And if I came back from the grave for a while,
Would you, could you make a dead man smile?
ED HARCOURT,
This one's for you.
Vällingby, 11:55
Mahler empezó a ponerse nervioso cuando al cabo de tres cuartos de hora Anna aún no había vuelto. Salió al balcón y echó una ojeada a través del patio hacia el apartamento de ella. Le asaltó una reprobación de padre: «Qué criatura más lenta», y la reprimió de inmediato. Ahora debía mostrar respeto. Respeto y comprensión.
Durante los últimos años él había sido para Elias más un padre separado que un abuelo. Tal vez había tratado de recuperar lo que se había perdido cuando Anna era pequeña y él estaba metido de lleno en su carrera. Que él se quedara al cuidado del niño y fuera a recogerlo a la guardería, le había permitido a Anna vivir con una libertad que él pensaba que su hija aprovechaba mal, pero como ya sabía que a ella sus consejos le entraban por un oído y le salían por el otro -«a buenas horas piensas empezar a educarme», le había dicho-, intentó no juzgarla.
Además, probablemente la culpa de todo era de él. La incapacidad de Anna para comprometerse, mantener un trabajo o terminar unos estudios era un comportamiento aprendido. ¿Y quién se lo había enseñado? Sí, Gustav Mahler, periodista forjándose una carrera.
Se habían mudado cinco veces cuando ella era pequeña, a medida que él iba consiguiendo mejores trabajos en periódicos más grandes. Cuando Anna tenía nueve años y él finalmente se había asentado en la redacción de sucesos del periódico Aftonbladet, Sylvia, la madre de Anna, se había hartado de él y lo había abandonado. Aunque, en realidad, había sido él quien la había abandonado a ella mucho antes.
Así pues, seguro que había sido él quien había enseñado a su hija cómo había que vivir la vida. Ella había seguido medio curso los estudios de Psicología, y antes de dejarlo había aprendido lo suficiente para poder culparlo de todo a él, opinión que él compartía en su fuero interno, aunque nunca se lo dijo a ella, porque consideraba que cada persona era responsable de su propia vida. Al menos, en teoría.
Su relación con Anna estaba marcada por la indecisión. Él pensaba que ella debía dejar de escurrir el bulto, levantar la cabeza y recobrar el ánimo, al mismo tiempo creía que él tenía la culpa de que ella escurriera el bulto, no levantara la cabeza ni se animara. Sí. Ya se había enterado de que la culpa era suya, pero ella no lo sabía.
Mahler encendió un cigarrillo y sólo alcanzó a dar una calada antes de que salieran tres hombres del portal de Anna. Él se agachó y apagó el pitillo contra el suelo de cemento…
«… para que el enemigo no viera el humo…».
… y permaneció atento para escuchar si los hombres se dirigían a su portal. No. Salieron del patio hablando entre ellos. No distinguió lo que decían. Cortó el extremo ennegrecido del cigarrillo, volvió a encenderlo y le dio dos caladas. Le temblaban los dedos. Debían salir de allí cuanto antes.
Había cortado el teléfono y apagado el móvil por miedo a recibir alguna llamada que le dijera algo sobre lo que él debiera pronunciarse. Cuando estaba conectando el teléfono para poder revisar el contestador automático, se abrió la puerta de fuera y se quedó paralizado.
– ¿Papá?
Los dedos recuperaron la movilidad. Mahler desconectó el teléfono cuando Anna entró en el cuarto con una maleta en la mano. Ella dejó la maleta en el suelo, se acercó a la ventana del balcón y miró hacia fuera.
– Se han ido -dijo Mahler-. Les he visto.
Anna tenía el labio inferior en carne viva de tanto mordérselo.
– Han buscado por todo el apartamento. Apartaron el Lego… y miraron debajo de la cama. -Soltó un bufido-. Tíos hechos y derechos. Me dijeron que yo tenía que… que estaba obligada a dejar que ellos se hicieran cargo de él.
– ¿Quiénes eran?
– Policías y un médico. Traían papeles de algo de epidemia… Me dijeron que era ilegal que… y que era peligroso para Elias.
– ¿Tú no les dijiste que estaba aquí?
– No, pero…
Gustav asintió, bajó la tapa del portátil y recogió todos los cables necesarios.
– Tenemos que salir de inmediato.
– ¿Al hospital?
Mahler cerró los ojos con fuerza y se esforzó por mantener un tono de voz tranquilo.
– No. Anna. Al hospital no. A la casa de verano.
– Pero me han dicho…
– Me importa una mierda lo que hayan dicho. Nos vamos ahora mismo.
Cuando Mahler metió el ordenador en la bolsa y se volvió para entrar en el dormitorio, Anna estaba delante de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho.
– No eres tú quien decide esto -le espetó con voz fría y resuelta.
– Anna, ¿puedes quitarte de en medio? Hemos de irnos. Pueden venir aquí en cualquier momento. Coge tu maleta.
– No. No eres tú el que decide. Yo soy su madre.
Él frunció el ceño y mirando a Anna directamente a los ojos le dijo:
– Me parece estupendo que de repente sientas tal necesidad de comportarte como una madre, cosa que no has demostrado estos últimos años, pero pienso llevarme a Elias y luego tú puedes hacer lo que te dé la gana.
– Entonces llamo a la policía -replicó Anna, y el hielo de su voz comenzó a resquebrajarse, a ceder-. ¿No lo comprendes?
Mahler sabía manejar a las personas. Si él hubiera querido, con la voz suave y unas acusaciones más sutiles, habría conseguido convencer a su hija en dos minutos. Por consideración o por falta de tiempo no lo hizo, y en vez de eso dio rienda suelta a su enfado, lo cual a él le pareció que era jugar más limpio. Mahler dejó la bolsa encima de la mesa y señaló hacia el dormitorio.
– ¡Acabas de decir que no es Elias! Entonces, ¿cómo demonios vas a ser su madre?
Fue como abrir un paquete de café. Anna se vino abajo y empezó a llorar. Gustav se reprendió a sí mismo. Aquello no era en absoluto juego limpio.
– Anna, perdona. No quería decir…
– Lo has dicho. -Anna le sorprendió irguiéndose y secándose las lágrimas con el dorso de la mano-. Ya sé que importo un bledo.
– Ahora no estás siendo justa. -Mahler vio que se le iba de las manos y dio marcha atrás-. ¿Acaso no me he ocupado de ti durante todo este tiempo? Todos los días…
– Sí, como si fuera un paquete. Y ahora el paquete se ha atravesado en el camino, y tú tienes que apartarlo. En realidad tú nunca has hecho nada por mí. Es tu propia conciencia la que te preocupa todo el tiempo. Dame un cigarrillo.
Mahler se detuvo a mitad de camino hacia el bolsillo de la camisa.
– Anna, no tenemos tiempo…
– Lo tenemos. Dame un cigarro, te digo.
Ella cogió un cigarrillo y el mechero, lo encendió y se sentó en el sillón, en el borde. Mahler no se movió.
– ¿Qué pensarías si te dijera que me habría gustado estar sola todo este tiempo, y que en realidad se me han hecho muy pesadas tus idas y venidas diarias? -le dijo Anna-. Comía perritos calientes en el quiosco de abajo, en el cruce, no necesitaba tu comida, pero te he dejado que lo hicieras para quete sintieras mejor.
– Eso no es verdad -replicó él-. Tú habrías seguido tumbada allí sola, día tras día…
– No he estado sola. Alguna tarde, cuando me sentía mejor, he llamado a alguno de mis conocidos y…
– ¿Ah, sí? ¿No me digas? -La voz de Mahler sonó más mordaz de lo que él había pretendido.
– Ahórrame tus opiniones. Cada uno tiene las suyas. Yo al menos he llorado a Elias. No sé lo que habrás llorado tú. Algún plan para mantener tu propio equilibrio moral, que ha fracasado. Pero ya no pienso tener más consideración contigo. -Anna apagó el pitillo a medias y entró en el dormitorio.
Mahler se quedó inmóvil, con los brazos a los lados. No se sentía abrumado. Las palabras de Anna no le hicieron mella. Probablemente eran ciertas, pero no le habían afectado. Sin embargo, los nuevos datos, sí: nunca se había imaginado eso de ella.
Elias yacía en la cama con los brazos extendidos, parecía un extraterrestre indefenso. Anna estaba sentada en el borde de la cama con el dedo dentro del puño cerrado del redivivo.
– Mira -le instó ella.
– Ya -dijo Mahler, y se mordió los labios para no añadir: «Lo sé». En vez de eso, se sentó al otro lado de la cama y dejó que Elias le apretara el dedo con la otra mano. Permanecieron un rato sentados, cada uno con su dedo en las manos de Elias. A Mahler le parecía oír las sirenas a lo lejos.
– ¿Qué vamos a darle? -quiso saber Anna.
Gustav le contó lo de la sal. En la pregunta de Anna había una incipiente aceptación de su plan, pero él no pensaba forzar más las cosas. Ella podía elegir ahora, siempre y cuando no eligiera mal.
– ¿Y glucosa? -preguntó ella-. Suero.
– Tal vez -concedió Mahler-. Podemos probar.
Anna asintió, besó a Elias en el dorso de la mano y sacó el dedo con cuidado, se levantó y dijo:
– Venga, pues entonces nos vamos.
Mahler acercó el vehículo hasta el portal y Anna llevó a Elias envuelto en la sábana, lo tumbó en los asientos traseros y luego entró ella. El coche era una sauna tras todo el día en el aparcamiento, y Mahler bajó las dos ventanillas delanteras y abrió el techo solar.
Arriba, en la plaza, aparcó a la sombra y se dirigió a toda prisa a la farmacia. Echó en la cesta diez paquetes de glucosa, cuatro tubos de crema para la piel y unas cuantas jeringas de alimentación. Se detuvo frente a las cosas para bebés, de donde eligió también un par de biberones. Comprobó que fueran de los que tienen un solo agujero en la tetina.
No quería dejar mucho tiempo a Anna y a Elias solos en el coche, pero la gran cantidad de productos disponibles en la farmacia le dejaron confuso. Pasó la mirada por las estanterías con apósitos, productos contra los mosquitos, cremas contra los hongos de los pies, vitaminas y pomada para quemaduras. Tenía que haber algo que fuera bueno, pero ¿qué?
Cogió al azar unos cuantos botes y frascos con vitaminas y productos de parafarmacia.
La señora de la caja le echó una mirada a. él y otra a los productos que iba a comprar. Mahler vio cómo se movían las ruedas dentadas de su mente bajo una máscara de profesionalidad, en un intento de establecer una relación entre el azúcar, los biberones, una cantidad tan ingente de crema hidratante y su persona.
Él pagó en metálico y recibió los productos en una bolsa repleta, junto con el deseo de que pasara un buen día.
Fueron en silencio todo el camino hasta Norrtälje. Anna iba sentada atrás con Elias en las rodillas, mirando fijamente a través de la ventanilla con su dedo en la mano de él. Cuando Gustav tomó la salida hacia Kapellskär, ella le preguntó:
– ¿Por qué crees que no van a buscar allí?
– No lo sé -admitió él-. Sólo espero que no se lo tomen tan… en serio, sencillamente. Y además, es más agradable estar allí.
Mahler puso la radio. No se oía música en las emisoras de ámbito nacional; sólo las comerciales seguían zumbando como si no hubiera pasado nada. Tuvo puesta la emisora P1, pero añadió poco a lo que ya sabían. Todavía faltaban ocho redivivos.
– Me pregunto qué estarán haciendo ahora los otros siete -dijo Mahler, apagando la radio.
– Algo parecido -repuso Anna-. ¿Por qué crees realmente que nosotros estamos haciendo lo correcto y que todos los demás se equivocan?
Mahler dejó de mirar al frente un par de segundos para poder volver la cabeza y observar a Anna; se lo estaba preguntando en serio.
– No sé si estamos actuando correctamente -dijo Mahler-, pero sé que ellos tampoco lo saben. En mi trabajo… te sorprenderías si supieras con cuánta frecuencia las autoridades actúan sin saber por qué, sin conocer las consecuencias… sólo para que parezca que hacen algo. -Ahora que ya estaban en camino él también se atrevió a preguntar-. ¿Crees que no estamos actuando correctamente?
Ella permaneció en silencio un momento. Gustav vio por el espejo retrovisor que estaba mirando a Elias y que una mueca atravesaba su rostro.
– ¿No puedes abrir un poco más la ventanilla?
Mahler la bajó cuanto pudo. Anna se echó hacia atrás todo lo posible, se apoyó en el reposacabezas y hablando hacia el techo dijo:
– ¿Por qué no deja de oler?
Su padre volvió a mirar hacia atrás. La cara de Elias, de color verde oscuro y con manchas negras, sobresalía de la sábana, lo que le hacía parecer aún más como una momia amortajada.
– No quiero abandonarle -dijo Anna-. Eso es todo.
La vegetación alrededor de la casita estaba demasiado alta y agostada. La impresionante madreselva que trepaba alrededor del porche había crecido mucho antes del verano, pero ahora sólo era una barda, como si el porche hubiera sido envuelto en ramas secas.
Mahler detuvo el coche a diez metros de la puerta y apagó el motor.
– Bueno -anunció, mirando la hierba seca-. Pues al fin hemos llegado.
La casa estaba al final del camino a cuyos flancos se alineaban las casas de veraneo de Koholma. Era preciso caminar doscientos metros a través del bosque para llegar al agua, pero nada más bajar del vehículo Mahler ya notó cómo mejoraba la calidad del aire por la proximidad del mar. Respiró profundamente y una promesa de libertad le llenó los pulmones.
Ahora entendía cuál había sido su razonamiento.
Aquella casa le había parecido más segura que el apartamento. Evidentemente era el mar el que había hecho que tuviera esa sensación. El amplio océano azul de ahí afuera. Si ellos venían, siempre quedaba la posibilidad de… escapar hacia las islas.
La razón de que Mahler hubiera podido comprar aquella casa quince años antes se hizo ahora presente: un ruido sordo cruzó el bosque e hizo vibrar ligeramente la chapa del coche. Él suspiró.
El puerto de Kapellskär se hallaba quinientos metros al sur. Con el auge, quince o veinte años antes, de los viajes turísticos con destino a Finlandia y Åland, que se convirtieron en algo al alcance de todos, el tráfico de barcos, cada vez más grandes, fue en aumento y el valor de los inmuebles de la zona próxima a las terminales del puerto cayó a la mitad. No estaba tan mal como vivir en las inmediaciones de un aeropuerto, pero casi. Los barcos salían a todas las horas del día y de la noche y se necesitaban un par de semanas para acostumbrarse al ruido que hacían.
Empezaron a bajar el equipaje.
Mahler sacó a Elias del coche y lo llevó hasta la casita, buscó la llave en el canalón y abrió la puerta. La casa olía a cerrado. Gustav llevó a Elias a su habitación, donde los tesoros de veranos pasados, en forma de plumas, piedras y trozos de madera, yacían sobre la repisa de la ventana y en las estanterías.
Dejó al niño en la cama y abrió la ventana. El aire mezclado con sal se arremolinó dentro de la estancia, invitando a bailar al polvo.
Sí. Habían hecho bien en venir aquí. Aquí había espacio y tiempo. Todo lo que ellos necesitaban.
TäbyKyrkby, 12:30
Tras la llamada de Flora de madrugada, Elvy no pudo volverse a dormir y cogió otro rato la obra de Grimberg. Por si fuera poco, se llegaba precisamente a la muerte de Gustavo Adolfo II. El relato de la extravagante relación de la reina viuda María Leonor con el cadáver de su difunto esposo la mantuvo pegada al libro.
María Leonor se había negado a desprenderse de él. Una y otra vez debía ver el cuerpo sin vida y hacerle compañía durante todo el viaje desde Alemania. Cuando finalmente la fueron apartando de él, consiguió apoderarse del corazón (a Elvy le irritaba que Grimberg no contara en ningún sitio cómo consiguió ella hacerse con el corazón), y chantajeó con él para conseguir que le dejaran ver otra vez el cadáver…
Esto escribió un diplomático sueco durante el viaje de traslado del cuerpo:
Lo que contempla suscita en ella alabanzas y caricias, sin ver que ya es mucho lo que ennegrece y se descompone, que nada queda ya que reconocer.
Elvy había bajado el libro y se había quedado pensando en la diferencia entre las reacciones. Si el rey se hubiera levantado de su ataúd, la reina probablemente habría dado gritos de alegría mientras abrazaba aquel cuerpo podrido. ¿Por qué era tan distinto? ¿Era Elvy la despiadada?
Unas páginas más adelante, Elvy encontró una especie de explicación. María Leonor había encargado un féretro doble, con espacio para el difunto rey y para ella misma. La justificación era que «había gozado muy poco» del rey en vida. Ahora que estaba muerto quería aprovechar.
Elvy no tenía ese problema. Ella había podido «gozar» de Tore en vida más que suficiente. Cuando su esposo expiró, Elvy había vivido mucho tiempo con aquel hombre diez años mayor que se había desposado por misericordia con una histérica con el fin de cuidarla y guiarla en la vida, sin llegar nunca a comprenderla. No le guardaba ningún rencor -él hizo lo que pudo-, pero ella había tenido suficiente.
Confortada con este pensamiento, dejó el libro e intentó dormirse, pero el sueño no quería aparecer. A las 4:30 tuvo que levantarse y permanecer sentada en el retrete media hora, y cuando se acostó de nuevo ya entraba la luz del día en el dormitorio. Bajó las persianas, se tomó un par de valerianas y al final consiguió adormecerse. Estuvo sumida en un duermevela hasta algo más de las once, entonces se despertó del todo, animada y llena de esperanza.
Hasta que miró las noticias.
No dijeron ni media palabra de lo esencial. Era como si no existiera. De vez en cuando salía hablando algún sacerdote u obispo, y ¿de qué hablaban?
De los familiares impacientes, del teléfono de asistencia de la iglesia y de la angustia de muchas personas en una situación como ésta. Bla, bla, bla.
Elvy no sentía ninguna angustia. Estaba enfadada.
Difundieron estadísticas e imágenes de las exhumaciones de la noche anterior. A esas horas ya habían abierto casi todas las tumbas recientes y algunas más (en efecto, las personas que llevaban muertas más de dos meses seguían muertas), y el número de redivivos se acercaba ya a los 2.000.
El primer ministro había aterrizado hacía un momento y ya en el aeropuerto de Arlanda fue acosado por los periodistas. Para destacar la gravedad de la situación, se quitó las gafas y, mirando directamente a las cámaras, dijo:
– Nuestro país se encuentra conmocionado. Espero la ayuda de todos para que la situación no empeore.
»Yo y mi gobierno vamos a hacer cuanto esté en nuestras manos para dar a esas personas la atención médica y los cuidados necesarios.
»Pero permitidme que os recuerde…
El primer ministro levantó el índice y miró a su alrededor con una expresión que parecía de tristeza. Elvy tensó todo el cuerpo y se inclinó más cerca de la tele. Ahí estaba. Por fin. El primer ministro dijo:
– Todos hemos de recorrer ese camino. Nada diferencia a esas personas de nosotros.
El político dio las gracias y le abrieron paso hasta el coche que lo estaba esperando. Elvy se quedó con la boca abierta.
«Él tampoco…».
Ella había reparado en que el primer ministro se sabía su Biblia al dedillo; solía utilizar expresiones y giros sacados de ella. Por eso el golpe fue aún mayor, cuando él, en aquellos momentos decisivos, no hizo referencia ni siquiera con una palabra a las Escrituras. Ahora, cuando realmente era la ocasión.
«Todos hemos de recorrer ese camino…».
Elvy apagó la tele y maldijo en voz alta:
– ¡Qué maldito… payaso!
Se dio una vuelta por la casa, tan indignada que no sabía ni qué hacer. En la habitación de los invitados, cogió las hojas con los salmos fotocopiados, manchados por las secreciones de Tore, las estrujó y las arrojó a la papelera. Después llamó a Hagar.
De sus amigas de la iglesia, Hagar era la más despierta. Durante doce años ellas y Agnes se habían encargado de preparar el café para las reuniones de los sábados, turnándose con los bollos. Después de que Agnes sufriera de ciática en las piernas, ya no podía estar tan activa, así que desde hacía tres años eran sobre todo Elvy y Hagar las que se encargaban de todo.
Hagar contestó a la segunda señal.
– ¡Seiscientosdocediecinueveveintiseis!
Elvy tuvo que retirarse un poco el auricular del oído, porque Hagar, que padecía una ligera disminución auditiva, casi gritaba al teléfono.
– Sí, soy yo.
– ¡Elvy! Has tenido alguna avería en el…
– Sí. Lo sé. ¿Has…?
– ¡Tore! ¿Ha…?
– Sí.
– ¿Ha vuelto a la…?
– Sí, sí.
Se quedaron un momento en silencio.
– ¿Ah, sí? ¿A tu casa? -preguntó Hagar con tono algo más bajo.
– Sí, pero ya han venido a buscarlo. No es eso. ¿Has visto las noticias?
– Sí, claro. Toda la mañana. ¿Fue desagradable?
– ¿Lo de Tore? Sí, un poco al principio, tal vez, pero… fue todo bien. No es eso. ¿Has visto… has visto al primer ministro?
– Sí -contestó Hagar, y habló como si acabara de morder algo amargo-. ¿Qué es lo que pasa, en realidad?
Elvy meneó la cabeza lentamente, sin darse cuenta de que Hagar no podía ver el gesto. Fijó la vista en un pequeño cuadro colgado en la pared de la entrada.
– Hagar, ¿piensas de esto lo mismo que yo? -preguntó arrastrando las palabras.
– ¿De qué?
– De lo que está pasando.
– ¿La resurrección?
Elvy sonrió. Ya sabía que podía confiar en Hagar. Asintió frente al cuadro, Jesús Salvador Rey del Mundo, y dijo:
– Sí. Eso, precisamente. Ni siquiera lo mencionan.
– No. -Hagar volvió a subir el tono de voz-. ¡Esto es una desgracia! ¡Hasta ahí hemos llegado!
Siguieron hablando un poco más con la mayor complicidad y colgaron con la vaga promesa de hacer algo, sin saber muy bien qué.
Elvy se sintió algo más tranquila. No era ella sola la que pensaba de aquella manera. Seguramente eran más. Fue hasta la ventana del balcón y miró hacia fuera, como si buscara a más gente que se diera cuenta de lo que estaba pasando. Además, observó otra cosa, algo que no había visto en varias semanas: nubes.
No eran simples nubes de verano, dispuestas sólo para acentuar el azul del cielo. No, eran auténticos nubarrones de tormenta, formando bancos de nubes negras que se deslizaban tan despacio que parecían inmóviles. Una poderosa masa muscular se disponía a descargar su ira sobre Estocolmo.
Elvy salió a la terraza. Estuvo un buen rato observando y sí, claro; avanzaba despacio, pero ciertamente la montaña flotante de nubes oscuras estaba acercándose. Sintió un cosquilleo en el estómago. ¿Sería eso? ¿Sería así?
Anduvo un rato dando vueltas por la casa, bostezando y tratando de prepararse. No sabía cómo había que prepararse.
El que esté en la azotea de su casa, que no baje a buscar sus cosas; y el que esté en el campo, que no vuelva a buscar su manto.
No había nada que hacer. Elvy se sentó en el sillon y buscó Mateo, 24, ya que había olvidado cómo seguía. Se asustó con lo que leyó:
Porque habrá entonces un gran padecimiento, como no lo hubo desde el comienzo del mundo hasta ahora ni lo habrá jamás.
Elvy pensó en los campos de concentración, y en Flora.
Y si no fuera abreviado ese tiempo, nadie se salvaría; pero será abreviado, a causa de los elegidos.
Nada hablaba en realidad de dolor y sufrimiento en el sentido normal de la expresión. Sólo de que habría un gran padecimiento «como no lo hubo ni lo habrá jamás». Un sufrimiento que nunca antes hemos conocido, pero claro, tal vez era consecuencia de la traducción sueca. El original quizá hablaba expresamente de sufrimiento puramente físico e insoportable. Sintió que le pesaban los párpados.
«Quizá ya en la primera traducción… la Septuaginta… 40 monjes en 40 cuartos… 100 monos junto a 100 máquinas de escribir durante 100 años».
Sus pensamientos se mezclaron en una maraña inextricable de imágenes, y Elvy, allí sentada, asentía con la barbilla contra el pecho.
Se despertó porque se encendió la tele.
Se le coloreó de naranja el interior de los párpados, y la luz de la pantalla era tan intensa cuando abrió los ojos que tuvo que volver a cerrarlos. El aparato lucía como un pequeño sol y Elvy entreabrió los ojos con cautela, entornándolos.
Cuando sus pupilas empezaron a acostumbrarse a aquella luz tan intensa, Elvy vio una figura en el centro de la pantalla, alrededor de la cual la luz resplandecía como un halo de santidad. O, tal vez, la luz salía de la figura. La mujer. Elvy la reconoció inmediatamente y su pecho se llenó de angustia.
La mujer cubría el cabello negro con un velo azul oscuro y en sus ojos se reflejaba el dolor de quien acaba de ver morir a su hijo; de quien ha estado a los pies de la cruz y ha visto cómo le sacaban a su hijo los clavos de las manos con unas tenazas; de quien ha contemplado rígidos y retorcidos aquellos dedos que un día fueron pequeños y buscaron ansiosos su pecho; de quien ha oído el chirrido del metal contra la madera y contemplado aquellas manos ahora destrozadas. Y todo estaba perdido.
– Virgen María… -susurró sin atreverse a mirar, pero de pronto comprendió lo que significaba «un padecimiento como no lo hubo ni lo habrá jamás». No era más que el que podía leerse en los ojos de María. El sufrimiento de una madre frente a su hijo muerto, un hijo que además era la suma de toda la bondad. No era sólo el dolor de ver torturar y matar al hijo que has amamantado y cuidado, sino también el sufrimiento de que exista un mundo en el que semejantes cosas puedan suceder.
Elvy vio con el rabillo del ojo que María extendía las manos en un gesto de saludo. Estaba a punto de levantarse del sillón y caer de rodillas en el suelo, pero María le dijo:
«Quédate sentada, Elvy».
Su voz clara era casi un susurro. Nada que ver con una voz atronadora procedente del cielo, sino más bien como la voz suplicante de una niña pobre pidiendo una moneda, o algo de comer.
«No te levantes, Elvy».
La Virgen conocía su nombre, y en sus palabras se adivinaba que sabía muy bien todo lo que Elvy había soportado y trabajado a lo largo de su vida, y que ahora se merecía descansar un poco. La mujer se atrevió a echar una mirada rápida a la pantalla y vio que a María le brillaban estrellas diminutas en las puntas de los dedos. O, tal vez, gotas de agua, lágrimas enjugadas de sus ojos.
– Elvy -dijo María-. Tienes una misión.
– Sí -susurró ella sin que se oyera ningún sonido.
– Deben venir a mí. Su única salvación es que vengan a mí. Tú tienes que hacérselo comprender.
Aquello ya le había rondado a Elvy, y, pese a la solemnidad del momento, ella se imaginó a sus vecinos y al resto de la gente con ojos incomprensivos y aturdidos, y sus respuestas desdeñosas.
– ¿Cómo? ¿Cómo voy a conseguir que me escuchen? -quiso saber.
Durante un segundo, Elvy miró a María directamente a los ojos y se sintió llena de miedo. Porque vio las tribulaciones que habría de soportar la humanidad si no se arrepentía y volvía a su seno. La Virgen extendió una mano y dijo:
– Ésta será tu señal.
Algo le rozó la frente a Elvy. El televisor se apagó. Elvy se cayó del sillón y la cabeza le explotó.
El borde de cristal de la mesa le estaba presionando la frente cuando ella abrió los ojos. Le dolía la cabeza. Aturdida, se enderezó en el sillón, mirando la mesa. En el borde había una mancha viscosa de color rojo oscuro. Habían caído algunas gotas de sangre sobre la alfombra.
El televisor estaba sin imagen y en silencio.
Se levantó con las piernas temblorosas, se dirigió a la entrada y se miró en el espejo.
Una brecha completamente recta, de tres centímetros pero superficial, se dibujaba un poco por encima de las cejas como si fuera el signo menos. Aún le salía un poco de sangre de la herida y se quitó una gota del ojo.
En la cocina se limpió la sangre con papel absorbente. No se atrevió a tirarlo, así que lo puso en un bote de cristal y cerró la tapa.
Después llamó a Hagar.
Mientras sonaban los pitidos, ella cerró los ojos y vio a la Virgen delante de ella. No podía asegurarlo, pero cuando María extendió la mano para tocarle la frente, durante una fracción de segundo, Elvy alcanzó a ver lo que le brillaba en las puntas de los dedos. Eran anzuelos. Le salían de la piel unos anzuelos pequeños y finos, no mayores que los de pesca.
Aunque no acertaba a expresarlo, Elvy estaba convencida de que María de alguna manera era una representación, algo destinado a sus ojos humanos. Ella tenía un papel relevante porque era la Madre de Jesús. Pero ¿los anzuelos? ¿Qué significaban los anzuelos en ese caso?
Cuando Hagar respondió, Elvy dejó esas cuestiones a un lado para describir el momento más importante de su vida.
Koholma, 13:30
Anna sacó el resto del equipaje del maletero mientras su padre desaparecía en el interior de la casa. Cruzó el patio, pasó cerca del pino donde estaba el columpio de Elias, enredado alrededor del tronco, junto a la mesa del jardín, reseca después de haber pasado el invierno a la intemperie. Allí se detuvo y dejó las maletas en el suelo. Permaneció pensativa, tratando de comprender.
¿Cómo había ocurrido? ¿Cómo había quedado reducida a una especie de sirviente que se ocupaba de las tareas básicas mientras que su progenitor se hacía cargo del que había sido su hijo?
El calor apretaba de una manera que presagiaba tormenta. Anna miró hacia el cielo. Sí. Lo cubría una tenue gasa, una película blanca y un banco de nubes oscuras se deslizaban desde el interior hacia la costa. Era como si toda la naturaleza se estremeciera ante la expectativa. Las raíces de las plantas estaban conversando en voz baja acerca de la misericordia que pronto iba a caer del cielo.
Anna se sentía mareada, casi indispuesta. Durante más de un mes había vivido en una burbuja, limitando sus movimientos y sus palabras al mínimo para que la vida no se cebara con ella, no empezara a arañarla y destrozarla. Durante más de un mes había vivido como una muerta.
Y, de pronto, sobrevino el regreso de Elias, el registro policial, el ajetreo de la huida y una conversación donde fue incapaz de decidir nada, y su padre decidió por ella. Se había quedado al margen. No participaba.
Anna dejó las maletas donde estaban y se dirigió hacia el bosque.
Las hojas secas del año anterior crujían bajo sus pies, las raíces superficiales de los pinos se arqueaban bajo el manto vegetal y se le clavaban en las suelas de los zapatos. El ruido del puerto de Kapellskär resonaba en el bosque como un temblor. Anna vagó sin rumbo hacia los terrenos pantanosos más próximos al mar.
Cuando llegó a los campos abiertos cubiertos por los musgos, olió la acidez de las acículas de los pinos fermentadas al sol en los légamos profundos. Hasta el musgo, que normalmente era de color verde oscuro sobre el agua de aquellos terrenos pantanosos, se había secado y había adquirido un tono verde claro, con manchas beis. Cuando anduvo sobre él, crujía antes de que el pie se hundiera en su manto, como si caminara sobre una capa dura de nieve.
Anna avanzó con dificultad hacia el centro. Los árboles de hoja caduca próximos a la zona pantanosa arqueaban las copas formando una cúpula por la que se filtraban los rayos del sol aquí y allá. Se tumbó cuando llegó al centro. El musgo la acogió, cerrándose a su alrededor. Se quedó mirando las indolentes formas cambiantes de las hojas en las copas de los árboles, y se durmió.
¿Cuánto tiempo permaneció allí tendida? ¿Media hora, una?
Seguramente se habría quedado más tiempo si su padre no la hubiera llamado para que volviera a casa.
– ¡Anna…! ¡Aaannaa!
Ella se liberó de los brazos del musgo, pero no contestó. Estaba demasiado ocupada con la sensación que tenía en el cuerpo, especialmente en la piel. Miró el sitio donde había estado tumbada. El contorno de su cuerpo se dibujaba nítidamente en el musgo, que, con un gemido casi audible, empezaba a recuperar la forma de antes.
Ella había cambiado de piel. Eso era lo que sentía. Lo que andaba buscando era su vieja piel, que debía de estar arrugada y consumida en el hueco del musgo.
Allí no estaba, pero la sensación era tan real que tuvo que subirse la manga de la camiseta para comprobar si aún tenía el tatuaje.
Pues sí. «Rotten to the Bone» seguía aún escrito con diminutas letras de imprenta en el hombro derecho. Una suerte de orgullo le había obligado a seguir con él en vez de habérselo quitado con láser, pese a que hacía ya doce años que había roto por completo con ese mundo al que pertenecía el tatuaje.
– ¡AANNAA!
Se encaminó hacia la orilla de la zona pantanosa y gritó:
– ¡Estoy aquí!
Mahler se detuvo donde empezaban los musgos, evitándolos como si fueran arenas movedizas. Se llevó las manos a las caderas.
– ¿Dónde has estado?
– Allí -contestó ella, y señaló en dirección al centro.
Gustav arrugó la frente mientras observaba el musgo aplastado.
– Ya lo he metido todo -dijo él.
– Bien -contestó Anna, pasando junto a su padre en dirección a la casa. Él la siguió y le sacudió la espalda con la mano.
– Cómo te has puesto.
Ella no contestó. Sus pies avanzaban ligeros sobre las raíces. Había en ella algo delicado y valioso, algo que podía resquebrajarse si hablaba. Caminaron en silencio hacia la casa y ella le agradeció que no empezara a explicarle su comportamiento, como hacía cuando era más joven; que la dejara en paz.
En la mesilla junto a la cama de Elias había un paquete de suero glucosado, sal, dos jeringas, una jarra de agua y una medida de medio litro.
Anna no pudo apreciar ningún cambio. Mahler había cubierto a Elias con una sábana blanca limpia y sus pequeñas manos de viejo reposaban a los lados, como dos garras de ave secas. Lo que estaba contemplando era un cadáver, el de su hijo. Quizá pudiera cambiar algo, si él al menos quisiera abrir los ojos, mirarla. Pero bajo aquellos párpados medio cerrados no había más que esa película inerte que parecía plástico, como una lentilla reseca. Nada.
Tal vez hubiera un camino de regreso. Su padre parecía creerlo. Pero en ese caso sería largo, tan largo que ella no podía ni imaginarse su inicio, cuánto menos su fin. Elias había muerto. Lo que había allí eran unos restos en los que no quedaba nada que recordara al niño que ella había amado. Y al que ella quería recordar.
Mahler entró y se colocó al lado de ella.
– Le he dado azúcar con la jeringuilla. Se lo ha bebido.
Anna asintió, se agachó junto a la cama.
– ¿Elias? ¿Elias? Soy mamá, estoy aquí.
El redivivo no se movió un milímetro. Nada hacía pensar que la oyera. El desánimo se apoderó de ella, sintió que su debilidad interior temblaba y una profunda pena le inundó el pecho. Se levantó apresuradamente y salió. Olía a café recién hecho en la cocina, y ella recobró las fuerzas.
Anna iba a hacerse cargo de él. Iba a hacer todo lo posible. Pero no podía pensar siquiera por un momento que podría recuperar a su hijo, no quería imaginarse que en algún sitio dentro del cuerpo de aquella pequeña momia se encontraba encerrado su hijo luchando por salir. Entonces sería ella la que acabaría destrozada de verdad. Aquello le resultaría demasiado doloroso.
Sirvió dos tazas de café y las llevó a la mesa. Ahora estaba tranquila. Podían hablar. Al otro lado de la ventana el cielo había empezado a cubrirse de gris y una suave brisa agitaba las hojas de los árboles. Anna miró a su padre.
Parecía cansado. Bajo los ojos tenía las bolsas más marcadas que de costumbre y todo su rostro parecía atormentado por la fuerza de gravitación de la tierra, succionado hacia el suelo en los pliegues y arrugas.
– Papá, ¿por qué no descansas un poco?
Mahler negó con la cabeza y le temblaron las bolsas de las mejillas.
– No tengo tiempo. He llamado a la redacción y alguien ha preguntado por mí; el marido de esa mujer que… Sí, querían que escribiera algo más, pero ya veré si… y además hemos de comprar comida y cosas…
Se encogió de hombros y suspiró. Anna tomó un par de sorbos de café; estaba demasiado fuerte para su gusto, como siempre que hacía el café su padre.
– Puedes ir. Yo me quedo aquí -dijo ella.
Mahler la miró. Tenía los ojos pequeños, inyectados en sangre, y casi desaparecían en la hinchazón circundante.
– ¿Puedes quedarte sola, entonces?
– Sí. Sí que puedo.
– ¿Estás segura, de ello?
Anna dejó la taza en la mesa, dando un golpe.
– No confías en mí. Lo sé. Pero yo tampoco confío en ti. Nunca me he fiado. Qué pretendes.
Se levantó y fue a la nevera a buscar leche para el café. El frigorífico estaba vacío, claro. Cuando volvió a la mesa, Gustav se había hundido aún más en su silla.
– Sólo quiero que todo salga bien.
Anna asintió.
– Sí, lo creo. Pero de la forma que tú lo has pensado. Como tú lo has planeado. De la manera más sensata. Vete a hacer la compra. Yo puedo apañármelas aquí.
Hicieron una lista con las cosas necesarias, planeando la compra como si se tratara de resistir un asedio.
Cuando Mahler se marchó, Anna fue a ver a Elias, luego dio una vuelta a la casa y sacudió las alfombras, barrió las moscas muertas que había en las repisas de las ventanas, y pasó la aspiradora. Cuando estaba limpiando la encimera de la cocina vio los dos biberones aún sin estrenar. Guardó el electrodoméstico y fue a la habitación de Elias. Echó un poco de suero glucosado en uno de ellos, lo llenó de agua, puso la tetina y agitó hasta que el azúcar se disolvió. Después se sentó con el biberón en la mano y miró a Elias.
La mera sensación de sostener un biberón en la mano le trajo recuerdos. Hasta los cuatro años Elias se había llevado a la cama un biberón con leche a la hora de acostarse. Nunca había usado chupete, ni se había chupado el dedo, pero necesitaba ese biberón.
Cuántas veces no había estado ella sentada como ahora al borde de la cama cuando él se iba a dormir. Lo había besado, le había dado las buenas noches y luego el biberón. Era increíble aquella sensación de satisfacción cuando él cogía el biberón con sus manitas, empezaba a chupar de la tetina y a continuación se le perdía la mirada.
– Aquí, Elias…
Anna le acercó el biberón a la boca. Mahler había dicho que tendrían que esperar un poco con eso, que Elias no podía chupar solo. Pero ella quería intentarlo. La tetina seca le rozó los labios. Él no se movió. Ella presionó con cuidado la tetina.
Entonces sucedió algo. Anna creyó al principio que era un insecto que le corría por el estómago y miró hacia abajo. Los dedos de Elias se movían un poco. Rígidos, torpes, pero se movían.
Cuando alzó la vista y le miró de nuevo a la cara, Elias había cerrado los labios alrededor de la tetina. Y chupaba. Con movimientos pequeños, muy pequeños de la piel reseca de los labios, un músculo en la garganta que trabajaba lentamente.
A ella le temblaba el biberón en la mano y se apretó la otra mano contra los labios con tanta fuerza que sintió en la lengua un sabor a metal.
Elias estaba mamando de la tetina.
Le causó tanto dolor que no podía respirar, pero cuando se calmó esa primera oleada de congoja fruto de la esperanza, le acarició la mejilla mientras él seguía succionando. Inclinó la cabeza sobre él.
– Mi niño… Qué bien lo haces, pequeño.
Kungsholmen, 13:45
«los niños, los niños, los niños…».
David Zetterberg estaba en el patio viendo salir a los niños de la escuela como un torrente. Tres, cuatro, diez, treinta pequeños seres multicolores con sus mochilas corrían escaleras abajo. Entes humanos, una turba a la que había que controlar y educar. Cuatrocientos de ellos se agolpaban en ese edificio seis horas al día, todos eran soltados de nuevo cuando acababan las seis horas.
Material.
Pero acércate a uno de esos niños y verás a un portador del mundo. Un niño con padre y madre, abuelos, parientes y amigos. Un niño cuya existencia era necesaria para que funcionaran otras muchas vidas. Frágiles son los niños, y cuántas vidas llevan sobre sus tiernos hombros. Frágil es su mundo, impuesto por los mayores. Frágil es todo.
David había pasado todo el día como en una nube. Después de la visita al Instituto de Medicina Forense había entrado en una pizzeria y se había bebido un litro de agua, después se había tumbado debajo de un árbol en un parque y había dormido casi tres horas. Cuando los ladridos de un perro lo despabilaron, despertó a un mundo que le había vuelto la espalda. La gente estaba de merienda en el parque y los niños corrían en la hierba. Él no formaba ya parte de esa vida.
Lo único que parecía que le afectaba eran las nubes negras que se iban acercando lentamente. Aún estaban lejos, pero todo apuntaba que se dirigían hacia Estocolmo. Le zumbaban los oídos y le picaba el interior de los párpados. Los rayos del sol no llegaban debajo de su árbol, así que se acurrucó contra el tronco, sacó el periódico y volvió a leer el artículo. El artículo parecía que también hablaba de él.
Sin saber lo que iba a decir, ni lo que quería realmente, sacó el móvil y marcó el número del periódico. Contó quién era, que buscaba a Gustav Mahler. Le dijeron que éste trabajaba por su cuenta y que sintiéndolo mucho no podían darle su número de teléfono, pero le harían llegar su mensaje, ¿quería algo en particular?
– No, quiero… hablar con él, sólo…
Eso sería lo que le comunicarían a él.
David cogió el metro de vuelta a Kungsholmen. Todos los viajeros que hablaban en su vagón lo hacían sobre los muertos. A todos les parecía que era horrible. Alguien se fijó en él, consiguió recordar de qué le sonaba aquella cara y se calló. Nada de condolencias en esta ocasión.
También de camino hacia la escuela comprobó hasta qué punto le habían cortado los hilos que le mantenían sujeto al mundo. Él era a lo sumo un par de ojos que flotaban alrededor, evitando los obstáculos, parándose cuando estaba en rojo el muñeco del semáforo. Al llegar a la escuela se aferró a una barra negra de metal de la verja, cerró los ojos y se quedó agarrado a ella.
Los niños salieron en tromba cuando sonó la campana. Él abrió los ojos y vio el montón de tejidos biológicos que bajaban por la escalera dando brincos, y él siguió aferrado a la barra para no salir flotando.
Cuando la riada humana se derramó sobre el patio o salió fuera por las verjas, apareció Magnus. Empujó la puerta con todas sus fuerzas y se detuvo en lo alto de la escalera mirando a su alrededor.
David fue consciente entonces de que estaba sujeto a una barra; de que una mano aferraba esa barra y que esa mano formaba parte de un cuerpo que era el suyo. Regresó a su ser y volvió a sentirse… padre. Había retornado al mundo e iba al encuentro de su hijo.
– Hola, pequeño.
Magnus le dio la mochila y miró al suelo.
– Papá…
– ¿Sí?
– ¿Se ha vuelto mamá como los orcos?
Así que habían hablado de ello en la escuela. David le había estado dando vueltas al asunto para decidir cómo iba a empezar, si no debería decírselo poco a poco, pero esa posibilidad ya había desaparecido. Cogió a Magnus de la mano y empezaron a caminar hacia casa.
– ¿Habéis hablado de ello hoy en la escuela?
– Sí. Robin dice que era como los orcos, que comen carne humana y eso.
– ¿Y qué han dicho entonces los profesores?
– Han dicho que no era verdad, que era como… ¿papá?
– Sí.
– ¿Sabes quién es Lázaro?
– Sí. Ven…
Se sentaron en el bordillo de la acera. Magnus sacó sus Pokémon.
– He cambiado cinco. ¿Quieres verlas?
– Magnus, tú…
El padre cogió las cartas de la mano de Magnus y éste no protestó.
David le acarició la nuca y el frágil cráneo que había debajo del fino pelo casi blanco después del verano.
– Lo primero: mamá no se ha convertido en ningún… orco. Sólo ha sufrido un accidente.
Ahí se quedó sin palabras, no sabía cómo seguir. Miró las cartas; Grimer, Koffing, Gastly, Tentacool; todos seres más o menos terribles.
«¿Por qué tiene que ser todo terror en su mundo?».
Magnus señaló a Gastly.
– Horrible, ¿no?
– Mmm. Oye, es que… eso de lo que habéis hablado hoy. Le ha ocurrido a mamá, pero ella está… mucho mejor que todos los demás.
Magnus cogió sus cartas, las estuvo barajando un rato y después preguntó:
– ¿Está muerta?
– Sí, pero… vive.
El niño asintió.
– Entonces, ¿cuándo vuelve a casa?
– Eso no lo sé, pero de un modo u otro va a volver.
Permanecieron en silencio el uno junto al otro. Magnus repasó todas sus cartas. Miró un par de ellas con detenimiento. Después agachó la cabeza y rompió a llorar. Su padre le rodeó con los brazos, le sentó en sus rodillas y el niño se hizo un ovillo, apretando la cara contra el pecho de David.
– Quiero que ella esté en casa ahora. Cuando yo vuelva a casa.
A David también se le cubrieron los ojos de lágrimas. Meció a Magnus hacia delante y hacia atrás, acariciándole los cabellos.
– Lo sé, cariño… Lo sé.
Bondegatan, 15:00
Las escaleras de piedra en forma de caracol que subían hasta el apartamento de Flora en el segundo piso estaban desgastas por el paso de generaciones. Como la mayoría de los edificios antiguos, aquella casa de la calle Bondegatan envejecía con dignidad. La madera se arqueaba y la piedra se desgastaba en vez de abrirse o romperse como el hormigón. Era una casa con carácter y, en contra de su voluntad, Flora estaba enamorada de ella.
Sabía qué aspecto tenía cada uno de sus cuarenta y dos peldaños, conocía cada irregularidad de las paredes de la escalera. Un año y pico antes, ella había dibujado con un rotulador una A abajo, en la puerta del portal, del tamaño de un puño. Ella misma había sufrido al verlo cada vez que pasaba, y se sintió aliviada el día que pintaron la puerta.
Se le iba un poco la cabeza al subir los escalones. No había comido nada en todo el día y no había dormido más que un par de horas en toda la noche. Abrió la puerta de fuera y alcanzó a oír un par de segundos antes de que apagaran la música electrónica procedente del cuarto de estar. Después escuchó unos cuchicheos agitados y movimientos rápidos.
Cuando ella entró en la sala de estar, Viktor, su hermano pequeño de diez años, y Martin, el amigo con el que se había ido a dormir la noche anterior, estaban sentados cada uno en un sillón, completamente entregados a la lectura de los tebeos del Pato Donald.
– ¿Viktor?
Él contestó con un «mm» sin levantar la vista del cómic. Martin alzó el suyo para que Flora no pudiera verle la cara. Ella no se lo quitó, sino que pulsó el botón de salida del vídeo y cogió la cinta; la puso delante de Viktor.
– ¿Qué demonios andas haciendo? -Él no respondió. Flora le arrancó el tebeo de las manos-. ¡Escucha! Te he hecho una pregunta.
– ¿Qué pasa? -dijo Viktor-. Sólo estábamos mirando a ver qué era.
– ¿Una hora?
– Cinco minutos.
– Vete a la mierda. He escuchado la música al entrar, así que ya sé hasta dónde habéis llegado. La habéis visto casi entera.
– ¿Y cuántas veces la has visto tú? ¿Eh?
Flora le dio a Viktor en la cabeza con la película El día de los muertos.
– Ni se te ocurra volver a tocar mis cosas.
– Sólo queríamos ver lo que era.
– ¿Ah, sí? ¿Y era divertida?
Los chicos se miraron y menearon la cabeza.
– Aunque molaba cuando los descuartizaban -repuso Viktor.
– Sí, muy guay. Vamos a ver con qué sueñas esta noche.
Flora pensó que no volverían a coger vídeos de su estantería nunca más. Percibió la infantil desazón, el miedo que rezumaban sus cuerpos. La película les había impresionado profundamente. Seguramente a Viktor y a Martin iban a perseguirles aquellas imágenes de la misma manera que a ella la acosaron con doce años las deCannibal Ferox después de que viera el largometraje en casa de un amigo más mayor. Aquella película no la abandonó nunca.
– Flora ¿es cierto que han salido de las tumbas de verdad? -le preguntó Viktor.
– Sí.
– ¿Es como con ellos? -inquirió Viktor señalando la cinta de vídeo que Flora tenía en la mano-. ¿Se comen a la gente y eso?
– No…
– ¿Cómo es entonces?
Ella se encogió de hombros. Viktor había estado muy triste después de la muerte del abuelo, pero Flora sospechaba que no estaba tan afectado por su pérdida como por la muerte como tal; el hecho de que la muerte significaba en realidad la desaparición de las personas. Que todas las personas iban a desaparecer.
– ¿Tenéis miedo? -les preguntó.
– Yo estaba muy asustado al salir de la escuela -confesó Martin-. Pensaba que todos eran como zombis de ésos.
– Yo, también -dijo Viktor-. Pero yo he visto uno de verdad. Tenía los ojos totalmente locos. Joder, cómo he corrido. ¿Crees que el abuelo se va a poner así?
– No sé -mintió Flora, y se fue a su habitación.
Flora saludó con la cabeza a Pinhead, que la miraba fijamente desde el póster de la pared, y colocó el vídeo en la estantería. Debería comer algo, pero no tenía ganas de ir al frigorífico y empezar a sacar todos los paquetes y cacharros habituales. Le gustaba sentir hambre, como un asceta. Se echó en la cama y su cuerpo se llenó de tranquilidad.
Después de descansar un rato, cogió la funda vacía de Pretty Woman y sacó la navaja de afeitar que guardaba allí. Sus padres nunca habían dado con ella durante el periodo en que la usaba.
Las marcas de los brazos eran de su época de aficionada, enseguida había pasado a cortarse debajo de los huesos de las clavículas y los omoplatos. Por fuera de la escápula tenía un par de cicatrices tan profundas y tan largas que más bien parecía que le habían cortado las alas. Qué idea más bonita, pero esa vez se asustó; parecía que aquello no quería dejar de sangrar nunca, fue entonces cuando tuvo la conversación con Elvy y la vida se volvió algo más soportable. Las cicatrices de las alas fueron las últimas.
Miró la navaja, la abrió, la giró entre los dedos y… sí. Hacía mucho tiempo que no estaba tan lejos de querer autolesionarse.
Recorrió la estantería con la mirada para ver si le apetecía leer algo. La mayoría eran novelas de terror. Stephen King, Clive Barker, Lovecraft. Lo había leído todo, no tenía ganas de releerlos. Entonces se fijó en un libro con ilustraciones, en el nombre de una escritora, y en algún rincón de su cerebro se le encendió una luz.
El castor Bruno encuentra su casa, de Eva Zetterberg. Flora cogió el libro, se quedó mirando al castor dibujado delante de su casa: un montón de palos en un rápido.
«Eva Zetterberg…».
Sí, claro. Hablaban de ella en el periódico. Era la rediviva capaz de hablar, la que había permanecido menos tiempo muerta.
«Lástima» dijo Flora en su fuero interno, y abrió el libro. Tenía también el otro, El castor Bruno se pierde, publicado cinco años antes. Ahora estaba esperando la aparición del tercero, había leído en el periódico Dn que saldría en breve. De todas las obras que le habían regalado sus padres, los libros de Bruno eran los que más le habían gustado, después de Mumin [9]. Nunca había podido con Astrid Lindgren.
Lo que le había gustado, y aún le gustaba, era la relación directa con el miedo y la muerte. En los libros de Mumin se llamaba Mårran; en los de Bruno, el Señor del Agua se manifestaba como una amenaza constante abajo, en el rápido. Su presencia suponía el ahogamiento, era la fuerza que se llevaba por delante la casa de Bruno, era el destructor.
Flora rompió a llorar después de releer el libro un rato. Porque no iba a salir ningún otro del castor Bruno. Porque había muerto con su creadora. Porque el Señor del Agua finalmente le había dado caza.
Sollozaba sin poder evitarlo. Acarició el pelo blanco de Bruno en la portada y susurró:
– Pobrecito Bruno…
Koholma, 17:00
Mahler conducía a gran velocidad a través de la colonia de casas de veraneo, de vuelta a la suya. Las vacaciones de las empresas ya habían terminado y quedaba poca gente en las casas. Serían más para el fin de semana.
Aronsson, su vecino más cercano, estaba junto al camino regando su parra virgen. Hizo una mueca cuando Aronsson le vio y le hizo un gesto para que se parara. El periodista no podía ignorarle sin más, así que frenó y bajó la ventanilla. Aronsson se acercó hasta el coche. Era un hombre de unos setenta años, delgado y con paso vacilante, llevaba puesto un gorro de pescador de tela vaquera, donde ponía «Black & Decker».
– Hombre, Gustav. Así que al final has venido a dar una vuelta.
– Sí -dijo Mahler, y señalando la regadera que Aronsson llevaba en la mano-: ¿Crees que hace falta regar?
Aronsson miró al cielo donde se concentraban las nubes y se encogió de hombros.
– Es la costumbre.
Aronsson cuidaba su parra virgen con esmero. Ésta trepaba frondosa y exuberante alrededor del arco de metal que era la puerta de entrada a su terreno. En el centro del arco había un letrero de madera con las letras grabadas en el que le informaban a uno de que había llegado al jardín de la calma. Después de la jubilación, el vecino había convertido su casa de veraneo en el paraíso sueco más cuidado que pueda imaginarse. Estaba prohibido regar, pero, a juzgar por el verdor al otro lado del arco de entrada, Aronsson no había hecho mucho caso.
– Oye -le dijo Aronsson-, te cogí unas pocas fresas. Espero que no te haya molestado. Los corzos andaban tras de ellas.
– No. Me alegro de que no se hayan estropeado -respondió el periodista, aunque habría preferido que se comieran sus fresas los corzos antes que Aronsson.
– Tuviste unas fresas muy buenas -comentó el jubilado, haciendo ademán de paladear-. Eso fue antes de que empezara el tiempo seco. Por cierto, he leído tu artículo. ¿De verdad piensas eso, o es sólo por…? Bueno, ya me entiendes.
Mahler meneó la cabeza.
– No. ¿Qué quieres decir?
Aronsson dio marcha atrás inmediatamente.
– No, sólo quería decir… estaba bien escrito. Hacía mucho tiempo que no escribías nada, ¿no?
– Así es.
Mahler había dejado el coche en marcha. Ahora volvió la cara hacia el camino para indicar que debía irse, pero Aronsson no se dio por aludido.
– Bueno, y ahora has venido a pasar aquí unos días y te has traído a la chica.
Mahler asintió. Su vecino tenía una facilidad pasmosa para enterarse de todo, para acordarse de los nombres, los años, de las cosas que habían pasado y para estar al tanto de todo lo que hacía la gente de la colonia. Si se publicara alguna vez una crónica de Koholma, Aronsson tendría que ser el redactor por derecho propio.
Aronsson miró hacia la casa de Mahler, que estaba detrás de la curva, y -gracias a Dios- no se veía desde allí.
– ¿Y el niño? Elias. ¿Está…?
– Está con su padre.
– Ya, ya. Por supuesto. De un lado a otro. Así que estáis sólo la chica y tú, entonces. Está bien. -Aronsson miró de reojo hacia los asientos de atrás, que estaban llenos de bolsas del supermercado Flygfyren de Norrtälje.
– ¿Os vais a quedar muchos días?
– Ya veremos. Oye, tengo…
– Lo comprendo. -Aronsson sacudió la cabeza señalando hacia la parte de arriba del camino, y adoptó un tono quejumbroso-. Los Siwert tienen cáncer, ¿lo sabías? Los dos. Les dieron el diagnóstico con sólo un mes de diferencia. Es lo que puede pasar.
– Sí. Tengo… -Mahler aceleró en punto muerto y Aronsson se alejó un paso del coche.
– Claro -dijo Aronsson-, que volver con la chica. A lo mejor me paso a hacerte una visita un día de éstos.
A Mahler no se le ocurrió en ese momento ningún buen pretexto para decir que no, así que asintió y condujo hasta casa.
Aronsson. No sabía cómo, pero había conseguido olvidar que vivían otras personas en esa zona. Sólo había visto la casa, el bosque, el mar. No había reparado en las narices largas dispuestas a meterse donde nadie les llamaba.
¿Quién era el que llamaba a la policía en cuanto había un coche aparcado demasiado tiempo en la zona? Aronsson. ¿Quién llamó a la Seguridad Social diciendo que Olle Stark, que estaba de baja por enfermedad, trabajaba en el bosque? Nadie lo sabía y todos estaban al corriente. Aronsson.
¿Y qué había querido decir con ese «de verdad piensas eso»?
Ya podían tener cuidado. Qué mala pata. Aronsson era uno de los Justos y, ¿por qué no podía hacer algo alguien y quemarle la casa, preferiblemente cuando él estuviera durmiendo dentro?
Gustav apretó los dientes. Como si no tuvieran ya bastantes problemas.
Estaba cabreado cuando se bajó del coche y empezó a sacar las cosas. Y cuando se le rompió el asa de una de las bolsas de papel y se le cayeron al suelo unos cuantos kilos de fruta y verdura, le entraron ganas de dar una patada y mandarlo todo a la mierda, y de soltar más de un taco. Se contuvo, pensando en Aronsson. Sólo por una cosa así. Eso le cabreó aún más.
Caminó hacia la casa con la bolsa en brazos y, no pudo evitarlo, miró de reojo por encima del hombro, para comprobar si su vecino estaba mirando detrás del recodo. No estaba.
Mahler dejó la bolsa encima de la mesa de la cocina.
– Hola -gritó, y fue hasta el dormitorio al no obtener respuesta.
El pequeño estaba en la cama tal como le había dejado, aunque ahora tenía las manos sobre el pecho. Mahler tragó. ¿Se acostumbraría alguna vez al aspecto de Elias?
En el suelo, al lado de la cama, yacía tumbada Anna. Estaba como muerta, con los ojos abiertos de par en par mirando fijamente al techo.
– ¿Anna?
– Sí -contestó ella con voz apagada, sin levantar la cabeza.
Había un biberón junto a la almohada de Elias. Se había caído un poco de líquido en la sábana. Mahler cogió el biberón y lo puso encima de la mesilla.
– ¿Qué pasa?
Seguía cabreado. Había sido un suplicio andar dando vueltas con las bolsas por Norrtälje bajo aquel calor sofocante, llevar las cosas y hacer bien los encargos. Había contado con volver a casa y poder descansar un poco. Pero ahora había pasado algo más. Anna no contestaba. Tuvo ganas de darle un golpecito con el pie, pero se abstuvo.
– Oye, ¿qué pasa?
Anna tenía los ojos hinchados, rojos de llorar. Su voz, apenas un susurro a través de capas de viejas lágrimas.
– Está vivo.
– Sí. Ya lo sé. -Mahler cogió el biberón, lo agitó. Quedaban los posos del azúcar que no se había disuelto bien-. ¿Le has dado esto?
Anna asintió sin palabras.
– Ha bebido.
– ¿Ah, sí? Qué bien.
– Ha chupado.
– Ya.
Mahler sabía que debería estar más entusiasmado con la noticia de lo que era capaz de mostrar; tenía la cabeza embotada por la falta de sueño, el cansancio y el calor.
– ¿Puedes ayudarme a descargar el coche?
Anna levantó la cabeza y lo miró. Un buen rato. Lo observó como si él fuera un ser de otro planeta y ella estuviera tratando de entender cómo funcionaba. Él se pasó la manga de la camisa por la frente y dijo de mal humor:
– Traigo cosas congeladas que se van a deshacer si no…
– Yo lo descargaré. -Anna se levantó-. Yo descargaré las cosas congeladas.
Era necesario aclarar las cosas. Algo no iba bien. Él ya no era capaz de pensar. Cuando Anna fue al coche, él se encerró en su habitación y se tumbó en la cama. Advirtió, agotado, que la habitación había sido limpiada mientras él estaba fuera. Sólo la cantidad de telarañas que había en los ángulos entre las paredes y el techo indicaban que no había vivido nadie allí desde hacía tiempo. Medio amodorrado, oyó la entrada de Anna y el crujir de las bolsas de papel cuando sacaba las cosas en la cocina.
«La bolsa grande lo dice todo…» [10].
No estaba dormido, pero su cuerpo se fue hundiendo lentamente hasta llegar a un punto en el que algo arrancó dentro de él, un clic, y entonces abrió los ojos, se sentía bastante más despierto de lo que lo había estado en todo el día. Se quedó un rato en la cama, disfrutando de que ya no sentía como si tuviera arena debajo los párpados. Luego se levantó y fue a la cocina.
Anna estaba sentada a la mesa leyendo uno de los libros que él había traído de la biblioteca.
– Hola -dijo él-. ¿Qué estás leyendo?
Anna le enseñó la cubierta, Autismo y juego, y retomó la lectura.
Él permaneció indeciso unos instantes, luego fue al cuarto de Elias y se llevó una sorpresa. El pequeño estaba tumbado en la cama con un biberón que él mismo sujetaba con la mano. Mahler parpadeó, se acercó.
Probablemente eran imaginaciones suyas, motivadas por el hecho de que Elias hacía algo que cualquier niño puede hacer, pero tuvo la impresión de que la cara de Elias parecía un poco más… sana. No tan absolutamente rígida y áspera, de viejo. Como si se hubiera posado un poco de luz y de alivio sobre aquella piel reseca.
Tenía aún los ojos cerrados y con el biberón en la boca parecía casi como si… disfrutara. Gustav cayó de rodillas al lado de la cama.
– ¿Elias?
No hubo respuesta ni gesto que indicara que Elias oía o veía. Pero sus labios se movían, succionando poco a poco, y la garganta tragaba.
Mahler estiró la mano y le acarició con cuidado el cabello rizado. Era fino y suave bajo su mano.
Anna había dejado el libro y estaba sentada mirando por la ventana, el muro del bosque de abetos y el álamo alto y solitario en el que habían empezado a construir una cabaña; había algunas tablas de madera y contrachapados clavadas entre las ramas. Elias y ella habían empezado a construirla el verano pasado; Mahler no era hombre de andar subiendo escaleras.
Mahler se puso detrás de ella y dijo:
– Fantástico.
– ¿El qué? ¿La cabaña?
– No. Que beba él solo.
– Sí.
Mahler respiró profundamente, soltó de nuevo el aire. Dijo luego:
– Perdón.
– ¿Por qué?
– Porque… no sé. Por todo.
Anna sacudió la cabeza.
– Las cosas son como son.
– Sí. ¿Quieres un whisky?
– Sí.
Mahler echó un chorrito de whisky en dos vasos, los puso en la mesa y levantó el suyo delante de Anna.
– ¿Paz? -propuso-. ¿De momento?
– Paz. De momento.
Después de beber cada uno su trago, suspiraron ambos al mismo tiempo, lo cual hizo sonreír a los dos. Anna le contó que había masajeado la mano y los dedos de Elias un buen rato hasta que se le pusieron más suaves y que después le había puesto el biberón en la mano.
Mahler le contó lo de Aronsson y comentó que debían andarse con cuidado; Anna hizo muecas grotescas imitando la cara de Aronsson, que recordaba a la de un gran inquisidor.
Mahler cogió el libro que Anna había estado leyendo, y preguntó:
– ¿Qué te parece?
– Bien, pero todo este… programa de entrenamiento que describen, pues es para… -Anna se quedó sin voz-, para niños más sanos. -Se tapó la cara con las manos-. Él está tan grave… -El aire salió de sus pulmones con una respiración entrecortada.
Mahler se levantó, se puso a su lado y le apretó el hombro y la cabeza contra su estómago. Ella le dejó hacer. Él le acarició el pelo y le dijo en voz baja…
– Se va a poner bien, se va a poner bien… Sólo tienes que ver lo que ha pasado hoy. -Apretó la cabeza de su hija contra su pecho y añadió-: Debemos tener confianza.
Anna asintió.
– Eso hago. Y eso es lo que me causa tanto dolor.
De repente alzó la cabeza, se secó los ojos y se levantó.
– Ven -le pidió.
Mahler la siguió hasta el dormitorio. Se agacharon el uno junto al otro al lado de la cama de Elias.
– Hola, cariño. Ahora estamos los dos aquí -dijo, y volviéndose hacia Mahler añadió-: Papá. Mira su cara. Dime si estoy loca.
Él observó. Lo que había visto cuando Elias sujetaba el biberón había desaparecido. Tenía la cara inmóvil, sin vida. Se le cayó el alma a los pies. Anna retiró la sábana hacia atrás. Mahler vio que le había puesto a Elias uno de sus pijamas viejos que se había quedado olvidado en la casa y que le quedaba por las rodillas.
Anna colocó los dedos índice y corazón de una mano en el muslo de Elias. Y empezó a mover los dedos como si caminaran hacia su tripa mientras canturreaba:
– Aquí viene un ratón… andando a cuatro patas… -Recorrió su cadera con los dedos-. Andando a cuatro patas… y de pronto va y dice… -Anna le dio un golpecito en el ombligo-. ¡Piii!
Mahler lo vio. No fue más que un esbozo, un pequeño temblor, pero ahí estaba: Elias sonreía.
TäbyKyrkby, 18:00
Hagar se frotó la rodilla derecha.
– Creo que va a llover. Me ha dolido esta vieja rodilla toda la tarde.
Elvy se asomó a la ventana y miró hacia fuera. Pues, sí. No hacía falta una rodilla adivina para ver que se acercaba una tormenta. Las nubes estaban ya tan cerca que ocultaban el sol y parecía que iba a hacerse de noche a media tarde. El aire estaba cargado de electricidad. Elvy sólo podía interpretarlo de una manera. Aclaró las tazas del té que habían tomado y dijo en voz alta:
– Tenemos que salir esta tarde.
Hagar asintió. Estaba preparada. Elvy le había dicho por teléfono que se pusiera algo decente, por si tenían que empezar su tarea sin pérdida de tiempo.
El vestido de seda azul oscuro con estrellitas blancas que Hagar había elegido era quizá un poco llamativo a los ojos de Elvy, pero Hagar se había defendido diciendo que se trataba ciertamente de una «ocasión solemne», y eso no se podía negar.
Hagar no había dudado. Cuando Elvy le contó lo de la aparición, cloqueó encantada y la felicitó. Que María se apareciera en aquella situación tan extrema era para ella algo natural; que se le hubiera aparecido precisamente a Elvy, era una suerte increíble, pero también había gente de la que uno nunca había oído hablar que ganaba diez millones a la primitiva, así que…
A decir verdad, a Elvy no le acababa de gustar la ligereza con la que Hagar admitía todo aquello. Ponerse el vestido de fiesta y hacer esas comparaciones con la lotería.
El encuentro con María había supuesto para Elvy una conmoción profunda, probablemente era lo más grande que le había ocurrido, pero Hagar sólo le miró la herida de la frente, juntó las manos y dijo: «¡Qué estupendo! ¡Qué maravilla!». Elvy sospechaba que si le hubiera contado que la habían secuestrado unos extraterrestres, Hagar habría reaccionado de la misma manera. Era como si su amiga sólo pensara que era divertido que pasara algo, independientemente de lo que fuera.
Hagar había estado casada tres veces. Rune, su último marido, había muerto hacía diez años y desde entonces ella no había hecho otra cosa que asistir a cursos y reuniones. Había mantenido durante tres años una relación con un hombre de su edad, pero sin llegar a vivir juntos. Sólo habían tenido «sus pequeñostête-à-tête», como los llamaba Hagar. Ella le había dejado cuando el hombre empezó a chochear.
Se trataba, por lo tanto, de una mujer frívola y completamente distinta a Elvy. Pese a todo, eran las mejores amigas. ¿Por qué? Bueno, para empezar, tenían el mismo sentido del humor. Y eso daba para mucho. Además era culta y totalmente lúcida, lo cual no podía decirse de todos los antiguos amigos de Elvy. Y aunque tenían opiniones diferentes en muchos asuntos, se entendían la una a la otra.
Sin embargo, Elvy no podía tomarse lo de la Virgen con la misma alegría que Hagar. No quería. Esto era algo serio. Era de suponer que Hagar lo comprendería.
Hagar se frotó la rodilla e hizo un gesto de dolor.
– ¿Cómo vamos a empezar? Nadie es profeta en su propia tierra, ya lo sabes. A lo mejor debemos ir a otro sitio a predicar.
Elvy se sentó al otro lado de la mesa y la miró fijamente a los ojos. Hagar bajó la mirada.
– ¿Qué pasa?
– Te lo voy a explicar, Hagar… -Elvy dio con los nudillos en la mesa para remarcarlo-.No vamos a salir a hacer el payaso. Tal vez a ti esto te parezca divertido, algo así como ganar la lotería y demás, pero si quieres colaborar en esto, entonces tienes que comprender… -Elvy se pasó la mano por el apósito de la frente. Había empezado a picarle la herida; continuó-:… que de lo que se trata es de que María, la madre de Dios, me ha dicho a mí personalmente que debo guiar a la gente hacia ella. ¿Sabes lo que significa eso?
Hagar balbució:
– Que tienen que tener fe.
– Eso es. No vamos a hacer que se cuiden la barba ni que donen sus bienes, ni ninguna otra cosa. Vamos a hacer que crean, a través de la fuerza de nuestra propia fe. Y ahora te pregunto, Hagar… -Elvy se asustó un poco de su propio tono de voz, pero, de todas formas, siguió-: ¿Crees en Nuestro Señor Jesucristo?
Hagar se revolvió en la silla y mirando tímidamente a Elvy, como si fuera una alumna que hubiera recibido una reprimenda del profesor, dijo:
– Lo sabes muy bien.
– ¡No! -dijo Elvy levantando el índice. Siempre hablaba alto cuando conversaba con Hagar, pero ahora subió aún más el tono de voz. Era como si estuviera poseída por alguien-. ¡No, Hagar! Te lo pregunto: ¿crees en Nuestro Señor Jesucristo, hijo único de Dios?
– ¡Sí! -Hagar cerró los puños-. Creo en Jesucristo, hijo único de Dios, que padeció bajo Poncio Pilatos, fue crucificado, subió a los cielos y resucitó al tercer día, ¡sí! ¡Sí, creo en él!
Lo que se había apoderado de Elvy por un momento se retiró. Ella sonrió.
– Bien. Entonces, quedas aceptada.
Hagar meneó la cabeza lentamente.
– Dios mío, Elvy. ¿Qué es lo que te pasa?
Elvy no supo qué contestar a eso.
Cuando salieron, una capa de nubes había encapotado el cielo y parecía cubrir el mundo. Ambas llevaban paraguas. Hagar se quejó de que no sólo le molestaba la rodilla derecha, sino que le dolía de lo lindo. Iba a ser una tormenta de mil demonios.
Pero de momento no llovía. Los pájaros estaban callados en los árboles y las personas esperaban en sus casas. La presión del aire hacía que a uno se le subiera la sangre a la cabeza, era como una borrachera. Elvy era feliz. Posiblemente iba a suceder esa misma noche. Quizá ella sólo fuera una de los muchos creyentes que habían recibido la llamada. Ella iba a hacer su parte.
Empezaron en casa de sus vecinos, los Soderlund. Elvy sabía que él era un jefecillo en Pharmacia, la mujer era bibliotecaria y cobraba una jubilación anticipada. Llevaban mucho tiempo viviendo allí, pero Elvy no había tenido apenas contacto con ellos.
Abrió la puerta el marido. Lucía un jersey a cuadros, bigote y un poco de barriga, y era medio calvo; en otras palabras, que con su físico habría tenido una oportunidad como presentador de los concursos televisivos tan populares en los años noventa.
Elvy no se había preparado, confiaba en que llegaría la inspiración cuando fuera el momento. El hombre la reconoció y le sonrió amistosamente.
– Bueno, pero si es la señora Lundberg…
– Sí -dijo Elvy-, y ésta es Hagar.
– Ah, bien. Buenas tardes. -El hombre se quedó mirando a Elvy y a Hagar-. ¿En qué puedo ayudarles?
– ¿Podemos pasar? Tenemos algo importante que contar.
El vecino alzó las cejas y echó una mirada por encima del hombro como para comprobar si realmente podía dejarlas pasar. Se volvió de nuevo hacia ellas, parecía que estaba a punto de preguntarles algo, pero sólo dijo:
– No faltaba más, adelante.
Cuando Elvy pasó a la entrada con Hagar detrás, el hombre hizo un gesto apuntando a la frente de Elvy:
– ¿Ha sufrido un accidente?
Elvy negó con la cabeza.
– Al contrario.
La respuesta no satisfizo al hombre, que arrugó el ceño y dio un paso atrás para dejarlas pasar, y se quedó luego con las manos en el estómago. La entrada estaba decorada con mucho gusto, al detalle, lo que no coincidía para nada con el estilo de él y probablemente había sido obra de su mujer.
– ¡Qué bonito lo tienen! -exclamó Hagar.
– Sí, bueno… -El hombre observó a su alrededor; quedó claro que él era de otra opinión-. Tiene un… cierto estilo.
– ¿Perdone?
Elvy miró enojada a Hagar mientras él repetía lo que acababa de decir. Luego se quedó a la espera. Antes de que Elvy hubiera decidido lo que iba a decir, las palabras se le escaparon de la boca.
– Hemos venido para prevenirlos.
El hombre adelantó la cabeza un poco.
– ¿Ah, sí? ¿Y de qué?
– Del regreso de Cristo. -El hombre abrió los ojos de par en par, pero antes de que pudiera decir algo, Elvy continuó-: Los muertos se han despertado, eso sí que lo sabrá.
– Sí, pero…
– No -le interrumpió Elvy-, nada de peros. Mi marido ha regresado esta noche, lo mismo que ha ocurrido en todas partes. Los expertos no saben cómo explicarlo, «imposible, inexplicable», dicen todos, pero está totalmente claro y siempre hemos sabido que iba a suceder. ¿Piensan ustedes quedarse aquí mano sobre mano, fingiendo que es un fenómeno cualquiera?
La señora de la casa salió de la cocina, secándose las manos con un paño. Elvy oyó a sus espaldas cómo se saludaban ella y Hagar.
– Y… ¿qué es lo que quieren? -inquirió él.
– Queremos… -Elvy levantó la mano, y sin pensarlo hizo el signo de la paz, el pulgar contra el interior del dedo anular y los otros dedos extendidos-. Queremos que crean en Cristo.
El hombre miró a su mujer ligeramente azorado. La esposa respondió a su mirada con un gesto que parecía indicar más bien que aquélla era una propuesta ante la que había que definirse. El hombre sacudió la cabeza.
– Mis creencias serán cosa mía.
Elvy asintió.
– Por supuesto, pero mirad a vuestro alrededor. ¿Podéis interpretar sensatamente todo lo que está ocurriendo de otra manera?
La esposa se aclaró la voz.
– Yo creo que uno debe…
– Espera un poco, Matilda. -El hombre hizo un gesto para acallar a su mujer y se volvió hacia Elvy-. ¿Por qué lo hacéis? ¿Qué es lo que queréis?
Antes de que Elvy pudiera contestar, dijo Hagar:
– María se le ha aparecido a Elvy y le ha pedido que lo haga. Tiene que hacerlo. Y yo también, porque yo creo en ella. Y en Jesús.
Elvy asintió. Fue entonces cuando se dio cuenta de cuál era realmente la utilidad de llevar con ella a Hagar. Como Nuestro Señor Jesús, sin ir más lejos, había tenido a Pedro, la piedra.
– No pedimos nada -dijo Elvy-. Vosotros podéis hacer lo que queráis. No obligamos a nadie, no podemos obligar a nadie. Sólo queremos avisarles de que quizá estén a punto de cometer un error terrible si se alejan de Dios ahora cuando… cuando tenemos todas las pruebas.
La mujer miró angustiada a su marido como si Elvy y Hagar estuvieran ofreciéndoles una vacuna contra una enfermedad que estaba causando estragos y supusiera que su marido iba a rechazarla.
Y así fue. El esposo meneó la cabeza, enfadado, pasó por delante de Elvy y Hagar y abrió la puerta de la calle.
– A mí me parece que suena más como una amenaza. -Hizo un gesto con la mano indicándoles que le parecía que debían irse-. Y espero que les vaya bien. Hay muchas almas confundidas.
Elvy y Hagar salieron al porche. Antes de que él tuviera tiempo de cerrar la puerta, Elvy insistió:
– Si cambian de opinión… mi casa está abierta, todo el tiempo.
El hombre cerró de un portazo.
Cuando estuvieron de nuevo en la calle, Hagar sacó la lengua en dirección a la casa que acababan de visitar.
– Pues esto no ha salido muy bien. -Miró a Elvy, que se había puesto la palma de la mano en la frente-. ¿Qué te pasa?
Elvy cerró los ojos.
– Siento algo más raro en la cabeza.
– Es la tormenta -dijo Hagar señalando al cielo con la punta del paraguas.
– No. -Elvy puso la mano en el hombro de su amiga y se apoyó en él. Ésta la cogió del brazo.
– Pero querida, ¿qué te pasa?
– No puedo… -Elvy se llevó la mano a la frente-. Es como si… como si alguien se adueñara de mí. Otra voz. Para que yo diga esas cosas… «Mi casa está abierta». No había pensado decir eso. No se me habría ocurrido. Sólo… me salió.
Hagar se inclinó hacia delante, examinó la frente de Elvy como si fuera a encontrar allí algún tipo de entrada, pero sólo vio la tirita. Frunció los labios y dijo:
– Piensa en los apóstoles. Ellos podían hablar así de repente cualquier idioma. Que tú tengas un poco de inspiración tampoco es tan raro después de que se te haya aparecido la virgen, ¿no?
Elvy asintió y se irguió.
– No. Supongo que no.
– Entonces, ¿vamos a seguir? -Hagar saludó con la cabeza en dirección a la casa, desde donde ahora el hombre las miraba a través de la ventana-. Ahí dentro no había más que ramas secas.
Elvy sonrió pálidamente.
– El Señor ha hecho milagros más grandes que hacer que crezcan brotes de un árbol muerto.
– Eso es verdad, sí -dijo Hagar-. Ya estás otra vez en forma.
Siguieron caminando.
Bondegatan, 18:30
Flora estaba sentada enfrente del ordenador cuando sus progenitores volvieron a casa. Había entrado en un chat de discusión cristiano y había defendido un punto de vista satánico en el tema de los zombis, también les había contado que en su parroquia en Falköping ahora celebraban misas negras con el propósito de acelerar la llegada de Belcebú. Lo más divertido fue al principio, cuando los otros todavía pensaban que era una devota de la iglesia pentecostal que había visto la luz o la oscuridad, cuando trataban de convencerla para que volviera al buen camino, pero ella había ido demasiado lejos y estaba perdiendo la credibilidad justo cuando se abrió la puerta de casa y Margareta gritó:
– ¡Ju, ju! ¿Hay alguien en casa?
La chica escribió: «Adiós. Nos vemos en el Infierno», y salió del chat. Después se quedó con los dedos sobre el teclado esperando el barullo. Ahí estaba la escandalera que siempre marcaba la vuelta a casa de sus padres después de los viajes. El ruido de las bolsas con las compras.
– ¡Ju, juuu!
Flora cerró los ojos, vio a su padre y a su madre hundidos en un mar de bolas de plástico de todos los colores. Crujía cuando sus cabezas desaparecían de la superficie. Le habría gustado poner a Manson, exorcizar sus voces con una descarga de guitarras, pero había una cosa que le picaba la curiosidad: cómo se tomaría su madre esto de los redivivos. Elvy la había llamado y le había contado que su madre había telefoneado desde Londres, así que estaba informada. ¿Cómo iba a reaccionar?
Efectivamente, el suelo de la cocina estaba cubierto de bolsas de plástico con los logotipos de tiendas inglesas. En medio de ese fangal estaban Margareta y Göran sacando cosas, Viktor se hallaba justo al lado esperando con mal contenida impaciencia su pistola de agua a pilas. Flora cruzó los brazos sobre el pecho y se apoyó contra el marco de la puerta. Margareta la vio.
– ¡Hola, cariño! ¿Qué tal todo?
– Bien. -Le hizo la pregunta como siempre. Alegre y animada. Ninguna alusión a que había pasado algo especial, de manera que Flora añadió-: Algo muerto.
Una sonrisa cruzó como un latigazo la cara de Margareta mientras rebuscaba en una bolsa de plástico. Flora vio por el rabillo del ojo que Göran la miraba con severidad. Margareta sacó un paquete y se lo dio a Viktor.
– … y aquí tienes.
Viktor arrugó la frente y abrió la caja, sacó una escultura de Gandalf realizada con todo lujo de detalles y la giró entre las manos. Su decepción era enorme. Flora vio la etiqueta en la caja: 59,90 libras.
– Sólo tenían de esas que parecen de verdad -adujo Göran extendiendo las manos-. Así que…
– ¿De esas qué que parecen de verdad? -repitió Viktor.
– Pistolas. Y cuando se apretaba el gatillo hacían ruido también como las de verdad. Y nos parece que… no vas a tener eso. Por esa razón te compramos la escultura.
– ¿Para qué quiero yo esto?
– Para tu habitación. ¿No lo quieres?
Viktor miró la escultura. Se le hundieron los hombros.
– Sí, sí, claro.
Margareta había empezado a rebuscar en otra bolsa, y dijo sin levantar la vista:
– ¿Y qué se dice entonces?
– Gracias -dijo Viktor, y le echó una mirada a Gandalf como si tuviera ganas de matarlo.
Margareta se levantó con otro paquete y se lo entregó a Flora.
– Y aquí está el tuyo. Es uno de esos que hay que tener, ¿no?
Lo que había que tener era un iPod. Flora le devolvió el paquete a su madre.
– Gracias, pero ya tengo uno.
Margareta señaló el paquete sin cogerlo.
– Pero se pueden tener… -Se volvió hacia Göran-. ¿Cuántos eran? ¿Doscientos?
– Trescientos -especificó Göran.
– … En ese caben trescientos discos. Todo.
– Ya -dijo Flora-. Lo sé. Pero no lo necesito. Tengo el mío.
Se hizo el silencio. Cayó una bolsa de plástico con un ruido que parecía un suspiro. Flora disfrutó. No podía comprarse todo, no, hay cosas que no se pueden comprar.
Göran dio una palmada.
– Me parece -dijo el padre-, que sois increíblemente desagradecidos.
– ¿Sabéis lo que ha ocurrido? -preguntó Flora. Margareta meneó la cabeza: «No hables de eso ahora», y Flora hizo como si no hubiera captado el gesto. La muchacha continuó-: Pues sí, anoche sobre las once…
– ¿Habéis comido algo? -le interrumpió Margareta, cogiendo finalmente el paquete de las manos de su hija. Sin esperar respuesta, agitó el paquete delante de Flora-. ¿Quieres que lo vendamos o que se lo demos a otro, eso es lo que quieres?
Flora miró a su madre con los labios apretados, que se abrieron un segundo y dejaron escapar un temblor en el labio inferior, antes de volver a cerrarse.
«Podría sentir lástima de ella, pero no quiero».
– Quédate tú con él -respondió Flora.
– ¿Para qué?
– Ah, no sé. Para escuchar a Björn Afzelius [11].
Flora volvió a su habitación y cerró la puerta. Tenía la cabeza espesa, pues en su mente se mezclaban de forma pegajosa mala conciencia, rabia y cansancio, mucho cansancio. Puso Portrait of an American Family en el estéreo para airearse y despejar la cabeza. Se tumbó en la cama y se dejó taladrar por las vibraciones, para que la voz de Manson actuase como bálsamo allí donde le dolía y como alfileres para avivar lo entumecido.
White trash get down on your knees,
Time for cake and sodomy.
Cuando la primera canción se llevó lo peor, pusoWrapped in plastic, se tumbó en la cama y cerró los ojos.
Well, I know the steak is cold
but it's wrapped in plastic.
Sí. Ven a nuestra casa. La carne está fría, a veces sencillamente se pudre, pero la hemos envuelto con el rollo de plástico, te prometemos que no vas a notar el olor. Quédate un rato.
Rollo de plástico.
Flora tuvo una visión de Estocolmo envuelto totalmente en plástico. Plástico sobre las aceras, una fina película sobre las aguas de Strömmen; cuando uno intentaba mojar los dedos en el agua, lo único que sentía era que se abombaba el plástico. Plástico sobre la cara de la gente, plástico líquido para protegernos de las bacterias. Un perro pequeño avanzaba dando vueltas dentro de una burbuja de plástico rígido.
Bajó el volumen y abrió los ojos. Al lado de su cama estaba su madre con los brazos cruzados:
– Flora -le dijo-, mientras vivas con nosotros…
– Ya sé. Ya sé.
– ¿Qué es lo que sabes?
Flora se conocía todo el rollo. Cómo debía comportarse uno, cómo se comportan en general «todos los jóvenes que nosotros conocemos». Lávate las orejas, pon el iPod, escucha a Kent, sí, deja que los lamentos de Jocke Berg te acunen hasta el conformismo. Acepta lo que te dan, sé agradecida. Y da algo a cambio.
No iba a tragar. Esta vez no.
– ¿No piensas hablar de ello? -le preguntó Flora.
– ¿De qué?
– Del abuelo.
La madre agitó los brazos mientras tomaba aire.
– ¿Qué puedo decir de eso?
Flora miró a su madre y vio en sus ojos un miedo que no le correspondía a ella manejar. Giró la cabeza hacia la pared y no quiso insistir.
– Nada. Háblalo con tu psicólogo -le dijo.
– ¿Qué?
– He dicho: háblalo con tu psicólogo. Déjame en paz.
Sintió la presencia de Margareta detrás de ella unos segundos más, y a continuación salió dando un portazo.
«El viejo pequeño…».
Eso era lo que aterraba a su madre.
Hacía medio año, cuando volvieron a casa después de una visita a la unidad de psiquiatría para menores, a la que Margareta había obligado a Flora a acudir, Margareta, de pronto, se había abierto y le había contado lo de su padre.
– No puedo soportarlo -había dicho entonces-. No soporto esa mirada vacía, que no diga nada, que sólo esté allí sentado. -Por entonces llevaba ya varios meses sin ir a visitar a Tore-. Y al mismo tiempo -siguió diciendo ella-, al mismo tiempo es como si yo me imaginara que dentro del abuelo, dentro de su cabeza hay… hay otro viejo más pequeño… un viejo pequeño que piensa con claridad y observa el mundo y me acusa, que piensa: ¿por qué no viene mi hija a verme? Ese viejo está ahí dentro esperando, pero no puedo soportarlo.
Ella suponía que uno de los grandes temas de conversación entre Margareta y el psicólogo, al que visitaba una vez a la semana -dos veces durante el peor periodo de autolesiones de Flora-, era precisamente ése, su padre.
Ya entonces, la muchacha pensó que lo mejor sería que fuera de una vez a Täby. Pero Margareta creía en la psicología. Creía que uno podía salir de allí entero. Sólo con ir trabajando los problemas de uno en uno, ordenadamente, se conseguía finalmente la paz y la armonía. Probablemente, también un diploma. Todos los problemas se pueden solucionar, con una excepción: los insolubles.
¿Y qué hace uno con ellos? ¡Ignorarlos! ¿Viejos pequeños dentro de la cabeza? Pero si eso no existe. No hay nada de lo que hablar, ni pensar en ello siquiera.
Ahora el viejecito había salido de paseo. Ahora andaba por ahí sobre dos piernas y con los ojos vacíos. Ahora había en Danderyd un dedo acusador dispuesto a señalar a Margareta.
Pero era un problema sin solución. Por lo tanto no había ningún problema. No existía.
Flora rebobinó y subió el volumen.
Well, I know the steak is cold
but it's wrapped in plastic.
Plástico.
Media hora después empezaron los truenos de la tormenta, que causó problemas en la conexión a Internet. Flora intentó llamar a Elvy, pero no cogía el teléfono. Cuando llamó a Peter, él respondió a la primera señal.
– Sí, soy Peter. -Hablaba en voz baja, casi en un susurro.
– Hola, soy yo, Flora. ¿Qué pasa?
– La policía está limpiando esto.
Aunque hablaba en tono bajo, Flora pudo apreciar la nota de desprecio que había en él.
– ¿Y eso por qué?
Silbó en el auricular cuando Peter resopló.
– ¿Por qué? No lo sé. Les parecerá divertido.
– ¿Has podido guardar la moto?
– Sí, pero han cogido todas las bicis.
– No.
– Que sí. Nunca había visto tantos. Ocho furgones y un autobús. Ahora se los están llevando a todos. A todos.
– ¿Y a ti?
– No. No puedo hablar más. No debo hacer ruido. Ya hablaremos.
– Sí. Suer…
Se cortó la línea.
– … te.
Kungsholmen, 21:15
David miraba fijamente el paquete de frambuesas guardado en el congelador cuando el primer rayo resquebrajó el cielo sobre el distrito de Norrmalm. El trueno que le siguió un par de segundos después lo sacó de su ensimismamiento y guardó los frutos en el último cajón; sacó una bolsa de pan.
«Roast'n Toast. Consumir antes del 16 de agosto». Todo era normal cuando compró el pan una semana antes y la vida, una sucesión de días, más o menos buenos, unos detrás de otros. Cerró la puerta del congelador y se quedó mirando el pan.
«¿Cuánto tiempo?».
¿Cuántos días?, ¿cuántos años tendrían que pasar antes de que su memoria se pudiera fijar en un buen recuerdo posterior al accidente de Eva? ¿Iba a ocurrir alguna vez?
– Papá, mira.
Magnus estaba sentado a la mesa señalando fuera de la ventana. Finos trazos de tiza resplandecían en el lienzo negro del cielo y el retumbo del trueno se oía algo después, como si ambos fenómenos no estuvieran relacionados. Magnus contó por lo bajinis y dijo que la tormenta se encontraba a tres kilómetros. Una película de agua se deslizó sobre la ventana.
David sacó del paquete un par de tostadas duras como piedras, las puso en el tostador para que Magnus tomara algo antes de irse a la cama. Se le había pegado la salsa de los espaguetis que había hecho y ninguno de los dos había comido mucho. Después habían vistoShrek por cuarta vez. El niño se había comido media bolsa de patatas y su padre se había bebido tres vasos de vino. Ya no tenía hambre.
La casa temblaba con las detonaciones cada vez más cercanas. David consiguió que Magnus se comiera una tostada con queso y mermelada y se tomara un vaso de leche. Había pasado de considerar a Magnus como una máquina de la que debía hacerse cargo a verlo como el único ser vivo de la tierra. Después del vino, la segunda tendencia había empezado a ser la dominante, y debía hacer verdaderos esfuerzos para no echarse a llorar en cuanto miraba a su hijo.
Éste fue a lavarse los dientes, y tan pronto como desapareció de su vista el pánico se apoderó de David. Echó mano de la botella de vino y bebió lo que quedaba; se quedó contemplando los relámpagos inclinado sobre la mesa de la cocina.
Un minuto después Magnus regresó y se puso a su lado.
– Papá, ¿por qué se mueve la luz más deprisa que el sonido?
– Porque… -David se pasó las manos por la cara-. Porque… buena pregunta. No sé. Tendrás que… -Se interrumpió. Había estado a punto de decir: «Tendrás que preguntárselo a mamá». En vez de eso dijo-: Ahora tienes que ir a acostarte.
Arropó bien a Magnus y le dijo que estaba demasiado cansado para contarle un cuento. Entonces, el pequeño le pidió que le leyera uno, y David le leyó el del leopardo que perdía una de sus manchas. Magnus ya lo había oído muchas veces, pero siempre le parecía igual de divertido cuando llegaban al momento en el que el leopardo se contaba las manchas y descubría que le faltaba una.
Aquella noche David no estaba nada inspirado. Intentó imitar la voz de sorpresa del leopardo, pero la sonrisa de compromiso de Magnus fue tan penosa que tuvo que dejarlo, leyó sólo el cuento tal y como estaba. Cuando se terminó, los dos se quedaron en silencio un buen rato. En el momento en que David hizo un intento de ir a levantarse, Magnus le dijo:
– ¿Papá?
– Sí.
– ¿Va a venir mamá aquí?
– ¿Cómo? ¿A qué te refieres?
El pequeño se acurrucó en la cama con las rodillas encogidas contra la tripa.
– ¿Va a venir así como está ahora, muerta?
– No. Vendrá después. Cuando se ponga buena.
– Yo no quiero que venga y esté muerta.
– No va a venir.
– ¿Seguro?
– Sí.
David se inclinó sobre la cama y le dio un beso al niño en la mejilla y en la boca. Normalmente Magnus solía poner dificultades a eso de jugar al juego de las muecas, pero ahora se quedó quieto y se dejó besar. Cuando David se levantó, Magnus estaba con el ceño fruncido. Estaba pensando algo, quería preguntar algo. David esperó. Magnus le miró a los ojos.
– ¿Papá?, ¿puedes arreglártelas sin mamá?
A David se le paralizaron las mandíbulas. Pasaban los segundos. En algún rincón del cerebro una voz sensata le gritaba: «Di algo, di algo ahora, le estás asustando».
– Duérmete ahora, pequeño. Todo se va a arreglar -logró contestar al final.
Dejó la puerta de la habitación abierta, entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la bañera con la esperanza de que el ruido del agua ahogara el llanto.
David se había imaginado muchas veces la muerte de su esposa. Había intentado imaginársela. Mal. Muchas veces le había asaltado la idea de la muerte de Eva. Eso. Porque esas cosas pasan, cada día hay noticias de ésas en los periódicos. Fotografías de carreteras, lagos o un claro del bosque anodino. Aquí chocó fulano, ahí se ahogó mengano, asesinaron a zutano.
Y él había pensado. Una vida en punto muerto; rutinas, obligaciones, quizá con el tiempo un resquicio de luz en algún sitio. Pero ahora, cuando había ocurrido, el peor de los dolores venía, lógicamente, de algo que él no había podido imaginarse.
«¿Papá?, ¿puedes arreglártelas sin mamá?».
¿Cómo podía preguntar eso un niño de ocho años?
Se quedó sentado en el suelo con la cabeza inclinada sobre la bañera mientras el nivel del agua iba subiendo lentamente. Tal vez hiciera mal ocultándole su dolor a Magnus, pero Eva no estaba muerta, él no podía llorarla. Y Eva tampoco estaba viva, no podía esperar nada. No podía hacer nada.
Cerró el agua, quitó el tapón y fue a la cocina, donde descorchó otra botella de vino. Antes de que tuviera tiempo de servírselo, apareció su hijo con el edredón alrededor del cuerpo.
– Papá, no puedo dormir.
David le llevó al dormitorio que compartía con Eva y le arropó. El chico casi desapareció dentro de la cama grande. Aquí acudía con paso inseguro cuando era pequeño y se despertaba por la noche. Ahí estaba la seguridad. David se acostó al lado de Magnus y le puso la mano en el hombro. El pequeño se pegó a él y respiró hondo.
David cerró los ojos, y pensó: «¿Dónde está mi cama grande?».
Había estado preocupado por la mañana por si su madre había visto las noticias matinales, pero no las había visto, por eso cuando ella llamó por la tarde, horrorizada por los acontecimientos de la noche anterior, él la dejó hablar un rato y luego le dijo que no tenía tiempo. Tanto ella como el padre de Eva debían estar al corriente de lo sucedido, pero en aquellos momentos él no se sentía con fuerzas para atenderlos.
La respiración de Magnus se volvió más profunda. Ahora tenía la cabeza metida debajo del brazo de David.
«¿Adónde puedo ir yo?».
Lo único que vio fue la encimera de la cocina donde estaba la botella de vino llena. Allí iría en cuanto su hijo se hubiera dormido del todo. Porque su cama grande era Eva, su único refugio, y no podía acudir a él. Permaneció con la cabeza completamente hundida en la almohada, mirando el resplandor azul que de vez en cuando se reflejaba en el techo. Los truenos retumbaban ahora lejanos, como gigantes refunfuñando al otro lado de las montañas, y el golpeteo de la lluvia sonaba como pasitos de ninfas saltando en el metal de la ventana.
«… y los muertos han despertado…».
Un pensamiento cruzó por su mente y él, agradecido, lo atrapó al vuelo.
«Y si todo… si todo lo imposible empezara a ocurrir ahora».
Sí. Si llegaran los vampiros; si las cosas flotaran y desaparecieran; si los troles salieran de las montañas; si los animales empezaran a hablar o volviera Jesús; si todo se volviera diferente…
David sonrió. Sí, aquel pensamiento reconfortante le hizo sonreír. Era una burla que la sociedad siguiera funcionando con normalidad, como las excursiones al parque o la señorita Reloj [12], pero su hundimiento en la mitología sería un alivio. El empeño de los científicos por comprender el fenómeno desde los conocimientos biológicos no tenía nada que ver con él. Venid ángeles, venid ninfas, empieza a refrescar.
TäbyKyrkby, 20:20
En dos horas les dio tiempo a visitar doce casas, unas veinte personas. Algunos cerraron la puerta nada más oír de qué se trataba, pero otros, más de los que ellas habían calculado, estaban dispuestos a escucharlas. La propia Elvy había recibido varias veces la visita de los testigos de Jehová y se los había sacado de encima, con respeto, eso sí. Una vez sentada al lado de la ventana de la cocina, se había fijado en su ruta, en lo rápido que solían volver a la calle después de llamar en una casa. A Elvy y a Hagar les fue mucho mejor.
Quizá se debiera a las circunstancias especiales, o a la ardiente fe de Elvy. Aunque había tenido su visión y había recibido su mandato, no era tan ingenua como para creerse capaz de poder convertir inmediatamente a todos los demás. Esas cosas no pasaban ni siquiera en la Biblia.
La amenaza de tormenta las envolvió todo el tiempo como una gasa de algodón fina e invisible, pero era como si la tormenta se hubiera cruzado de brazos y sentado a esperar que ellas terminaran su labor antes de desatarse.
La mayoría de las personas a las que habían conseguido atraer o convencer eran mujeres de su misma edad, pero también a un par de hombres. Quien abrazó con mayor entusiasmo su misión fue un hombre de unos treinta años. Era asesor informático, les confesó, y les ofreció sus servicios en caso de que necesitaran ayuda para disponer de una página web a través de la cual propagar su mensaje. Le dijeron que iban a pensar en ello.
Pasadas las ocho la tormenta ya no podía aguantarse más. Ya estaba tan oscuro como si fuera una noche invernal cuando el viento agitó las copas de los árboles y justo después empezó a chispear. En un par de minutos el goteo se convirtió en un diluvio.
Elvy y Hagar abrieron los paraguas; la lluvia que caía sobre la tela formó una cortina de agua a su alrededor y repiqueteaba contra la chapa de los coches aparcados con tal intensidad que ellas apenas podían oírse. Cogidas del brazo, avanzaron camino de casa.
– ¡Pobres apóstoles! -gritó Hagar, y Elvy no supo a qué se refería, pero no valía la pena preguntarle porque era imposible que su acompañante oyera algo con aquel ruido. Siguieron bregando en silencio con el agua arremolinándose alrededor de sus zapatos bajos.
Diluviaba con tanta fuerza que apenas quedaba aire para respirar. Para no acabar totalmente agotadas, avanzaban despacio debajo de los paraguas. Justo cuando alcanzaron la casa de Elvy llegó el primer rayo, y sólo dos segundos después, un estruendo que retumbó en toda la calle como un tambor siniestro.
Hagar cerró su paraguas y lo sacudió.
– ¡Uf! -dijo, riéndose-. ¿Será el fin del mundo, tú crees?
Elvy sonrió ladeando la cabeza.
– No sé más que tú.
– Huy, huy, huy… -Hagar meneaba la cabeza-. Las puertas del cielo se han abierto de par en par, como suele decirse.
La respuesta de Elvy no se oyó porque la tormenta se había aproximado, y una detonación sacudió la casa e hizo sonar las copas de vino del aparador. Hagar dio un salto y le preguntó:
– ¿Te dan miedo las tormentas?
– No. ¿Y a ti?
– No mucho. Tengo que… -Hagar inclinó la cabeza y bajó el volumen de su audífono. Luego dijo con la voz un poco más alta-: Ahora no oigo tan bien, porque con esta tormenta… suena demasiado fuerte.
Los estruendos de los truenos llegaban cada vez más seguidos y Hagar miraba asustada al techo. Eso de que no tenía miedo de las tormentas parecía que no era cierto del todo. Elvy la cogió de la mano y Hagar se la apretó agradecida dejándose llevar hasta la sala de estar. La propia Elvy sólo se sentía… esperanzada. Todo era como debía ser, y ellas habían hecho cuanto estaba en su mano.
Cuando entraron en la sala de estar, Elvy observó que la luz de la lámpara del techo temblaba un poco. Después se apagó, como todas las lámparas de la casa, y se quedaron a oscuras. Hagar apretó la mano de Elvy con más fuerza y le preguntó:
– ¿Rezamos?
Apoyándose la una en la otra consiguieron ponerse de rodillas. Hagar hizo un gesto de dolor.
– No puede ser… mi rodilla…
Elvy la ayudó a levantarse y, en vez de eso, se sentaron muy juntas en el sofá. Después unieron las manos e inclinaron la cabeza en actitud orante, mientras la lluvia seguía cayendo sobre el tejado y los truenos llenaban el mundo.
Cuando el apagón se hubo prolongado ya diez minutos y el estroboscopio de la tempestad apuntaba aún hacia la casa, Elvy bajó las persianas, encendió dos velas y las colocó sobre la mesita auxiliar. Hagar, que estaba casi tumbada en el sofá para aliviar el dolor de la rodilla, pasó de parecer un monstruo del cine a la luz de los relámpagos a convertirse en la digna representación de una santa.
Elvy daba vueltas de un lado a otro del salón con creciente irritación.
– No sé -dijo-. No sé.
– ¿Qué? -Hagar se hurgaba con los dedos detrás de la oreja, pero Elvy le hizo un gesto con la mano para que no se molestara. No tenía nada importante que decir.
«¿Por qué no ocurre nada?».
No es que se hubiera esperado la conversión inmediata de las masas, pero algo…, algo que hiciera de la misión algo más grande que dos señoras viejas dando tumbos y vendiendo fe de puerta en puerta. Ella había sido elegida, designada personalmente y marcada. ¿Sería así para todos los predicadores?
Probablemente. Se trataba de aferrarse a su visión, no dejar que se desvaneciera.
«¿Pero cuánto tiempo, Señor, cuánto tiempo?».
Había llegado a la entrada en su deambular cuando sonaron unos golpecitos discretos en la puerta de la calle. Elvy abrió.
En la puerta estaba la vecina hecha una sopa. El cabello le caía en mechones mojados y tenía el vestido empapado.
La iluminaron una tanda de relámpagos y su aspecto era absolutamente miserable.
– Pasa, pasa -dijo Elvy, apremiándola para que entrara en casa.
– Perdona… -repuso la vecina-, pero como dijiste que, bueno, que tu casa estaba abierta. Mi marido se puso fuera de sí cuando os fuisteis. Bebió mucho y luego se marchó de casa y… si fuera así, que ésta es la última noche, pues…
– Te entiendo -dijo Elvy, y era verdad-. Entra.
Todavía estaba la vecina en el cuarto de baño secándose el pelo cuando llamaron otra vez a la puerta.
«Qué manera de aporrear…».
Pero entonces Elvy recordó que el apagón debía de afectar también al timbre. Temerosa de que fuera el vecino en busca de su mujer desaparecida, abrió la puerta al tiempo que preparaba un discurso acerca de la libertad de las personas.
Pero no era el vecino, sino Greta, una de las señoras mayores que se había mostrado convencida aquella tarde durante su visita. Venía mejor preparada que la vecina. Llevaba la cabeza y los hombros cubiertos con un impermeable en forma de poncho de color verde chillón, y debajo de él traía una cesta.
– Bueno, he traído café y unos bollos. Así podemos velar juntas.
No pasó mucho tiempo antes de que llegara otra de las mujeres. Ella traía un paquete de velas, por si hacían falta. Finalmente llegó Mattias, el hombre joven experto en ordenadores. Dijo que había pensado traerse su ordenador portátil, pero que no parecía muy buena idea mientras siguiera la tormenta.
Cuando estuvieron todos reunidos en la sala de estar y encendieron más velas, con las tazas llenas de café y los bollos servidos, todos empezaron a dar explicaciones. La tormenta había amainado, así que Hagar pudo subir el volumen de su aparato y participar en la conversación.
Había sido la tormenta, declararon todos. Era una advertencia. Si aquella noche iba a significar el fin del mundo o al menos un cambio radical de la vida tal como la conocemos, no querían pasarla solos cuando tenían la posibilidad de vivirla con otros que pensaban como ellos.
Después de hablar de ello un rato, las miradas se volvieron hacia Elvy. Ella comprendió que esperaban que ella dijera algo.
– Sí -dijo Elvy-. Es cierto que solos no podemos conseguir nada. La fe sólo puede mantenerse viva cuando se comparte. Ha sido una bendición que hayáis venido aquí. Juntos somos más grandes que la suma de nuestras partes. Vamos a velar juntos esta noche, y si es la última, al menos le haremos frente juntos. Mano con mano.
Elvy se avergonzó después de terminar su discurso. No había sido nada inspirado. Sólo había tratado de decir lo que ellos esperaban. Se hizo un silencio mientras los otros reflexionaban sus perogrulladas, hasta que Hagar gritó:
– ¿Tienes colchones para todos?
Elvy sonrió:
– Cuando hay sitio en el corazón, donde caben cuatro…
– ¿No podemos cantar algo? -preguntó el hombre joven.
Sí, claro que podían cantar. Pero ¿qué?
Todos se devanaron los sesos buscando algo acorde para la ocasión. Hagar miró a su alrededor.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Vamos a cantar algo -le dijo Elvy en voz alta-. Estamos pensando qué.
Hagar pensó un segundo, y luego entonó:
«Más cerca de Dios, a ti…».
Todos la siguieron lo mejor que pudieron. La luz de las velas flameaba debido al aire que expulsaban mientras cantaban a voz en grito, ahogando el ruido de los truenos.
Bondegatan, 21:50
En la sala de estar del ático estaban celebrando que alguien cumplía cincuenta años. La tormenta se había alejado, y desde su ventana Flora podía oír las risas de los invitados retumbando en el hueco de las escaleras. Al fondo Peps cantabaHög standard, y a Flora no le cabía en la cabeza que pudieran poner eso sin avergonzarse.
La muchacha permanecía quieta, rumiando su desprecio hacia aquella clase media en cuyo seno había nacido. Era posible destacar un poco, se podía estar un poco loco o ser un poco negro, mientras eso ocurriera dentro de ciertas normas estéticas. Todo lo que se saliera de eso había que tratarlo con el psicólogo. Nunca se sentiría a gusto con ellos. Sólo tenía ganas de gritar, agitar los brazos, explotar cuando la tolerancia se cernía a su alrededor como una camisa de fuerza.
Sus padres habían mandado a Viktor a la cama a las nueve y media, y ella había rehusado acompañarlos a la fiesta después de que la invitaran con aquel tono desenfadado que decía que no había pasado nada, que todo estaba bien, pío, pío.
Rodó sobre sí misma para salir de la cama y fue al cuarto de estar, donde puso la tele para ver las noticias. No había sabido nada más de Peter, y no se atrevía a llamarlo por miedo a hacer ruido.
Las noticias trataban casi exclusivamente de los redivivos. Un catedrático de biología molecular explicó que sí, que lo que en un principio habían pensado que era una bacteria agresiva que favorecía la descomposición, había resultado ser una coenzima ATP, un nucleótido en la obtención de energía celular. Lo incomprensible era que pudiera vivir a una temperatura tan baja.
«Es como si fermentara una masa colocada fuera en la nieve», explicó el catedrático, que solía colaborar en programas de divulgación científica.
La incomprensible vitalidad del ATP explicaba también por qué los recién fallecidos habían podido superar la rigidez característica de la muerte, ya que es precisamente la disgregación del ATP lo que bloquea los músculos.
– Digamos por el momento que se trata de una mutación del ATP, pero… -El catedrático hizo un gesto juntando el dedo índice con el pulgar como para subrayarlo-… lo que no sabemos es si esa enzima es la que los ha hecho despertar, o si la aparición de ésta es sólo una consecuencia de que se hayan despertado.
El catedrático extendió los brazos y sonrió, como si esa fuera una pregunta que quisiera responder con la ayuda de los telespectadores. ¿Causa o consecuencia? ¿Tú qué crees? A Flora no le gustaba su manera de hablar del asunto como si fueran perogrulladas, como si se tratara de debatir sobre los pros y los contras de suspender las capturas de merluza.
La siguiente noticia hizo que se acercara un decímetro más a la pantalla.
Por la tarde habían permitido la entrada en Danderyd a un equipo de televisión. Las imágenes mostraban una sala de hospital enorme donde aparecían unos 20 redivivos sentados en el suelo, en las camas, en las sillas. Al principio sólo se les veía el semblante. Lo sorprendente era que todos tenían la misma expresión en la cara: una extrañeza impasible, los ojos como platos, las bocas abiertas. Parecía un grupo de escolares, todos sentados mirando a un mago y vestidos con las batas azules del hospital.
Luego la cámara se alejaba para que se viera el objeto de su atención: un metrónomo colocado encima de una mesa con ruedas; la varilla se movía sin parar de un lado a otro ante la admiración del público. Una enfermera sentada al lado del metrónomo estaba bastante tensa, consciente de la presencia de la cámara.
«Será la que lo ponga en marcha cuando se pare».
El locutor hablaba de cómo había mejorado la situación en el hospital desde que se les ocurrió la idea de los metrónomos, e informó de que ahora buscaban otros métodos.
El tiempo iba a seguir inestable.
Flora apagó la tele y se quedó sentada mirando su propia imagen reflejada en la pantalla. Con todo en silencio llegaba el sonido del ático, donde habían empezado a cantar una antigua canción protesta, polifónica. Al terminar la melodía se oyeron voces y risas.
Se echó hacia atrás y se tumbó en el suelo.
«Yo sé», pensó ella, «yo sé lo que falta: la muerte. La muerte no existe ni puede existir para ellos. Para mí lo es todo».
Se rio de sí misma.
«Bueno, Flora. Tampoco hace falta que exageres».
Viktor salió de su habitación sin más ropa que los calzoncillos, parecía tan delgado y frágil que a su hermana de pronto le invadió la ternura.
– Flora -le preguntó-. ¿Tú crees que son peligrosos como los de la película?
Ella dio unas palmaditas en el suelo a su lado, para indicarle que se acercara y se sentara. Él se sentó y dobló las rodillas debajo de la barbilla como si tuviera frío.
– La película no es de verdad -le explicó ella-. ¿Crees tú que existe un basilisco como el que sale en Harry Potter? -Viktor negó con la cabeza-. Bien. ¿Crees que existen… crees que existen elfos y hobbits en la realidad, como en El señor de los anillos?
Viktor dudó un instante, pero luego sacudió la cabeza y adujo:
– No, pero hay enanos.
– Sí -admitió su hermana-, pero no van por ahí con hachas, ¿a que no? No. Los zombis de esa película son como el basilisco y Gollum. Son inventados, y nada más. No es así en la realidad.
– ¿Cómo es en la realidad, entonces?
– En la realidad… -Flora miraba la pantalla negra del televisor-. En la realidad son buenos. No quieren hacer ningún daño.
– ¿Seguro?
– Seguro. Ahora, acuéstate.
Svarvargatan, 22:15
El reloj de la mesilla marcaba las 22:15 cuando sonó el teléfono. Magnus llevaba durmiendo un buen rato y David liberó el brazo que tenía medio dormido, salió a la cocina y contestó.
– Sí, soy David Zetterberg.
– Sí, hola. Me llamo Gustav Mahler. Espero no haberte llamado demasiado tarde. Me han dicho que me estabas buscando.
– No, está… bien. -David vio la botella y la copa, se sirvió-. Si te soy sincero… -Dio un buen trago-. El caso es que no sé por qué te he buscado.
– Bueno -dijo Mahler-. Eso también puede pasar. Salud.
Sonó un tintineo en el otro extremo de la línea y David alzó su copa y dijo:
– Salud. -Y bebió otro trago.
Se quedaron unos segundos en silencio.
– ¿Qué tal va? -preguntó Mahler.
David se lo contó todo. Sería por el vino, por la angustia contenida o algo en la voz de Mahler, pero el bloqueo saltó. Sin preocuparse de si el desconocido que escuchaba al otro lado estaba o no interesado, le habló del accidente, de que ella se había despertado, de Magnus, de la visita al Instituto de Medicina Forense, de la sensación que tenía de haberse quedado descolgado de la vida, de su amor por Eva. Al menos estuvo hablando diez minutos, y lo dejó porque tenía la boca seca y necesitaba más vino.
– La muerte tiene la capacidad de aislarnos de los demás -afirmó el periodista mientras Zetterberg se servía más bebida.
– Sí -coincidió David-. Tendrás que disculparme, no sé por qué… no he hablado con nadie de… -El humorista se detuvo con la copa a mitad de camino hacia la boca. Un chorro frío le cayó en el estómago, dejó la copa con tanto ímpetu que el vino salpicó-. ¿No pensarás escribir nada de esto?
– Puedo…
– ¡Oye! No puedes escribir nada de esto, hay muchas personas que…
Fue haciendo la lista mentalmente: su madre, el padre de Eva, sus colegas, los compañeros de clase de Magnus, sus padres… y toda la gente que se iba a enterar de más cosas de las que él quería que supieran.
– David -dijo Mahler-, te prometo que no escribiré ni una palabra sin que tú le des el visto bueno.
– ¿Seguro?
– Sí, seguro. Sólo estamos hablando. Mejor dicho: tú hablas y yo escucho.
El humorista se rió, fue una risa corta que llegó en forma de resoplido y le llenó la nariz de mocos, viejas lágrimas. Pasó el dedo por el vino que había salpicado y dibujó un signo de interrogación.
– ¿Y tú? -le preguntó-. ¿Por qué te interesa este tema? ¿Es un interés puramente… periodístico?
Se hizo un silencio al otro lado. David pensó incluso que se había cortado la comunicación, antes de que el periodista contestara:
– No. Es más… personal.
David bebió más vino mientras esperaba. Estaba empezando a subírsele a la cabeza. Notó con alivio que la existencia empezaba a perder sus contornos, que los pensamientos fluían más despacio. A diferencia de lo que había sentido todo el día, ahora experimentaba una sensación que le permitía relajarse. Había una persona al otro lado de la línea telefónica. Él estaba flotando, pero no estaba solo. Temió que la conversación fuera a terminar.
– ¿Personal?
– Sí. Tú has confiado en mí. Yo voy a confiar en ti. Y… en caso de que seamos de ésos, pues los dos tendremos pillado al otro. Yo tengo en casa a mi nieto, que es… -David oyó que su interlocutor daba un trago a lo que estuviera bebiendo-. Mi nieto estaba muerto hasta ayer por la noche. Enterrado.
– ¿Le tienes escondido?
– Sí. Sólo lo sabes tú y otras dos personas más. Se encuentra en muy mal estado. Si te he llamado ha sido sobre todo porque he pensado que a lo mejor… tú sabías algo.
– ¿De… de qué?
Mahler suspiró.
– Sí, no sé. Como estabas presente cuando ella se despertó, pues… no sé. Si pasó algo que… me pueda servir de ayuda.
David repasó mentalmente lo ocurrido en el hospital. Quería sinceramente ayudar a Mahler.
– Ella hablaba -le dijo.
– ¿De verdad? ¿Qué decía?
– No, no dijo nada que… era como si las palabras fueran nuevas para ella, como si estuviera probándolas. -David la oyó de nuevo; la voz metálica y áspera de Eva-. Fue… fue bastante duro.
– Sí -dijo Mahler-. Pero ¿no era como si ella… recordara algo?
Sin pensar en ello, David había apartado de su consciencia aquel momento en el hospital. No había querido reconocerlo. Ahora sabía por qué.
– No -contestó David, y se le saltaron las lágrimas-. Era como si estuviera completamente… vacía -contestó, aclarándose la voz-. Creo que tengo… bueno…
– Lo comprendo -dijo Mahler-. Apunta mi número de teléfono por si… por si pasa algo.
Colgaron y el humorista permaneció sentado junto a la mesa de la cocina, acabó el vino restante y dedicó veinte minutos a no pensar en la voz de Eva, ni en su ojo en el hospital. Cuando fue a acostarse, Magnus estaba como un crucificado en medio de la cama, con los brazos extendidos. David colocó al niño en un lado, se quitó la ropa y se acostó junto a él.
Estaba tan agotado que se durmió nada más cerrar los ojos.
Koholma, 22:35
– ¿Qué te ha dicho?
Anna entró en la habitación de Mahler dos segundos después de que él colgara el teléfono.
– Nada de particular -respondió él, frotándose los ojos-. Me ha contado su historia. Era terrible, claro, pero nada que nos ayude.
– Su mujer, ¿estaba…?
– No. Lo mismo que Elias, más o menos.
Cuando ella volvió al cuarto de estar y se puso a ver la tele, Gustav fue a la habitación de Elias, se quedó bastante tiempo mirando aquel cuerpecillo. Elias se había tomado un biberón de suero fisiológico, y por la tarde otro de suero glucosado.
«Era como si estuviera completamente… vacía».
Y eso que Eva Zetterberg sólo había estado muerta media hora.
¿Se estaba equivocando?
¿Tenía Anna razón? ¿Y si en ese ser que yacía en la cama no quedaba nada de lo que había sido Elias?
El aire era nuevo cuando salió a la terraza. Durante la larga ausencia de lluvias había olvidado que el aire podía estar así de saturado; la oscuridad era completa y estaba impregnada de olores de una naturaleza que la tormenta había devuelto a la vida.
«¿Guardará alguna… relación?».
También Elias había estado muerto y reseco. Algo que no era la lluvia le había hecho resucitar, pero ¿qué? ¿Y quéle mantenía vivo si estaba vacío por dentro?
Una semilla, seca o congelada dentro de un glaciar, podía permanecer latente cientos e incluso miles de años. Crecía si se sembraba en tierra húmeda porque había una fuerza verde que impulsaba la flor. ¿Qué fuerza impulsaba a las personas?
Mahler contempló las estrellas. Aquí, en el campo, había muchas más que en la ciudad, lo cual no dejaba de ser una ilusión. Evidentemente las estrellas estaban siempre allí, y eran infinitamente muchas más de las que el ojo más agudo podía percibir.
Le rozó un presentimiento impronunciable. Su cuerpo se estremeció.
En una rápida sucesión de imágenes, vio una brizna de hierba salir de la semilla, buscar la superficie; vio un girasol alzándose hacia el cielo, volverse hacia la luz; vio a un niño pequeño ponerse en pie, levantar los brazos en alto, dar gritos de alegría, y todo vive y tiende hacia la luz, y vio…
«Eso no es evidente».
La fuerza verde que impulsa la flor no es evidente. Todo es un esfuerzo, un trabajo. Un regalo. Nos lo pueden arrebatar. Nos lo pueden devolver.