10 – Metro

Quaid corrió pasillo abajo, pasando al lado de las puertas de los demás apartamentos, evitando coger el ascensor. Escuchó cómo subía y disminuía su velocidad; ¡seguro que eran los matones! Si le veían, podía considerarse hombre muerto. Tenía la pistola, pero ellos dispondrían de diez veces su capacidad de fuego. Se lanzó a través de una puerta marcada salida justo antes de que se abrieran las puertas del ascensor.

Contuvo el aliento y se aplastó contra una pared, aguzando el oído. Oyó cómo salían y cargaban contra su apartamento: uno, dos, tres, cuatro. Cómo podía contar su número con semejante exactitud por el sonido de sus pies no lo sabía; seguro que en algún lugar, en algún momento, debió recibir un entrenamiento muy especial, y todo ello estaría en aquella parte de su memoria que habían borrado. Quizá fuera igual que el hombre que, de un vistazo, era capaz de contar una manada de vacas: contaba las piernas y las dividía por cuatro. En esta ocasión no se trataba de ninguna broma; lo único que podía escuchar eran las pisadas, que superaban en número a los hombres que las producían.

Cuatro…, el mismo número que viera en el monitor. Eso significaba que no habían dejado a ningún hombre abajo para interceptar su salida. Eso era otro error táctico por su parte. Pero, ¿qué se podía esperar de unos matones? No eran profesionales verdaderos, sino simplemente hombres a los que contrataban y cuyos cerebros resultaban prescindibles.

No estaba mal. Se puso en movimiento otra vez, tras haberse detenido sólo unos segundos, y volvió a respirar. Descendió por las escaleras saltando varios escalones cada vez, por esa interminable escalera en forma de caracol que llegaba hasta el nivel de la calle. Resultaba más fácil subir una escalera de a dos o tres escalones que bajarla de la misma forma; pero, evidentemente, también le habían entrenado para ello. Casi la bajó de a cuatro, cinco, seis por vez, aterrizando como un bailarín de ballet, guiándose por el pasamanos. Sí, poseía la técnica para hacerlo, lo cual era bueno, ya que tenía un largo trayecto que bajar.

Una de las razones por las que se detuvo a interrogar a Lori, cuando sabía que los matones subían a su apartamento, era que sabía cuánto tiempo les tomaría llegar. Incluso el ascensor más rápido no podía cubrir los doscientos pisos en un instante. El ascensor era rápido, casi un cohete; pero se veía limitado por la aceleración que los residentes normales podían soportar, aun cuando se le diera al mando de «prioridad». De modo que dispuso de tiempo.

Sin embargo, ahora era él quien tenía que cubrir, y rápidamente, esos doscientos pisos. Gracias a su técnica, bajaba a la velocidad máxima. En línea recta, habría sido una caída de seiscientos metros; tal como iba, resultaba una escalera de kilómetro y medio de longitud. ¿Podía recorrer esa distancia en cinco minutos? Sería mejor que fuera capaz de hacerlo, ya que les llevaría a los matones un minuto cerciorarse de que se había marchado, quizá dos más coger un ascensor rápido de bajada, y tres más llegar hasta la planta baja. Máximo, seis minutos…, menos si, con suerte, conseguían un ascensor de inmediato. Si era afortunado, tendría una ventaja sobre ellos de un minuto y, si no lo era, quizá ninguna en absoluto. Así que continuó bajando a un ritmo aparentemente suicida. ¡Sería un suicidio no hacerlo!

Una vez llegara al primer nivel, sabía que podría atajar a través del edificio y descender por el techo inclinado que cubría el muelle de descarga de mercancías semisubterráneo. Eso le ahorraría más tiempo para su huida hasta el metro. De modo que tenía que ser este camino para él: su huida, y no del fuego u otra clase de emergencia, sino del asesinato. Cinco plantas, diez, quince…, perdió la cuenta, y no le importó, porque lo único vital era la planta baja. ¡Un minuto!, pensó. ¡Dadme un minuto de ventaja sobre ellos, y jamás me encontrarán! Lo que significaría seis minutos para ellos. ¿Serían lo suficientemente estúpidos como para retrasarse en el apartamento? ¡Rezaría por ello!


Richter abrió camino hacia el apartamento. Su rostro se contorsionó furioso cuando vio a Lori tendida inconsciente en el suelo. Él no había deseado que ella aceptara aquella misión, pese a lo importante que era para su promoción…, para la de los dos. Le había advertido a Lori que el hombre llamado Quaid era peligroso, pero ella simplemente se había reído de él, díciéndole que se mostraba demasiado protector. Bueno, ahora no podría reírse. Se arrodilló a su lado e intentó gentilmente hacerla volver en sí.

– Lori -llamó con suavidad-. ¡Lori! -Los ojos de ella aletearon y se abrieron, y gruñó mientras se acariciaba el hematoma en su sien-. ¿Estás bien?

Ella asintió cuidadosamente.

– Lo siento -dijo con voz débil-. Creo que lo estropeé.

– ¿Qué es lo que recuerda?

– Hasta ahora nada.

Mientras tanto, Helm había sacado un pequeño aparato de rastreo y lo había activado oprimiendo un botón. Lo sostuvo en la mano y lo giró, con unos movimientos de búsqueda. De repente, un punto rojo empezó a parpadear cuando el aparato apuntó a la ventana. Lo mantuvo en esa posición y apretó otro botón.

En ese momento la pequeña pantalla del rastreador cobró vida, mostrando un plano tridimensional del edificio desde el lugar donde se encontraban. Parecía un modelo hecho de cristal transparente. Cerca del extremo inferior, el parpadeante punto rojo se movía en una frenética espiral, como si fuera una mosca envenenada. Estaba bajando por las escaleras, y a una buena velocidad.

De pronto, el punto abandonó el edificio. Richter cruzó hasta la ventana, con Helm pisándole los talones. Vieron a Quaid descender por el plano inclinado de un tejado en dirección a la zona de uso común.

– ¡Mierda! -exclamó Richter-. ¡El metro! ¡Vamos! ¡Vamos!

Helm y los otros dos agentes se lanzaron hacia la puerta, pero Richter se quedó atrás. En silencio, ayudó a Lori a ponerse en pie y la abrazó. Había transcurrido demasiado tiempo desde la última vez que la había tenido en sus brazos, y sólo Dios sabía cuándo dispondrían de la próxima oportunidad.

– Recoge tus cosas y márchate -dijo, liberándola con pesar de su abrazo.

– ¿Y si lo traen de vuelta? -preguntó Lori mientras él se encaminaba hacia la puerta.

Richter se detuvo en la puerta. Se volvió, y Lori sintió miedo ante la expresión en sus ojos.

– No lo harán -dijo. Se dio bruscamente la vuelta y desapareció.


Quaid emitió un silencioso suspiro de alivio cuando llegó a salvo a la estación del metro. Había dispuesto de su minuto de ventaja, quizá más. ¿Qué habían hecho los imbéciles ahí arriba, entretenerse con Lori? Si ése era el caso, de forma irónica, le debía a ella un favor, aunque tenía la convicción de que no había sido algo voluntario por su parte. Lamentaba haber tenido que golpearla, pero fue el único modo de impedir que diera la alarma antes incluso de que llegaran los matones. No la había amado, aunque sí le gustaba, y no la hubiera herido por nada en el mundo…, antes de que estallara esta situación. Ella le había parecido demasiado buena para ser verdad, y ahora ya sabía que era demasiado buena para ser verdad. Simplemente, cumplía una misión. Seis semanas…, ¡no le asombraba que el recuerdo de sus ocho años con ella no cambiara nunca! En realidad, se trataba de una experiencia de seis semanas.

Había creído que su vida era monótona. ¡En este instante, ya no parecía aburrida! No obstante, la hubiera cambiado con gusto para recuperarla. Por lo menos estaría a salvo, en vez de huir para salvar la vida, sin tener ninguna idea de adonde ir o de quién era. Si pudiera volver atrás, se mantendría bien apartado de Rekall, y tendría los ojos y los oídos bien abiertos para investigar la situación sin llamar la atención, hasta que supiera lo suficiente como para actuar evitando que le persiguieran los matones.

La gente le miraba. Quaid frenó la marcha y, de vez en cuando, observaba por encima del hombro. Si no tenía a los matones pisándole los talones, lo mejor era que se perdiera entre la multitud. ¿Cuan lejos se encontraban de él? Había rogado un minuto de ventaja, y lo había conseguido; pero tenía la certeza de que no abandonarían la búsqueda. Debía coger un coche hacia ninguna parte en especial y perderlos por completo.

Naturalmente, transcurrieron varios minutos antes de que llegara el metro. Esperó más allá de la zona de seguridad, sin desear comprometerse antes de que fuera absolutamente necesario. Tres, cuatro minutos…, ¿cuánto tiempo se mantendría la situación? ¡Era un blanco perfecto! Obtuvo ventaja al escapar del edificio, pero en este momento la suerte se le ponía en contra.

Entonces escuchó el ruido del metro. ¡Lo iba a conseguir! Se encaminó hacia la entrada.

Se dio cuenta de que sería mejor que se deshiciera del arma; quizá tuviera un dispositivo por el que pudieran rastrearla. Ciertamente, no lograría pasarla por la zona de seguridad, de modo que no conseguiría subir al vagón con ella.

Miró hacia atrás una vez más…, y vio a Richter y compañía entrar corriendo en la estación. ¡Maldición! ¡Otros treinta segundos, y los habría dejado atrás!

Modificó de inmediato el plan. Se quedó en la cola, pero se guardó el arma. ¿Qué importancia tenía una alarma, cuando los asesinos lo habían encontrado? Se metió entre los paneles.

Contempló el pequeño monitor que había delante de la fila de los usuarios. ¡Era un esqueleto andante, y la pistola que llevaba en la mano brillaba con un rojo intenso! Las alarmas aullaron y se encendieron unas luces rojas. Unos guardias salieron a interceptarle. ¡No había nada relajado en esta zona de seguridad!

Todavía no podía correr, porque la gente que tenía delante le bloqueaba el estrecho canal. Había pensado que ya no estarían allí cuando saltaran las alarmas, pero parecían confusos y permanecían quietos. Mientras tanto, los guardias atravesaban la pantalla, con sus propias armas convertidas en otros tantos destellos rojos.

¿Podía ir hacia el otro lado? En el monitor, su esqueleto se detuvo y dio media vuelta, mostrando su propia indecisión. Vio que Richter y Helm se acercaban. ¡Eso era peor!

No había ninguna salida, ni hacia delante ni hacia atrás. Se volvió a un lado, saltó el pasamanos que servía de guía y cargó contra el mismo panel de rayos X. De repente, en el monitor, su esqueleto se hizo más grande; luego atravesó su propia imagen esquelética, destrozando la pantalla. Las mujeres que había en la estación prorrumpieron en gritos.

Esa maniobra le consiguió una salida…, pero no en dirección al metro. Tenía que escapar de los matones. Y, ahora, ¿adonde podía ir?

Su otro yo oculto tomó el mando. Emprendió la carrera hacia delante, esquivando a la gente inmóvil y con la boca abierta, hasta que llegó a unas escaleras mecánicas. Lo llevarían hasta los trenes que viajaban en ángulo recto con los de allí, en el siguiente nivel inferior. Pero aún no sabía adonde iba. Podía tomar un tren, seguro, pero…, ¿hacia dónde?


Richter y sus matones llegaron al arranque de las escaleras mecánicas. Consultó el dispositivo de rastreo. El parpadeante punto rojo que era su presa aparecía en la pantalla, avanzando firmemente hacia abajo. Richter hizo girar el dispositivo, comprobando los alrededores. Cerca del fondo de la escalera había varias otras escaleras mecánicas que indicaban arriba.

Su presa tomaría una de ésas, con la intención de deslizarse hasta el nivel de la calle y perderse allí. No desearía tomar un metro, porque no había ningún lugar donde ir. Así que, en vez de perseguirle y llegar demasiado tarde, lo rodearían. Entonces sí que no tendría realmente ningún lugar donde ir. Aquél era un trabajo asqueroso; resultaba malditamente difícil intentar atrapar a un hombre en un lugar público. Pero pronto estaría hecho, y desaparecerían.

Indicó que todo el mundo menos Helm siguiera en el mismo nivel.

– ¡Vamos, vamos, vamos! -aulló, y a Helm-: Tú, ven conmigo. -Echaron a correr escaleras abajo detrás de Quaid.


Quaid alcanzó el final de las escaleras y miró cautelosamente a su alrededor. Ningún matón. Corrió hacia delante, vio unas escaleras mecánicas que subían y se encaminó hacia ellas. Seguía sin ver ningún matón. Pero no confiaba en esto. En cualquier momento aparecerían a la carga doblando alguna esquina, con las pistolas llameando. Decididos a eliminarle…, ¿porque soñaba con Marte? No, porque no era lo que él creía que era.

Nada de aquello parecía tener mucho sentido. Necesitaba tiempo para esclarecer la situación, para explorar cada rincón de su fragmentada memoria y sacar cualquier cosa que hubiera allí. Quizá descubriera que era un criminal que… No, no le habrían dado a un criminal un apartamento agradable, un trabajo decente y una mujer como Lori. A menos que lo mantuvieran oculto hasta el momento en que tuviera que testificar en un juicio importante. Sí, eso podía tener algún sentido. No deseaban que recordara las cosas prematuramente, ya que entonces existía la posibilidad de que regresara con su gente en vez de servirles de testigo. Eso explicaría por qué Lori, que, como descubrió, no sentía nada por él, se había mostrado tan amistosamente abierta. Su trabajo consistía en mantener su mente ocupada. O su pajarito. Debieron suponer que era lo mismo. Puede que hubieran tenido razón, de no ser por la excepción de la mujer de su sueño de Marte.

Ya estaba subiendo por las escaleras mecánicas. Miró hacia atrás, y lo único que distinguió fue a ciudadanos corrientes. ¿Dónde se encontraban los matones? ¡Por entonces, deberían de haberle alcanzado!

Miró hacia arriba…, ¡y allí estaban! Cuatro agentes que llegaban al descansillo superior y que ojearon en su dirección. Intentó encogerse, escondiéndose entre los demás usuarios; pero era demasiado alto para lograrlo. Su única esperanza residía en que no le vieran antes de que se acercara lo suficiente…

Escudriñaban hacia abajo, comprobando toda la zona. ¡LE VIERON!

No hubo ninguna pausa, ninguna petición de rendición. Simplemente, empezaron a disparar.

Quaid amagó a un lado. Un desafortunado usuario recibió un tiro en la cabeza. Cayó hacia atrás, a los brazos de Quaid. Su rostro había desaparecido.

Estallaron gritos cuando el resto de la gente comprendió lo que ocurría. Todos los ciudadanos se agacharon en la escalera, intentando apartarse de la línea de tiro. Eso dejó a Quaid expuesto, la única persona que estaba de pie.

No podía agacharse como los demás; le localizarían en segundos ahora que sabían dónde se encontraba. En realidad, su otro yo no pensaba consentirlo. Ya se había puesto en movimiento y subía la escalera, empleando el cuerpo sin cara como un escudo. Tenía la pistola en la mano, y disparó contra sus enemigos. Uno, dos, tres, cuatro…, y los cuatro matones cayeron por ese orden, cada uno atravesado por una bala.

Quaid desconocía quién era su otro yo, pero empezaba a caerle bien. ¡Ese tipo era un superviviente!

De momento estaba a salvo. Podía largarse de la estación de metro y…

Una bala zumbó junto a su oreja. ¡Desde atrás! Se volvió para echar un vistazo. Allí estaban Richter y Helm, que corrían hacia las escaleras mecánicas, disparando a medida que se acercaban. En ese momento entraron en contacto con ellas y empezaron a subir por encima de los usuarios tumbados, sin dejar en ningún momento de dispararle. Si se hubieran detenido para apuntar adecuadamente, Quaid hubiera muerto sin siquiera saber que se encontraban allí.

Quaid alzó el cadáver que había empleado como escudo, se volvió y se lo arrojó a los dos agentes, tumbándolos hacia atrás. Luego se lanzó escaleras arriba. Llegó hasta el final y corrió pasillo abajo.

Si esos dos eran los únicos que le perseguían ahora, disponía de una ventaja aproximada de unos diez segundos. ¿Adonde podía ir? ¿Seguir subiendo para salir a la calle? Quizás hubiera más matones apostados en la salida. Si lo conseguía, seguiría en la misma zona; le buscarían con coches y, tal vez, con vehículos aéreos. No podía regresar a su apartamento; Lori le delataría de inmediato, si es que primero no le disparaba.

Eso le dejaba únicamente el metro. Las líneas recorrían toda la ciudad y llegaban hasta las afueras, con transbordos por todas partes. ¡Los agentes serían incapaces de cubrir cada salida de todo el sistema del metro! De manera que, si lograba subirse a un vagón sin que le siguieran, su ventaja de diez segundos se transformaría en una de diez minutos, y conseguiría salir de la ciudad antes de que se hicieran una idea de dónde se encontraba.

Su cuerpo ya conocía esa información. Corría pasillo abajo, encaminándose hacia otra línea. Se metió la pistola en la cintura del pantalón; ya estaba dentro de la zona de seguridad, así que no activaría ninguna alarma más.

Llegó hasta el andén donde ya había un convoy. Los últimos usuarios se esforzaban por entrar en los vagones. Corrió a lo largo de la plataforma que, afortunadamente, en ese momento estaba vacía, en dirección al tren.

El último pasajero subió. Sonó el silbato de partida. La puerta se cerró.

Quaid dio un salto enorme y se metió en un vagón en el último segundo, evitando las puertas por un pelo. ¡Lo había conseguido! Trastabilló, tratando de no chocar contra los otros pasajeros. Estuvo a punto de caer; sin embargo, mantuvo el equilibrio.

Las balas destrozaron los cristales de la puerta justo encima de su cabeza y salieron por el otro extremo. ¡Richter y Helm habían llegado! Si se hubiera encontrado en una postura erguida…

– ¡Agáchense! -les gritó a los otros pasajeros, sabiendo lo que se avecinaba.

El metro empezó a moverse. Una serie de ventanillas fueron destrozadas. Los pasajeros decidieron hacerle caso. Se agacharon lo mejor que pudieron.

El tren adquirió velocidad. Quaid escudriñó por el agujero de una ventanilla. Vio que Richter y Helm, furiosos, observaban cómo el metro abandonaba la estación. Los había derrotado…, de momento.

Se volvió para descubrir que el resto de los pasajeros le miraban fijamente. Se dio cuenta de que estaba cubierto de sangre debido al cadáver que había empleado como escudo. Bueno, no pensaba ofrecerles ninguna explicación. Cuanto menos supieran sobre él, mejor para él…, y para ellos. Richter parecía no tener ningún freno en los métodos que empleaba; si creyera que alguna otra persona sabía quién podía ser Quaid, la obligaría a hablar a punta de pistola…, y luego, de todas formas, puede que la matara.

Evitó las miradas y se centró en la pantalla publicitaria más cercana. Se trataba de un vendedor de pie ante una nave espacial.

– ¡No os contentéis con recuerdos difusos! ¡No os contentéis con implantes falsos! Vivid el viaje espacial a la antigua usanza, en unas vacaciones de verdad que podéis pagaros.

¡La respuesta de las agencias de viaje a Rekall! Quaid sacudió la cabeza y suspiró. Le hubiera gustado creerles. Ya que una cosa que no había cambiado en la casi completa demolición de su estilo de vida era la fascinación que sentía por Marte. De una u otra forma, aún deseaba ir allí, y, siempre que existiera, todavía quería encontrar a aquella morena.

¿Existía? Lo único que podía hacer era mantener la esperanza de que así era. Su vida sustancial con Lori se había convertido en una ilusión; quizás el sueño que tenía de la otra mujer pudiera transformarse en una realidad.

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