La idea es delicada y prometedora
como la luz que cruza el cielo hacia el norte
en sutiles jirones,
como los que deja el caracol a su paso,
o como tantea el mejillón el fondo del mar
con el pecho, la boca y las manos,
o como el corazón, al latir,
siente el llanto del cerebro.
MIA AJVIDE, Flyktlock
(Vía de escape).
Labbskäret, 16:45
Las sombras ya se habían alargado cuando Mahler se levantó de su escondrijo y regresó a la cabaña. Le dolía el cuerpo después de permanecer tanto tiempo sentado en la piedra. Había permanecido fuera más tiempo del estrictamente necesario para tranquilizarse. Quería demostrarle a Anna cómo sería todo si él, el que estaba de más, desapareciera.
En la roca situada fuera de la casa había un viejo soporte para secar las redes, tres grandes ganchos en forma de T. Bajo uno de ellos estaba Anna canturreando y tendiendo la ropa de Elias que había lavado con jabón y agua salada. Parecía muy animada, en absoluto angustiada, como Mahler se había esperado.
Ella oyó sus pasos en la roca y se volvió.
– Hola, ¿dónde has estado?
Mahler dio un manotazo al aire y Anna ladeó la cabeza, mirándole.
«Como si yo fuera un niño», pensó Mahler, y ella se echó a reír y asintió. El sol, en el horizonte, le arrancó un destello burlón en la mirada.
– ¿Has encontrado algo de agua? -preguntó él.
– No.
– ¿Y no estás preocupada?
– Sí, pero… -Anna se encogió de hombros y colgó dos calcetines pequeños en el mismo gancho.
– Pero ¿qué?
– Creía que ibas a ir tú a buscarla.
– Pues a lo mejor no tengo ganas.
– Ah, es eso. Entonces vas a tener que enseñarme cómo funciona el motor.
– No te pases.
Anna le devolvió una mirada de significado elocuente: «No te pases tú», y su padre entró en la casa a regañadientes. El chaleco salvavidas más grande era demasiado pequeño para él, parecía un bebé gigante cuando se ajustó el cinturón sobre la tripa, así que pasó del chaleco. De pronto, todo empezaba a perder importancia. Entró a ver a Elias, tumbado en la cama bajo el cuadro del trol, pero no sintió deseo alguno de acercarse a él. Cogió el bidón de agua y salió.
– Bueno -dijo-, pues tendré que ir yo.
La chica había tendido toda la colada. Se agachó y apoyó las manos sobre las rodillas.
– Papá -le dijo suavemente-. No sigas así.
– ¿Que no siga cómo?
– Que no sigas, simplemente. No hay necesidad.
Mahler pasó junto a ella y bajó hacia la barca.
– Conduce con cuidado -le pidió Anna.
– Claro, claro.
Cuando el ruido del motor se perdió entre las islas, Anna se tumbó de espaldas sobre la roca recalentada por el sol, colocándose de manera que el calor llegara todo lo posible hasta su piel. Después de permanecer un rato allí tumbada, entró en busca de Elias y lo tumbó a su lado en la piedra envuelto en el edredón.
Ella se volvió de lado hacia él, apoyando la cabeza en la mano, y se concentró en un punto de su arrugada frente marrón con manchas negras.
«¿Elias?».
Recibió una respuesta no expresada con palabras; de hecho, ni siquiera era una respuesta, sino más bien una muda constatación de que estaba ahí. Elias había hablado realmente con su madre en contadas ocasiones, la última vez fue cuando ella estaba cortando el césped mientras su abuelo seguía con aquellos ejercicios absurdos.
Ella estaba quitando una piedra que se había quedado atascada dentro del cortacésped, cuando la voz clara y nítida de su hijo le invadió la cabeza:
«¡Mamá, ven! El abuelo está enfadado. Voy a…».
Elias no llegó más allá antes de que su voz se ahogara en un sonido cortante, silbante. Cuando ella entró en la casa, Elias estaba en el suelo con la silla encima y el sonido agudo desapareció, al tiempo que perdió todo contacto con él.
La vez anterior fue de noche. Ella apenas dormía y cuando conciliaba el sueño era por puro agotamiento. Le resultaba difícil dormir sabiendo que Elias estaba en su cama con la vista en el techo y que le dejaba solo cuando desaparecía en el espacio cerrado del sueño.
Se había adormilado en un colchón al lado de la cama de Elias cuando su voz la despertó, pegó un salto, se sentó y le vio allí tumbado en su cama con los ojos abiertos.
– ¿Elias? ¿Has dicho algo?
– «Mamá…».
– ¿Sí?
– «No quiero».
– ¿Qué es lo que no quieres?
– «No quiero estar aquí».
– ¿No quieres estar aquí, en la casa de veraneo?
– «No. No quiero estar… aquí».
El redivivo interrumpió la conversación en cuanto se oyó un silbido, antes de que ese sonido sibilante aumentara de volumen y resultara insoportable. Anna percibió con claridad tangible cómo su hijo se agazapaba en el interior de sí mismo hasta desaparecer. Por unos instantes, mientras madre e hijo hablaban, algo había animado a Elias, pero al cabo de un momento, cuando lo recobró, ya sólo fue posible entablar una precaria comunicación sin palabras.
Y otra cosa más.
Cada retirada de Elias tenía un único motivo: el miedo. Ella lo sabía. Elias temía algo relacionado con aquel sonido silbante.
Sobre la roca a la luz del sol, con esa cara de momia sobresaliendo del edredón, quedaba claro, terriblemente claro, que el cuerpo de Elias sólo era ese caparazón del que hablaban. Ese pellejo seco y arrugado escondía en su interior algo innombrable que no era de este mundo. Elias, ese niño que se había balanceado en los columpios y al que le habían gustado las nectarinas, no iba a volver. Ella lo había comprendido ya durante aquellos primeros minutos en el dormitorio de Mahler en Vällingby.
«Y, sin embargo, sin embargo…».
Ella ahora podía valerse por sí misma. Tendía la ropa y canturreaba canciones, lo cual no habría podido hacer de ninguna de las maneras una semana antes. ¿Por qué?
Porque ahora sabía que la muerte no lo era todo.
Tantas veces como había bajado a Råcksta y se había sentado junto a la tumba y le había hablado en susurros, tendida sobre la lápida. La mujer sabía entonces que el cuerpo de su hijo se hallaba allí abajo, pero también sabía que él no la podía oír, que, en realidad, no quedaba nada de él. Que Elias solamente había sido la suma de columpios, nectarinas, bloques de Lego, sonrisas, cabezonerías, y «mamá, dame otro beso de buenas noches». Cuando todo aquello había desaparecido, sólo quedaban los recuerdos.
Estaba completamente equivocada, y ésa era la razón de que ahora tarareara canciones. Elias estaba muerto, pero no había desaparecido.
Anna abrió un poco el edredón para que le entrara algo de aire. Elias todavía olía mal, pero no como al principio. Era como si lo que podía oler mal se hubiera… consumido.
– ¿De qué tienes miedo?
No hubo respuesta. Le aireó el pijama por encima del vientre y salió una tufarada de aire podrido. Le cambiaría en cuanto se secara la ropa. Se quedaron en la roca hasta que el sol descendió hacia el mar de Åland, empezó a levantarse una brisa fresca y Anna llevó a Elias dentro.
La ropa de la cama olía a moho, así que la sacó fuera y la colgó de un aliso próximo a la casa. Encontró un quinqué y lo llenó de queroseno para cuando se hiciera de noche. Comprobó si funcionaba la chimenea quemando unos papeles y abriendo el tiro. El humo se quedaba dentro. Probablemente la chimenea estaría tapada; quizá algún pájaro había construido su nido en ella.
Anna se untó unas rebanadas de pan con huevas de bacalao, llenó un vaso de leche, salió y se sentó en la piedra. Después de comerse las rebanadas bajó hasta la orilla para comprobar qué era aquella cosa grande y plateada oculta entre la hierba y que ya le había llamado la atención antes.
Al principio no comprendió qué podía ser ese gran cilindro lleno de agujeros. Era el típico objeto que uno tiraba hacia arriba, le sacaba una foto y luego podía asegurar que era un ovni. Más tarde comprendió que era el tambor de una lavadora, que usaban los pescadores como nasa.
Dio un paseo por la orilla, halló un tubo de espuma de afeitar y una lata de cerveza. Las nubes adquirieron un color rojo claro y pensó que su padre tenía que estar a punto de llegar.
Para contemplar mejor la puesta de sol y comprobar si venía su padre, subió a una colina coronada por un túmulo situado detrás de la casita. La vista era fantástica. Aunque la colina no sobresalía más de dos metros por encima de la casa, desde allí se podían observar todas las islas del archipiélago.
Vista de lado, la masa de nubes de evolución parecía un único edredón acolchado que cubría las islas bajas, reflejándose en un mar de sangre. Nada ocultaba la línea del horizonte por el este. Anna comprendió muy bien por qué la gente creyó alguna vez que la tierra era plana y el horizonte era un borde tras el cual sólo se hallaba la Nada.
Escuchó con atención, pero no distinguió ningún ruido de motor.
Mientras estaba allí contemplando el ancho mundo, le pareció absolutamente increíble que su padre pudiera encontrar el camino de vuelta. El mundo era inmensamente grande.
«¿Qué es eso?».
Anna fijó la vista en la arboleda que crecía en una hondonada al otro lado de la isla, donde le pareció ver algo en movimiento. Sí, escuchó un chasquido y creyó entrever una mancha blanca que aparecía y desaparecía.
¿Blanco? ¿Qué animales blancos había?
Sólo los que vivían en la nieve. Además de los gatos, claro. Y los perros. ¿Podía ser un minino olvidado o abandonado? Tal vez se había caído de algún barco y había conseguido llegar a tierra.
Empezó a caminar hacia la hondonada, pero de repente se detuvo.
Aquello era más grande que un gato, parecía más un perro, a juzgar por el tamaño. Un perro que se había caído de una embarcación y… se había vuelto salvaje.
Dio media vuelta y se dirigió rápidamente a la cabaña, a la entrada de la cual se detuvo y prestó atención una vez más. Debían de ser ya más de las ocho, ¿por qué no volvía su padre?
Entró y cerró la puerta tras de sí, pero volvió a abrirse, pues le faltaba la cerradura. Cogió una escoba, la pasó por debajo de la manija y apoyó el extremo contra la pared. No valía nada como cerradura, pero un animal no podría abrirla.
Cuanto más pensaba en ello, más se angustiaba.
No era ningún animal. Era una persona.
Se colocó al lado de la puerta y aguzó el oído. Nada. Sólo un mirlo solitario que trataba de trinar como un montón de pájaros a la vez.
El corazón hizo acto de presencia, palpitaba más deprisa y con más fuerza. Se preocupaba por nada. Lo único que pasaba era que ella estaba sola con Elias, el hecho de que no pudiera escapar de allí era lo que le hacía pensar en fantasmas. No había ninguna dificultad en caminar haciendo equilibrios sobre una tabla de diez centímetros de anchura cuando la tabla estaba a ras del suelo, pero ponía a diez metros de altura y el miedo se adueñará de ti. Aunque la tabla siguiera siendo la misma.
Probablemente había sido una gaviota. O un cisne.
Un cisne. Eso era. Claro que era un cisne, con el nido en un altozano de la isla. Los cisnes eran grandes.
Anna se tranquilizó y fue a ver a Elias. Él estaba tumbado con la cabeza vuelta hacia la pared, parecía como si estuviera mirando el cuadro del trol, que a la oscuridad del anochecer no era más que un rectángulo oscuro en mitad de la pared. Se sentó junto a él en la cama.
– Hola, pequeño. ¿Qué tal estás?
El sonido de su propia voz rompió el silencio, lo desalojó, y calmó el desasosiego que sentía en el pecho.
– Tenía un cuadro como ése junto a mi cama cuando era pequeña, aunque el mío representaba a un papá trol pescando con su hija. La niña sujetaba la caña y el padre, que era así, grande y torpe y con verrugas, le indicaba cómo debía sujetarla, cogiéndole del brazo con suavidad, enseñándole. Yo no sé si mamá sabía cómo miraba yo aquel cuadro ni lo que yo pensaba. Yo fantaseaba con un padre que hacía eso conmigo. Que me enseñaba cómo se hacían las cosas y que estaba cerca, detrás de mí, y que era así de grande y parecía así de bueno. Lo que sé, de todos modos, es que cuando era pequeña yo quería ser un trol. Porque todo parecía ser muy sencillo para los troles. No tenían nada y sin embargo lo tenían todo.
Dejó reposar las manos en las rodillas, imaginándose aquel cuadro…
«¿Qué habrá sido de él?», se preguntó…
… recordando las veces que estuvo de rodillas en la cama, recorriendo con el dedo los rasgos de la cara de aquel papá trol.
Soltó un suspiro y se volvió hacia la ventana. Descubrió un globo pintado flotando allí fuera. Se quedó sin aliento.
El globo era una cara. Una cara hinchada y blanca con dos hendiduras negras a modo de ojos. Los labios habían desaparecido y los dientes estaban al descubierto. Se quedó paralizada contemplando aquel rostro cuya nariz era un simple agujero en medio de la carne blanca y fungosa; parecía una cara hecha de harina de trigo amasada y llena de dientes grandes pinchados en ella.
Se alzó una mano, se apoyó contra la ventana. También de un blanco cadavérico, hinchada.
Anna gritó hasta quedarse sorda.
La cara se retiró de la ventana y avanzó en dirección a la puerta. Ella se levantó de un salto, dándose un golpe en la cadera con el borde de la mesilla, pero no notó nada, y fue hasta la cocina…
«¿Mamá?».
… y agarró con fuerza la manivela.
«¿Mamá?».
Era la voz de Elias dentro de su cabeza. Anna hizo fuerza con el pie contra la pared y tiró de la manivela con todas sus fuerzas. Alguien agarró la manija, desde fuera. Ella la sujetó. Alguien desde fuera daba tirones.
«Dios mío, por favor, haz que no entre, haz que no…».
«Mamá, ¿qué…».
«… haz que no».
«… pasa?».
Era fuerte. Anna sollozó cuando la puerta golpeteó contra el marco.
– ¡Vete de aquí! ¡Vete de aquí!
Anna pudo sentir a través de la manija la fuerza muerta e inexorable de aquel ser que tiraba insistentemente de la puerta, que quería llegar hasta ella y hasta Elias. El pánico convirtió su garganta en puro músculo en tensión y volvió la cabeza agarrotada hacia la cocina en busca de un arma, la que fuera.
Debajo de la encimera de la cocina había un hacha pequeña, pero no podía soltar la manija para cogerla. Esa criatura tiraba cada vez más fuerte de la puerta, y cuando ésta se abrió un poco, Anna pudo entrever por un instante su cuerpo al completo; un cuerpo blanco, desnudo y hecho de bolas de masa lanzadas contra un esqueleto, y Anna comprendió.
«Ahogado. Es un ahogado».
Se rió entre resuellos mientras seguía tirando de la puerta, cuando ésta se entreabría podía vislumbrar los jirones de carne comida por los peces.
«Los ahogados. ¿Dónde están?».
Enseguida le surgió la imagen de un mar rebosante de ahogados, las víctimas de los accidentes de aquel verano. ¿Cuántas podían ser? Vio unos cuerpos flotando en el oleaje y otros rozándose contra el fondo. Peces carroñeros, anguilas que penetraban a través de la piel y se daban un festín con las vísceras.
«¡Mamá!».
Elias ahora tenía miedo, pero ella no podía alegrarse de que le hablara ni consolarlo, sólo podía seguir sujetando la puerta para evitar que entrara aquel monstruo.
Los tirones constantes y la fuerza aplicada a la puerta para mantenerla cerrada le pasaron factura: empezaba a tener los brazos entumecidos.
– ¿Qué quieres? ¡Lárgate de aquí! ¡Fuera de aquí!
Dejó de tirar.
La puerta se cerró de golpe y saltaron algunas astillas de la madera podrida, que planearon hasta caer sobre sus pies. Ella contuvo la respiración y escuchó. El mirlo había dejado de cantar y Anna oyó unos golpes que se alejaban hacia la roca de fuera. Hueso contra piedra. El monstruo se alejaba.
«Mamá, ¿qué pasa?».
«No tengas miedo», respondió ella. «Ya se ha ido».
Volvió a ponerse en marcha ese sonido silbante tan similar al de una flota de barcos pequeños cuando surcaba la bahía, se acercaba más y más. A Anna le habría gustado gritar: «Basta, déjanos en paz, lárgate de aquí» a todo lo que parecía que quería atraparlos, pero no se atrevió por temor a asustar a Elias. El sonido sibilante desapareció en cuanto aquél abandonó su mente.
Anna soltó la puerta, empuñó el hacha y volvió a su sitio. Escuchó los ruidos del exterior. No se oía nada. La mano humedecida por el sudor apenas era capaz de sostener el arma. Mientras sucedió todo aquello, ella no había notado ni por un momento la presencia del ahogado dentro de su cabeza, cosa que le asustó aún más. Con Elias había siempre un atisbo, una presencia. El ahogado estaba callado.
Cuando el mirlo retomó su canto fuera de la casa, Anna se atrevió a alejarse de la entrada y se dirigió a la habitación de Elias. Se detuvo en el vano de la puerta, y al fin se le cayó el hacha de las manos.
El ahogado estaba encima de la roca, mirando hacia dentro a través de la ventana. Ella se agachó con cuidado para recoger el hacha como si se encontrara frente a un animal que pudiera alborotarse con cualquier movimiento brusco, pero el intruso no se movió.
«¿Qué hace?».
No podía mirar; no tenía ojos. Anna se quedó en el borde de la cama agarrando fuertemente el hacha con la mano, se sentó en un ángulo en el que no podía ver por la ventana, y, no obstante, sí que podía oírlo si se movía. Jamás había visto algo tan repulsivo. No podía pensar en él, no debía pensar en él. Era como si algo vibrara dentro de su cabeza, esperando conectar con ella y sumirla en una siniestra locura.
Se quedó con los ojos clavados en el cuadro del trol que colgaba de la pared, en el trol bueno con las manos grandes y seguras. En la niña pequeña. Y entonces pensó: «Papá, ven a casa».
Kungsholmen, 17:00
Habían hallado un sitio en la orilla de Kungsholm, a mitad de camino entre su apartamento y el Parlamento.
David supuso que estaría prohibido enterrar animales, así sin más, en la ciudad, pero ¿qué otra cosa cabía hacer?
Antes de salir habían hecho una cruz con unos trozos de listones de madera y una cuerda. El propio Magnus había escrito «Baltasar» con un rotulador. David se quedó vigilando mientras nieto y abuelo cavaban un hoyo dentro del matorral lo bastante hondo como para que cupiera la caja de zapatos.
Desde la perspectiva limitada que le proporcionaba aquel ejemplo, David creyó comprender cuál era el sentido de los entierros. El trabajo de preparar la caja, pensar cómo había que poner las flores y hacer la cruz proporcionó a Magnus una satisfacción que las palabras y el consuelo solos no habrían podido darle. Había llorado mucho en el camino de vuelta a casa desde Heden, pero en cuanto llegaron al apartamento empezó a hablar del entierro, de cómo podían hacerlo.
Incluso David y Sture colaboraron sinceramente en el proyecto, aún no habían dicho ni una palabra sobre lo ocurrido. No podían hablar de lo que había hecho Eva ni de lo que eso significaba cuando Magnus estaba presente y precisaba toda su atención. De una cosa podían estar seguros: Eva no iba a volver a casa en mucho tiempo.
El hoyo estaba listo. El niño abrió la tapa de la caja por última vez y Sture se apresuró a colocar la cabeza del conejo en su sitio. Magnus le acarició el pelo con el dedo.
– Adiós, pequeño Baltasar. Espero que te vaya bien.
David ya no podía llorar más. Ahora únicamente sentía rabia, rabia contenida e impotencia. Si hubiera estado solo, habría agitado los puños contra el cielo antes de gritar: «¿Por qué, por qué, por qué haces esto?». En lugar de eso se derrumbó en el suelo junto a Magnus y le puso la mano en la espalda.
«¡Joder! Que es su cumpleaños. ¿No podía haber disfrutado… aunque sólo fuera por hoy?».
El propio Magnus puso la tapa y depositó la caja en el hueco. Sture le entregó una pala de jardín y él echó tierra hasta que ya no se veía el cartón. David permaneció inmóvil, con la vista fija en el montón de tierra que disminuía, en el agujero que se rellenaba.
«Y si… vuelve…».
Se tapó la boca con la mano y se esforzó por contener una carcajada que pugnaba por salir al imaginarse al conejo cavando hasta salir de la tierra, descabezado y volviendo a su apartamento saltando con andares de zombi, brincando escaleras arriba.
Sture ayudó a Magnus a colocar encima los trozos de hierba, alisarlos y, con ayuda de la pala, clavar la cruz en la tierra. Miró a David y ambos asintieron. No estaban seguros de que la tumba fuera a seguir allí, pero ya estaba hecho de todos modos.
Todos se levantaron. Magnus empezó a cantar «El mundo es un valle de lágrimas…» como había visto por la tele que hacían los niños en Vi på Saltkråkan, y David pensó: «Esto es el fondo. Ahora hemos tocado fondo. Ahora tenemos que haber tocado fondo».
David y Sture le pusieron al niño una mano cada uno en los hombros. Su padre no podía quitarse de encima la sensación de que en realidad lo que estaban haciendo era enterrar a Eva.
«El fondo. Esto tiene que ser…».
Magnus cruzó los brazos sobre el pecho y David sintió cómo se le hundieron los hombros.
– Ha sido culpa mía -dijo el pequeño.
– No -refutó su padre-. No, claro que no ha sido culpa tuya.
Magnus asintió.
– Fui yo el que lo hizo.
– No, cariño. Fue…
– Sí, fui yo. Fui yo quien pensé eso y mamá lo hizo.
David y Sture se miraron el uno al otro. El abuelo se agachó y le preguntó:
– ¿Qué quieres decir?
Magnus se abrazó a la cintura de su padre y le dijo con la cara pegada al vientre:
– Yo pensé cosas malas de mamá y ella se enfadó por eso.
– Cariño… -David se agachó y cogió a Magnus en brazos-. Somos nosotros los que deberíamos haberlo entendido… No es culpa tuya.
El cuerpo del pequeño temblaba entre sollozos y por sus labios salió un torrente incontenible de palabras.
– Sí, porque yo pensé… Yo pensé que… que ella sólo hablaba raro y no se preocupaba de… Y yo pensé que no la quería, que era fea y la odié por mucho que no quisiera, porque yo creía que ella iba a estar como siempre, y entonces resulta que ella estaba así, y entonces pensé eso, y cuando pensé eso… cuando pensé eso, fue entonces cuando ella hizo lo que hizo.
Magnus siguió hablando mientras David le llevaba de vuelta al apartamento, y no dejó de hablar hasta que lo acostó en su cama. Tenía los ojos rojos de tanto llorar y los párpados hinchados.
«En el día de su cumpleaños…».
Al poco rato se le cerraron los ojos y se quedó dormido. Su padre lo arropó, volvió a la cocina junto a Sture y se desplomó en una silla.
– Está agotado -informó David-. Está totalmente agotado. Estos días no ha dormido mucho y hoy… Es demasiado para él. No puede… ¿Cómo va a poder superarlo?
Sture no respondió en un primer momento.
– Seguro que lo supera -aseguró tras un momento de silencio-. Si tú eres capaz de superarlo. Entonces seguro que él también lo hará.
David recorrió la cocina con la mirada y se detuvo en una botella de vino. Sture miró hacia el mismo lugar y luego observó a David. Éste meneó la cabeza.
– No -dijo David-. Pero es… duro.
– Sí -contestó Sture-. Lo sé.
Con grandes pausas entre las intervenciones, comentaron lo ocurrido en Heden sin llegar a ninguna conclusión.
El recinto estaba en pleno caos cuando ellos lo abandonaron. Parecía poco probable que permitieran más visitas de momento. David fue a vigilar a Magnus. Dormía profundamente. Cuando volvió a la cocina, Sture dijo:
– Y lo que preguntó el médico. Lo del Pescador.
– ¿Sí?
– Es que es… muy raro. -Sture pasó el dedo sobre la mesa como si estuviera dibujando una línea del tiempo hacia atrás-. O absolutamente natural. No sé qué pensar.
– ¿Por qué lo dices?
– Bueno, ya sabes, sus libros. El castor Bruno. ¿Tienes aquí alguno?
Tenían una pequeña caja con ejemplares de promoción de los dos tomos; David fue a buscar los dos libros y los puso encima de la mesa. Sture buscó una página de El castor Bruno encuentra casa, y señaló la escena en la que Bruno por fin encontraba un lugar donde construir su casa, pero descubría que el Señor del Agua también vivía en el lago.
– Éste -observó Sture, y señaló la figura imprecisa que se veía dentro del agua-. Ella lo ha visto. Empecé a contarlo cuando estábamos allí, pero… -El padre de Eva hizo un gesto de impotencia con los hombros-. Fue cuando estuvo a punto de ahogarse. Luego, al cabo de varios días, nos contó que había… sí, que se había encontrado a una especie de ser raro allí abajo.
David asintió.
– Me lo ha contado. Que fue como si aquel ser hubiera ido a buscarla. El Señor del Agua.
– Sí -aclaró Sture-, pero entonces… no sé si ella lo recuerda, si te lo ha contado, pero, entonces, cuando era pequeña… entonces ella llamaba a aquel ser el Pescador.
– No -dijo David-. Eso no me lo ha dicho nunca.
Sture hojeó el libro.
– Cuando hemos hablado alguna vez del tema después, cuando ya era mayor, siempre lo ha llamado Señor del Agua o Aquello, así que yo pensé que lo había… olvidado.
– Pero ahora vuelve a llamarlo el Pescador.
– Sí. Recuerdo que ella… pintaba. Nosotros le animamos a hacerlo, pensamos que podía ser bueno. Hizo después de aquello montones de dibujos de aquel Pescador. A ella le gustaba mucho dibujar. Ya entonces.
David fue al armario de la entrada y buscó la caja donde guardaban papeles, tebeos, dibujos viejos; las cosas de su infancia que Eva había decidido conservar. Era un alivio tener algo que hacer, un asunto que resolver. Colocó la caja sobre la mesa de la cocina y entre los dos sacaron libros de la escuela, fotografías, piedras bonitas, álbumes escolares de fotos y dibujos. Sture se entretuvo mirando algunas cosas, suspiró profundamente ante una fotografía de Eva, en la que ella tendría unos diez años, con un lucio enorme en los brazos.
– Lo pescó ella -explicó Sture-. Ella sola. Yo sólo la ayudé con la red -añadió secándose los ojos-. Fue un… día precioso.
Siguieron bajando los montones de material acumulado. Muchos de los dibujos estaban fechados y no era difícil advertir que Eva llegaría a ser dibujante. Con nueve años, ella ya dibujaba animales y personas mejor de lo que David podría llegar a hacerlo nunca.
Así, hasta que encontraron lo que buscaban.
Un solo dibujo, fechado el 13 de junio de 1975. Sture hojeó rápidamente los dibujos que había debajo, pero no encontró más.
– Tenía más -dijo Sture-. Habrá tirado los otros.
Apartaron el resto de los papeles a un lado y David rodeó la mesa para poder observar mejor aquel único dibujo colocado en el centro.
El estilo de Eva era aún infantil, algo bastante lógico. Los peces, dibujados con trazos sencillos, y la niña que representaba a Eva tenía una cabeza muy grande, desproporcionada en relación con el cuerpo. De las líneas onduladas que aparecían en la parte superior del papel se infería que ella era la niña que se encontraba debajo del agua.
– Sonríe -observó David.
– Sí -afirmó Sture-. Sonríe.
Sobre el dibujo de la cara de la niña aparecía pintada una boca tan alegre que no coincidía exactamente con lo que suele ser el estereotipo infantil normal. La sonrisa cubría la mitad de la cara. Era la representación de una niña feliz.
No era fácil de comprender, sobre todo teniendo en cuenta la figura pintada junto a ella: el Señor del Agua, el Pescador. Era por lo menos tres veces más grande que ella. No tenía cara alguna, sólo un óvalo en el lugar donde debería estar el rostro. El contorno de los brazos, de las piernas y del cuerpo estaban dibujados con trazos temblorosos y encrespados, como si la figura estuviera electrizada o en descomposición.
– Ella dijo que no se le veía bien -le informó Sture-. Era como si cambiara todo el tiempo.
David no dijo nada. Había un detalle en el dibujo del cual no podía apartar la vista. Si bien toda la figura estaba dibujada de forma borrosa intencionadamente, había una cosa que no lo estaba: las manos. Las manos tenían los dedos perfectamente dibujados, y en la punta de cada dedo se veía un anzuelo. Aquellos anzuelos se alargaban hacia la figura sonriente de la niña.
– Los anzuelos… ¿Qué es eso? -preguntó David.
– Nosotros salíamos muchas veces a pescar cuando ella era pequeña -dijo Sture-. Así que…
– ¿Qué?
– Sí, Eva dijo entonces que él tenía esos anzuelos para cogerla a ella, pero no le dio tiempo. -Sture señaló los dedos del Pescador-. En realidad, según dijo ella, no eran tan grandes, pero los vio con toda claridad.
Contemplaron el dibujo en silencio, hasta que David dijo:
– Y, sin embargo, se ríe.
– Sí -confirmó Sture-. Se ríe.
Gräddö, 17:45
Mahler atracó en el muelle de la isla de Gräddö cuando faltaba un cuarto de hora para las seis de la tarde. Subió a la tienda todo lo deprisa que se atrevió y llegó un par de minutos antes de la hora de cierre. Compró leche, de la que se conservaba más tiempo, varios botes de conservas, sobres de sopas, salsas, macarrones y tortellinis. Una bolsa de pan de molde, Skogaholmslimpa, con fecha de caducidad ilimitada, y unos tubos de queso fresco para untar.
Llenó los bidones de agua potable en el grifo de la parte posterior de la tienda. Entonces se acordó de la carretilla que había visto abajo junto al embarcadero, en la que ponía «Supermercado Insular del Archipiélago de Gräddö». Ahora comprendía por qué estaba allí. Se preguntó qué sería mejor: bajar al puerto y coger la carretilla o intentar llevar los dos bidones, que ahora pesaban cuarenta kilos, más las bolsas de la compra.
Decidió llevarlo todo…
… pero se vio obligado a detenerse para descansar a cada paso, y al cabo de veinte minutos apenas había recorrido la mitad del trayecto. Al final, bajó a por la carretilla, ascendió con ella hasta donde había dejado las cosas y llegó al muelle en diez minutos.
Ya eran las siete pasadas y empezaba a caer la tarde. Aún se veía asomar la cabeza calva del sol por encima de las copas de los árboles, pero el astro rey descendía en picado. Mahler no tenía tiempo que perder; navegar de vuelta hasta la isla a oscuras y sin carta náutica era más de lo que él era capaz de hacer. Dejó las bolsas y los bidones en la embarcación, pero, no obstante, se vio obligado a hacer una pausa algo más larga para evitar que se le acelerase el corazón.
Después rezó una oración y tiró de la cuerda. El motor arrancó a la primera. Se dirigió al pontón de la gasolinera y vio que estaba cerrada. Amarró el barco, pero dejó el motor en marcha mientras comprobaba los surtidores. No había ninguno automático para pagar con billetes o tarjeta. La única posibilidad de conseguir combustible era volver a subir a la tienda. Levantó el bidón de combustible y calculó el contenido, estaba lleno hasta la mitad, más o menos.
Miró el camino hasta la tienda. No tenía fuerzas.
Estaba seguro de poder llegar a su destino con el combustible que le quedaba. La vuelta era más insegura.
Tal vez hubiera gasolina en algún sitio de la casa. Había visto un bidón debajo del fregadero, pero no había comprobado si había algo en él. Era cierto que los bidones de agua se los había encontrado vacíos, pero la gasolina podía uno tenerla almacenada durante mucho tiempo.
Probablemente en el bidón había gasolina de reserva para una situación similar a la de ellos. Sí, lógicamente. Seguro que había gasolina en el bidón. Y si no había, pues para eso tenían los remos.
No le gustaba aquella situación. Debería volver a subir a la tienda. Sin gasolina iban a estar abandonados a…
«¿A qué?».
A los elementos. A la buena de Dios.
Pero seguro que había gasolina en aquel bidón.
Se sentó de nuevo en el bote. Y se alejó de tierra y de todo vestigio de normalidad.
Eran las 20:30 cuando se acercaba a la zona donde debía girar hacia el sur. No era capaz de reconocer con exactitud su posición. El sol sólo era una línea roja en el horizonte y el anochecer confería a las islas un aspecto diferente. Aún podía divisar el poste de la isla de Manskär, pero le parecía que estaba demasiado desplazado a la derecha.
«Debo de haberme alejado demasiado».
Dio la vuelta al bote y volvió por el mismo camino. Seguía sin saber dónde estaba. Con la luz del crepúsculo declinando lentamente, era cada vez más difícil calcular la distancia. Qué era una sola isla grande y qué un grupo de islas pequeñas.
Gustav se mordía los nudillos.
No tenía carta náutica de las islas ni combustible de reserva. Lo único que tenía para guiarse, su única salvación, eran las pocas referencias en tierra que conocía, y ninguna de ellas estaba la vista.
Ahogó el motor tanto como se atrevió sin arriesgarse a que se le parara, y lo dejó en punto muerto. Trató de tranquilizarse, escudriñar las islas, repasar mentalmente el recorrido que había hecho. Mientras tuviera localizada la ruta de los ferries no había riesgo de que se perdiera totalmente. Miró a su alrededor. Un ferry procedente del mar de Åland se acercaba a gran velocidad. Era uno de los que cubría la ruta hacia Finlandia. Tenía encendidas más luces que en un carnaval.
Mahler no quería abandonar esa ruta, pero el barco le obligaba a ello. Se acercó despacio a las islas y dejó la vía libre. Si el ferry se lo llevaba por delante, sobre el capitán no caería ni la más mínima sombra de culpabilidad, puesto que habría que añadir las luces de navegación a la lista de cosas que Mahler debería tener y no tenía.
Pasó el ferry. A través de las ventanas iluminadas Mahler pudo ver un montón de personas despreocupadas. Le habría gustado estar con ellas ahí dentro. Volar sencillamente a través de la ventana, aterrizar en el bar, beber cubatas hasta que estuviera vacía la cartera, escuchar música pop carente de contenido y mirar de reojo a las chicas que desaparecieron de su vista hacía más de treinta años. Quizá escuchar a algún estonio solitario contarle su triste historia mientras el alcohol lo cubría todo con un velo de disculpa.
Pasó el ferry. Pasaron sus luces y Mahler se quedó de nuevo sólo en la oscuridad.
Miró el reloj; eran las nueve pasadas. Comprobó el depósito del combustible: estaba casi vacío. Al volcarlo, el motor empezó a carraspear, pero regresó a su zumbido normal cuando Mahler volvió a colocar el depósito en posición horizontal.
«No es ninguna catástrofe», trató de convencerse a sí mismo.
En el peor de los casos tendría que desembarcar en alguna isla y esperar que pasaran las breves horas de la noche. Ponerse en marcha a la mañana siguiente, o remar, en caso de que tuviera que hacerlo. Quizá fuera lo mejor acercarse ya a alguna isla, mientras aún le quedaba combustible, y seguir el viaje al día siguiente.
Anna y Elias iban a preocuparse, evidentemente, pero podían arreglárselas solos.
Y, además: ¿se preocuparían siquiera?
Estarían más bien aliviados.
Mahler giró y se dirigió a la isla más próxima para pernoctar allí.
Heden, 20:50
Sólo cuando el color de la ventana se volvió gris oscuro se plantearon Flora y Peter salir del cuartucho. No se había oído ningún ruido ni percibido ninguna conciencia por los alrededores en varias horas, pero no podían estar seguros.
Flora se quedó de piedra cuando Peter le abrió la puerta. Si antes le parecía desnutrido, ahora estaba consumido. Tan pronto como entraron en el cuarto se abalanzó sobre la fruta que llevaba Flora en la mochila. El cuarto apestaba. En el mismo momento que Flora lo estaba pensando -que la habitación apestaba a deposiciones-, Peter dijo entre dos bocados:
– Lo sé. Lo siento. No he podido vaciarlo. El trapo que cubría el cubo del rincón tenía una manta encima, pero incluso así se filtraba el olor.
– Peter, no puedes vivir así.
«Dame una alternativa».
Flora se echó a reír. Ahora que todos los demás habían desaparecido oía con toda claridad la voz de Peter dentro de su cabeza. Allí no hacía falta hablar en voz alta.
«No sé», pensó ella.
«No. Saldremos esta tarde», fue la respuesta.
Aguardaron. Se distrajeron apostando cerillas al póquer, pero el juego se convirtió más que nada en una competición a ver quién de los dos era más hábil para disimular sus pensamientos. Al empezar, ambos sabían las cartas del otro, pero después de un rato debían esforzarse para descubrir el par del otro y las escaleras incompletas en medio del ruido, de las cifras y las canciones que ambos utilizaban a modo de pantalla.
Cuando ambos se volvieron tan expertos en enmascarar sus jugadas que tratar de traspasar los filtros del otro les provocaba dolor de cabeza, trataron de evitarlo; debieron esforzarse para no leerse los pensamientos mutuamente.
– ¿Qué carta es? -preguntó Peter, sujetando un naipe con la parte de atrás vuelto hacia Flora mientras él lo miraba.
La respuesta llegó inmediatamente: el siete de trébol. Lo intentaron muchas veces, pero fue en vano. Por más que Flora intentaba interponer algún otro tipo de sonido entre la cabeza de Peter y la suya, no podía hacer que la telepatía dejara de funcionar. A no ser que el emisor introdujera conscientemente algún elemento que distorsionara sus pensamientos, era imposible no leerlos.
Durante las horas pasadas en el sótano, ella conoció mejor a Peter de lo que lo había hecho nunca, probablemente mejor de lo que él quería que ella lo conociera. Por otro lado, él también la conoció mejor a ella. Y ella sabía lo que él pensaba de lo que veía, y él sabía lo que ella pensaba de lo que veía, y hacia las ocho la situación empezó a volverse insoportable, una forma de tortura en el reducido sótano. Miraban cada vez más a menudo hacia la ventana para ver si se hacía pronto de noche y podían salir al exterior de una vez.
Cuando el reloj marcaba las nueve y el cuarto había quedado envuelto en las sombras, con la ventana como un rectángulo gris oscuro, Peter inquirió:
– ¿Salimos, entonces?
– Sí.
Menudo alivio usar la voz otra vez. La lengua hablada es limitada, no está tan cargada de significados ni de contenidos velados como la del pensamiento. La cosa había llegado tan lejos que casi habían empezado a aborrecerse mutuamente de pura saciedad reveladora, y los dos lo sabían. Ella lo sabía todo de la homosexualidad latente de él, de su tacañería con otras personas, del desprecio que sentía hacia sí mismo. Ella supo también del esfuerzo de Peter para superar sus carencias, de su anhelo de ternura y contacto con otras personas al tiempo que sentía terror ante tal cosa, lo que se manifestaba en ese aislamiento que él mismo había elegido.
No había nada que juzgar ni que despreciar, pero era demasiada intimidad.
Cuando salieron al aparcamiento de bicicletas, Flora se volvió hacia su amigo y le preguntó:
– ¿Oye? ¿No sería mejor olvidar esto?
– No sé -respondió Peter-. Vamos a intentarlo. Después de comprobar que no había nadie fuera en el patio, se separaron y se fueron cada uno por su lado. Peter fue a vaciar su cubo y a buscar agua, mientras que Flora se dirigió al patio donde se había visto a sí misma.
Antes de que su conversación telepática se volviera asfixiante habían hablado de la visión de Flora. Al principio, Peter no comprendía a qué se refería, pero cuando ella le envió el sonido silbante posterior a la aparición, entonces él dijo o pensó:
– Lo he visto, pero no eras tú. Era un lobo.
– ¿Un lobo?
– Sí. Un lobo grande.
Y en el momento que él lo decía, ella vio una imagen que debía de pertenecer a la infancia de Peter.
«La bici avanza dando bandazos por un sendero sembrado de guijarros y flanqueado por abetos. En un recodo, aparece a cinco metros de mí un enorme lobo de ojos amarillos y pelaje gris. Es mucho más grande que yo. Mis manos se aferran en torno al manillar. Tengo tanto miedo que no soy capaz de gritar. El lobo permanece quieto, pero sé que voy a morir: dará dos brincos en cualquier momento y se abalanzará sobre mí. Sin embargo, y tras observarme durante un buen rato, se pierde en el bosque. Noto una calidez en los pantalones: me he meado encima. No puedo moverme durante varios minutos. Y cuando al fin puedo, no me atrevo a pasar por ahí, doy media vuelta y cojo el camino de vuelta».
La imagen llegaba con tanta fuerza que ella sintió cómo se le aflojaba su propia vejiga, pero su consciencia alcanzó a intervenir antes de que ocurriera algo y recobró el control de los músculos.
«Para mí la muerte es un lobo», pensó Peter, y Flora pudo comprobar que lo que ella había creído que no era más que una ocurrencia suya, en realidad era su convicción más profunda: la Muerte era ella misma. Entre las muchas concepciones existentes sobre lo que puede ser la Muerte, buscando entre las representaciones habituales -el hombre de la guadaña, el carro fantasma, la calavera, el ángel de la muerte…-, Flora había quedado prendada de la Muerte como una hermana gemela. La idea se le había ocurrido dos años antes cuando se encontraba de pie con una vela delante del espejo tratando de invocar a la Dama de Negro, pero sólo consiguió verse a sí misma. De ahí surgió la idea.
Los patios estaban silenciosos y vacíos. Se había instalado un tendido eléctrico con cables provisionales y en cada patio lucían un par de farolas. Flora se movía con cuidado, tratando de permanecer en la sombra, pero parecía que su cautela era innecesaria. No se veía un alma, las ventanas estaban a oscuras y el recinto parecía más que nunca una ciudad fantasma.
«Ciudad fantasma».
Eso era precisamente. Los redivivos estaban a oscuras en los apartamentos. ¿Sentados, tumbados, de pie, dando vueltas? Lo raro era que ella no tenía ni pizca de miedo. Al contrario. Cuando sus pasos retumbaban suavemente contra las paredes, sentía una paz semejante a la que uno puede experimentar en un cementerio una tarde tranquila, y ella estaba entre amigos. Lo único que le preocupaba era el posible regreso de ese sonido silbante.
Había renunciado a localizar a su abuelo, pero era casi igual de difícil dar con el número que iba buscando, el 17 C. No había ninguna farola en los pasadizos donde estaba el plano para orientarse, y Flora no entendía la organización interna entre los patios. En esos momentos se encontraba justo en el patio donde empezaba la numeración, era el primer patio al que ella había accedido, el que se hallaba más cerca de la valla.
Se abrió uno de los portales. Ella se quedó petrificada, se arrimó a la pared y se encogió. Al principio no comprendió por qué su sensibilidad extrasensorial no le había avisado, pero sólo le llevó un par de segundos darse cuenta de que la persona que salía del portal era uno de los muertos. Pese a estar firmemente convencida de que se encontraba entre amigos, el corazón le empezó a latir con más fuerza y ella se apretó aún más contra la pared, como si con eso pudiera adentrarse aún más en la sombra, volverse más invisible.
El muerto -o la muerta, era imposible ver si se trataba de un hombre o de una mujer- se quedó parado fuera del portal, balanceándose. Dio unos pasos a la derecha, se detuvo. Dio unos pasos a la izquierda, se paró otra vez. Miró a su alrededor. Otra puerta se abrió más allá y por ella salió otro redivivo. Éste se dirigió directamente al centro del patio, donde se detuvo debajo de la farola.
Flora se estremeció cuando se abrió la puerta del portal situado justo al lado de ella. La muerta era una mujer, a juzgar por el pelo largo y gris. La ropa del hospital le colgaba suelta sobre el cuerpo esquelético, como una mortaja. La mujer dio un par de pasos alejándose de la puerta, unos pasos lentos y vacilantes, como si caminara sin botas de clavos sobre una superficie de hielo.
La chica contuvo la respiración. La muerta se dio la vuelta, temblorosa, y deslizó, desde el interior de unas cuencas vacías, lo que debía ser la mirada sobre el lugar donde se hallaba Flora, pero sin ver o sin darle ninguna importancia a la presencia de la muchacha. Quien captó su interés, en cambio, fue el muerto que estaba debajo de la farola, y se sintió atraída hacia la luz como una polilla. Flora observaba boquiabierta; parecía como si la mujer acabara de ver a su amado y, atraída por una fuerza más poderosa que la muerte, se encaminaba hacia él.
Varios redivivos más se unieron al grupo. De algunos portales salía sólo uno; de otros, dos o tres. Cuando se juntó un grupo de quince debajo de la farola, empezó algo que a Flora le hizo estremecer, la sensación de estar presenciando un rito tan ancestral que parecía perdido en la noche de los tiempos.
Fue imposible ver quién había empezado, pero poco a poco comenzaron a moverse en el sentido de las agujas del reloj. Pronto habían formado un círculo, con la farola en el centro. A veces, alguien chocaba con otro o se tambaleaba y caía fuera, pero enseguida recuperaba su lugar dentro del círculo. Se movían dando más y más vueltas, y sus sombras se deslizaban sobre las fachadas de los edificios. Los muertos estaban bailando.
Flora recordó algo que había leído sobre los monos en cautiverio, o tal vez se trataba de gorilas. Si clavaban una estaca donde estaban, no había que aguardar mucho antes de que los simios formaran un corro a su alrededor y comenzaran a moverse en círculo. Era el más primitivo de todos los ritos: la adoración del eje central.
A Flora se le saltaron las lágrimas. Su campo visual disminuyó y se le empañó. Permaneció mucho, mucho tiempo, como hipnotizada, mirando a los muertos, que seguían dando vueltas en su círculo sin interrupción ni variación alguna. Si alguien le hubiera dicho entonces que era aquella danza la que mantenía la tierra en rotación, ella habría asentido y habría contestado: «Sí. Lo sé».
Cuando la fascinación fue atenuándose, Flora miró a su alrededor. En muchas de las ventanas con vistas al patio vio óvalos pálidos que no estaban allí antes. Eran espectadores, muertos demasiado débiles para salir, o muertos que no querían participar, imposible saber cuál era el motivo. Sin saber lo que significaba, pensó:
«Es así».
Se levantó para seguir su camino. Quizá en aquellos momentos se estaba repitiendo el mismo espectáculo en todos los patios. No había alcanzado a dar más que un par de pasos cuando se detuvo.
Se estaban acercando otras personas, lo notaba. Otras consciencias vivas. ¿Cuántas? Cuatro, tal vez cinco. Llegaban de fuera, de la misma dirección por la que había entrado ella misma.
Sólo entonces, cuando sintió dentro de su cabeza el eco nítido de otras personas vivas, comprendió que lo que antes sólo había sospechado era un hecho confirmado: excepto ella misma, Peter y quienes se acercaban ahora, no había ni una sola persona viva dentro del recinto. Ni vigilantes, ni nada.
Volvió al sitio donde estaba anteriormente y se concentró para leer los pensamientos a los recién llegados. Lo que sintió hizo que el nudo de miedo que tenía en la garganta le cayera en el estómago como una piedra. Leyó excitación, terror. Al tiempo que Flora conseguía desenredar los pensamientos e identificarlos como pertenecientes a cinco personas, esas cinco entraron en el patio.
Eran cinco chicos. Estaban demasiado lejos para que pudiera verlos bien, pero llevaban cosas en las manos. Bastones, o… no. Se le encogió el estómago, y de repente se sintió indispuesta de terror. Lo vio todo. Lo que llevaban en las manos eran bates de béisbol. Sus pensamientos parecían tan excitados y tan caóticos que apenas era posible apreciar ninguna imagen clara, y Flora supo que era porque estaban muy ebrios.
Los muertos seguían bailando su danza, al parecer ajenos a los nuevos espectadores.
– ¿Qué cojones hacen? -soltó uno de los chicos.
– No sé -dijo otro-. Parece que están en la disco.
– ¡La disco de los zombis!
Los borrachos soltaron la carcajada y Flora pensó: «No estarán pensando… no pueden…», pero sabía que sí, que lo pensaban y que podían. Uno de los chicos miró a su alrededor. Se tambaleaba casi tanto como los que habían salido de los portales.
– Oye -dijo-. Aquí hay alguien, ¿no?
Los otros se callaron y registraron el patio con la mirada. Flora apretó los dientes y se quedó inmóvil. La situación era completamente nueva, no estaba acostumbrada a que pudieran leerle el pensamiento con la misma claridad que ella podía leer el de los demás. Se esforzó en no pensar nada. Como no lo conseguía, invocó el zumbido que había empleado contra Peter mientras jugaba al póquer.
– Bah, a la mierda -dijo uno de ellos, agitando la mano-. Sólo es algo.
Se acercaron a los muertos. Uno de los chicos se descolgó la mochila y dijo:
– ¿Les pegamos fuego ya, o qué?
– No -repuso otro agitando su bate de béisbol en el aire-. Vamos a tantearlos un poco primero.
– ¡Joder!, qué feos son.
– Más feos se van a poner.
Los chicos se detuvieron a tan sólo unos metros de los muertos, que en ese momento dejaron su danza y se volvieron hacia ellos. El miedo y la animadversión que los chicos habían irradiado no hacían más que crecer. Y crecer.
– ¡Hola, guapetones! -gritó uno de ellos.
– Uuuuhhhh… -dijo otro, y la imagen de un zombi de Resident Evil le revoloteó a Flora por la cabeza. Cuando la atrapó, tuvo una asociación de ideas. Zombis de películas, monstruos de juegos. Ése era el origen de la excursión de aquellos chicos: habían salido a divertirse un poco con el juego de rol.
«Yo no puedo…».
Antes de que tomara conscientemente una decisión -era difícil pensar con la agitación de los chicos chisporroteándole en la cabeza-, se levantó y les gritó:
– ¡Oye!
De un modo que habría resultado cómico en otras circunstancias, todos volvieron la cabeza al mismo tiempo hacia el lugar de donde procedía la voz. La chica salió de la sombra. Le temblaban las piernas y no había voluntad capaz de detenerlas. Temblando, anduvo la mitad del camino hacia la farola, y allí se paró.
– Os estoy viendo. Sólo para que lo sepáis.
Era todo lo que podía decir, la única amenaza que podía esgrimir. Al tiempo que era consciente de que su voz y sus pensamientos la traicionaban y dejaban claro que tenía miedo, los pensamientos de los chicos rezumaban deseos de destrucción. La humanidad brillaba por su ausencia.
– ¡Una chica! -gritó uno de ellos, y Flora sintió cómo cinco consciencias examinaban su cuerpo, notó pinchazos de atracción, deseos de follarla antes o después de hacer lo que habían venido a hacer. Ella dio un paso atrás de forma instintiva.
– Vete a casa y acuéstate -gritó el que Flora creía que era el líder mientras agitaba el bate contra ella y hacía un gesto obsceno, hacia delante y hacia atrás- antes de que empiece a arder en otro sitio además de en tu cabeza.
– ¡No podéis hacer eso!
El chico exhibió una amplia sonrisa. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y una sonrisa… profesional. Vestía una camisa de color azul claro y vaqueros limpios. Todos ellos llevaban el mismo estilo de ropa y, más que una banda de linchadores, parecía un club de amigos de la Escuela de Comercio, que salían de una fiesta de estudiantes y habían decidido divertirse un poco.
– Dime qué ley lo… -empezó a decir el chico, y Flora vio a un hombre mayor, probablemente el padre del muchacho, vestido de traje a la mesa de la cocina que decía: «Hasta que no cambien las leyes, los redivivos carecen de protección legal porque ya están registrados como fallecidos». Pero no le dio tiempo a decir más, ya que sus amigos le gritaron:
– ¡Markus, cuidado!
Mientras los gamberros centraban su interés en la joven, dando la espalda a los redivivos, éstos habían echado a andar, espoleados por su odio hacia los intrusos. El primero, un viejo delgado como un palo y un palmo más bajo que el susodicho Markus, alargó los brazos y le agarró de la camisa.
Éste dio un salto hacia atrás y se oyó un restallido seco de la tela.
– ¿Me vas a estropear tú a mí la camisa, cabrón? -gritó al ver el siete que le había hecho en la manga de la camisa, y estrelló el bate de béisbol contra la cabeza del muerto.
El golpe fue perfecto, le alcanzó justo encima de la oreja, y se oyó un ruido semejante al de una rama seca al partirla con la rodilla; el difunto salió despedido un par de metros como consecuencia de la violencia del golpe, dio media vuelta en el aire y aterrizó de cabeza, completando el giro, y cayó desplomado sobre el asfalto.
Markus levantó la mano, y uno de los otros chocó los cinco con él. Después cayeron sobre su presa.
Flora no podía moverse. No era sólo el miedo lo que la tenía paralizada; las ganas de sangre y el odio que irradiaban aquellos chicos eran tan fuertes que no le dejaban pensar, no podía controlar su cuerpo porque los pensamientos de los chicos eran tan intensos que eclipsaban los suyos. Ella sólo estaba allí quieta. Mirando.
Los redivivos no tenían ni medio sopapo para aquellos cinco jóvenes bien entrenados. Fueron tirándolos al suelo uno tras otro entre gritos de triunfo. Y siguieron golpeándolos cuando ya estaban en el suelo, como si estuvieran tirando un tabique que tuviera que quedar reducido a trozos pequeños para poder meter los escombros en sacos. Los muertos no intentaron defenderse, pero, incluso después de que les hubieran roto las piernas, seguían arrastrándose hacia los chicos; recibieron algunos golpes más, se oyeron algunos débiles crujidos más, pero no dejaban de moverse, sólo que lo hacían más despacio.
Los chicos bajaron sus bates y se alejaron un par de pasos de la masa bullente que tenían a sus pies. Uno de ellos sacó un paquete de tabaco y ofreció a todo el equipo. Fumaron contemplando su obra.
– ¡Joder! -exclamó uno de ellos-. Creo que me ha mordido uno.
Extendió el brazo y les mostró una mancha oscura sobre la tela blanca. Los otros se echaron hacia atrás, haciendo como si se asustaran, levantando las manos y gritando:
– ¡Ahhh! ¡Le han contagiado!
El chico al que habían mordido esbozó una sonrisa algo insegura y dijo:
– ¡Bah!, dejad de hacer el tonto. ¿Creéis que debería ponerme la antitetánica o algo?
Los otros se dieron cuenta de su preocupación y siguieron gastándole bromas, diciéndole que pronto iba a convertirse en un muerto viviente en busca de carne humana, y el chico les pidió que cerraran el pico. Sus compañeros se rieron de él, y como para demostrarles que no estaba preocupado en absoluto, se agachó junto a los restos más cercanos de lo que antes había sido una persona, una anciana diminuta con el brazo tan partido que le caía por encima de la nuca. El chico puso su brazo herido delante de la boca de ella y dijo:
– Ñam, ñam, venga, come.
La boca partida de la vieja, en la que destacaban unos pocos dientes entre los labios hechos puré, se abrió y se cerró como la de un pez en tierra. El chico se reía mirando a los otros, y en ese instante sucedió lo que Flora había estado esperando que ocurriera: la vieja alargó el otro brazo, agarró al chico y le clavó los dientes en la carne.
El chico empezó a gritar y perdió el equilibrio, pero se levantó rápidamente. Los dientes se negaban a soltarle y la vieja, como si fuera una muñeca de trapo, se levantó también del suelo colgando del brazo del chico.
– ¡Ayudadme, joder! -gritó él, sacudiendo el brazo, pero, pese a que la anciana no era más que un montón de huesos rotos en un saco de piel, tenía los dientes cerrados y se balanceaba con las sacudidas.
Los otros tiraron los cigarrillos, empuñaron los bates y empezaron a golpear el cuerpo de la vieja. No quedaban más huesos que romper, lo único que se oía eran golpes secos, blandos, como si estuvieran sacudiendo una alfombra húmeda. Al final le dieron un golpe encima del hombro con tal fuerza que la cabeza se soltó del brazo y ella volvió a caer al suelo.
El chico del que se había colgado la mujer agitaba el brazo, aullando una repulsión no articulada. Le faltaba un buen trozo de carne en el antebrazo y él saltaba, daba patadas en el suelo como si deseara salir volando, desaparecer, no ser protagonista de aquello.
Le corría la sangre por el brazo, y Markus se quitó la camisa, cortó la manga que ya estaba rasgada y le dijo:
– Ven, vamos a hacer un torniquete…
El herido actuaba como si no lo oyera. Abrió la mochila en un impulso de enajenado, sacó un par de botellas de plástico, las abrió y roció con aquel líquido el montón de cuerpos que aún se agitaban y revolvían.
– ¡Ahora vais a ver, hijos de puta! -Corrió alrededor del montón de muertos, vertiendo todo el líquido que había en las botellas-. ¡Ahora vamos a ver cuánto mordéis, cabrones!
La parálisis que había inmovilizado a Flora se había ido suavizando; los otros cuatro se habían tranquilizado después de dar golpes hasta cansarse, sólo la histeria del herido le atravesaba ahora la cabeza como una sierra, una sierra contra una superficie de metal…
«No…».
No era eso. Era el otro ruido. No había nada que hacer; era demasiado tarde, ella no podía evitar que los chicos hicieran cuanto habían planeado. Miró a su alrededor y al otro lado del patio se vio a sí misma, dirigiéndose hacia la farola. Aún le resultaba difícil mirar, algo le decía que bajara los ojos, pero era como si ya se hubiera acostumbrado. Desplazó el ruido cortante a la parte posterior del cerebro y dejó espacio para pensar libremente.
Haz algo, haz algo, pensó dirigiéndose a la figura que se parecía tanto a ella misma, y que en un abrir y cerrar de ojos se había plantado delante del montón de cadáveres, donde los chicos se disponían ahora a sacar las cerillas de la mochila. Ellos no se percataron, pero evidentemente oyeron el ruido, la vieron con el rabillo del ojo, porque movieron la cabeza, gritando:
– ¿Qué cojones? Joder, joder…
La Muerte abrió los brazos en un gesto de invitación para que se abrazaran a ella, y Flora, como hipnotizada, hacía lo mismo, como si fuera un reflejo de la otra. Los chicos consiguieron encender la cerilla y la Muerte dio un par de pasos y se deslizó dentro del montón de cuerpos, se inclinó y estiró las manos, haciendo un gesto como si estuviera recogiendo bayas, reuniendo algo.
La cerilla voló por los aires.
– ¡Ten cuidado! ¡Sal! -alertó la muchacha a voz en grito.
Al mismo tiempo que aterrizó la cerilla, la Muerte alzó la cabeza y miró a Flora a los ojos. Eran dos copias exactas. No había nada aciago ni negro en sus ojos, sólo eran los ojos de Flora. Durante un segundo pudieron mirarse mutuamente, compartir sus secretos, antes de que la gasolina prendiera con una explosión y un muro de llamas se interpusiera entre ambas.
Los chicos se quedaron como atrapados en el hielo mirando la hoguera. Las llamaradas más altas se elevaban casi a la misma altura que los tejados de los edificios, pero después de unos segundos se consumieron los gases y el fuego prendió en los cuerpos; se oyó el crepitar de las ropas de hospital al carbonizarse y de la carne al abrasarse.
– ¡Venga, vámonos!
Los chicos contemplaron el fuego un poco más, como si quisieran grabárselo para siempre en la memoria, luego se dieron la vuelta y corrieron para abandonar el patio. El tal Marcus, que ahora llevaba el pecho desnudo, se detuvo un instante y miró a Flora levantando el dedo índice como si estuviera pensando decirle algo, pero no se molestó en hacerlo y siguió a los demás. Pasados un par de minutos, sus consciencias estaban ya fuera del alcance de Flora.
Las llamas se consumieron. Ella supo por el silencio reinante dentro de su cabeza que la Muerte había desaparecido. Se acercó a la hoguera, donde sólo quedaban algunas pequeñas llamas aisladas y un olor fuerte y dulzón que se elevaba hacia el cielo. Tal vez porque los muertos tenían tan poca carne, tan poca grasa, el fuego no había prendido en condiciones.
Todo era negro. Los muertos por partida doble yacían encogidos con los codos contra el cuerpo y apuntando con los puños amenazantes, como si boxearan contra la oscuridad. Emanaba del montón un aire asfixiante, y Flora cogió una solapa de la chaqueta y se la puso delante de la nariz y la boca.
«Hace un momento estaban bailando».
Su pecho se llenó de algo totalmente opuesto al estremecimiento experimentado durante la danza de los muertos: una desolación, un vértigo abismal. Una desolación que abarcaba a toda la humanidad y su paso por la tierra. Y el mismo pensamiento que la asaltó entonces volvió a surgir ahora, en una perspectiva totalmente distinta: «Es así».
Norra Brunn, 21:00
David había dejado que Sture le convenciera y ya se estaba arrepintiendo. Leo, efectivamente, le había quitado de la programación, había un mensaje en su contestador automático informándole de ello, sólo que David no había escuchado el contestador. Le sirvieron una cerveza y fue a la cocina con los demás. Todo fueron pésames. Las bromas y las risas que había antes de llegar él se acabaron.
Aquél no era un lugar para conversaciones serias. Cuando no podían hacer bromas no decían nada. Los cómicos individualmente eran lógicamente como el resto de la gente, con la misma capacidad para la tristeza y para la alegría que los demás, pero como colectivo eran un hatajo de bufones incapaces de manejar lo que no se podía formular en una réplica ingeniosa.
Benny Melin se acercó a él justo antes de empezar la representación y le dijo:
– Oye, espero que no te parezca… pero tengo algunas cosas con esto de los redivivos.
– No, no -contestó David-. Haz lo que tengas que hacer.
– Está bien -le dijo Benny, y se le iluminó la cara-. Es una cosa tan grande, casi no hay manera de evitarlo.
– Lo comprendo.
David vio que Benny estaba a punto de probar con él alguna de sus bromas, así que levantó su vaso, le deseó suerte y se retiró. Benny hizo una pequeña mueca. Nunca se deseaban suerte, se decían «que te parta un rayo» o cosas por el estilo, y David lo sabía y Benny sabía que David lo sabía. Desearle a alguien «suerte» era casi un insulto.
David se situó en la barra del bar. El personal le saludó con inclinaciones de cabeza, pero ninguno se acercó a hablar con él. Se tomó la cerveza y le pidió a Leo que le sirviera otra.
– ¿Qué tal va? -le preguntó Leo mientras le servía la bebida.
– Va -dijo David-. No mucho más.
Leo dejó la cerveza en la barra. No le pareció oportuno contestar dando más explicaciones. Leo se secó las manos con una toalla y le dijo:
– Salúdala de mi parte. Cuando mejore.
– Lo haré.
David notó que estaba a punto de empezar a llorar otra vez, se volvió de espaldas, mirando hacia el escenario, y se bebió de un trago medio vaso de cerveza. Se encontraba mejor. Cuando podía estar en paz y nadie tenía que aparentar que comprendía la situación.
«La muerte nos aísla de los demás».
Se encendieron las luces del escenario y Leo, a través del micrófono fantasma, dio una calurosa bienvenida a todos, les rogó que dirigieran sus miradas hacia el escenario y empezó a dar palmadas para recibir con un aplauso al animador de la tarde: Benny Melin.
El local estaba lleno, y los aplausos y silbidos que precedieron a la aparición en escena de Benny fueron para David como una punzada de nostalgia por volver a aquel mundo, el verdadero mundo irreal.
El humorista hizo una breve inclinación y cesaron los aplausos. Subió un poco el micrófono, lo bajó otro poco y terminó colocado en la misma posición que estaba desde el principio.
– Bueno, no sé cómo lo llevaréis vosotros, pero yo estoy un poco preocupado por lo de Heden. Un suburbio lleno de muertos.
El local estaba ahora en silencio; tensa expectación. Todos estaban preocupados por lo de Heden, temían que apareciera algún aspecto nuevo en todo ello en el que no habían pensado hasta ahora.
Benny arrugó la frente como si estuviera tratando de reflexionar sobre un problema complicado.
– Me pregunto sobre todo una cosa.
Pausa retórica.
– ¿Querrá el camión de los helados ir allí a vender? -Hubo risas de alivio. No tanto como para arrancar aplausos, pero casi. Benny continuó-: Y si conduce hasta allí, ¿venderá algo?
»Y si vende algo, ¿qué será lo que venda?
Benny alzó la mano en el aire y dibujó una pantalla hacia la que todos tenían ahora que mirar.
– Tenéis que verlo delante de vosotros. Cientos de muertos atraídos fuera de sus casas por… -Benny tarareó la melodía que solía acompañar al camión de los helados y luego pasó enseguida a interpretar a un zombi que caminaba tambaleándose y con los brazos extendidos. La gente soltaba alguna risita, y entonces Benny clamó-: Frigopiiié, frigopiiiié…
Llegaron los aplausos.
David apuró la cerveza y se escabulló por detrás del bar. No podía soportar aquello. Opinaba que Benny y los demás estaban en su derecho de bromear con algo que era de actualidad, sí, estaban obligados a hacerlo, pero él no estaba obligado a escucharle. Salió enseguida a través del bar y cruzó las puertas hasta la calle. Una nueva salva de aplausos celebraba las ocurrencias a sus espaldas y él se alejó del ruido.
Lo doloroso no era que se hicieran bromas. Hay que hacer bromas, siempre hay que hacer bromas si queremos sobrevivir. Lo duro era que hubiera ocurrido tan pronto. Después del hundimiento del Estonia, por ejemplo, tuvo que pasar medio año antes de que alguien tratara de hacer alguna broma sobre el remolque del barco o sus compuertas, y aun entonces con un éxito más bien escaso. Lo del World Trade Center había ido mucho más deprisa, ya dos días después del atentado alguien comentó algo acerca de una nueva compañía de vuelos de bajo coste, Taliban Airways, y la gente se rio. Aquello quedaba tan lejos que no parecía de verdad.
Evidentemente, los redivivos estaban dentro de la misma categoría: no eran una realidad, no hacía falta mostrar ningún respeto. Por eso la presencia de David había sido difícil para los otros cómicos; él lo convertía en algo real. Pero en el fondo, los redivivos no eran más que eso: un chiste.
Pasó entre los numerosos coches aparcados a lo largo de la calle de Surbrunnsgatan, y vio ante sí el cuerpo sin cabeza de Baltasar dando sacudidas en las rodillas de Eva, y se preguntó si él podría alguna vez volver a reírse de algo.
El paseo desde Norra Brunn acabó con sus últimas fuerzas. La cerveza que se tomó tan deprisa chapoteaba dentro de su estómago y cada paso constituía una prueba de superación personal. De buena gana se habría acurrucado sin más en el portal más cercano, y habría dormido lo que quedaba de aquel día tan terrible.
Tuvo que apoyarse contra la pared dentro del portal y descansar un par de minutos antes de subir al apartamento. No quería presentarse en tan mal estado como para que Sture se ofreciera a quedarse allí. Quería estar sólo.
Sture no se ofreció. Después de informarle de que Magnus había estado dormido todo el tiempo, le dijo:
– Bueno, entonces será mejor que vuelva a mi casa.
– Sí -dijo David-. Gracias por todo.
Sture le miró inquisitivo.
– ¿Podrás arreglarte sólo?
– Sí, me las arreglaré.
– ¿Seguro?
– Seguro.
David estaba tan cansado que su conversación se parecía a la de Eva; sólo podía repetir lo que decía Sture. Se despidieron dándose un abrazo, David tomó la iniciativa. Esta vez él apoyó la cabeza en el pecho de Sture durante un par de segundos.
Cuando su suegro se hubo marchado, él se quedó un momento de pie en la cocina y miró la botella de vino, pero decidió que estaba demasiado cansado hasta para eso. Fue a ver a Magnus; permaneció un rato contemplando a su hijo, que estaba casi en la misma postura en la que él le había dejado: la mano debajo de la mejilla, los ojos deslizándose suavemente bajo los tenues párpados.
David se metió en la cama con mucha cautela, apretujándose en el reducido espacio que quedaba entre la pared y el cuerpo de Magnus. Pensó quedarse sólo unos segundos, contemplando el hombro frágil y liso que sobresalía por encima del edredón. Cerró los ojos y pensó…, no pensó nada. Se durmió.
Tomaskobb, 21:10
Mahler descubrió la baliza cuando tomó tierra en la isla más cercana. Estaba construida con unas tablas que habían perdido el color y él no la había visto en la oscuridad. El canal, por lo tanto, discurría de frente. Se volvió a subir al bote y arrancó el motor. Rugió, se entrecortó y se paró.
Inclinó el depósito, bombeó la gasolina y esta vez el ingenio se puso en marcha y la mantuvo el tiempo suficiente como para que Mahler pudiera salir de la isla; después se volvió a parar.
Con los brazos apoyados en las rodillas observó detenidamente las islas, de un azul aterciopelado en la oscuridad de aquella noche de verano. En las islas planas sobresalían algunos árboles aislados, recortándose negros contra el cielo como en los documentales de África. Sólo se oían las vibraciones lejanas de los motores del ferry que acababa de pasar.
«No está tan mal».
Era mejor saber dónde estaba que tener gasolina. Ahora por lo menos sabía lo que le esperaba. Con los remos le llevaría una media hora llegar hasta la isla, deslizándose sobre el mar en calma. Ningún peligro. Era cuestión de tomárselo con calma y todo saldría bien.
Metió los remos en los toletes y se puso manos a la obra. Remaba con movimientos cortos, respirando profundamente el aire cálido de la noche. A los pocos minutos ya había cogido el ritmo y apenas notaba el esfuerzo. Era como la meditación.
«Om mani padme hum, om mani padme hum…».
El movimiento de los remos iba empujando el mar hacia atrás.
Cuando llevaba unos veinte minutos remando le pareció oír el berrido de un corzo. Sacó los remos del agua y aguzó el oído. Volvió a oír el sonido. Aquello no era el berrido de un corzo, era más bien un… grito. Era difícil precisar de qué lado venía; el sonido retumbaba entre las islas, pero si hubiera tenido que elegir, habría dicho que procedía de…
Volvió a hendir los remos en el agua, empezó a bogar con golpes más amplios y más fuertes. No volvió a escucharse más el grito. Pero había llegado de la zona de Labbskärshållet. Un sudor frío le cubrió la espalda y la tranquilidad desapareció. Él ya no era un hombre metido en meditaciones, era sólo un maldito motor ineficaz.
«Debía haber ido en busca de combustible».
La boca se le llenó de una secreción pastosa y Mahler lanzó un escupitajo al motor.
– ¡Maldito motor de mierda!
Aunque el error era suyo. Sólo suyo.
Para evitar tener que amarrar el barco, remó directamente hasta la playa y saltó fuera. Se le llenaron los zapatos de agua y ésta chapoteaba contra las plantas de los pies mientras subía hacia la casa. No tenían encendida ninguna luz y de ella sólo se veía la silueta recortada contra el azul oscuro del cielo.
– ¡Anna! ¡Anna!
No hubo respuesta. La puerta exterior estaba cerrada y cuando tiró de ella ofrecía resistencia, hasta que cedió lo que la sujetaba. Él se estremeció y se llevó el brazo a la cara cuando tuvo la impresión de que alguien le golpeaba, pero sólo era el palo suelto de una escoba que salió por los aires y golpeó contra la roca.
– ¿Anna?
El interior de la casa estaba oscuro como boca de lobo y sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad. La puerta del dormitorio estaba cerrada y en el suelo de la cocina había un… montón de nieve. Él parpadeó y el montón de nieve empezó a cobrar forma hasta convertirse en un edredón; era Anna sentada en el suelo abrazando un edredón.
– Anna, ¿qué pasa?
– Ha estado aquí… -respondió su hija con un hilo de voz procedente de una garganta destrozada.
Mahler miró a su alrededor. Por el vano de la entrada se filtraba la luz de la luna, pero era tan tenue que apenas iluminaba el interior. Reparó en la otra habitación, donde no se oía nada. Los animales le daban pánico a Anna, y él lo sabía. Suspiró.
– ¿Era una rata? -preguntó con irritación.
Ella negó con la cabeza y dijo algo que él no logró entender. Cuando se volvió para ir a la otra habitación a ver lo que era, ella soltó:
– Cógela. -Y señaló un hacha pequeña que había en el suelo a sus pies. A continuación se levantó como pudo con el bulto en brazos, cerró de nuevo la puerta de fuera y se sentó de espaldas contra el marco, sujetando la manilla con una mano. La estancia se quedó completamente a oscuras.
Mahler sopesó el hacha entre sus manos.
– ¿Qué es lo que hay, entonces?
– … ahogado…
– ¿Qué?
Anna se obligó a forzar la voz y graznó:
– Un muerto. Un cadáver. Un ahogado.
Mahler cerró los ojos, buscó en su cabeza una imagen de la cocina y recordó que había una linterna sobre la encimera. Fue tanteando en la oscuridad hasta que agarró el tubo de la linterna.
«Pilas…».
Apretó el interruptor y salió un cono de luz que iluminó toda la cocina. Enfocó hacia la pared más próxima a Anna, para no deslumbrarla. Ella misma parecía un fantasma: las greñas empapadas de sudor le caían sobre la cara y miraba al frente con los ojos vacíos.
– Papá -dijo en voz baja sin mirarle-. Debemos dejar que Elias se… vaya.
– ¿Qué estás diciendo? ¿Irse, adonde?
– Irse… morir.
– Calla ahora, que voy a…
Mahler entreabrió la puerta del otro cuarto e iluminó un poco con la linterna. Allí no había nada. Abrió un poco más, recorrió la habitación con el haz de luz.
Entonces vio que estaba rota la ventana que había en la pared de enfrente. La luz se reflejó en los trozos de vidrio esparcidos por el suelo y por la mesa. Había algo encima de la mesa, entre los cristales. Supuso que sería una rata. Dio dos pasos para verla de cerca.
«No. Aquello no era una rata».
Era una mano cortada, una mano de fina piel arrugada por el agua. El dedo índice estaba descarnado por arriba y sólo quedaba el hueso delgado como un palillo.
Mahler tragó saliva mientras le daba la vuelta a la mano con el extremo del hacha. Aquélla yació inerte sobre las esquirlas de vidrio. Él resopló. ¿Qué se había esperado? ¿Que saltara y le agarrara del cuello? Alumbró el exterior a través de la ventana y sólo vio las rocas que sobresalían por encima de la cortina de enebros.
– Está bien -le dijo a Anna al volver a la cocina-. Tendré que salir a mirar fuera.
– No…
– ¿Qué vamos a hacer si no? Irnos a dormir y esperar que…
– … alo…
– ¿Qué?
– Es malo.
Mahler se encogió de hombros y levantó el hacha.
– ¿Fuiste tú quien…?
– Tuve que hacerlo. Quería entrar.
El subidón de adrenalina que lo había mantenido en tensión desde que oyó en el mar el grito de Anna empezaba a aplacarse, y estaba muerto de hambre. Jadeante, se dejó caer en el suelo junto a su hija. Se acercó la cesta frigorífica, extrajo un paquete de salchichas y devoró dos; luego, le ofreció el paquete a Anna, pero ella las rechazó con una mueca.
Él se comió otras dos salchichas más, pero era como si el hecho de masticar sólo le diera más hambre. Cuando se tragó aquella masa pastosa, le preguntó:
– ¿Y Elias?
Anna miró el bulto que tenía en brazos y dijo:
– Tiene miedo. -La voz de Anna sonaba castigada, pero audible.
Gustav sacó un paquete de bollos de canela y se comió cinco. Más masa pastosa que tragar. Bebió unos cuantos tragos del cartón de leche y sintió que seguía teniendo tanta hambre como antes, con la diferencia de que ahora, además, le pesaba el estómago. Se echó hacia atrás y se tumbó en el suelo para hacer que el peso se desplazara y se repartiera.
– Volvemos a casa -anunció Anna.
Mahler iluminó con la linterna el bidón de gasolina guardado debajo del fregadero y dijo:
– Podremos hacerlo si hay combustible en ese bidón. Si no, no.
– ¿No tenemos gasolina?
– No.
– Yo creía que tú ibas a…
– No he podido.
Anna no dijo nada, lo cual a él le pareció peor que si se lo hubiera reprochado. La rabia empezó a agitarse poco a poco en su pecho.
– He trabajado -dijo él- todo el tiempo desde que…
– Ahora no -le atajó Anna-, déjalo.
Él apretó los dientes, se dio una vuelta, se arrastró hasta el bidón de gasolina y lo levantó. No pesaba casi nada, puesto que estaba vacío.
«Menudos idiotas», pensó. «Menudos idiotas, mira que no tener gasolina de reserva…».
Oyó a Anna dando un resoplido desde la puerta y recordó que ella estaba al tanto de sus pensamientos. Se levantó despacio y recogió la linterna y el hacha.
– Tú sigue ahí sentada riéndote -le dijo. Blandió el hacha mientras se dirigía hacia la puerta y añadió-: Y voy yo y… -Anna no se movió.
– ¿Me vas a dejar a salir?
– No es como Elias -observó ella-. Éste ha estado solo, éste…
– ¿Quieres apartarte de la puerta?
Anna le miró a los ojos.
– ¿Y qué hago yo? -le dijo-. ¿Qué hago yo si… te pasa algo?
El padre se echó a reír con acritud.
– ¿Es eso lo que te preocupa? -Sacó el móvil del bolsillo, lo encendió e introdujo su número de pin, se lo dio a su hija y le dijo-: Uno, uno, dos. Si ocurre algo.
Anna miró el teléfono como para comprobar si había cobertura y sugirió:
– Vamos a llamar ahora.
– No -repuso Mahler alargando la mano hacia el teléfono-. Entonces me quedo yo con él. -Ella suspiró y escondió el aparato debajo del edredón-. ¿No vas a llamar?
La chica negó con la cabeza y soltó la puerta.
– Papá, hacemos mal.
– Ya, ya -replicó él-. Eso es lo que a ti te parece.
Abrió la puerta y recorrió con la luz de la linterna las rocas, la hierba y los arbustos de frambuesas. Cuando levantó la linterna de manera que ésta alumbrara un resquicio en la cortina de alisos plantados entre la casa y el mar, vio a una persona tendida en las rocas ligeramente inclinadas hacia el canal. De hecho, no hacía falta luz artificial, la luna bastaba para distinguir la figura blanca tumbada encima de las rocas, con la cabeza a ras del agua.
– Lo veo -dijo él.
– ¿Qué piensas hacer?
– Quitarlo de en medio.
Mahler se alejó de la casa. Anna no cerró la puerta como él pensaba que iba a hacer ella. Avanzó unos pasos hacia aquel ser y se dio la vuelta. Anna seguía en el umbral, abrazando el bulto y mirándole a él.
Quizá debería haberse sentido satisfecho o conmovido, pero se vio cuestionado; tuvo la impresión de que Anna no se fiaba de él y ahora se quedaba mirando para verle fracasar una vez más.
Cuando llegó al borde de la playa, después de pasar al lado del bote, descubrió lo que estaba haciendo aquel ser. Estaba bebiendo. Se había tumbado cuan largo era y se llevaba el agua del mar a la boca con la mano que le quedaba.
Mahler apagó la linterna y se acercó con sigilo sobre las húmedas algas, agarrando con fuerza el hacha.
«Quitarlo de en medio».
Eso era lo que iba hacer. Quitárselo de en medio.
Mahler se encontraba a poco más de veinte metros del individuo cuando éste se levantó. Aquello era una persona y no lo era. La luz de la luna era suficiente para ver que le faltaba buena parte del cuerpo. La suave brisa marina traía consigo un hedor a pescado podrido. El periodista vadeó unos metros entre los carrizos y subió a la roca donde le estaba esperando aquel ser. Tenía la cabeza ladeada como si no pudiera creer lo que veían sus ojos.
«¿Ojos?».
No tenía ojos. Movía la cabeza de un lado a otro como si olfateara, o buscara el ruido de sus pasos. Cuando se hallaba a tan sólo unos metros de él, Mahler vio que a aquel tipo le habían arrancado la piel del pecho a mordiscos, y que las costillas destacaban blancas a la luz de la luna. Advirtió un movimiento entre los huesos y jadeó al creer que lo que se agitaba era el corazón del monstruo.
Alzó el hacha y encendió la linterna, apuntando hacia aquel ser para deslumbrarlo, si es que tenía ojos con los que ver. El haz luminoso hizo que aquella figura se recortara blanca como la tiza contra el mar de fondo, y ahora vio Mahler cuál era la causa de los movimientos: dentro del pecho tenía enroscada una gruesa anguila negra, como encerrada en una nasa, que estaba abriéndose camino hacia fuera a mordiscos.
Una especie de reflejo compasivo hizo que Mahler, para no mostrar su asco, se diera media vuelta antes de que los alimentos que se había comido se le revolvieran dentro del estómago y fueran expulsados. Salchichas, bollos y leche salieron vomitados sobre las rocas y se escurrieron hacia el agua. Antes de que dejara de sentir náuseas se volvió para no estar de espaldas a aquel monstruo.
Los vómitos seguían fluyendo entre sus mandíbulas convulsas, resbalándole por la barbilla. Vio a la anguila dando algunas sacudidas dentro del pecho y en medio del silencio oyó los ruidos que hacía su cuerpo de serpiente al resbalarse sobre la carne que quedaba dentro de su cárcel. Mahler se pasó la mano por la boca, pero los dientes no querían dejar de castañetear.
Su repugnancia era tan grande que lo único que tenía en la cabeza era una aversión incontrolable, la idea fija de deshacerse de él, matarlo, hacer desaparecer aquella abominación de la superficie de la tierra.
«Matarlo… matarlo…».
Dio un paso hacia aquel monstruo y al mismo tiempo el monstruo dio un paso hacia él. Avanzaba rápido, mucho más rápido de lo que él hubiera podido imaginarse con aquel cuerpo hecho pedazos. Los huesos chocaron un par de veces contra la roca y, pese a su furia ciega, Mahler retrocedió a causa de la anguila; no quería que la anguila, que había engordado a base de comer carne humana, se acercara a él.
Retrocedió, y se resbaló en sus propios vómitos. El hacha salió despedida de su mano cuando su cuerpo aterrizó sobre las rocas con un golpe sordo. Su nunca chocó contra la roca; la parte posterior de la cabeza se le hundió del golpe. Vio rayos y centellas, y un instante antes de que se apagaran y lo sumieran en la oscuridad, Mahler sintió las manos de aquel monstruo sobre su cuerpo.
Labbskäret, 21:50
Anna lo vio todo. Vio caer a su padre cuan largo era contra la roca, oyó su cabeza chocar contra la piedra, vio al monstruo abalanzarse sobre él.
Se levantó de un salto, con Elias todavía en brazos.
«¡No, Dios mío! Maldito demonio».
El monstruo levantó la cabeza hacia ellos y en ese instante Anna oyó la voz interior de Elias, que le aconsejaba: «… cosas buenas… piensa en cosas buenas…».
Ella sollozó y dio un par de pasos sobre la roca. Algo sonaba a sus pies, pero ella no se molestó en mirar lo que era, sino que siguió bajando hacia el bote, hacia el monstruo que agitaba la cabeza sobre el cuerpo inmóvil de su padre.
«… demonio repugnante…».
«… cosas buenas…».
En realidad, Anna ya lo sabía. La criatura se había limitado a permanecer sobre la roca mientras se mantuvo acostada sin hacer nada ni pensar en nada. Únicamente cuando ella se acercó a la ventana y le gritó que se marchara, transmitiéndole su odio y su repulsión hacia él, fue cuando aquella cosa rompió el cristal. Su pánico le había incitado a querer irrumpir en la casa.
Cuando su padre empezó a transmitir odio contra él y la anguila que llevaba en el pecho, ella trató de enviarle el mismo mensaje que Elias le enviaba a ella ahora -«piensa en cosas buenas»-, pero no consiguió conectar con él, y ahora era demasiado tarde.
Era difícil pensar amablemente cuando alguien acababa de matar a tu padre. Muy difícil.
«Maldito demonio blanco asqueroso…».
Siguió caminando sobre la hierba sin encontrar ninguna palabra amable. Todas desaparecían de ella, una a una, persona tras persona. Vio que el monstruo se levantaba, se metía entre los carrizos y continuaba por la playa en dirección al bote, hacia ella.
Anna agachó la mirada para intentar localizar una rama gruesa en el suelo, algo que pudiera usar como arma. Todas las ramas del suelo estaban podridas, lógicamente, de lo contrario no se habrían caído. Los pies del engendro chapoteaban sobre las algas mojadas y ella vio el tendedero del que aún colgaban los calcetines de Elias. Podía partirlo y usarlo para…
El redivivo estaba ya a la altura del bote. Anna ascendía por la ladera en dirección a las rocas caminando de costado para no perderle de vista. Elias se removió inquieto entre sus brazos, el edredón le colgaba por los pies. Si lograba apoderarse del barrote, si lo consiguiera, tal vez entonces pudiera…
«¿Qué? Es imposible matar a un muerto».
Pese a todo, ella perseveró y siguió colina arriba. Al culminar el ascenso, dejó a su hijo en el suelo y empezó a tirar del palo del tendedero. El viento y la lluvia habían endurecido la madera, pero el miedo le insufló fuerzas y al final se rompió por el pie con un chasquido. Los calcetines de Elias seguían colgados de los ganchos, y mientras el monstruo empezaba a subir por la hierba, a tan sólo cinco metros de ella, Anna golpeó el palo contra la roca para quitarle el travesaño y obtener un arma limpia.
El pequeño Olle al bosque se fue [14].
La vocecilla de Elias logró traspasar el caparazón de miedo que envolvía a su madre y ésta le comprendió. Anna dejó de pensar en otras cosas cuando el ahogado alcanzaba los pies de la roca, justo por debajo de ella, y la pestilencia a cadáver le saturaba las fosas nasales. En ese momento, ella sólo se preocupó de cantar:
Las mejillas coloradas y el sol en la mirada,
y de comer zarzamoras le quedó la boca morada.
No podía pensar cosas buenas, pero podía cantar mentalmente. El ahogado se detuvo. Le temblaron los huesos, se le hundieron los hombros. Una máquina a la que de pronto se le hubiera acabado el combustible.
Ojalá no tuviera que ir yo solo por aquí.
Unas lágrimas silenciosas le surcaron las mejillas cuando la luz de la luna iluminó los labios del monstruo, pringados por un líquido oscuro, pero ella no pensó en la sangre de su padre ni en nada que pudiera llevarla por la senda de la rabia y el odio, sino que siguió canturreando:
Brummelibrum, ¿quién anda ahí?
Los matojos se agitan, pero un perro sólo es.
La ironía de la letra de la canción hizo que a Anna le temblara todo el cuerpo, pero ella ya no estaba dentro de su cuerpo, se encontraban cerca y advertía los cambios de aquel ser, veía lo mismo que él, pero actuaba como directora y ordenó a su mente que siguiera cantando.
El ahogado dio la vuelta y se marchó por donde había venido en dirección al estrecho, hacia las rocas, hacia el cuerpo de su padre. No lo pensó, sólo constató que estaba ocurriendo.
Esperó medio minuto mientras terminaba de entonar la canción, después envolvió a Elias en el edredón y caminó hacia el bote. La luna brillaba amarilla dentro de un pequeño charco en la roca, y cuando la hierba le rozó las piernas vio algo…
«¿Amarillo?».
… y no era amarillo. Anna volvió a mirar otra vez hacia allí. Lo que brillaba encima de la roca era el móvil. Se le había caído. Cantando aún la misma canción -no se atrevía a cambiar por miedo a perder la concentración- recuperó el teléfono, lo puso encima de la tripa de Elias y siguió en dirección al bote.
El osezno es un glotón: todo lo que asoma embucha.
Anna tumbó a Elias dentro, evitando mirar hacia el estrecho, mientras empujaba el bote desde el borde de la playa, dio un par de zancadas en el agua y subió a bordo. El bote flotó y se deslizó hacia mar abierto entre el suave oleaje del agua. Se sentó en la bancada central, desde donde pudo ver las bolsas con la compra y los bidones de agua. En medio del silencio sólo se oían los chirridos procedentes del estrecho, como si estuvieran limpiando pescado. Le empezó a temblar la mandíbula inferior y se abrazó a sí misma.
«Él trataba de… Sólo quería… Trataba de ayudar». Demonio repugnante…. «Con sus manitas Olle le tiende la cesta al oso…».
Debía seguir adelante, pues el monstruo sabía nadar.
Colocó los remos en los toletes con manos temblorosas y remó hacia la otra boca del estrecho. Sabía que estaba remando en dirección contraria, pero era incapaz de pasar cerca y quizá ver…
Cuando había batido los remos unas cincuenta veces y ya sólo tenía el azul intenso del mar de Åland a sus espaldas, soltó los remos, dejando que colgaran libremente en los toletes, y se agachó junto a Elias, se acurrucó a su lado en la cubierta y dejó que llegaran los sentimientos. Dejó de huir, dejó de cantar, dejó…
La brisa del sur los llevaba cada vez más lejos, más lejos. Dejaron atrás el escollo de Gåskobb y pronto el faro centelleante de Söderam fue lo único visible entre el cielo y el mar.
Heden, 22:00
Flora se quedó mirando el negro montón de cuerpos retorcidos.
Lo había deseado aquella tarde en el jardín de Elvy, sí; entonces, supo que iba a suceder algo que iba a cambiar Suecia para siempre. Ahora había sucedido, y ¿qué había cambiado?
«Nada».
El miedo fomentó el miedo, el odio fomentó el odio y, al final, sólo quedaba un montón de cuerpos quemados. Como en todas partes, como siempre.
Algo se movió entre los despojos.
Al principio creyó que eran dedos que de algún modo se habían librado del fuego y ahora intentaban salir; luego vio que eran larvas, larvas blancas que salían de algunos cuerpos. El tufo de la hoguera era insoportable pese a protegerse la nariz, y Flora retrocedió un par de metros.
Sólo salieron siete las larvas, aunque habría allí unos quince redivivos desde el principio.
«Ella se llevó a los otros».
Flora sabía que las larvas eran personas, no, las larvas eran la esencia humana de la persona, y se manifestaba ante sus ojos de una forma comprensible. En realidad, tampoco su gemela era su gemela, o algo que pudiera comprenderse en absoluto con conceptos humanos. Eso lo había comprendido durante el segundo que ambas se miraron a los ojos.
La otra Flora, la que calzaba sus mejores zapatillas deportivas, sólo era una fuerza que se manifestaba de un modo diferente e inteligible para cada uno. Lo único que no cambiaba eran los anzuelos, puesto que la misión de la fuerza era pescar, buscar. Tampoco los anzuelos eran algo real, sino una imagen comprensible para los hombres.
Las larvas que se habían liberado de aquella masa negra se revolvían sin un lugar donde estar, ahora que su morada humana había quedado destruida.
«Perdidas», concluyó Flora. «Están perdidas».
Ella no podía hacer nada. Se habían descarriado a causa del miedo y ahora estaban perdidas. Mientras ella miraba, las larvas seguían hinchándose, volviéndose primero de color rosa, y luego rojo.
Flora pudo oír a lo lejos los gritos de angustia cuando las personas-larva se dieron cuenta de lo que ella ya sabía: ahora iban a ser conducidas inexorablemente hacia el otro sitio. Ése del que no se puede decir nada. Nada.
Las larvas siguieron engordando, la fina piel se estiró y los gritos se volvieron más fuertes, a Flora le daba vueltas la cabeza, pues ella sabía que nada de aquello estaba sucediendo en realidad. Se veía sólo porque ella lo miraba. Se estaba representando ante sus ojos un drama invisible tan antiguo como la humanidad.
Las larvas se rasgaron una tras otra en silencio, salvo un audible plop final. Manó de ellas un incoloro líquido gelatinoso que se evaporó al entrar en contacto con el calor de los huesos calcinados. Los gritos cesaron.
«Perdidas».
La muchacha se alejó de la hoguera, se sentó en el banco a varios metros de allí e intentó pensar. Sabía demasiado, decididamente demasiado. Los conocimientos que brotaron en su mente durante aquel segundo en que se vio a sí misma eran demasiado, ella no podía sobrellevarlos.
«¿Por qué? ¿Por qué ha pasado esto?».
Ella lo sabía todo, aunque era imposible expresarlo con palabras. Había sucedido algo en el orden superior y en nuestro pequeño planeta se había manifestado de esta manera: los muertos habían resucitado dentro de una zona delimitada. A veces, el aleteo de una mariposa provocaba un huracán. Visto desde una perspectiva más amplia, aquello no era nada, uno de esos accidentes que ocurrían a veces, a lo sumo una nota a pie de página en el libro de los dioses.
De repente se irguió en el banco. Recordó algo que Elvy le había dicho al otro lado de la verja… ¿hoy? Seguía siendo aún el mismo día en que ella había estado paseando con Maja y… sí, seguía siendo el mismo día.
Sacó el teléfono y marcó el número de Elvy. Milagrosamente no cogió el teléfono ninguna de las viejas ni aquel tipo tan repugnante, sino la propia Elvy. Su voz parecía cansada.
– Abuela. Soy yo. ¿Qué tal?
– No muy bien. No muy… bien.
Escuchó al fondo las voces subidas de tono propias de una discusión. Los sucesos del día habían provocado diferencias en el seno del grupo.
– Abuela, escúchame. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste esta mañana?
Elvy suspiró.
– No, no sé…
– La mujer de la tele, me dejaste que la viera…
– Sí, sí. Eso…
– Espera. Ella te dijoellos tienen que volver a mí, ¿no?
– Lo intentamos -dijo Elvy-, pero…
– Abuela, escucha, ella no se refería a los vivos sino a los muertos.
Flora le contó todo lo ocurrido en el patio. Lo de la panda de chicos, el fuego, su gemela, las larvas. Mientras hablaba, advirtió en otro rincón de su consciencia que se acercaba gente al recinto. Éstos tampoco traían buena disposición. Se acercaban la ira, el odio. Quizá los gamberros habían buscado a otros amigos, o eran otros nuevos que venían con la misma idea.
– Abuela, tú también la has visto. Tienes que venir aquí. Ahora. Si no ellos… desaparecerán.
Se hizo un silencio al otro lado del hilo que se prolongó varios segundos, a continuación Elvy dijo, ahora con otro ímpetu en la voz:
– Cojo un taxi.
Después de cortar la comunicación, Flora se dio cuenta de que no habían acordado dónde se iban a encontrar, pero eso ya lo solucionarían, sus consciencias estaban tan compenetradas como si tuvieran un walkie-talkie cada una, al menos en aquel recinto. Más complicado iba a ser hallar la manera de que Elvy entrara allí. Ya verían cómo se las arreglaban.
Flora se levantó. Se acercaba gente peligrosa, con malas intenciones.
«¿Qué digo?, ¿qué hago?».
Salió corriendo del patio. Sabía que en el recinto había al menos un redivivo que pensaba de una manera similar a la suya, que pensaba usando el mismo tipo de imágenes. Flora buscaba el 17 C.
Mientras corría, los muertos salían de los portales y se juntaban en los patios. Ahora no bailaban. Todavía había caras que sólo miraban a través de las ventanas, pero cada vez eran menos. Ese silbido tan parecido al rechinar de un torno de dentista crecía en el aire. La muchacha percibió que a lo lejos se acercaban más personas. Habían abierto las verjas, seguro.
Ella siguió corriendo con la angustia aguijoneándole el pecho, se avecinaba una catástrofe, una cascada de terror que ella era incapaz de contener o evitar. Encontró el número 17 y entró corriendo en el portal, pero se detuvo, porque…
… un muerto estaba bajando por las escaleras. Era un hombre mayor, con las piernas amputadas; se arrastraba sobre la tripa reptando hacia abajo, poco a poco. Cada vez que bajaba un peldaño se golpeaba la barbilla contra el cemento, con un ruido que hacía que a Flora le doliera la boca. Él estaba cerca, ella le oyó mascullar:
«A casa… A casa… A casa…».
Alargó la mano para coger a Flora cuando ésta pasó a su lado, pero ella se zafó y continuó subiendo escalones hasta llegar al apartamento 17 C, y abrió la puerta.
Eva estaba en la entrada, a punto de salir. Su rostro no era más que una mancha pálida bajo la luz débil que desde el rellano entraba por la puerta e iluminaba el vendaje que le cubría la mitad del rostro.
Flora no se lo pensó dos veces. Entró y la sujetó por los hombros. La muchacha supo lo que iba a decirle en cuanto se estableció un contacto entre ellas. Cerró su conciencia a cuanto pasaba a su alrededor y pensó:
«Sal fuera. Haz lo que te digo».
La muerta forcejeó para liberarse de las manos de la joven, y esa fracción de lo que fue Eva aún viva en el cuerpo de Eva le respondió:
«No. Quiero vivir».
«No vas a sobrevivir. La puerta está cerrada. Hay dos formas de salir».
Flora le envió las dos imágenes de las almas que habían abandonado la cárcel de la carne. Las almas que fueron pescadas, y los que desaparecieron. No eran suyas las palabras, ella sólo las transmitía.
«Deja que suceda. Entrégate».
El alma de Eva se acercaba a la superficie, y el sonido sibilante aumentó de potencia en algún lugar detrás de Flora. Como una gaviota que hubiera volado sobre el mar, el Pescador se dejó caer ahora contra el reflejo plateado que se vislumbraba, contra la presa.
«Sólo quiero… despedirme».
«Hazlo. Eres fuerte».
Antes de que el Pescador tomara forma, antes de que el alma de Eva se hubiera convertido en la presa del Pescador, Eva abandonó su pecho y voló con una velocidad de la que sólo lo incorpóreo es capaz. Un susurro rozó la piel de Flora cuando una vida pasó junto a ella, la llama de una consciencia jadeó dentro de su cabeza y luego desapareció. El cuerpo de Eva se derrumbó a sus pies.
«Suerte».
Aquel sonido silbante se alejó. El Pescador recogió su pesca.
Svarvargatan, 22:30
David durmió y soñó. Corría por los pasillos del laberinto donde se encontraba encerrado. A veces llegaba hasta una puerta, pero siempre estaba cerrada. Algo le perseguía muy de cerca, siempre estaba detrás de él, a punto de doblar la esquina y darle alcance. Tenía el semblante de Eva, lo sabía, pero no era ella, sólo algo que había adoptado su forma para atraparle con mayor facilidad.
Él golpeaba las puertas, gritaba, y sentía cómo se acercaba todo el tiempo aquello que era la antítesis del amor. Lo peor era que también tenía la sensación de que había dejado atrás a Magnus, que él se hallaba en algún cuarto oscuro donde aquella cosa terrible podía atraparlo.
Él corría por un pasillo interminable hacia otra puerta que ya sabía que iba a estar cerrada. Entretanto, advirtió un fenómeno curioso en la luz del pasillo. Todos los corredores por los que había pasado estaban iluminados por anodinos tubos fluorescentes, pero ahora llegaba otro tipo de luz. La luz del día, la luz del sol. Miró hacia arriba mientras avanzaba. Había desaparecido el techo del pasillo y vio un cielo de verano.
Cuando puso la mano sobre el pasador de la puerta supo que la puerta se iba a abrir, y así fue. La puerta se abrió, todas las paredes desaparecieron y él se encontraba de pie en el césped de la playa de Kungsholmen. Eva estaba allí.
Él supo qué día era, reconoció el instante. Se acercaba por el canal un fueraborda grande de color naranja. Sí. Él lo había mirado, recibió un reflejo naranja en los ojos y luego se había vuelto hacia Eva y le había preguntado:
– ¿Te quieres casar conmigo?
Y ella había dicho sí.
– ¡Sí! ¡Sí!
Se dejaron caer en la manta y se abrazaron e hicieron planes, y se prometieron que sería para siempre, para siempre, y el hombre del barco naranja les había pitado burlándose, y ahora era ese día y el barco se acercaba, dentro de un instante tendría que hacer la pregunta, pero justo antes de que las palabras salieran de sus labios, Eva le cogió la cara entre sus manos y le dijo:
– Sí, sí, pero ahora debo irme.
David meneó la cabeza. La movía de un lado a otro sobre la almohada.
– No puedes irte.
Los labios de Eva sonreían, pero tenía los ojos tristes.
– Pronto nos volveremos a ver -le aseguró ella-. Sólo pasarán unos años. No tengas miedo.
Él se quitó el edredón de encima, alzó los brazos hacia el techo del dormitorio, extendió sus brazos hacia ella en el césped al mismo tiempo que un grito desgarrador se interpuso entre los dos.
El césped, el canal, el barco, la luz y Eva fueron desapareciendo hasta convertirse en un solo punto. Y entonces él abrió los ojos y descubrió que estaba tumbado en la cama de Magnus con los brazos en cruz. Oyó un sonido penetrante, tan fuerte que parecía como si fuera a reventarle los oídos, procedía de su lado derecho y él no podía mirar hacia ese lado. Tenía una larva blanca encima del estómago, enroscada.
Entonces, el efluvio a perfume barato llenó la habitación. Él lo reconoció de inmediato. Tenía el cuello agarrotado y era incapaz de girar la cabeza, pero vio por el rabillo del ojo un atisbo rosa, e intuyó que era su propia imagen de la Muerte, la mujer del supermercado. En su ángulo de visión apareció una mano con pulseras de colores vivos en la muñeca y anzuelos en las puntas de los dedos.
«¡No! ¡No!».
Estiró los brazos para proteger a la larva. Los anzuelos se detuvieron muy cerca de su mano. No podían tocarle, pues él estaba vivo. La larva se retorció y le cosquilleó la palma de la mano, y una súplica le atravesó la piel y la carne, y se le metió hasta el tuétano.
«Suéltame».
David meneó la cabeza; bueno, lo intentó. Quería salir corriendo de la cama con la larva dentro de sus manos ahuecadas, huir de la casa, dejar la tierra, este mundo en el que las condiciones eran ésas, pero se quedó paralizado de miedo cuando la muerte se presentó al borde de su cama. Negándose a ceder.
La larva se hinchó bajo la palma de su mano y los anzuelos desaparecieron de su vista poco a poco. La súplica se debilitó y la voz de Eva también. Un velo de oscuridad tras otro se interpusieron entre ella y esa parte de su amado capaz de oírla. David sólo escuchó un susurro:
«Si me amas… suéltame…».
David sollozó y levantó las manos.
– Te amo.
La larva extendida sobre su vientre era ahora de color rosa. Parecía enferma. Moribunda.
«Qué he hecho, qué he hecho…».
Los anzuelos estaban allí otra vez. El anzuelo del dedo índice enganchó la larva y la levantó. David abrió la boca para lanzar un alarido, pero algo pasó antes de que profiriera el grito.
Se abrió una raja allí donde el anzuelo se había clavado en la larva. La mano seguía delante de sus ojos como si pretendiera mostrarle lo que pasaba. La fisura se hizo más grande, y entonces pudo comprobar que la larva ya no era una larva, sino una crisálida. De la hendidura emergió una cabeza más pequeña que la de un alfiler.
De la crisálida salió una mariposa y el envoltorio cayó, y se deshizo. La mariposa se quedó un momento quieta encima del anzuelo como para secarse las alas o para ser vista, después de lo cual, aliviada, voló hacia lo alto. David la siguió con la mirada y la vio desaparecer por el techo.
Cuando bajó otra vez la vista, se había desvanecido la mano con los anzuelos. Volvió a mirar al techo, hacia el punto por donde se había marchado la mariposa.
«Ha desaparecido».
Magnus se agitó a su lado.
– Mamá… -dijo en sueños.
Su padre se levantó de la cama con cuidado para no despertarle. Cerró la puerta para que no lo oyera. Después se tumbó en el suelo de la cocina y lloró hasta quedarse sin lágrimas, se sintió vacío. El mundo estaba vacío de nuevo.
«Yo creo».
La felicidad existe en algún lugar y en algún momento.
Heden, 22:35
Flora había cambiado de opinión.
Lo normal era que el cuerpo necesitase un alma en la que sustentarse, pero resultaba más extraño que el alma precisase de un cuerpo. Lo que allí quedaba de Eva era algo que podía quemarse y enterrarse como cualquier otro despojo.
«¿Por qué nacemos? ¿Para qué sirve?». Ésa era la gran incógnita, y de eso Flora no sabía nada. Eso no entraba dentro de la percepción de la Muerte. La muchacha permaneció unos minutos de rodillas junto a aquel cuerpo vacío, y oyó cómo todo el recinto se convertía en un caos.
«No tengo fuerzas…».
Era absurdo. Por la mañana había estado hablando y fumando con Maja con toda normalidad; ahora iba a ir a salvar almas.
«¿Salvar?».
Ella no sabía nada de eso. Lo único que sabía acerca del Sitio al que eran llevadas era que se trataba de un lugar del cual no podía saberse nada, salvo cuando se estaba en él. Y que había Otro Sitio del que no se podía decir nunca nada.
¿Por qué ella? ¿Por qué Elvy?
«Abuela…».
Seguro que ya habían pasado veinte minutos desde que llamó a Elvy. Tal vez ya estuviera junto a las verjas. Flora corrió escaleras abajo pese a que salir le daba un miedo horrible. De repente, volvió a sentirse como una niña. La abuela se lo explicaría, ella sabría lo que tenían que hacer.
«Pero soy quien lo sabe…».
La vida nunca volvería a ser igual.
El patio estaba vacío. No. El hombre de piernas amputadas con que se había encontrado antes en las escaleras no había llegado más allá de la puerta del portal y se arrastraba hacia delante apoyándose sólo en los brazos. Todo estaba tranquilo a su alrededor, el ruido dentro de la cabeza era indescriptible, una cacofonía insoportable de voces, oraciones, rabia, gritos pidiendo ayuda y aullidos abominables.
Flora se acercó corriendo hasta el redivivo, se agachó a su lado y le puso la mano en la espalda para transmitirle su conocimiento, pero él se resistió, no quería abandonar aquella ruina de cuerpo. Todo lo contrario, se revolvió e intentó agarrarle la mano, enseñando los dientes.
«Vamos, idiota. ¿Es que no comprendes…?».
Una rabia fruto de la impotencia fue creciendo dentro de ella y dio un salto hacia atrás, mientras el muerto se revolvía, y la amargura de él entró en liza con la de ella; ambos se miraron a los ojos, y ella estuvo a punto de darle una patada en la cara, pero logró frenarse a tiempo y lo dejó allí, arrastrándose.
Salió por el arco del patio y se detuvo en seco.
Todos los redivivos habían abandonado sus patios y se habían dirigido hacia la alambrada. El recinto era un hervidero de gente. Las verjas estaban abiertas y ya habían entrado algunos furgones policiales, y seguían llegando más. Los agentes salían de ellos con las armas en alto. Los muertos intentaban moverse hacia las verjas, pero eran contenidos por la policía. Todavía no habían disparado ningún tiro, pero sólo era una cuestión de tiempo. Había aproximadamente un policía por cada treinta muertos.
«Debo…».
La chica corrió hacia la pululante aglomeración. Cuando el hombre sin piernas se había revuelto contra ella y le había enseñado los dientes, Flora había visto algo dentro de él. Hambre. Había consumido su carne y necesitaba carne nueva para poder continuar con su no-existencia. Probablemente se habría dejado morir de inanición si no le hubiera llegado desde fuera la rabia que le había llevado a querer alimentarse. Ahora se arrastraba todo lo deprisa que podía en dirección al origen de su furia.
Flora se acercó a un agente rodeado de muertos y se tiró al suelo un segundo antes de que ella previera que la conciencia de él iba a ceder para evitar las balas, cuando el policía empezó a disparar con su arma reglamentaria a los cuerpos que lo rodeaban.
Una pistola de fogueo le habría prestado el mismo servicio. El efecto era el mismo, aunque los restallidos eran más fuertes. Los cuerpos se sacudían ligeramente cuando recibían el impacto de las balas, pero ni se paraban siquiera, y al cabo de un minuto el policía había desaparecido bajo una masa de brazos y piernas escuálidos vestidos con pijamas azules.
Se oyeron entonces más disparos procedentes de diferentes sitios. Flora alcanzó la verja, se cruzó con un furgón de policía conducido por una mujer que gritaba por la radio algo de que enviaran refuerzos. Flora siguió corriendo hacia abajo, hacia la carretera, y después de recorrer unos cien metros vio a Elvy, que venía apresurada por el sendero de tierra.
Los disparos de las pistolas ahora sonaban lejanos, eran detonaciones amortiguadas, como si estuvieran celebrando una fiesta de fin de año en algún lugar alejado. Flora se encontró con su abuela, la cogió de la mano y le dijo:
– Ven.
Mientras se apresuraban cogidas de la mano hacia las verjas, dentro de Flora se fue abriendo paso un presentimiento: «Es demasiado tarde».
Elvy le apretó la mano con más fuerza, diciendo:
– Algo. Sólo podemos… Cómo he podido yo… yo…
«No lo sabíamos», le envió Flora.
Otro par de furgones policiales avanzaban por la explanada en dirección a las verjas. Uno de ellos se paró a su lado y bajó la ventanilla delantera.
– ¡Alto! ¡No podéis estar aquí!
Flora miró hacia las verjas. Los muertos salían ahora en tropel hacia la carretera, en dirección a la ciudad.
– Mierda -se oyó decir a una voz en el interior del vehículo-. Subid. Rápido.
Flora miró a Elvy y pudieron compartir sus pensamientos durante un par de segundos. La anciana se sentía muy avergonzada por haber malinterpretado el mensaje y no haber cumplido con su deber. No estaba preocupada por lo que pudiera pasarle a ella, ya era mayor y aquélla era su oportunidad de hacer algo. Flora, por su parte, sabía que nunca podría volver a una vida normal después de aquel segundo dentro de la Muerte.
Debían intentarlo.
Se alejaron del furgón, en dirección a los redivivos, pero súbitamente se abrió una puerta lateral del vehículo y un par de policías bajaron y las cogieron.
– ¿No entendéis sueco? No podéis estar aquí.
Las metieron en el furgón a la fuerza; una vez dentro, las cogieron otras manos y las sujetaron. Volvieron a correr la puerta y la cerraron. El vehículo retrocedió marcha atrás varios metros, hasta que el policía que se encontraba al lado de la conductora ordenó:
– Da una vuelta.
La conductora le preguntó qué quería decir y el copiloto le hizo con la mano un gesto circular, apuntando a la masa de muertos que se acercaban al furgón. La conductora comprendió lo que quería decir, resopló y aceleró.
La chapa resonaba al colisionar con los muertos, que salían despedidos cuando el vehículo arremetió contra ellos. A través de la ventanilla lateral, Flora vio cómo los atropellados volvían a levantarse de nuevo.
Se tapó los oídos y se dejó caer en las rodillas de Elvy, pero a través del cuerpo sentía los golpes cuando el vehículo chocaba contra la carne muerta.
«Esto se ha acabado», pensó. «Se ha acabado».
Mar de Ålands, 23:30
A Anna no le preocupaba saber dónde se encontraban. No se veía ninguna isla, el faro de Söderarm había desaparecido detrás del horizonte y ellos flotaban en una amplia calle de plata sobre un mar sin límites. En algún sitio estaba Åland y más allá Finlandia, pero no eran más que nombres carentes de significado, ellos estaban en el mar, sólo en el mar.
Algunas olas suaves chapoteaban contra el casco. Elias yacía a su lado. Todo era como debía ser, y si no lo era, eso ya no tenía ninguna importancia. Estaban fuera, lejos de tierra, y podían seguir flotando eternamente.
El sonido que rompió aquel silencio era tan impropio que Anna al principio lo tomó por una broma del universo:
Eine kleine Nachtmusic en una feísima versión electrónica. Después rebuscó el teléfono móvil dentro del edredón. Pese a que lo había cogido precisamente por si se encontraba en una situación como aquélla, le parecía imposible que alguien pudiera ponerse en contacto con ella aquí, ahora, cuando no había nada.
Por un instante estuvo a punto de tirarlo por la borda, le molestaba el ruido. Después reflexionó y pulsó el botón para responder.
– ¿Sí?
Al otro lado, una voz que se debatía en medio de la agitación. O quizá fuera que la cobertura era mala.
– Hola, me llamo David Zetterberg. Quería hablar con Gustav Mahler.
Anna miró a su alrededor. La luz de la pantalla la había deslumbrado lo suficiente como para que no pudiera distinguir la línea que separaba el mar del cielo; estaban flotando en el espacio.
– Él… no se encuentra aquí.
– Perdón, he de hablar con él. Él tenía un nieto que… Deseo decirle una cosa.
– Puede decírmela a mí.
Anna escuchó el relato de David, le dio las gracias y desconectó el móvil. Después permaneció un rato mirando a Elias, luego lo cogió en sus rodillas y colocó su frente junto a la de él.
«Elias, he de decirte una cosa…».
Ella notó que él la escuchaba. Le contó lo que acababa de saber.
«No debes tener miedo…».
La voz del niño resonaba en la cabeza de Anna.
«¿Seguro?».
«Sí, seguro. Quédate aquí hasta… hasta que llegue el momento. Quédate dentro de mí».
Ella sintió a través del edredón cómo se hundía el cuerpo de Elias, convirtiéndose en un peso muerto. Entró dentro de ella.
«¿Mamá? ¿Cómo es eso?».
«No lo sé. Yo creo que uno se siente… ligero».
«¿Se puede volar?».
«Quizá. Sí, creo que se puede».
Un zumbido se alzó sobre el mar, sonaba como si se acercara algún transbordador, pero la única luz visible era la de la luna y las estrellas. El silbido se hizo cada vez más fuerte, iba acercándose al bote y Anna se arrepintió. Ella tenía a Elias consigo, estaba otra vez dentro de ella, como lo había estado cuando empezó su existencia, y ella ya no quería abandonarlo. Mientras estaba pensando eso, sintió cómo Elias empezaba a salir de ella.
«No, no, mi niño. Quédate, quédate. Perdona».
«Mamá, tengo miedo».
«No tengas miedo. Yo estoy aquí».
El sonido silbante ya estaba dentro del barco y ella vio por el rabillo del ojo izquierdo una sombra que ocultaba la luna. Alguien se había sentado en la bancada, pero ella no podía mirar hacia allí.
«Mamá, ¿volveremos a vernos?».
«Sí, cariño. Muy pronto».
Elias estaba a punto de añadir algo, pero su voz se volvía cada vez más débil e ininteligible a medida que la larva blanca salía de su pecho, al tiempo que desde el cúmulo de oscuridad sentado en la bancada salía un zarcillo con un anzuelo en el extremo.
Anna cogió la larva con la mano hueca y la retuvo un par de segundos.
«Siempre pensaré en ti».
Y dejó que saliera de ella.
Tisenvik/Rådmansö
Mayo de 2002 – diciembre de 2004
No hay muchas cosas que uno pueda hacer solo. Escribir un libro como éste, desde luego, uno no lo hace solo. Yo he ido colocando los bloques de plástico hasta convertirlos en letras y luego en palabras, pero quiero dar las gracias a un grupo de personas que me ha ayudado con todo lo demás.
Susan Sprøgoe-Jacobsen, del Instituto de Medicina Forense de Umeå, me dedicó una parte de su tiempo para explicarme con detalle qué ocurre con los cuerpos enterrados.
El capellán Stefan Bendtz arregló las cosas para que yo pudiera visitar el depósito de cadáveres del hospital Danderyd, y Kenneth Olsson y Bjorn Hamberg me acompañaron en una visita guiada que me ayudó a escribir algunas partes del libro.
Sara Tengwall, especialista en microbiología en Lindköping, ideó un modelo para la resurrección de un cuerpo muerto con palabras como «oxidativ fosforyling».
Håkan Jaensson, del periódico Aftonbladet, fijó el estilo de los reportajes desde el cementerio de Skogskyrkogården.
A ellos hay que añadir a Jan-Erik Pettersson, de la editorial Ordfront, que desde el principio se atrevió a apostar por la novela negra, así como a mi editora, Elisabeth Watson Straarup, que vigila con entusiasmo mis excesos lingüísticos.
Además, están mis lectores particulares, que leyeron el libro cuando no era más que un montón de papeles y me dieron sus opiniones:
Kristoffer Sjogren y Emma Berntsson son la primera pareja. Seguidos de cerca por Jonatan Sjogren y Maria Kronlund. Eva Månsson también forma parte del grupo. Y Thomas Oredsson. Todos ellos igual de importantes. Sólo poder dejar el texto a personas que te dicen «a mí me enganchó. Lo leí en un día», eso significa mucho en esa fase.
Deseo mostrar un agradecimiento especial a Aaron Haglund y Nils Sjögren, que lo leyeron y me hicieron cambiar algunas cosas que no funcionaban, y me ofrecieron algunas buenas propuestas.
Y a Mia, claro. Que todo lo hace posible. Todo. Es mi crítico más severo y mi poetisa favorita. No hay palabras suficientes.
Gracias a todos, John