anuncios y papel celofán para que la luz del sol no estropeara los alimentos. Algo de daño sí que le hacía de todos modos, pero eso podía ser porque por las ventanas se filtraba algo de claridad, por las rendijas entre los anuncios. Se quitó las gafas de sol y se dirigió a la oficina.

Lennart, el encargado de la tienda y su jefe, estaba rellenando algunos impresos, pero alzó la vista cuando ella entró. Virginia se había esperado algún tipo de reprimenda, pero él sólo le dijo:

– Hola, ¿qué tal estás?

– Bueno… bien.

– ¿No deberías estar en casa descansando un poco?

– Sí, pero pensé que…

– No tenías por qué haberlo hecho. Lotten se encargará hoy de la caja. Te he llamado antes, pero como no contestabas, pues…

– ¿Entonces no hay nada que hacer?

– Habla con Berit en la charcutería. Oye, Virginia…

– ¿Sí?

– Sí, qué mala suerte todo eso que pasó. No sé qué puedo decir, pero… lo siento. Y entiendo que necesites tomártelo con tranquilidad un tiempo.

Virginia no entendía nada. Lennart no era de los que se apiadaban de las enfermedades ni de los problemas de los demás. Y presentarle de aquella manera su personal condolencia era algo totalmente nuevo. Probablemente sería porque ella tenía un aspecto ciertamente lamentable con la mejilla hinchada y los esparadrapos.

Virginia le contestó:

– Gracias. Ya veré lo que hago -y se fue a la charcutería.

Pasó por las cajas para saludar a Lotte. Había cinco personas esperando para pasar por la caja de su compañera y Virginia pensó que debería abrir otra, a pesar de todo. La cuestión sin embargo era si Lennart quería que ella estuviera en la caja con el aspecto que tenía.

Cuando se acercó a la luz de la ventana no cubierta que había detrás de las cajas volvió a ocurrir lo mismo. La cara se le ponía tirante, los ojos le dolían. No era tan malo como la luz directa del sol fuera, en la calle, pero sí bastante molesto. No podría estar allí sentada.

Lotte la vio y la saludó entre dos clientes.

– Hola, lo he leído… ¿Qué tal estás?

Virginia alzó la mano, moviéndola de un lado a otro: así, así. ¿Leído?

Agarró los periódicos Svenska Dagbladet y Dagens Nyheter, se los llevo a la charcutería y echó una ojeada rápida a las portadas. Allí no ponía nada. Habría sido demasiado.

La charcutería estaba al fondo de la tienda, al lado de los lácteos, estratégicamente colocados para que uno tuviera que recorrer toda la tienda hasta llegar a ellos. Virginia se paró al lado de las estanterías repletas de conservas. Le temblaba de hambre todo el cuerpo. Miró detenidamente los botes.

Tomate triturado, champiñones, mejillones, atún, raviolis, salchichas, sopa de guisantes… nada. Sólo le daba asco.

Berit alcanzó a verla desde la charcutería, la saludó con la mano. Tan pronto como Virginia llegó detrás del mostrador Berit la abrazó, tocó con cuidado la tirita que llevaba en la mejilla.

– ¡Uf! Qué pobre.

– No, pero está…

¿Bien?

Se retiró hasta el pequeño almacén detrás de la charcutería. Si dejaba que Berit se arrancara acabaría con una buena perorata acerca del sufrimiento en general y de la maldad en la sociedad actual en particular.

Virginia se sentó en una silla entre la báscula y la puerta del congelador. Aquel espacio no tenía más que unos metros cuadrados, pero era el lugar más agradable de toda la tienda. Hasta allí no llegaba la luz de la calle. Hojeó los periódicos y en una noticia marginal en la sección nacional de Dagens Nyheter pudo leer:


Mujer atacada en Blackeberg

Una mujer de cincuenta años fue atacada y herida en la noche del viernes en Blackeberg, en las afueras de Estocolmo. Un transeúnte que pasaba por ese lugar intervino y el delincuente, una mujer joven, huyó inmediatamente del lugar. Se desconoce el motivo de la agresión. La policía investiga ahora la posible relación de este suceso con otros hechos violentos ocurridos en la Zona Oeste en las últimas semanas. Las heridas de la mujer de cincuenta años, según hemos podido saber, no revisten gravedad.


Virginia dejó el periódico. Qué extraño leer acerca de sí misma de esta manera. «Una mujer de cincuenta años», «transeúnte», «no revisten gravedad». Todo lo que se ocultaba detrás de aquellas palabras.

«La posible relación». Sí, Lacke estaba totalmente convencido de que ella había sido atacada por el mismo niño que mató a Jocke. Aunque se había visto obligado a morderse la lengua para no contarlo en el hospital cuando una mujer policía y un médico le hicieron a Virginia una nueva revisión de las heridas el viernes por la mañana.

Pensaba contarlo, pero quería informar antes a Gösta, creía que Gösta cambiaría de opinión ahora que incluso Virginia se había visto expuesta.

Virginia oyó unos crujidos y miró a su alrededor. Le llevó unos segundos comprender que era ella misma la que temblaba de tal manera que el periódico que tenía en las manos producía aquellos sonidos. Dejó el diario en la repisa que había encima de las batas de la charcutería, salió hasta donde estaba Berit.

– ¿Algo que pueda hacer?

– Pero mi niña, ¿de verdad vas a trabajar?

– Sí, es mejor si hago algo.

– Lo entiendo. Pues entonces puedes ir pesando las gambas. En bolsas de medio kilo. Pero ¿no deberías…?

Virginia negó con la cabeza y volvió al almacén. Se puso una bata blanca y un gorro, sacó una caja de gambas del congelador, se envolvió la mano en un plástico y empezó a pesar. Removía en la caja de cartón con la mano enfundada, ponía las gambas en bolsas de plástico, las pesaba en la báscula. Un trabajo aburrido, mecánico; la mano derecha se le quedó congelada con la cuarta bolsa. Pero estaba haciendo algo, y eso mantenía su mente ocupada por un rato.

Por la noche, en el hospital, Lacke había dicho una cosa realmente extraña: que el niño que la había atacado no era una persona. Que tenía los dientes afilados y garras.

Virginia había desechado aquello como algo propio de la borrachera o de una alucinación.

No recordaba gran cosa del ataque, pero podía estar de acuerdo en una cosa: lo que había saltado sobre ella era demasiado ligero para que fuera un adulto, casi demasiado ligero para que fuera siquiera un niño. Un niño muy pequeño, en todo caso. Cinco, seis años. Recordaba que se había levantado con aquel peso en la espalda. Después todo se volvió negro hasta que se despertó en su piso con todos los colegas, menos Gösta, alrededor de ella.

Puso una pinza en la bolsa que tenía pesada, cogió otra, echó un par de puñados. Cuatrocientos treinta gramos. Siete gambas más. Quinientos diez.

Se lo regalamos.

Se miró las manos, que trabajaban con independencia de su cerebro. Las manos. Con uñas largas. Dientes afilados. ¿Qué había sido aquello? Lacke lo había dicho claramente: un vampiro. Virginia se había echado a reír, con cuidado para que no se le quitaran los puntos de la mejilla. Lacke ni siquiera había sonreído.

– Tú no lo viste.

– Pero Lacke… no existen.

– No. Pero ¿qué era entonces?

– Un niño. Con alguna fantasía extraña.

– ¿Se había dejado crecer las uñas entonces? ¿Se había afilado los dientes? Me gustaría conocer al dentista que…

– Lacke, estaba oscuro. Tú estabas borracho, sería…

– Sí, lo estaba. Yo estaba borracho. Pero vi lo que vi.

Sentía calor y tirantez bajo el apósito del cuello. Se quitó la bolsa de la mano derecha, se puso la mano sobre el vendaje. La mano estaba helada y se sintió aliviada. Pero se sentía cansada, como si las piernas no pudieran sostenerla más.

Terminaría de pesar aquella caja y luego se iría a casa. Aquello no podía ser. Si descansaba durante el fin de semana seguro que se sentiría mejor el lunes. Se puso la bolsa de plástico y acometió el trabajo con cierto enfado. Odiaba estar enferma.

Un dolor agudo en el dedo meñique. Mierda. Eso es lo que pasa cuando uno no está pensando en lo que hace. Las gambas, puntiagudas por la congelación, habían hecho que se pinchara. Se quitó la bolsa de plástico y se miró el dedo meñique. Un pequeño corte del que empezaba a salir sangre.

Se llevó inmediatamente el dedo a la boca para chuparse la sangre.

Una mancha cálida, saludable y sabrosa se extendió desde el punto en que la yema de su dedo entró en contacto con la lengua, propagándose. Chupó con más fuerza. Su boca se llenó de una concentración de todos los sabores buenos. Un estremecimiento de placer le recorrió el cuerpo. Siguió chupándose el dedo, entregada al disfrute, hasta que se dio cuenta de lo que estaba haciendo.

Se sacó el dedo de la boca, lo miró. Estaba mojado de saliva y la pequeña cantidad de sangre que salía se diluía enseguida con aquélla como si fuera una pintura al agua demasiado clara. Miró las gambas que quedaban en la caja. Cientos de pequeños cuerpos de color rosa claro, cubiertos de escarcha. Y los ojos. Cabezas negras de alfiler pinchadas en lo rosa, un cielo estrellado del revés. Dibujos y constelaciones comenzaron a girar ante ella.

El mundo rotaba alrededor de su eje y algo le golpeó en la parte posterior de la cabeza. Delante de sus ojos apareció una superficie blanca con telarañas en los bordes. Se dio cuenta de que estaba tendida en el suelo, pero no tenía fuerzas para levantarse.

A lo lejos oyó la voz de Berit:

– Dios mío… Virginia…


A Jonny le gustaba estar con su hermano mayor, siempre y cuando no estuvieran sus odiosos colegas con él. Jimmy conocía a algunos tipos de Råcksta a los que Jonny tenía bastante miedo. Una tarde, hacía ya un año, se habían presentado en el patio para hablar con Jimmy, pero no quisieron subir a llamar. Cuando Jonny les dijo que Jimmy no estaba en casa le habían pedido que le hiciera llegar un mensaje:

– Dile a tu hermano que si no aparece el lunes con la pasta, alguien se encargará de ponerle la cabeza en un torno… ¿Sabes lo que es?… vale… y de darle vueltas hasta que la pasta le salga por las orejas. ¿Se lo dirás? Bien, vale. Te llamas Jonny, ¿no? Adiós, Jonny.

Jonny le había dado el recado a su hermano y Jimmy no había hecho más que asentir, diciendo que ya lo sabía. Luego había desaparecido dinero de la cartera de su madre y se lio una buena.

Jimmy no pasaba ahora mucho tiempo en casa. Era como si no hubiera sitio para él desde la llegada de su hermana pequeña. Jonny tenía ya dos hermanos menores y no contaban con más. Pero luego su madre había tenido un ligue y… bueno… lo que pasa.

Jimmy y Jonny, en cualquier caso, eran hijos del mismo padre. Éste trabajaba ahora en una plataforma petrolífera en Noruega y había empezado a mandar dinero suficiente no sólo para su mantenimiento, sino que a veces incluso les había hecho envíos extra para compensar. Su madre le había bendecido, sí, y estando borracha había llorado un par de veces pensando en él, diciendo que no volvería a encontrar a un hombre así. Era la primera vez, que Jonny pudiera recordar, que la falta de dinero no era el tema constante de conversación en casa.

Ahora se encontraban en una pizzería de la plaza de Blackeberg. Jimmy había ido a dar una vuelta a casa por la mañana, había discutido un poco con su madre y luego él y Jonny se habían marchado. Jimmy esparció la ensalada sobre su pizza, la enrolló, cogió el rollo y empezó a masticar. Jonny comió su pizza correctamente, pensando que la próxima vez que su hermano no estuviera presente la comería de aquella manera.

Jimmy masticaba, señalando con la cabeza el vendaje que Jonny llevaba en la oreja.

– Tiene una pinta de la leche.

– Sí.

– ¿Te duele?

– No, está bien.

– La vieja dice que está totalmente destrozado. Que no podrás oír nada.

– Bueno. No sabían. A lo mejor se pone bien.

– Mmm. Vamos a ver si lo he entendido: ¿el chaval sólo cogió una rama de la hostia y te golpeó con ella en la cabeza?

– Mmm.

– Es una putada. ¿Qué? ¿Vas a hacer algo?

– No sé.

– ¿Necesitas ayuda?

– … no.

– ¿Qué pasa? Puedo decírselo a mis colegas y nos encargamos de él.

Jonny cortó con los dedos un trozo grande de pizza con gambas, su trozo favorito, se lo metió en la boca y lo masticó. No. Nada de mezclar a los colegas de Jimmy en esto, entonces sería mucho peor. Sin embargo Jonny sonrió sólo de pensar en lo nervioso que se pondría Oskar si apareciera en su patio con los amigos de Jimmy, imagínate si eran los de Råcksta. Meneó la cabeza.

Jimmy dejó su rollo de pizza en el plato, mirando gravemente a Jonny a los ojos.

– Vale, sólo te digo una cosa. Una cosa más y…

Apretó con fuerza los dedos, cerró el puño.

– Eres mi hermano, y no va a venir ningún cabrón y… una cosa más, luego podrás decir lo que quieras. Pero entonces voy a ir a por él. ¿Entendido?

Jimmy puso el puño cerrado sobre la mesa. Jonny cerró el suyo y empezó a boxear con el de Jimmy. Se sentía bien. Había alguien que se preocupaba por él. Jimmy asintió.

– Bien. Tengo una cosa para ti.

Se inclinó debajo de la mesa y sacó una bolsa de plástico que había llevado toda la mañana. De la bolsa de plástico extrajo un álbum de fotos no muy grueso.

– El viejo pasó por aquí la semana pasada. Se había dejado barba, casi no le conocía. Me trajo esto.

Jimmy le pasó a Jonny el álbum de fotos por encima de la mesa. Jonny se limpió los dedos con una servilleta y lo abrió.

Fotos de niños. De su madre. Tal vez diez años más joven que ahora. Y un hombre al que reconocía como su padre. El hombre empujaba a los niños en los columpios. En una de las fotos llevaba puesto un sombrero de vaquero demasiado pequeño. Jimmy, con unos nueve años, estaba a su lado con un rifle de plástico en las manos y el gesto ceñudo. Un niño pequeño que tenía que ser Jonny estaba sentado al lado, en el suelo, y los miraba con los ojos muy abiertos.

– Me lo ha dejado hasta la próxima vez que nos veamos. Quería que se lo devolviera, dijo que era… sí, joder, ¿qué fue lo que dijo?… «Su bien más preciado», creo que dijo. Pensé que a lo mejor a ti también te gustaría verlo.

Jonny asintió sin levantar la vista del álbum. Sólo había visto a su padre dos veces desde que se marchó cuando él tenía cuatro años. En casa había una fotografía suya, una foto bastante mala en la que aparecía sentado con otras personas. Esto era algo completamente distinto. Con esto uno podía hacerse una idea cabal de él.

– Una cosa más: no se lo enseñes a mamá. Yo creo que el viejo se las llevó cuando se largó, y si ella las llega a ver… bueno, en cualquier caso quiere que se las devuelva. Tienes que prometérmelo, que no se las vas a enseñar a mamá.

Todavía con la nariz sobre el álbum Jonny cerró el puño y lo puso sobre la mesa. Jimmy se echó a reír y un poco después sintió los puños de Jimmy sobre los suyos. Prometido.

– Venga, ya podrás mirarlas luego. Coge también la bolsa.

Jimmy le alargó la bolsa y Jonny cerró con desgana el álbum, lo guardó. Jimmy ya se había acabado la pizza, se echó hacia atrás en la silla dándose unos golpecitos en el estómago.

– Bueno, ¿y cómo andas de ligues?


El pueblo se deslizaba ante sus ojos. La nieve que arañaba la rueda de la moto salía disparada hacia atrás y bombardeaba las mejillas de Oskar. Él iba agarrado con fuerza al palo de enebro con las dos manos; se giró hacia un lado, fuera de la nube de nieve. Un crujido agudo cuando los esquís cortaron la nieve suelta. La parte exterior del esquí rozó el poste reflectante de color naranja que había en el arcén. Se tambaleó, recuperó el equilibrio.

En el camino que bajaba hasta Lågarö no habían quitado la nieve. La moto dejaba tras de sí tres profundas roderas en el manto intacto, y cinco metros detrás iba Oskar con los esquís haciendo dos roderas más. Iba haciendo zigzag sobre las roderas de la moto, deslizándose sobre un solo esquí como un patinador, acurrucándose como si fuera una pelota a gran velocidad.

Bueno, cuando su padre frenó bajando la larga cuesta que conducía hasta el viejo muelle de los barcos de vapor, Oskar iba a más velocidad que la moto y tuvo que frenar con cuidado para que la cuerda no se le quedara floja y luego le diera un tirón cuando la cuesta fuera menos empinada y la velocidad de la moto mayor.

La moto llegó justo hasta el muelle, y su padre la puso en punto muerto y frenó. Oskar tenía aún mucha velocidad y por un momento pensó soltar el palo y sólo seguir… sobre el borde del muelle, caer en el agua negra. Pero giró los esquís hacia fuera y frenó a unos metros del borde.

Se quedó jadeando un momento, mirando sobre el agua. Habían empezado a formarse delgadas placas de hielo que flotaban y se movían con las pequeñas olas de la orilla. Con un poco de suerte puede que se formara una capa de hielo de verdad este año. Así se podría pasear hasta la isla de Vätö, que estaba al otro lado. ¿O solían mantener un tramo abierto para los barcos hasta Norrtälje? Oskar no se acordaba, hacía varios años que no se formaban semejantes hielos.

Cuando Oskar venía aquí en verano solía pescar arenques en el muelle. Anzuelos sueltos en el hilo de la caña de pescar, un anzuelo de espejuelo en el extremo. Si encontraba un buen banco y tenía paciencia podía sacar un par de kilos, pero lo normal eran sólo diez, quince arenques. Suficientes para comer él y su padre; los que eran demasiado pequeños para freírlos se los echaban al gato.

Su padre se acercó y se puso a su lado.

– Esto ha ido bien.

– Mmm. Aunque a veces se abría.

– Sí, la nieve está algo suelta. Habría que apelmazarla un poco, de alguna forma. Claro, se podría… si uno cogiera una placa de masonita y la pusiera detrás y colocara un peso encima. Sí, si tú te sentaras encima con tu peso, pues…

– ¿Lo hacemos?

– No, tendrá que ser mañana, en todo caso. Ya está oscureciendo. Deberíamos volver a casa e ir preparando el ave si es que queremos comer.

– Vale.

Su padre se quedó mirando al agua, permaneció callado un momento.

– Oye, estaba pensando una cosa.

– ¿Sí?

Ahí estaba. Su madre le había dicho que le había pedido a su padre muy en serio que hablara con él sobre lo de Jonny. La verdad es que

Oskar sí que quería hablar de ello. Su padre estaba a una distancia segura de todo aquello, no intervendría de ninguna manera. Su padre tosió, tomó impulso. Expulsó el aire. Miraba al agua. Entonces dijo:

– Sí, he estado pensando… ¿Tienes patines?

– No. Ningunos que me queden bien.

– Así que no. No, porque si se forma hielo este invierno, y parece que va… pues podía ser divertido tenerlos. Yo los tengo.

– Seguro que no me valen.

Su padre sonrió, con una especie de carcajada.

– No, pero… el hijo de Östen por lo visto tenía unos que se le han quedado pequeños. Un treinta y nueve. ¿Qué número calzas?

– El treinta y ocho.

– Bueno, pero con unos calcetines gordos, pues… entonces tengo que pedírselos.

– Qué bien.

– Sí. Bueno. ¿Nos vamos a casa?

Oskar asintió. A lo mejor más tarde. Y lo de los patines estaba bien. Si pudieran arreglarlo, mañana se los podría llevar a casa.

Fue con los miniesquís hasta el palo de enebro, retrocedió hasta que la cuerda se tensó, le hizo a su padre la señal de que estaba listo y éste arrancó la moto con el pie. Tuvieron que subir la cuesta en primera. La moto hacía tanto ruido que las cornejas, asustadas, abandonaban las copas de los pinos batiendo las alas.

Oskar se deslizó lentamente hacia arriba; como en un remonte, iba derecho con las piernas juntas. No iba pensando en nada, sólo en intentar mantener los esquís en las viejas roderas para evitar cortar la nieve. Fueron hacia casa mientras se hacía de noche.


Lacke bajó las escaleras de la plaza con una caja de bombones Aladdin metida en la cinturilla del pantalón. No le gustaba mangar cosas, pero no tenía dinero y quería regalarle algo a Virginia. Le habría gustado llevar también unas rosas, pero ¡anda!, intenta mangar en una floristería.

Ya había oscurecido, y al bajar la cuesta que iba hasta la escuela, vaciló. Miró a su alrededor, rebuscó con el pie en la nieve y encontró una piedra del tamaño de un puño, la sacó con el pie y se la guardó en el bolsillo, apretándola con la mano. No es que creyera que le iba a servir de algo contra lo que había visto, pero el peso y el frío de la piedra le hacían sentirse más seguro.


Sus preguntas por los patios no habían dado más resultado que unas cuantas miradas vigilantes y recelosas de padres que se encontraban haciendo muñecos de nieve con sus pequeños. Viejo verde.

Sí; no se dio cuenta, hasta que abrió la boca para hablar con una mujer que estaba sacudiendo las alfombras, de lo extraño que debía de resultar su comportamiento. La mujer había dejado de dar golpes, volviéndose hacia él con la pala de sacudir en la mano como si fuera un arma.

– Perdón -dijo Lacke-… sí, me pregunto… estoy buscando a un niño.

– ¿Ah, sí?

Bueno. Él mismo había oído cómo sonaba, y eso le había puesto más nervioso.

– Sí, ella ha… desaparecido. Me pregunto si alguien, a lo mejor, la ha visto por aquí.

– ¿Es tu hija?

– No, pero…

Aparte de con algunos adolescentes, desechó la idea de hablar con personas a las que no conociera, o que sólo hubiera visto una vez. Se encontró con un par de conocidos, pero no sabían nada. Busca y hallarás, sí, claro. Pero uno tiene que saber con exactitud qué es lo que está buscando.


Cuando caminaba por el parque hacia la escuela, echó una mirada hacia el puente de Jocke.

La información en los periódicos del día anterior fue bastante amplia, sobre todo en lo que concernía a la forma macabra en que había sido encontrado el cadáver. Un alcohólico asesinado era en sí una gran noticia, pero además se habían regodeado con los niños que lo vieron, los bomberos que tuvieron que serrar el hielo, etcétera. Al lado del texto aparecía la foto del pasaporte de Jocke en la que tenía, como mínimo, el aspecto de un asesino en serie.

Lacke continuó caminando al lado de la tétrica fachada de ladrillo de la escuela de Blackeberg, por las escaleras anchas y empinadas como si fueran la entrada del palacio de justicia o del infierno. En la pared, al lado de los escalones más bajos, alguien había pintado con un spray «IronMaiden», quién sabe qué significaba aquello. Quizá algún grupo.

Continuó a través del aparcamiento, hacia la calle Björnsonsgatan. Normalmente habría atajado cruzando por detrás de la escuela, pero allí estaba… tan oscuro. Podía imaginarse fácilmente a aquel ser acurrucado entre las sombras. Miraba hacia las copas de los altos pinos que bordeaban el camino. Unos bultos oscuros dentro del ramaje. Probablemente nidos de urracas.

No era sólo el aspecto de aquel ser, era también la forma de atacar. Él quizá, quizá hubiera podido aceptar que lo de los dientes y las garras tuviera alguna explicación lógica si no hubiera sido por el salto que dio desde el árbol. Antes de que llevaran a Virginia a casa, había estado mirando el árbol. La rama desde la que ese ser debía haber saltado estaba posiblemente a cinco metros del suelo.

Caer cinco metros justo en la espalda de alguien; si se añadía «artista de circo» a todas las demás cosas para tener una explicación «lógica», entonces, tal vez. Pero todo junto resultaba exactamente igual de absurdo que lo que le había dicho a Virginia, de lo que se arrepentía ahora.

Mierda…

Se sacó la caja de bombones de los pantalones. El calor de su cuerpo tal vez ya había estropeado, derretido el chocolate. Movió la caja para comprobarlo. No. Sonaba bien dentro. Los bombones no se habían pegado. Siguió por la calle Björnsonsgatan, frente al supermercado ICA, con la caja en la mano.


TOMATE TRITURADO. TRES BOTES 5 CORONAS


Hacía seis días.

Lacke seguía agarrando todavía la piedra que tenía en el bolsillo. Miró el anuncio, podía imaginarse la mano de Virginia moviéndose hasta hacer aparecer por arte de magia las letras rectas e iguales. ¿Hoy se habría quedado en casa descansando? Claro que sería muy propio de ella ir dando tumbos al trabajo antes de que la sangre siquiera hubiera tenido tiempo de coagular.

Cuando llegó hasta el portal de Virginia echó una ojeada a sus ventanas. Apagado. ¿Estaría en casa de su hija? Bueno, subiría de todas formas y le dejaría los bombones en la puerta. Estaba totalmente oscuro dentro del portal. Se le erizaron los pelos de la nuca.

El niño está aquí.

Permaneció unos segundos sin pestañear, luego se precipitó sobre el punto rojo iluminado del interruptor de la luz, lo pulsó con el reverso de la mano en la que llevaba la caja de bombones. La otra mano apretaba con fuerza la piedra que tenía en el bolsillo.

Se oyó un suave golpe seco del relé del sótano cuando se encendió la luz. Nada. El portal de Virginia. Escaleras de hormigón de color amarillo con un dibujo de salpicaduras. Respiró profundamente un par de veces y empezó a subir las escaleras.

Justo entonces se dio cuenta de lo cansado que estaba. Virginia vivía en el piso de arriba, en el tercero, y sus piernas se arrastraron escaleras arriba como dos tablas inertes unidas a las caderas. Esperaba que ella estuviera en casa, que se sintiera bien, que le permitiera hundirse en su butaca de skay y no hacer otra cosa más que descansar en el sitio en el que prefería estar. Soltó la piedra del bolsillo y llamó a la puerta. Aguardó un poco. Volvió a llamar.

Había empezado a tratar de colocar la caja de bombones en el picaporte cuando oyó pasos sigilosos dentro del piso. Se apartó de la puerta. Dentro, dejaron de oírse pasos. Ella estaba al otro lado.

– ¿Quién es?

Nunca jamás Virginia había preguntado eso antes. Uno llamaba, pin, pin, sonaban sus pasos y se abría la puerta. Pasa, pasa. Él tosió, aclarándose la garganta:

– Soy yo.

Una pausa. Podía oír la respiración de ella, ¿o eran sólo figuraciones suyas?

– ¿Qué quieres?

– Saber cómo te encuentras, únicamente. Otra pausa.

– No me encuentro bien.

– ¿Puedo pasar?

Esperó. Con la caja de bombones ante sí ridículamente agarrada con las dos manos. Se oyó un chasquido al abrirse el cerrojo, sonido de llaves cuando giró la cerradura de seguridad. Otro chirrido más al quitar la cadena. El picaporte se movió hacia abajo y la puerta se abrió.

Él, inconscientemente, dio medio paso atrás, golpeándose la espalda con el remate del pasamanos. Virginia apareció en el quicio de la puerta abierta. Parecía moribunda.

Además de la mejilla hinchada tenía la cara cubierta de pequeñas, muy pequeñas erupciones y sus ojos parecían reflejar la resaca del siglo. Una tupida red de líneas rojas cruzaban la esclerótica y las pupilas casi habían desaparecido. Ella asintió.

– Tengo una pinta horrorosa.

– Qué va. Sólo… creía que quizá… ¿puedo pasar?

– No. No tengo fuerzas.

– ¿Has ido al médico?

– Lo haré. Mañana.

– Sí. Aquí, yo…

Le alargó la caja de bombones que había tenido todo el tiempo delante de él como un escudo. Virginia la cogió.

– Gracias.

– Oye, ¿hay algo que yo pueda…?

– No. Me pondré bien. Sólo necesito descansar. No tengo fuerzas para estar aquí de pie. Estaremos en contacto.

– Sí. Voy a…

Virginia cerró la puerta.

– … mañana.

De nuevo chirrido de cerraduras y cadenas. Se quedó con los brazos caídos delante de la puerta. Luego se acercó y trató de escuchar. Oyó que se abría un armario, pasos lentos dentro del piso.

¿Qué voy a hacer?

No era asunto suyo obligarla a hacer algo que no quisiera, pero de buena gana la habría cogido y se la habría llevado a un hospital ya. Bueno. Volvería mañana por la mañana. Si seguía igual lo haría, quisiera o no.

Lacke bajó los escalones de uno en uno. Estaba muy cansado. Cuando llegó al último tramo antes de acceder al portal, se sentó en el peldaño de arriba, apoyando la cabeza entre las manos.

Yo soy… el responsable.

Se apagó la luz. Los tendones del cuello se le tensaron, jadeó profundamente. Era el relé. Programado de antemano. Permaneció sentado en la escalera a oscuras, sacó con cuidado la piedra del bolsillo del abrigo, la cogió entre las dos manos, mirando fijamente en la oscuridad.

Vamos, ven, pensó. Vamos, ven.


Virginia dejó fuera el rostro suplicante de Lacke, cerró y echó la cadena de seguridad en la puerta. No quería que él la viera. No quería que la viera nadie. Le había costado un gran esfuerzo decir las palabras que dijo, mostrar una especie de cordura elemental.

Su estado había empeorado vertiginosamente desde que había vuelto del ICA. Lotte la había ayudado y, en el estado de aturdimiento en que se encontraba, Virginia había soportado sin más el dolor de la luz del sol en la cara. Una vez en casa se había mirado en el espejo y había descubierto que tenía cientos de pequeñas ampollas en el rostro y en la piel del dorso de las manos. Quemaduras.

Había dormido un par de horas y se había despertado al anochecer. El hambre había cambiado entonces de expresión, se había convertido en inquietud. Un banco de pececillos con espinas nadando frenéticamente invadía su circulación sanguínea. No podía estar ni tumbada ni sentada ni de pie. Iba dando vueltas y más vueltas por el piso, rascándose todo el cuerpo. Se dio una ducha fría tratando de atenuar aquella sensación de nerviosismo y de agitación. No sirvió de nada.

No se podía describir con palabras. Le recordaba la sensación que tuvo cuando a los veintidós años recibió la noticia de que su padre se había caído del tejado de la casita de verano y se había roto la nuca. Entonces también había empezado a dar vueltas y más vueltas, como si no hubiera un solo sitio en el mundo en el que su cuerpo pudiera estar, en el que no sintiera dolor.

Lo mismo ahora, sólo que peor. El nerviosismo, la angustia no paraban un momento. Eso la arrastraba a dar vueltas por el piso hasta que no podía más, hasta que se sentó en una silla y se golpeó la cabeza contra la mesa de la cocina. En medio de la desesperación se tomó dos pastillas Rohipnol y se las tragó con un poco de vino blanco que sabía a desagüe.

Normalmente bastaba con una para que durmiera como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. Ahora, el único efecto fue que sintió un terrible malestar y a los cinco minutos vomitó una flema verde y las dos pastillas medio deshechas.

Siguió dando vueltas, rasgó un periódico en trozos diminutos, gateó por el suelo gimiendo de angustia. Fue gateando hasta la cocina, tiró la botella de vino de la mesa de forma que cayó al suelo y se rompió ante sus ojos.

Tomó uno de los cristales puntiagudos.

No lo pensó. Sólo apretó la punta contra la palma de la mano y el dolor le hizo bien, parecía de verdad. El banco de pececillos que tenía en el cuerpo se apresuró hacia el punto donde le dolía. Brotó la sangre. Se llevó la mano a los labios y la lamió, chupó y la angustia cesó. Lloraba de alivio mientras se cortaba la mano por otro sitio y seguía chupando. El sabor de la sangre se mezcló con el de las lágrimas.

Acurrucada en el suelo de la cocina, con la mano apretada contra la boca, chupando con ansiedad como un niño recién nacido que mamara por primera vez del pecho de su madre, se sintió tranquila por segunda vez durante aquel día terrible.

Después de algo más de media hora, tras levantarse del suelo, limpiar los cristales y ponerse una tirita en la palma de la mano, la inquietud empezó a aumentar de nuevo. Fue entonces cuando Lacke llamó a la puerta.

Una vez que lo hubo despachado, entró en la cocina y dejó la caja de bombones en la despensa. Se sentó en una silla e intentó entender algo. La inquietud se lo impidió. Enseguida tuvo que ponerse de pie. Lo único que sabía era que nadie podía estar aquí con ella. Y menos Lacke. Le haría daño. La inquietud la obligaría a ello.

Había contraído alguna enfermedad. Para las enfermedades había medicinas.

Mañana iría a visitar a algún médico, un médico que le hiciera una revisión y le dijera: sí, no es más que un ataque de esto y esto. Tendremos que ponerte un poco de esto y esto durante unas semanas. Y después estarás bien.

Paseó de un extremo a otro del piso. Empezaba a volverse insoportable de nuevo.

Se golpeó los brazos, las piernas, pero los pececillos se habían vuelto a despertar, no había remedio. Ella sabía lo que tenía que hacer. Sollozó de miedo al dolor. Pero el dolor era tan corto y el alivio tan grande.

Entró en la cocina y buscó un cuchillo pequeño de pelar fruta, bien afilado, luego se sentó en el sofá del cuarto de estar, apoyó el filo del cuchillo en la parte interna del antebrazo.

Sólo para poder pasar la noche. Mañana iría a buscar ayuda. Se decía a sí misma que no podía continuar de aquella manera. Bebiendo su propia sangre. Se decía a sí misma: esto tiene que cambiar. Pero ahora y hasta que…

Se le llenó la boca de saliva, húmeda, expectante. Se cortó. Profundamente.

Sábado 7 de Noviembre (tarde)

Oskar quitó la mesa y su padre fregó. El eider estaba, por supuesto, muy bueno. Sin perdigones. No quedó mucho que fregar en los platos. Después de comerse la mayor parte del ave y casi todas las patatas, limpiaron los platos rebañándolos con pan blanco. Era lo más rico de todo. Echar sólo salsa en el plato y mojarla con trozos de pan blanco esponjoso que casi se deshacían y luego se fundían en la boca.

Su padre no era precisamente «bueno cocinando», pero había tres platos: el revuelto de sobras, los arenques fritos y las aves lacustres, que le salían bordados a fuerza de hacerlos. Al día siguiente seguro que comían revuelto con las patatas y la carne de ave que había sobrado.

Oskar había pasado la hora antes de la comida en su cuarto. Tenía habitación propia en casa de su padre; estaba un poco desangelada en comparación con la de la ciudad, pero a él le gustaba. En su otro dormitorio tenía láminas y pósters, un montón de cosas que cambiaba todo el tiempo.

Éste sin embargo no cambiaba nunca, y eso era precisamente lo que le gustaba.

Se mantenía igual que cuando tenía siete años. Cuando entraba allí, con su peculiar olor a humedad flotando en el aire tras el rápido calentamiento anterior a su llegada, era como si nada hubiera ocurrido desde… hacía mucho tiempo.

Aquí había todavía tebeos del Pato Donald y de Bamse comprados durante los veranos de varios años. Ya no leía aquellos tebeos en la ciudad, pero aquí sí lo hacía. Se sabía las historias de memoria, pero las volvía a leer.

Mientras los olores de la cocina se fueron colando en la habitación, había estado tumbado en su cama leyendo un viejo tebeo del Pato Donald. El Pato Donald, los sobrinos y el Tío Gilito viajaban a un país lejano donde no existía el dinero y las cápsulas de los frascos de tranquilizantes del Tío Gilito se convertían en moneda fuerte.

Cuando dejó de leer se entretuvo un rato con los señuelos, anzuelos y plomos que tenía guardados en un viejo costurero que le había dado su padre. Preparó un nuevo sedal con anzuelos sueltos, cinco, y ató el señuelo en el extremo para la pesca de arenques del próximo verano.

Después cenaron, y cuando su padre terminó de fregar jugaron a las cinco en raya.

A Oskar le gustaba estar sentado así con su padre, con el papel cuadriculado sobre la mesa estrecha, con las cabezas inclinadas sobre el papel, cerca el uno del otro. El fuego crepitando en la cocina.

Oskar tenía cruces y su padre círculos, como de costumbre. Su padre no le dejaba ganar y hasta hacía unos años había sido mucho mejor que él, aunque Oskar ganara alguna partida de vez en cuando. Pero ahora la cosa estaba más igualada. Quizá tuviera que ver con lo mucho que él había trabajado con el cubo de Rubik.

Las partidas podían extenderse sobre la mitad del papel, lo que redundaba en beneficio de Oskar. Tenía buena memoria para acordarse de los casilleros en blanco que podían ocuparse dependiendo de lo que su padre hiciera, disimular un avance como si fuera una defensa.

Aquella noche era Oskar el que ganaba.

Tres partidas seguidas habían quedado ya cerradas y marcadas con una O encima. Sólo una partida pequeña, en la que Oskar se distrajo pensando en otras cosas, llevaba una P. Oskar puso una cruz, dejando dos líneas de tres abiertas en el centro de las que su padre sólo podía cerrar una.

– Bueno, parece que he encontrado a mi contrincante.

– Eso parece.

Por respeto a las reglas, su padre cerró una de las líneas y Oskar completó la otra para tener cuatro. Su padre cerró un lado y Oskar puso su quinta cruz, hizo un círculo alrededor de todo y puso una bonita O. Su padre se rascó la barba de dos días y echó mano a otro papel, amenazándolo con el lápiz.

– Esta vez voy a ganar yo sea como sea.

– Siempre se puede soñar. Tú empiezas.


Cuando llevaban cuatro cruces y tres círculos llamaron a la puerta. Al momento se abrió y se oyeron ruidos de alguien sacudiéndose la nieve de los pies.

– Hola, ¿hay alguien en casa?

Su padre levantó la vista del papel, se echó para atrás en la silla y miró hacia la entrada. Oskar se mordió los labios.

No.

Su padre saludaba con la cabeza al recién llegado.

– Vamos, entra.

– Se agradece.

Pasos torpes y blandos de alguien que andaba por el pasillo con calcetines gordos en los pies. Un instante después entró Janne en la cocina y dijo:

– Bueno. Pero si estáis aquí pasándolo bien.

Su padre hizo un gesto señalando a Oskar.

– Sí, ya conoces a mi hijo Oskar.

– Claro -dijo Janne-. Hola, Oskar. ¿Qué tal?

– Bien.

Hasta ahora. Lárgate de aquí.

Janne avanzó torpemente hasta la mesa de la cocina, los calcetines de lana se le habían deslizado hasta los talones y se movían delante de los dedos de los pies como si fueran aletas deformadas. Acercó una silla y se sentó.

– Vaya, estáis jugando a las cinco en raya.

– Sí, aunque el chico ya es muy bueno y no consigo ganarle.

– No, no. Habrá entrenado en la ciudad, ¿no? ¿Te atreves a echar una partida conmigo? ¿Eh, Oskar?

Oskar negó con la cabeza. No quería ni mirar a Janne a la cara, sabía lo que iba a ver. Ojos acuosos, la boca abierta con una sonrisa ovejuna; sí, Janne tenía el aspecto de una oveja vieja y su pelo rubio, encrespado, no hacía más que reforzar esa impresión. Era uno de los «colegas» de su padre, enemigos de Oskar.

Janne se frotaba las manos haciendo un ruido como de lija y, a contraluz del pasillo, Oskar pudo distinguir pequeñas partículas de piel cayendo suavemente hasta el suelo. Janne tenía algún tipo de enfermedad cutánea que, especialmente durante el verano, hacía que su cara pareciera como una naranja roja podrida.

– Bueno, aquí estáis calentitos y bien.

Siempre dices eso. Lárgate de aquí con esa cara asquerosa y esas viejas palabras.

– Papá, ¿no vamos a terminar la partida?

– Sí, claro, pero cuando se reciben invitados…

– Vosotros jugad.

Janne se echó hacia atrás en la silla y parecía como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Pero Oskar sabía que la batalla estaba perdida. Ya se había terminado. Ahora pasaría lo de siempre.

Habría querido gritar, hacer añicos algo, especialmente a Janne, cuando su padre se dirigió a la despensa y sacó una botella, cogió dos copitas y lo puso todo encima de la mesa. Janne se frotó las manos y las partículas de piel se pusieron a danzar.

– Bueno, bueno. De manera que tienes un poco en casa…

Oskar miraba el papel con la partida inacabada.

Allí tenía que haber puesto la siguiente cruz.

Pero no habría más cruces que poner aquella tarde. Ni círculos. Nada.

La botella gorgoteó débilmente cuando su padre la inclinó sobre las copitas. El ligero cono invertido de cristal se llenó de un líquido transparente. Parecía tan pequeño y tan frágil en la tosca mano de su padre. Casi desaparecía.

Sin embargo lo desbarataba todo. Absolutamente todo.

Oskar estrujó el papel con la partida inacabada y lo echó a la cocinilla. Su padre no dijo nada. Janne y él habían empezado a hablar de algún conocido que se había roto la pierna. Pasaron luego a comentar las roturas de piernas que ellos mismos habían sufrido y otras de las que habían oído hablar; volvieron a llenar los vasos.

Oskar se quedó sentado frente a la cocinilla con la portezuela abierta contemplando cómo ardía el papel y se convertía en cenizas. Luego buscó las otras partidas y las quemó también.

Su padre y Janne cogieron la botella y las copitas y se fueron al cuarto de estar; su padre le dijo algo así como: «Venir y hablar un poco», y Oskar contestó que «luego, quizá». Siguió sentado contemplando el fuego. El calor le acariciaba la cara. Se levantó, cogió el cuaderno que había encima de la mesa, quitó las hojas que estaban sin usar y lo quemó. Cuando el cuaderno, con tapas y todo, se había carbonizado, buscó los lápices y los quemó también.


El hospital tenía algo de especial a esas horas de la tarde. Maud Carlberg estaba sentada en la recepción contemplando el vestíbulo de la entrada casi vacío. La cafetería y el kiosco ya estaban cerrados, sólo había algunas personas que deambulaban como fantasmas bajo el techo alto.

A aquellas horas de la tarde le gustaba imaginar que era ella, y sólo ella, la que vigilaba el inmenso edificio que era el hospital de Danderyd. Lo cual lógicamente no era verdad. Si surgía cualquier tipo de problema no tenía más que apretar un botón y aparecería un vigilante en menos de tres minutos.

Tenía un juego al que solía jugar para matar el tiempo las últimas horas de la tarde.

Elegía un oficio, un lugar de residencia y los antecedentes elementales de una persona. Quizá alguna enfermedad. Luego le atribuía todo al primero que se acercara a ella. Normalmente el resultado era… divertido.

Podía imaginarse por ejemplo a un piloto que vivía en la calle Götgatan y que tenía dos perros a los que solía cuidar un vecino cuando el piloto se encontraba fuera volando. Resulta que el vecino estaba secretamente enamorado del piloto. El gran problema de éste, él o ella, era que le parecía ver personas pequeñas de color verde con gorros de color rojo nadando entre las nubes cuando él, o ella, estaba volando.

Bien. Luego, no tenía más que esperar.

A lo mejor, después de un rato, se presentaba una señora mayor con aspecto deteriorado. Una mujer piloto. Seguro que se había bebido a escondidas demasiadas botellitas de licor de esas que dan a los pasajeros en los aviones y había visto personas de color verde, por eso la habían despedido. Ahora se pasaba el día en casa con los perros. Pero el vecino seguía aún enamorado de ella.

Así pasaba Maud el tiempo.

A veces se reprendía a sí misma por el juego, porque eso evidentemente le impedía recibir a la gente con la debida seriedad. Pero no podía dejarlo. Justo en ese momento estaba esperando a un cura cuya pasión eran los coches deportivos de alta gama y le gustaba coger autoestopistas con la intención de redimirlos.

¿Hombre o mujer? ¿Viejo o joven? ¿Qué aspecto tendría alguien así?

Maud, con la barbilla apoyada en las manos, miraba hacia la entrada. No había mucha gente hoy. Ya había pasado la hora de las visitas a los pacientes ingresados, y los nuevos que habían acudido con indisposiciones el sábado por la tarde, normalmente relacionadas de una u otra forma con el alcohol, entraban por urgencias.

La puerta giratoria empezó a moverse. Puede que llegara ahí el cura de los coches deportivos.

Pero no. Ésta era una de esas veces en las que tenía que desistir. Era un niño. Una niña pequeña y delgada de unos… diez, doce años.

Maud empezó a imaginarse una serie de acontecimientos que condujeran a que la niña se convirtiera finalmente en «aquel cura», pero lo dejó enseguida. La niña parecía muy desdichada.

La pequeña se acercó al enorme plano del hospital en el que líneas de distintos colores señalaban el camino que se debía seguir para llegar a tal o cual sitio. Pocos adultos se orientaban, así que ¿cómo iba a poder hacerlo un niño?

Maud se inclinó hacia delante y la llamó en voz baja:

– ¿Puedo ayudarte en algo?

La chica se volvió hacia ella sonriendo tímidamente y se acercó hasta la recepción. Su pelo estaba mojado, algunos copos de nieve que aún no se habían deshecho brillaban blancos en contraste con el cabello negro. No tenía la vista fija en el suelo como suelen hacer los niños en un ambiente extraño para ellos, no, sus ojos oscuros y tristes miraban fijamente a Maud mientras avanzaba hacia el mostrador. Un pensamiento, claro como una impresión sonora, relampagueó en la cabeza de Maud.

Tengo que darte algo. ¿Qué puedo darte?

Tontamente empezó a pensar con rapidez en lo que había en los cajones de su escritorio. ¿Un lápiz? ¿Un globo?

La niña se colocó delante del mostrador. Sólo el cuello y la cabeza sobresalían por encima del borde.

– Perdón…, estoy buscando a mi papá.

– ¿Ah, sí? ¿Está aquí ingresado?

– Sí, no sé muy bien…

Maud miró hacia las puertas, recorrió el vestíbulo con la mirada y se detuvo en la niña que no llevaba ni siquiera una cazadora. Sólo un jersey negro de cuello alto en el que relucían las gotas de agua y los copos de nieve bajo los focos de la recepción.

– ¿Has llegado aquí totalmente sola, pequeña? ¿Tan tarde?

– Sí, yo… sólo quería saber si está aquí.

– Entonces, vamos a ver. ¿Cómo se llama?

– No lo sé.

– ¿No lo sabes?

La niña agachó la cabeza, como si estuviera buscando algo en el suelo. Cuando la alzó de nuevo le brillaban los grandes ojos negros y le temblaba el labio inferior.

– No, es que él… Pero está aquí.

– Pero, pequeña…

Maud sintió cómo se le desgarraba el pecho y trató de ganar tiempo; se agachó y sacó un rollo de papel de cocina del cajón de debajo del escritorio, arrancó un trozo y se lo tendió a la chica. Por fin podía darle algo, aunque no fuera más que un trozo de papel.

La chica se sonó, y se secó los ojos como si fuera una persona mayor.

– Gracias.

– Pues, es que entonces no sé… ¿qué es lo que le pasa?

– Es… lo ha cogido la policía.

– Pues entonces será mejor que vayas a preguntarles a ellos.

– Sí, pero es que lo tienen aquí. Porque está enfermo.

– ¿Qué enfermedad tiene?

– Él… yo sólo sé que la policía lo tiene aquí. ¿Dónde está?

– Probablemente en el último piso, pero allí no se puede entrar sin haberlo… acordado antes con ellos.

– Sólo quería saber adónde dan sus ventanas, así podría… no sé.

La niña empezó a llorar de nuevo. A Maud se le hizo un nudo en la garganta tan grande que le dolía. Así que quería saberlo para poder estar fuera del hospital… en la nieve, mirando hacia la ventana de su padre. Maud se tragó las lágrimas.

– Pero si quieres puedo llamar. Estoy segura de que podrás…

– No. Está bien. Ahora ya sé. Ahora ya puedo… Gracias. Gracias.

La pequeña se alejó de la recepción, fue hacia las puertas giratorias.

Dios mío, cuántas familias destrozadas.

Después se esfumó tras las puertas y Maud se quedó allí mirando hacia el sitio por el que había desaparecido. Algo no encajaba.

Maud hizo un repaso mental del aspecto de la niña, de cómo se movía. Había algo que no encajaba, algo que… le llevó medio minuto descubrir qué era: no llevaba zapatos.

Maud se levantó deprisa de la recepción y corrió hasta las puertas. Sólo podía abandonar su puesto en circunstancias muy especiales. Decidió que ésta era una de ellas. Irritada, avanzó dando pasitos en la puerta giratoria deprisa, deprisa y salió hasta el aparcamiento. No se veía a la niña por ningún sitio. ¿Qué podía hacer? Habría que llamar a los de asuntos sociales; no se habían asegurado de que tuviera a alguien que se hiciera cargo de ella, era la única explicación. ¿Quién era su padre?

Maud dio una vuelta por el aparcamiento sin poder encontrarla. Corrió un poco a lo largo del hospital, en dirección al metro. Ni rastro. De vuelta a la recepción trató de decidir a quién tenía que llamar, qué debía hacer.


Oskar estaba echado en su cama esperando al hombre lobo. Le bullía el pecho; de rabia, de desesperación. Desde el cuarto de estar le llegaban las voces cada vez más altas de Janne y de su padre, mezcladas con la música del radiocasete. Los Hermanos Djup. Oskar no podía distinguir las palabras, pero se sabía la canción de memoria:

Vivimos en el campo, y pronto lo entendimos,

necesitábamos algo en la pocilga.

Vendimos la vajilla y compramos un cerdo…

Después de lo cual todo el grupo empezaba a imitar los distintos sonidos de los animales de la granja. Normalmente, los Hermanos Djup le parecían divertidos. Ahora los odiaba. Porque colaboraban. Cantando su estúpida canción para Janne y para su padre mientras ellos se emborrachaban.

Él ya sabía lo que iba a pasar.

Dentro de una hora más o menos la botella estaría vacía y Janne se iría a casa. Entonces su padre empezaría a dar vueltas en la cocina, recorriéndola de un extremo a otro durante un rato, y al final se acordaría de que tenía que hablar con Oskar.

Entraría en la habitación del muchacho, pero ya no sería su padre. Sólo una torpe masa apestando a alcohol que necesitaba ternura y compasión. Querría que Oskar se levantara de la cama para poder hablar un poco. De lo mucho que todavía quería a la madre de Oskar, de cuánto quería a Oskar, pero ¿le quería Oskar a él? Farfullaría todas las injusticias que se habían cometido contra su persona y en el peor de los casos se calentaría y perdería los estribos.

No pegaba nunca, no, eso no. Pero el cambio que se producía en los ojos de su padre en aquellos momentos era lo más terrible que Oskar había visto. Entonces no quedaba ni rastro de lo que realmente era, sólo un monstruo que se hubiera metido dentro de su cuerpo tomando el mando sobre él.

La persona en la que se convertía cuando estaba borracho no tenía nada que ver con lo que era mientras estaba sobrio. En aquellos momentos era un consuelo imaginar que su padre era un hombre lobo, que en realidad había otro ser completamente distinto dentro de él. Así como la luna incitaba a la fiera que había en el hombre lobo, el alcohol incitaba a aquel ser que había dentro de su padre.

Oskar cogió un tebeo de Bamse, intentó leer pero no podía concentrarse. Se sentía… abandonado. Dentro de una hora o así estaría solo con el Monstruo. Y lo único que podía hacer era esperar.

Tiró el tebeo contra la pared y se levantó de la cama, buscó su cartera. El abono del metro y dos notas de Eli. Puso las dos notas de Eli la una al lado de la otra en la cama.

AHORA PERMITE QUE EL DÍA ENTRE POR LA VENTANA Y DEJA FUERA MI VIDA.

El corazón.


NOS VEMOS ESTA NOCHE, ELI .


Y la otra:

HUIR ES VIVIR. QUEDARSE, LA MUERTE. TUYA, ELI.

Los vampiros no existen.

La noche estaba oscura al otro lado de la ventana. Oskar cerró los ojos y se imaginó el camino de vuelta a Estocolmo, las casas, las fincas y los campos pasaron a gran velocidad. Llegó volando al patio de Blackeberg, atravesó su ventana y allí estaba ella.

Abrió los ojos y miró hacia el rectángulo negro de la ventana. Allí fuera. Los Hermanos Djup acababan de cantar una canción acerca de una bicicleta pinchada. Janne y su padre se reían de algo, con risas demasiado altas. Algo cayó al suelo.

¿Qué monstruo eliges tú?

Oskar se volvió a guardar las notas de Eli en la cartera y se vistió. Salió con sigilo al pasillo y se puso los zapatos, la cazadora y el gorro. Permaneció quieto unos segundos, escuchando el ruido que llegaba del cuarto de estar.

Se volvió para marcharse, pero vio algo y se detuvo.

En la repisa del zapatero que había en la entrada estaban sus viejas botas de goma, las que había usado cuando tenía cuatro, cinco años quizá. Recordaba que siempre habían estado allí, aunque no había nadie que pudiera usarlas. A su lado, las enormes botas de goma de su padre de la marca Tretorn, una de ellas arreglada en el talón con uno de esos parches que se usan para los neumáticos de las bicicletas.

¿Por qué las habría conservado?

Oskar lo comprendió. Dos personas crecían de esas botas dándose la espalda la una a la otra. La espalda ancha de su padre al lado de la estrecha espalda de Oskar. El brazo de Oskar extendido, su mano en la de su padre. Caminaban con sus botas sobre una roca, quizá fueran a buscar frambuesas, quizá…

Oskar lanzó un suspiro. Estaba a punto de ponerse a llorar. Extendió la mano para acariciar las pequeñas botas. Se oyó una salva de carcajadas en el cuarto de estar. Era la voz de Janne, distorsionada. Estaría imitando a alguien, se le daba muy bien eso.

Los dedos de Oskar se cerraron alrededor de la caña de la bota. Sí. No sabía por qué, pero eso le hacía sentirse bien. Abrió la puerta de la calle con cuidado y la cerró tras de sí. La noche era heladora; la nieve, un mar de pequeños diamantes a la luz de la luna.

Con las botas bien agarradas en la mano empezó a caminar hacia la carretera.


El vigilante dormía. Habían mandado a un policía joven después de que el personal del hospital se quejara de que tenían que tener a una persona ocupada todo el tiempo vigilando a Håkan. La puerta, no obstante, estaba cerrada con una llave de seguridad para la que se necesitaba un código. Por eso el vigilante se atrevía a dormir.

Sólo había una pequeña lámpara encendida y Håkan, acostado, estudiaba las borrosas sombras del techo como si fuera un hombre sano tumbado en la hierba mirando las nubes. Buscaba formas y figuras en las sombras. No sabía si podía leer, pero tenía ganas de hacerlo.

Había perdido a Eli y lo que había dominado su vida anterior estaba a punto de volver. Le caería una larga condena, y ese tiempo en la cárcel iba a dedicarlo a leer todo aquello que no había leído y acerca de todo aquello que se había prometido a sí mismo leer.

Estaba entretenido repasando todos los títulos de Selma Lagerlöf cuando un sonido chirriante interrumpió sus pensamientos. Prestó atención. Volvió a chirriar. Venía de la ventana.

Volvió la cabeza todo lo que pudo, mirando hacia allí. Contra el cielo negro destacaba una figura oval más clara, iluminada por la lámpara. Al lado, otra figura más pequeña que se movía de un lado para otro. Una mano. Hacía señas. La mano arañó la ventana y se volvió a oír el ruido chirriante y desagradable.

Eli.

Håkan se alegró de no estar conectado a ningún electrocardiógrafo cuando su corazón empezó a latir a toda velocidad, a temblar como un pájaro en una red. Veía su corazón explotándole en el pecho, arrastrándose por el suelo hasta la ventana.

Entra, querida. Entra.

Pero la ventana estaba cerrada, y, aun en el caso de que no hubiera sido así, sus labios eran incapaces de formar las palabras que dieran a Eli acceso a la habitación. A lo mejor podía hacer un gesto que significara lo mismo, aunque nunca había acabado de comprender aquello del todo.

¿Podré?

Con gran dificultad sacó una pierna de la cama, después la otra. Apoyó los pies en el suelo, intentó ponerse en pie. Las piernas se negaban a soportar su peso después de haber estado diez días inmóviles. Se apoyó en la cama y a punto estuvo de caerse de lado.

El tubo del goteo se tensó tanto que tiraba de la piel donde estaba la vía. Había algún tipo de alarma conectada al tubo, un fino cable eléctrico que corría paralelo a él. Si desconectaba alguno de los extremos del tubo, saltaría la alarma. Acercó el brazo al pie del gotero de manera que el tubo se aflojó y se volvió hacia la ventana. La pequeña figura oval estaba todavía allí, esperándole.

Tengo que hacerlo.

El pie de suero tenía ruedas, la batería de la alarma estaba sujeta debajo de la bolsa. Se alargó hacia él, consiguió agarrarlo. Apoyándose en el aparato logró levantarse despacio, muy despacio. La habitación daba vueltas ante su único ojo cuando intentó dar el primer paso; se paró. Escuchó. La respiración del vigilante seguía siendo tranquila.

A paso de hormiga consiguió arrastrarse por la habitación. En cuanto las ruedas del gotero hacían el menor ruido, se paraba a escuchar. Algo le decía que aquélla iba a ser la última vez que vería a Eli, y no pensaba…

cagarla.

Su cuerpo estaba tan cansado como después de una maratón cuando por fin llegó hasta la ventana y apretó su cara contra ella, de manera que la película de gelatina que cubría su piel se pegó contra el cristal e hizo que su cara empezara a arder de nuevo.

Sólo el par de centímetros que había entre los dos cristales separaba su ojo de los de su amada. Eli puso su mano sobre el cristal, como para acariciarle la cara destrozada. Håkan mantenía su ojo tan cerca como podía de los de Eli y, no obstante, la imagen empezó a deformarse. Los ojos negros de la niña desaparecían, se volvieron borrosos.

Había dado por supuesto que sus glándulas lacrimales estaban quemadas, como todo lo demás, pero no era así. Las lágrimas arrasaron su ojo y le cegaron. Su párpado provisional no daba abasto y, con mucho cuidado, se enjugó el ojo con la mano mientras todo su cuerpo temblaba.

Buscó el mecanismo de cierre de la ventana. Lo giró. Le caían mocos por el agujero donde antes había estado su nariz, goteando sobre el marco de la ventana cuando consiguió abrirla.

El aire frío inundó la habitación. Sólo era cuestión de tiempo que el vigilante se despertara. Håkan alargó su brazo y tendió su mano sana hacia Eli. Ésta se subió al alféizar de la ventana, tomó su mano entre las suyas y la besó:

– Hola, amigo mío.

Håkan asintió lentamente para confirmar que oía. Retiró su mano de las de Eli y le acarició la mejilla. Su piel era como seda helada bajo su mano.

Todo se agolpó en su cabeza.

No iba a pudrirse en la celda de ninguna cárcel rodeado de letras sin sentido. Ser vejado por otros presos porque había cometido el que a sus ojos era el peor de los crímenes. Iba a estar con Eli. Iba a…

Eli se agachó cerca de él, acurrucada en el alféizar de la ventana.

– ¿Qué quieres que haga?

Håkan retiró la mano de la mejilla de la niña y señaló su cuello. Eli meneó la cabeza.

– Entonces, tendría que… matarte. Después.

Håkan apartó la mano del cuello, la puso sobre la cara de Eli. Posó el dedo meñique un momento en los labios de la pequeña. Luego volvió a llevar la mano sobre sí mismo.

Señaló de nuevo el cuello.


Su aliento formaba nubes blancas de vaho, pero no tenía frío. Oskar había bajado en diez minutos hasta la tienda. La luna le había acompañado desde la casa de su padre, jugando al escondite detrás de las copas de los abetos. Miró el reloj. Las diez y media. Había visto en el horario que había en la entrada que el último autobús de Norrtälje salía a las doce y media.

Cruzó la explanada que había delante de la tienda, iluminada por las luces de la gasolinera, y se dirigió hacia la calle Kappellskärsvägen. No había hecho nunca dedo y su madre se pondría como loca si llegaba a enterarse. Entrar en el coche de una persona desconocida…

Empezó a andar más deprisa, pasó por delante de un par de chalés iluminados. Allí dentro vivía gente que estaba a gusto. Los niños dormidos en sus camas sin la preocupación de que sus padres entraran y los despertaran para ponerse a decir bobadas.

Esto es culpa de papá, no mía.

Miró las botas que aún llevaba en la mano; las tiró a la cuneta, se paró. Ahí estaban: dos cocos oscuros en la nieve a la luz de la luna.

Mamá no me dejará volver aquí nunca más.

Su padre iba a notar que se había ido dentro de… una hora más o menos. Luego saldría a buscarle, llamándolo. Después telefonearía a su madre. ¿Seguro que lo haría? Probablemente. Para saber si Oskar había llamado. Su madre se daría cuenta de que su padre estaba borracho cuando le contara que Oskar se había ido, y se montaría una…

Espera. Así.

Cuando llegara a Norrtälje llamaría a su padre desde una cabina y le diría que se iba a Estocolmo, que iba a pasar la noche en casa de un amigo y que luego volvería a casa de su madre al día siguiente como si no hubiera pasado nada.

De esa manera su padre iba a tener su castigo sin que supusiera una catástrofe.

Bien. Y así…

Oskar bajó a la cuneta y recogió las botas, se las metió en los bolsillos de la cazadora y siguió hacia la carretera principal. Ya estaba arreglado. Ahora era Oskar el que decidía adónde iba y la luna lo miraba con cariño iluminando sus pasos. Alzó la mano saludándola y empezó a cantar:

– «Aquí llega Fritiof Andersson, trae el sombrero nevado…».

Ya no se sabía más, así que en vez de cantarla la tarareó.

Después de unos cientos de metros llegó un coche. Él ya lo había oído cuando todavía estaba bastante lejos; se detuvo y sacó el dedo. El coche pasó delante de él, se paró y dio marcha atrás. La puerta del copiloto se abrió, dentro había una mujer, algo más joven que su madre. Nada que temer.

– Hola. ¿Adónde quieres ir?

– A Estocolmo. Bueno, a Norrtälje.

– Pues a Norrtälje voy yo, así que…

– Oskar se agachó para entrar en el coche-. Se me olvidaba. ¿Saben tu papá y tu mamá dónde estás?

– Sí, claro. Pero es que el coche de papá se ha averiado y… bueno. La mujer se lo quedó mirando, como si estuviera pensando algo.

– Bueno, entonces sube.

– Gracias.

Oskar se deslizó en el asiento y cerró su puerta. Se pusieron en marcha.

– Entonces, ¿te dejo en la estación de autobuses?

– Sí, por favor.

Oskar se colocó bien en el asiento disfrutando del calor que empezaba a sentir en el cuerpo, especialmente en la espalda. Debía de ser uno de esos asientos con calefacción. Y que fuera tan sencillo. Los chalés iluminados pasaban rápidamente ante las ventanillas.

Podéis quedaros ahí sentados, bobos.

Se va cantando, se va jugando a España y… algún sitio.

– ¿Vives en Estocolmo?

– Sí. En Blackeberg.

– Blackeberg… está al oeste, ¿no?

– Eso creo. Se llama Västerort, así que será por eso.

– Bueno. ¿Te espera algo importante en casa?

– Sí.

– Tiene que ser algo especial para salir a estas horas.

– Sí. Lo es.


Hacía frío en la habitación. Las articulaciones parecían rígidas después de haber dormido tanto tiempo en una postura incómoda. El vigilante se desperezó con un crujido, echó un vistazo a la cama y se despejó totalmente.

¡La ventana… el frío… mierda!

Se levantó temblando, miró alrededor. ¡A Dios gracias! El hombre no había huido, pero ¿cómo cojones había conseguido llegar a la ventana? Y…

¿Qué es esto?

El asesino estaba inclinado sobre el antepecho de la ventana con un bulto negro en el hombro. Su culo desnudo asomaba bajo la bata del hospital. El vigilante dio un paso hacia él, se paró jadeando.

El bulto era una cabeza. Un par de ojos negros se cruzaron con los suyos.

Buscó a tientas el arma reglamentaria y se acordó de que no la llevaba. Por razones de seguridad. El arma más próxima se encontraba en la caja fuerte del pasillo. Además, sólo se trataba de una niña, como pudo ver entonces.

– ¡Alto! ¡No os mováis!

Corrió los tres pasos que había hasta la ventana y la niña levantó la cabeza del cuello del hombre.

En el mismo momento en que el vigilante llegó, la niña tomó impulso desde el alféizar y desapareció hacia arriba. Sus pies se bambolearon un instante en el borde superior de la ventana antes de desaparecer.

Llevaba los pies descalzos.

El vigilante sacó la cabeza por la ventana y alcanzó a ver un cuerpo que desaparecía en el tejado, fuera de su ángulo de visibilidad. El hombre que tenía a su lado respiraba con dificultad.

Oh, santo Dios y la madre que lo parió.

En la tenue luz se podían apreciar unas manchas oscuras en un hombro y en la parte de atrás de la bata. El hombre tenía la cabeza caída y en el cuello destacaba una herida reciente. En el tejado se oían golpes suaves de algo que se movía sobre las planchas metálicas. El vigilante se había quedado paralizado.

Prioridades. ¿Qué prioridades?

No se acordaba. Lo primero, salvar vidas. Sí, sí, pero había otros que podían… echó a correr hacia la puerta, marcó la combinación y se lanzó por el pasillo, gritando:

– ¡Enfermera! ¡Enfermera! ¡Venga! ¡Esto es urgente!

Se lanzó hacia la escalera de incendios mientras la enfermera de noche salía de su garita y corría en dirección a la habitación que él acababa de dejar. Cuando se cruzaron ella, le preguntó:

– ¿Qué pasa?

– Urgente. Es… urgente. Pide más personal, es… un asesinato.

No le salían las palabras. No se había visto nunca en algo semejante. Le habían colocado en este tedioso puesto de vigilante precisamente porque era inexperto. Prescindible, vamos. Mientras corría hacia la escalera sacó la radio y avisó a la central pidiendo refuerzos.


La enfermera intentó prepararse para lo peor: un cuerpo tirado en el suelo en medio de un charco de sangre, o colgado con una sábana de una tubería del agua caliente. Ya había visto ambas cosas.

Cuando entró en la habitación sólo vio que la cama estaba vacía. Y algo al lado de la ventana. Al principio creyó que se trataba de un montón de ropa puesta en el alféizar. Luego vio que se movía.

Corrió hacia la ventana para impedir que ocurriera, pero llegó demasiado tarde. El hombre se encontraba ya colgado del marco y con la mitad del cuerpo fuera cuando ella se lanzó hacia allí. Llegó a tiempo de coger una solapa de la bata del hospital antes de que el cuerpo del hombre cayera; el tubo del goteo se le desprendió del brazo. Un «rasssch» y se quedó con un trozo de tela de color azul en la mano. Un par de segundos después oyó un golpe lejano y sordo cuando el cuerpo se estrelló contra el suelo. Luego, los pitidos de la alarma del gotero.


El taxista giró ante la entrada de urgencias. El señor mayor que venía en el asiento de atrás y que le había entretenido durante todo el viaje desde Jakobsberg con anécdotas sobre sus problemas de corazón, abrió su puerta y se quedó sentado, esperando.

Vale, vale.

El conductor salió, dio la vuelta hasta la parte de atrás y le ofreció su brazo al anciano. La nieve se le colaba por el cuello de la cazadora. El viejo estaba casi apoyándose en su brazo cuando se quedó mirando fijamente hacia algún punto en el cielo, y permaneció sentado.

– Venga, vamos. Yo le sujeto.

El viejo señalaba hacia arriba.

– ¿Qué es eso?

El taxista miró hacia donde estaba señalando.

Había una persona en el tejado del hospital. Una persona pequeña. Desnuda de cintura para arriba, con las manos apretadas a lo largo del cuerpo.

Avisa.

Tendría que dar la alarma a través de la radio, pero se quedó parado, incapaz de moverse, como si al hacerlo se fuera a alterar el equilibrio y la persona fuera a caer.

Le dolió la mano cuando el viejo se la cogió con unos dedos que parecían garras, clavándole las uñas en la palma. Sin embargo, no se movió.

La nieve le caía en los ojos y parpadeó. La persona que estaba en el tejado levantó los brazos por encima de la cabeza. Algo se extendió entre los brazos y el cuerpo: una telilla… una membrana. El viejo agarró su mano, salió del coche y se puso a su lado.

Al mismo tiempo que el hombro del anciano rozaba el suyo, cayó la persona… un niño… Lanzó un resuello y los dedos del viejo se le volvieron a clavar en la palma de la mano. El niño caía justo por encima de ellos.

De forma instintiva se agacharon los dos y se pusieron las manos sobre la cabeza. No pasó nada.

Cuando volvieron a mirar el niño había desaparecido. El conductor echó una ojeada alrededor, pero todo lo que se podía ver en el aire era la nieve cayendo bajo las farolas.

El viejo se estremeció.

– El ángel de la muerte. Era el ángel de la muerte. No saldré nunca de aquí.

Sábado 7 de noviembre (noche)

– ¡Habba-Habba soud-soud!

Una pandilla de chicos y chicas habían subido cantando en Hötorget. Serían más o menos de la edad de Tommy. Bebidos. Los chicos soltaban de vez en cuando algún berrido, se tiraban sobre las chicas y éstas se reían, les devolvían el golpe. Después, empezaban a cantar de nuevo. La misma canción una y otra vez. Oskar los miraba de reojo.

Yo nunca seré como ellos.

Por desgracia. Le habría gustado. Parecía que se divertían. Pero Oskar no podría nunca comportarse así, hacer lo que hacían. Uno de ellos se puso de pie en el asiento cantando en voz alta:

– ¡A Huleba-Huleba, A-ha-Huleba!

Un viejo que estaba sentado y medio dormido en los asientos reservados a los minusválidos en la otra punta del vagón les increpó:

– ¡¿No podéis tranquilizaros un poco?! Estoy tratando de dormir.

Una de las muchachas puso el dedo corazón hacia arriba y se lo mostró al viejo.

– A dormir se va uno a casa.

Todo el grupo se echó a reír y volvieron a la carga con la misma canción. Unos asientos más allá iba un hombre leyendo un libro. Oskar agachó la cabeza para poder leer el título pero no vio más que el nombre del autor: Göran Tunström. No le sonaba conocido.

En el grupo de cuatro asientos al lado de Oskar iba una señora mayor con el bolso sobre las rodillas. Iba hablando sola en voz baja, gesticulando hacia un interlocutor invisible.

Él no había ido nunca en metro después de las diez de la noche. ¿Serían aquellas personas las mismas que durante el día iban calladas y mirando fijamente hacia delante, leyendo el periódico? ¿O sería un grupo especial que sólo salía por las noches?

El hombre del libro pasó la página. Oskar, por extraño que parezca, no llevaba encima ningún libro. Lástima. Le habría gustado hacer como aquel hombre: estar sentado leyendo, olvidándose de todo lo que le rodeaba. Pero sólo llevaba el walkman y el cubo. Había pensado escuchar la cinta de Kiss que le había dado Tommy, lo había intentado en el autobús de vuelta, pero se había cansado después de un par de canciones.

Sacó el cubo del bolso. Tres caras estaban ya listas. Sólo faltaba una esquina de nada en la cuarta. Eli y él habían pasado una tarde entretenidos con el cubo, hablando de cómo se podía hacer, y después de aquello Oskar había mejorado mucho. Miró todas las caras intentando dar con alguna estrategia, pero no vio más que los ojos de Eli delante de él.

¿Qué aspecto tendrá?

No tenía miedo. Tenía la sensación de que… bueno… no podía estar allí a esas horas, no podía hacer lo que estaba haciendo. No existía. No era él.

No existo, y nadie puede hacerme daño.

Había llamado a su padre desde Norrtälje y éste se había puesto a llorar al teléfono diciéndole que iba a llamar a alguien que pudiera ir a buscarle. Era la segunda vez en su vida que Oskar oía llorar a su padre. Por un momento estuvo a punto de ablandarse, pero cuando su padre empezó a atropellarse y a gritar que él tenía que poder dirigir su vida y hacer lo que quisiera en su casa, Oskar le colgó el teléfono.

En realidad fue entonces cuando apareció, aquella sensación de que no existía.

El grupo de chicos y chicas se bajó en la estación de Ängbyplan. Uno de los chavales se volvió y gritó dentro del vagón:

– Qué durmáis bien, queridos… queridos…

No le salía la palabra y una de las chicas se lo llevó consigo. Justo antes de que el tren se pusiera en marcha se soltó de ella, corrió hacia las puertas y, sujetando una de ellas, gritó:

– … compañeros de viaje. ¡Compañeros de viaje, qué durmáis bien!

Soltó la puerta y el metro echó a andar de nuevo. El hombre que iba leyendo bajó el libro, miró a los jóvenes en el andén. Luego se volvió hacia Oskar, le miró a los ojos y sonrió. Oskar respondió con una sonrisa fugaz, después hizo como que dirigía su atención al cubo.

Tuvo la sensación de que… había sido aprobado. Aquel hombre se había fijado en él y le había transmitido la idea de que Haces bien. Todo lo que estás haciendo está bien hecho.

Sin embargo no se atrevía a volver a mirarle. Parecía como si aquel hombre supiera. Oskar giró el cubo un poco y lo volvió a dejar como estaba.


Otras dos personas, además de él, se bajaron del metro en Blackeberg, de otros vagones. Un chico más mayor al que no conocía de nada y un adulto con pinta de ligón que parecía bastante borracho. El ligón se acercó tambaleándose al chico mayor y le gritó:

– Oye, tú, ¿tienes un cigarrillo?

– Sorry, no fumo.

Pero el ligón parece que no entendió más que la negativa, porque sacó un billete de diez coronas del bolsillo y agitándolo en la mano continuó:

– ¡Diez coronas! Sólo por un pitillo.

El chico negó con la cabeza y siguió andando. El ligón se quedó allí tambaleándose, y cuando Oskar pasó a su lado levantó la cabeza y le dijo:

– ¡Tú! -pero entonces se le achinaron los ojos, fijó la mirada en Oskar y meneó la cabeza-. No, no era nada. Vete en paz, hermano.

Oskar continuó subiendo las escaleras de la estación. Preguntándose si el ligón estaría pensando en ponerse a mear en el raíl eléctrico. El chico mayor desapareció por las puertas de salida. Sin contar al vigilante de los torniquetes, Oskar era la única persona que había en el vestíbulo.

Todo parecía tan distinto por la noche. La tienda de fotos, la floristería y la tienda de ropas que había dentro de la estación permanecían apagadas. El vigilante estaba en su garita con los pies sobre el mostrador, leyendo algo. Qué silencio. El reloj de la pared señalaba las dos pasadas. Debería estar en su cama a esas horas. Durmiendo. Al menos debería de tener sueño. Pero no. Estaba tan cansado que sentía el cuerpo como vacío, pero un vacío cargado de electricidad. No somnoliento.

Se abrió una puerta abajo, donde los andenes, y oyó la voz del ligón:

– «Y hagan la reverencia, ustedes los agentes con cascos y porras…».

La misma canción que él había cantado. Se echó a reír y empezó a correr. Salió corriendo por las puertas, cuesta abajo hacia la escuela, pasó la escuela y el aparcamiento. Había empezado a nevar otra vez y aquellos grandes copos le pinchaban como alfileres en la cara ardiente. Miraba hacia arriba mientras corría. La luna estaba aún con él, jugando al escondite entre los edificios altos.

Ya dentro del patio se detuvo, tomó aliento. Casi todas las ventanas estaban oscuras, pero ¿no se veía un poco de luz detrás de las persianas del piso de Eli?

¿Qué aspecto tendría?

Subió la cuesta, echó una ojeada a su propia ventana a oscuras. Allí dentro estaba el Oskar normal durmiendo. El Oskar… anterior a Eli. Con la bola del pis en los calzoncillos. Ya no se la ponía, no la necesitaba.

Abrió la puerta del sótano de su portal y por el pasillo llegó ante el portal de Eli, no se paró a mirar si quedaba alguna mancha en el suelo. Solamente pasó. Ya no existía. No tenía una madre, ni un padre, ni una vida anterior, él sólo estaba… allí. Abrió la puerta y subió las escaleras.

De pie en el descansillo se quedó mirando la deteriorada puerta de madera, la placa del nombre sin nombre. Detrás de esa puerta.

Se había imaginado que iba a subir corriendo las escaleras e iba a llamar, sin más. Pero en vez de eso se sentó en los últimos escalones, al lado de la puerta.

¿Y si no quería que él viniera?

Después de todo era ella la que se había alejado. A lo mejor le decía que se marchara, que quería estar tranquila, que…

El trastero del sótano. El de Tommy y los otros.

Podía dormir allí, en el sofá, porque no estarían allí por la noche. De esa manera podría ver a Eli al día siguiente por la tarde, como de costumbre.

Nada sería ya como de costumbre.

Se quedó mirando fijamente al timbre. Nada iba a ser como antes. Había que hacer algo grande. Como escaparse, hacer dedo, volver a casa a media noche para demostrar que se es… importante. Lo que más miedo le daba no era que ella quizá fuera un ser que vivía de la sangre de otras personas, sino que lo rechazara.

Tocó el timbre de la puerta.

Se oyó un zumbido dentro del piso que cesó cuando soltó el timbre. Estuvo esperando. Volvió a llamar, más tiempo. Nada. No se oía nada. Eli no estaba en casa.

Oskar se sentó en la escalera mientras la desilusión le caía como un jarro de agua fría. Y se sintió de pronto cansado, terriblemente cansado. Se levantó lentamente y bajó las escaleras. A medio camino se le ocurrió una idea. Una tontería, pero… aun así. Volvió hasta la puerta y con señales cortas y largas en el timbre deletreó el nombre de ella con el alfabeto Morse.

Corta. Pausa. Corta, larga, corta, corta. Pausa. Corta, corta.

E… L… I…

Esperó. No se oía absolutamente nada. Se había dado la vuelta para marcharse cuando oyó la voz de Eli.

– ¿Oskar? ¿Eres tú?

Y esto fue lo que sucedió, a pesar de todo; que la alegría fue como un cohete que se encendiera en su pecho y explotara a través de su boca con un estruendoso:

– ¡Sí!


Maud Carlberg, por hacer algo, fue a buscar una taza de café al cuarto que había detrás de la recepción y se sentó con la luz apagada. Tenía que haber salido de su turno hacía ya una hora, pero la policía le había pedido que esperara.

Un par de hombres que no iban vestidos de policía estaban dando con un pincel una especie de polvo en el suelo, a lo largo del camino que la niña había recorrido con los pies desnudos.

El policía que le preguntó lo que la chica había dicho, lo que había hecho, qué aspecto tenía, no había sido muy amable. A Maud le había dado todo el tiempo la impresión, por su tono de voz, de que insinuaba que ella había actuado mal. Pero ¿cómo habría podido ella saber lo que tenía que hacer?

Henrik, uno de los vigilantes con quien a menudo compartía el turno de tarde, se acercó a la recepción y señalando la taza de café dijo:

– ¿Es para mí?

– Si la quieres…

Henrik cogió la taza de café, bebió un trago y echó una mirada al vestíbulo. Además de los que estaban pintando el suelo había un policía uniformado hablando con un taxista.

– Mucha gente esta tarde.

– No entiendo nada. ¿Cómo pudo subir arriba?

– No sé. Están trabajando en ello. Parece que trepó por la pared.

– Eso no puede ser.

– No.

Henrik sacó del bolsillo una bolsa con barcos de regaliz y le ofreció a Maud. Ella negó con la cabeza y Henrik cogió tres barcos, se los metió en la boca y se encogió de hombros disculpándose.

– He dejado de fumar. He cogido cuatro kilos en dos semanas.

– Hizo una mueca-. No, joder. Tenías que haberlo visto.

– ¿A quién… al asesino?

– Sí. Ha salpicado así… toda la pared ahí. Y la cara… no. Si se va a quitar uno la vida alguna vez, tendrá que ser con pastillas. Imagínate si tienes que hacer la autopsia, ¿eh? Tener que hacer eso.

– Henrik.

– ¿Sí?

– Déjalo.


Eli estaba en el quicio de la puerta. Oskar, sentado en la escalera. Agarraba con una mano el asa de la bolsa, como si estuviera preparado para irse en cualquier momento. Eli se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Parecía totalmente restablecida. Una chica pequeña, insegura. Le miró a las manos, dijo en voz baja:

– ¿Vienes?

– Sí.

Eli asintió casi sin que se notara, enredando con los dedos. Oskar siguió sentado en la escalera.

– ¿Puedo… entrar?

– Sí.

A Oskar le llevaron los demonios. Dijo:

– Di que puedo entrar.

Eli alzó la cabeza, pareció que iba a decir algo pero no lo hizo. Empezó a cerrar la puerta un poco, se detuvo. Dio una patada en el suelo con los pies descalzos, luego habló:

– Puedes entrar.

Se volvió y entró en la casa, Oskar la siguió y cerró la puerta. Dejó la bolsa en la entrada, se quitó la cazadora y la colgó en un perchero del que no colgaba nada más.

Eli estaba en la puerta del cuarto de estar con los brazos caídos. Solamente llevaba puestas las bragas y una camiseta de color rojo en la que ponía Iron Maiden encima del esqueleto del monstruo que aparecía en la carátula de sus discos. A Oskar le sonaba conocido. ¿Lo habría visto en el cuarto de la basura alguna vez? ¿Sería el mismo?

Eli estaba mirando lo sucios que tenía los pies.

– ¿Por qué has dicho eso?

– Porque tú lo dices.

– Sí. Oskar…

Ella dudó. Oskar se quedó donde estaba, con la mano en la cazadora que acababa de colgar. Estaba mirando la cazadora cuando preguntó:

– ¿Eres una vampira?

Eli se cruzó de brazos, meneando la cabeza despacio.

– Yo… me alimento de sangre. Pero yo no soy… eso.

– ¿Cuál es la diferencia?

Ella le miró a los ojos y dijo, con algo más de energía:

– Hay una diferencia muy grande.

Oskar vio cómo los dedos de los pies de Eli se encogían y se estiraban, se encogían. Sus piernas desnudas eran verdaderamente delgadas; donde acababa la camiseta pudo ver el borde de un par de bragas blancas. Hizo un gesto hacia ella.

– Entonces, ¿tú estás como… muerta?

Eli sonrió por primera vez desde que él llegara.

– No. ¿Es que no se nota?

– No, pero… tú sabes… ¿te has muerto alguna vez, o así?

– No. Pero he vivido mucho tiempo.

– ¿Eres vieja?

– No. Tengo doce años. Pero los he tenido desde hace mucho tiempo.

– Entonces eres vieja. Por dentro. En la cabeza.

– No. No lo soy. Eso es lo único que a mí misma me parece realmente extraño. No lo puedo entender. ¿Por qué nunca… de alguna manera… tengo más de doce años?

Oskar se quedó pensando, pasó el brazo por su cazadora.

– A lo mejor porque los tienes.

– ¿Cómo?

– Sí, pues… que tú no puedes entender por qué sólo tienes doce años, precisamente porque sólo tienes doce años. Eli frunció el entrecejo.

– ¿Quieres decir que soy tonta?

– No. Pero un poco dura de mollera. Como suelen ser los niños.

– Vaya. ¿Y cómo casa eso con lo del cubo?

Oskar dio un bufido, la miró a los ojos y recordó aquello de sus pupilas. Ahora estaban normales, pero habían tenido un aspecto muy extraño. ¿No era cierto? De todas formas… aquello era demasiado. Era increíble.

– Eli. Tú sólo te estás inventando todo eso, ¿no?

Eli acarició el esqueleto del monstruo que tenía en el estómago y dejando la mano quieta justo sobre la boca abierta del monstruo dijo:

– ¿Todavía quieres asociarte conmigo?

Oskar dio medio paso atrás.

– No.

Alzó la vista hacia él. Triste, casi acusatoria.

– No, eso no. Tú comprenderás… que… Se contuvo. Oskar continuó por ella.

– Si hubieras querido matarme ya lo habrías hecho hace tiempo.

Eli asintió. Oskar retrocedió otro medio paso. ¿Cuánto tiempo tardaría en salir por la puerta? ¿Dejaría la bolsa? Eli parecía no notar su inquietud, sus ganas de huir. Oskar se paró, con los músculos en tensión.

– ¿Me voy a… contagiar?

Todavía con la mirada fija en el monstruo que llevaba encima del estómago, Eli negó con la cabeza.

– No quiero contagiar a nadie. Y menos a ti.

– ¿Qué quieres decir entonces con lo de asociarnos?

Eli levantó la cabeza hacia el lugar donde creía que estaba Oskar, pero se había equivocado. Vaciló. Luego fue hacia él, le cogió la cabeza entre sus manos. Oskar la dejó hacer. Eli parecía… en blanco. Ausente. Pero nada que recordara aquella cara que había visto en el sótano. Las yemas de sus dedos le rozaron las orejas. Un sosiego inundó lentamente el cuerpo de Oskar.

Sea.

Que sea lo que Dios quiera.

El rostro de Eli estaba a veinte centímetros del suyo. Su aliento olía raro, como la caseta en la que su padre guardaba chatarra. Sí. Eli olía… a óxido. La punta de un dedo le acarició la oreja. Ella susurró:

– Estoy sola. Nadie lo sabe. ¿Quieres?

– Sí.

Al instante pegó su cara a la de él, cerró sus labios alrededor del labio superior de Oskar y lo retuvo con una presión muy, muy suave. Los tenía calientes y secos. A él se le llenó la boca de saliva y cuando la apretó contra el labio inferior de Eli lo humedecieron, suavizándolo. Cada uno probó con mimo los labios del otro, dejándolos deslizarse, y Oskar desapareció en una oscuridad ardiente que fue aclarándose gradualmente, convirtiéndose en una gran sala, en el salón de un palacio en cuyo centro había una mesa alargada llena de comida, y Oskar…


… corre hasta los manjares, empieza a comérselos con las manos. A su alrededor hay otros niños, mayores y pequeños. Todos comen de la mesa. En uno de los extremos de la mesa está sentado un… ¿hombre?… una mujer… una persona con lo que debe de ser una peluca. Una enorme peluca le cubre la cabeza. La persona tiene un vaso en la mano, lleno de un líquido de color rojo oscuro, está confortablemente sentada, apoyada en el respaldo de la silla, da un sorbito del vaso y asiente con la cabeza animando a Oskar.

Los niños no paran de comer. Al fondo de la sala, contra la pared, Oskar puede ver a unas personas pobremente vestidas que siguen con inquietud lo que pasa alrededor de la mesa. Una mujer con un chal de color marrón cubriéndole el pelo está con las manos fuertemente entrelazadas sobre el estómago y Oskar piensa: «Mamá».

Después suena el tintineo de un vaso y toda la atención se vuelca en el hombre que está en el extremo de la mesa. Él se levanta. Oskar tiene miedo de ese hombre. Tiene la boca pequeña, estrecha y extrañamente roja. La cara blanca como la tiza. Oskar siente el jugo de la carne saliéndosele por las comisuras de la boca, un pequeño trozo de carne está a punto de salirse de la boca, lo detiene con la lengua.

El hombre alza una pequeña bolsa de piel. Con gesto huraño abre la cinta que cierra la bolsa y pone sobre la mesa dos grandes dados blancos. En la sala resuena el eco de los dados cuando dan vueltas y se paran. El hombre levanta los dados en la mano, los pone delante de Oskar y de los otros niños.

El hombre abre la boca para decir algo, pero en ese mismo momento a Oskar se le cae el trozo de carne de la boca y…


Los labios de Eli se retiraron de los suyos, soltó también su cabeza, dio un paso hacia atrás. Aunque le daba miedo, Oskar intentó volver a ver el salón del palacio otra vez, pero había desaparecido. Eli lo miraba intrigada. Oskar se frotó los ojos, asintiendo.

– O sea, que es verdad.

– Sí.

Se quedaron un rato así, callados. Luego Eli le preguntó:

– ¿Quieres entrar?

Oskar no dijo nada. Eli le tiró del jersey, alzó las manos y las dejó caer de nuevo.

– No pienso hacerte daño jamás.

– Eso ya lo sé.

– ¿Qué es lo que estás pensando?

– Ese jersey. ¿Es del cuarto de las basuras?

– … Sí.

– ¿Lo has lavado? Eli no contestó.

– Eres un poco guarra, ¿lo sabes?

– Me puedo cambiar si quieres.

– Sí. Hazlo.


Había leído algo sobre el hombre de la camilla, bajo la sábana. El asesino ritual.

Benke Edwards había llevado a gente de todo tipo por aquellos pasillos, hasta las cámaras. Hombres y mujeres de distintas edades y tamaños. Niños. No había ninguna camilla especial para los niños y pocas cosas le hacían a Benke sentirse tan mal como aquellas superficies vacías que quedaban en la camilla cuando llevaba a un niño; la pequeña figura bajo la sábana blanca, como apretada contra la parte delantera de la camilla. El extremo de los pies, vacío; la sábana, estirada. Aquella superficie era la muerte propiamente dicha.

Pero el que llevaba ahora era un hombre adulto y, además de eso, una celebridad.

Conducía la camilla a través de pasillos silenciosos. El único ruido que se oía era el de la goma de las ruedas que chirriaba contra el suelo de linóleo. Aquí no había ningún tipo de señalización de colores en el suelo. Cuando llegaba alguna visita, venía siempre acompañada por alguien de entre el personal del hospital.

Benke había permanecido esperando en la calle mientras la policía fotografiaba el cuerpo sin vida. Algunos representantes de la prensa que estaban con sus cámaras fuera del cordón policial tomaban fotos del hospital con potentes flashes. Mañana saldría la imagen en el periódico, completada con una línea de puntos que marcara cómo había caído el hombre.

Una celebridad.

El bulto bajo la sábana no sugería nada de eso. Un bulto como los demás. Sabía que el hombre parecía un monstruo, que su cuerpo se había reventado como un globo de agua al chocar contra el suelo helado; agradecía que estuviera cubierto. Bajo la sábana, somos todos iguales.

Sin embargo, seguro que muchas personas se sentirían aliviadas al saber que precisamente aquel bulto de carne ya sin vida era conducido a la cámara frigorífica para una posterior incineración cuando los forenses terminaran su trabajo. El hombre presentaba una herida en el cuello que llamó poderosamente la atención del fotógrafo de la policía

Pero ¿qué importancia podía tener aquello?

Benke se consideraba a sí mismo como una especie de filósofo, lo cual tenía que ver con su profesión. Había visto tanto de lo que en realidad somos las personas que había desarrollado una teoría, y era bastante simple:

«Todo está en el cerebro».

El eco de su voz retumbó en los pasillos desiertos cuando paró la camilla delante de la puerta de la cámara frigorífica, marcó el código y la puerta se abrió.

Sí. Todo en el cerebro. Desde el principio. El cuerpo no es más que una especie de unidad de servicio que el cerebro se ve obligado a arrastrar para mantenerse vivo. Pero todo está allí desde el principio, en el cerebro. Y la única manera de cambiar a un tipo como el que estaba debajo de la sábana sería operándole el cerebro.

O encerrándolo.

La cerradura automática, que debía mantener la puerta abierta durante diez segundos después de que se hubiera introducido el código, aún no había sido arreglada y Benke tuvo que sujetar la puerta con una mano mientras con la otra agarraba la camilla por el extremo de la cabeza y la metía en la cámara. La camilla golpeó contra el quicio de la puerta y Benke soltó un juramento.

Si hubiera sido en cirugía la habrían arreglado en cinco segundos.

Entonces vio algo extraño.

Justo debajo y a la izquierda del bulto que era la cabeza del hombre había una mancha de color marrón en la sábana. La puerta se cerró tras ellos cuando Benke se agachó para mirar. La mancha crecía lentamente.

Está sangrando.

Benke no era de los que se amedrentaba fácilmente. Además, algo así ya había ocurrido antes. Probablemente alguna acumulación de sangre dentro del cráneo que se habría derramado cuando la camilla chocó contra el quicio de la puerta.

La mancha de la sábana crecía.

Benke fue hasta el armario de primeros auxilios y buscó esparadrapo quirúrgico y gasa. Siempre le había parecido cómica la presencia de un armario así en un sitio como éste, pero claro, estaba previsto para el caso de que alguna persona viva resultara herida allí dentro; que se pillara el dedo con una camilla o algo así.

Con la mano sobre la sábana justo encima de la mancha hizo acopio de fuerzas. Lógicamente no le daban miedo los cadáveres, pero aquél parecía que era la hostia. Y Benke se veía obligado a ponerle un esparadrapo. Sería a él a quien echarían la bronca si caía un montón de sangre en la cámara.

Así que tragó, y apartó la sábana.

La cara del hombre desafiaba toda descripción. Imposible comprender que hubiera vivido una semana con un rostro así. Allí no había nada que pudiera ser reconocido como humano, más que una oreja y un… ojo.

¿Es que no habían podido… volver a ponerle los esparadrapos?

El ojo estaba abierto. Lógicamente. Apenas tenía párpado con el que cerrarlo. Y estaba tan destrozado que parecía como si se hubiera producido una cicatrización dentro de la propia esclerótica.

Benke se desentendió de la mirada muerta y se concentró en lo que tenía que hacer. Parecía que el origen de la mancha era aquella herida del cuello.

Se oyó un suave goteo y Benke miró rápidamente alrededor. Joder. Seguro que estaba algo nervioso. Otra gota. Venía de sus pies. Miró hacia abajo. Una gota de agua cayó de la camilla y aterrizó en su zapato. Plop.

¿Agua?

Observó la herida que el hombre tenía en el cuello. Se había formado un charco debajo de ella y chorreaba por el borde de la placa. Plop.

Movió el pie. Una gota cayó sobre el suelo de cerámica. Plip.

Metió el dedo índice en el charco, se frotó el dedo índice con el pulgar. No era agua. Era algún líquido viscoso, denso y transparente. Nada que él pudiera reconocer.

Cuando volvió a mirar al suelo blanco, se había empezado a formar allí un pequeño charco. El líquido no era transparente, sino de color rosa pálido. Parecía como cuando separan la sangre en bolsas para las transfusiones. Lo que queda cuando los glóbulos rojos se van al fondo.

Plasma.

El hombre sangraba plasma.

Cómo podía ocurrir aquello, eso tendrían que explicarlo mañana los expertos, o, mejor dicho, hoy. Su trabajo era pararlo, de manera que no manchara el depósito. Tenía ganas de irse a casa ya. Meterse en la cama al lado de su mujer dormida, leer unas páginas de Un ser abominable y luego dormir.

Benke dobló la gasa hasta hacer una gruesa compresa y la puso sobre la herida. ¿Cómo cojones iba a pegar el esparadrapo? El hombre también tenía el resto del cuello destrozado y era difícil encontrar trozos de piel no dañados en los que sujetarlo. Le importaba un bledo. Se quería ir a casa ya. Cogió largas tiras de esparadrapo e hizo un remiendo de acá para allá en el cuello, un remiendo del que probablemente tendría que dar explicaciones, pero qué, joder.

Soy celador, no cirujano.

Cuando hubo colocado la compresa en su sitio, limpió la camilla y el suelo. Luego condujo el cadáver a la habitación número cuatro, se frotó las manos. Listo. Un trabajo bien hecho y una historia para contar en el futuro. Mientras echaba un último vistazo y apagaba, empezó a pulir las frases.

¿Os acordáis de aquel asesino que se tiró desde el último piso? Yo me tuve que ocupar de él después de aquello, y cuando lo conduje a la cámara frigorífica noté algo raro…

Cogió el ascensor hasta su sala, se lavó las manos con esmero, se cambió y, al salir, echó la bata a lavar. Bajó hasta el aparcamiento, se sentó en el coche y se fumó un cigarrillo con tranquilidad antes de arrancar. Cuando hubo apagado la colilla en el cenicero, que buena falta hacía vaciar, giró la llave y arrancó el coche.

El coche bramó, como solía ocurrir cuando hacía frío o había humedad. Pero siempre arrancaba. Sólo necesitaba montar algo de bronca antes. Cuando el brrrum, brrrum del tercer intento se transformó en un ruido restallante de motor, se acordó de ello.

No coagula.

No. Lo que fluía del cuello del hombre no iba a coagular bajo la compresa. Iba a empaparla y luego seguiría chorreando hasta el suelo, y cuando abrieran la puerta dentro de unas horas…

¡Joder!

Sacó la llave del coche y se la guardó cabreado en el bolsillo mientras se dirigía de vuelta al hospital.


El cuarto de estar no estaba tan vacío como la entrada y la cocina. Aquí había un sofá, una butaca y una mesa grande con un montón de cosas pequeñas encima. Había tres cajas de cartón apiladas una encima de otra al lado del sofá. Una lámpara de pie solitaria esparcía una luz débil y amarillenta sobre la mesa. Y eso era todo. Nada de alfombras, ni cuadros, ni tele. Delante de las ventanas colgaban unas mantas gruesas.

Parece como una cárcel. Una gran cárcel.

Oskar silbó, para probar. Pues sí. Había eco, pero no tanto. Probablemente por las mantas. Dejó su bolsa al lado de la butaca. El chasquido, cuando el herraje metálico de la parte inferior chocó contra el duro suelo de linóleo, resonó desolado.

Había empezado a mirar los objetos dispuestos sobre la mesa cuando Eli salió de la habitación de al lado, ahora vestida con una camisa de cuadros que le estaba demasiado grande. Oskar, abarcando con la mano el cuarto de estar, le preguntó:

– ¿Os vais a mudar?

– No. ¿Por qué?

– No, lo suponía.

¿Os?

Cómo no lo había pensado antes. Oskar recorrió con la mirada las cosas que había encima de la mesa. Parecían juguetes, todos. Juguetes viejos.

– Ese viejo que vivía antes aquí, no era tu papá, ¿verdad?

– No.

– ¿Él era también…?

– No.

Oskar asintió, volvió a recorrer el cuarto con la mirada. Era difícil imaginarse que alguien pudiera vivir así. A no ser que…

– ¿Eres… pobre?

Eli se acercó a la mesa, cogió una cosa que parecía un huevo negro y se lo dio a Oskar. Él se inclinó hacia delante, lo puso bajo la lámpara para poder verlo mejor.

La superficie era rugosa, y cuando Oskar lo observó más de cerca vio que la recorrían cientos de complicadas guirnaldas de hilos de oro. El huevo era pesado, como si todo él estuviera hecho de algún metal. Oskar le dio vueltas y vio que los hilos de oro estaban incrustados en hendiduras poco profundas de la superficie. Eli se colocó a su lado y él volvió a sentir aquel olor… el olor a óxido.

– ¿Cuánto crees que vale?

– No sé. ¿Mucho?

– Sólo hay dos. Si alguien tuviera los dos podría venderlos y comprar… una central nuclear, tal vez.

– ¿Noo…?

– Sí, no sé. ¿Cuánto cuesta una central nuclear? ¿Cincuenta millones?

– Creo que cuestan… miles de millones.

– Bueno, no, entonces no se podría comprar eso.

– ¿Y tú para qué quieres una central nuclear? Eli se echó a reír.

– Cógelo entre las manos. Así. Cerradas. Y dale vueltas.

Oskar hizo como Eli le había dicho. Dio vueltas con cuidado al huevo entre las dos manos y notó como éste… explotaba y se desperdigaba en la palma de su mano. Resopló y apartó la mano que tenía encima. El huevo ya no era más que un montón de añicos en su mano.

– ¡Perdón! Lo he hecho con cuidado, yo…

– ¡Chist! Tiene que ser así. Trata de no perder ningún trozo. Ponlos aquí.

Eli señaló un papel blanco que había sobre la mesa del sofá. Oskar contuvo la respiración mientras echaba con cuidado los pedacitos brillantes que tenía en la mano. Cada trozo era más pequeño que una gota de agua y tuvo que frotarse la palma de la mano con los dedos de la otra para que cayeran todos.

– Se ha roto.

– Aquí. Mira.

Eli acercó la lámpara a la mesa y concentró su débil luz sobre el montón de fragmentos de metal. Oskar se agachó y miró. Un trozo, no mayor que una garrapata, estaba solo en el montón, y cuando lo observó de cerca pudo ver que tenía muescas y hendiduras en algunas aristas y casi microscópicas convexidades en forma de bombilla en otras. Entonces comprendió.

– Es un rompecabezas.

– Sí.

– ¿Pero… puedes volver a juntarlo de nuevo?

– Eso creo.

– Debe de llevar una eternidad.

– Sí.

Oskar contempló otros trozos que estaban esparcidos al lado del montón. Parecían idénticos al primero, pero cuando los miró más detenidamente vio que había pequeñas variaciones. Las hendiduras no estaban exactamente en el mismo sitio, las convexidades tenían otro ángulo. Vio también un fragmento que tenía una cara lisa salvo un reborde de oro del grosor de un cabello. Un pedacito de la superficie del huevo.

Se desplomó en la butaca.

– Yo me volvería completamente loco.

– Imagínate el que lo construyó.

Eli arqueó los ojos y sacó la lengua como si fuera Mudito, el enanito. Oskar se echó a reír. ¡Ja, ja! El sonido permaneció, vibrando en las paredes. Vacío. Eli se sentó en el sofá con las piernas cruzadas, mirándolo… expectante. Él apartó la vista y la dirigió a lo que había sobre la mesa, un paisaje de juguetes en ruinas.

Desolado.

De pronto volvió a sentirse tremendamente cansado. Ella no era «su chica», no podía serlo. Era… otra cosa. Había una gran distancia entre ellos que no se podía… cerró los ojos, se echó hacia atrás en la butaca y lo negro que apareció tras sus párpados era el espacio que los separaba.

Se adormeció, se deslizó en un sueño que duró un abrir y cerrar de ojos.

El espacio que los separaba se llenó de insectos feos y pegajosos que volaban hacia él, y cuando se acercaron vio que tenían dientes. Los espantó con la mano y se despertó. Eli estaba sentada en el sofá, mirándole.

– Oskar. Yo soy una persona, igual que tú. Piensa que tengo… una enfermedad muy poco común. Oskar asintió.

Una idea quería abrirse paso. Algo. Una situación. No acababa de pillarlo. Lo dejó. Pero entonces apareció aquel otro pensamiento, el desagradable: que Eli sólo disimulaba, que dentro de ella había una persona muy vieja que lo observaba, que sabía todo y se burlaba de él para sus adentros.

No puede ser.

Por hacer algo rebuscó y sacó de su bolso el walkman, luego la cinta, leyó el texto: «Kiss: Unmasked»; le dio la vuelta: «Kiss: Destroyer», la volvió a poner.

Debería irme a casa.

Eli se inclinó hacia delante en el sofá.

– ¿Qué es eso?

– ¿Esto? Un walkman.

– ¿Es para escuchar música?

– Sí.

No sabe nada. Es superinteligente y no sabe nada. ¿Qué hará durante el día? Dormir, claro. ¿Dónde tendrá el ataúd? Eso es. No durmió nunca cuando estuvo en mi casa. Sólo estuvo acostada en mi cama esperando a que se hiciera de día. Huir es vivir…

– ¿Me dejas probarlo?

Oskar le alargó el walkman. Ella lo cogió y parecía como si no supiera qué hacer con él, pero luego se colocó los auriculares en las orejas y lo miró como preguntándole. Oskar señaló los botones.

– Aprieta el que dice play.

Eli observó los botones y apretó play. Oskar sintió una especie de tranquilidad. Aquello era normal, dejarle la música a un amigo. Se preguntaba qué le parecería Kiss a Eli.

Oskar podía oír desde su butaca el rasguear susurrante de guitarra, batería, voz. Eli había caído en medio de una de las canciones más duras.

Los ojos de la chiquilla se abrieron como platos, gritó de dolor y Oskar se asustó tanto que cayó de espaldas en la butaca. Ésta se columpió y casi se vuelca hacia atrás mientras él veía cómo Eli se quitaba los auriculares con tanta furia que se soltaron los cables; los tiró al suelo, se llevó las manos a los oídos gimiendo.

Oskar se quedó sentado con la boca abierta, mirando cómo los auriculares se estrellaban contra la pared. Se levantó y los recogió. Completamente estropeados. Los dos cables se habían soltado. Los puso sobre la mesa y se volvió a hundir en la butaca.

Eli se quitó las manos de los oídos.

– Perdón, yo… me hacía mucho daño.

– No importa.

– ¿Era caro?

– No.

Eli alcanzó una caja de cartón, metió la mano y sacó unos cuantos billetes, se los dio a Oskar. -Toma.

Él cogió los billetes, los contó. Tres billetes de mil y dos de cien. Sintió algo parecido al miedo, miró hacia las cajas de las que Eli había sacado el dinero, a Eli, a los billetes.

– Yo… me costó cincuenta coronas.

– Cógelo de todas formas.

– No, pero si… sólo han sido los auriculares los que se han roto, y esos…

– Te lo doy. ¿Por favor?

Oskar dudó, luego arrebujó los billetes y se los metió en el bolsillo del pantalón mientras calculaba su valor en hojas de propaganda.

Aproximadamente los sábados de un año, quizá… unas veinticinco mil hojas repartidas. Ciento cincuenta horas. Más. Una fortuna. Los billetes le rozaban un poco en el bolsillo.

– Pues gracias.

Eli asintió, cogió de la mesa algo que parecía una complicada maraña de nudos pero que probablemente sería un rompecabezas. Oskar la miraba mientras ella manipulaba los nudos. La cabeza inclinada, sus dedos largos y finos moviéndose entre los extremos del hilo. Él repasó todo lo que ella le había contado. Su padre, su tía en el centro, la escuela a la que iba. Mentira, todo.

¿Y de dónde ha sacado todo ese dinero? ¿Robado?

Aquella sensación resultaba tan nueva que al principio no comprendió qué era. Empezó como una especie de picor en la piel, pasó a la carne, lanzó después una flecha afilada y fría desde el estómago hasta la cabeza. Estaba… enfadado. Nada de desesperado o asustado. Enfadado.

Porque ella le había mentido y luego… ¿a quién le había robado el dinero? ¿A alguien que ella…? Se anudó las manos sobre el estómago y se echó hacia atrás.

– Tú matas a la gente.

– Oskar…

– Si lo que me has dicho es cierto, tienes que matar a gente. Robarle el dinero.

– El dinero me lo han dado.

– No haces más que mentir. Todo el tiempo.

– Es verdad.

– ¿Qué es lo que es verdad? ¿Que mientes?

Eli dejó la maraña de nudos sobre la mesa, lo miró con cara de sufrimiento, extendió las manos.

– ¿Qué quieres que haga?

– Que me des una prueba.

– ¿De qué?

– De que eres… eso que dices.

Eli se quedó mirándolo fijamente. Luego meneó la cabeza.

– No quiero.

– ¿Por qué no?

– Adivínalo.

Oskar se hundió más aún en la butaca. Sentía bajo la palma de la mano el pequeño rebujo que los billetes formaban en su bolsillo. Vio ante sí los montones de hojas de propaganda. Que habrían llegado

por la mañana. Que tenían que estar repartidos antes del martes. Un cansancio gris en el cuerpo. Gris en la cabeza. Rabia. «Adivínalo». Más juegos. Más mentiras. Quería largarse de allí. Dormir. El dinero. Me ha dado dinero para que me quede.

Se levantó de la butaca, sacó el montón de papel arrugado que tenía en el bolsillo, puso todo menos un billete de cien sobre la mesa. Se volvió a guardar el billete de cien y dijo:

– Me voy a casa.

Eli se estiró hacia delante y le cogió de la muñeca.

– Quédate, por favor.

– ¿Para qué? No haces más que mentir.

Intentó zafarse, pero la presión se hizo más fuerte.

– ¡Suéltame!

– No soy ningún monstruo de circo.

Oskar apretó los dientes y dijo con tranquilidad:

– Suéltame.

Ella no cedió. La fría flecha de furia empezó a vibrar en el pecho de Oskar, estalló y se lanzó sobre ella. Se echó encima de Eli y la empujó hacia atrás en el sofá. No pesaba casi nada y la derribó contra el reposabrazos, se sentó sobre su pecho mientras la flecha se arqueaba, se movía, echaba chispas negras por los ojos cuando levantó el brazo y la pegó en la cara tan fuerte como pudo.

Un nítido ¡zas! voló entre las paredes y la cabeza de Eli se fue para un lado, de su boca salieron despedidas unas gotas de saliva y a él le ardió la mano cuando la flecha se partió, cayó hecha añicos y la rabia se disolvió.

Oskar seguía sentado sobre el pecho de la niña, mirando desconcertado aquella cabecita que estaba de perfil contra la tapicería negra del sofá mientras aparecía una flor grande y roja en la mejilla en la que él la había pegado. Eli permanecía quieta, con los ojos abiertos. Él se llevó las manos a la cara.

– Perdón, perdón. Yo…

De repente ella se dio la vuelta, se lo quitó de encima del pecho derribándolo contra el respaldo del sofá. Él intentó agarrarla de los hombros pero no lo consiguió, la asió entonces por las caderas y Eli cayó con el estómago encima de la cara de Oskar. La empujó, se revolvió y cada uno intentó agarrar al otro.

Rodaron por el sofá, hicieron lucha libre. Con los músculos en tensión y totalmente en serio. Pero con cuidado, para no hacer daño al otro. Se retorcieron como las culebras, se golpearon contra la mesa.

Algunos trozos del huevo negro cayeron al suelo haciendo un ruido semejante al de la llovizna sobre un tejado de chapa.


No tenía ganas de subir a buscar una bata. Su turno ya había terminado.

Este es mi tiempo libre, y esto es algo que hago sólo porque me da la gana.

Podía coger una de las batas extra de los forenses que había colgadas en la cámara si estaba… manchado. Llegó el ascensor y entró en él, pulsó planta sótano 2. ¿Qué iba a hacer si era así? Llamar y ver si alguien de urgencias podía bajar a coserlo. No había rutinas para ese tipo de cosas.

Probablemente la hemorragia, o lo que fuera, ya se habría parado, pero tenía que comprobarlo. Si no, no iba a poder dormir en toda la noche. No iba a hacer más que estar tumbado oyendo aquel goteo.

Se rio para sus adentros al salir del ascensor. ¿Cuántas personas normales podían hacer una cosa así sin que les temblara el pulso? No muchas. Estaba bastante satisfecho de sí mismo porque él… sí, cumplía con su obligación. Asumía su responsabilidad.

Será que no soy normal, sencillamente.

Y no se podía negar: que había algo dentro de él que esperaba que… bueno, que la hemorragia hubiera continuado; que pudiera llamar a urgencias, que se montara un pequeño circo. Por mucho que quisiera irse a casa y dormir. Porque sería una historia mucho mejor, sólo por eso.

No, no soy normal. Él con los cadáveres no tenía ningún problema; máquinas con el cerebro apagado. Lo que pese a todo podía ponerle un poco paranoico eran aquellos pasillos.

Sólo pensar en aquella red de túneles a diez metros bajo tierra, en las salas y cuartos vacíos como una especie de secciones administrativas del Infierno. Tan grande. Tan silencioso. Tan vacío.

Los cadáveres son salud en comparación.

Marcó el código, por costumbre apretó el botón que abría la puerta automáticamente y sólo respondió un chasquido impotente. Abrió la puerta con la mano y penetró en la cámara, se puso un par de guantes de goma.

¿Qué es esto?

El hombre que había dejado tapado con una sábana estaba ahora destapado. Su pene, en erección, se elevaba desde la entrepierna.

La sábana estaba tirada en el suelo. Los bronquios de Benke, destrozados por fumar, emitieron un pitido cuando recuperó el aliento.

El hombre no estaba muerto. No. No estaba muerto… puesto que se movía. Despacio, como en sueños, se agitaba en la camilla. Las manos se movían a tientas en el aire y Benke dio un paso atrás instintivamente cuando una de ellas -que no parecía siquiera una mano- pasó delante de su cara. El hombre intentó levantarse, cayó de nuevo en la camilla metálica. El único ojo miraba al frente sin parpadear.

Un sonido. El hombre emitió un sonido.

– Eeeeeeeeee…

Benke se llevó la mano al rostro. Le pasaba algo en la piel. La mano parecía… se la miró. Los guantes de goma.

Detrás de su mano vio que el hombre hacía un nuevo intento para incorporarse.

¿Qué cojones hago yo ahora?

El hombre volvió a caer en la camilla con un estruendo húmedo. Algunas gotas de aquel líquido salpicaron la cara de Benke. Intentó secarlas con los guantes de goma, pero sólo las extendió más.

Cogió una punta de la camisa y se limpió con ella.

Diez pisos. Se cayó desde el décimo piso.

Vale. Vale. Tú tienes aquí un problema. Soluciónalo.

El hombre, si no estaba muerto, al menos tenía que estar moribundo. Debía recibir asistencia.

– Eeeee…

– Yo estoy aquí y te voy a ayudar. Te voy a llevar a urgencias. Procura estar tranquilo, yo voy…

Benke se acercó y puso sus manos sobre el cuerpo que forcejeaba. La mano no deformada del hombre saltó como un resorte y le agarró por la muñeca. Joder, la fuerza que tenía aún. Benke tuvo que emplear las dos manos para liberarse de la presión.

Lo único que había para cubrirle y que entrara en calor eran las sábanas de las camillas. Benke cogió tres y las echó encima del cuerpo, que no dejaba de revolverse como una lombriz en el anzuelo mientras emitía ese ruido. Se inclinó sobre el hombre, que estaba algo más calmado después de que Benke le hubiera tapado.

– Ahora te voy a llevar a urgencias lo más deprisa que pueda, ¿vale? Procura estar tranquilo.

Condujo la camilla hasta la puerta y, a pesar de las circunstancias, se acordó de que la apertura automática no funcionaba. Dio la vuelta por la cabecera de la camilla y abrió mirando hacia abajo, hacia la cabeza del hombre. Deseó no haberlo hecho.

La boca, que no era una boca, estaba a punto de abrirse.

El tejido medio curado de la herida se rasgó con un sonido similar al que se produce cuando uno le quita la piel al pescado; algunas tiras de piel rosada se resistieron a rasgarse, tensándose mientras el agujero de la parte inferior de la cara se agrandaba más y más.

– ¡Ahhhh!

El alarido retumbó a través de los largos pasillos y el corazón de Benke empezó a latir más deprisa. ¡Estate quieto! ¡Y callado!

Si en ese momento hubiera tenido un martillo a mano, probablemente habría golpeado aquella asquerosa masa temblona con el ojo abierto, en la que las tiras de piel que cruzaban el agujero de la boca estaban rompiéndose como si fueran cintas de goma demasiado tensas; Benke pudo ver entonces los dientes del hombre, de un blanco reluciente en medio de aquel líquido rojo y marrón que era su cara.

Benke volvió de nuevo a los pies de la camilla y empezó a empujarla por los pasillos, hacia el ascensor. Iba medio corriendo, tenía pánico de que el hombre fuera a revolverse de tal manera que acabara cayéndose.

Los pasillos se extendían interminables ante él, como en una pesadilla. Sí. Era como una pesadilla. Todas las reflexiones acerca de una «buena story» habían desaparecido. No quería más que llegar arriba, donde había otras personas, personas vivas que pudieran liberarle de aquel monstruo que tenía tumbado y gritando en la camilla.

Llegó hasta el ascensor y apretó el botón, visualizó el recorrido hasta urgencias. En cinco minutos estaría allí.

Ya arriba, a la altura de la calle, habría otras personas que le ayudarían. Un poco más y estaría de vuelta en la realidad.

¡Ven ya, mierda de ascensor!

La mano sana del hombre hacía señales.

Benke la miró y cerró los ojos, los abrió otra vez. El hombre trataba de decir algo. Hacía señas para que Benke se acercara. O sea, que estaba consciente.

Benke se puso al lado de la camilla e, inclinándose sobre el hombre, dijo:

– ¿Sí? ¿Qué te pasa?

De repente la mano le asió por la nuca, haciéndole doblar la cabeza. Benke perdió el equilibrio, cayó sobre el hombre. La mano que le agarraba parecía de hierro cuando su cabeza se precipitaba hacia abajo, hacia el… agujero.

Intentó aferrarse al tubo de acero de la cabecera para soltarse, pero su cabeza giró hacia un lado y sus ojos quedaron sólo a unos centímetros de la compresa mojada sobre el cuello del hombre.

– ¡Suéltame! Por…

Un dedo se apretó contra su oreja y oyó cómo los huesos del oído eran aplastados mientras el dedo presionaba más y más dentro. Pataleaba, y cuando se golpeó la tibia contra el tubo de acero del armazón de la camilla, por fin gritó.

Luego sintió cómo los dientes se clavaban en su mejilla y el dedo que tenía en el oído llegó tan adentro que algo se desconectó y… se rindió.

Lo último que vio fue cómo la compresa empapada que tenía ante sus ojos cambiaba de color y se volvía rojo claro mientras el hombre le comía la cara.

Lo último que oyó fue un

pling

cuando llegó el ascensor.


Estaban tumbados en el sofá el uno al lado del otro, sudando, jadeando. Oskar tenía el cuerpo molido, agotado. Bostezaba de tal manera que le sonaban las mandíbulas. Eli también bostezaba. Oskar volvió la cabeza hacia ella.

– Déjalo.

– Perdón.

– ¿Tú no tendrás sueño, verdad?

– No.

Oskar se esforzaba para mantener los ojos abiertos, hablaba casi sin mover los labios. La cara de Eli empezó a ponerse borrosa, irreal.

– ¿Qué haces para conseguir sangre?

Eli lo miró. Mucho tiempo. Luego tomó una decisión y Oskar vio que algo empezaba a moverse dentro de sus mejillas, de sus labios, como si se estuviera pasando la lengua por dentro. Después despegó los labios, abrió la boca.

Y él vio sus dientes. Ella cerró la boca de nuevo.

Oskar volvió la cabeza y miró al techo, donde un hilo de una tela de araña lleno de polvo caía hacia abajo desde la lámpara inutilizada.

No tenía fuerzas ni para sorprenderse. Bueno. Era vampira. Pero eso él ya lo sabía.

– ¿Sois muchos?

– ¿Quiénes?

– Ya sabes.

– No, no lo sé.

Oskar paseó la mirada por el techo, intentando encontrar más telas de araña. Descubrió otras dos. Le pareció ver una araña que se movía en una de ellas. Parpadeó. Volvió a parpadear. Tenía los ojos llenos de arena. Nada de arañas.

– ¿Cómo te voy a llamar? ¿Qué es lo que eres?

– Eli.

– ¿Te llamas así?

– Casi.

– ¿Cómo te llamas entonces?

Una pausa. Eli se retiró un poco de él, hacia el respaldo, se volvió de lado.

– Elias.

– Pero ése es un nombre… de chico.

Oskar cerró los ojos. No podía más. Los párpados se le habían pegado a los globos oculares. Un agujero negro empezó a crecer, envolviendo todo su cuerpo. Dentro de su cabeza tenía la vaga sensación de que debía decir algo, hacer algo. Pero no le quedaban fuerzas.

El agujero negro implosionó en ultrarrápido. Fue absorbido hacia delante, hacia dentro, se dio una voltereta lenta en el espacio y cayó en el sueño.

Allá lejos sintió que alguien acariciaba una mejilla. No consiguió formular el pensamiento, pero puesto que él lo sentía, debía de ser la suya. En algún lugar, en un planeta lejano, alguien acarició con cuidado la mejilla del otro.

Y era bueno.

Después, no hubo más que estrellas.

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