«Ésta es la tumba de Ninni.
¿Dónde está mi amada?».
William Shakespeare,
El sueño de una noche de verano.
Råcksta, 00:12
Ängbyplan, Islandstorget, Blackeberg…
El volante se le resbalaba entre las manos a causa del sudor cuando salió de aquella glorieta futurista y giró hacia la derecha siguiendo la señal que indicaba: «Crematorio y cementerio de Råcksta».
Sonó el móvil. Mahler redujo la velocidad, sacó el teléfono de la bolsa y miró el número de la llamada entrante. El de la redacción. Benke querría saber dónde estaban las fotos y qué pasaba con los comentarios. No tenía tiempo. Volvió a guardar el móvil en la bolsa y dejó que siguiera sonando mientras giraba para entrar en el pequeño aparcamiento, luego paró el motor, abrió la puerta, cogió la bolsa como era su costumbre, se dobló para salir del coche y…
Alto.
Se detuvo junto al vehículo, apoyado contra la puerta, y se subió los pantalones.
No se veía a nadie por allí.
El silencio entre las altas paredes de ladrillo era total. La luna de aquella noche estival derramaba una luz suave sobre las formas angulosas del crematorio.
No se movía un alma.
¿Qué esperaba? ¿Que los muertos estuvieran allí, sacudiendo la verja y…?
Sí. Algo por el estilo.
Se acercó a la verja y miró dentro. El amplio espacio abierto alrededor de la capilla, donde él había estado hacía sólo un mes sudando dentro del traje negro, con el corazón destrozado, permanecía abandonado a la oscuridad. La luna extendía su manto áureo sobre las piedras, arrancándoles algún reflejo a las escamas de sílice.
Miró hacia el Jardín del Recuerdo. Un par de luces mortecinas iluminaban desde abajo las copas de los pinos. Eran velas conmemorativas colocadas allí por los allegados. Examinó las verjas. Estaban cerradas. Miró hacia arriba y vio las puntas afiladas. Imposible pasar por encima.
Pero a estas alturas Gustav conocía bien el cementerio; entrar en él era fácil. Más difícil le resultaba comprender por qué cerraban a cal y canto. Caminó a lo largo del muro hasta donde éste daba paso a una zona de césped muy pendiente y donde, gracias al riego artificial, las siemprevivas ofrecían un espectáculo magnífico, aunque a su alrededor todo estaba seco.
«¿Fácil?».
A veces actuaba como si creyera que su cuerpo tenía aún treinta años. Entonces sí que habría sido fácil. Ahora no. Echó una ojeada a su alrededor. El reflejo azul de la luz del televisor era visible en un par de ventanas en las casas de tres pisos de la calle de Silversmedsgränd. No se veía a nadie por allí. Se pasó la lengua por los labios y miró hacia lo alto de la cuesta.
Eran tres metros con unos cuarenta y cinco grados de inclinación.
Se echó hacia delante, se agarró a dos matas de hierba y empezó a subir. Las raíces de los matojos cedieron y tuvo que hincar los dedos de los pies en la tierra para no caerse hacia atrás. Avanzaba con el rostro casi pegado al suelo; se interponía la barriga, que actuaba como un freno mientras él se arrastraba por el repecho centímetro a centímetro, como si fuera un perezoso, y en mitad de la desgracia Mahler se echó a reír, pero paró en seco, ya que las vibraciones de la barriga amenazaban con hacerle perder el equilibrio.
«Vaya pinta debo de tener».
Se quedó un rato tumbado en el suelo cuando llegó a la cima, tratando de recuperar el aliento. Observó el cementerio: lápidas y cruces bien alineadas emergían de sus propias sombras a la luz de la lima.
La mayoría de los allí sepultados habían sido incinerados, pero Anna quiso enterrar el cuerpo de Elias. Mahler sólo había sentido pavor al imaginarse aquel cuerpecillo introducido en la fría tierra, pero su hija había hallado consuelo. Ella se negó rotundamente a abandonarlo y esto era lo más cerca que podía estar de él.
A Gustav le había parecido una motivación conmovedora pero desatinada, algo que en el futuro sólo iba a provocar angustia, pero evidentemente se había equivocado. Anna iba todos los días a visitar la tumba y decía que se sentía más animada al saber que él realmente estaba ahí abajo. No sólo como ceniza, sino las manos, los pies, la cabeza. Él aún no se había acostumbrado, al contrario, en medio de la pena sentía una especie de contrariedad cada vez que visitaba la tumba.
«Los gusanos. La putrefacción».
Sí. Ahora se le vino a la mente con toda su crudeza, y dudó antes de bajar la ladera.
Y si… y si realmente era así… ¿Qué aspecto tendría Elias?
El periodista había estado presente en innumerables lugares donde se había cometido un delito, había visto exhumar cadáveres enteros y descuartizados enterrados en sacos de plástico, había visto el levantamiento de restos humanos que llevaban dos semanas dentro de su apartamento con la compañía del perro, cuerpos de ahogados que habían sido encontrados entre redes de las esclusas. No habían sido espectáculos agradables.
La imagen del pequeño ataúd blanco de su nieto permanecía en su retina. Recordaba el último adiós, una hora antes de la ceremonia. Mahler había ido a comprar una caja de Lego por la mañana, y Anna y él estuvieron juntos al lado del ataúd abierto, mirando a Elias. Llevaba puesto su pijama favorito, el de los pingüinos, y sostenía su osito en la mano; todo resultaba terriblemente absurdo.
Anna se acercó entonces al ataúd y mientras le acariciaba la mejilla le dijo:
– Vamos, despierta ya, Elias. Venga, cariño. No sigas. Despierta, mi niño. Ya es de día, tienes que ir al cole…
Mahler abrazó entonces a su hija sin decir nada, porque no había palabras, pues él sentía lo mismo. Cuando colocó junto al osito la caja de Lego de Harry Potter que Elias tanto había deseado tener, creyó por un instante que eso le haría despertar, haría que dejara de estar allí tumbado de esa manera, y como se le veía tan guapo y tan bien, sólo tendría que levantarse y entonces terminaría aquella pesadilla.
Se arrastró como pudo cuesta abajo y se adentró en la zona de enterramientos con cuidado, como si no quisiera molestar. La tumba de Elias estaba bastante alejada de allí, y de camino hacia ella, Mahler pasó junto a la lápida de una relativamente reciente:
DAGNY BOMAN
14 de septiembre de 1918 – 20 de mayo de 2002
Se detuvo a escuchar y siguió al no oír nada.
La lápida de su nieto apareció ante sus ojos, a la derecha, al fondo de una hilera. Las azucenas blancas que Anna había colocado en un jarrón resplandecían ligeramente a la luz de la luna. Qué extraño que un cementerio pudiera estar tan poblado y resultase, no obstante, el lugar más solitario de la tierra.
A Mahler le temblaban las manos y tenía la boca seca cuando se puso de rodillas junto a la tumba. Los trozos rectangulares de césped colocados encima de la tierra removida aún no habían tenido tiempo de igualarse con el resto. Los bordes se veían como sombras negras.
ELIAS MAHLER
19 de abril de 1996 – 25 de junio de 2002
Siempre te llevaremos
en nuestro corazón
No se oía ni se veía nada. Todo estaba como siempre. La tierra no se abultaba por ningún sitio, ninguna…
«Sí, eso era lo que él se había imaginado».
… mano asomaba hacia arriba pidiendo ayuda.
Gustav se tumbó sobre el terreno, abrazó la tierra bajo la cual estaba el ataúd y pegó el oído contra la hierba. Esto era una locura. Estaba aguzando el oído hacia abajo, tapándose con la mano la oreja no apoyada contra el suelo.
Y oyó algo.
«Arañazos».
Mahler se mordió el labio con tanta fuerza que llegó a hacerse sangre, apretó la cabeza aún más fuerte contra la hierba, sintiendo cómo ésta cedía.
Sí. Se escuchaban arañazos ahí abajo.
Elias se movía, intentaba… salir.
Se estremeció, se levantó, se puso a los pies de la tumba y se abrazó a sí mismo, como tratando de evitar su propio estallido. Tenía la cabeza vacía. Pese a que era precisamente por eso por lo que había ido allí, hasta el último momento había sido incapaz de creer que fuera cierto. No tenía ni idea de cómo actuar, carecía de herramientas, no había ninguna posibilidad de…
– ¡Elias!
Cayó de rodillas, retiró los trozos de césped superpuestos y empezó a apartar la tierra con las manos. Cavó como un poseso: se le partieron las uñas, se le metió tierra en la boca y en los ojos. De vez en cuando pegaba el oído al suelo y oía los arañazos cada vez más claros.
La tierra estaba seca y suelta, sin entramado alguno de raíces, y las primeras gotas de humedad que recibía en varias semanas eran los chorros de sudor que caían de la frente a Mahler. La cosa iba bien, pero la tumba era más profunda de lo que él creía. Después de excavar durante veinte minutos llegó a un punto en el que los brazos ya no llegaban más abajo, y aún no se veía el ataúd.
Había estado mucho tiempo trabajando con la cabeza hundida por debajo del borde, y la sangre le latía contra las paredes del cráneo como un badajo contra el hierro fundido. Se le nublaron los ojos. Tuvo que hacer una pausa para no desmayarse.
Su espalda lanzó un quejido cuando se dejó caer hacia atrás y se tendió suavemente sobre la tierra excavada. Seguían oyéndose los arañazos, amplificados ahora por el agujero abierto. Contuvo la respiración cuando le pareció oír un gemido. El lamento cesó. Empezó a respirar otra vez y de nuevo se oyó el gimoteo. Lanzó un bufido; por la nariz le salieron tierra y mocos. Se oía algo, pero sólo era el resuello de sus bronquios. Los dejó que siguieran silbando.
«Tierra seca».
«Gracias, Señor: tierra seca».
Momificación en lugar de descomposición.
Se quedó tumbado un rato para recobrar el aliento, intentando no pensar en nada. Tenía la boca seca y la lengua pegada al paladar. Esto no podía suceder. Sin embargo, estaba ocurriendo. ¿Qué hacía uno en una situación semejante? O tumbarse y hacer como si nada o bien aceptarlo y continuar.
Gustav hizo ademán de levantarse, pero su espalda no respondió. Parecía un escarabajo, agitando las manos e intentando flexionar articulaciones que se resistían a ello. Imposible. En vez de eso, se dio la vuelta hacia abajo y se arrastró hasta el agujero.
– ¡Elias! -gritó, y una flecha de dolor le recorrió la columna vertebral.
No hubo respuesta, sólo arañazos.
¿Cuánto faltaría hasta el ataúd? No lo sabía, y sin herramientas no podía sacar más tierra. Se llevó los dedos al collar de perlas que llevaba al cuello y agachó la cabeza como un penitente pidiendo perdón. Abajo, dentro del agujero, dijo:
– No puedo. Perdóname, hijo. No puedo. Está demasiado profundo. Tengo que ir a buscar a alguien, tengo…
Los arañazos, los arañazos.
Sacudió la cabeza y empezó a llorar en silencio.
– Tranquilo, pequeño. El abuelo vuelve. Sólo voy a… buscar algo…
Siguieron los arañazos.
Mahler apretó los dientes para contener el llanto y el dolor de espalda, y se puso de rodillas haciendo un gran esfuerzo. Se dio la vuelta sollozando y se deslizó con los pies por delante dentro del hoyo.
– Ya voy, cariño. Ya viene el abuelo.
Apenas cabía en el orificio. Las paredes de éste le rozaban la tripa, le cayó tierra suelta encima cuando él, ignorando los aullidos de la espalda, se agachó y siguió cavando.
En tan sólo dos minutos sus dedos alcanzaron la superficie resbaladiza de la tapa.
«Y si se rompe…».
No se oyó nada en el interior del ataúd mientras Mahler estuvo quitando la tierra de encima, dejando al descubierto la tapa blanca, que brilló bajo sus pies a la amortiguada luz nocturna. Había colocado un pie junto a un extremo del ataúd y el otro en la cabecera. Para intentar llegar mejor puso, sin darse cuenta, el pie en mitad de la tapa, y se oyó el crujido de la madera; retiró el pie hacia fuera, aterrado.
Tenía la camisa empapada de sudor y le tiraba al estar pegada el cuerpo. Al moverse hacia abajo le había ido creciendo una presión dentro del cráneo, y tenía la sensación de que si se agachaba una vez más la cabeza iba a explotarle como una caldera de vapor recalentada.
El suelo le quedaba a la altura de la cintura y se le nubló la vista cuando se apoyó jadeante contra el borde y descansó la cabeza sobre la hierba. Al cerrar los párpados oyó las pulsaciones de la sangre por las venas.
«¿Por qué ha de ser tan duro?».
Cuando empezó a cavar fue consciente de que se enfrentaba realmente a un esfuerzo sobrehumano si quería llegar hasta el ataúd, pero no pensó ni por un momento en cómo sería sacarlo, abrirlo y… reencontrarse.
La tierra sólo estaba suelta en el hoyo excavado en su día para introducir en él el ataúd. Ésa era la tierra que él había conseguido quitar de encima, pero sacar la caja por la misma abertura, eso ya era otro cantar. Las tumbas no se cavaban pensando en eso.
Apoyó la cabeza en las manos y descansó un poco de pie. Una brisa suave cruzó el cementerio, agitó las hojas de los álamos y le refrescó la frente ardiente. En medio del descanso y del silencio se le ocurrió pensar que, quizá, todo aquello no eran más que elucubraciones suyas. Que su deseo había sido tan fuerte que había imaginado el sonido. Tal vez fuera algún animal, quizá una…
«… rata».
Mahler apretó con fuerza los ojos. Otro soplo de brisa le acarició la frente. Estaba completamente agotado, notaba cómo se le contraían los sobrecargados músculos de los brazos y de la espalda, y se le ponían rígidos mientras estaba de pie. No creía siquiera que él pudiera salir de la tumba sin ayuda.
«Las cosas son como son».
Se le alisaron las arrugas de la frente y experimentó una extraña sensación de paz cuando empezaron a revolotear imágenes luminosas ante su retina. Se movía en medio de un carrizal, estaba rodeado de oscilantes cañas verdes, que se doblaban a su paso. Tras las cañas se ocultaban cuerpos desnudos, mujeres que jugaban con él al escondite como en un musical indio.
Él mismo se encontraba desnudo y las cañas le rozaban el cuerpo, provocándole cortes superficiales en la piel. Sentía escozor por todas partes y una película de sangre le cubría el cuerpo mientras él seguía avanzando, aturdido y excitado por el suave dolor y el deseo, hacia aquellos cuerpos esquivos. Un brazo por allí, un pecho por aquí, una melena morena al viento. Él extendía las manos y sólo conseguía atrapar más y más cañas.
Crujían y chirriaban bajo sus pies, las risas de las mujeres superaban al crujido de las cañas y él sólo era un toro, un animal torpe de carne y hueso, tratando de abrirse paso entre la fragilidad para satisfacer su deseo…
Abrió los ojos. Prestó atención.
Los arañazos sonaron de nuevo.
Y él no sólo los oía. Los sentía, percibía bajo los pies las vibraciones de las uñas rasgando la madera. Mahler levantó la cabeza y miró el ataúd.
«Crrrr…».
Había medio centímetro de madera entre aquellos dedos y su pie.
– ¿Elias?
No hubo respuesta.
Salió de la tumba, despacio, vértebra a vértebra.
Arriba, en el bosque, junto al Jardín del Recuerdo, halló una rama larga y gruesa que se llevó consigo hasta la tumba. Al ver toda la tierra esparcida alrededor del agujero abierto no comprendió cómo era posible. ¿Cómo había sido capaz de hacerlo?
Sin embargo, siguió.
Introdujo la rama entre la cabecera del féretro y la pared de tierra compacta, e hizo palanca. El extremo del ataúd se levantó un poco y Mahler sintió que se le hinchaba la lengua dentro de la boca al oír que algo resbalaba, cambiaba de posición dentro de la caja.
«¿Qué aspecto tendrá? ¿Qué aspecto tendrá?».
Y no era sólo eso. También se oían roces. Como si el ataúd estuviera lleno de guijarros.
Al final había conseguido levantar tanto la cabecera del ataúd que logró tumbarse boca abajo y cogerlo por ese extremo con las dos manos para sacarlo del agujero.
No pesaba mucho. No pesaba casi nada.
Tenía el pequeño ataúd ante sus pies. No le había afectado ningún proceso de descomposición, presentaba el mismo aspecto que tenía en la capilla. Pero Gustav sabía que lo que descompone un cadáver no era lo que venía de fuera, sino lo que había dentro.
Se pasó la mano por la cara. Tenía miedo.
Había, era cierto, historias fantásticas sobre cadáveres, especialmente de niños, que hablaban de que los cuerpos estaban intactos cuando abrían las tumbas años después del entierro. Parecía sólo que estaban dormidos, pero eso eran cuentos, leyendas de santos o de circunstancias muy especiales. Debía estar preparado para lo peor.
El féretro se meneó a causa de una ligera sacudida en su interior, un tintineo, y Mahler sintió, por primera vez desde que llegó allí, un fuerte impulso de salir corriendo. El hospital psiquiátrico de Beckomberga se encontraba a tan sólo un kilómetro. Hacia allí. Tapándose los oídos con las manos, gritando. Pero…
«El castillo de Lego».
El castillo de Lego se hallaba aún en su apartamento. Los muñequillos estaban abandonados en las mismas posiciones que la última vez que jugaron. Mahler recordó las manos de Elias cogiendo los muñecos y las espadas.
– ¿Abuelo, había dragones en los tiempos de los caballeros?
El abuelo se inclinó sobre el ataúd.
La tapa sólo estaba sujeta con dos tornillos, uno en los pies y otro en la cabecera. Sirviéndose de la llave de su apartamento, consiguió desatornillar el de la cabecera, tomó aire y retiró la tapa hacia un lado. Contuvo la respiración.
«No es Elias».
Retrocedió ante el cuerpo que reposaba sobre el blando revestimiento. Era un enano. Un enano entrado en años enterrado en vez de Elias.
Jadeante, aspiró sin querer el aire por la boca, por la nariz, y el hedor virulento a queso demasiado curado le provocó una náusea que le costó contener para que no se convirtiera en vómito.
«No es Elias».
La luz de la luna era más que suficiente para que pudiera ver lo que había pasado con el cuerpo. Las diminutas manos que ahora se movían buscando a tientas estaban deshidratadas, negras, y la cara… la cara. Mahler cerró los ojos, se los tapó con las manos, sollozando.
Se dio cuenta entonces de lo mucho que, a pesar de todo, había confiado, aunque fuera imposible, en que Elias iba a tener el mismo aspecto que en vida. De todos modos todo aquello era imposible, entonces, ¿por qué no iba a poder ser así?
Pero no lo era.
Gustav se mordió los labios, se los chupó, se quitó las manos de los ojos. En su trabajo había visto muchas cosas terribles, dominaba el arte de quedarse impávido, distante, como si no estuviera allí. Ahora lo puso en práctica al acercarse al ataúd y levantar a Elias entre sus brazos.
La seda del pijama de pingüinos tenía un tacto suave bajo sus dedos. Debajo de aquélla sintió la piel rígida, dura como el cuero. Tenía el tronco hinchado por los gases formados en el vientre, y el olor a proteínas descompuestas era peor de lo que pueda imaginarse.
Pero Mahler no estaba allí. Allí sólo estaba un hombre que llevaba un niño en brazos. Un niño que pesaba muy poco. Miró el ataúd una vez más para comprobar si se había dejado algo. Y sí, se lo había dejado. El Lego.
Eso era lo que había provocado aquel ruido como de roce. Elias había conseguido abrir la caja que le habían dejado en el ataúd, y las piezas de plástico estaban ahora en un montón a los pies de éste, junto a la caja rota.
El hombre se detuvo, se imaginó la escena. Elias allí enterrado y…
Apretó los ojos. Borró aquella imagen. Se quedó allí parado en un instante de locura, dudando, pensando si no debería dejar a su nieto, recoger las piezas y guardárselas en los bolsillos.
«No, no, compraré nuevas, compraré toda la tienda…».
Con el paso corto y una respiración jadeante, que parecía insuficiente para oxigenar la sangre, Gustav se encaminó hacia la salida diciendo en voz baja:
– Elias… Elias… todo se va a arreglar. Ahora vamos a ir a casa… con el castillo de Lego. Esto ya se ha terminado. Ahora vamos… a ir a casa…
Elias se giró lentamente en los brazos de Mahler, como si tuviera sueño, y éste pensó en todas las veces que había llevado aquel cuerpecillo dormido desde el coche o desde el sofá hasta la cama. Con el mismo pijama.
Pero ese cuerpo ahora no era suave, ni cálido; era duro y frío, rígido como el de un reptil. A mitad de camino hacia la salida se atrevió a mirarle a la cara otra vez.
La piel, de color marrón anaranjado, se había tensado tanto que los pómulos se le veían con toda claridad. Los ojos sólo eran un par de hendiduras, dos cortes, y todo el rostro parecía… asiático. Pero tenía la nariz y los labios negros, arrugados. No había mucho que recordara a Elias, excepto el cabello castaño y rizado que le caía sobre la amplia frente.
Con todo, habían tenido suerte.
Elias había empezado a momificarse. Si el terreno hubiera sido más húmedo, probablemente se habría descompuesto.
– Has tenido suerte de que haya sido un verano tan caluroso, pequeño. Bueno, tú no lo sabes, pero ha hecho… muy buen tiempo este verano. Como aquella vez que fuimos a pescar percas… ¿Te acuerdas? Te daban mucha pena las lombrices y pescamos con ratas de gominola en vez de lombrices…
El hombre siguió hablando todo el camino hasta que llegó de nuevo ante la verja. Seguía cerrada. No había pensado en ello.
Agotado, incapaz de dar un paso más, se dejó caer con Elias en brazos junto al muro de la verja. Ya no notaba el hedor. El mundo olía así.
Mahler contempló la luna con Elias apretado contra su pecho. Amarilla y amable, aquélla le envió un guiño, veía con buenos ojos todo cuanto había hecho. Él asintió, cerró los ojos y acarició los cabellos de Elias.
Sus preciosos cabellos.
Hospital de Danderyd, 00:34
– ¿Cómo se siente ahora?
Alguien le puso un micrófono debajo de la barbilla y David, en un acto reflejo, estuvo a punto de cogerlo.
– ¿Que… cómo me siento?
– Sí. ¿Cómo se siente en estos momentos?
No sabía cómo le había localizado el reportero de TV4. Después de que le hicieran abandonar la habitación de Eva, fue a sentarse a la sala de espera y un cuarto de hora después apareció el periodista y le pidió permiso para hacerle algunas preguntas. El reportero, un hombre de su misma edad, tenía un brillo especial en los ojos que podía deberse a la falta de sueño o a algún tipo de maquillaje. O a la excitación.
– Me siento bien -respondió David, alzando las comisuras de los labios en una mueca que en la imagen parecía aterradora-. Pensando ya en la semi…
– ¿Perdón?
– La semifinal. Contra los cariocas…
El reportero miró al cámara y ambos intercambiaron la clave convenida: debían rodar de nuevo. El primero cambió el tono de voz, como si fuera la primera vez que decía lo que estaba diciendo.
– David, es la única persona que ha presenciado una resurrección. ¿Qué fue lo que pasó?
– Sí -respondió David-. Después de sacar la primera falta me di cuenta de que el partido era nuestro…
El reportero arrugó la frente y retiró el micrófono, hizo señas al cámara y se acercó a David.
– Disculpe, comprendo que esto tiene que ser muy duro para usted, pero ha presenciado algo que para el público… en general, ya sabe. Hay mucha gente que quiere escucharlo.
– Fuera de aquí. El periodista extendió las manos.
– De acuerdo, lo comprendo. Aquí vengo yo a aprovecharme de tu dolor para convertirlo en entretenimiento, entiendo que te pueda parecer así, pero…
David miró al reportero directamente a los ojos y empezó parlotear:
– Yo creo que tiene que ver con que hemos conseguido reunir a mucha gente que no suele venir a Suecia para tales ocasiones, no digo que no tengamos una selección fuerte normalmente, lo que puedo decir es que cuando uno tiene a Mjälby detrás defendiendo y cuando Zlatan está en tan buena forma como ha demostrado hoy…
Se llevó las manos a la cabeza, se dejó caer y se acurrucó en el sofá, cerró los ojos mientras continuaba:
– … entonces es casi imposible ganar… No, qué digo, quiero decir no ganar, por supuesto, yo lo tuve claro desde el momento en que salimos al campo…
El periodista se levantó, hizo un gesto al cámara para que grabara a David mientras, hecho un ovillo, seguía salmodiando su letanía en aquella sala vacía.
– … y yo le dije a Kimpa: «Vamos a por ellos», y él sólo asintió tal que así, y yo pensé en ese gesto que había hecho cuando él me tiró ese pase largo y yo se la pasé a Henke…
Se retiraron alejando la cámara. La imagen quedó bien.
David Zetterberg se calló en cuanto escuchó que se cerraba la puerta, pero siguió en la misma posición. Jamás volvería a ser persona. Así se veían las cosas desde el lado oscuro. Los desastres provocados por el hambre, las víctimas de torturas, las ejecuciones en masa. La otra cara del mundo, aquella que las personas afortunadas lamentaban, por la que tenían mala conciencia y a la que no tenían acceso. Esa oscuridad con la que él había coqueteado a veces en sus textos. En teoría, sin experiencia.
El reportero se encontraba en el lado iluminado del mundo, y por lo tanto era absurdo hablar con él. No había palabras. David se apretó los ojos con las palmas de las manos hasta ver estrellas rojas. Lo terrible era que Magnus aún estaba en el mundo de las luces. Dormía en casa de la abuela y no sabía nada. Dentro de unas horas, David tendría que ir allí y dejar entrar las sombras.
«Eva, ¿qué voy a hacer?».
Ojalá pudiera pedirle consejo a ella, aunque sólo fuera en este asunto: ¿cómo debía decírselo a Magnus?
Pero ahora eran otros quienes le formulaban preguntas a ella. Sobre otras cosas.
Después de que se aplacara el caos inicial en el hospital, los médicos se mostraron tremendamente interesados por el hecho de que Eva pudiera hablar. Evidentemente era uno de los pocos resucitados capaces de hacerlo. Aquello podía tener relación con que ella había fallecido poco antes de que despertaran, o con otra cosa. Nadie lo sabía.
Él no se había sentido especialmente sorprendido al enterarse de lo que pasaba en el depósito de cadáveres. Le pareció tan absurdo, imposible y consecuente como todo lo demás. Aquella noche el mundo había sido arrojado a las tinieblas, entonces ¿por qué no iban a poder despertarse los muertos también?
Después de un espacio de tiempo imposible de calcular se levantó, salió al pasillo y dobló la esquina; se dirigía a la habitación de Eva, pero se detuvo. Había un montón de gente congregada delante de la puerta cerrada; pudo distinguir un par de cámaras de televisión, y micrófonos.
«Querida mía…».
Cada vez que había visto caer una estrella, cada vez que había jugado a algún juego en el que hubiera que formular un deseo en silencio, él había deseado:
«Haz que siempre ame a Eva, no dejes que mi amor por ella se debilite nunca».
Para él era ella quien llenaba el cielo y hacía del mundo un lugar habitable. Para las personas reunidas en el pasillo ella era un objeto, una noticia, una fuente de información. Pero los médicos eran ahora los dueños de Eva. Si se acercaba, se abalanzarían sobre él.
Encontró una sala de espera al fondo del pasillo, donde se sentó y se quedó mirando fijamente una lámina de Miró hasta que las figuras empezaron a deslizarse, a moverse fuera del marco del cuadro. Entonces fue a preguntar a un médico que no sabía nada ni podía dar ninguna información, pero no, no se permitían visitas.
David volvió junto al Miró. Cuanto más observaba las figuras, más hostiles le parecían. Dejó de mirarlas y se puso a contemplar la pared.
Täby Kyrkby, 00:52
Cuando Flora volvió de llamar por teléfono, parecía como si hubiera visto un fantasma por segunda vez aquella noche. Se dirigió a la puerta del dormitorio y estuvo escuchando.
– ¿Qué? -le preguntó su abuela-. ¿Te han creído?
– Sí -contestó la nieta-. Sí, claro.
– ¿Van a mandar una ambulancia?
– Sí, pero… -La chica se sentó al lado de Elvy en el sofá, haciendo sonar la cucharilla contra la taza-… podría tardar un poco. Tenían mucho trabajo… en estos momentos.
Elvy le cogió la mano con delicadeza para que dejara de hacer tintinear la cucharilla.
– ¿Y eso? ¿Qué te han dicho?
Flora sacudió la cabeza e hizo girar la cucharilla entre los dedos.
– Está pasando por todas partes. Se han despertado varios cientos. Tal vez miles.
– No.
– Sí. Me han dicho que ahora están fuera todas las ambulancias… para recogerlos. Que nosotras no debíamos intentar hacer nada, que no debíamos… tocarlo y eso.
– ¿Y eso por qué?
– Porque podría producirse algún tipo de contagio o algo. No lo sabían.
– ¿Qué tipo de contagio?
– Que no tenía ni la menor idea, eso es lo que me ha dicho.
Elvy volvió a hundirse en el sofá, se quedó contemplando el jarrón de cristal que Margareta y Göran les habían regalado a Tore y a ella cuando celebraron sus cuarenta años de casados. Orrefors. Horroroso. Probablemente, carísimo. Unas flores mustias llegadas con algún mensaje de pésame colgaban a media asta de los bordes.
Empezó como un cosquilleo en las comisuras de los labios, un temblor en los labios. Luego, las comisuras, movidas por un impulso irresistible, se contrajeron hacia arriba poco a poco, hasta que una amplia sonrisa invadió el rostro de Elvy.
– ¿Abuela? ¿De qué te ríes?
Elvy quería reírse a carcajadas. No. Más. Quería saltar del sofá, dar un par de pasos de baile y reír. Pero Flora echó la cabeza hacia atrás un par de centímetros, como suele hacerse ante un fenómeno extraño, y Elvy se llevó la mano derecha a la cara para borrarse mecánicamente la sonrisa. Las comisuras de los labios querían volver a alzarse, pero haciendo un esfuerzo consiguió ponerlas en su sitio. Nada de asustar.
– Es la resurrección de la carne -comentó con hilaridad contenida-. ¿No lo entiendes? Es la resurrección. La resurrección de la carne. No puede ser otra cosa.
Flora ladeó la cabeza.
– ¿Ah, sí?
No había palabras. Elvy no podía explicarlo. Su alegría y sus expectativas eran demasiado grandes para poder expresarlas con palabras, por eso dijo:
– Flora, no quiero hablar de eso ahora. No tengo ganas de discutir. Sólo quiero estar un momento a solas.
– ¿Qué? ¿Por qué?
– Quiero estar tranquila. Es un momento. ¿Me dejas?
– Sí, sí. Claro.
Flora se dirigió a la ventana y se puso a mirar alternativamente las copas apenas visibles de los árboles frutales, y la imagen de Elvy reflejada en el cristal. Ésta se entregó en silencio a su religiosidad. Después de un rato, Flora dio un golpecito al espanta-espíritus de tubos metálicos colgado en la ventana, abrió la puerta del balcón y salió a la terraza. El ruido de sus pisadas se confundía con el tintineo del espanta-espíritus, pero aquéllas enmudecieron al cabo unos segundos.
«El reino de los cielos al final de los tiempos».
Euforia. No había palabra mejor para describir lo que se agitaba en el pecho de Elvy.
Como si fuese la víspera de un largo viaje, por la
[noche:
ya tienes el billete en el bolsillo y hechas al fin las
[maletas.
Y puedes sentarte y percibir la cercanía de lo
[lejano… [5]
Sí. Así se sentía. La anciana trató de ver ante sí el país lejano al que pronto iba a viajar, adonde pronto iban a viajar todos, pero aquí no había folletos turísticos en los que apoyarse, todo dependía de ella y ella no era capaz de imaginárselo, era indescriptible y superaba su imaginación.
Pero estaba allí sentada y sentía que pronto… pronto…
Pasaron unos minutos, tras los cuales algunas gotas de mala conciencia se mezclaron en el cáliz de su regocijo. Flora estaba en su casa. Aquí. Ahora. ¿Qué había sido de su nieta? Cuando se levantó del sofá para ir a buscarla, vio el sillón delante de la puerta del dormitorio y llegó a pensar: «¿Por qué está ahí el sillón?», antes de que recordara el motivo. Precisamente porque Tore estaba allí dentro, sentado junto al escritorio, revolviendo los papeles como cuando estaba vivo. Elvy se detuvo de repente porque la asaltó una duda sombría.
«Y si fuera así».
Cuando Flora volvió del teléfono y le comunicó lo que le habían dicho, la anciana se imaginó un ejército silencioso de resucitados, cientos, miles, avanzando solemnemente por las calles como una señal sublime de lo que estaba por llegar. A pesar de lo que ella había visto ya, se volvió y fue hasta la puerta del dormitorio. Allí había papeles revueltos, pies desnudos con las uñas sin cortar, manos frías, hedor, pero ni rastro de un coro de ángeles en las alturas, sólo cuerpos de carne y hueso que se metían en todas partes y causaban problemas.
«Pero los caminos del Señor…».
… son inescrutables, sí. No sabemos nada. Elvy meneó la cabeza y lo dijo en voz alta:
– No sabemos nada. -Ahí lo dejó, y salió a la terraza en busca de su nieta.
La oscuridad de agosto era profunda y no corría brisa entre las hojas. «Es de noche y hay tanta calma que la luz de la vela arde sin flamear». Cuando los ojos se le acostumbraron a la oscuridad, Elvy distinguió la oscura silueta de su nieta reclinada sobre el tronco del manzano. Elvy bajó las escaleras y fue hacia ella.
– ¿Estás aquí sentada? -le preguntó.
La chica no contestó a la pregunta que no era tal, sino que dijo:
– He estado pensando. -Y se levantó, cogió del árbol una manzana medio madura y se puso a jugar con ella entre las manos.
– ¿Y qué has pensado?
La manzana voló por los aires, captó la luz de la sala de estar por un instante y cayó en las manos de la joven con un golpe.
– ¿Qué demonios van a hacer? -dijo Flora, echándose a reír-. Todo va a cambiar ahora. Nada encaja. ¿Comprendes? Todo en lo que han basado toda esa mierda… ¡Paf! ¡Se acabó! La muerte, la vida. Nada encaja.
– No -reconoció Elvy-. Es verdad.
Flora descubrió las piernas y dio unos pasos de baile sobre el césped. De repente, lanzó la manzana alto, lejos. Elvy la vio volar sobre el seto describiendo un arco amplio y la oyó caer con un golpe sordo en el tejado del vecino, para luego rodar sobre las tejas.
– No hagas eso -la reprendió.
– ¿Y? ¿Y qué? -Flora extendió los brazos como si quisiera abrazar la noche, el mundo-. ¿Qué van a hacer? ¿Llamar a los antidisturbios? ¿Arrestar a alguien? ¿Avisar a Bush y pedirle que venga a bombardear? Quiero verlo… de verdad, quiero ver cómo solucionan esto.
La joven cogió otra manzana y la tiró en otra dirección. Esta vez no acertó en ningún tejado.
– Flora…
Elvy intentó poner la mano en el brazo de su nieta, pero ésta se zafó.
– No lo entiendo -admitió Flora-. Tú crees que esto es Armagedón, ¿no? Yo no me sé la historia, pero los muertos despiertan, los sellos se rompen y todo el programa y esto se acaba, ¿no?
La anciana sintió un profundo rechazo a ver reducidas sus creencias a esa descripción, pero contestó:
– Sí.
– De acuerdo. Yo no lo creo. Pero si uno cree eso, ¿qué demonios importa una fruta en el tejado del vecino?
– Hay que mostrar consideración. Flora, por favor, tranquilízate un poco.
La chica soltó una carcajada, pero sin malicia. Abrazó a Elvy, la meció hacia delante y hacia atrás como si fuera una niña pequeña que no entendía nada. Elvy supo encajarlo. Se dejó acunar.
– Abuela, abuela -le dijo Flora en voz baja-. Tú crees que el mundo se va a hundir y me dices a mí que me tranquilice.
La anciana sonrió. Resultaba algo gracioso, la verdad. Flora la soltó, dio un paso atrás, apretó las palmas de las manos y movió la cabeza como en un gesto de saludo hindú.
– Como dijiste antes: no comparto tus creencias, pero, abuela, yo creo que se va a montar un lío de los gordos. Tendrías que haber oído la voz de la telefonista en la Central de Emergencias. Era como si tuviera a los zombis resollándole en la nuca. Va a ser el caos, esto va a cambiar, y ¡joder!, cómo me alegro.
La ambulancia llegó como un ladrón en mitad de la noche. Nada de sirenas, ni siquiera estaban encendidas las luces de emergencia. Se acercó despacio hasta llegar delante de la casa; se abrieron las puertas delanteras y se apearon dos hombres vestidos con batas de color azul claro. Elvy y Flora fueron a su encuentro.
Era la 1:30 y los hombres parecían agotados. Probablemente les habían sacado de la cama para hacer frente a la situación. El conductor saludó a Elvy con una inclinación de cabeza y señaló hacia la casa.
– ¿Está ahí dentro?
– Sí -contestó Elvy-. Yo… lo encerré en el dormitorio.
– No es la única, créame.
Se pusieron unos guantes de goma y subieron las escaleras. Elvy no sabía qué era lo que debía hacer. ¿Debería entrar con ellos y echarles una mano, o sería sólo un estorbo?
No acababa de decidirse, y entonces se abrió la puerta posterior de la ambulancia y salió otro hombre. No se parecía nada al personal sanitario; era mayor, más gordo y vestía una camisa negra. Permaneció un instante parado junto a la ambulancia, observando el lugar. O, mejor dicho, disfrutando de él. Tal vez llevaba mucho tiempo encerrado ahí dentro.
Cuando él se volvió hacia la casa, Elvy vio el rectángulo blanco que llevaba en el cuello de la camisa y se secó las manos en la bata dispuesta a saludarlo. Flora silbó, pero Elvy no le prestó atención. Se trataba de un asunto serio.
El hombre avanzó enseguida hacia el edificio con pasos sorprendentemente ágiles para aquel cuerpo tan orondo, y le tendió la mano.
– Buenas noches. O buenos días, quizá. Me llamo Bernt Janson.
Elvy le estrechó la mano, cálida y firme, se inclinó levemente y dijo:
– Elvy Lundberg.
Bernt saludó también a Flora, y les explicó:
– Bueno, soy el sacerdote del hospital de Huddinge, donde trabajo habitualmente, pero esta noche he salido con el personal de las ambulancias. -Su rostro se volvió más serio-. ¿Qué tal lo llevan aquí?
– Bueno -repuso Elvy-. Bien, estamos bien.
Bernt asintió y permaneció en silencio un instante para dejar que Elvy continuara, pero como no lo hizo, entonces prosiguió él:
– Bueno, ésta es una historia extraña. Muchas personas la están viviendo como algo espantoso.
La dueña de la casa no tenía nada que añadir. La verdad era que sólo tenía una duda y aprovechó para expresarla en voz alta:
– ¿Cómo puede ocurrir algo así?
– Ya -repuso Bernt-. Eso es lo que se preguntan todos, como es lógico. Y, lamentándolo mucho, lo único que puedo decir es: no lo sabemos.
– ¡Pero ustedes deben saberlo!
Elvy levantó el tono de voz y Bernt se quedó algo desconcertado; sacudió la cabeza.
– ¿Qué quiere decir?
Elvy miró a Flora, olvidándose de que su nieta no era precisamente la persona adecuada en la que buscar apoyo. Eso la irritó aún más. Dio un golpe con el pie en el empedrado y dijo en voz alta:
– ¿Está usted aquí delante de mí, un sacerdote de la Iglesia sueca, diciéndome que no sabe lo que esto significa? ¿Lleva usted la Biblia? ¿Necesita que le busque las citas?
Bernt levantó la mano en un gesto defensivo.
– Ah, bueno, usted se refiere…
Flora los dejó y entró en la casa, pero Elvy no reparó en ello.
– Sí, a eso me refiero. ¿No irá usted a decirme que lo que está ocurriendo sólo es una cosa extraña, como… como si empezara a nevar en junio? ¿Eh? En el último día, los muertos saldrán de sus tumbas…
Bernt juntó las manos haciendo un gesto conciliador.
– Bueno, quizá sea un poco prematuro pronunciarse sobre… esas cosas -repuso; echó una ojeada a la calle, se rascó la oreja y dijo en voz más baja-: Pero es evidente que puede tener un significado más profundo.
Elvy no se conformó.
– ¿No es eso lo que usted cree?
– Sí… -Bernt miró la ambulancia, se acercó un poco a Elvy y le susurró al oído-: Sí, claro que lo creo.
– Pues dígalo entonces.
Bernt volvió a su posición anterior. Ahora parecía algo más tranquilo, pero siguió hablando en voz baja.
– Bueno, es que esa opinión no es exactamentecomme il faut, por decirlo de alguna manera. No estoy aquí para eso. Se enfadarían conmigo si yo fuera en la ambulancia en una situación como ésta y… empezara a predicar.
Elvy lo comprendió. Le pareció probablemente un poco pusilánime, pero, claro, la mayoría de la gente no querría ni ver a un predicador del juicio final una noche como aquélla.
– Entonces, ¿usted cree… en el regreso de Cristo, y todo eso? ¿En qué va a ser así también?
El sacerdote ya no pudo contenerse más. En su semblante se dibujó una sonrisa amplia, emocionada, y le confió en voz baja:
– ¡Sí! Sí, eso creo.
Elvy le devolvió la sonrisa. Al menos ya había dos creyentes.
Los dos hombres de la ambulancia aparecieron en las escaleras llevando a Tore entre ellos. Había una expresión de repugnancia contenida en el rostro de ambos. Elvy comprendió el motivo cuando se acercaron. Tore tenía la pechera de la camisa mojada y manchada con un líquido amarillento, y todo él desprendía una insoportable pestilencia a alimentos podridos. El muerto había empezado a descongelarse.
– Bueno, bien -empezó Bernt-. Aquí tenemos a…
– Tore -dijo Elvy.
– Tore, bien, bien.
Flora iba detrás. Había estado en el dormitorio para recoger su ropa y su mochila. Se acercó a Bernt, y le miró un momento de arriba abajo. El sacerdote hizo lo mismo; sus ojos se posaron un segundo en la camiseta de Marilyn Manson y Elvy cruzó las manos sobre el pecho tratando de comunicarle mentalmente a su nieta que aquél no era el momento oportuno para una discusión teológica, pero la pregunta de Flora fue de carácter más práctico.
– ¿Qué hacen con ellos? -inquirió la joven.
– Nosotros… de momento los llevamos a Danderyd.
– ¿Y qué piensan hacer después?
Tore ya había sido introducido en la ambulancia, y Elvy le dijo:
– Flora, tienen mucho trabajo…
– ¿No te preocupa? -preguntó Flora, dirigiéndose hacia Elvy-. ¿No quieres saber lo que piensan hacer con el abuelo?
– Bueno, ésa es… -Bernt carraspeó-… una pregunta muy natural, y la verdad es que no lo sabemos. Pero puedo asegurarles que no se va a, digamos, hacer nada con ellos, por decirlo de alguna manera.
– ¿Y eso qué significa? -preguntó Flora.
– Verás… -Bernt arrugó el entrecejo-. Yo no sé a qué te referías, pero supuse que…
– En ese caso, ¿cómo puede estar tan seguro?
Bernt lanzó una mirada a Elvy, «sí, ya ves estos jóvenes», y ésta se la devolvió sin entusiasmo. Uno de los hombres de la ambulancia se había quedado con Tore, el otro se acercó hasta ellos y anunció:
– El equipaje está listo.
El sacerdote esbozó una mueca y el hombre de la ambulancia respondió con una sonrisa burlona, y dijo:
– Venga, ¿nos largamos?
– Sí. -Bernt se volvió hacia Elvy-. ¿Quizá desee usted acompañarle? -Como la anciana negó con la cabeza, él dijo-: ¿No? Pues entonces alguien se pondrá en contacto con usted tan pronto… tan pronto como sepamos algo.
Y le tendió la mano a Elvy para despedirse. Cuando se la ofreció a Flora, ella se la estrechó y dijo:
– Yo voy con ustedes.
– No -contestó Bernt mirando a Elvy-. Seguramente no es lo más adecuado.
– Sólo hasta la ciudad -insistió Flora-. Me llevan. Ya se lo he preguntado.
Bernt se volvió hacia el conductor de la ambulancia, y éste se lo confirmó con un asentimiento. El sacerdote lanzó un suspiro, y se dirigió a Elvy.
– ¿Le da usted permiso?
– Ella es libre, puede hacer lo que quiera.
– Ya -dijo Bernt-. Me lo imaginaba.
Flora se acercó y le dio un abrazo a Elvy.
– Tengo que ir a la ciudad y hablar con un amigo.
– ¿Ahora?
– Sí. Si tú te las arreglas sola, claro.
– Yo me arreglo sola.
Elvy se quedó junto a la verja del jardín viendo cómo su nieta se subía en la parte de atrás junto a Bernt. Les dijo adiós con la mano y pensó en el hedor mientras se cerraban las puertas. El motor se puso en marcha, la luz azul se encendió un instante, pero luego se apagó. La ambulancia dio marcha atrás despacio en el aparcamiento de la casa de enfrente, volvió y…
Se le tensaron los dedos de las manos y puso unos ojos como platos cuando una percepción extrasensorial omnipresente le atravesó el cuerpo como una estaca: Tore.
Retrocedió y buscó apoyo en el poste de la verja. Tore estaba allí. Ese mismo rastro distintivo omnipresente en su habitación, que ahora iba desvaneciéndose lentamente, se le había metido en la cabeza con toda su fuerza hasta llenarle el cuerpo y la mente, hasta que Elvy escuchó la voz de su difunto marido.
«¡Madre, ayúdame! Me han apresado… No quiero irme… Quiero quedarme en casa, madre…».
El vehículo salió del aparcamiento.
«Madre… ella viene, ella…».
Y Tore salió otra vez del cuerpo de Elvy como una culebra mudando de piel, pero si la voz del difunto había sonado tan fuerte como si la hubieran amplificado mediante altavoces, ahora pudo discernir en medio de la algarabía otra más débil, la de Flora.
«Abuela… ¿me escuchas? ¿Es a ti a quien él…?».
Elvy sintió físicamente que el campo se debilitaba al tiempo que recuperaba su cuerpo, y sólo alcanzó a contestar…
«Te escucho».
… antes de que desapareciera y ella volviera a ser sólo Elvy, apoyada en el poste de la verja. La ambulancia aceleró conforme avanzaba por la calle y ella la veía sólo como una mancha blanca; luego tuvo que agachar la cabeza, forzada por un zumbido en los oídos, ensordecedor como el de miles de mosquitos, y por el dolor de cabeza, que proyectaba soles rojos sobre los párpados.
Pero ella había visto.
La anciana se agarró al poste para no caer contra el asfalto, incapaz de levantar la cabeza o abrir los ojos para ver mejor. No podía. Eso no estaba permitido.
El dolor le duró sólo unos segundos, después desapareció de repente. Elvy levantó la cabeza, miró hacia el punto donde había estado la ambulancia un momento antes.
La mujer había desaparecido.
Pero Elvy la había visto. Un segundo antes de que la ambulancia desapareciera de su vista, ella había visto por el rabillo del ojo cómo una mujer alta y delgada de cabellos negros salía desde detrás del vehículo y extendía un brazo hacia él. Luego, el dolor la había obligado a apartar la vista.
La anciana miró a lo largo de la calle. La ambulancia desapareció a lo lejos en el cruce con la vía principal. La mujer se había esfumado.
«¿Estará… ahora… dentro de la ambulancia?».
Elvy se apretó la frente con la mano y se concentró todo lo posible.
«¿Flora? ¿Flora?».
No hubo respuesta. No había contacto.
En realidad, ¿qué aspecto tenía esa señora? ¿Cómo iba vestida? Era imposible recordarlo. La imagen se le escurría entre los pliegues de la memoria cuando intentaba recordar el semblante o el cuerpo atisbados durante una fracción de segundo. Era como evocar un recuerdo de la primera infancia; uno podía recordar un detalle concreto, algo que se le había quedado grabado. Todo lo demás permanecía en las sombras.
No se acordaba de su rostro ni de su ropa. Se habían borrado de su memoria. Sólo estaba segura de una cosa: entre los dedos de aquella mujer sobresalía algo que emitía un leve reflejo a la luz de la farola. Algo pesado. Algo de metal.
Elvy entró corriendo en casa para tratar de ponerse en contacto con Flora por el sistema convencional. Marcó su número de móvil.
– El abonado del número al que usted llama no está disponible en este momento…
Råcksta, 02:35
Las voces y los ruidos del metal despertaron a Mahler.
Por un instante se sintió totalmente desorientado. Estaba sentado con algo en los brazos y le dolía todo el cuerpo. ¿Dónde estaba?, y ¿por qué?
Entonces lo recordó.
Elias seguía sobre su regazo, inmóvil. La luna había seguido su camino mientras él estaba sentado, ya sólo se la veía parcialmente detrás de las copas de los abetos del Jardín del Recuerdo.
¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Una hora? ¿Dos?
Se oyó un chirrido cuando se abrió la verja de hierro y varias sombras se deslizaron hacia el espacio abierto delante de la capilla. Encendieron linternas y las luces danzaron sobre el empedrado. Se oyeron voces.
– … es demasiado pronto para responder en estos momentos…
– ¿Pero qué piensan hacer ustedes en el caso de que sea así?
– Primero vamos a escuchar y ver qué… envergadura tiene, después…
– ¿Piensan abrir las tumbas ahora?
Gustav creyó reconocer la voz del que preguntaba. Karl-Erik Ljunghed, uno de sus colegas del periódico. No pudo escuchar la respuesta. Su nieto permanecía inmóvil entre sus brazos, como muerto.
Estaba sentado en una oscuridad casi total. No podrían descubrirle a menos que dirigieran las linternas hacia el muro. Movió a su nieto con cuidado. No pasó nada. El terror se adueñó de su pecho.
«Todo esto, y ahora…».
Mahler encontró la mano seca y dura de Elias, puso sobre ella sus dedos índice y corazón, presionó. La mano se cerró en torno a sus dedos. Las luces de cinco linternas se movían dentro del cementerio, seguidas por las sombras.
Después del rato que había permanecido sentado, su cuerpo estaba rígido como una piedra, daba la impresión de que mientras dormía le habían sacado la columna vertebral y la habían sustituido por un hierro candente. ¿Por qué no salía? Karl-Erik podía echarle una mano, ¿por qué no les llamaba?
«Porque…».
Porque no debía hacerlo. Porque eran… ellos. Los otros.
– Elias, tengo… tengo que dejarte un momento en el suelo.
El pequeño no respondió. Gustav retiró sus dedos de los de Elias con una sensación de pérdida, y lo depositó con cuidado en el suelo. Consiguió ponerse en pie, apoyando la espalda contra el muro y valiéndose sólo de los músculos de las piernas.
Las luces de las linternas bailaban como fantasmas en la zona de las tumbas, y Mahler prestó atención para oír si se acercaba alguien más. Lo único que escuchó fueron las voces lejanas de los que habían llegado antes, y bajo, muy bajo, Eine Kleine Nachtmusik desde su móvil en el coche. El anuncio de la luz roja del amanecer rayaba el cielo.
– ¿Elias?
No hubo respuesta. Su cuerpecillo yacía tendido sobre el empedrado, como si no fuera más que una sombra.
«¿Me oirá? ¿Me verá? ¿Sabrá que soy yo?».
Se agachó, puso las manos debajo de las rodillas y de la cabeza de Elias, se levantó y fue hacia el coche.
– Ahora nos vamos a casa, chaval.
En el aparcamiento había ahora otros tres coches: una ambulancia, un Audi con el logo del periódico y un Volvo de matrícula rara con los números de color amarillo sobre el fondo negro. Mahler tardó un poco en caer en la cuenta: era un vehículo militar.
«¿El ejército? ¿Será tan grave?».
La presencia del vehículo militar lo reafirmó en la idea de que había hecho bien en no dar a conocer su presencia. Cuando los militares entraban en escena, alguna otra cosa salía por la ventana.
El cuerpo de Elias era ligero, muy ligero, en sus brazos. Inexplicablemente ligero teniendo en cuenta lo… gordo que se había puesto. Su estómago era tan grande que los últimos botones del pijama habían saltado debido a la presión. Pero Mahler sabía que allí dentro sólo había gas formado por la putrefacción de las bacterias de la flora intestinal. Nada que pesara.
Colocó con cuidado a Elias en el asiento trasero, bajó el respaldo de su asiento al máximo para poder sentarse con la espalda apoyada. Conducía casi tumbado cuando salió del aparcamiento. Bajó las ventanillas de los dos lados.
Sólo había un par de kilómetros hasta su apartamento. Mahler fue hablando con Elias durante todo el recorrido, sin obtener ninguna respuesta.
Gustav colocó a Elias en el sofá sin encender las luces de la sala de estar, se inclinó sobre él y le besó en la frente.
– Ahora vuelvo, pequeño. Sólo voy a…
Sacó tres analgésicos del cajón de las medicinas que tenía en la cocina y se los tragó con un poco de agua.
«Ya está… Ya está».
El roce con la frente de Elias permanecía aún en sus labios. Piel fría, dura, sin respuesta. Era como besar una piedra.
No se atrevía a encender las luces del cuarto de estar. Elias permanecía completamente inmóvil en el sofá. El pijama de seda brillaba suavemente con las primeras luces del alba. Mahler se pasó las manos por el rostro y pensó:
«¿Qué estoy haciendo?».
Sí, ¿qué cojones estaba haciendo, en realidad? Lo primero porque Elias estaba muy enfermo. ¿Qué se hace con un niño gravemente enfermo? ¿Se lo lleva uno a su apartamento? Respuesta incorrecta. Se llama a una ambulancia, se preocupa uno de que llegue al hospital…
«Depósito de cadáveres».
… para que reciba atención médica.
Pero estaba lo del depósito de cadáveres. Lo que él había visto allí. Los muertos se resistían mientras los sujetaban. Y él no quería ver al niño en esa película, pero ¿qué podía hacer? Estaba claro que él no tenía ninguna posibilidad de hacerse cargo de Elias, de hacerle…, lo que le tuvieran que hacer.
«¿Y tú crees que la tienen en el hospital?».
Empezó a sentir algo de alivio en la espalda. Recuperó la sensatez. Iba a llamar a una ambulancia, por supuesto. No era posible hacer otra cosa.
«Mi pequeño. Mi niño precioso».
Si el accidente hubiera ocurrido sólo un mes más tarde… Ayer. Anteayer. Si Elias se hubiera librado de pasar tanto tiempo enterrado, habría evitado los estragos que la muerte había causado en él; no sería ese ser reseco parecido a un saurio en el que todo lo que sobresalía del cuerpo era negro. Mahler, por mucho que le quisiera, se daba cuenta de que Elias ya no parecía humano. Parecía como algo que uno mira a través de un cristal.
– Cariño, voy a llamar a un médico, a alguien que pueda ayudarte.
Sonó el móvil.
En la pantalla aparecía el número del periódico. Esta vez contestó la llamada.
– Sí, soy…
Benke parecía que estaba a punto de echarse a llorar cuando le interrumpió:
– ¿Dónde has estado? Primero pones en marcha toda esta mierda y luego te esfumas, ¿no?
Mahler no pudo evitar una sonrisa.
– Benke, no he sido yo quien ha «puesto en marcha» todo esto. Soy inocente del todo.
Se hizo un silencio al otro lado del teléfono. Mahler pudo oír que había gente hablando por allí, pero no identificó ninguna de las voces.
– ¿Gustav? -le interrogó Benke-. ¿Está Elias…?
Lo que le hizo tomar la decisión no fue que confiara en Benke, que lo hacía, por supuesto, sino el darse cuenta de que necesitaba algún modo de comunicarse con el mundo exterior. Mahler respiró profundamente y le confesó:
– Sí. Está aquí. En mi casa.
El ruido de fondo cambió, y Mahler comprendió que Benke se había ido con el teléfono a hablar a algún sitio donde los demás no pudieran oírle.
– ¿Está… en mal estado?
– Sí.
Ahora el silencio era total alrededor de Benke. Probablemente se había metido en algún despacho vacío.
– Bueno, Gustav. No sé qué decirte.
– No tienes que decirme nada, pero quiero saber qué están haciendo. Si hago bien.
– Están reuniéndolos a todos. Los llevan a Danderyd. Han empezado a abrir las tumbas por todas partes. Han pedido ayuda al ejército, recurriendo a una disposición que hace referencia al riesgo de epidemia. La verdad es que nadie sabe nada. Yo creo… -Benke hizo una pausa-. No sé, pero yo también tengo nietos, como tú sabes. A lo mejor haces bien. Reina un cierto… pánico.
– ¿Sabe alguien por qué pasa esto?
– Nadie. Y ahora, Gustav… voy al otro tema.
– Benke, no puedo. Estoy completamente destrozado.
Benke resopló en el auricular; Mahler se dio cuenta del esfuerzo que le suponía mantener la calma y no empezar a gruñir.
– ¿Tienes las fotos? -le preguntó.
– Sí, pero…
– Entonces -dijo Benke-, ésas son las únicas fotos no intervenidas que se han tomado dentro del hospital y tú el único periodista que ha conseguido entrar antes de que lo cerraran. Gustav, con todo el respeto debido a la situación que estás viviendo, y que yo no puedo imaginarme siquiera, el caso es que yo estoy aquí y hago un periódico. Estoy hablando en estos momentos con mi mejor periodista, que está en posesión del mejor material existente. ¿Acaso puedes tú ponerte en mi situación?
– Benke, tienes que entender que…
– Te entiendo. Pero, por favor, Gustav, por favor, ¿no puedes hacer algo…? Lo que sea. ¿Las fotos y un pequeño texto directo? ¿Por favor? Y si no puede ser, pues las fotos, sólo las fotos.
Si hubiera podido reírse, Mahler se habría echado a reír, pero en esos momentos sólo le salió un gemido. En los quince años que ambos habían trabajado juntos no lograba recordar ni una sola vez en la que Benke hubiera pedido nada. La expresión «por favor» con signos de interrogación no existía en su vocabulario.
– Lo intentaré -le contestó.
Como si no se hubiera esperado otra cosa, Benke le espetó:
– Reservo las páginas centrales. Tienes cuarenta y cinco minutos.
– ¡Por Dios!, Benke…
– Que sí. Y, gracias, Gustav. Gracias. Ya puedes empezar.
Colgaron. Mahler miró a su nieto, que no se había movido. Se acercó y le puso el dedo en la mano. Se lo agarró. A Mahler le habría gustado sentarse a su lado, dormirse así, con el dedo en la mano de Elias.
«Cuarenta y cinco minutos…».
Era una locura. ¿Por qué había dicho que sí?
Porque no había otra alternativa: él había sido periodista toda su vida, y sabía que lo que Benke le había dicho era cierto. Él tenía en sus manos el mejor material existente de la noticia más importante… que había producido nunca. No podía dejarlo pasar. De ninguna manera.
Se sentó frente al ordenador, fue seleccionando las imágenes en su cabeza y los dedos empezaron a moverse sobre el teclado.
El ascensor arranca con una sacudida. Oigo gritos a través de las gruesas paredes de cemento. La planta del depósito de cadáveres aparece a través del cristal que hay en la puerta.
SEGUNDO INFORME
00:22. El ministro de Sanidad y Asuntos Sociales llega al ministerio. Bajo su dirección se ha nombrado con carácter temporal una comisión integrada por representantes de varios ministerios y de la policía, así como médicos especialistas en diversas materias.
Se ha puesto a disposición de dicha comisión una sala de conferencias para que funcione provisionalmente como su sede central. Pronto será conocida como la Sala de los Muertos.
00:25. El primer ministro recibe la noticia en Ciudad del Cabo. La situación se considera tan extraordinaria que se suspende un encuentro con Nelson Mandela programado para el día siguiente, y el avión oficial se prepara para iniciar el viaje de regreso. El vuelo durará once horas.
00:42. A la Sala de los Muertos llegan los primeros datos irrefutables sobre resurrecciones en los cementerios. Ya se han barajado algunas cifras. Hay unas 980 personas más. La policía hace pública su falta de recursos para hacerse cargo de las exhumaciones.
00:45. Aumenta la necesidad de emitir un comunicado desde la Sala de los Muertos. Reina una cierta confusión enla terminología. Tras un breve encuentro, deciden que en adelante se utilizará el término «redivivo» para referirse a los muertos que han despertado.
00:50. El ejército se hará cargo del problema de las exhumaciones. Y puesto que la ley prohíbe la colaboración entre el ejército y la policía, los representantes de los militares no podrán pasar a formar parte de la comisión. A los militares se les otorga la misma autoridad que en los supuestos de intervención para hacer frente a una catástrofe, y podrán actuar en este asunto como juzguen más oportuno.
01:00. El hospital de Danderyd informa de que 430 redivivos se hallan bajo su custodia en la sección de Infecciosos, y han comenzado el desalojo de algunas secciones con el fin de habilitar espacio. En cada hospital sólo se han reservado dos ambulancias para las urgencias, el resto de su parque móvil está recogiendo a los redivivos. Se solicitan refuerzos.
01:03. En la Sala de los Muertos se discute si no deberían pedir ayuda a las empresas de pompas fúnebres para recoger a los redivivos. Esta decisión podría considerarse de mal gusto y, en vez de eso, se hace un llamamiento a todos los taxis libres para que trasladen a los pacientes del hospital de Danderyd hasta otros centros sanitarios.
01:05. Las declaraciones hechas a la prensa por el coronel Johan Stenberg, a quien el ejército ha puesto al frente de la fuerza de emergencia, llegan a la Sala de los Muertos. «En estos momentos consideramos los cadáveres como un problema estrictamente logístico», había declarado el coronel. Un secretario de prensa del Ministerio de Sanidad y Asuntos Sociales se encarga de informarle de los términos correctos que se deben utilizar.
01:08. El personal sanitario y el sacerdote de una ambulancia son amenazados con una escopeta en Tyresöal tratar de recoger a una rediviva. Solicitan presencia policial.
01:10. La CNN es la primera cadena de televisión extranjera que informa de lo sucedido en Estocolmo. Sólo ofrecen imágenes del caos formado en las inmediaciones de Danderyd y en el reportaje se dice erróneamente que los pacientes trasladados a otros hospitales son los «living dead».
01:14. Tras el reportaje de la CNN aumenta la presión de los medios extranjeros hacia la Sala de los Muertos. Se designa a un portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores para que se haga cargo de la información vía teléfono.
01:17. Sale la primera unidad militar encargada de las exhumaciones. La forman un experto en la desactivación de minas y demás personal militar que ha tomado parte en los trabajos de exhumación de tumbas colectivas en Bosnia bajo el mandato de la ONU. A la espera de que puedan formarse más grupos de características similares, se dirigen al cementerio de Skogskyrkogården para empezar allí las tareas.
01:21. El hombre de Tyresöque se negaba a entregar a su esposa rediviva abre fuego contra la policía. Nadie ha resultado herido.
01:23. El ministro de Sanidad, asesorado por juristas expertos en la materia, decide aplicar en la situación actual las leyes previstas para los casos de riesgo de pandemia, lo cual otorga a la policía similares competencias, todo ello a la espera de que lleguen los análisis médicos. Se ha pedido al Instituto de Medicina Forense que agilice al máximo sus trabajos.
01:24. Se autoriza a la policía de Tyresöel uso de gas lacrimógeno, pero se decide no hacerlo, ya que el hombre armado es un anciano y podría resultar gravemente afectado. Un mediador se pone en contacto telefónico con el hombre mientras se acerca al lugar.
01:27. El primer informe médico indica que los redivivos al parecer no utilizan los órganos respiratorios ni los de la circulación sanguínea. Las primeras biopsias hablarían, no obstante, de que pueden darse ciertas reacciones y procesos físico-químicos asimilatorios. «Todo es imposible totalmente, pero hacemos cuanto podemos», asegura el especialista en medicina interna que dirige la investigación.
01:30. En Danderyd hay ingresados 640 redivivos y se solicita la llegada de nuevos refuerzos procedentes de otros hospitales. Por razones que hasta ahora no han trascendido, surgen constantes conflictos entre el personal sanitario, lo cual dificulta la colaboración.
01:32. Tras duras presiones de los medios nacionales e internacionales, el portavoz de la Sala de los Muertos informa de que se ofrecerá una rueda de prensa en el Parlamento, Riksdagshuset, a las 06.00.
01:33. La llegada de familiares con ataques de ansiedad en diverso grado sobrecarga los servicios de urgencias de psiquiatría y de los centros médicos. La unidad de psiquiatría de la policía empieza a recibir a policías psíquicamente exhaustos.
01:35. La búsqueda de los redivivos fugitivos parece que puede darse por terminada. No obstante, se han pedido refuerzos desde el albergue de la ONG Stadsmissionen, donde algunos de los usuarios se han opuesto a que la policía se hiciera cargo de un mendigo fallecido hace dos semanas, que ha regresado ahora.
01:40. En el cementerio de Skogskyrkogården se desentierra al primer redivivo. Se informa de que se encuentra «en el estado más lamentable que pueda imaginarse», ya que ha sido sacado de una fosa en la que la tierra aún estaba húmeda.
01:41. El intermediario llega a Tyresö. Lo último que el hombre de la escopeta dice por teléfono es: «Ahora me voy con ella», tras lo cual se pega un tiro. El personal de la ambulancia se hace cargo de la esposa rediviva mientras la policía acordona la zona. El hombre no da ninguna señal de volver a la vida.
01:41. Desde el cementerio de Skogskyrkogården se ruega la ayuda de personas animosas. El hombre exhumado intenta escaparse de allí.
01:45. Danderyd empieza a perder el control. En estos momentos hay ingresados 715 redivivos, han surgido disputas y en algunos casos incluso peleas entre el personal que está en contacto directo con los redivivos.
01:50. El ejército, sin consultar con la Sala de los Muertos, solicita la presencia de unidades de zapadores para construir en Skogskyrkogården un cercado provisional donde retener a los exhumados mientras esperan el transporte.
01:55. Después de hablar con el personal de Danderyd parece claro que los conflictos surgen, según aseguran, a causa de la capacidad de leerse los pensamientos los unos a los otros.
02:30. Los redivivos de especial interés para la resolución de este misterio son trasladados a la Dirección Nacional de Medicina Forense en el Instituto Karolinska de Solna. Dentro de ese grupo se encuentran Eva Zetterberg, capaz de hablar, y Rudolf Albin, el redivivo que llevaba más tiempo muerto antes de resucitar.
02:56. Tomas Berggren, catedrático de Neurología, realiza la primera entrevista a Eva Zetterberg.
PRIMERA CONVERSACIÓN
Lo que sigue a continuación es una transcripción de la cinta grabada durante la primera conversación que mantuve con la paciente Eva Zetterberg. El interés por esta paciente es especial puesto que transcurrió un espacio de tiempo muy breve entre la pérdida de sus funciones vitales y su despertar sin el apoyo de dichas funciones.
La capacidad de la paciente para comunicarse oralmente ha ido mejorando continuamente desde que revivió.
La conversación se realizó en la Dirección Nacional de Medicina Forense en Solna, el miércoles 14 de agosto de 2002, de 02:56 a 03:07.
TB: Me llamo Tomas. ¿Cómo te llamas?
EZ: Eva.
TB: ¿Puedes decirme tu nombre completo?
EZ: No.
TB: ¿Puedes decirme cómo te apellidas?
EZ: No.
[Pausa]
TB: ¿Puedes decirme tu nombre?
EZ: No.
TB: ¿Cómo te llamas?
EZ: Eva.
TB: Eva es tu nombre.
EZ: Eva es mi nombre.
TB: ¿Puedes decirme tu nombre?
EZ: Eva.
[Pausa]
TB: ¿Sabes dónde te encuentras?
EZ: No.
TB: ¿Qué hay aquí?
EZ: ¿Dónde es aquí?
TB: Aquí es el sitio donde está Eva.
EZ: No.
TB: ¿Dónde está Eva?
EZ: Eva no está aquí.
TB: Tú eres Eva.
EZ: Yo soy Eva.
TB: ¿Dónde estás?
[Pausa]
EZ: Hospital. Un hombre blanco. Se llama Tomas.
TB: Sí. ¿Dónde está Eva?
EZ: Eva no está aquí.
[TB toca la mano de EZ]
TB: ¿De quién es esta mano?
EZ: Mano. La mano de yo.
TB: ¿Quién es Yo?
EZ: Tomas.
[Pausa]
TB: ¿Quién eres tú?
EZ: Soy Eva.
[TB toca la mano de EZ]
TB: ¿De quién es esta mano?
EZ: Mano de… Eva.
TB: ¿Dónde está Eva?
EZ: Eva está aquí. [Pausa] No.
TB: ¿Qué hay donde está Eva?
EZ: No.
[Pausa]
TB: ¿Puedo hablar con Eva?
EZ: No.
TB: ¿Qué ven tus ojos?
EZ: Una pared. Una sala. Un hombre. Se llama Tomas.
TB: ¿Qué ven los ojos de Eva?
EZ: Eva no ojos.
TB: ¿Eva no tiene ojos?
EZ: Eva no ve.
[Pausa]
TB: ¿Qué oye Eva?
EZ: Eva no oye.
TB: ¿Entiende Eva lo que yo digo?
[Pausa]
EZ: Sí.
TB: ¿Puedo hablar con Eva?
EZ: No.
TB: ¿Por qué no puedo hablar con Eva?
EZ: Eva ninguna… boca. Eva miedo.
[Pausa]
TB: ¿Por qué tiene miedo Eva? [Pausa] ¿Puedes decirme porqué Eva tiene miedo?
EZ: Eva quedarse.
TB: ¿Eva quiere quedarse donde está?
EZ: Sí.
TB: ¿De qué tiene miedo Eva?
EZ: No.
[EZ sacude con fuerza la cabeza]
EZ se niega a responder más preguntas después de eso.
Heden, 03:48
Flora miró el móvil en el autobús nocturno hacia Tensta y vio que su abuela la había telefoneado cinco veces. La llamó inmediatamente:
– Hola, soy yo…
Un suspiro de alivio procedente del otro extremo del hilo sopló en el oído de la joven.
– ¡Oh, hija mía! ¿Estás bien?
– Sí. ¿Por qué?
– No, es que creía que… he tratado de llamarte.
– No podía llevar el móvil encendido en la ambulancia.
– No, no… -Flora ya se imaginaba a Elvy dándose una palmada en la frente-. No, claro. Qué tonta soy.
Se quedaron unos segundos en silencio. Las paredes de los edificios de Rissne se deslizaban fuera de la ventana.
– ¿Abuela? Tú también le oíste, ¿verdad?
– Sí.
– El sacerdote no notó nada. Y al abuelo no se le notaba nada. Seguía allí tumbado, sin más.
Silencio de nuevo. Flora sacó su walkman de la mochila. Era un modelo tan antiguo que había que sacar la cinta y volverla para poder oír la otra cara. QuitóHoly Wood y pusoAntichrist Superstar (light). Luego, se mantuvo a la espera.
– A mí… me pareció ver algo -dijo Elvy finalmente.
– ¿El qué?
La anciana dudó un poco y luego dijo:
– Sólo quería saber si te encontrabas bien. ¿Estás en un autobús?
– Sí.
Como Flora no le dio más explicaciones, Elvy tampoco le preguntó nada más. Se despidieron con la promesa de llamarse al día siguiente. Flora se acurrucó en el asiento, se puso los auriculares en las orejas y le dio al botón deplay, apoyó la cabeza en la ventanilla y cerró los ojos.
We hate love… We love hate…We hate love…
Cuando el bus la dejó en el centro de Tensta aún debía caminar un kilómetro. El camino de Akalla la llevaba casi recto, pero en el último trecho, ese que discurría por los terrenos de Järvafältet, no había más senderos que los abiertos por las excavadoras hacía diez años, luego desapareció toda la maquinaria de las constructoras, y la vegetación volvió a invadir aquellas pistas.
Cuando llegó a un alto, Flora contempló Heden al otro lado. Las primeras luces del alba resaltaban el relieve anguloso de los edificios grises. Había venido aquí por la noche otra vez. Fue ese mismo año, en la primavera, y entonces, en medio de la oscuridad de la noche, desde esta misma altura, no había podido ver nada del suburbio; sólo supo que estaba allí por un presentimiento, por el cambio del sonido a su alrededor.
No había ninguna farola, tampoco había luz en ninguna ventana, ya que no habían instalado el tendido eléctrico; no había agua ni desagües. Las obras no llegaron nunca tan lejos.
La luz del amanecer iba impregnando el cielo mientras Flora bajaba la cuesta conTourniquet torturándole los oídos, y se reflejaba en las pocas ventanas que aún quedaban enteras de las fachadas de los edificios. Hasta hacía unos años la zona había estado cercada, como si fuera, desde el punto de vista formal, un terreno en construcción, pero después de que los habitantes de Heden abrieran por enésima vez nuevos accesos, las autoridades ya no se habían molestado en arreglarlo. Una buena parte de la valla había desaparecido para dedicarla a otros usos y el resto estaba tirado por el suelo, esparcido entre la hierba.
Al mismo tiempo se dieron por vencidos los limpiadores de las pintadas, de modo que la parte baja de las fachadas era una amalgama de zarzas y de auténticas obras de arte.
El pleito sobre quién debía hacerse cargo de la demolición de Heden llevaba ya cinco años en los tribunales, y no habría ningún responsable mientras no hubiera una sentencia firme. Heden era la vergüenza de la capital; un proyecto de construcción fracasado y envuelto en turbios avatares, donde ahora se daban cita quienes no tenían otro sitio adonde ir. De vez en cuando pasaba por allí la policía y hacía un poco de limpieza, pero como no había recursos para hacerse cargo de lo que encontraban, preferían hacer la vista gorda.
Flora pasó de la hierba al asfalto. El letrero de la fachada más próxima decía que se encontraba en la calle Ekvatorvägen. Un grafiti rodeaba el letrero de manera que parecía que un demonio, desnudo y sonriente, con rastas y un enorme órgano genital, sostenía el cartel en la mano.
Flora apagó el walkman entre Tourniquet y Angel with Scabbed Wings. Para meter todo el disco había tenido que quitar algunos temas, y la elección había sido sencilla. Se quitó los auriculares de las orejas y orientó hacia el silencio sus tímpanos anestesiados por la música, reprendiéndose a sí misma porque empezaba a encogérsele el estómago de miedo…
«Vaya pija de mierda».
… pero los únicos ruidos que se oían eran los de las personas. No había dado tiempo a plantar árboles ni arbustos, y por eso no había ningún pájaro, ningún susurro de hojas. Sólo personas: sus voces, sus gritos. Dejó la calle Ekvatorvägen con paso rápido, continuó a lo largo de la calle Latitudvägen y entró en el patio de Peter.
Los cristales rotos crujían bajo sus pies y el ruido rebotaba entre las desnudas paredes de cemento. Todas las construcciones a su alrededor eran edificios de tres plantas, y en el patio destacaba uno grande en el centro. Según Peter, estaba pensado instalar allí la lavandería, la sala de reuniones y el cuarto de recogida de basuras de toda la parcela, pero no había agua con la que lavar, ni pasaba nadie a recoger la basura, y la gente no tenía ganas de reuniones.
Flora se movía con cuidado sobre las bolsas de plástico y los cartones esparcidos por el suelo, pero no podía evitar los cristales y alguien advirtió su presencia. Alguien, que estaba sentado contra la puerta de hierro de la lavandería, se levantó y avanzó hacia ella. La muchacha siguió adelante, acelerando el paso.
– Eh, tú… chica…
El tipo se colocó delante de ella en el estrecho camino. Ella miró a su alrededor. No había nadie más por allí cerca. El hombre le sacaba la cabeza, tenía un acento finlandés muy marcado y desprendía un olor que ella no pudo reconocer. Cuando él levantó la mano y Flora vio la botella, entonces reconoció el olor: alcohol de quemar. El hombre le alargó la botella; una botella de refresco con algo dentro, quizá un trozo de pan, metido en el cuello de la botella a modo de filtro.
– Oye, Pippi Calzaslargas, ¿quieres un trago?
Flora meneó la cabeza.
– No. Gracias, ahora no me apetece.
Al oír aquella voz tan clara al hombre le dio por pensar en otra cosa, o esa impresión dio, pues se inclinó y observó la cara de Flora. Ella se quedó paralizada.
– No me jodas… -dijo el hombre-. Pero si eres… una cría. ¿Qué has venido a hacer aquí?
– A ver a un amigo.
– Ah, bueno.
El desconocido se quedó tambaleándose, como pensándoselo. Con mucho cuidado dejó la botella en el suelo justo a su lado. La muchacha registraba hasta el más mínimo movimiento, dispuesta a salir corriendo si era necesario. El hombre extendió los brazos.
– ¿Me das un abrazo?
Ella no se movió. El hombre no parecía malo, la verdad, sólo miserable. Pero sólo en las películas infantiles los malos parecen malos. Llevaba los últimos botones de la camisa desabrochados, quizá perdidos, dejando al descubierto la barriga blanca. Su cara parecía demasiado pequeña, con aquel cuerpo tan hinchado, e incluso bajo aquella luz tenue se le notaban los vasos capilares en las mejillas, en la nariz. El hombre dejó caer los brazos y dijo:
– Tengo una hija… tenía una hija… vive, pero… tendrá la misma edad que tú, creo yo. -Se quedó pensándolo-. Trece años. Llevo ocho años sin verla. Kajsa. Así es como se llama. -Hizo un gesto señalando el bolsillo de su pantalón-. Tenía una foto, pero…
El hombre dejó caer los hombros y Flora pensó que iba a empezar a llorar. Cuando ella siguió andando, él se quedó murmurando algo para sí mismo.
La ventana de Peter se hallaba a ras del suelo y estaba entera. Como su vivienda inicialmente estaba pensada como el cuarto de las bicicletas, y de hecho ahora también funcionaba como tal, la ventana era de vidrio reforzado y hacía falta cierto empeño para romperla. Flora se agachó y llamó.
Oyó pasos que se arrastraban detrás de ella, se volvió y vio al finlandés abalanzándose sobre ella. Llevaba de nuevo los brazos extendidos y a Flora se le pasó por la cabeza una imagen propia del mismo Manson…
«Pollo broiler crucificado».
… después, el finlandés puso morritos y dijo con voz de bebé:
– Entonces, ¿vas a darme un abrazo pequeñito?
Flora se levantó y se escabulló del alcance de sus manos. El tipo siguió con los brazos extendidos y la mirada perruna. Ella entornó los ojos y ladeó la cabeza.
– ¿Acaso no te das cuenta de lo asqueroso que eres?
Al otro lado de la ventana se encendió una linterna y Flora oyó la voz de Peter.
– ¿Quién es?
Sin apartar la mirada del finlandés, Flora respondió:
– Soy yo.
Flora bajó la corta rampa de las bicicletas y se detuvo frente a una puerta de hierro cerrada, decorada con un grafiti que representaba un paisaje estival. Era una de las pocas puertas de la zona con cerradura, porque Peter la había puesto. Se oyó un chirrido y se abrió la puerta. Peter sujetaba con una mano el ligero saco de dormir en el que iba envuelto, en la otra llevaba la linterna.
– Pasa.
Ella echó una última mirada al finlandés, que seguía allí tambaleándose, con las manos aún extendidas hacia la noche y los recuerdos. Cuando Peter cerró la puerta y la luz de la linterna envolvió el cuarto, Flora podría haberse encontrado en cualquier zona habitada. Las bicicletas estaban muy bien colocadas a lo largo de la pared más grande, mientras que uno de los muros menores estaba reservado para el motocarro de Peter.
Peter siguió hasta la otra pared corta, un tabique de separación que él mismo había construido, y abrió la puerta disimulada con la misma pintura del muro. Así había conseguido evitar la expulsión cada vez que la policía aparecía por allí, ya que en sus registros someros no habían descubierto ese escondite.
La habitación situada detrás de la pared sólo tenía seis metros cuadrados y en ella sólo había espacio para la cama, que Peter había encontrado en un contenedor y se había traído a casa en la moto; una silla y una mesa en la que tenía la comida muy bien colocada, una cocina de camping y un bidón de agua. En el suelo, al lado de la cama, había un estéreo enchufado a una batería de coche, y en un derroche de imaginación, Peter poseía un cepillo de dientes que funcionaba a pilas y una maquinilla de afeitar. Tenía también una Gameboy, un despertador y el móvil; además de la linterna. Flora solía llevarle pilas como regalo.
Peter echó el pestillo de la puerta y se tumbó en la cama, bajó la cremallera del saco y éste se convirtió en un edredón. Flora se quitó el jersey y los pantalones, se metió en la cama con él y apoyó la cabeza sobre su hombro.
– Peter…
– ¿Mm?
– ¿Sabes lo que ha pasado esta noche?
– No.
Flora le contó toda la historia. Desde que se despertó en casa de Elvy hasta su llegada a la ciudad con la ambulancia.
– Qué raro -comentó él cuando terminó de contárselo, y le rodeó la cabeza con el brazo. Después de unos segundos, Flora notó que respiraba profundamente: se había dormido.
La luz del amanecer había convertido la única ventana en un rectángulo gris claro y Flora permaneció tanto tiempo con la vista clavada en él que se le quedó grabado en la retina un buen rato después de que ella hubiera cerrado ya los ojos.
Por la pesadez de cabeza, Flora se dio cuenta de que había dormido pocas horas, cuando la despertaron unos ruidos en la habitación contigua. Se puso de pie en la cama y miró a través de la mirilla. Un individuo de aspecto árabe e inusualmente bien vestido para esa zona estaba sacando una bicicleta. Flora no estaba segura, pero creyó reconocerle: era el hombre que solía sujetar una pancarta publicitaria en la calle Drottningsgatan.
Cogió su bici y se fue, cerrando la puerta al salir. Peter había dado llaves sólo a quienes le alquilaban el sitio a él. Costaba veinte coronas al mes guardar la bici en aquel cuarto cerrado y vigilado. Por supuesto, el alquiler no ofrecía ninguna garantía si la policía efectuaba una redada y se llevaba las bicicletas.
Flora volvió a acostarse, pero no pudo dormirse. Se quedó mirando alternativamente el techo, el rectángulo ahora amarillo resplandeciente y la cara llena de espinillas de Peter, que descansaba sobre la almohada. Después de una hora se levantó y puso a calentar en el infiernillo el agua para el té.
El silbido del aparato despertó a Peter, que se sentó en la cama y miró a la ventana en vez de al despertador para saber qué hora era, y concluyó:
– Pronto. -Y volvió a tumbarse en la cama.
Flora dejó que las bolsas de té reposaran el tiempo suficiente dentro del agua caliente, luego echó la infusión en dos tazas, puso dos cucharaditas de azúcar en cada una y se fue con ellas a la cama.
– Lo que me contaste cuando viniste… -dijo Peter después de beber un par de sorbos.
– ¿Sí?
– ¿Es verdad?
– Sí.
Él asintió, moviendo la taza de té de un lado a otro, luego dijo:
– Bien. -Se levantó, se puso otra cucharadita de azúcar y volvió a la cama. Había temporadas que vivía a base de té y azúcar.
– ¿Te parece que está bien? -le preguntó Flora.
– Por supuesto.
– ¿Por qué?
– No sé. ¿Hay más té?
– No. Se ha terminado el agua.
– Luego iremos a buscar.
Peter se levantó para hacer pis. Se le marcaban las costillas con toda claridad, como si tuviera la piel más fina que el resto de la gente. El chico quitó la bayeta húmeda del cubo de hacer pis, se puso de rodillas e inclinó el cubo para no salpicar. Un leve murmullo del chorro contra el metal. Flora era incapaz de utilizar el cubo. Cuando estaba allí, solía hacer sus necesidades en los retretes públicos que había fuera, pues el ayuntamiento, aunque no quería reconocer la existencia de Heden, había colocado allí varios aseos públicos hacía un par de años, y los vaciaba puntualmente, eso después de que las zonas de bosque de los alrededores hubieran quedado apestadas de papel higiénico, olor a mierda y plantas quemadas por la orina.
– Está bien que la policía tenga otras cosas que hacer -dijo Peter-. Y está bien que ocurra algo así. Debía pasar algo por el estilo.
– Pero es raro, ¿no? -repuso Flora.
– A mí me parece que lo raro es que no haya sucedido antes. ¿Vamos a por agua?
Se vistieron y Peter sacó el motocarro. Medio año le había llevado restaurar y reparar el montón de chatarra que se encontró abandonado y desguazado en mitad del bosque. La verdad era que sólo había podido aprovechar el chasis y las ruedas. A base de buscar y cambiar piezas de otras motos, había conseguido que el motocarro funcionara, además lo había pintado con un spray de color plata metalizado y sobre el depósito de gasolina había escrito «La flecha de plata» con letras negras. Era la única de sus pertenencias de la que realmente se preocupaba. (Si Flora se imaginaba a Peter como Snusmumriken [6], la moto sería su armónica).
Ella cogió el bidón del agua, se sentó en el carro y dieron una vuelta por la zona; recogieron tres bidones que estaban colocados fuera de las puertas. Ése era todo el negocio de Peter: cuidaba las bicicletas y traía y llevaba cosas, entre ellas el agua. Con las mil coronas largas que ganaba con ello al mes, se costeaba la comida en un supermercado de Överskottsbolaget. A veces, los dueños de los puestos de fruta de la plaza de Rinkaby le daban alguna caja con las sobras a la hora de recoger el puesto.
Salieron dando tumbos por el campo, siguieron por Akallavägen y Peter llenó los bidones en la estación de servicio de Shell. Eran casi las nueve y las portadas de los periódicos ya estaban a la vista.
LOS MUERTOS DESPIERTANGRAN REPORTAJEGRÁFICO DELA CONMOCIÓNDE ESTA NOCHE
LOS MUERTOS DESPIERTAN2.000 SUECOS HAN SALIDO ESTA NOCHE DE SUS TUMBAS
El periódico que prometía un reportaje gráfico en el interior llevaba una foto en la portada de lo que parecía una pelea. Algunas personas vestidas de blanco luchaban con ancianos desnudos entre mesas de acero. La otra parecía más el típico cartel de película de terror: unos cuantos viejos con sudarios andaban entre las lápidas.
– Mira -dijo Flora.
– Sí -contestó Peter-. ¿Me ayudas con los bidones?
Entre los dos cargaron los cuatro bidones de veinte litros cada uno. Flora miró a su alrededor y no pudo evitar una punzada de decepción. Todo parecía como siempre. El sol de la mañana lucía lánguido sobre la gente que llenaba los depósitos de gasolina o caminaba por las aceras. Entró en la tienda de la gasolinera y compró los dos periódicos. La dependienta le cobró sin decir nada. Al salir vio a un viejo agachado junto a su coche poniendo aire en las ruedas.
«Como si nada…».
Peter arrancó el motor y ella se subió al carro para sujetar los bidones mientras atravesaban los campos llenos de baches. No se veía ninguna señal en ningún sitio de que el mundo se había ido a pique aquella noche.
Ella había visto la trilogía de los muertos vivientes [7] de George Romero, y aunque no era eso lo que se esperaba, pues, al menos… algo, algo más, cualquier cosa, algo más que convertirse sólo en un nuevo culebrón de los periódicos vespertinos. Peter no preguntaba nada ni se ponía nervioso. Por eso había ido a verle; para escapar, pero ahora, allí sentada, agarrando los bidones en medio del traqueteo del motocarro, casi echaba de menos la ciudad, la escuela, la histeria que suponía debía de reinar allí.
«Imagínate, ¿y si no pasa nada más? Si sólo es tema de conversación durante una semana y luego… nada».
Flora dio un puñetazo a uno de los bidones y parpadeó al sentir el escozor de las lágrimas en los ojos. Volvió a golpear el bidón. Peter no le preguntó el motivo.
Industrigatan, 07:41
– ¿Qué te ocurre, corazón? ¿Estás enfermo?
– No, es sólo… que he dormido mal.
– ¿Y qué tal te fue en Norra Brunn?
– No hubo espectáculo por lo de la luz. Ahora debemos irnos.
David tendió la mano a Magnus por delante de su madre. El niño esbozó una amplia sonrisa y dijo:
– ¡Estuve mirando la tele hasta las diez y media! ¿A que sí, abuela?
– Sí -admitió ella con una sonrisa de mala conciencia-. Como no se podía apagar, y yo tenía un dolor de cabeza tan…
– A mí también me dolía, es verdad -le interrumpió Magnus-. Pero estuve mirando la tele igual. Pusieron Tarzán.
Su padre asintió con un gesto mecánico. Por la cabeza, por detrás de los ojos, le corría lava granulada. Si permanecía allí un minuto más iba a darle un ataque, iba a explotar. No había pegado ojo en toda la noche. Hasta las seis no le habían comunicado que Eva había sido trasladada al Instituto Anatómico Forense. Él había intentado en vano hablar con alguien, luego se fue a casa, allí se había lavado la cara con agua fría y escuchado los mensajes del contestador.
No había ninguna llamada del hospital. Sólo periodistas y el padre de Eva preguntando dónde estaba ella. No se sentía con fuerzas para hablar con él ni con su madre. Por suerte, ella no se había enterado de nada de lo sucedido por la noche.
Cuando Magnus le dio la mano, David tiró de él con demasiada brusquedad. Su madre arrugó en entrecejo y le preguntó:
– Y con Eva, ¿va todo bien?
– Sí, claro. Ahora tenemos que irnos.
Se despidieron y David arrastró a Magnus escaleras abajo. De camino hacia la escuela, el niño le fue contando cosas del capítulo de Tarzán que había visto y su padre iba asintiendo, diciendo que sí sin enterarse de nada. A mitad de camino se llevó a Magnus hacia un banco de un parque.
– ¿Qué pasa? -preguntó Magnus.
David se colocó las manos en las rodillas y clavó la vista en el suelo. Tratando de que se enfriara lo que le ardía dentro de la cabeza, de que se tranquilizara. Magnus jugueteaba con su mochila.
– ¡Papá! ¡No llevo nada de fruta!
El niño enseñaba su mochila vacía para que lo comprobara.
– Compraremos una manzana en el quiosco -le contestó David.
Esas palabras cotidianas y un hecho normal le tranquilizaron. Se abrió una rendija de luz, y a través de ella vio a su hijo de ocho años rebuscando en el fondo de su mochila; tal vez había alguna vieja manzana olvidada allí. El sol de la mañana brillaba sobre sus finos cabellos.
«Nunca te fallaré, pequeño. Pase lo que pase».
La angustia fue sustituida por una enorme tristeza. Como si fuera tan sencillo: hacía un día precioso, lucía el sol, arrojaba sombras borrosas sobre los troncos de los árboles y sobre el hormigón. Y aquí estaba él, sentado en un banco con su hijo que iba a la escuela y necesitaba una manzana para la pausa de la fruta. Y él era un padre que podía entrar en una tienda, sacar unas coronas, comprar una manzana grande y roja y dársela a su hijo, que diría: «Qué bonita», y se la guardaría en la mochila. Si fuera así.
– Magnus… -le dijo.
– ¿Sí? Yo prefiero una pera.
– Vale. Oye…
Se había pasado buena parte de la noche pensando en este momento, en cómo iba a decírselo, en cómo tenía que hacerlo. Quien tenía buena mano para estas cosas era Eva. Ella era la que hablaba con Magnus de cómo debía comportarse él si los chicos mayores se portaban mal, si tenía miedo o estaba preocupado por algo. Él podía apoyarla y seguir su línea, pero no sabía por dónde empezar, ni qué era lo correcto.
– Es que… mamá ha tenido un accidente esta noche. Y está en el hospital.
– ¿Cómo un accidente?
– Chocó con el coche. Con un alce.
Los ojos de Magnus se abrieron como platos.
– ¿Murió el alce?
– Sí, eso creo. Pero… mamá estará unos días en el hospital hasta que… la curen.
– ¿No podré ir a verla?
A David se le formó un nudo en la garganta, pero antes de que se le deshiciera en lágrimas se levantó, agarró a Magnus de la mano y le dijo:
– Ahora no. Más adelante. Pronto. Cuando se ponga buena.
Caminaron un trecho en silencio.
– ¿Y cuándo se pondrá buena? -quiso saber el niño cuando se hallaban cerca del colegio.
– Pronto. ¿Querías una pera?
– Mm.
David entró en el quiosco y compró una pera. Cuando salió, Magnus estaba mirando las portadas de los periódicos.
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El niño las señaló e inquirió:
– ¿Es verdad eso?
El humorista lanzó una mirada a las estridentes letras negras sobre fondo amarillo.
– No lo sé -contestó, y le puso la pera dentro de la mochila. Magnus siguió preguntando durante el último trecho hasta la escuela, y David siguió mintiendo.
Se dieron un abrazo junto a la verja del colegio y David se quedó en cuclillas un rato, vio a su hijo cruzar la puerta de entrada con la mochila rebotándole en la espalda.
David captó fragmentos de una conversación de dos padres que estaban a su lado: «… como una película de terror… zombis… esperemos que consigan encerrarlos a todos… figúrate lo que los niños van…».
Él los reconoció, eran padres de compañeros de clase de Magnus. Una rabia repentina se apoderó de él. Le entraron ganas de lanzarse sobre ellos, zarandearlos y gritarles que aquello no era ninguna película, que Eva no era ningún zombi, que ella sólo había muerto y se había despertado de nuevo, y que pronto se arreglaría todo.
Como si hubiera adivinado lo que se le venía encima, la mujer se volvió y vio a David. Se llevó los dedos a los labios y una súbita compasión transformó la expresión de sus ojos. La mujer se acercó a David agitando los dedos, y dijo:
– Lo siento… he oído… qué horror.
David la miró con hostilidad.
– ¿De qué está hablando?
Evidentemente, la mujer no se había esperado esa reacción, e instintivamente se puso las manos delante a modo de protección frente a la furia de David.
– Sí -repuso ella-. Lo comprendo… salió en las noticias esta mañana…
Él tardó un par de segundos en reaccionar. Había olvidado totalmente la conversación con el reportero, le pareció tan absurda que no pensó que pudiera significar nada para el mundo exterior. Entonces, se acercó también el hombre.
– ¿Podemos hacer algo? -preguntó.
David negó con la cabeza y se fue de allí. Se detuvo fuera del quiosco frente a las portadas.
«Magnus…».
Si alguno de los padres que había visto la televisión por la mañana se lo había contado a sus hijos, entonces Magnus se enteraría por esa vía. ¿Estaba la gente tan mal de la cabeza? ¿Debería volver en busca de Magnus?
Era incapaz de pensar. En vez de eso, entró en el quiosco, compró los dos periódicos y se sentó en un banco a leerlos. Después tenía pensado ir al Centro de Medicina Forense del Instituto Karolinska para enterarse de qué demonios estaban haciendo con ella.
Le costaba concentrarse en la lectura. Las palabras que había captado en la conversación de los otros padres seguían dándole vueltas en la cabeza.
«Película de terror… zombis…».
Él no veía nunca películas de terror, pero hasta ahí sí llegaba; los zombis eran algo peligroso. Algo frente a lo que las personas debían protegerse. Se frotó con fuerza los ojos y concentró la vista en las imágenes, en el texto.
El ascensor arranca con una sacudida. Oigo gritos a través de las gruesas paredes de cemento. La planta del depósito de cadáveres aparece a través de la ventana del ascensor.
El texto, por lo demás estrictamente informativo, terminaba con un alegato que de repente hizo reaccionar a David. Al final, el periodista -Gustav Mahler, leyó David- de pronto, y totalmente fuera de lugar, había dejado oír su propia voz.
… sin embargo, debemos preguntarnos: ¿no son los familiares los que deben decidir qué se debe hacer? ¿Pueden las autoridades tomar decisiones por su cuenta en un asunto que, en el fondo, es una cuestión de cariño? A mí no me lo parece, y creo que somos muchos.
David bajó el periódico.
«Sí», pensó, «en el fondo es una cuestión de cariño».
Se guardó la prensa en la bolsa como si fuera un apoyo silencioso y paró un taxi para ir hasta Solna, el lugar donde Eva estaba retenida.
Vällingby, 08:00
Mahler creía que sólo había dado una cabezada cuando sonó el despertador, pero había dormido tres horas sentado en el sillón. Parecía como si su cuerpo formara parte del mueble y resultara difícil separarlo de él. Elias estaba tumbado en el sofá con la cabeza a su lado. El periodista alargó el brazo y colocó un dedo en la mano de Elias, que reaccionó y se lo apretó.
Recordó vagamente haber escrito un texto para el periódico y se angustió. ¿Había escrito algo sobre su nieto? En cierto modo lo había hecho, pero no podía recordarlo con exactitud. La redacción había sido un puro arrebato de letras y cigarrillos que había durado cuarenta y cinco minutos. Después se había sentado en el sofá y se había adormecido.
Fuera, había otras muchas cosas en las que pensar. Se levantó del sillón y fue hasta el balcón, encendió un cigarrillo y se apoyó contra la barandilla. Hacía una mañana preciosa. El cielo era azul claro, y aún no hacía mucho calor. Una brisa suave animó el ascua del cigarrillo y le acarició el pecho. Tenía todo el cuerpo pegajoso de sudor reseco y la camisa tiesa, grasienta. El humo que aspiraban sus pulmones le sabía a calor pesado.
Miró por el patio hacia las ventanas de Anna.
«Tengo que contárselo».
Ella iría a visitar la tumba a las diez y vería lo ocurrido. Debía ahorrarle aquel sobresalto, pero estaba asustado; no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar ella. Después de la muerte de Elias sólo una película muy fina la había librado de caer en la oscuridad total. Quizá se rompiera ahora. Había un detalle que hablaba en contra de ello: Anna no quiso incinerar a Elias. Ella quería tener la piel de Elias, su cara, sus huesos para pensar en ellos, abajo en la tierra. Ella deseaba tenerlo presente. Quizá eso hiciera que ahora también pudiera superar esto. Quizá.
Gustav apagó el cigarro, respiró profundamente, tanto como se lo permitieron sus pulmones, y volvió a entrar.
Ahora, después de respirar el aire de fuera, notó lo mal que olía el cuarto. Olía a tabaco y a polvo, y además se notaba un olor fuerte, penetrante, a…
«¿Cómo se llama?».
… Havarti. Queso curado. Ese aroma que se quedaba en los dedos, en la memoria olfativa, horas después de haber abierto el plástico. El olor se volvió más intenso cuando permaneció quieto, respirando por la nariz. El abdomen del redivivo estaba hinchado como un balón, durante la noche había saltado otro de los botones del pijama, y ya sólo le quedaba el del cuello.
«Ella no puede verlo así».
Mahler llenó de agua la bañera hasta la mitad, después llevó a Elias hasta el cuarto de baño y le desvistió. Pronto se acostumbraría. Pronto desaparecería la sensación de extrañeza.
La piel del niño era de color verde oscuro, aceitunada, y parecía fina, puesto que Mahler podía ver con claridad las venas por debajo de ella. Tenía el tronco cubierto de pequeñas ampollas llenas de líquido, como si tuviera la varicela. Ojalá pudiera expulsar aquellos gases que le hinchaban tanto la tripa. Eso haría que Elias pareciera menos monstruoso, sería posible mirarlo como si… como si hubiera sufrido quemaduras o cualquier otra cosa.
La cara de Elias permaneció inmóvil mientras le quitaba la ropa. Mahler no sabía si veía algo. Sus ojos asomaban sólo como dos gotas de resina seca bajo los párpados caídos.
Mahler lo colocó con cuidado dentro de la bañera. El pequeño no protestó. Cuando el agua se cerró alrededor de su cuerpo, él expulsó un eructo de aire podrido. Llenó de agua el vaso del cepillo de dientes y se lo acercó a los labios. Como Elias no hizo ningún movimiento para beber, Mahler volcó el vaso de manera que cayera algo de agua dentro de la boca. Volvió a salir.
Entonces el periodista recordó algo. Algo que había leído sobre Haití, acerca de lo que necesitan los muertos que resucitan.
Tuvo que controlar el impulso de ir hasta la estantería y comprobarlo, no podía dejar a Elias solo en la bañera. Con una esponja le lavó minuciosamente todas las partes del cuerpo. Lo peor eran los dedos de las manos y de los pies, y el pene. Tenían el color azul oscuro de la gangrena y carecían absolutamente de vida.
Por último le lavó la cabeza. Mientras le frotaba el champú por el pelo, cerró los ojos y pudo fingir por un momento. No notaba ninguna diferencia en comparación con cuando antes le lavaba la cabeza a Elias. Pero en el momento en que abrió los ojos para aclararle, vio que se le habían quedado mechones entre los dedos.
«No, no…».
Le enjuagó el cabello con una jarra, no se atrevió a secárselo por miedo a que se le cayera más. El agua de la bañera estaba marrón y Mahler quitó el tapón, luego lo aclaró con agua templada de la ducha.
«La tripa…, esa tripa…».
Mahler le puso a Elias la mano sobre el vientre y apretó suavemente. Como no ocurrió nada, apretó un poco más fuerte. El vientre cedió y se oyó el burbujeo. Apretó aún más. El burbujeo continuó, como cuando uno saca despacio el aire de un globo; del recto le salió un líquido marrón claro, que fue buscando el desagüe de la bañera, y subió un olor que obligó a Mahler a darse media vuelta, abrir la tapa del váter y vomitar.
«Esto va bien… Esto va bien…».
Sí. Elias tenía ahora mejor aspecto, según pudo constatar cuando se volvió. Su cuerpo ya no se parecía al de las víctimas del hambre, pero la piel…
Mahler lo aclaró otra vez y lo sacó de la bañera, lo envolvió en una toalla blanca y lo llevó hasta la cama, buscó un tubo de crema hidratante y le frotó con cuidado cada centímetro de su cutis acartonado. Para su satisfacción, la piel, tras un minuto, parecía igual de seca que antes. Eso quería decir que absorbía la pomada. Le volvió a untar el cuerpo con crema una y otra vez, hasta que vació el contenido del tubo.
Cuando pellizcó un trozo de piel de Elias entre el índice y el pulgar, notó que estaba menos dura que antes. Menos como cuero, más como goma. Pero igual de reseca. Tendría que comprar más crema.
El trabajo le proporcionó un poco de alivio. Conseguir que su piel fuera más suave era lo primero que él había podido hacer por Elias, la única mejoría que había conseguido.
«Haití…».
No tuvo necesidad de leerlo; lo recordó.
Fue a la cocina y llenó un vaso con agua hasta la mitad, luego añadió una cucharadita de sal y lo removió hasta que se deshizo la sal. La probó. Saladísima. Llenó el vaso de agua, lo movió y volvió a probarlo. Tiró la mitad y volvió a echar agua. Sí. Ahora sabía más o menos como el agua del mar.
Al entrar en la habitación, le asaltó la duda. A los enfermos graves solían darles glucosa, suero glucosado. Él solo podía apoyarse en la mitología para justificar su decisión.
«De todas formas, esto no puede ser… peligroso, ¿verdad?».
La llama vital de Elias era terriblemente débil. Parecía como si no hiciera falta mucho para que se apagara totalmente. ¿Un trago de agua salada no iría a…?
Se quedó sentado en el borde de la cama con el vaso de agua en la mano.
Haití era el único lugar del mundo donde estaba extendida la creencia en los zombis. Y lo que necesitan los muertos cuando vuelven al mundo de los vivos es agua de mar. En toda mitología hay algo de verdad, si no no habría sobrevivido. Así pues…
Colocó la mano detrás de la cabeza de Elias y se le mojó con el pelo cuando lo levantó, lo sentó y le acercó el vaso a los labios, lo inclinó y dejó caer dentro un poco de agua. La garganta del pequeño se movió hacia arriba con un pequeño espasmo. Y hacia abajo. Tragó.
Mahler tuvo que dejar el vaso en la mesilla para coger a su nieto en brazos. Debió contenerse para no darle un abrazo de oso que pudiera lastimar alguna parte de su frágil cuerpo.
– Tú puedes, pequeño. ¡Tú puedes!
Elias ni se movió, su cuerpo seguía tan rígido como antes, pero había hecho algo. Había bebido.
Quizá la alegría de Mahler no residía tanto en la señal de vida de su nieto como en el hecho de que él podía hacer algo por el niño. No tenía que quedarse de brazos cruzados mirándolo. Podía ponerle crema en la piel, podía darle de beber. Quizá había más cosas que él podía hacer, pero eso el tiempo lo diría. Ahora…
Animado por el éxito, volvió a coger el vaso, se lo acercó a la boca, pero lo vertió demasiado rápido, y se le escurrió. La garganta ni se movió.
– Espera… Espera…
Gustav fue corriendo a la cocina, rebuscó en el cajón de las medicinas una jeringa de plástico que le habían dado en la farmacia junto con el frasco de paracetamol líquido que compró una vez que Elias tuvo fiebre. Llenó la inyección con agua salada del vaso, e introdujo con cuidado un centilitro entre los labios de Elias. Éste bebió. Mahler continuó hasta que la inyección quedó vacía. Entonces la volvió a llenar. Diez minutos después, Elias se había bebido todo el vaso y Mahler volvió a recostar la cabeza mojada de su nieto sobre las almohadas.
No se había producido ningún cambio visible, pero sólo el hecho de que Elias, según parecía ahora, tuviera una voluntad, o al menos un impulso de asimilar algo de fuera…
Mahler le arropó en la cama, luego se tumbó a su lado.
Elias seguía oliendo mal, pero el baño se había llevado lo peor de la pestilencia. Además, el hedor se mezclaba ahora con el olor a jabón y a champú. Mahler giró la cabeza sobre la almohada y entornó los ojos, trató de ver a su nieto, pero fue imposible. Su perfil suave aparecía completamente cambiado por aquellos pómulos prominentes, la nariz hundida, los labios.
«No está muerto. Vive. Se pondrá bien…».
Mahler se quedó dormido.
En el despertador de la mesilla eran las diez y media cuando le despertó el teléfono. Lo primero que pensó fue: «¡Anna!».
No había hablado con ella; quizá había ido ya al cementerio. Echó una mirada rápida a Elias, que seguía como él lo había dejado, luego cogió el teléfono.
– Sí, soy Mahler.
– Soy yo, Anna.
Mierda. Idiota. ¿Cómo había podido quedarse dormido? La voz de su hija sonaba destrozada, temblorosa. Había estado en Råcksta. Mahler sacó las piernas de la cama, se sentó.
– Sí… Hola. ¿Cómo estás?
– Papá, Elias ha desaparecido. -Mahler tomó aire para contárselo, pero no tuvo tiempo, Anna continuó-: Acaban de estar aquí dos hombres preguntando si yo… si yo había… Papá, es que… esta noche… los muertos se han despertado por todas partes.
– ¿Quiénes eran esos hombres?
– ¡Papá, escucha lo que te digo! ¡Escucha lo que te digo! -Parecía histérica, a punto de gritar-. Los muertos se han despertado y Elias… me dijeron que su tumba…
– Anna, Anna, tranquilízate. Está aquí. -Mahler miró a Elias, su cabeza descansaba sobre la almohada, le acarició la frente con la mano-. Está aquí. En mi casa. -Se hizo un silencio al otro lado del hilo-. ¿Anna?
– ¿Está… vivo? ¿Elias? ¿Me estás diciendo que…?
– Sí. Bueno… -Se oyeron unos golpes en el teléfono-. ¿Anna? ¿Anna? -A través del auricular, a lo lejos, oyó abrirse y cerrarse una puerta.
«Joder…».
Se levantó, aún medio dormido. Anna venía hacia acá. Él debía…
¿Qué debía hacer?
«Aliviar, tranquilizar…».
Las persianas del dormitorio estaban bajadas, pero no bastaba para ocultar el aspecto de Elias. Mahler sacó rápidamente una manta del armario y la colgó encima de la barra de las cortinas. Se colaba algo de luz por las rendijas de los lados, pero la habitación estaba bastante más oscura.
«¿Debería encender una vela? No, entonces va a parecer un velatorio».
– ¿Elias? ¿Elias?
No hubo respuesta. Con manos temblorosas, Mahler absorbió con la jeringuilla lo que quedaba en el vaso y se lo acercó a los labios a Elias. Quizá fuera sólo un espejismo, puesto que la habitación estaba muy oscura, pero Elias no sólo bebió, a Mahler le pareció que incluso llegó a mover un poco los labios para sujetar con ellos la jeringa.
No tuvo tiempo de pensar en ello, porque oyó cómo se abría escaleras abajo la puerta del portal y fue hacia la entrada para encontrarse con su hija. Pasaron diez segundos durante los cuales se le desbocaron las ideas; luego, sonó el timbre, respiró profundamente y abrió la puerta.
Anna vestía sólo una camiseta y las bragas. Iba descalza.
– ¿Dónde está? ¿Dónde está?
Entró corriendo en el apartamento, pero Gustav la agarró y la sujetó.
– Anna… escúchame un momento… Anna…
Ella forcejeó.
– ¡Elias! -gritó, e intentó soltarse.
– ¡ESTÁ MUERTO, ANNA! -rugió Mahler a todo pulmón.
Ella dejó de pelear, le miró desconcertada, parpadeó y dijo con labios temblorosos:
– ¿Muerto? Pero… pero… si has dicho… si has dicho…
– ¿Puedes escucharme un momento?
Anna se quedó de repente sin fuerzas, se habría desplomado allí mismo si Mahler no la hubiera cogido y la hubiera sentado en una silla al lado del teléfono. Su cabeza se agitaba de un lado a otro como movida por una fuerza invisible. Mahler se puso delante de su hija, bloqueándole el camino hacia el dormitorio, se agachó y la tomó de la mano.
– Anna. Escúchame. Elias vive…, pero está muerto.
Ella sacudió la cabeza y se apretó las sienes con las manos.
– No entiendo, no entiendo qué dices, no entiendo…
Él le sujetó la cabeza entre las manos con firmeza y la obligó a mirarle a los ojos.
– Ha permanecido un mes bajo tierra. No parece el de antes. En absoluto. Tiene un aspecto… bastante desagradable.
– Pero ¿cómo puede haber…? Tiene que…
– Anna, no sé nada. Nadie lo sabe. Elias no habla ni se mueve. Es Elias y está vivo. Pero está muy cambiado. Está… como muerto. Tal vez se pueda hacer algo, pero…
– Quiero verlo.
Él asintió.
– Sí, claro que quieres, pero debes estar preparada para… Intentar estar preparada para…
«¿Para qué? ¿Cómo puede alguien estar preparado para una cosa así?».
Mahler se hizo a un lado. Anna continuó sentada en la silla.
– ¿Dónde está?
– En el dormitorio.
Ella apretó los labios y se inclinó ligeramente hacia delante para poder ver la puerta del dormitorio. Se había tranquilizado. Ahora parecía más bien asustada.
– ¿Está… destrozado? -inquirió, indecisa, señalando la puerta con la mano. Miró a su padre con ojos suplicantes. Él negó con la cabeza.
– No. Pero está… deshidratado. Está… negro.
Anna se cruzó con fuerza las manos sobre la rodilla.
– ¿Fuiste tú quién…?
– Sí.
Ella asintió y dijo con la voz apagada:
– Me lo preguntaron.
Y, levantándose, se encaminó hacia la puerta del dormitorio. Mahler la siguió, medio paso detrás. Mentalmente iba repasando el contenido del cajón de las medicinas, a ver si tenía algún tranquilizante en caso de que Anna… No. No tenía ningún tranquilizante. Sólo sus palabras, sus manos. En la medida en que pudieran servir de algo.
Anna no se derrumbó. No gritó. Se acercó despacio al lecho y miró lo que había en él. Se sentó al borde de la cama. Después de permanecer así un minuto sin decir nada, le rogó:
– ¿Puedes salir un momento, por favor?
Mahler salió y cerró. Se quedó detrás de la puerta escuchando. Al cabo de un rato oyó un sonido como de un animal herido, un gemido prolongado, monótono. Él se mordió los nudillos, pero no abrió la puerta.
Después de cinco minutos reapareció Anna. Tenía los ojos rojos, pero parecía entera. Al salir cerró la puerta con cuidado. Entonces fue Gustav quien se puso nervioso. Aquello no era lo que él había esperado. La mujer fue hasta el sofá y se sentó, Mahler la siguió, se sentó a su lado y le cogió la mano.
– ¿Qué tal?
Anna estaba mirando la pantalla apagada del televisor con ojos inexpresivos.
– No es Elias -afirmó.
Mahler no dijo nada. El dolor del pecho se le extendió por el hombro y el brazo, de modo que se reclinó en el sofá e intentó ordenar al corazón que se tranquilizara, que dejara de fibrilar. Retorció la cara en un gesto de dolor cuando una mano ardiendo le agarró el corazón, se lo apretó… y soltó. Los latidos volvieron a su ritmo habitual. Anna no había notado nada.
– Elias ya no existe -dijo.
– Anna… yo… -jadeó Mahler.
Anna asentía a su propia afirmación, y añadió:
– Elias está muerto.
– Anna, yo estoy… seguro de que…
– No me entiendes. Sé que es el cuerpo de Elias. Pero Elias ya no existe.
Él no supo qué decir. Los calambrazos en el brazo remitieron, dejando su cuerpo relajado, la tranquilidad después de ganar una batalla.
– Entonces, ¿qué quieres hacer? -inquirió con los ojos cerrados.
– Cuidar de él, por supuesto. Pero Elias ha desaparecido. Existe en nuestros recuerdos. Ahí debe permanecer. En ningún otro sitio.
– Sí… -respondió Mahler con un asentimiento. No sabía lo que quería decir con eso.
Solna, 08:45
El taxista se había pasado la noche llevando pacientes desde Danderyd y hablaba de lo estúpida que era la gente. Tenían miedo de los muertos como lo tenían de los fantasmas o de los aparecidos, cuando ése no era para nada el problema. El problema eran las bacterias.
– Tira el cadáver de un perro a un pozo. Después de tres días el agua está tan emponzoñada que se corre el riesgo de morir si se bebe de esa agua. O fíjate en la guerra de Ruanda; decenas de miles de muertos, sí, pero eso no fue lo peor. La gran tragedia fue el agua. Los muertos fueron arrojados a los ríos y murió aún más gente por la falta de agua, o por beber la que había.
Las bacterias que los muertos traían consigo. Ése era el gran peligro.
David Zetterberg advirtió que el conductor llevaba una caja de pañuelos de papel en el salpicadero, debajo del taxímetro. No sabía si era verdad lo que decía aquel hombre, pero el simple hecho de que lo creyera…
Él dejó de escucharle cuando el taxista empezó a hablar de las esporas halladas en el cometa procedente de Marte que había aterrizado hacía cuatro años. Era evidente que aquel tipo estaba obsesionado, y David no le prestó atención mientras seguía hablando de unos resultados secretos.
«¿Tendrán pensado hacerle la autopsia? ¿Se la habrán hecho ya?».
Cuando llegaron a las inmediaciones del Instituto Karolinska, el taxista le preguntó la dirección exacta.
– Medicina Forense -contestó David.
El conductor se quedó mirándolo.
– ¿Trabaja allí?
– No.
– Mejor para usted.
– ¿Y eso?
El taxista meneó la cabeza y, con el tono de quien está revelando un secreto, dijo:
– Digamos que… buena parte de esa gente está bastante pirada.
Cuando David se bajó del vehículo junto a un edificio de ladrillo bastante anodino, el taxista le guiñó el ojo.
– Suerte… -le deseó antes de marcharse.
Se dirigió a recepción y explicó el motivo de su visita. La recepcionista, que, por cierto, parecía no tener ni idea de lo que le estaba hablando, tuvo que hacer varias llamadas hasta que al final dio con la persona indicada, y le pidió a Zetterberg que se sentara y esperase.
En la sala de espera sólo había dos sillas con la tapicería ribeteada. Él se ahogaba en aquel ambiente, y justo cuando estaba a punto de levantarse y salir a esperar al aparcamiento, apareció alguien a través de las puertas de cristal que daban a la parte interior.
David, sin pensar en ello, había esperado que apareciera un tipo de dos metros con la bata manchada de sangre, pero salió a recibirle una mujer menuda de unos cincuenta años, con el cabello corto y cubierto de canas, y los ojos azules protegidos detrás de unas gafas enormes. Ni siquiera había una mancha de sangre en la bata blanca. Ella le tendió la mano.
– Hola. Soy Elisabeth Simonsson.
David le estrechó la mano. El apretón fue fuerte y seco.
– David. Yo… Eva Zetterberg es mi mujer.
– Sí. Lo entiendo. Siento la…
– ¿Está aquí?
– Sí.
Pese a su determinación, a David le puso nervioso la mirada inquisitiva que le echó aquella mujer, como si buscara en sus entrañas las huellas de un crimen. Él se cruzó los brazos sobre el pecho para protegerse.
– Me gustaría verla.
– Lo siento. Entiendo cómo se siente, pero no puede ser.
– ¿Y eso por qué?
– Porque estamos… examinándola.
Él hizo una mueca. Había advertido la brevísima pausa antes de pronunciar la palabra «examinándola». Ella había pensado decir otra cosa. Él cerró el puño y dijo:
– ¡No pueden hacer esto!
Elisabeth ladeó la cabeza.
– ¿El qué? ¿A qué se refiere?
Zetterberg estiró los brazos hacia la puerta por la que ella había salido, hacia las salas.
– ¡Joder, que no podéis hacerle la autopsia a alguien que vive!
Ella parpadeó, y después hizo algo que sorprendió a David. Se echó a reír. Aquella cara pequeña quedó surcada por una red de arrugas causadas por la risa que enseguida desaparecieron. La mujer agitó la mano.
– Perdona -se disculpó; echó las gafas hacia atrás y continuó-: Comprendo que estés… pero no tienes que preocuparte por eso.
– No, ¿qué es lo que hacéis entonces?
– Pues lo que te he dicho. La estamos examinando.
– Pero ¿por qué lo hacéis aquí?
– Porque… yo, por ejemplo, soy toxicóloga forense, es decir, que estoy especializada en la detección de sustancias extrañas en los cuerpos muertos. Nosotros la estudiamos bajo el supuesto de que, digamos que… se haya introducido algo que no debería estar ahí. Exactamente igual que lo hacemos cuando sospechamos que puede tratarse de un asesinato.
– Pero vosotros… vosotros aquí cortáis a la gente, ¿no?
La mujer arrugó la nariz ante esa descripción de su lugar de trabajo, pero asintió y dijo:
– Sí, lo hacemos. Porque tenemos que hacerlo. Pero en este caso… nosotros disponemos de instrumentos que no hay en ningún otro sitio. Que pueden usarse también cuando no… cortamos a la gente.
David se sentó en la silla, apoyó la cara en las manos. Sustancias extrañas… algo que se le ha introducido. No entendía qué era lo que andaban buscando. Sólo sabía una cosa.
– Quiero verla.
– Por si te sirve de consuelo, te diré que todos los redivivos han sido aislados. -Su voz se tornó más cercana-. Hasta que sepamos más. No eres tú solo.
Él elevó las comisuras de los labios en una mueca.
– Es por las bacterias, ¿no?
– Sí, entre otras cosas.
– ¿Y si yo me cago en las bacterias? ¿Si digo que quiero verla igual?
– Pues no sirve de nada. Tendrás que disculparme. Entiendo cómo te…
– No lo creo. -David se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir se volvió-. Puede que esté equivocado, pero no creo que tengáis derecho a actuar así. Yo voy a… voy a hacer algo.
La mujer no respondió. Sólo se quedó mirando a David con una cara de lechuza compasiva que a él le puso furioso. La puerta retumbó amortiguada contra el tope cuando le dio un empellón y salió al aparcamiento.