13 – Hauser

Quaid avanzó zigzagueando por entre el complejo industrial, tratando de mantenerse oculto al tiempo que buscaba un edificio apropiado. Quería algo que estuviera vacío y que no resultara un escondite demasiado obvio.

Quaid había estado en lugares así muchas veces en su trabajo. Estaba familiarizado con el olor acre de los residuos químicos que rezumaban de los oxidados bidones; con la visión de la enmarañada maquinaria anticuada; con el aceitoso naranja y verde flotando en la superficie de los charcos. Sabía mucho mejor que la mayoría cómo muchas fábricas habían cerrado desde que la guerra con el Bloque Sur se había vuelto caliente. Con gran parte del dinero desviado hacia la fabricación de armamento, la producción de artículos cotidianos había cesado en su mayor parte.

Eso importaba poco a los ricos, como los del nuevo bloque de torres de Quaid. Los lujos que deseaban les eran proporcionados por pequeñas fábricas «boutique» especializadas. Ahora, como en el pasado, los ricos se hacían más ricos, y los pobres seguían jodidos. El abandono de los grandes centros industriales habían dado como resultado carestías y privaciones para el individuo medio. También hacía que le resultara mucho más difícil a la gente encontrar trabajo: las nuevas plantas dedicadas a la defensa estaban casi enteramente mecanizadas.

No era extraño que mucha gente emigrara a trabajar a las minas marcianas. No sólo se ofrecían enormes bonificaciones, sino también seguridad en el trabajo. Parecía muy probable que la demanda de turbinio seguiría incrementándose durante largo tiempo todavía. El turbinio era un recurso raro, desconocido en la Tierra pero relativamente común en Marte, un elemento clave en el programa de armas de haces de partículas. Exactamente qué era y cómo era utilizado constituía información clasificada; ni siquiera era listado en la mayor parte de los libros de referencia, pero era sabido que el sistema de armas con base en el espacio del Bloque Norte dependía de él. El material era más valioso que los diamantes y, mientras la guerra continuara, se seguirían necesitando mineros para arrancarlo del suelo marciano.

Quaid detuvo sus pasos cuando descubrió un escondite apropiado: una amplia y destartalada fábrica donde seguramente hallaría un rincón en que ocultarse. Seguro que más adelante la demolerían con el fin de construir una nueva fábrica de procesado de turbinio, pero ahora se hallaba desierta. Ni siquiera habían cerrado las ventanas; su interior no debía de contener nada que valiera la pena robar.

Trepó por una ventana con la cabeza agachada para que no se le cayera el turbante y, por fin, consiguió guarecerse de la lluvia. Se halló en una cavernosa ruina industrial. El agua caía por diversos agujeros en el techo. ¡Era ideal!

No perdió tiempo. Depositó el maletín sobre una oxidada cadena de montaje y vació su contenido, esperando febrilmente que de alguna forma le dijera algo sobre su verdadera identidad. Quizás entonces comprendiera porqué aquellos matones intentaban matarle.

Había fajos de dinero marciano: un montón de ellos. Lanzó un silbido mientras examinaba los billetes de color rojo. Como el dinero marciano era válido en la Tierra, esto le ayudaría a solventar cualquier problema financiero que se le pudiera presentar. Sin embargo, de momento, no era lo que más necesitaba. Su prioridad era algo que le salvara la vida.

Los siguientes artículos demostraron ser de mayor interés. Había un par de tarjetas de identidad. Una de ellas, extendida a nombre de alguien llamado Brubaker, contenía la foto de un rostro que encajaba con el suyo. Sus manos temblaron de excitación. ¿Era Brubaker su auténtico nombre? ¿Era Brubaker el hombre tras el que iban los matones? Examinó la otra tarjeta de identidad. La foto era de una mujer de edad indefinida, con exceso de peso y múltiples papadas. Tenía que ser alguien importante para él…, ¿por qué si no estaría su tarjeta de identificación en el maletín? Contempló largamente su rostro, buscando dentro de sí mismo con la esperanza de hallar alguna chispa de reconocimiento. ¿Podía tratarse de algún familiar? ¿Su madre? ¿Una amiga? No era probable. El rostro no significaba nada para él. Alejó una oleada de decepción y siguió vaciando el maletín.

Había una especie de extraño aparato quirúrgico en el interior de una bolsa de plástico sellada. Bueno, el maletín parecía el de un médico, y quizá lo habían introducido para darle visos de autenticidad. Podía alegar que era algún especialista.

Había un peculiar molde de goma. Lo alzó y vio que era una elaborada máscara que cubría la cabeza, con alguna especie de dispositivos electrónicos encajados en ella que hacían que la boca se moviera y cambiara ligeramente de expresión. Encajaba con el rostro de la mujer de la tarjeta de identidad. Así que tenía que tratarse de un disfraz, con una identificación para respaldarlo. Detrás de la máscara había metros y metros de una viscosa tela plástica; parte del disfraz, esperó. Necesitaba algo más que una máscara -aunque fuera algo tan sofisticado como aquello- para transformarse en la mujer reflejada en la tarjeta de identificación.

Inspeccionó el fondo del maletín. Sólo quedaban unos pocos artículos. Sacó un paquete de tabletas de chocolate.

Se las quedó mirando, sorprendido. No, eran tabletas de verdad: barritas de chocolate Mars. Mars, Marte…, alguien debía de tener un sentido del humor bastante raro. No obstante, le recordaron que estaba hambriento. ¿Serían seguras de comer?

Había un extraño par de zapatos de goma. ¿Eh?

Siguió rebuscando, y sacó una combinación de reloj de pulsera y teclado numérico. Examinó el pequeño instrumento al tiempo que apretaba uno de los botones.

De repente se vio sorprendido por la aparición de un hombre de aspecto peligroso. El hombre le miraba desde las sombras, a unos nueve metros de distancia.

No había tiempo para pensar. Quaid sacó la pistola y disparó. El hombre, al unísono, apuntó y abrió fuego sobre Quaid.

¿Quién iba a caer? Quaid no sintió daño alguno, pero eso podía ser engañoso. Un hombre podía estar seriamente herido y no sentirlo hasta que se hubiese hecho cargo de la persona que le atacara. No se examinaría el cuerpo hasta que supiera qué pensaba hacer el hombre.

El otro parecía tener la misma idea. Con las pistolas apuntándose mutuamente, se mantuvieron vigilados.

Quaid avanzó un paso. El hombre le imitó, penetrando en el ángulo de luz. Llevaba un tosco turbante húmedo en la cabeza.

Quaid se sintió atónito. ¡El hombre era él mismo! O, para ser preciso, un holograma de una fidelidad pasmosa de su propia imagen.

Se dirigió hacia el holograma, al tiempo que éste le imitaba en cada paso que daba. Quaid alzó un brazo; el holograma también lo alzó. Quaid realizó un movimiento repentino, como si quisiera coger al otro desprevenido, tal como se hacía en las viejas comedias. No logró engañar al holograma.

¡El reloj! Había oprimido un botón, y entonces apareció la imagen. Lo volvió a presionar. El hombre del holograma desapareció con un bzzzt.

¡Éste podía resultar un aparato muy útil! Si Richter le acosaba…, sí. Se colocó el reloj alrededor de la muñeca, teniendo buen cuidado de no apretar de nuevo el botón.


Helm conducía despacio por el distrito industrial abandonado. Los dos hombres dirigían los focos que habían montado en el techo del coche hacia los edificios. De momento, lo único que descubrían era una desolación empapada por la lluvia.

Richter habló por la radio.

– ¿Alguna señal de él?

Había cuatro agentes en dos coches que realizaban inspecciones por otras calles paralelas al coche de Richter.

– Escuché un disparo en la vieja fábrica Toyota -le informó uno por la radio.

– Reunios conmigo en la zona de carga -ordenó Richter.

Apostaría a que se trataba de su presa. Quizás había matado una rata para comérsela, o a uno de los perros hambrientos que pululaban por la zona.


Quaid apartó con el pie una rata que intentaba llegar hasta sus barritas Mars. En realidad, se trataba de un buen indicio; las ratas eran astutas, y no se acercarían a una comida envenenada.

Quedaba una cosa más en el maletín. La sacó: era un equipo de videodisco en miniatura, con reproductor y monitor de televisión. Había un disco insertado en el aparato, lo cual significaba que quizá hubiera un mensaje grabado para él. Era lo que más necesitaba: información. Apoyó el reproductor de modo que la pantalla quedara delante de él, y lo activó.

Su propia cara, sin el turbante, apareció en un primer plano. Se dirigía a la cámara.

– Hola, desconocido. Soy Hauser. Si las cosas han salido mal, me estoy hablando a mí mismo… y tú tendrás una toalla húmeda enroscada alrededor de la cabeza.

Quaid se sobresaltó y se llevó la mano al turbante.

Hauser se rió de buena gana. Mostraba un aspecto de confianza absoluta en su propia persona. Bueno, resultaba agradable descubrir que había alguien que creía saber lo que hacía. Quaid abrió una barrita Mars y la comió mientras escuchaba.

– Sea cual sea tu nombre, prepárate para recibir una buena sorpresa -continuó Hauser, poniéndose serio-. Tú no eres tú. Tú eres yo.

Quaid siguió comiendo la barrita de chocolate.

– No me digas -repuso, contemplando el rostro de Hauser.


El coche de Richter convergió con los demás coches ante las puertas de una fábrica enorme y abandonada, en cuya fachada pendía un cartel desgastado que ponía: «Toyota». Richter comprobó el aparato rastreador, que mostraba un pálido destello.

– ¡Bingo!


En el interior, Quaid seguía contemplando la pequeña pantalla, totalmente absorto. ¡Por fin estaba llegando a alguna parte!

– Toda mi vida trabajé para la Inteligencia de Marte, una rama de la Agencia. En otras palabras, hacía el trabajo sucio de Cohaagen. Luego, hace unas semanas, conocí a alguien…, una mujer. Y descubrí algunas cosas. Como que he estado jugando con el equipo equivocado. -Hauser suspiró y adoptó una expresión de culpabilidad-. Todo lo que puedo hacer ahora es intentar arreglar esa situación.

Quaid le arrojó un trozo de la barrita de chocolate a la persistente rata. Era una estupidez, pero sentía cierta simpatía hacia cualquier criatura que tuviera que ocultarse en un lugar como éste, odiada y acosada por el hombre. La rata cogió el trozo y se escurrió por entre las sombras.

Hauser se tocó la cabeza.

– Tengo suficiente mierda aquí dentro como para hundir a Cohaagen…, y eso es lo que intento hacer. Lamentablemente, si estás escuchando esta grabación, es que él me cogió primero. Aquí viene la parte dura, camarada: ahora todo depende de ti.

Quaid masticó, sin saber si le gustaba la idea. Si la imagen suya que aparecía en la pantalla estaba al tanto de todo lo que había tenido que pasar, y creía que ésa había sido la parte más fácil…

– Siento arrastrarte a esto, pero tú eres la única persona en la que puedo confiar -comentó Hauser con tono de disculpa.


Richter subió a toda velocidad por unas escaleras, conduciendo a Helm y a cuatro agentes al interior del edificio que les protegería de la lluvia. En esta ocasión no habría ningún pasillo de metro, ninguna escalera mecánica o trenes que la presa pudiera utilizar para escapar. Esta vez le atraparían. Richter quería escuchar los gritos del bastardo antes de morir.


Regresaron dos ratas en busca de otras migajas de comida. ¡En esta carrera de ratas, las noticias viajaban deprisa! Quaid sonrió fugazmente. ¡Qué demonios! Le arrojó a cada una un pedazo de chocolate. Si pudiera deshacerse con la misma facilidad de las ratas humanas que le perseguían.

– Sin embargo, sigamos un orden -dijo Hauser desde la pantalla-. Hemos de quitarte el transmisor que llevas en la cabeza. -Se señaló su propia cabeza, justo entre los ojos-. Coge eso que hay en la bolsa de plástico… -Alzó una bolsa de plástico idéntica a la que tenía Quaid-, y métetelo por la nariz.

¿Por la nariz? ¡Vaya gracia! Pero, probablemente, era mejor eso que una bala en la cabeza, que era lo que el transmisor le depararía.

Abrió la bolsa de plástico y extrajo el aparato quirúrgico. Parecía el tentáculo metálico de un alienígena.

Oprimió el brazo móvil. De él salió un tentáculo interior en cuyo extremo sobresalía una pequeña garra. Lo asoció con una serpiente que atacara desde el agujero de una pared, cogiendo algo y arrastrándolo de vuelta hacia la pared. ¿Por la nariz?

– No te preocupes, posee un sistema autónomo de guía -le indicó Hauser para tranquilizarle- Lo único que tienes que hacer es empujar con fuerza… hasta el seno maxilar.

Quaid recordó una antigua broma: «Cuando mi perro se porta mal, le doy un filete.» «¡Pero le debe encantar la carne!» «¡No cuando se la meten por la nariz!». A ese perro tampoco le gustaría que le metieran este instrumento de tortura por la nariz. No obstante, Quaid se jugaba mucho en esto: su propia vida.

Debía hacerlo. Con cuidado, introdujo el aparato en su nariz y empezó a empujar. Hizo una mueca de dolor. Podía resistir el dolor normal, como el que producía el golpear con el puño cerrado contra una pared; sin embargo, había algo particularmente perturbador en una profunda intrusión por tu nariz. No se trataba sólo de las mucosidades, sino que se hallaba muy cerca del cerebro. Se imaginó uno de esos aspiradores de tubo rotatorio que destruían cualquier obstrucción que hubiera en una tubería. No obstante, la obstrucción aquí no era un pedazo de mierda atascada; ¡se trataba de su tejido nasal!

– Y ve con cuidado -aconsejó Hauser desde la pantalla-. También es mi cabeza.

¡No me digas! Con precaución, Quaid se sentó y continuó con el procedimiento. La serpiente de metal sí que poseía un sistema autónomo de guía; parecía saber hacia dónde iba. Lo único que le hacía falta era que la empujaran. ¡Maldición, odiaba esto!

Richter y sus hombres se desplegaron por el interior de la cavernosa fábrica e iniciaron la búsqueda. Empleaban linternas pequeñas pero potentes. Avanzaban en silencio; no obstante, las ratas y las palomas se apartaban rápidamente de su camino. Richter esperaba que eso no alertara a su presa; quería coger al hombre por sorpresa. Una de las razones era que así existía la posibilidad de que se salvaran algunas vidas. Tenía que reconocer su eficacia: un hombre que ni siquiera conocía su propia identidad se había cargado a ocho agentes en un solo día. ¡Hablaba bien en favor del entrenamiento que proporcionaba la Agencia! ¡Era una pena que no pudieran permitirse adiestrar a todo el mundo de esa forma!


Con una mueca espantosa, Quaid siguió empujando más adentro el instrumento. Recorrió la última distancia dolorosa que le quedaba. Entonces, activó el brazo metálico.

Escuchó el crujir del cartílago al romperse y olvidó el dolor. Éste se vio reemplazado por una agonía incandescente. Quaid se echó hacia atrás, terriblemente mareado. ¿Habría sido peor la sensación de una bala? ¡En cualquier caso, habría sido más rápida!

– Cuando oigas el crujido, ya habrá llegado a su destino -le alentó Hauser.

¡Vaya, gracias por comunicármelo, doctor! Quaid se apoyó contra la pared y descansó; aún tenía el tentáculo alienígena en el interior de su nariz. Percibió que la sangre goteaba por alguna parte de la cavidad sinovial, como un mar encrespado que penetrara en cuevas calizas. ¡Oooooh, qué dolor! Sentía la nariz tan hinchada que sus ojos debían haber sido empujados hacia los lados de su rostro, como los de un sapo.

Mientras tanto, Hauser seguía hablando.

– Bien, éste es el plan. Dirígete a Marte y toma una habitación en el Hilton. Muestra la tarjeta de identidad de Brubaker. -Apareció una breve toma de la identificación falsa que había en el maletín-. Eso es lo único que has de hacer. Simplemente, cumple lo que yo te diga, y atraparemos al hijo de puta que nos jodió a los dos. -El tono de voz de Hauser se hizo más íntimo-. Cuento contigo, amigo. No me falles.

La pantalla se apagó por sí misma. Quaid quedó en la oscuridad, abrumado por algo más que el dolor.

Ya había recibido la información que deseaba. Era, o había sido, Hauser, un agente de la Inteligencia de Marte. Eso explicaba la habilidad especial que mostraba con las manos y las armas. Un agente era el nombre limpio con el que se llamaba a un asesino en una misión. Antes había estado en el bando equivocado, y ahora se encontraba en el correcto, razón por la que sus antiguos camaradas eran sus enemigos.

Sin embargo, si le atraparon poco después de que cambiara de bando, tal como, obviamente, sucedió, ¿por qué, sencillamente, no le mataron? ¿Por qué se tomaron las extraordinarias molestias para establecer a un hombre al que consideraban un traidor en la Tierra, con una muñeca como Lori y un trabajo decente aunque aburrido? Había pensado que era para protegerlo hasta que tuviera que testificar en un proceso; pero parecía que habían sido sus enemigos los que lo hicieron. Eso carecía de todo sentido. Así pues, aún había un montón de cosas que desconocía.

Bueno, por lo menos ya sabía dónde buscar las respuestas. Aspiró una profunda bocanada de aire, cogió el tentáculo y tiró de él, sacándoselo de la nariz. Apareció todo manchado de sangre y mucosidades, al tiempo que la agonía volvía a apoderarse de él.

Mareado por el dolor, observó el resplandeciente guisante plateado que había en la ensangrentada garra. ¡Así que éste era el transmisor! Su primer pensamiento fue arrojarlo lejos; pero, de inmediato, se le ocurrió una idea mejor.

Se quitó la toalla de la cabeza y la usó para limpiarse la sangre de las manos y la cara. Luego, sacó una barra de chocolate Mars. En este momento no tenía apetito, aunque tampoco le hacía falta.

Vio algunas ratas entre las sombras. Las noticias se habían difundido otra vez: comida gratis. Bueno, se encontraba en un estado de ánimo complaciente, a pesar de que sentía como si le hubieran aplastado la nariz en una enorme trampa para ratas.

– Poneos en fila, amigas -les murmuró a las ratas-. Quiero que cada una de vosotras disponga de la misma oportunidad.


¡BIIIIP! Un punto rojo intenso destelló en el aparato rastreador.

– ¡Lo tengo! -exclamó Richter.

Condujo a los agentes a la carrera a través de la fábrica.

Quaid volvió a guardar todas las cosas en el maletín. Iba a añadir el dispositivo del videodisco cuando los haces de unas linternas barrieron el polvoriento aire. Dejó caer el aparato y corrió hacia un montón de cascotes en el momento mismo en que una ráfaga de balas saturaba la habitación. Quien fuera que estaba disparando no corría riesgos. Quaid saltó en silencio por la ventana y corrió tan rápido como le permitían sus piernas.


Richter y sus hombres giraron a izquierda y derecha como si fueran misiles de rastreo térmico. El detector les mostraba el emplazamiento exacto de la presa. El imbécil debió olvidarse de ocultar la señal, si es que estaba al corriente de su existencia. Quizás interfirió con ella sin siquiera darse cuenta y, en ese momento, realizaba otra cosa.

– Se mueve -dijo Richter-. ¡Por aquí!

Atravesó a la carrera una puerta que le condujo a la estancia adecuada.

Los haces de sus linternas atravesaron el polvoriento aire. Algo se movió. Lanzaron una andanada de balas que destrozó la habitación.

Los disparos cesaron. De repente reinó el silencio. No se veía ningún cuerpo a la vista. ¿Qué demonios? Richter comprobó el aparato rastreador.

El punto rojo aparecía en movimiento. Escucharon un ruido, sonoro en la quietud.

– ¡Allí! -gritó Richter.

Los rifles automáticos dispararon otra ráfaga de balas. Una lata voló por los aires, completamente agujereada.

Comprobó de nuevo el rastreador. El punto rojo se estaba alejando.

– ¡No, ahí! -Señaló debajo de una línea de montaje.

Corrieron a lo largo de la extensión de la línea, disparando debajo de la cinta.

Aún seguía sin aparecer ningún cuerpo…, y el punto continuaba avanzando en el rastreador, justo más allá del último lugar hacia el que habían abierto fuego. ¿Es que el hombre tenía nueve vidas?

Se escuchó el ruido de algo que se escurría por el suelo en la oscuridad. Dispararon en la dirección del sonido, destrozando un montículo de desperdicios.

Richter lo recorrió con la linterna. El cuerpo de Quaid no estaba allí.

Perplejo, volvió a observar el rastreador. El punto parpadeante indicaba con claridad que tenían a Quaid delante de ellos. Pero ahí no estaba. Sólo había basura.

Richter pasó el haz de luz sobre la basura e iluminó…

A una rata aterrorizada, que llevaba en la boca un fragmento del envoltorio de una barrita de chocolate Mars. El rastreador indicaba inconfundiblemente a la rata.

Entonces lo comprendió. El maldito gilipollas había hecho que la rata se comiera el transmisor…, tal vez escondiéndolo dentro de la tableta de chocolate. Estuvieron persiguiendo a la rata mientras su presa se escapaba.

Una vez más les había vencido.

Furioso, hizo añicos con una ráfaga el cuerpo de la rata.

Cuando el velo rojo de la furia se aclaró de sus ojos, Richter se dio cuenta de que Helm estaba de pie a su lado, sujetando los restos del lector de videodiscos. Había sido alcanzado por una bala perdida y ahora chirriaba como una grabación rota. Lentamente, Richter volvió la cabeza y observó un fragmento lleno de estática del mensaje grabado en la rota pantalla.

Sólo quedaba un pequeño fragmento del disco, pero era suficiente para reconocer la voz de Hauser diciendo:

– Dirígete a Marte squerrrk. Dirígete a…

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