El ruidoso y antiguo tren, probablemente algún saldo condenado de un metro del siglo XX de Nueva York, salió de la estación y se metió en un oscuro túnel. En el exterior se escuchaban ruidos chirriantes y se veían parpadeantes luces, como si la cosa fuera a salir volando de las vías y a estrellarse contra una columna. Eso, unido al atestado espacio, creaba una sensación de ansiedad.
Quaid observó a su alrededor, alerta ante cualquier peligro potencial. En ese instante, no se hallaba bien vestido precisamente; apenas consiguió aferrarse a su bolso cuando fueron sorbidas sus ropas sueltas. En este momento trataba por todos los medios de hacer ver que el bolso era un paquete. Pero nadie parecía darse cuenta. Los indiferentes nativos de Marte (cualquiera que llevara más de un año aquí era un nativo) hablaban entre ellos, y escuchó fragmentos de conversaciones.
– Mientras estuviste fuera -comentó una mujer marciana-, subieron el precio del aire.
– ¿De nuevo? -preguntó su compañero, con aire resignado-. Es la tercera vez en los últimos dos meses.
– Sí, y mientras tanto nuestra paga sigue siendo la misma.
Interesante, pensó Quaid. Nunca mencionaban el precio del aire cuando ofrecían las sustanciosas bonificaciones a los colonos potenciales de la Tierra.
La mujer estaba hablando de nuevo, ahora en voz más baja:
– ¿Oíste lo de los Hamilton?
– Observé que su casa estaba a oscuras ayer por la noche.
– Y la noche antes de ayer, y la noche anterior a ésa.
– ¿Se han ido de viaje?
– Sí, podrías decirlo así -murmuró la mujer con una ligera sonrisa perspicaz. Su voz se convirtió en apenas algo más que un susurro, y Quaid se tensó para oírla-. Veremos cuánto tiempo dura el Administrador cuando todos sus trabajadores se hayan «ido de viaje»…
Quaid siguió los ojos de la mujer cuando ésta miró significativamente los carteles que llenaban el interior del vagón. Los carteles proclamaban una enorme recompensa por la captura del misterioso líder de las fuerzas rebeldes, Kuato. El nombre era mostrado en grandes y claras letras.
Pero no había ninguna foto.
Había otra cosa que no se reflejaba tampoco en los folletos de emigración. Quaid no había tenido la menor idea de que el Frente de Liberación de Marte poseyera una base de apoyo tan amplia. Los noticiarios hacían parecer el asunto como si los rebeldes no fueran más que unos pocos alborotadores desleales. Sin embargo, parecían tener la obvia aprobación de aquella pareja de clase media de aspecto ordinario en el tren. Ciertamente, no sonaba como si Vilos Cohaagen fuera universalmente querido. Lo cual no era en absoluto sorprendente, si estaba atornillando a la población con el mismo aire que respiraban. Archivó la información para futura referencia.
Una luz de color rojo inundó el vagón. El traqueteo disminuyó cuando el metro salió a la superficie de Marte. Quaid escudriñó el extraño paisaje por la ventanilla, empapándose de todo. Era árido, era feo, ¡pero se trataba de la tierra de su sueño!
Pasó al otro lado del coche cuando desaparecieron las reverberaciones. Miró fuera, fascinado, experimentando al mismo tiempo diversas emociones.
¡Allí estaba la montaña con forma de pirámide de su sueño! Al lado había un emplazamiento minero. ¡Su sueño era real! ¡Las cosas que lo habitaron existían aquí en Marte!
Pasado un rato, se volvió y tocó el hombro del marciano más cercano.
– Perdone. ¿Qué es eso?
El hombre le miró; luego posó los ojos en la ventanilla.
– ¿Se refiere a la Mina Pirámide? -Vio que Quaid se la quedaba contemplando con fijeza-. Yo solía trabajar allí, hasta que encontraron toda esa mierda alienígena en el interior. Ahora está cerrada.
¿Artefactos alienígenas? Entonces, también eso era verdad. Había estado allí, y su sueño era un recuerdo real, ¡no una simple fantasía! Sin embargo, si cayó en su interior, ¿cómo pudo sobrevivir intacto? A menos que algo frenara su caída y él hubiera recibido un golpe en la cabeza que le produjo amnesia. Pero eso no explicaría por qué otros querían matarlo, o la razón por la que Hauser deseaba vengarse de Cohaagen. ¡Seguía sabiendo tan poco!
– ¿Se puede ir de visita? -preguntó, embelesado.
– Ja. No te puedes acercar ni a quince kilómetros.
Así pues, había un secreto ahí. ¿Por qué mantenían a la gente alejada? ¡Ciertamente, no le mantendrían a él alejado! De una u otra forma, conseguiría entrar y desentrañar su pasado.
Y encontrar a la mujer.
La Mina Pirámide resultaba igual de impresionante desde otro ángulo, como el que se podía observar desde el vestíbulo que conducía a la oficina de Cohaagen. Richter contempló a través de la pared de cristal el complejo minero, deseoso de ser merecedor de una instalación tan sorprendente como aquélla. Entró en la oficina y miró el respaldo del sillón de Cohaagen al otro lado de su escritorio.
– Señor Cohaagen -dijo-. ¿Deseaba usted verme?
Cohaagen hizo girar su sillón. Sonrió en silencio por un momento.
– Richter -dijo finalmente-. ¿Sabes por qué soy una persona feliz?
Porque eres el que está arriba de todo, pensó, con subordinados a los que triturar. No permitió que nada de esto se reflejara en la dedicada expresión de su rostro.
– No, señor -dijo respetuosamente.
– Porque tengo un trabajo jodidamente grande -dijo Cohaagen con calma-. Mientras el turbinio siga fluyendo, puedo hacer cualquier cosa que desee. Cualquiera. No tengo a nadie mirando por encima de mi hombro. A nadie le preocupa cómo vivo. A nadie le importa una mierda si algunos pocos marcianos tienen que sufrir.
Hizo una pausa.
– Te diré la verdad -prosiguió-. No cambiaría de lugar con el Presidente. -Le resultaba difícil mantener el rostro impasible. Tenía al Presidente cogido por las pelotas y lo sabía, pero no quería darle ese tipo de información a Richter. No, la mascarada tenía que seguir. Por el momento.
Además, no había nada divertido acerca de la situación rebelde. Estaban causándole más problemas de los que había esperado. Si no les paraba los pies… No. Ni siquiera debía de pensar así. Les pararía los pies.
Se puso en pie y se inclinó hacia delante, con las manos sobre el escritorio.
– De hecho -continuó-, la única cosa que me preocupa es que algún día, si los rebeldes ganan, todo eso pueda acabar.
De pronto Cohaagen estalló en un acceso de furia y golpeó el escritorio con el puño. La pecera que había en una esquina saltó.
– ¡Y tú estás haciendo que eso ocurra! ¡Desobedeciste mis órdenes! ¡Y luego le dejaste escapar, maldita sea!
El rostro de Richter permaneció impasible. No había ninguna forma en que Cohaagen pudiera probar que su transmisión de radio había llegado hasta él, de modo que no había ninguna forma en que pudiera demostrar la insubordinación de Richter. Y ambos lo sabían.
– Tuvo ayuda, señor -dijo con voz llana-. Desde nuestro lado.
– Lo sé -dijo Cohaagen, impaciente.
– Pero, yo pensé… -Richter no pudo ocultar la sorpresa en su voz.
– ¿Quién te dijo que pensaras? -restalló Cohaagen-. ¡No te di suficiente información pura pensar! -Agitó un índice ante el rostro de Richter-. ¡Tú haces lo que se te dice! ¡Eso es lo que haces!
Cohaagen recuperó su calma. Abrió un cajón y extrajo una caja pequeña. Sacó algunos copos de su interior y los echó en la pecera sobre el escritorio.
– Ahora vayamos al asunto -dijo con tono razonable-. Kuato desea lo que hay en la cabeza de Quaid, y puede que lo consiga. Corren rumores de que ese maldito individuo es un psíquico.
»Ahora bien, tengo un pequeño plan para impedir que eso ocurra. ¿Crees poder llevarlo a cabo?
Richter sintió deseos de meter la cabeza de Cohaagen en la condenada pecera y dejar que los peces se comieran su rostro, pero todo lo que dijo fue:
– Sí, señor.
– Estupendo -indicó Cohaagen, y alzó la vista de los peces con una radiante sonrisa-. Porque ya estaba preparándome para borrarte.
Quaid salió de la estación del metro hacia la apabullante parte baja de la sección de la Llanura de Chrysse. Éste era el lugar donde la gente sofisticada y fina llevaba a cabo sus negocios. La hermosa plaza pública daba al espectacular paisaje marciano. Aquí había un montón de aire libre, y el domo geodésico aparecía limpio.
De hecho, se trataba del tipo de lugar donde le gustaría vivir, aunque no tuviera que recordar su pasado. Puede que el metro estuviera atestado; ¡sin embargo, la vida en la superficie de Marte jamás se vería superpoblada! La Tierra no sólo estaba hacinada, sino también llena de polución, mientras que aquí…
No disponía de tiempo para las fantasías. Tenía agentes que le seguían el rastro y quizá le cogieran pronto. Necesitaba desaparecer bajo su identidad falsa.
Miró a su alrededor y descubrió la entrada del Hotel Hilton. Penetró en su interior.
Resultaba tan llamativo por dentro como por fuera. ¡Era un verdadero paraíso para turistas!
Se acercó a la recepción, donde había un empleado sentado ante la terminal de un ordenador. El recepcionista alzó la vista y sonrió al reconocerle.
– Oh, señor Brubaker. Nos alegramos de tenerle de vuelta.
¡Vaya! ¡Hauser sí que lo había preparado bien!
– Me alegra estar de vuelta -comentó.
– ¿Le gustaría disponer de la suite de siempre?
– Claro.
Era demasiado bueno para ser verdad. Por supuesto, en un sentido técnico, no era verdad, ya que se encontraba bajo una identidad falsa. Sin embargo, así como se podía preparar otra identidad, también se la podía comunicar al enemigo. Seguiría la corriente, aunque permanecería alerta.
El recepcionista comprobó el monitor.
– Hum. Parece que se dejó usted algo en su última estancia.
Quaid se puso tenso. ¡Había dejado un reguero de matones muertos a su espalda! Y sus recuerdos, junto con su mujer.
El empleado se dirigió a los buzones y regresó con un sobre cerrado de papel manila. Se lo pasó a Quaid.
– Aquí tiene. -Estudió el monitor-. Es la Suite Dos-ochenta, en el Ala Azul. La tarjeta para la puerta estará lista en un minuto.
El recepcionista se marchó para codificar la tarjeta. Quaid abrió el sobre y extrajo una hoja de papel rojo doblado en un cuadrado pequeño. Desplegó el papel y descubrió un folleto publicitario para un bar: El Último Reducto, en Venusville.
Oh, sí, el famoso antro del hampa, un imán para los turistas. También existía un Marsville en Venus, con la misma reputación.
Se concentró en el folleto. Mostraba el dibujo de una mujer desnuda. Escrito al pie había un mensaje manuscrito: «Para pasar un buen rato, pregunta por Melina».
Subrepticiamente, Quaid tomó una pluma del hotel y garabateó: «Melina», debajo del mensaje escrito. El vello de su nuca se erizó cuando vio que las dos escrituras coincidían.
Aquél era un mensaje dirigido sólo a él. Pensó en la mujer de sus sueños. ¿Era posible? No, por supuesto que no. Sin embargo…
Antes de darse cuenta ya salía a la calle. Mientras abría la puerta de la entrada miró hacia atrás. El recepcionista estaba regresando.
– Aquí tiene su llave, señor Bru…
Entonces el hombre comprendió que le hablaba al aire. Mostró una expresión sorprendida.
La puerta se cerró detrás de Quaid. Salió a la entrada del hotel y se acercó a la parada de taxis.
Un hombre negro vestido con un traje reminiscente de la época del jazz se dirigió hacia él. El hombre parecía tener unos cuarenta años, aunque se le veía ágil.
– ¿Necesita un taxi, amigo? Me llamo Benny, y soy la persona que le hace falta en este momento.
Quaid indicó con un gesto el primer taxi de la fila.
– ¿Qué hay de malo con aquél?
– Que no tiene seis hijos a los que alimentar.
Quaid vio que el conductor del otro taxi era un macarra de poco más de veinte años. No resultaba más atractivo que Benny. Asintió con la cabeza.
– Lo tengo a la vuelta de la esquina -dijo Benny con tono ansioso.
Cuando Quaid le siguió hasta el taxi clandestino, el conductor macarra se dio cuenta de que le birlaban un cliente.
– ¡Eh! -protestó. Luego comprendió que no serviría de nada-, ¡Gilipollas!
¡Después de todo, Marte no era muy distinto de la Tierra! No obstante, para el tipo de asuntos que quizá Quaid establecería aquí, y con agentes que le seguían la pista, un taxi falso tal vez resultara mejor que uno autorizado. Benny no sería muy proclive a delatarle a nadie, y probablemente conocía los callejones de Marte como el mejor.
Mientras se acercaba al destartalado taxi, una fuerte explosión resonó en el nivel superior de la Mina Pirámide. Se rompieron algunas ventanas, y Benny se vio arrojado al suelo al tiempo que empezaban a sonar las alarmas. Quaid consiguió a duras penas mantenerse en pie.
Benny se levantó, tambaleante, ligeramente aturdido.
– Bienvenido a Marte -dijo con ironía. De pronto hubo soldados por todas partes, disparando a invisibles fuerzas rebeldes que respondían a su fuego. Benny abrió apresuradamente la portezuela del taxi.
– Salgamos rápido de aquí, amigo. -Quaid subió.
Benny se metió a toda prisa en el tráfico, y entonces pareció relajarse.
– ¿Qué es todo esto? -preguntó Quaid, al tiempo que doblaba la cabeza para ver el humo que ascendía de la mina.
– Oh, lo de costumbre -dijo Benny, como sin darle importancia-. Dinero, libertad…, aire. -Cambió de carril-. Bien, ¿adonde vamos?
– A Venusville.
Benny se le quedó mirando.
– ¿Me lo repite otra vez, amigo?
Quaid sacó el folleto.
– Venusville.
Benny sacudió la cabeza.
– ¡Amigo, esto es Venusville! Bueno, la parte alta.
– Entonces, vamos a la parte baja.
– ¡Aja! ¡Sí que sabe lo que quiere! -Puso el coche en marcha-. ¿Algún sitio en especial?
– El Último Reducto.
– ¡Amigo, le recomiendo otro lugar!
– Ésa es la dirección que tengo.
– ¡Muy bien, entonces! -aceptó Benny, dubitativamente.
Condujo el coche hasta las afueras de la ciudad.
Quaid aprovechó esa oportunidad para quitarse los zapatos de goma. Llevaba los suyos debajo. Dos partes de la pistola de plástico iban ocultas en los tacones de los zapatos de goma; se las metió en los bolsillos y, luego, guardó otras dos que sacó del bolso. Ya no deseaba seguir llevando ese bolso consigo; lo arrojaría en alguna zanja a lo largo del trayecto. Estaba contento de haber podido quedarse con todo lo importante cuando estalló la ventana del espaciopuerto.
Pronto penetraron en uno de varios conductos metálicos que atravesaban el abismo que separaban las dos zonas de la ciudad. Ah… ¡ya empezaba a resultarle claro! La parte lumpen se encontraba en el otro extremo.
– ¿Es su primer viaje a Marte? -le preguntó Benny con ganas de conversar, de una forma muy parecida a como lo hubiera hecho una versión moderna de un maniquí de un TaxiJohnny.
Si se percató de los movimientos de Quaid con los zapatos y el bolso, era demasiado discreto como para comentarlo. Los turistas podían permitirse tener costumbres extrañas.
Quaid observaba a través de la ventanilla, todavía absorto por el paisaje. Semejantes montañas colosales, riscos, llanuras bañadas de rocas; la desolación perfecta; pero también fascinante. ¡Podía quedarse contemplando ese paisaje durante horas, incluso días! Sin embargo, eso sólo era una parte de la cuestión. Había soñado con Marte y anhelado viajar hasta allí. Ahora se encontraba en su superficie, y le fascinaba; sin embargo, la añoranza persistía. Por su identidad real, por la mujer, y por algo más. A pesar de su esfuerzo por descubrirlo, no conseguía percibir todo el cuadro. Era como si debajo de todas sus preocupaciones superficiales yaciera una más profunda, como el basalto bajo suelo poco profundo, indicando algún suceso horrendo e importante de su pasado que él, a costa del peligro que corría su propia vida, ignoraba. Como si el hecho de que sobreviviera fuera algo intrascendente si se lo comparaba con el significado que tenía ese estrato más profundo.
Salió de su ensoñación al darse cuenta de que el taxista le había hablado.
– Mmmm. Bueno, no… Más o menos.
Benny meditó la respuesta.
– El tipo no sabe si ha estado en Marte -musitó.
Quaid se dio cuenta de que sonaba bastante confuso. Sin embargo, era verdad. Alguien en su cuerpo había estado en Marte antes; pero el propio Quaid, como tal, nunca. Cuando recobrara la memoria podría afirmar que había estado…
Sacudió la cabeza. Cuanto más averiguaba, menos parecía saber.
El conducto desembocó en una plaza en la zona pobre de la ciudad. El contraste con la parte rica era sorprendente. La zona alta tenía calles anchas y limpias, y vistas preciosas; ésta más baja tenía calles claustrofóbicas y sombrías horadadas en la ladera de la montaña. Se hallaba bajo una noche eterna. Brillaban tenues farolas, aunque la única luz natural fluía de una arcada lejana. No se debía al cambio de horario; por pura coincidencia, el día de Marte era una media hora más largo que el de la Tierra, al que te adaptabas con tanta facilidad que casi nadie notaba la diferencia. Se debía a la naturaleza subterránea de la ciudad. Resultaba como vivir en el interior de una mina. No era ninguna broma llamar a esta parte la zona oscura de la ciudad.
La gente iba y venía con indiferencia bajo los techos bajos. Una parte importante de la población, si lo visible era típico, mostraba algún tipo de deformación. Quaid sintió un escalofrío.
Todos los edificios se hallaban en un estado lamentable y cubiertos por variadas clases de pintadas. Las casetas psíquicas parecían ser bastante populares. Numerosos carteles con el lema se busca ofrecían recompensas por Kuato y, como los del tren, ninguno mostraba su fotografía. Kuato, el legendario líder del Frente de Liberación de Marte. ¡Quaid comprendió por qué los habitantes de un lugar como éste podían anhelar la liberación! Si depositaban sus esperanzas en una figura inexistente…, bueno, quizás eso fuera mejor que no tener ninguna esperanza.
Algo flotó casi hasta la superficie de su mente; sin embargo, se deslizó antes de que pudiera atraparlo. ¿Acaso él conocía alguna forma de liberar Marte? ¿Liberarlo de qué? El hecho real es que la pobreza era algo endémico; también en la Tierra abundaba. No existía ninguna varita mágica que pudieras agitar para liberar a las pobres masas oprimidas de Marte.
¿O sí existía? Vio que los soldados patrullaban las calles por parejas. La hostilidad que había entre ellos y la gente era palpable. ¿Existía alguna forma de sacar a estas pobres personas del gueto oscuro hacia el lado soleado? ¿Proporcionarles tierras con suficiente luz para todos ellos?
Sacudió la cabeza. Él no era ningún asistente social. Siempre que los domos fueran imprescindibles para hacer viable la atmósfera, la gente corriente sería esclava de aquellos que los construían y controlaban. Era la forma de ser de Marte.
El taxi se acercó al lado de una mujer atractiva con un andar muy sensual… visto desde atrás. Llevaba a un niño pequeño de la mano.
– No está mal, ¿eh? -preguntó Benny.
Quaid tuvo que reconocer que incluso este agujero del infierno tenía sus puntos luminosos. Mientras adelantaban a la mujer, se volvió para mirarla a la cara.
Estaba horriblemente deformada. Su hijo tenía el mismo defecto congénito.
¡La oscuridad y la pobreza no eran los únicos males que los azotaban! Quaid se volvió hacia Benny.
– Dígame, ¿por qué hay tantos…?
– ¿Monstruos? -finalizó Benny por él-. Por culpa de los domos baratos, amigo. Y la falta de aire que sirva como protección contra los rayos.
Oh. No cabía duda de que el material de los domos, si era situado adecuadamente, filtraba la radiación solar dañina al tiempo que dejaba pasar la luz inofensiva. Sin embargo, un domo barato lo dejaba pasar todo. Marte se encontraba más apartado del Sol que la Tierra, de modo que la luz resultaba menos intensa; pero, aun así, seguía teniendo componentes dañinos. En la Tierra, la capa de ozono servía para filtrar casi todos los rayos peligrosos. Surgieron problemas cuando el descuido del hombre eliminó ese ozono, y no se hizo nada hasta que los casos de cáncer de piel se quintuplicaron. Eso, finalmente, atrajo la atención de los políticos, que comenzaron a escuchar a los científicos que llevaban décadas advirtiendo del peligro; entonces se decidieron a poner en práctica programas para recuperar la capa de ozono. Fueron muy caros, y tomaron su tiempo, y aún no se había terminado la tarea; sin embargo, los casos de cáncer empezaban a disminuir. Aquí en Marte, era evidente que se trataba de algo más que el cáncer; era un daño genético. Sufrían una tiranía que ni siquiera un sistema social progresista podía aliviar. Era algo inherente a las condiciones del planeta.
¡Si tan sólo hubiera una respuesta sencilla y universal! Un cambio que solucionara todos los problemas de los desvalidos. Pero ése era un sueño poco piadoso.
El taxi aparcó delante de El Último Reducto. Era un antro siniestro, incluso para los cánones que regían aquí.
– ¿Está seguro de que quiere entrar ahí, amigo? Corre el peligro de pillar alguna enfermedad.
¡Una advertencia lógica! A Quaid no le resultaba muy atractivo el lugar. Aun así, ¿dónde debía buscar, si no en el sitio que apuntaba el confuso mensaje?
Quizá tuviera algún sentido. Si la persona equivocada recibía el sobre, veía el anuncio y venía aquí, en busca del buen rato prometido, llegado a este punto se sentiría asqueado y se marcharía. Pero la persona correcta no se dejaría disuadir. De modo que era una buena forma de enviar un mensaje.
– Sé de una casa mucho mejor en la esquina -ofreció Benny-. Las muchachas son limpias, no se rebajan las bebidas y…
– Y el jefe les da una comisión a los taxistas -terminó Quaid.
Benny le miró con expresión de culpa y una amplia sonrisa. Tenía un buen número de dientes en mal estado y dos fundas de oro, una con el dibujo de una luna creciente, la otra con una estrella.
– Eh, amigo, tengo seis hijos que alimentar.
Quaid le dio una buena propina.
– Llévelos al dentista.
Benny se entusiasmó al contar el dinero. Quaid abrió la puerta y salió. Cuando Benny alzó la vista, ya se alejaba del taxi.
– ¡Eh, amigo! -le llamó Benny-. Le estaré esperando. Tómese su tiempo. Recuerde, me llamo Benny.
Sí, lo recordaba. Quaid se volvió a medias para hacerle un gesto de despedida con la mano; luego, entró en El Ultimo Reducto. Esperaba no estar cometiendo un gran error.