14 – Nave

Helm conducía una vez más. Richter, echando chispas, se recompuso para realizar un informe oficial. Colocó el videófono en grabación y observó mientras su propia imagen aparecía en la pantalla, como si se tratara de un reflejo de él.

– Esto no marcha bien -anunció-. Recuerda todas sus técnicas de campo y ha estado recibiendo ayuda, preste atención, de Stevens, y Dios sabe de quién más. -Hizo un gesto al estilo de un hombre eficaz rodeado de incompetencia; que Cohaagen se las arreglara con esa expresión-. He puesto a todos los espaciopuertos en alerta máxima; pero, si para el despegue no ha aparecido, cogeré el primer transbordador y le esperaré en Marte.

Apretó una tecla. El disco retrocedió; luego reprodujo:

– …le esperaré en Marte.

Bastante bien. Extrajo el videodisco, se volvió a un agente que había en el asiento trasero y se lo pasó.

– Transmítale esto a Cohaagen, después de que yo me haya marchado.

El hombre asintió. No le hacía falta saber por qué el mensaje era entregado de esta forma, su única obligación era cumplir las órdenes. En el momento en que Cohaagen quisiera anular ese movimiento, ya sería demasiado tarde.

Richter tenía la intención de atrapar a su presa, sin importarle quién se cruzara en su camino, aunque se tratara de su jefe.

A través del movimiento de los limpiaparabrisas vio que el espaciopuerto aparecía ante él. Bueno, algo positivo tenía su viaje a Marte: ¡le sacaría de esta jodida lluvia! Marte era seco, de una sequedad desértica; allí jamás caería la lluvia.


Al día siguiente, Richter avanzó por el corredor vacío de la sección del bar de la nave. Varios guardias de seguridad se apresuraron a colocarse a ambos lados. La nave espacial vibraba y rugía, preparándose para el despegue.

– Hemos mirado por todas partes -le anunció un hombre de seguridad-. El equipaje, la sala de máquinas…

– En los camarotes del personal de vuelo -añadió el segundo oficial de seguridad.

– ¿Y en el compartimiento del tren de aterrizaje? -preguntó Richter sucintamente.

Los dos hombres de seguridad se miraron. Estaba claro que eso se les había pasado por alto.

– Yo lo comprobaré -dijo Helm. Se dirigió hacia unas escaleras, las bajó.

Richter atravesó una portilla. Contempló a través de ella los complejos motores y alas del orbitador espacial. Se trataba de una nave de pasajeros pesada, más lenta pero más cómoda que los transbordadores. Los turistas eran quisquillosos acerca de cosas como la aceleración o la caída libre, aunque resultaba más eficaz acelerar deprisa y, luego, deslizarse por la inercia. ¡Todo por satisfacer a los malditos turistas!

Prosiguió su marcha hacia los camarotes. En esta sección, cada cabina contenía una cápsula para dormir transparente. Los pasajeros regulares elegían normalmente pasar todo el viaje en los confortables confines de sus cápsulas. Por otra parte, la mayoría de los turistas ajustaban sus cápsulas a distintos ciclos de sueño-vigilia, a fin de poder gozar de la compañía de otros pasajeros y contemplar al menos algunas de las glorias del espacio a través de sus portillas exteriores. Las cabinas disponían también de portillas interiores y, afortunadamente para Richter, la mayor parte de los pasajeros todavía no habían opacificado sus cristales.

El capitán de la nave se plantó delante de él con expresión irritada.

– ¡Otra vez no! ¡Seguridad ya lo ha registrado en dos ocasiones!

Richter le ignoró. Siguió bajando por el pasillo, observando a través de las hileras de mirillas los rostros de los pasajeros que se prestaban a la inspección. Llegó hasta una mirilla que mostraba la nuca de un pasajero. Golpeó con el puño. El sorprendido pasajero se volvió y miró a través del cristal.

– Nadie ha entrado o salido -le comunicó el capitán. No cabía duda de que estaba harto de todo eso; pero carecía de poder para detenerlo.

Mientras seguía ignorando al capitán, Richter llegó hasta varias mirillas opacificadas. ¡Esto prometía más! Abrió todas las puertas. Ninguno de los pasajeros era Quaid.

– ¡Ya llevamos un retraso de dos horas! -protestó el capitán. Cuando Richter no respondió, el capitán ya tuvo suficiente. Habló en voz baja a una unidad de radio en la pared-. Pongan en marcha los motores. Nos vamos.

¡No hasta que Richter diera el visto bueno! Continuó comprobando las cápsulas.

Una mujer enormemente gorda anadeaba desde la parte trasera de la nave en dirección a la parte frontal. Llevaba varias bolsas. En el momento en que el capitán colgaba el teléfono, la mujer se aplastó contra una pared y pasó a su lado. Su vanidad era tal que incluso llevaba zapatos de tacón alto, pese a que la hacían sobresalir por encima de las cabezas de la mayoría de los hombres y no ayudaban en nada a sus piernas como salchichas.

– Perdone, señora -comentó el capitán, con forzada educación-. Tiene que volver a su cápsula.

– ¿Dónde está mi cabina? -siseó la mujer, metiéndole en la cara una tarjeta de embarque.

– Es la número diecinueve. Siga recto.

– Gracias -continuó con su anadeo pasillo abajo, tomándose su tiempo.

Los motores, en respuesta a la orden del capitán, rugieron con más fuerza. Richter salió de una cabina y empujó a la mujer gorda fuera de su camino, asqueado por el fugaz contacto.

– ¿Qué es ese ruido?

– Vamos a despegar ahora, o de lo contrario perderemos el impulso de la Luna -repuso el capitán-. Le recomiendo que se prepare.

– ¡No puede despegar hasta que yo lo diga! -exclamó Richter-. ¡Seguridad tiene prioridad!

– ¿De veras? He de consultar el código. Ahora le sugiero que ocupe una de las cabinas vacías si no quiere que la aceleración le pille aquí en el suelo. Ya hemos sellado la compuerta de entrada.

Richter se dio cuenta de que el capitán realizaba la misma maniobra que él había practicado con Cohaagen. Le resultaría imposible demostrar que el capitán conocía que seguridad tenía prioridad; y, cuando consiguiera comprobar el código espacial, la situación ya sería académica: se encontrarían en el espacio.

Miró con ojos llameantes al capitán, a punto de soltar un ácido comentario. Helm intervino rápidamente.

– He comprobado el tren de aterrizaje. Nada.

El capitán detuvo a una azafata que pasaba por allí.

– Charlotte, lleve a estos caballeros a unas cabinas vacías -le dijo con tono vivo. Luego se dirigió a la proa de la nave.

– Por aquí -indicó la azafata con una agradable sonrisa.

Richter, con los dientes apretados, tuvo que seguirla. El único consuelo que tenía era saber que Cohaagen debía de estar apretando los dientes incluso con más rabia que él.

Richter y Helm se dirigieron con la azafata hacia la parte posterior. El capitán se encaminó hacia la cabina del piloto, situada en el otro extremo de la nave. Pasó delante de la mujer gorda, que aún se esforzaba por subir a su cápsula superior.

– ¿Dónde está mi cabina? -inquirió la mujer gorda.

– Es ésta, señora -señaló con paciencia el capitán-. Ahí la tiene.

Mientras la dejaba atrás, sacudió la cabeza. Había sido un día largo.

Richter miró hacia atrás y sonrió fugazmente. Le agradaba que el capitán también tuviera sus propios problemas. Se lo tenía merecido.

Charlotte les indicó su cápsula. Sonreía sin ninguna muestra de burla, lo cual significaba que era tan profesional en su oficio como Richter en el suyo.

¿Qué hacían las bonitas azafatas en las largas y aburridas horas de vuelo, durante su tiempo libre? Quizá, mientras tuviera que quedarse ahí, valiera la pena averiguarlo. Además, podía resultar una aliada útil, ya que se relacionaba con todos los pasajeros. Si le pedía que le informara de cualquier cosa extraña, tal vez pudiera ayudarle mucho.

Richter adoptó su sonrisa más encantadora, tan hipócrita como la del mismo Cohaagen.

– Gracias, señorita -dijo-. Quizá lleguemos a vernos un poco más.

La sonrisa de ella quedó congelada, como si acabara de descubrir una tarántula en su bolso.

– Lo dudo, señor -repuso, y se retiró rápidamente.

¡Maldición!


La mujer gorda cerró a toda velocidad la puerta y bajó la persiana de la mirilla.

– ¿Dónde está mi cabina? -preguntó, aunque no había nadie más con ella.

Alzó los brazos, se cogió de las orejas y tiró. Mientras realizaba este esfuerzo, la cara se abrió por la mitad. La piel se deslizó a ambos lados de la nariz, llevándose las mejillas gordas y la papada.

Debajo había el rostro de un hombre. Era Douglas Quaid.

Terminó de quitarse por completo la cara artificial. Hasta el mismo pelo era falso, al igual que los pequeños pendientes. A medida que se la quitaba volvió a cerrarse, retomando su aspecto original, aunque un poco más desinflada. Este regalo de Hauser le había sido de mucha utilidad, al igual que el enorme vestido y los zapatos de goma.

– ¿Dónde está mi cabina? -preguntó la cara con voz quejumbrosa-. ¿Dónde está mi cabina?

La sostuvo en las manos y le clavó un dedo; sin embargo, siguió hablando.

– ¿Dónde está mi cabina?

Irritado, aplastó la cara contra la pared. Guardó silencio.

Se relajó. Entonces, después de un latido, la cara habló de nuevo.

– Gracias.

Tuvo que sonreír. Por lo menos, la máscara había cumplido su cometido y engañó a los matones.

No se molestó en quitarse el vestido o las capas de plástico rellenas con gomaespuma que redondeaban su recio cuerpo convirtiéndolo a las monstruosas proporciones de la mujer gorda. Se sentía completamente cómodo en él y, además, no deseaba ser sorprendido a bordo sin su disfraz. Había decidido ya pasar todo el viaje en éstasis, y volvería a colocarse la máscara después del despegue. No tenía ningún sentido correr riesgos innecesarios.

Mientras se reclinaba en su cápsula, contempló el más notable de los rasgos del disfraz que Hauser le había proporcionado. El calzado de caucho estaba cubierto por delgados y flexibles hologramas que daban la ilusión de que llevaba recios tacones altos, aunque dentro sus zapatos eran completamente planos. Ello creaba el efecto de quitarle unos ocho centímetros de estatura, ya que la gente lo justificaba por los tacones. Aun así, seguía teniendo una imponente figura de mujer, aunque no exagerada. De todos modos, debía de tener mucho cuidado de no permitir que se le vieran jamás las rodillas, ya que parecería que tenía las pantorrillas más cortas. Sin embargo, no tenía mucho de que preocuparse al respecto; su traje le llegaba casi a los tobillos, ocultando muy efectivamente sus piernas.

Todavía ocultaba más con el disfraz. Comprendiendo que le haría falta una pistola, pero que, tras no poder pasarla por un control de metro, aún tenía menos posibilidades en una nave espacial, había comprado en un puesto del mercado negro una especial. Toda su estructura era de plástico y de otros materiales no metálicos, con lo que se garantizaba que no activaría ninguna alarma. El plástico podía hacerse tan duro como el metal, como bien lo demostraban las balas, que empleaban detonadores de plástico para la explosión. Estas pistolas llevaban décadas prohibidas; no obstante, se podían obtener fácilmente…, si se pagaba su precio. La que llevaba aún era más sofisticada: se podía desmontar en diversas partes que se camuflaban a la perfección. Los botones del vestido de la mujer gorda, las fantasías de sus zapatos, las peinetas en su cabello…, todo cumplía otro objetivo, de manera que ni siquiera una inspección física delataría su verdadera naturaleza. Requeriría tiempo volver a montar la pistola, pero le salvaría la vida. ¡Siempre que no la necesitara mientras estuviera disfrazado!

En realidad, ahora que ya había pasado el control de embarque, podía montar la pistola y guardarla a mano en su bolso. Luego, cuando llegaran a Marte, la desmontaría en unas pocas piezas más grandes y las escondería en su cartera y en el espacio libre en los zapatos de goma. Marte no disponía de los sofisticados rayos X de la Tierra; dependía de la inspección física rutinaria que, según tenía entendido, era superficial. De modo que conseguiría pasarla de contrabando y montarla rápidamente poco después. Debería arreglar su ropa para mantenerla sujeta sin algunos de sus botones; sin embargo, ya se sabía que las mujeres cambiaban continuamente de vestido. No habría ningún problema, siempre y cuando no se topara con ningún tornado. Y no existían muchas probabilidades para que eso ocurriera en la atmósfera casi sin aire de Marte.

El rugido de los motores aumentó de volumen. La nave se sacudió violentamente. ¡Tenías suerte si estos armatostes no se desarmaban durante el despegue! Se sujetó rápidamente a la litera mientras la nave alzaba el vuelo.

Se echó hacia atrás y se relajó. Era la única manera de tratar con la aceleración. Ahora dispondría de tiempo para ordenar los recuerdos que, lentamente, empezaba a recuperar, ayudado por todo lo que había descubierto la noche anterior. Así que él era Hauser, un agente que poseía una conciencia y que se había pasado al bando contrario. Le gustaba eso. Ya había vivido en carne propia los suficientes métodos empleados por la Agencia como para saber que no deseaba que le asociaran con ella. Pero, ¿cuál era el secreto que conocía que le convertía en un peligro para ellos? Seguía siendo un enigma. ¿Por qué se habían tomado tantas molestias para mantenerle vivo y con buena salud, a pesar del hecho de que debían dedicarle un equipo entero para vigilarle y tenerle en la ignorancia? ¡Tenían que buscarle por algo! No obstante, también eso seguía siendo un enigma.

Por lo menos se hallaba camino de Marte, donde esperaba encontrar las respuestas que buscaba. En Marte, donde estaba la mujer de sus sueños. Ahora tenía la certeza de que existía. Soñó con ella porque la recordaba, a un nivel anulado por el implante que le había convertido en Quaid. De alguna forma, parte de ese recuerdo logró filtrarse a través de su cerebro, haciendo que creciera en su interior el deseo de retornar a Marte y a la imagen de la mujer. Si conseguía encontrarla, descubriría el resto de su pasado.

Pero, primero, tendría que enfrentarse con Cohaagen. Hauser así se lo comunicó, e intuía que era verdad. No se le permitiría que siguiera vivo si Cohaagen y sus mortíferos lacayos permanecían en libertad.

La aceleración le echó hacia atrás, haciendo que le resultara dificultosa la respiración. Descubrió que pensaba en tres cosas: aplastar a Cohaagen, amar a la mujer de Marte, y algo más de un significado abrumador. No obstante, no tenía claro qué era. Todavía no.

Se concentró en eso último, con la certeza de que ahí radicaba la clave de todo. Se trataba…, se trataba de lo que estaba buscando cuando le acompañaba la mujer, en el momento en que cayó en el agujero. Se encontraba allí, bajo el suelo de Marte. Pero, ¿qué era? Su aspecto físico sólo formaba una parte de su esencia. Había tanto más…

Perdió el hilo del pensamiento. De momento, lo dejó pasar y echó a un lado la cortina para mirar por la mirilla. Se imaginó a sí mismo convertido en un fantasma, en un holograma, que salía volando por la ventanilla y al exterior de la nave y daba la vuelta para contemplar la llameante y ruidosa descarga de combustible de los motores. Se concentró en ello, hasta que todo su mundo se volvió rojo. Si tan sólo pudiera incinerar los restos de su existencia falsa y recuperar su verdadera identidad, descubriendo qué era lo que latía en lo más profundo de su cerebro, algo tan importante como para cambiar el destino de un mundo…

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