Las calles de Venusville estaban desiertas. De alguna forma, la gente del lugar había hallado las fuerzas necesarias para arrastrarse a sus miserables hogares para morir. En el Último Reducto, un pequeño depósito de aire era pasado de mano en mano. Tony permanecía sentado en el suelo, espalda contra espalda con el camarero, con la cabeza de Thumbelina en su regazo. No había nada que pudieran hacer excepto esperar el final.
En la Mina Pirámide, Richter y dieciséis soldados estaban sobre una de las plataformas, mirando hacia abajo. Richter iluminó con una potente linterna los bordes del agujero abierto por la excavadora de Quaid. Recorrió la zona con la luz y vio el armazón que surgía de la pared de piedra y conducía a la siguiente plataforma más baja.
Prestó atención a todo lo que pudiera captar y creyó descubrir algo. Podía verse a Quaid y a Melina andando por el armazón como si fueran dos hormigas.
Richter sonrió. En esta ocasión la presa no se le escaparía. En lo referente a la mujer…, sabía qué hacer con ella. Quaid era responsable de la muerte de Lori, así que Richter se lo haría pagar como correspondía. Ojo por ojo. Pero la asquerosa rebelde no moriría tan limpiamente, tan rápidamente, como Lori. Oh, no. Y Richter se aseguraría de que Quaid contemplara cada minuto de lo que le ocurría antes de que la matara. Antes de terminar con ella, Richter haría que Quaid le suplicara que la matara de una vez. Subió al montacargas con los soldados.
Quaid y Melina treparon con dificultad del armazón a la plataforma. En el centro había un montacargas, cuyos cables se perdían en la penumbra. Le pareció extraño, ya que los No'ui, normalmente, no utilizaban esos aparatos. Pero, evidentemente, lo habían hecho para los seres humanos. Vagaron por entre el bosque de columnas, dominados aún por la impresionante construcción en la que se hallaban. Eran como secoyas metálicas con la corteza corroída.
– Todo esto es un reactor nuclear gigantesco -repitió Quaid-. Las varillas de turbinio salen de estas vainas para caer en los agujeros del glaciar de abajo. Eso inicia una reacción en cadena. La radiación convierte el hielo en oxígeno e hidrógeno. El gas asciende, es atrapado por la gravedad…
– Y Marte adquiere una atmósfera -finalizó Melina.
– Todavía no. Sólo es vapor de agua: hidrógeno y oxígeno. No podríamos respirarlo. El hidrógeno se emplea para la fusión nuclear, se mezcla para formar helio, igual que la bomba atómica antigua. Eso suministra la energía necesaria para el proceso mayor. El ácido hidrazoico almacenado debajo del glaciar se ve separado en sus componentes, y su nitrógeno se une al oxígeno del agua para conformar el aire que respiramos. La mezcla será un poco rica en oxígeno, pero eso es para compensar la reducida presión del principio. Se reajustará cuando la atmósfera haya sido completada. Todo ocurrirá rápidamente…, mucho más rápido de lo que pueda hacerlo cualquier proceso que nosotros conozcamos. -A medida que el resto de la información de los No'ui salía a la superficie, le sorprendió todo lo que sabía-. No obstante, eso aún es sólo una fase. Marte es frío, de modo que necesita ser calentado para que las plantas puedan crecer y la gente vivir en la superficie sin necesidad de trajes espaciales, tal como lo hacen en la Tierra. Hay conductores de calor que se extienden por toda la…
Se interrumpió al escuchar algo. El montacargas se estaba deteniendo. Oyó el ruido de puertas al abrirse y de botas sobre rejillas metálicas. En la distancia vislumbraron unos haces luminosos procedentes de linternas.
Quaid empujó a Melina detrás de una columna; pero, cuando la rozaron, una capa de metal oxidado cayó ruidosamente sobre el suelo de la plataforma. De repente, todas las linternas apuntaron en su dirección.
– Ha llegado el momento para el Plan B -murmuró Quaid.
– ¿Plan qué?
– Ya lo verás.
A medida que avanzaban, los soldados vieron que Quaid corría y se ocultaba detrás de una columna. Richter y los guardias se lanzaron tras él, rodearon la columna y abrieron fuego a medida que se cerraban sobre ella.
Sorprendentemente, Quaid no estaba allí. ¡Sin embargo, cuatro soldados recibieron una ráfaga de balas y murieron!
Richter rugió, sin saber cómo había ocurrido eso.
– ¡Separaos!
Peinaron la zona. Un soldado se dirigía hacia Quaid, aunque aún no lo había visto.
Quaid tocó unos botones de su reloj, y un holograma se hizo visible a poca distancia. Los ojos de Melina se abrieron mucho al comprender la situación. ¡Así era como lo había hecho! La primera vez no se dio cuenta. Tenía un proyector de hologramas con la imagen de quien lo usaba. ¡Un buen truco!
El soldado vio el holograma. Mientras cargaba contra él para no fallar, abrió fuego.
El Quaid verdadero apareció por la espalda del soldado y le rompió el cuello. Puede que Hauser no fuera una buena persona durante la mayor parte de su vida pero, sin lugar a dudas, sabía cómo luchar. Sus reflejos hacían que a Quaid le resultara fácil algo ante lo cual él habría titubeado.
La búsqueda de Richter continuó. Quaid salió de detrás de otra columna.
En esta ocasión, varios soldados vieron a la figura. La rodearon. Sus balas la atravesaron, y se abatieron entre sí. Otros cuatro cayeron muertos.
– ¡Alto el fuego! -gritó Richter-. ¡Es un holograma! ¡Parad!
No obstante, había llegado demasiado tarde para los nueve soldados muertos.
Dos soldados, desde diferentes lugares, vieron a Melina cerca de ellos. Los dos abrieron fuego sobre su holograma… y se mataron entre ellos.
Tres soldados cayeron sigilosamente sobre Quaid. Lo tenían cubierto desde todos los ángulos. Él sonrió.
– Creéis que me habéis encontrado, ¿verdad?
Pero no les miraba a ellos, sino hacia un lado. Eso era extraño. Se dieron cuenta de que debía de tratarse de un holograma. Observaron a su alrededor en busca del verdadero Quaid.
Sin embargo, ése era el verdadero Quaid. Se volvió a ellos y los abatió.
– Pues así es.
Dos soldados avanzaron dispuestos a todo. Melina salió delante de ellos. Le dispararon, y sus balas la atravesaron. Unos cráteres irregulares aparecieron en sus pechos a causa de las balas que la verdadera Melina les disparó por la espalda.
El verdadero Quaid se reunió con la verdadera Melina, aunque se tocaron las manos para cerciorarse de ello. Corrieron con cautela, ocultándose entre las columnas en dirección al montacargas. Estaba abierto y vacío. Entraron en él a toda velocidad.
Quaid cerró las puertas. El montacargas subió a una velocidad sorprendente. Se abrazaron, aliviados.
– No sabía que hubieran conseguido activar parte de este sistema alienígena -comentó él-. Debe de tratarse de alguna energía residual, o tal vez introdujeron una conexión. Seguro que Cohaagen sintió gran curiosidad por este artefacto.
– Cállate y bésame -dijo ella, alzando el rostro.
De repente, abrió mucho los ojos y se puso rígida. ¿Qué pasaba?
Entonces, Quaid escuchó un leve ruido encima de ellos; alzó la vista. Uno de los paneles del techo se estaba abriendo unos centímetros. ¡Richter se hallaba en el techo! El cañón de su arma se asomó por la rendija. Disparó. La bala rebotó en el interior, sin llegar a darles.
Quaid apartó a Melina de una forma menos romántica de lo que le hubiera gustado y extrajo su arma. Él y Melina devolvieron el fuego; sin embargo, sus balas rebotaron contra ellos. ¡Si seguían disparando se matarían a sí mismos!
Richter no había seguido a sus soldados. Los dejó como una fuerza de distracción mientras él preparaba esa astuta emboscada, seguro de que Quaid sobreviviría y vendría al montacargas. Richter estaba protegido, mientras que ellos dos no. Había mejorado.
Quaid y Melina se movieron de forma errática por la cabina, intentando no ser unos blancos fijos. Pero con eso no bastaba. Seguían siendo unos peces en un tonel. Richter no cesaba de disparar, y una bala rozó el hombro de Quaid.
¡La situación empeoraba! Quaid abrió la puerta. Él y Melina salieron y treparon por lados opuestos del montacargas. Richter siguió disparándoles, y ellos le devolvieron el fuego. Ahora ya se encontraban todos en el exterior, y Richter había dejado de estar protegido por el metal invulnerable del montacargas. Debía mantener su cuerpo fuera de la línea de fuego.
Melina esquivó una bala, perdió el equilibrio y tuvo que soltar su arma, salvándose gracias a que se sujetó con ambas manos mientras sus pies se balanceaban en el vacío.
Richter apuntó a Quaid. Quaid le sujetó el brazo.
En ese momento, Quaid alzó la vista. Detrás de Richter vio que estaba la segunda plataforma. El montacargas se dirigía hacia ella. ¡Cualquier cosa que hubiera fuera de la cabina sería guillotinada! Quaid era como un pan observando al panadero cortar sus extremidades. Richter también lo vio. Sonrió con una mueca brutal.
Quaid intentó trepar al techo junto a Richter, pero éste le empujó. Quaid aferró el otro brazo de Richter…, y quedó colgado de ellos. En cualquier instante los cuatro brazos serían cortados.
En ese instante Richter tiró hacia atrás, sacando sus brazos del peligro al tiempo que le brindaba a Quaid el tirón suficiente con el que subir al techo del montacargas. Lo último que deseaba hacer era salvar a Quaid, pero valoraba su propio cuerpo. Quaid apenas pudo retirar las piernas del peligro del borde que se les venía encima.
Melina se metió en el interior del montacargas un centímetro antes de que la hoja metálica descendiera por su costado de la cabina.
Cohaagen estaba cerca de la sala de control alienígena mientras los expertos en demolición descargaban sus equipos. Había tenido la esperanza de conseguir algo útil de este aparato alienígena; sin embargo, no podía permitir que empezara a producir aire para Marte. No sabía a quién podía haberle contado Quaid sus sospechas acerca del aire, y tampoco estaba seguro de que hasta el último rebelde hubiera sido exterminado. Resultaba obvio que la mujer rebelde había corrompido a Quaid, y quizás ella hizo público el secreto por todas partes. De modo que debía destruirlo ahora, antes de que a otros pseudopatriotas se les ocurrieran algunas ideas inteligentes. El monopolio era algo peculiar: una vez lo perdías, resultaba casi imposible volver a recuperarlo. El espectro del aire gratis generaría un número interminable de revolucionarios potenciales. Ya era hora de acabar con todo el asunto, eliminando la posibilidad. Había sido un tonto en retrasar tanto esta medida, pero había surgido un problema con la ley de preservación de artefactos alienígenas, y los enviados del gobierno de la Tierra le habían estado acosando. Bueno, una vez concluyera esto, les daría libre acceso a la Mina Pirámide; entonces podrían admirar los restos alienígenas a su entera satisfacción. Una cosa era segura: no habría aire gratis, y su poder quedaría asegurado.
Escudriñó por el hueco del montacargas. Vio a dos figuras diminutas luchando en el techo de la cabina que subía. Eso significaba que Quaid había sobrevivido a la misión de exterminio de Richter y que aún causaba problemas. Tenía que admirar la persistencia de Quaid; estaba empleando las habilidades de Hauser, que no había tenido rival como agente. Fue una pena que el hombre se rebelara. Era mucho mejor de lo que jamás sería Richter.
Sin embargo, ya era hora de que tomara las riendas un verdadero profesional. Cohaagen sacó una granada y la colocó con cuidado en el mecanismo del montacargas. Luego volvió al trote a la sala de control.
¡Buuum! La granada, aplastada por los dientes de tracción, estalló, destruyendo el mecanismo y arrancando el puente transversal de sujeción de su lugar.
Cohaagen contempló la escena con satisfacción. Eso acabaría con Quaid y con Richter, que ya había vivido más de lo que era útil.
Quaid y Richter, luchando ferozmente, escucharon la explosión y sintieron la sacudida del montacargas. Los cables se agitaron peligrosamente. El ascensor se detuvo.
El puente transversal de sujeción de los cables se soltó lentamente, con un ritmo medido parecido al del segundero del reloj.
Richter alzó la vista, descubrió lo que había ocurrido.
– ¡Mierda! ¡Me ha dejado a mí también aquí! -exclamó.
– Es tan difícil encontrar buenos amigos en el foso de las serpientes -dijo Quaid con fingida simpatía.
Entonces los dos se agarraron para salvar la vida, mientras el puente caía en el abismo como si fuera un maderamen suelto.
Quaid, a pesar de burlarse de su enemigo, no estaba muy seguro de que su vida fuera a continuar mucho tiempo. ¡Parecía un largo camino hacia abajo!
En ese momento, el puente de sujeción quedó enganchado en uno de los enormes armazones y formó un puente a través de un pequeño arco del abismo. No caerían… de momento.
Pero, mientras el puente se enganchaba, el impacto de la sacudida bajó hasta ellos, y los dos se vieron lanzados fuera de la cabina del montacargas. Ambos alargaron los brazos con desesperación, intentando sujetarse a cualquier cosa.
Quaid agarró un cable suelto del ascensor. Richter hizo lo mismo. Pero eso no sirvió de nada; los cables no se hallaban sujetos a nada. Estaban caaaaayyeeeeendooooo…
La vida de Quaid no pasó ante sus ojos en un relámpago, ni siquiera su reciente vida como Quaid. Sólo pensó en Melina, que sacó la cabeza de la cabina para ver cómo desaparecía, y experimentó una pena fugaz ante la idea de que su relación tuviera que terminar aquí. La suya…, y la de toda la humanidad, una vez se activara la nova preparada por los No'ui.
¡Tuang! Su zambullida, de repente, se vio detenida. El cable se había enganchado a algo.
No… Quaid y Richter pendían de los extremos opuestos de un mismo cable largo que pasaba por encima del puente de arriba. Oscilaban frenéticamente de uno a otro lado, dos contrapesos mutuos, unos ocho metros más abajo. Se habían salvado el uno al otro: una nueva ironía.
Quaid miró a su alrededor en busca de alguna salida. No había ninguna; pendían debajo del puente, y no tenían nada más a su alcance. Quaid vislumbró la puerta abierta del montacargas y vio parte de una forma inmóvil. Ésa debía ser Melina, semiinconsciente en la cabina del montacargas, atontada por la misma sacudida que les había arrojado a ellos. ¿Qué podría hacer ella, aunque estuviera alerta y activa? Quaid y Richter tenían que sobrevivir o caer juntos, y por sus propios medios.
Mientras oscilaban, Richter aprovechó la distracción de Quaid para maniobrar y situarse más cerca. Le lanzó a Quaid una patada en la entrepierna. En el último momento, Quaid consiguió retorcerse lo suficiente como para encajar el golpe en el muslo, y su oscilante cuerpo se alejó con el impacto, reduciendo la fuerza del golpe; no obstante, le dolió.
El movimiento hizo que el cable se deslizara un poco. Quaid era un poco más pesado y fue él quien bajó, mientras Richter era subido la misma distancia.
– ¡No! -gritó Quaid.
En la siguiente oscilación, Richter se encontraba más arriba. Pateó a Quaid en las costillas. De nuevo Quaid intentó volverse con el fin de que sólo le rozara; pero, una vez más, resultó ser un golpe demasiado sólido como para no sentirlo.
– ¡Estúpido…! -aulló Quaid-. ¡Escúchame! -En ese momento, el efecto del movimiento les apartaba, aunque sólo momentáneamente-. ¡Si me derribas, tú también caerás!
– ¡Una mierda! -replicó Richter. Al acercarse de nuevo, le lanzó una patada a la cabeza.
Una vez más, Quaid logró amortiguar la fuerza del golpe, aunque no pudo evitarlo. Los oídos le palpitaban.
– ¡Piénsalo! -exclamó-. ¡Si yo me suelto, mi extremo del cable pasará por encima del puente y tú también caerás!
Richter alzó la vista y, finalmente, se dio cuenta de que Quaid tenía razón. Detuvo la patada que le iba a lanzar. No había sido lo suficientemente inteligente como para percatarse del peligro, y tampoco era lo bastante listo como para descubrir la solución al problema. Daba igual.
Quaid cogió el pie de Richter y, con rapidez, ató el extremo suelto del cable del hombre alrededor de su tobillo. Richter intentó apartarle con furia.
– ¿Qué estás haciendo?
Quaid trepó por su parte del cable y le lanzó una colérica andanada de golpes y patadas a Richter, que quedó desconcertado al verse atacado de forma tan inconsciente.
– ¡Para! -gritó, igual que Quaid momentos antes-. ¡Estúpido!
Quaid machacó a Richter, que intentaba protegerse todo lo posible, temeroso de atacarle. Vio el vacío abierto bajo sus pies, y se sintió muy preocupado.
– ¡Si yo caigo, tú también caerás!
– Estás equivocado -dijo Quaid.
Con un poderoso puñetazo al rostro, hizo que Richter soltara el cable. Con el pie sujeto, Richter cayó boca abajo. Su ímpetu hizo que el cable se deslizara por el puente, bajándole otros siete metros y, al mismo tiempo, elevando a Quaid toda la distancia que le separaba del puente transversal.
Quaid trepó por el puente y le habló a Richter, que pendía boca abajo como si fuera un saco de arena.
– Te veré en la fiesta, Richter.
Richter intentó decir algo, pero el miedo le deformó el rostro cuando comprendió que le habían engañado.
Entonces, Quaid soltó el cable.
– ¡Hasta el fondo!
Dos metros y medio más de cable se deslizaron por entre sus manos, pasando por encima del puente, haciendo que Richter cayera boca abajo. Su aullido de terror le siguió todo el trayecto.
Quaid esperaba que hubiera otra forma rápida de subir. Aún tenía que impedirle a Cohaagen destruir el reactor…, y a toda la especie humana.
Cohaagen y su equipo se hallaban ocupados en la sala de control. Se trataba de una cámara de roca llena de complejos sistemas mecánicos y consolas electrónicas, tal como la recordaba Quaid de la exploración mental a la que le sometió Kuato. Todas las enormes columnas se habían convertido aquí en pilares pequeños. La luz del sol atravesaba el techo de cuarzo. A un lado había la pared de piedra con el jeroglífico del mandala.
Los soldados trabajaban en distintas partes de la estancia, plantando explosivos, colocando cables y abriendo agujeros con martillos perforadores para depositar las cargas. El ruido era insoportable.
Un soldado se hallaba concentrado perforando un agujero. Alguien le tocó el hombro. Alzó la vista. Se trataba de Melina. Perplejo, se quedó congelado.
Detrás de él, Quaid recogió el marrillo y le atravesó el pecho con él.
Un experto en demolición que estaba cerca vio a Quaid y se lanzó contra él, blandiendo la perforadora. Pero se trataba del arma que mejor manejaba Quaid.
– ¿Quieres que nos conozcamos un poco más a fondo? -inquirió, mientras perforaba a su oponente y a dos más que convergieron sobre él mientras se dirigía hacia el mandala.
Cohaagen agarró el detonador y se ocultó.
Melina recogió el arma de un soldado caído. Miró a su alrededor.
Un hombre del equipo de demolición se acercaba sigilosamente a Quaid por la espalda y estaba a punto de atravesarlo con su perforadora. Melina lo abatió con el tiempo justo.
Cohaagen conectó los cables al detonador.
Quaid libró un duelo con el hombre que trabajaba en el mandala, convirtiéndole en pulpa. Entonces arrojó a un costado el martillo perforador, arrancó la carga explosiva de un agujero que habían abierto en el mandala y la tiró lejos.
Alargaba el brazo para colocar la palma de su mano en el hueco de piedra del jeroglífico cuando Cohaagen gritó:
– ¡Lo siento, Doug! ¡No puedo permitirte hacer eso!
Quaid se volvió, para ver a Cohaagen sosteniendo el detonador. Hizo una seña para que Quaid se apartara del altar. Quaid retrocedió.
– Una vez se inicie la reacción, se transmitirá a todo el turbinio del planeta -dijo Cohaagen-. Marte sufrirá un proceso de fusión total. Es por eso por lo que los constructores nunca lo activaron.
– No sabes de qué estás hablando -murmuró Quaid.
– ¿Y tú sí? -La voz de Cohaagen goteó sarcasmo-. El gran Doug Quaid, aquí para salvar el planeta. Lamento decepcionarte, pero dentro de treinta segundos el gran Doug Quaid estará muerto. Entonces yo haré estallar este lugar, y estaré en casa a tiempo para ver el espectáculo tomando palomitas de maíz.
Cohaagen suspiró y agitó tristemente la cabeza. Había pasado tanto tiempo entrenando a Hauser, convirtiéndolo en una máquina perfecta para la Agencia. Juntos habían hablado de los usos del poder, del terror. Hauser había sido un natural. También había sido lo más cercano a un amigo que Cohaagen hubiera tenido nunca. Lo echaría en falta.
– Yo no quería que las cosas terminaran de este modo -dijo-. Deseaba a Hauser de vuelta. Pero no. Tenías que seguir siendo Quaid.
– Soy Quaid.
– ¡No eres nada! -gritó Cohaagen, repentinamente furioso contra el hombre que había ocupado el lugar de su amigo-. Eres un estúpido programa andante que se pasea sobre dos piernas arriba y abajo. Todo lo que a ti se refiere lo inventé yo: tus sueños, tus recuerdos, tus patéticas ambiciones. Podrías ser alguien -se burló-. Podrías ser real. Pero, en vez de ello, has elegido ser un sueño. -Cohaagen sujetó el detonador con una mano, mientras sacaba una pistola de su chaqueta con la otra. La alzó-. Y todos los sueños tienen su final.
El sonido de un disparo resonó en el reactor. Cohaagen cayó hacia atrás, alcanzado en el hombro y brazo. Melina estaba de pie junto al montacargas, con su arma humeando. Quaid corrió y le dio una patada a la pistola de Cohaagen para ponerla fuera de su alcance, y vio que de alguna forma el hombre había conseguido seguir sujetando el detonador. No, pensó Quaid, el hombre estaba faroleando. Cohaagen deseaba vivir tanto como los demás. No se sentiría ansioso de desencadenar la explosión que lo mataría.
Cohaagen vio la duda en sus ojos. Sonrió malignamente. Y activó el detonador.
Una enorme explosión sacudió la estancia, destrozando casi todo menos el mandala, cuya carga explosiva Quaid había retirado. ¡Cohaagen no había mentido!
Un agujero se formó en el techo de cuarzo. Una tremenda succión lo arrastró todo hacia la abertura. Objetos y cuerpos remolinearon en una espiral ascendente, como un tornado invertido. Cohaagen se aferró a una parte del reactor. Melina se inmovilizó en un rincón. Quaid, sorbido a medias hacia el agujero, realizó un esfuerzo hercúleo para descender en contra del viento en dirección al mandala. Estaba intacto, y ésa era la clave; si aún seguía operativo, ¡quedaba una oportunidad! ¿Cuánta destrucción toleraría el reactor antes de activar su propio mecanismo de destrucción? ¿Habían tenido en cuenta los No'ui la posibilidad de un daño aislado, como el de un meteoro cayendo sobre él? Quizá no fuera tan sensible. ¡Esperaba tener razón!
Cogió una cuerda tensa a causa del viento y se empujó hacia abajo. El domo había sido agujereado; pero, mientras el viento siguiera saliendo por la abertura, habría aire para respirar. Cuando éste se agotara…
Cohaagen avanzó y se plantó entre Quaid y el mandala. Sabía que aún no había acabado.
Quaid se aferró con la mano izquierda a la cuerda y alargó la derecha hacia la palma del jeroglífico.
– ¡No lo hagas! -gritó Cohaagen, por encima del espantoso rugir-. ¡Matarás a todo el mundo!
Quaid vaciló. La voz de Cohaagen sonaba con apasionada intensidad. Quaid se vio asaltado por repentinas dudas. ¿Cómo sabía que los recuerdos que Kuato había hecho salir a la superficie eran reales? ¿Y si también habían sido implantados? Si Cohaagen tenía razón, la máquina alienígena mataría a todo el mundo en Marte. Y Quaid sería el responsable.
Cohaagen le lanzó una patada, aún argumentando.
– ¡Hasta el último hombre! ¡Hasta la última mujer! ¡Hasta el último niño! -Golpeó furiosamente la mano izquierda de Quaid con su tacón-. ¡Morirán todos, Quaid! ¡Morirán todos!
La mente de Quaid se vio repentinamente llena con los rostros de todos los hombres, mujeres y niños que había visto en Venusville, los apáticos rostros de la gente que había sido drenada de todo vestigio de orgullo y autoestima. Gente que había sido usada y desechada como simples restos humanos, despiadadamente, sin el menor remordimiento, por el mismo hombre que ahora estaba suplicando por sus vidas.
Un rostro en particular surgió ante él: el deformado rostro del niño que Quaid había visto brevemente desde el taxi de Benny. Aquel recuerdo no había sido implantado. Era tan real como el dolor en su mano izquierda. ¿Qué tipo de futuro tendría aquel niño bajo el gobierno de un hombre como Cohaagen?
Quaid conocía la respuesta. La había visto a su alrededor en Venusville. Cohaagen estaba mintiendo… de nuevo. Cohaagen estaba jugando con su mente… de nuevo. Cohaagen intentaba manipularle como manipulaba a todos los demás. Cohaagen diría cualquier cosa, haría cualquier cosa, para retener su poder. Él era el que destruiría hasta el último hombre, hasta la última mujer, hasta el último niño en Marte, si se le permitía continuar.
Pero esta vez Quaid lo detendría.
– ¡Tonterías! -le gritó a Cohaagen. Tendió el brazo y colocó su palma derecha en el hueco del jeroglífico.
Sintió un cosquilleo. Una voz pareció hablar en el interior de su mente. Está hecho.
Una vibración terriblemente aguda sacudió la sala de control. ¡El proceso empezaba! Los otros controles debían ser simples fachadas, o botones de ajuste. Cohaagen los había destruido, pero bien pudo ser como romper los mandos de una radio: dificultaría la sintonía, aunque su interior aún seguía siendo operativo.
Todos los sistemas mecánicos comenzaron a moverse. La antigua maquinaria gimió y chirrió. De forma simultánea, cientos de varillas descendieron.
El lugar del que se sujetaba Cohaagen se hundió en el suelo. Tuvo que soltarlo. Fue succionado hasta el techo y voló por el agujero.
Las varillas salieron de sus vainas y se clavaron en los agujeros del hielo. Todo el glaciar, allá abajo, comenzó a brillar. El proceso se había iniciado y ya operaba por cuenta propia; la acción de Quaid había bastado. Ahora comenzarían los procesos químicos y la fusión nuclear, que continuarían hasta que todo Marte tuviera aire, calor y agua líquida.
Melina fue arrastrada cerca del agujero. Quaid dejó que éste le succionara hasta encontrarse cerca de ella e intentó cogerla. Si sólo pudieran resistir hasta que la presión se nivelara… Pero eso parecía imposible. Primero bajaría en la estancia, y los eliminaría.
Todos los restos del abismo fueron regurgitados. Había más cuerpos, rifles, trozos de excavadoras, rocas, arena. Una vez desapareciera todo eso, y la presión del aire descendiera, ellos dos también morirían…, aunque Marte y la humanidad entera estarían salvados. Por lo menos, moriría en los brazos de Melina; si no quedaba más salida, ésa era la forma en la que le gustaría morir.
La cámara se llenó de un huracán de niebla. Tenía un olor extraño, y era cálida y húmeda.
¡Se trataba del aire y del vapor de agua del reactor! ¡El proceso ya estaba trabajando para crear la nueva atmósfera!
Más basura fue succionada. Benny. Y Richter, que aún pendía de su extremo del cable.
Melina se vio arrastrada hacia el agujero. Quaid se aferró a ella; pero el incesante viento le succionó con ella. De hecho, a medida que la fábrica de los No'ui cobraba más ímpetu, el viento se hacía más fuerte. Quaid sabía que la mayor parte del aire se escapaba por otros conductos de ventilación alrededor de todo el planeta, aunque, mientras este agujero siguiera allí, también se filtraría por él.
Volaron hacia el domo, aún unidos. Quaid se estiró y trató de bloquear el agujero; sin embargo, la presión era demasiado fuerte. Le dobló, sacándole a él y a Melina fuera.
En el exterior, el remolino se disipó rápidamente. Quaid y Melina cayeron a la ladera del volcán, a unos pocos metros del cuerpo de Cohaagen. Era algo grotesco: tenía los globos oculares reventados, la lengua hinchada y saliéndole por la boca, y sangre en los oídos. Cohaagen había hecho ejecutar por descompresión a cientos de personas, por cargos tan ínfimos como resistencia a un falso arresto; ahora, él había recibido la misma pena. Eso era justicia.
El aire escapaba de los pulmones de Quaid. Él y Melina jadearon en busca de aliento.
Quaid entrecerró los párpados, tratando de proteger sus ojos tanto como le fuera posible. Incluso en el estado de desesperanza en el que se encontraban, luchaba por su vida, ¡sólo por unos cuantos segundos más!
Un enorme chorro de vapor de agua y gas brotaba del domo, formando una gigantesca nube blanca. El calor que emanaba cayó sobre ellos.
Quaid cogió la mano de Melina y sintió que los dedos de la mujer apretaban los suyos. Morían juntos, con el conocimiento de que Marte y la humanidad vivirían.
La montaña vibró a medida que el equipo de los No'ui intensificaba su operación, y el viento salió disparado de su interior. La tierra fue sacudida de la ladera de la Montaña Pirámide, dejando entrever rastros de la auténtica pirámide alienígena debajo. Su naturaleza había permanecido oculta, pero ya no necesitaba seguir escondiéndose.
Las membranas mucosas de Quaid y de Melina empezaron a sangrar. Se estrecharon con fuerza las manos, sabiendo que éste era el final.
Entonces, la nube que no paraba de crecer se los tragó. Gotas de agua caliente cayeron sobre sus cuerpos, y pequeñas motas salieron volando y se dispersaron. Quaid tuvo la certeza de que eran las semillas aladas de las plantas especiales que los No'ui habían diseñado, esparcidas por el viento para asentar sus raíces e iniciar la conversión del suelo hostil de Marte en materia orgánica, con el fin de que, más adelante, pudieran crecer en él las plantas terrestres normales. Era el inicio de la terraformación de Marte, que lo convertiría en un paraíso terrestre. Se alegraba mucho de haber sido testigo de ello antes de morir.
¡Entonces se dio cuenta de que estaba respirando! Melina jadeaba a su lado. Hambrientos, aspiraron más aire. Se miraron. ¿Se trataba de otro aspecto de la muerte, y sus espíritus ya les abandonaban?
La nube prosiguió su avance; pero ellos seguían respirando. Alzaron la vista.
El rojo cielo marciano se tornaba azul en la región más allá de la montaña.
El aire nuevo se extendía, ¡y ellos se hallaban lo suficientemente cerca como para beneficiarse de él! Ésa es la razón por la que sufrieron, sin llegar a morir. En este momento el aire se hacía más denso, ¡y ellos respiraban casi con normalidad! ¡Después de todo, no iban a morir!
Recuperaron parte de sus fuerzas y se sentaron. Se dieron cuenta de que el aire era frío. Había surgido del calor de la montaña pero, a medida que se dispersaba, se enfriaba. Copos de nieve cayeron sobre ellos. No obstante, el mismo suelo se empezaba a calentar cuando el calor del reactor nuclear se extendió por debajo, lo que les ayudó a sentir el frío sin congelarse.
Vieron los copos de nieve en el cabello del otro. Los tocaron y se los quitaron mutuamente del rostro con la lengua.
Abrumados, miraron a su alrededor. El cielo era azul, aunque ahora nevaba con más fuerza.
Se abrazaron, buscando calor; pero también se besaron. ¡La vida era maravillosa!
Aquel pensamiento tuvo su eco en los gritos y vítores que sonaron por todo Venusville.
Todos los domos de Marte se habían colapsado cuando golpeó el reactor. Privada de su protección, la gente cayó allá donde estaba, presa de la agonía de la despresurización. Los turistas ricos se estremecieron en el vestíbulo del Hotel Hilton, y los mineros que aún trabajaban en el gran complejo minero dejaron caer sus herramientas y se derrumbaron de rodillas.
Para los rebeldes, el roto domo fue casi una visión alentadora. La despresurización era una forma horrible de morir, pero al menos pondría un rápido final a su lenta muerte por asfixia. En el Último Reducto, Tony tuvo apenas las fuerzas suficientes para agitar su debilitado puño hacia el cielo, y entonces…
Ocurrió un milagro. Thumbelina se agitó en el suelo y luego se sentó. El camarero alzó la cabeza de su pecho e inhaló. Tony los miró, asombrado. Inspiró también profundamente, y luego otra vez. ¡Había aire! No debería haberlo, los grandes ventiladores no se habían vuelto a poner en marcha…, ¡pero lo había! Tragó grandes bocanadas y rió estruendosamente. ¡Había aire!
En un momento, todos estaban riendo. Pronto estaban de pie y bailando de alegría. Salieron bailando a la calle, y otros se les unieron, hombres, mujeres y niños…, formando una loca hilera de conga que se abrió camino en torno a la plaza de Venusville y se adentró por las calles. ¡Había aire! ¡La tiranía del monopolio de Cohaagen sobre el aire había terminado!
Parecía un milagro.
Quaid y Melina bajaron la vista a sus pies. La nieve se derretía a medida que caía al suelo, y éste aparecía mojado y esponjoso. El agua se deslizaba en pequeños riachuelos por el suelo manchado. Habría cierta erosión…, aunque las plantas de los No'ui ya estaban aterrizando. En poco tiempo asentarían sus raíces, reteniendo la tierra, inmovilizándola a su alrededor para convertirla en humus. ¡El Marte Rojo se volvería verde!
Melina se acurrucó entre sus brazos.
– Bueno, señor Quaid, espero que haya disfrutado usted de su viaje a nuestro maravilloso planeta.
– «Disfrutado» no es la palabra -replicó él con cierta hosquedad.
Habían ganado el derecho a mudarse aquí, como pareja y como especie; pero el terrible precio pagado aún estaba fresco en su mente.
– Vamos. ¿Es que no viste el paisaje, no mataste a los tipos malos y salvaste el planeta? -Le sonrió con gesto seductor-. Incluso encontraste a la chica de tus sueños.
Se estaba burlando de él; sin embargo, esas palabras tan familiares le hicieron sentir un escalofrío.
– He tenido un pensamiento terrible -dijo-. ¿Y si esto fuera de verdad un sueño?
– Entonces bésame deprisa -repuso ella con seriedad-. Antes de que te despiertes.
Quaid alejó ese fantasma. Tomó a Melina en sus brazos y la besó apasionadamente. Ya había acabado con los sueños; la realidad era mucho mejor.