All that we hope is, when we go

Our skin and our blood and our bones

Don't get in your way, making you ill

The way they did when we lived

MORRISSEY,

There is a place in hell

for me and my friends.

They'll never be good to you

Or bad to you

They'll never be anything

Anything at all

MARILYN MANSON,

Mechanical animals.


Svarvargatan, 07:30


Dosminutos antes de las 7:30 David ya estaba esperando en la entrada, al lado de la puerta. A y media en punto oyó que subía el ascensor, y después unos golpecitos sigilosos. Tanto disimulo era innecesario. Había oído que Magnus estaba despierto, pero un poco de secretismo era lo propio de un cumpleaños. Por lo menos a los nueve años.

Sture, el suegro de David, estaba en el rellano de la escalera con un cesto para gatos en la mano. Era raro ver a Sture vestido con algo que no fueran sus pantalones de carpintero y el jersey de abuelo, pero ahora llevaba una camisa de cuadros rojos y anaranjados, y unos pantalones de corte algo estrechos. Iba vestido.

– Sture, bienvenido.

– Sí. Hola.

Sture alzó el cesto ligeramente e hizo un gesto con la cabeza.

– Bien -dijo David-. Pasa, pasa.

Sture medía uno noventa de alto y era ancho de hombros, por lo que su presencia transformó un apartamento amplio de dos habitaciones en una celda holgada. Sture requería espacios amplios a su alrededor, árboles. Nada más cruzar la puerta hizo algo muy inesperado: dejó la cesta para gatos y abrazó a David.

No fue un abrazo para buscar consuelo ni para darlo, sino más bien la confirmación de un destino compartido. Como un apretón de manos. El recién llegado envolvió a David en un abrazo, lo retuvo así cinco segundos y luego lo soltó. David no tuvo tiempo de decidir si apoyar o no la mejilla en su pecho. Sólo cuando Sture le soltó se dio cuenta de que había sido agradable.

– Sí -afirmó Sture-. Es así.

David asintió sin saber muy bien qué responder. Abrió un poco la tapa del cesto. Había un conejillo gris agazapado en el fondo, mirando a la pared, junto con unas hojas de lechuga en un rincón y un montón de bolitas negras en el otro. El tufillo agrio que sabía que pronto iba a impregnar el apartamento llegó hasta su nariz.

Sture cogió al animal entre las manos; parecía estar en un nido en esas manos tan grandes.

– ¿Tienes la jaula?

– Mi madre la traerá -respondió David.

Sture acarició las orejas del conejo. Tenía la nariz más roja que la última vez que lo había visto, y bajo la piel de las mejillas corría una red de vasos capilares. David percibía un olor a whisky, probablemente de la noche anterior. Sture no se sentaría bebido al volante de ninguna de las maneras.

– ¿Te apetece un café?

– No me vendría mal, gracias.

Se sentaron a la mesa de la cocina. El conejo aún descansaba en las manos de Sture, seguro y confiado. Movía el hociquillo como tratando de comprender su nuevo destino. Sture tomaba su café con el azucarillo a la vieja usanza, y no sin ciertas dificultades al tener una mano ocupada. Estuvieron un rato en silencio. David oía a su hijo removerse en la cama. Seguramente tenía ganas de hacer pis, pero no quería salir de su habitación y romper la magia del momento.

– Eva está mucho mejor -comentó David-. Mucho mejor. Hablé con ellos ayer y dicen que… se han producido progresos enormes.

Su suegro sorbió un poco de café.

– ¿Cuándo podrá volver a casa?

– No lo sabían. Todavía están tratándola y… tienen una especie de programa de rehabilitación.

Sture asintió en silencio y David se sintió vagamente idiotizado por utilizar el idioma de ellos para defender las medidas de ellos, convirtiéndose en una especie de representante de la autoridad.

El neurólogo con el que él había hablado le dijo que la tensión eléctrica en el cerebro de Eva aumentaba de forma paralela al desarrollo de sus funciones conceptuales e idiomáticas. Parecía como si las células muertas del cerebro resucitaran; otro imposible.

El neurólogo, sin embargo, había vacilado cuando Zetterberg le hizo la misma pregunta que Sture:

– ¿Cuándo podrá volver a casa?

– Es muy pronto para poder decirlo -había respondido-. Hay aún ciertos… problemas de los que será mejor que hablemos mañana. Cuando se hayan visto. Es difícil describirlos ahora.

– ¿Qué clase de problemas?

– Sí, bueno, como le digo… es difícil de comprender si no se ha… visto. Estaré mañana en Heden. Entonces hablaremos de ello.

Había quedado en reunirse por la mañana temprano. Heden se abriría a las doce y David quería llegar allí con tiempo.

De nuevo volvieron a llamar a la puerta con cuidado, y David salió a abrir y dejó pasar a su madre con la jaula para el conejo. Ella, para sorpresa de David, se había tomado la noticia del accidente de Eva con relativa calma, sin convertirse en una carga llevando la compasión a la exageración, que era lo que David se había temido.

La jaula tenía buen aspecto, pero no había serrín. Sture dijo que el papel de periódico cumplía las mismas funciones y encima salía más barato. Los dos ancianos prepararon juntos la jaula mientras David permanecía de pie con el conejo en las manos.

Eva y él habían bromeado muchas veces con que deberían azuzar a sus respectivos padres, dos personas que vivían solas, para que se juntaran. No tenía ninguna duda de que resultaría imposible; eran demasiado distintos y estaban anclados cada uno en su vida. No le pareció tan descabellado mientras los veía rasgar las páginas de un periódico con el mayor sigilo posible y poner agua en un cuenco. Durante un instante se invirtieron los papeles: ellos eran una pareja, él estaba solo.

«Pero no estoy solo. Eva se pondrá bien».

Le vino a la mente el gran agujero abierto en el pecho de Eva…

Cerró los ojos con fuerza, los abrió y se concentró en el animalillo, que le mordisqueaba un botón de la camisa. No habría habido ningún conejo de no haber sido por el accidente de su esposa. Tanto Eva como él se negaban a tener animales en la ciudad, en jaulas, pero ahora…

Magnus debía tener alguna alegría. Al menos el día de su cumpleaños.


Cumpleaños feliz,

cumpleaños feliz,

te deseamos todos,

cumpleaños feliz.


David tragó saliva para deshacer el nudo de la garganta cuando entraron en la habitación de Magnus.

El niño no estaba acurrucado durmiendo o fingiendo que dormía. Estaba sentado en la cama con las manos en el estómago; los miró con rostro muy serio, y David pensó que estaban haciendo teatro ante un público que se negaba a participar.

– Feliz cumpleaños, corazón.

La madre de David fue la primera en acercarse y en los ojos de Magnus se suavizó el recelo cuando pusieron los paquetes a los pies de la cama. Pareció olvidarlo todo por un momento. Allí había cartas de Pokémon, Lego y varias películas. Reservaron la jaula para el final.

Si David había temido que Magnus decidiera no seguirles el juego, no quedó ninguna duda de que la alegría de su hijo era grande y auténtica cuando cogió al conejo y lo puso en su cama, le acarició la cabeza y le besó el hocico. Lo primero que dijo después de permanecer así un rato fue:

– ¿Puedo llevármelo para enseñárselo a mamá?

David sonrió y asintió. Después del día siguiente al del accidente, Magnus apenas había nombrado a Eva, y cuando David había intentado sondearle se había dado cuenta de que Magnus estaba resentido con ella porque había desaparecido. Aunque el propio Magnus fuera consciente de que era una postura absurda y se avergonzara de ella, se negaba totalmente a hablar de su madre.

Por lo tanto, si quería llevar el conejo, pues que lo llevara.

Sture acarició a Magnus en la cabeza y le preguntó:

– ¿Cómo crees tú que se llama?

– Baltasar -se apresuró a contestar el pequeño.

– ¿Ah, sí? De acuerdo -dijo Sture-. Menos mal que es macho.

Sacaron la tarta. David había comprado una de mazapán en la pastelería, pero Magnus no dijo nada. Se sirvieron café y leche con cacao. Habría sido insoportable saborear el dulce, soportar el silencio entre los bocados de no haber sido por Baltasar. El conejo saltaba por la cama de Magnus, olisqueó la tarta y se manchó el hocico de nata.

En vez de hablar de Eva, lo cual les resultaba imposible, hablaron de Baltasar. Baltasar era el quinto ser vivo; Baltasar sustituyó a Eva. Se rieron de sus brincos, conversaron acerca de los inconvenientes y las satisfacciones de tener conejos.

Cuando se fue a casa la madre de David, éste y Magnus jugaron un par de partidas de Pokémon para que el chico pudiera estrenar las cartas nuevas. Sture seguía el juego con interés, pero cuando su nieto trató de explicarle las reglas, tan complicadas, Sture sacudió la cabeza:

– No. Creo que no está hecho para mí. Me quedo con el póquer y el tute.

Magnus ganó las dos partidas y se fue a su habitación a jugar con Baltasar. Eran las 9:30. No podían seguir tomando café sin riesgo de que les produjera acidez de estómago, y debían matar dos horas antes de ponerse en camino. David estuvo a punto de proponer una partida de tute, pero iba a parecer algo rebuscado. En vez de eso se sentó a la mesa de la cocina enfrente de Sture, sin saber qué decir.

– He visto que vas a actuar esta noche -comentó Sture.

– ¿Qué? ¿Esta noche?

– Sí, al menos eso ponía en el periódico.

David sacó su agenda y lo comprobó. «17 de agosto. NB 21:00». Sture tenía razón. Además, para su horror, vio que tenía un trabajo para una fiesta de empresa en Uppsala el 19. Trabajo: hacer chistes, gastar bromas, hacer reír a la gente. Se pasó las manos por la cara.

– Tendré que llamar y decir que no voy.

Sture entornó los ojos, como si estuviera mirando al sol.

– ¿Vas a hacer eso, entonces?

– Sí, ya sabes, estar allí… haciendo bromas de mal gusto. No puede ser.

– Tal vez fuera bueno para alejarse un poco.

– Sí, pero los textos… Me van a salir de la boca como piedras. No.

A esto había que añadir que una parte del público probablemente ya sabía lo que le había pasado, tras la emisión del reportaje de TV4. Actuaba el marido de la mujer muerta. Seguramente Leo había suspendido ya su actuación, pero había olvidado retirar el anuncio.

Sture entrelazó los dedos encima de la mesa.

– Yo puedo quedarme con el niño, si quieres.

– Gracias -dijo David-. Ya veremos. Pero no lo creo.


Bondegatan, 09:30


El sábado por la mañana llamaron a la puerta de Flora. Fuera la esperaba Maja, una de las pocas amigas que tenía en la escuela. Maja le sacaba la cabeza a Flora y pesaba unos treinta kilos más. En la solapa de su guerrera militar comprada en ÖB llevaba una chapa con el lema «I BITCH & I MOAN. WHAT'S YOUR RELIGION?».

– Sal un momento -le pidió.

Flora lo hizo encantada. El apartamento olía a desayuno y a pan tostado, como un recordatorio aciago de una felicidad inexistente. Además Flora fumaba casi exclusivamente cuando estaba con Maja, y ahora le apetecía echarse un pitillo.

Deambularon sin rumbo por las calles mientras Maja se fumaba el primer cigarrillo de la mañana y Flora daba un par de caladas.

– Nosotros hemos estado hablando de hacer algo en Heden -dijo su amiga mientras le pasaba el cigarrillo.

– ¿Nosotros?

– Sí, en el partido.

Maja pertenecía a una facción de Ung Vänster, las nuevas generaciones del Partido Comunista; eran sobre todo chicas, y les gustaba dárselas de originales. Cuando el periódico Café celebró su décimo aniversario en el barco Patricia, arrojaron diez cubos de cola de empapelar en el muelle delante de la plataforma de acceso y colocaron un cartel: «¡PRECAUCIÓN! ¡ESPERMA!». Los invitados tuvieron que vadear aquella plasta grisácea hasta que con grandes dificultades consiguieron limpiarla.

– ¿El qué? -preguntó Flora, devolviéndole el cigarrillo sin fumar. Ya había tenido suficiente.

– Pero… lo que están haciendo es una locura -exclamó Maja, apartando ostensiblemente la mirada de una chica que iba en plan súper Buffy con pantalones blancos de lino y que estaba dando su paseo matinal con un perro de adorno-. Primero les utilizan como conejillos de Indias y ahora van a encerrarlos en un gueto de mierda.

– Es verdad -dijo Flora-. Pero ¿cuál es, exactamente, la alternativa?

– ¿La alternativa? No importa nada cuál sea la alternativa. Eso está mal. Hay que criticar a la sociedad…

– … por cómo trata a los más débiles -añadió Flora-. Sí, eso ya lo sé, pero…

Maja agitó la mano del cigarrillo con irritación.

– Nunca ha existido un grupo más débil que los muertos. -Se echó a reír-. ¿Cuándo ha sido la última vez que oíste que los muertos hicieran valer sus derechos, eh? Están indefensos y el poder puede hacer con ellos lo que quiera. Y es lo que van a hacer. ¿Leíste lo que escribió en Dn esa vieja filósofa o lo que fuera?

– Sí -contestó Flora-. A mí también me parece que está mal, llevas razón, tranquilízate, pero me pregunto…

– Las preguntas puede hacérselas uno después. Se identifica el fallo y se hace algo al respecto. Tan pronto como aparece algo nuevo el tema es quién tiene poder para aprovecharse de ello. Imagínate que consiguen un remedio contra la muerte, de acuerdo. ¿Para qué crees que van a usarlo? ¿Para que la población de África viva eternamente? No lo creo. Primero dejarán morir de sida a todos los negros, después ya veremos qué podemos hacer con África. Date cuenta de que la propagación del virus en principio está controlada por industrias farmacéuticas estadounidenses. -Maja meneó la cabeza-. Me apostaría algo a que también vendrán a meter las narices en Heden.

– Yo había pensado ir allí cuando abran -dijo Flora.

– ¿Adónde? ¿A Heden? Te acompaño.

– No creo que te dejen pasar. Sólo son los allegados los que…

– Ahí lo tienes, una cosa como ésa. ¿Cómo puedes demostrar que eres allegado, eh?

– No sé.

Maja apagó el cigarrillo dándole vueltas entre el índice y el pulgar. Se detuvo, ladeó la cabeza y se quedó mirando a Flora con los ojos entornados.

– ¿Y a qué vas tú allí?

– No sé. Es sólo que… que tengo que ir allí. Debo ver qué pasa.

– A ti te interesa mucho todo esto de la muerte.

– ¿Y no nos interesa a todos en realidad?

Maja se quedó mirándola y al cabo de un par de segundos dijo:

– No.

– Te digo yo que sí.

– No.

Flora se encogió de hombros.

– No sabes lo que dices, la verdad.

Maja sonrió burlona y lanzó la colilla describiendo un arco hacia un contenedor de basura. Y acertó, por increíble que pudiera parecer. Flora aplaudió y Maja le puso la mano encima del hombro.

– ¿Sabes lo que eres?

Flora negó con la cabeza.

– No.

– Un poco pretenciosa. Eso es bueno.

Siguieron dando vueltas y charlando otro par de horas. Después se despidieron, y Flora cogió el metro en dirección a Tensta.


TäbyKyrkby,09:30


– Debemos aprovechar la ocasión de predicar cuando se va a juntar tanta gente.

– ¿Crees que va a escucharnos alguien?

– Estoy convencido de ello.

– ¿Cómo van a oírnos?

– Habrá altavoces.

– ¿Crees que nos van a dejar usarlos?

– Vamos a ver: cuando Jesús expulsó a los mercaderes del templo, ¿creéis que les pidió permiso? ¿Les dijo acaso: «Perdonadme, quería volcaros un poco las mesas»?

Las demás se rieron y Mattias cruzó los brazos sobre el pecho, satisfecho. Elvy estaba con la cabeza apoyada en el marco de la puerta de la cocina mirándolos allí sentados mientras discutían la estrategia del día. Ella no participaba. Los últimos días había luchado contra un agotamiento fruto de la falta de sueño, y esa falta de sueño surgía de las dudas.

Permanecía despierta por las noches, luchando por mantener viva su visión, por evitar que palideciera y se convirtiera en una imagen entre tantas. Tratando de comprender.

«Su única salvación es acercarse a mí…».

Después del relativo éxito de la primera tarde, la pesca de almas había ido peor. Pasado el primer impacto, la gente estaba menos dispuesta a entregarse a la causa cuando se vio que, pese a todo, la sociedad era capaz de manejar la situación. Elvy sólo había participado el primer día, el segundo se sintió demasiado cansada.

– ¿Qué crees tú, Elvy?

La cara redonda e infantil de Mattias se volvió hacia ella. A Elvy le llevó un par de segundos entender qué le estaba preguntando. Siete pares de ojos se le quedaron mirando. Mattias era el único hombre del grupo. Aparte de él, estaban Hagar, Greta, la vecina y la otra mujer que llegó la primera tarde -Elvy no recordaba su nombre-, además de dos hermanas, Ingegerd y Esmeralda, que eran amigas de la mujer de la cual no recordaba el nombre. Ésos eran los que se habían dado cita para el desayuno. Otros simpatizantes se unirían más tarde al grupo.

– Yo creo… -dijo Elvy-. Yo creo… No sé lo que creo.

Mattias frunció el entrecejo. Respuesta equivocada. Elvy se frotó distraída la cicatriz de la frente.

– Podéis decidir vosotros lo que creáis que va a ser mejor, y entonces… y entonces, pues hacemos eso. Yo voy a tener que ir a acostarme.

Mattias consiguió darle alcance delante de la puerta del dormitorio. Le puso la mano en el hombro, suavemente.

– Elvy. Ésta estu creencia,tu aparición. Por ella estamos aquí.

– Sí. Lo sé.

– ¿Es que ya no crees en ella?

– Sí. Es sólo que… no me siento realmente con fuerzas.

Mattias se acarició la mejilla con la mano deslizando su mirada sobre el rostro de Elvy. De la herida a los ojos, de los ojos a la herida.

– Yo creo en ti. Creo que tienes una misión y que es importante.

Ella asintió.

– Sí. Es sólo que… no sé muy bien lo que es.

– Tú acuéstate, que nosotros organizaremos esto. Salimos dentro de una hora. ¿Has visto las octavillas?

– Sí. -Mattias se quedó callado, esperando algo más. Elvy añadió-: Han quedado muy bonitas.

Entró en el dormitorio y cerró la puerta. Se metió debajo de la colcha sin desvestirse y se arropó con ella hasta la nariz. Pasó la mirada por la habitación. No había cambiado nada. Se puso las manos delante de los ojos, a unos centímetros.

«Éstas son mis manos».

Encogió los dedos.

«Mis dedos. Se mueven».

Sonó el teléfono en la entrada. No tenía fuerzas para levantarse y contestar. Alguien, quizá Esmeralda, cogió el teléfono y dijo algo.

«No soy nadie especial».

«¿Ha sido siempre así?».

Los santos que habían luchado y perecido en el nombre de Dios; san Francisco bailando de pasión delante del Papa; santa Brígida ardiendo de fervor divino en su celda…

¿Tendrían semejantes dudas? ¿Habría días en los que santa Brígida sospechara que había interpretado algo mal, que ella se lo había inventado todo? ¿Días en los que san Francisco sólo quisiera mandar por ahí a sus discípulos con un «dejadme en paz, no tengo nada sensato que decir»?

¿Sería así?

No había nadie a quien preguntar, todos ellos estaban muertos y la leyenda envolvía sus nombres, borrando su aspecto humano.

Pero ella había visto.

Tal vez hubiera otros que habían visto, serían miles a lo largo de la historia. Quizá lo que caracterizaba a los santos, a las mujeres santas y a los hombres fuera que se aferraban a lo que habían visto, que no dejaban que su visión palideciera y muriera, sino que se agarraban y se negaban a desprenderse de ella, veían el olvido como un instrumento del diablo y se mantenían firmes. Quizá fuera ahí donde radicaba todo el secreto.

La anciana cogió la colcha y la apretó con fuerza.

«Sí, Señor. Me mantendré firme».

Cerró los ojos y trató de descansar. Llegó la hora de irse justo cuando su cuerpo había empezado a relajarse.


Koholma, 11:00


Elias había hecho avances. Grandes avances.

El primer día no había mostrado el más mínimo interés por los ejercicios del libro que Mahler había intentado realizar con él. Éste le había acercado una caja de zapatos y le había dicho:

– Me pregunto qué puede haber dentro. -Elias no se había movido, ni antes ni después de que él abriera la tapa y le mostrara el perrito de peluche.

Gustav había colocado una peonza de colores encima de la mesilla del redivivo y la había hecho girar. La peonza había completado sus vueltas y había caído al suelo. El redivivo ni siquiera la había seguido con la mirada. Pese a todo, Mahler había insistido. El hecho de que Elias agarrara el biberón cuando se lo daban indicaba que era capaz de reaccionar si tenía un motivo para hacerlo.

Anna no se oponía al programa de entrenamiento, pero tampoco parecía entusiasmada con él. Se pasaba las horas muertas junto a su hijo, dormía en un colchón al lado de su cama, pero no hacía nada concreto para mejorar su estado, ésa era la opinión de Mahler.

El coche teledirigido fue lo que rompió el hielo. El segundo día, Mahler le había puesto pilas nuevas y lo había guiado hasta la habitación de Elias con la esperanza de que la visión de aquel juguete que tanto le había gustado despertara algo de vida en él. Y lo hizo. La actitud de Elias cambió nada más aparecer el coche en la habitación haciendo un ruido sordo. Luego siguió al coche con la cabeza en su viaje por la habitación. Cuando Gustav lo detuvo, Elias extendió la mano hacia él.

Mahler no se lo dio, sino que le hizo dar unas vueltas más. Entonces sucedió lo que el abuelo había estado esperando y deseando. Despacio, muy despacio, como si se moviera a través del barro, empezó a levantarse de la cama. Elias se paró un momento cuando se detuvo el coche, y luego siguió incorporándose.

– ¡Anna! ¡Ven y mira!

Ella llegó justo a tiempo de ver a Elias levantando las piernas por encima del borde de la cama. Se llevó la mano a la boca, gritó y corrió hacia él.

– No le estorbes -pidió Mahler-. Ayúdale.

Anna sujetó a Elias por debajo de los brazos y él se puso en pie. Apoyándose en Anna, dio un paso de prueba hacia el juguete. Mahler lo movió un poco hacia delante y hacia atrás. Cuando Elias estaba a punto de llegar hasta él y extendió la mano, Mahler condujo el coche en dirección a la puerta.

– Déjale cogerlo -le imploró Anna.

– No -contestó Mahler-. Entonces se parará.

El niño giró la cabeza hacia el coche, volvió el cuerpo en la misma dirección y caminó hacia la puerta. Anna iba detrás con las mejillas surcadas por las lágrimas. Cuando Elias llegó hasta la puerta, Mahler condujo el coche fuera hacia la entrada.

– Déjale cogerlo -suplicó la madre con la voz rota-. Lo quiere tener.

Mahler siguió alejando el coche en cuanto Elias estaba a punto de alcanzarlo, hasta que Anna se paró sujetando a Elias con los brazos.

– Para -insistió Anna-. Detente. No puedo soportarlo. -Mahler detuvo el coche. Anna sujetó a Elias por el pecho con ambas manos-. Vas a convertirlo en un robot -le reprochó ella-. No cuentes conmigo.

Gustav suspiró y bajó el mando.

– ¿Prefieres que sea un paquete? Esto es absolutamente fantástico.

– Sí -admitió Anna-. Sí, lo es, pero está… mal. -Anna se sentó en el suelo, con Elias encima de sus rodillas, cogió el coche y se lo dio al niño.

– Toma, corazón.

El redivivo deslizó los dedos sobre los detalles de plástico, como si buscara una vía hacia dentro. Anna asentía con la cabeza, le acariciaba los cabellos. El pelo se había vuelto más fuerte y ya no se le caía, pero tenía algunas calvas en la parte superior de la cabeza, allí donde se le había desprendido durante los primeros días.

– Se pregunta cómo puede moverse -dijo Anna sorbiendo el llanto de la nariz-. Se pregunta qué es lo que hace que se mueva.

Mahler dejó el mando.

– ¿Tú cómo lo sabes?

– Lo sé -contestó Anna.

Mahler se rascó la cabeza, entró en la cocina y cogió una cerveza. Desde que llegaron, Anna ya le había informado varias veces de cosas que ella sabía sencillamente, cosas relacionadas con la voluntad de Elias, y a Mahler le irritaba que ella usara ese supuesto conocimiento para poner freno a sus ejercicios.

A Elias no le gusta esa peonza… Elias quiere que le ponga la cremayo…

Cuando Mahler le preguntaba cómo podía ella saberlo, recibía siempre la misma respuesta: ella lo sabía, eso era todo. Él abrió la cerveza, se bebió la mitad de un trago y se puso a mirar por la ventana. La lluvia torrencial no había bastado para salvar los árboles. Muchos dejaban caer sus hojas aunque sólo estaban a mediados de agosto.

Creía que esta vez Anna llevaba razón. Muchos de los viejos juguetes de Elias no habían despertado en él el más mínimo interés, así que probablemente era el propio movimiento del coche el que le había hecho reaccionar. ¿Cómo podían aprovechar eso para seguir avanzando?

Arma dejó a Elias con el coche en el suelo y entró en la cocina.

– A veces -observó Gustav, mirando aún a través de la ventana-, a veces creo que no quieres en absoluto que mejore.

Mahler notó cómo su hija inspiraba antes de contestarle, y sabía más o menos lo que iba a decir, pero antes de que tuviera tiempo de hacerlo la interrumpió un chasquido estridente procedente de la entrada.

Elias estaba sentado en el suelo con el coche entre las manos. De alguna manera había logrado arrancar toda la parte delantera del chasis, de tal modo que las piezas y los cables quedaban expuestos. Antes de que Mahler tuviera tiempo de evitarlo, su nieto agarró el bloque con las pilas, lo arrancó y lo alzó a la altura de los ojos.

Mahler extendió las manos en un gesto de impotencia y miró a su hija.

– Bueno -le dijo-. ¿Estás contenta ahora?


* * *

El redivivo ya había arrancado la batería de otro coche con mando a distancia antes de que a su abuelo se le ocurriera comprar un tren de Brio con los raíles de madera. Incluía una locomotora maciza y tenía tan pocas piezas sueltas que aguantaría bien los intentos de los dedos -aún débiles- de Elias de desmontarla.

Mahler había estado por la mañana en Norrtälje y había comprado una locomotora más. Ahora estaba pegando una tira de cinta adhesiva en la mesa para crear dos zonas, con una línea divisoria, y colocó una locomotora en cada una de las zonas. El primer paso que se describía en el libro para el entrenamiento del autismo era un ejercicio de imitación. Dispuso tres raíles rectos en cada zona, trajo luego a Elias desde el dormitorio y lo sentó en una silla en la cocina.

Elias miraba por la ventana hacia el jardín, donde Anna cortaba la hierba con un cortacésped manual.

– Mira -le dijo su abuelo, mostrándole su locomotora a Elias. No hubo respuesta. La colocó sobre la mesa y la puso en marcha. Se escuchó un zumbido hueco cuando el tren empezó a moverse despacio sobre el tablero de la mesa. Elias giró la cabeza hacia el sonido y alargó la mano. Mahler retiró la locomotora.

– Ahí.

Señaló la locomotora idéntica situada delante de Elias. Éste se echó sobre la mesa e intentó coger la locomotora que aún zumbaba en la mano de Mahler. Él la apagó y volvió a apuntar a la locomotora de Elias.

– Ahí. Ésa es la tuya.

Elias se dejó caer de nuevo sobre el respaldo de la silla, indiferente. Mahler alargó el brazo sobre la mesa y puso en marcha la locomotora de Elias. Ésta avanzó por la superficie hasta que la mano torpe de Elias cayó sobre ella, la agarró y la levantó a la altura de los ojos, y a continuación trató de desmontar las ruedas que estaban dando vueltas.

– No, no.

Gustav dio la vuelta a la mesa y consiguió sacar la locomotora de las agarrotadas manos de Elias para luego depositarla otra vez sobre la mesa.

– Mira.

Colocó su propia locomotora en el otro lado de la mesa y la puso en marcha. Elias se estiró para cogerla.

– Ahí -le animó Mahler, señalando la locomotora parada de Elias-. Ésa. Haz lo mismo.

Elias echó la parte superior de su cuerpo encima de la mesa, se hizo con la locomotora de Mahler e intentó desmontarla. A Mahler no le gustaba estar en aquel ángulo, pues veía en la cabeza de Elias un agujero donde antes había estado la oreja. Se frotó los ojos.

«¿Por qué no entiendes? ¿Por qué eres tan tonto?».

La locomotora crujió cuando contra todo pronóstico el niño consiguió desguazarla y las pilas se desparramaron por el suelo.

– ¡No!, Elias, ¡no!

Mahler sacó los trozos de la locomotora de la mano de Elias y se enfadó, aunque sabía que era una estupidez; empezaba a sentirse terriblemente cansado de todo aquello. Dio un golpe con su propia locomotora y señaló el botón de arranque con un exceso de claridad pedagógica.

– Aquí. Aquí se arranca. Aquí.

Apretó el botón. La locomotora empezó a moverse lentamente hacia Elias; éste la agarró y arrancó una de las ruedas.

«Desisto. No es capaz. No sabe nada».

– ¿Por qué tienes que romperlo todo? -le gritó-. ¿Por qué tienes que destrozar…

De repente Elias echó el puño cerrado hacia atrás y arrojó la locomotora contra la cara de Mahler. Le acertó justo encima de la boca y le reventó el labio. Tras una película roja, Mahler oyó cómo la locomotora golpeaba el suelo con un sonido sordo, mientras que un sabor metálico le alcanzaba la cabeza. Clavó los ojos en Elias, cada vez más furioso, y cuyos labios de color marrón oscuro estaban contraídos en una mueca. Parecía… malo.

– ¿Qué haces? -le dijo Mahler-. ¿Qué haces?

El redivivo movía la cabeza hacia delante y hacia atrás como si una fuerza invisible la impulsara desde la parte posterior. Las patas de la silla se levantaban y golpeaban contra el suelo a consecuencia de esa oscilación. Antes de que su abuelo tuviera tiempo de reaccionar, Elias se desplomó sobre el asiento como si se hubiera quedado sin fuerzas, y se deslizó hasta el suelo como si de pronto el esqueleto se le hubiera convertido en gelatina. Acto seguido, Mahler vio a cámara lenta cómo la silla iba a caer encima del niño, lo cual le dio tiempo para advertir que el respaldo le golpearía en la mejilla; luego, un silbido penetrante como el torno de un dentista le atravesó el cerebro, obligándole a cerrar con fuerza los ojos.

Se llevó las manos a las sienes y las masajeó, pero el silbido desapareció tan deprisa como había llegado. Elias estaba tendido en el suelo, inmóvil, con la silla encima. Mahler corrió hacia él y la levantó.

– ¿Elias? ¿Elias?

Se abrió la puerta de la terraza y entró Anna.

– ¿Qué hacéis…?

Se tiró de rodillas junto a Elias y le pasó la mano por la mejilla. Mahler parpadeó, inspeccionó la cocina con la mirada y un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

«Aquí hay alguien».

El sonido sibilante volvió a aparecer, más débil en esta ocasión, y desapareció. Elias levantó la mano hacia Anna; ésta se la cogió y la besó. Ella miró enfadada a Mahler, aún sentado y girando la cabeza de un lado a otro en un intento de ver algo que no era posible ver. Él se pasó la lengua por la incipiente hinchazón del labio, cuyo tacto era resbaladizo como el plástico.

La presencia se había desvanecido.

Anna le tiró de la camisa.

– No puedes hacer esto.

– ¿No puedo hacer… qué?

– Detestarle.

Gustav agitó los dedos, señalando de forma inconcreta distintos puntos de la cocina.

– Alguien ha estado… aquí.

Aún sentía la huella de una presencia en la piel de su espalda. Alguien los había mirado a él y a Elias. Se levantó, fue hasta el fregadero y se lavó la cara con agua fría. Después de secarse con un paño de cocina sintió la cabeza más despejada. Se sentó en una silla.

– No puedo soportar esto.

– No -le contestó Anna-. Ya lo veo.

Mahler levantó del suelo la locomotora medio rota y calculó su peso con la mano.

– No me refiero sólo a… esto. Me refiero… -Entrecerró los ojos y miró a Anna-. Hay algo que no entiendo. Aquí está pasando algo.

– No quieres escuchar -dijo Anna-. Ya has decidido.

Movió a Elias de lado de manera que estuviera echado sobre la alfombra de trapos que había delante de la cocina. Cuando uno lo miraba de verdad era imposible engañarse; tal vez Elias hubiera hecho ciertos progresos y se hubiera acercado a una especie de consciencia, pero su cuerpo había encogido aún más. Asomaban por las mangas del pijama unos brazos que sólo eran huesos cubiertos de piel apergaminada y su cara, una calavera pintada y adornada con una peluca. Era imposible imaginarse allí dentro un cerebro blando, húmedo y en funcionamiento.

Mahler apretó el puño y se golpeó la pierna.

– ¿Qué es lo que no entiendo? ¿Qué es lo que yo no entiendo?

– Que está muerto -contestó Anna.

Mahler estaba a punto de negarlo cuando se oyeron los pasos firmes de unos zuecos de madera en el porche, y se abrió la puerta de fuera.

– ¿Hay alguien en casa?

Gustav y Anna se miraron a los ojos y compartieron por un segundo el mismo sentimiento: pánico. Los zuecos de Aronsson seguían avanzando dentro de la casa y Mahler se apresuró a levantarse y se colocó como un dique de contención en la abertura de la puerta de la cocina.

Aronsson alzó la mirada señalando el labio de Mahler.

– No me digas. ¿Te has pegado con alguien? -Y, echándose a reír ante su propia ocurrencia, se quitó el sombrero y se abanicó la cara-. ¿Qué tal con este calor?

– Bueno, bien -repuso Mahler-. Justamente ahora estamos algo ocupados.

– Lo comprendo -repuso Aronsson-. No te entretengo. Sólo quería saber si te han recogido a ti la basura.

– Sí.

– ¿Ah, sí? Pues la mía no. Desde hace dos semanas. He llamado para quejarme y me dicen que van a venir, pero venir, no vienen. Y con este calor. No pueden hacer esto, ¿a que no?

– No.

Aronsson arrugó el ceño. Se olía algo. En teoría, sólo en teoría, Mahler podía sencillamente cogerlo en volandas, llevarlo hasta la puerta y echarlo fuera. Más tarde se arrepentiría de no haberlo hecho. Aronsson miró hacia dentro.

– Tienes invitados, ya veo. Toda la familia. Eso está bien.

– En este momento íbamos a empezar a comer.

– Ah, bien, bien, sí, yo no voy a molestaros. Sólo voy a saludar en un momento…

Aronsson intentó pasar, pero Mahler colocó la mano contra el marco de la puerta de manera que su brazo actuó de barrera. Aronsson parpadeó.

– Pero Gustav, ¿qué te pasa? Si sólo quiero saludar a la chica.

Anna se levantó rápidamente para acercarse a la abertura de la puerta y solucionar el tema de los saludos sin necesidad de que el vecino entrara en la cocina. Cuando Mahler bajó el brazo para permitir que ella saliera, Aronsson se coló dentro.

– No me digas… -dijo él, alargando la mano a Anna-. Uf, cuánto tiempo hace…

Sus ojos inquisitivos recorrieron la cocina y Anna ni se molestó en saludarlo, ya era demasiado tarde. Aronsson descubrió a Elias y sus ojos se agrandaron, se quedaron fijos como un radar que al fin había localizado su objetivo. Sacó la lengua, se humedeció los labios y el viejo periodista sopesó por un segundo darle un golpe en la cabeza con el gancho de la cocina.

Aronsson señaló al redivivo.

– ¿Qué es… esto?

Mahler lo agarró por los hombros y lo sacó hasta la entrada.

– Es Elias, y ahora te largas. -Cogió el sombrero que Aronsson tenía en las manos y se lo puso en la cabeza-. Podría pedirte que guardaras silencio, pero ya sé que eso es absurdo. Lárgate de aquí.

Aronsson se retiró la saliva de la boca con el dorso se la mano.

– ¿Está… muerto?

– No -dijo Mahler empujando a Aronsson hacia la puerta-. Es un redivivo y yo estoy intentando que mejore, pero, si te conozco bien, ya no podré seguir haciéndolo.

Aronsson retrocedió hasta salir al porche con una sonrisilla furtiva pegada en la cara. Probablemente estaba pensando a qué teléfono exactamente debería llamar para ir con el cuento.

– Bueno, que vaya bien, entonces -dijo, alejándose de espaldas. Mahler cerró de un portazo.

Anna estaba sentada en el suelo de la cocina con Elias en brazos.

– Debemos irnos de aquí -dijo Mahler esperándose una negativa, pero ella se limitó a asentir.

– Sí, será lo mejor.


* * *

Recogieron a toda prisa el contenido de la nevera, lo pusieron en una cesta frigorífica y metieron las cosas de Elias en una bolsa de deporte. Mahler se aseguró de guardar en ella la locomotora y el resto de los juguetes, así como el teléfono móvil y algo de ropa para cambiarse.

No disponían de sacos de dormir ni de una tienda, pero Mahler tenía un plan. Durante los últimos días, sobre todo antes de dormirse, había ido imaginando diferentes escenarios, pensando qué podrían hacer si ocurría algún imprevisto. Bien, pues ahora había sucedido, y en la bolsa de plástico, junto a la ropa, echó un martillo, un destornillador y una palanqueta.

Otros veranos, cuando habían salido a pasar el día en el mar, los preparativos les habían llevado más de una hora. Ahora, cuando se trataba de estar fuera de casa por un tiempo indefinido, tardaron diez minutos, y era muy probable que se hubieran olvidado la mitad de las cosas.

No importaba. En ese caso, Mahler podía volver a tierra firme después y comprar lo que necesitaran. El caso era esconder a Elias.

Caminaron despacio a través del bosque. Anna llevaba el equipaje y Mahler a Elias. No notaba nada raro en el corazón, pero sabía que aquélla era una de esas situaciones en las que podía darle un ataque si no se lo tomaba con calma.

Elias parecía una talla de madera en sus brazos: no daba ninguna señal de vida. Mahler caminaba con cuidado, tanteando con el pie las raíces de los árboles que cruzaban el sendero, ya que no podía ver el suelo. El sudor le picaba en los ojos.

«Tanto trabajo por esta pequeña pizca de vida».


Svarvargatan, 11:15


El Volvo-740 de Sture estaba recién lavado, pero aun así seguía impregnado de un fuerte olor a madera y aceite de linaza. Sture era carpintero y vivía entregado a su casita hexagonal de madera, que él mismo había dibujado y que construía, más que nada, para los veraneantes.

Magnus se acurrucó en el asiento de atrás, David le entregó el cesto con Baltasar y se sentó en el asiento del copiloto. Sture ojeaba el mapa que había arrancado de la guía de teléfonos y se rascaba la cabeza tratando de encontrarlo.

– Heden, Heden…

– Creo que no viene en el mapa -dijo David-. Está en Järvafältet, en dirección a Akalla.

– Akalla…

– Sí. Hacia el noroeste.

Sture meneó la cabeza.

– Quizá sea mejor que conduzcas tú.

– Preferiría no hacerlo -contestó David-. Me siento tan… Mejor no.

Sture alzó la vista del mapa. Apareció una sonrisa en la comisura de sus labios, se inclinó hacia la guantera y la abrió.

– He traído esto. -Le dio a David dos muñecas de madera, de unos quince centímetros de altura, y arrancó el coche.

– Voy a coger la E-20, y después ya veremos.

Las muñecas eran tan suaves como sólo pueden serlo a fuerza de limarlas con las manos y con los dedos. Eran la representación de un chico y una chica, y David conocía su historia.

Cuando Eva era pequeña, Sture trabajaba como carpintero en la construcción de edificios por toda Noruega, pasaba dos semanas fuera y otra en casa. Durante una de esas semanas que trabajaba en casa había hecho las muñecas y se las había dado a su hija, que por aquel entonces tenía seis años. Para su satisfacción, esas muñecas se convirtieron en los juguetes preferidos de ella, pese a que tenía tanto la Barbie como Ken y el perro de Barbie.

Lo curioso era que ella les había puesto nombre a las muñecas: se llamaban Eva y David. Eva le había contado la historia unos meses después de conocerse.

– Es inevitable -dijo entonces Eva-. Yo ya te había elegido desde que tenía seis años.

David cerró los ojos mientras deslizaba los dedos sobre las muñecas.

– ¿Sabes por qué las hice? -le preguntó Sture con la vista puesta en la carretera.

– No.

– Por si moría. Como sabrás, aquel trabajo no carecía de riesgo. Así que pensé que si… que ella tendría algo. -Soltó un suspiro-. Pero no fui yo el que murió.

Esto último sonó como un lamento. La madre de Eva había muerto de cáncer seis años antes, y a Sture le pareció injusto, que él era menos importante. Que debería haber sido él.

El antiguo carpintero lanzó una mirada a las muñecas.

– No sé. Creo que pensé en… hacer algo por lo que me recordara.

El humorista asintió, y pensó en lo que le iba a dejar él a Magnus: montones de papeles y cintas de vídeo con sus actuaciones. Nunca había hecho nada con sus propias manos. Al menos, nada que hubiera valido la pena guardar.

David fue guiando a Sture a través de la ciudad lo mejor que pudo. Les pitaron varias veces, pues el anciano conducía muy despacio, pero consiguieron llegar. A las 11:50 estacionaron el vehículo en una explanada próxima a un cartel de aparcamiento colocado a toda prisa. Ya había allí cientos de coches aparcados en filas. Sture apagó el motor y permaneció sentado.

– No hay que pagar aparcamiento, por lo menos -comentó David para romper el silencio.

Magnus abrió su puerta y bajó del coche con la cesta en brazos. Sture seguía con las manos sobre el volante. Miró hacia el grupo de gente agolpada ante las verjas.

– Tengo miedo -admitió.

– Sí -repuso su yerno-. Yo también.

El niño dio unos golpecitos en la ventanilla.

– Pero venga, ¡salid ya!

Sture recogió las muñecas antes de salir. Las apretaba muy fuerte entre las manos mientras se iba acercando a Eva.

La zona se hallaba rodeada con una alambrada levantada hacía poco, lo cual le confería el desagradable aspecto de un campo de concentración, cosa que, en el sentido literal de la expresión, también era: un campo de prisioneros. La perspectiva quedaba distorsionada porque la aglomeración de gente se encontrabafuera de la valla, mientras que el interior estaba vacío, salvo unos pocos edificios grises esparcidos por la explanada; esparcidos y cercados.

Había dos entradas y cuatro vigilantes en cada una. Aunque no portaban pistolas -ni siquiera porras, al parecer confiaban en la urbanidad de la gente-, resultaba difícil pensar que aquello fuera Suecia. A David le molestaba menos el aire represivo provocado por la alambrada y el gentío que la impresión de estar en un circo, donde el público esperaba jadeante e impaciente para ver qué se ocultaba detrás de las barreras. Y Eva se encontraba allí dentro, en el corazón de ese circo.

Se acercó un hombre joven y le puso un papel en la mano.


¿Te atreves a vivir sin Dios? El mundo se va a acabar. El hombre va a desaparecer. Por favor, por favor, por favor, regresa al seno de Dios antes de que sea demasiado tarde. Podemos ayudarte.


El papel estaba bien hecho: un texto bellamente impreso sobre una imagen pálida de fondo que representaba a la Virgen María. Le entregó el pasquín un hombre cuyo aspecto guardaba más parecido con el de un agente inmobiliario que con el de un fanático. David le hizo un gesto con la cabeza para darle las gracias y siguió caminando con Magnus de la mano. El hombre dio un paso a un lado y se colocó delante de ellos.

– Esto va en serio. Esto… -dijo, señalando el papel y encogiéndose de hombros-, estas cosas son difíciles de formular. No somos ninguna asociación, ni ninguna iglesia, pero lo sabemos, ¿vale? Todo esto… -Hizo un gesto envolvente hacia la alambrada-… todo esto se va a ir al infierno si no nos volvemos hacia Dios.

Lanzó una mirada compasiva a Magnus, y si hacía un par de segundos David se había dejado seducir por la labia humilde y ese «por favor, por favor, por favor», aquella mirada le hizo desencantarse; quizás el hombre estaba en lo cierto, pero era repulsivo.

– Perdona -le contestó, y se alejó con Magnus. El hombre no hizo ningún intento más para impedírselo.

– Locos -comentó Sture.

David se metió la cuartilla en el bolsillo; al poco vio tirados y esparcidos por la hierba otros folletos arrugados. Ocurrió algo dentro de la aglomeración: se volvió más compacta y apretujada. Se oyó un sonido que David reconoció enseguida; alguien estaba probando un micrófono.

– Uno, dos…

El trío se detuvo.

– ¿Qué hacen? -preguntó Sture.

– Ni idea -contestó David-. Será alguien que va a… actuar.

La impresión de fiesta popular al aire libre no hacía más que aumentar. Pronto aparecería en el escenario el cantante Tomas Ledi para interpretar un par de canciones. A David se le encogió el estómago. Su padecimiento aumentó hasta englobar toda la situación, y temió que aquello fuera un rotundo fracaso ante el suplicio de tener que mirar a un cómico que no es divertido ni ha comprendido qué es lo que está pasando.

El ministro de Sanidad se acercó al micrófono. Se oyeron algunos abucheos dispersos, pero enmudecieron al no hallar acogida. David miró a su alrededor. Pese a que la tele y los periódicos los últimos días no habían hablado de otra cosa más que de los redivivos, él no había sido capaz de considerar aquel drama más que como el suyo propio. Ahora lo veía de otra manera.

Varias cámaras de televisión sobresalían por encima del gentío, otras más estaban reunidas ante la tribuna donde ahora el ministro de Sanidad se colocaba bien la chaqueta, se inclinaba hacia delante y probaba el micrófono…

«Camaradas, asistentes…».

… y dijo:

– Bienvenidos. Como representante del gobierno, antes que nada quiero pediros disculpas. Esto se ha demorado demasiado tiempo. Gracias por vuestra paciencia. Como comprenderéis, esta situación nos cogió por sorpresa y tomamos una serie de decisiones que tal vez ahora pueda parecernos que no fueron tan acertadas…

Magnus tiró de la mano de su padre y él se agachó para oírle.

– ¿Sí?

– Papá, ¿por qué habla este señor?

– Porque quiere gustar a todos.

– ¿Qué dice?

– Nada. ¿Quieres que coja a Baltasar?

El pequeño negó con la cabeza y apretó la cesta con más fuerza contra el pecho. David pensaba que debía de tener los brazos cansados, pero no insistió. Vio a su suegro con los brazos cruzados sobre el cuerpo y el ceño fruncido. Quizá el temor de David ante una actuación desafortunada no iba tan desatinado. Por suerte, el ministro tuvo la sensatez de acabar pronto y ceder la palabra a un hombre vestido con un veraniego traje claro que se presentó como el jefe de neurología de Danderyd.

De sus primeras palabras se desprendía que él no era partidario de aquella presentación tan espectacular, aunque no lo dijo a las claras.

– Vayamos al motivo concreto de mi intervención: se han propagado muchos infundios y especulaciones, pero lo cierto es que la gente puede leerse los pensamientos cuando está cerca de los redivivos. No voy a alargarme explicando que todos nosotros hemos intentado rechazar esos hechos, negarlos o atenuarlos. El fenómeno persiste… -Apuntó hacia la zona con un gesto que David juzgó innecesariamente teatral-. Cuando crucéis esas verjas vais a percibir los pensamientos de quienes se hallen a vuestro alrededor. Aún no sabemos cómo se produce este fenómeno, pero debéis estar preparados para esa experiencia, que no es totalmente… agradable.

El neurólogo guardó silencio un momento y dejó que sus palabras surtieran efecto; era como si hubiera esperado que algunas personas salieran inmediatamente del grupo y abandonaran la zona por miedo a aquella experiencia tan terrible. No sucedió tal cosa. David, cuyo trabajo consistía en manejar los sentimientos del público, se dio cuenta de que la impaciencia estaba empezando a crecer entre los asistentes. La gente cambiaba de pie y se rascaba los brazos o las piernas. No estaban interesados en conocer esas consideraciones, sólo querían entrar a ver a sus muertos.

El neurólogo no se dio por vencido.

– El efecto es menos perceptible ahora que vuestros redivivos han sido instalados por separado. Ésa es una de las razones de que estemos aquí, pero la anomalía aún perdura, y quiero pediros que en la medida de lo posible… -El neurólogo ladeó la cabeza y dijo en un tono ligeramente jocoso-:… que intentéis pensar cosas buenas, ¿de acuerdo?

La gente miraba a su alrededor, se observaban los unos a los otros, algunas personas sonrieron como para demostrar ante los demás la benignidad de sus pensamientos. A David se le agudizó el dolor de estómago, como si fuera una señal premonitoria de que todo aquello estaba a punto de saltar por los aires, y se agachó apretándose el vientre con las manos.

– Bien, eso era cuanto tenía que decir -concluyó el neurólogo-. En la entrada os informarán exactamente de dónde se encuentra la persona a la que buscáis. Gracias.

David percibió un roce de ropas cuando el tropel de gente se puso en movimiento hacia delante. Si se movía, iba a cagarse encima.

– Papá, ¿qué te pasa?

– Me duele un poco el estómago. Se me pasará.

Sí. La presión remitió fugazmente y fue capaz de ponerse derecho; entonces, miró por encima de las cabezas de miles de personas que se dividían en dos grandes grupos mientras se agolpaban ante las verjas. Sture sacudió la cabeza y dijo:

– Esto va a tardar horas de esta manera.

«Eva, ¿estás ahí?».

A modo de prueba, David envió un pensamiento lo más fuerte posible, pero no obtuvo respuesta. ¿Dónde empezaba, exactamente, ese «campo» del que hablaban, y por qué podían las personas oírse exclusivamente unas a otras y no a los redivivos?

Se acercó a ellos y les saludó un policía que merodeaba ocioso en medio de aquel pacífico tropel de gente. Ellos le devolvieron el saludo y el agente señaló la cesta que Magnus llevaba en los brazos.

– ¿Qué llevas ahí?

– A Baltasar.

– Es su conejo -explicó David-. Cumple años hoy y… -Se calló, sospechando que holgaba tal aclaración.

El policía sonrió.

– Felicidades, entonces. ¿Has pensado entrar con el conejo?

Magnus miró a su padre.

– Sí, eso es lo que habíamos pensado -contestó éste. No se atrevió a mentir por miedo a que el niño dijera otra cosa.

– No es muy apropiado.

Sture dio un paso al frente.

– ¿Y eso por qué? -preguntó-. ¿Por qué no puede llevar consigo el conejo?

El agente mostró las palmas de las manos en un gesto inequívoco: «Yo sólo cumplo órdenes».

– No está permitido llevar animales dentro, es cuanto sé -contestó-. Lo siento.

El policía se alejó y Magnus se sentó en el suelo con la cesta en las rodillas.

– Yo no entro.

Sture y David se miraron el uno al otro. Ninguno de los dos quería quedarse fuera con el niño, evidentemente, y quedaba descartado dejar a Baltasar en el coche. David miró enfadado al policía, que seguía dando vueltas con las manos a la espalda, le habría gustado pulverizarle con el pensamiento.

– Vamos a alejarnos un poco más allá.

Describiendo un cuarto de círculo amplio, se alejaron del gentío y llegaron a una zona de bosque en donde David, para su alivio, comprobó que habían colocado dos aseos públicos. Se disculpó y entró en el que parecía menos castigado por los actos de vandalismo, se sentó y explotó en una especie de liberación. Cuando hubo terminado, descubrió que no había papel. Intentó utilizar el folleto que le habían dado, pero el papel satinado sólo empeoró la situación. Se quitó los calcetines, se aseó con ellos y los tiró al agujero.

«Así… ahora…».

Se sintió mucho mejor. Todo iba a salir bien. Se ató los cordones de los zapatos en torno a los pies desnudos y salió. Abuelo y nieto estaban esperándolo, y parecía que guardaban algún secreto.

– ¿Qué pasa? -preguntó David.

Sture se abrió un poco la chaqueta, como si fuera un contrabandista, y le enseñó el bolsillo interior, donde sobresalía la cabeza de Baltasar. El niño soltó una risita y Sture se encogió de hombros. «Si cuela, cuela». David no tenía ninguna objeción al respecto. Ahora se encontraba limpio por dentro, aliviado y optimista. Justo lo que el neurólogo había ordenado.

Volvieron hacia las verjas. Sture se quejaba de que Baltasar estaba tratando de mordisquearle la camisa y Magnus se reía. David miró a Sture, que sobreactuaba con su chaqueta, y sintió un enorme agradecimiento. Aquello no habría sido posible sin él. La preocupación por ver cómo podrían introducir de extranjis a Baltasar parecía haber desviado totalmente la atención de Magnus del encuentro inminente.

Llegaron a la entrada a tiempo de presenciar otra presentación. La muchedumbre había disminuido considerablemente durante su ausencia, por lo que los vigilantes no podían ser especialmente estrictos en el control de identificación de los familiares, pero sucedió algo delante, en la tribuna, antes de que volvieran a la fila.

Dos señoras mayores subieron al escenario y conectaron el sistema de sonido de los altavoces; una de ellas se acercó al micrófono antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar.

– ¡Atención! -gritó, y asustada por la fuerza de su propia voz, se retiró un poco. La otra señora se llevó la mano a la oreja. La que había hablado cobró ánimo, avanzó otra vez y repitió-: ¡Atención! Sólo quiero decir que esto es un error. Los muertos han despertado porque sus almas han regresado. Esto tiene que ver con nuestras almas. Todos nosotros estamos perdidos si no…

No tuvo tiempo de decir nada más. Los altavoces se apagaron y su fórmula para no condenarse sólo pudieron oírla quienes estaban justo allí delante. Un hombre muy corpulento vestido de traje, probablemente algún tipo de guardia de seguridad, subió al escenario, alejó a la señora del micrófono sin contemplaciones y la hizo bajar de la tribuna. La otra señora bajó detrás.

– Papá -preguntó Magnus-, ¿qué es el alma?

– Algo que algunas personas creen que llevamos dentro de nosotros.

El niño se palpó el cuerpo con las manos en un intento de sentirla.

– ¿Y dónde está?

– En ningún sitio concreto. Es, como si dijéramos, un pequeño fantasma invisible del que surgen todos los pensamientos y los sentimientos. Algunos creen que cuando morimos abandona el cuerpo.

– Yo lo creo -contestó el chico.

– Sí -dijo David-, pero yo no.

Magnus se volvió hacia su abuelo, que tenía la mano en el pecho como si estuviera a punto de darle un infarto.

– ¿Abuelo? ¿Tú crees en el alma?

– Sí -respondió Sture-. Totalmente. También creo que estoy a punto de tener un agujero en la camisa. ¿Podemos acercarnos ya?

Se pusieron al final de la cola. Había todavía unas doscientas personas delante de ellos, pero la fila avanzaba a buen ritmo. Dentro de diez minutos estarían dentro.


Heden, 12:15


Cuando Flora llegó a Heden y vio la afluencia de personas y lo deprisa que avanzaban las colas, aumentaron sus esperanzas de conseguir entrar. Ella no tenía el mismo apellido que su abuelo ni ninguna manera de demostrar su parentesco. Había telefoneado a Elvy por la mañana para que le firmara una autorización, pero, como de costumbre, sólo había podido hablar con una vieja, que le dijo que Elvy estaba ocupada.

Se colocó en una de las filas que avanzaba hacia las verjas. Los últimos días había hablado a menudo con Peter, que había evitado ser descubierto durante las tareas de limpieza y había permanecido escondido en su sótano. No obstante, la tarde anterior se le había acabado la batería y no tenía ninguna posibilidad de salir hasta algún sitio donde hubiera alguna toma de electricidad mientras continuara la febril actividad de adecentar la zona.

«Joder, cómo tienen que haber trabajado».

Buena muestra de ello era la proeza de levantar en dos días aquella valla, que a buen seguro tenía más de tres kilómetros de longitud, que se extendía alrededor de toda la zona. Una de las pocas veces que Peter se había aventurado a salir, le había contado que aquello estaba lleno de soldados y que el trabajo no cesaba ni durante la noche. Habían conseguido mantener alejada a la prensa, o habrían llegado a algún tipo de acuerdo, y nadie había escrito nada sobre Heden hasta que el primer ministro dio a conocer oficialmente la noticia.

Flora avanzó poco a poco, colocándose la mochila que llevaba llena de fruta para Peter. Le resultaba insoportable estar entre la gente, así que se puso a contar mentalmente los números primos: «Uno, tres, cinco, siete, once, trece, diecisiete…».

Ese miedo palpable en las calles no era nada comparado con el allí reinante. Orientara hacia donde orientase sus antenas, captaba las mismas señales. La gente parecía como siempre, probablemente con la mirada algo más perdida o más decidida, pero por dentro percibía monstruos abisales y terror ante la idea de encontrarse frente a lo absolutamente desconocido, frente alo otro.

«… diecinueve, veintitrés…».

A diferencia de ella, la mayoría de los presentes no había visto nunca a ninguno de los redivivos. Se trataba de familiares que se habían despertado en el depósito de cadáveres, seres queridos a los que los soldados habían sacado de sus tumbas y conducido a secciones cerradas. Había infinitas posibilidades de imaginarse lo peor, y eso era precisamente lo que hacía la gente. Flora intentó aislar la mente del omnipresente terror. No lograba comprender por qué habían decidido organizar el reencuentro de aquella manera.

Agachó la cabeza, cerró los ojos e intentó concentrarse en los números primos.

«Veintinueve, treinta y uno… treinta y siete…». Habían obrado así para demostrar que lo tenían todo bajo control. «Treinta y nueve, no…».«Mamá con la cara y los dedos putrefactos». «Cuarenta y uno… Cuarenta y uno…».

– ¡Atención!

Resonó una voz reconocible a través de la niebla de pensamientos. Abrió los ojos, levantó la cabeza y vio a su abuela por primera vez desde hacía cuatro días. Hagar se encontraba justo detrás de ella.

Flora se quedó tan desconcertada que descuidó el control extrasensorial y se vio invadida por una ola de pensamientos incoherentes y asustados que ahogaron el sonido de la voz de su abuela. Entendió algo de «almas» antes de que su abuela fuera alejada del escenario. Flora echó a correr hacia allí.

Un vigilante sujetaba por los hombros a Elvy, pero la soltó cuando se acercó Flora. Aquél dirigía ahora su atención hacia el hombre vestido de traje situado junto al equipo de sonido. El vigilante alzó el dedo hacia el hombre, hacia el amplificador:

– … no toques eso, joder. Tú te quedas aquí.

– ¡Abuela!

Elvy alzó la vista y Flora se sobresaltó. La anciana había envejecido varios años desde la última vez que se vieron. Tenía la cara gris, hundida, y unas ojeras oscuras bajo los ojos, como si llevara varias noches sin dormir. Los brazos que estrecharon a Flora parecían lánguidos, débiles.

– Abuela, ¿qué tal estás?

– Ah, bien.

– Pues no tienes muy buen aspecto.

Elvy se pasó los dedos por la cicatriz de la frente.

– Quizá es que estoy un poco… cansada.

El vigilante empujó al joven hasta donde se encontraba Elvy.

– Ya os estáis marchando de aquí, ahora mismo -ordenó.

A su alrededor se había congregado un grupo de personas, sobre todo señoras mayores que se acercaban a Elvy, le daban palmaditas y susurraban algo entre ellas.

– Abuela, ¿qué estáis haciendo aquí? -le preguntó Flora.

– Hola. -El hombre joven le tendió la mano y Flora se la estrechó-. Entonces, ¿tú eres Flora?

La muchacha asintió retirando la mano. No podía leerle el pensamiento a través de aquel murmullo, lo cual era una sensación extraña y desagradable. Hagar llegó junto a Flora y le dio unas palmaditas en el brazo.

– Hola, pequeña, querida. ¿Qué tal?

– Bueno, bien -contestó Flora, e hizo un gesto hacia el escenario-. ¿Qué es esto?

– ¿Qué? Huy, perdona. -Hagar se tocó detrás de la oreja-. Así. ¿Qué decías?

– Preguntaba qué estabais haciendo.

El hombre respondió en lugar de Hagar.

– Tu abuela -empezó en un tono que daba a entender que Flora debería sentirse orgullosa de ser la nieta de Elvy- ha recibido el anuncio de que hay que salvar a los hombres. Es urgente. Hay que hacerlo ahora. Nosotros somos sus colaboradores en esa lucha. ¿Eres creyente?

Flora negó con la cabeza y el hombre se echó a reír.

– Esto raya en lo cómico, ¿no? Según tengo entendido, tú deberías haber sido la primera en haber corrido a ayudarla después de lo que vivisteis aquella tarde en el jardín.

Flora se quedó muy afectada al comprobar que aquel desconocido estaba al tanto de un acontecimiento que ella misma no había compartido con nadie. Elvy estaba ocupada con los parabienes de sus ancianas compañeras, y Flora comprendió enseguida que el aspecto agotado de su abuela estaba causado por esas manos serviciales que, en realidad, le estaban sorbiendo la vida.

– ¿Abuela? ¿Qué clase deanuncio es ese que has recibido?

– Tu abuela… -empezó el hombre, pero Flora le ignoró y se dirigió a Elvy, le puso la mano en el brazo. Quizá guardara relación con la proximidad de los redivivos, pero la muchacha recibió en su mente una imagen de trazos bien definidos: una mujer en la pantalla de un televisor, rodeada de luz.

«Su única salvación es acercarse a mí…».

El televisor se apagó, la imagen desapareció y Flora miró en el interior de los cansados ojos de su abuela.

– ¿Qué significa eso?

– Lo ignoro. Sólo sé que debo hacer algo. No sé.

– No lo vas a aguantar. Ya lo veo.

Elvy entornó los ojos y sonrió.

– Seguro que aguanto.

– ¿Por qué no contestas mis llamadas?

– Voy a hacerlo. Perdona.

Una de las ancianas se acercó y le pasó a Elvy la mano por la espalda.

– Vamos ya, querida. Tendremos que pensar en otra cosa.

Elvy sonrió agotada y dejó que se la llevaran.

– Abuela, he pensado entrar a ver al abuelo -gritó Flora.

Elvy se volvió.

– Muy bien, hazlo. Salúdale de mi parte.

Su nieta se quedó allí con los brazos caídos a los lados y sin saber qué hacer. Cuando todo esto hubiera terminado, cuando hubiera visto lo que había que ver, iría a casa de Elvy y… ¿la liberaría? No sabía, haría algo. Pero ahora no. Ahora tenía que ver.

Se colocó en la fila e intentó recordar la imagen que Elvy le había enviado. No lo entendía. ¿Era un programa de televisión? Le pareció que conocía vagamente a aquella mujer, pero no podía situarla.

«Debe de ser una actriz», aventuró la chica para sus adentros. «Papá.…», «todas las flores…», «su mano cubre la tierra».

Era imposible pensar con claridad si tenía alrededor a todas aquellas personas. Se vio obligada a colocar sus propios pensamientos dentro de una urna impenetrable que flotaba de acá para allá movida por las corrientes ajenas, pero seguía sin poder concentrarse.

Delante de ella había un niño de la mano de un adulto. A su lado se encontraba un señor mayor que se removía inquieto. La imagen de un conejo relampagueó en la cabeza de Flora sin que ella comprendiera por qué. El animal brincó unos instantes en la corriente, y desapareció, arrastrado por una riada de ataúdes, tierra, ojos vacíos y sentimientos de culpa.

«Su única salvación es acercarse a mí».

«Sí», pensó Flora. La gente necesitaba algún tipo de ayuda, eso era evidente. Ahora ya se hallaba casi delante de las verjas y a simple vista percibió que las personas más cercanas se volvían cada vez más firmes y decididas y también sus infructuosos intentos de neutralizar el pánico. Avanzaron como niños dirigiéndose por primera vez al túnel del terror: ¿qué es lo que hay en realidad ahí dentro?

Alguien le dio un empujón en la espalda, Flora oyó la voz de una mujer:

– Lennart, ¿qué ocurre?

– No, no sé… no sé si yo… voy a poder con esto -contestó el hombre con voz pastosa.

Flora se volvió y vio al hombre sujetado por una mujer. Él tenía la cara sombría y los ojos totalmente abiertos. Su mirada se cruzó con la de Flora, el hombre estaba señalando la zona de dentro mientras decía:

– El viejo… a mí no me gustaba. Cuando yo era pequeño, él solía…

La mujer le tiró del brazo para hacerle callar, y sonrió como disculpándose ante Flora, que vio inmediatamente todo su matrimonio, la infancia de aquel hombre, y lo que vio hizo que sintiera un escalofrío y dejara de mirarlos.

– Eva Zetterberg -dijo el individuo situado delante de ella, el hombre acompañado por el niño.

– ¿Y quiénes sois? -le preguntó el vigilante que tenía las listas.

– Yo soy su marido -contestó el hombre, y señalando al niño y al señor mayor, agregó-: Ellos, nuestro hijo y su padre.

El vigilante asintió, pasó las hojas hasta llegar a una de las últimas listas y la recorrió con el dedo.

«El conejo, el conejo…»

El castor Bruno y un conejo. Un conejo dentro de un bolsillo. También el niño, el hijo de Eva Zetterberg, estaba pensando en un conejo. En el mismo conejo. Aquélla era su familia. Y todos sus miembros estaban pensando en un conejo.

– 17 C -indicó el vigilante señalando dentro del recinto-. Seguid los carteles.

La familia de Zetterberg cruzó enseguida dentro de la verja. Flora captó una sensación de alivio y se grabó en la memoria el 17 C. Era su turno. El vigilante la miró con severidad.

– Tore Lundberg -dijo Flora.

– ¿Y tú eres…?

– Su nieta.

El vigilante la miró, observó la ropa que llevaba, sus ojos pintados de negro, su pelo cardado, y Flora comprendió que no le iba a dejar pasar.

– ¿Puedes demostrarlo?

– No -dijo Flora-. Claro que no puedo.

No valía la pena discutir; el vigilante estaba pensando en adoquines, en jóvenes que quitaban los adoquines.

Flora se alejó de la puerta y fue siguiendo el perímetro de la alambrada, recorriendo la malla con los dedos. El caudal de pensamientos iba disminuyendo a medida que se alejaba, y fue como volver a casa después de haber permanecido a la intemperie en mitad de una tormenta. Siguió alejándose hasta que dejó de oír los pensamientos de los demás y se sentó en la hierba, suspirando mentalmente.

Cuando volvió a sentirse en condiciones, siguió el trazado de la valla hasta llegar a un ángulo donde los edificios la ocultaban de la vista de los vigilantes de la entrada. La alambrada parecía siniestra, distanciaba a las personas que excluía y a las que encerraba. Era una neurosis militar.

No parecía difícil trepar por ella; el problema estribaba en el espacio abierto existente entre la valla y los edificios. Le sorprendió la ausencia de vigilantes apostados alrededor de la valla; si se hubiera tratado, por ejemplo, de un concierto, habría habido uno cada veinte metros. Quizá no contaran con que la gente quisiera colarse.

«Entonces, ¿por qué ponen la valla?».

Lanzó la mochila por encima de la alambrada y dio gracias a que sus deportivas favoritas se habían caído a cachos y se había visto obligada a ponerse las botas, cuyas puntas afiladas eran perfectas para apoyarse en los huecos de la alambrada. Llegó arriba en diez segundos. Cuando ya se encontraba al otro lado, se agachó en balde, pues era tan visible como un cisne encima de un cable del teléfono, y constató que su incursión parecía haber pasado inadvertida. Se echó al hombro la mochila y se dirigió hacia los edificios.


Koholma, 12:30


Mahler se había preparado para la situación actual. Tenía el bote en el embarcadero, sin agua pero con el depósito lleno. Dejó a Elias con cuidado y saltó dentro de la barca para coger el equipaje y la cesta frigorífica que le llevaba Anna.

– Faltan los chalecos salvavidas -dijo ésta.

– No tenemos tiempo.

El periodista vio los chalecos colgados de un gancho dentro de la caseta y a simple vista pudo advertir que a Elias se le había quedado pequeño el suyo.

– Elias pesa menos ahora -dijo Anna.

Gustav meneó la cabeza y apretujó el equipaje. Entre los dos acostaron al redivivo en el suelo envuelto en una manta. Anna fue a soltar el amarre mientras Mahler intentaba poner el motor en marcha. Era un Penta-Volvo antiguo, de veinte caballos, y Mahler, mientras tiraba del cable, se preguntaba si habría alguna estadística fiable de cuántos infartos había provocado a lo largo de la historia aquella pelea con los motores fueraborda.

«U… no… enes irón… tío… elker…».

Debió tomarse un respiro tras ocho intentos fallidos de arrancar el motor. Se sentó en la bancada de popa y dejó descansar las manos sobre las rodillas.

– ¿Anna? ¿Acabas de decir «Tú no tienes el tirón adecuado, tío Melker [13]»?

– No -dijo Anna-, pero lo he pensado.

– ¿Ah, sí?

Mahler miró a Elias; tenía la cara arrugada e inmóvil, y sus entornados ojos negros miraban al cielo. En el paseo hasta el embarcadero, Mahler había comprobado lo que antes sólo era una sospecha: Elias pesaba menos, mucho menos que cuando salió de su tumba cuatro días antes.

No había lugar a cavilaciones. ¿Cuánto tiempo podía pasar antes de que Aronsson llamara, antes de que se presentara alguien? Mahler se frotó los ojos; se le estaba empezando a levantar un ligero dolor de cabeza.

– Tranquilo -repuso Anna-. Menos de media hora no pueden tardar.

– ¿Puedes dejarlo ya? -dijo Mahler.

– ¿Dejar qué?

– Dejar… de estar dentro de mi cabeza. Lo he entendido. No tienes que demostrármelo.

Ella se levantó de la bancada y se sentó en la manta junto a Elias sin decir nada. A Mahler le escocían los ojos, irritados a causa del sudor. Se volvió hacia el motor y tiró con tanta fuerza que creyó que se iba a partir el cable, pero en vez de eso empezó a rugir; bajó las revoluciones del motor, dio marcha atrás y empezaron a deslizarse.

Anna estaba sentada con la mejilla ligeramente inclinada sobre la cabeza de su hijo. Ella movía los labios. Mahler se secó el sudor de los ojos y fue consciente de que había un secreto del cual no era partícipe. Había leído algo sobre los fenómenos de telepatía alrededor de los redivivos, pero ¿por qué no podía él leer lo que pensaba Anna, si sus pensamientos eran para ella como un libro abierto?

Soplaba lo que en los partes meteorológicos llamaban vientos «de suaves a moderados» y las olas chapoteaban contra el casco de plástico cuando dejaron atrás el estrecho. En la bahía se veía alguna ola aislada.

– ¿Adónde vamos? -gritó Anna.

Mahler no contestó, sólo pensó «al islote de Labbskäret», para fastidiar.

Anna asintió. Él aceleró a tope.

Sólo cuando llegó a la ruta marítima frecuentada por los ferries que hacían el trayecto hasta Finlandia y constató que no había ninguno cerca, sólo entonces, cayó Mahler en la cuenta de que se había olvidado el mapa de navegación costera. Cerró los ojos y trató de recordar la ruta.

«Fejan… El islote de Sundskär… Remmargrundet…».

No habría ningún problema mientras pudieran seguir la derrota de los transbordadores, además recordaba que la torre de la antena de radio de Manskär debía verse justo de frente hasta que tuvieran que girar hacia el sur. Después iba a ser más complicado, pues las aguas que rodeaban el islote de Hamnskär eran traicioneras y estaban llenas de escollos.

Observó a Anna y ésta le respondió con una mirada inescrutable. Ella sabía que no llevaban mapa y que corrían el riesgo de perderse, y seguramente también vería el mapa provisional que él había intentado trazar en su mente. Aquello era insufrible, como si alguien le observara detrás de un espejo a través del cual él no podía ver nada. A él no le gustaba que ella pudiera leerle los pensamientos; a él no le gustaba que ella pudiera leerle… a él no le gustaba… a él no le gustaba que…

«¡Basta!».

Así estaban las cosas. Durante un breve instante, cuando intentaba arrancar el motor, él también la había oído. ¿Por qué entonces y no ahora? ¿Qué fue lo que hizo él en ese instante para que…?

Alzó la mirada y sintió un estremecimiento al no reconocer la línea costera. Iban dejando atrás islas desconocidas y sin ningún rasgo orientativo. Un par de segundos después de que él pensara eso, Anna también se puso de pie y oteó por la borda. Mahler recorrió con la mirada las islas que iban surcando con pánico creciente. Nada. Sólo islas. Era como despertarse en una habitación desconocida donde uno se hubiera acostado borracho como una cuba: su desorientación era total, le embargaba la sensación de encontrarse en otro mundo.

Anna señaló por encima de la borda de babor y gritó:

– ¿No es ése el islote de Botveskär?

Él entornó los párpados para proteger los ojos de los destellos del sol y divisó una baliza blanca a lo lejos, en el extremo de una isla. ¿Era Botveskär? «Entonces, la baliza blanca que está enfrente será Rankarögrund, y… sí, coincidía el mapa». Giró hacia el este y en un minuto volvió a salir a la ruta marítima. Miró a Anna y pensó «gracias». Ella asintió con la cabeza y volvió junto a Elias.

Después de navegar un cuarto de hora en silencio se acercaron a Remmargrund. Mahler oteaba hacia el sur para localizar el estrecho por donde debían entrar cuando oyeron un ruido por encima del rugido del motor; un sonido más grave, un traqueteo de frecuencia más baja. Él miró alrededor sin localizar el ferry que esperaba ver.

«Foumfoumfoum».

Se preguntó si no sonaría sólo dentro de su cabeza. Aquel fragor no se parecía en nada al ruido silbante que le había taladrado cuando estaba en la cocina. Volvió a mirar a su alrededor y esta vez sí descubrió el origen del ruido: la hélice de un helicóptero. Anna se agachó y cubrió a Elias con la manta tan pronto como él asoció el sonido con el helicóptero.

Mahler trató de pensar alguna alternativa de actuación y sólo halló una: continuar sentado sin hacer nada. Estaban solos en el mar en una pequeña embarcación. No había manera de protegerse ni de esconderse. El aparato, una nave del ejército, ahora lo veía, estaba casi encima de ellos, y las imágenes deApocalypse Now le pasaron por la cabeza veloces como centellas: el dedo en el disparador, misiles, explosiones en el agua, el bote hecho pedazos, ellos volando muchos metros por los aires, hasta el punto de que quizá alcanzaran a vislumbrar la costa desde otra perspectiva antes de que todo se apagara.

«Suecia», pensó. «Suecia». No se hace así. Aquí. Ahora.

El helicóptero pasó por encima de ellos y Gustav se puso tenso, esperaba oír una voz procedente de un megáfono que dijera: «Apaga el motor» o algo por el estilo, pero el aparato giró súbitamente hacia el sur y se fue empequeñeciendo en el cielo. Mahler sonrió con alivio al tiempo que se reprendía a sí mismo.

Las islas. La libertad. Sí. Y a menos de una milla náutica de Hamnskär, la mayor base militar de este archipiélago. Pero ¿qué más daba?

«¿Dónde esconderemos la carta que nadie puede encontrar? En el cajón de la correspondencia, por descontado».

Quizá sólo fuera una ventaja.

Siguió con la vista al helicóptero cada vez más pequeño y vio el estrecho, giró y siguió los pasos del enemigo.

El nivel del agua estaba tan bajo que muchos de los escollos más traicioneros sobresalían por encima de la superficie o se intuían como manchas verdes donde las olas rompían de un modo diferente. Para su propia sorpresa, recordaba bien el camino. Llegaron a su destino tras otros veinte minutos a velocidad media.

Su mayor preocupación, por supuesto, era que hubiese gente en la casa. Mahler no lo creía, dadas las fechas, pero no podía asegurarlo. Redujo la velocidad y avanzó a dos nudos por el estrecho que discurría entre las islas. No había ningún barco en el embarcadero y ésa era una prueba cien por cien segura de que no había nadie allí.

El viaje les había llevado casi una hora y Mahler había tenido tiempo suficiente de refrescarse con el viento. Apagó el motor y se deslizó hasta el embarcadero. Aquí entre las islas no corría apenas el viento y el silencio era maravilloso. El sol de la tarde se reflejaba en el mar y todo respiraba calma.

Habían estado aquí un par de veces antes, comiéndose unos bocadillos en las rocas y bañándose; les gustaba esta isla pelada en la frontera del mar de Åland. Gustav solía soñar con poder comprar algún día una de las dos casetas de pescadores con que contaba esa isla; otras construcciones no había.

Anna se levantó y miró por encima de la borda.

– ¡Qué bonito es!

– Sí.

Las rocas, lisas en la orilla, empezaban a cubrirse bajo un manto de enebro conforme se avanzaba hacia el interior del islote, donde había prados de brezos y algunos alisos. Era una isla de vegetación poco variada y pequeña, podía rodearse en un cuarto de hora. Era un mundo que podía abarcarse con la vista.

Atracaron en silencio y se dirigieron con Elias y el equipaje hacia una de las cabañas. Mahler era quien más había hablado los últimos días. Se quedaron en silencio cuando ya no fue necesario decir nada.

Colocaron a Elias sobre un lecho de brezos envuelto en la manta y empezaron a buscar la llave. Miraron en la letrina que estaba a cincuenta metros de la casa y observaron que los excrementos que había en el agujero estaban secos. Hacía tiempo que no había estado nadie allí. Miraron debajo de las piedras sueltas próximas a las escaleras, en los agujeros y bajo los maderos, pero la llave no aparecía.

Mahler extendió las herramientas encima de la roca, buscó con la mirada la aprobación de Anna y la obtuvo. Introdujo la palanqueta en el resquicio de la puerta, golpeó con el martillo para que entrara más y la forzó. La cerradura cedió inmediatamente. El marco de la puerta estaba algo pasado: la placa de la cerradura quedó suelta y la puerta se abrió.

Por el quicio salió una tufarada de aire cerrado. Era una buena señal, eso indicaba que la cabaña no estaba tan mal aislada como hubieran podido imaginarse. Por si se veían obligados a permanecer allí mucho tiempo. Mahler revisó la cerradura. Un buen trozo de la madera del marco se había resquebrajado y al dueño le iba a resultar difícil la reparación. Mahler suspiró.

– Tendremos que dejarle un poco de dinero cuando nos marchemos.

Anna miraba a su alrededor, familiarizándose con la isla, reposada a la luz de la tarde, y dijo:

– O mucho dinero.

La casa de dos habitaciones tenía unos veinte metros cuadrados. Carecía de electricidad y agua corriente, pero la cocina disponía de un hornillo de gas con dos placas conectado a una bombona grande de propano. Sobre la encimera había un depósito de agua con su grifo. Mahler lo levantó. Estaba vacío. Se dio una palmada en la cabeza.

– Agua -dijo-. Se me ha olvidado el agua.

Anna estaba a punto de entrar en la otra estancia para acostar a su hijo, pero en ese momento se detuvo y señaló al redivivo con un gesto de la cabeza.

– A ver, eso es algo que no entiendo. ¿Por qué no le damos agua del mar y ya está?

– Sí -admitió Mahler-. Seguro que podemos hacerlo. Pero ¿y nosotros? Nosotros no podemos beber agua del mar.

– ¿No hay ni una gota de agua potable?

Mahler inspeccionó la cocina mientras Anna acostaba a Elias. Halló la mayor parte de las cosas que había esperado encontrar y por eso no se había molestado en traer: platos, cubiertos, dos cañas de pescar y una red, pero nada de agua. Finalmente abrió el frigorífico, también conectado a una bombona de gas, y encontró un frasco deketchup y unas latas de sardinas en salsa de tomate. Desenroscó un poco la bombona de gas y verificó que estaba vacía.

La bombona del hornillo, sin embargo, soltó un fuerte silbido y Mahler la volvió a cerrar de inmediato.

«Agua».

Lo había olvidado por la misma razón que lo necesitaban: era algo esencial. Siempre había agua. No existía una casa sueca sin su pozo o uno en las inmediaciones.

Menos en el archipiélago, claro.

Se quedó parado en mitad de la cocina y vio delante de él la imagen de un trol asando un pescado en el fuego. Pensó que él había tenido de pequeño un cuadro casi igual encima de la cama. Aunque no lo había tenido. Esos troles fueron pintados muchos años después de su infancia.

Mahler recorrió la cocina con la vista una vez más, pero no apareció agua por ningún sitio.

Anna había tumbado a Elias en una de las camas y estaba ahora inclinada sobre ella observando el cuadro de la pared. La pintura representaba a unos troles que estaban asando pescado en el fuego.

– Mira -dijo ella-. Yo tenía una casi exactamente igual.

– Encima de la cama cuando eras pequeña -coincidió Mahler.

– Sí. ¿Y cómo lo sabes, si no estabas nunca en casa con mamá y conmigo?

Gustav se sentó en una silla.

– Lo he oído -respondió-. De vez en cuando oigo.

– ¿Oyes… a Elias? -Ella señaló al niño.

– No, eso es… -se interrumpió-. ¿Tú le oyes?

– Sí.

– ¿Por qué no me has dicho nada?

– Te lo he dicho.

– No lo has hecho.

– Sí, claro que sí, pero tú no has querido escuchar.

– Si tú hubieras dicho claramente que…

– Fíjate cómo hablas -le dijo Anna-. Ni siquiera ahora, cuando te estoy diciendo que sí, que puedo oír a Elias, que sé lo que se mueve dentro de su cabeza, ni siquiera ahora eres capaz de preguntar qué es lo que piensa, sino que sólo estás tratando de pillarme.

Mahler miró a su nieto, intentó no pensar en nada, ser receptivo, y convertirse en una pizarra limpia sobre la que pudiera escribir Elias. Le zumbaba la cabeza, centellearon algunos fragmentos de imágenes, desaparecieron antes de que él pudiera captarlos y podían muy bien ser sus propios pensamientos. Se levantó, abrió la cesta frigorífica y sacó un cartón de leche, bebió un poco directamente del envase. Sentía todo el tiempo los ojos de Anna encima de él. Le tendió el cartón de leche a ella, pensó: «¿Quieres?».

Anna negó meneando la cabeza. Gustav se limpió la boca con la mano y devolvió otra vez el envase a su sitio.

– ¿Qué dice, entonces?

A ella se le dibujó una sonrisa en las comisuras de los labios.

– Nada que tú quieras oír.

– ¿Qué quieres decir?

– Sólo que habla conmigo, me dice cosas que no quiere que tú sepas y por eso no pienso contártelas, ¿entendido?

– Esto es una estupidez.

– Tal vez, pero es así.

Mahler dio unos pasos por la habitación, cogió el libro de visitas que estaba sobre la cómoda y echó un vistazo a los elogios hechos a la casa y los agradecimientos por dejarles quedarse en ella. Se preguntó si escribirían algo ellos antes de marcharse. Se dio la vuelta.

– Te lo estás inventando -dijo-. No figura en ningún sitio… No he oído nada acerca de que los muertos pudieran… contactar con los vivos. Eso es algo que tú simplemente te imaginas.

– Tal vez no hayan querido revelarlo.

– Sí, pero entonces, ¿qué es lo que dice?

– Como te he dicho…

Anna estaba sentada en el borde de la cama y le observó con una mirada que a él le pareció… compasiva. La ira se fue apoderando de él. Aquello no era justo. Era él quien había salvado a Elias, era él quien había trabajado todo el tiempo para que las cosas pudieran mejorar, mientras que Anna sólo… había estado vegetando. Mahler avanzó un paso hacia ella y levantó el dedo índice.

– Tú no vas a…

Elias se irguió en la cama, mirándole fijamente. Mahler vaciló y dio un paso atrás. Anna no se movió.

«¿Qué es esto…?».

Un estallido en las sienes, como si se le hubiera roto algún vaso sanguíneo, le hizo tambalearse y a punto estuvo de resbalarse en la alfombra. Se apoyó en la cómoda, y lo que temía que se iba a convertir en un dolor de cabeza insoportable cedió inmediatamente hasta desaparecer. En un acto reflejo levantó las manos y dijo:

– No voy a… no voy a… -Sin saber qué era lo que no iba a hacer.

Anna y Elias permanecieron sentados el uno al lado del otro, mirándole. Un malestar intenso se apoderó de él y retrocedió hasta abandonar la habitación con las manos en alto en ademán de protección, y continuó hasta salir y caminar sobre las rocas.

«¿Qué es lo que pasa?».

Se alejó de la casita todo lo posible. Le dolían los pies por el peso de su voluminoso cuerpo contra la piedra. Se refugió del viento al abrigo de una roca desde donde no podían verle desde la casa, y se sentó a contemplar el mar, encima del cual unas pocas gaviotas planeaban sin botín alguno por el que zambullirse. Tenía la cabeza apoyada entre las manos.

«Estoy… excluido».

Ellos no querían que estuviera con ellos. ¿Qué había hecho él? Era como si Anna sólo hubiera estado esperando su momento antes de dejar caer la bomba y darle a entender que no le querían. Había aprovechado ahora que estaban aquí y no había ninguna posibilidad de escapar.

Recogió un guijarro, lo lanzó contra una gaviota y erró el tiro varios metros. A lo lejos, una vela blanca se recortó en el horizonte como una aleta de tiburón. Golpeó una piedra con la palma de la mano.

«Ya pueden arreglárselas ellos solos. Que lo intenten».

Interrumpió aquel pensamiento, trató de borrarlo. ¿Podían oírle?

La idea de que para colmo él tenía que tener cuidado con lo quepensaba le exasperó aún más. Estaba solo, y ni siquiera así lograba estar en paz.

No era esto lo que él había imaginado. En absoluto.


Heden, 12:50


Flora sentía cómo aumentaba la potencia del campo con cada paso que daba en dirección a los edificios. La percepción desde el otro lado de la verja se había limitado a corrientes que fluían a través de su mente, pero ahora era como penetrar en una niebla que se iba espesando de forma gradual. Y al igual que la bruma reforzaba los sonidos, ella podía oír los pensamientos de unas pocas personas vivas, débiles pero con nitidez; parecían gritos lejanos. Se detuvo cuando se encontraba ya entre los edificios y se concentró.

Nunca había experimentado nada parecido a aquel campo. Estaba formado por consciencias, montones de consciencias que sólo estaban allí como una presencia, pero ningún pensamiento. Pero se pensaban cosas,dentro del campo se oían gritos mentales de terror, lo cual aumentaba su intensidad, de la misma forma que un cable eléctrico se calienta cuando la corriente pasa a través de él.


The more that you fear us, the bigger we get.


Se apoyó contra la pared; era como si no hubiera espacio para ella. Su cabeza contenía una microversión de todo cuanto sucedía en el recinto en aquel momento, y era, sobre todo, miedo, desesperación, las emociones basales y los reflejos propios del cerebro de un reptil, y se percibían por todas partes con tal intensidad que la muchacha tuvo la impresión de que el campo era visible y se ondulaba en el aire como las oleadas de calor que se levantan del asfalto recalentado.

«Esto no es bueno, esto es… peligroso».

Avanzó un poco sujetándose la cabeza con las manos y mirando a través de los cristales de un balcón de la planta baja. Vio una sala de estar sin muebles. En mitad del suelo estaba sentada una figura con la camisa y los pantalones azules del hospital. Era unafigura, pues resultaba imposible determinar si se trataba de un hombre o de una mujer. Se le había caído casi todo el pelo de la cabeza, tenía las facciones corroídas y la piel amarillenta permanecía pegada al esqueleto como un adorno provisional, por puro sentido del decoro. Nada de carne, nada de músculos. El individuo sentado en el suelo tenía tanta personalidad como una cabeza clavada en una estaca desde hacía varias semanas.

Sin embargo, no tenía el cuerpo encogido. Se mantenía derecho, rígido, tenso, con las piernas estiradas y mirando a un punto fijo delante de él. Sus ojos se encontraban demasiado hundidos en el cráneo para poder determinar a dónde dirigía la mirada exactamente, pero tenía la cabeza mirando directamente al frente.

Una rana brincaba entre sus piernas. Flora creyó por un instante que se trataba de una rana de verdad, pero, después de observar los saltos mecánicos durante unos segundos, comprendió que era de juguete. Arriba y abajo, arriba y abajo saltaba la rana y el muerto seguía sus movimientos con la boca abierta. A través de la ventana llegaba un débil clic clac, clic clac.

Los movimientos se fueron volviendo poco a poco más lentos y los saltos de la rana cada vez más torpes. Al final, no eran más que pequeñas sacudidas agónicas de sus patas, y después se paró del todo.

El muerto se inclinó hacia delante y puso la mano encima de la rana, le dio un par de golpecitos. Al ver que no pasaba nada, levantó la rana hasta la altura de los ojos, la observó detenidamente y toqueteó con sus dedos huesudos la chapa reluciente de la rana. Encontró una cuerda y estuvo dándole vueltas un buen rato. Luego, volvió a poner la rana en el suelo, donde ésta empezó de nuevo a saltar, observada con el mismo interés.

Flora dejó de mirar por la ventana y se rascó la cabeza, que aún era un campo de gritos llenos de angustia, un tormento que ella llevaba dentro y no era suyo. Entró en el patio más cercano, donde observó las fachadas grises, las hileras de ventanas arregladas y el vacío entre los portales ahora que la gente había ido donde estaban los suyos.

«El infierno. Esto es el infierno».

Tal vez antes había pensado que ese lugar daba miedo -toda aquella basura y las peleas en apartamentos desprovistos de muebles-, pero aquello no era nada en comparación con lo que sentía ahora. Habían limpiado hasta el último grano de suciedad de la zona de acceso y un olor a desinfección flotaba en el aire. Habían arreglado y acondicionado los apartamentos, los muertos tenían un sitio donde vivir y, en realidad, sólo eran tumbas nuevas. Sentados, quietos en la tumba, con la vista fija en un movimiento que se repetía eternamente. El infierno.

La chica se dirigió al centro del patio, donde quizá alguna vez se planeó erigir un parque infantil, pero sólo habían llegado a colocar los postes de los columpios y un par de bancos. Se dejó caer pesadamente en uno de ellos y se apretó las muñecas contra los ojos hasta que llegó a ver soles explotando.

«Pero el campo… las presencias…».

De uno de los portales salieron un par de personas cabizbajas, un hombre y una mujer. El hombre iba pensando algo de «considerarla muerta» y la mujer era una niña pequeña, se echaba en los brazos de su madre.

Flora se descolgó la mochila, la dejó a su lado en el banco y se acurrucó. El patio de Peter se encontraba a unos doscientos metros, y ella no se sentía ahora con fuerzas de ir hasta allí. Sólo deseaba que aquel campo se debilitara un poco, pero por todas partes se percibía un movimiento intenso, una cacofonía de repugnancia y repulsa que no hacía más que alimentarlo.

El cristal de una ventana se rompió en algún lugar detrás de ella. Flora miró hacia allí, pero sólo alcanzó a ver el reflejo de los trozos que cayeron al suelo y se dispersaron. En algún sitio resonó un grito, pero era difícil de comprender, y eso la tranquilizó. La presión comenzaba a aflojar. Ella sonrió.

«Ahora empieza».

Sí. Empezó como una aspiración lejana, como una nube de mosquitos en una noche de verano: uno puede oírla pero no puede verla. Se iba acercando, atravesando todos los demás sonidos.

Algo se acercaba.

Aquel sonido agudo, ahora penetrante, se materializó físicamente, convirtiéndose en una fuerza dirigida directamente contra ella que la obligó a agachar la cabeza hacia la derecha.

Quizá tuviera que ver con su percepción extrasensorial, pero ella pudo localizar exactamente el origen del ruido; procedía de un punto situado diez metros a su izquierda, en diagonal, y ella comprendió también el significado de ese sonido: no debía mirar en esa dirección.

La fuente de aquel ruido cambió de posición, alejándose de ella.

«¡No tengo miedo!».

Haciendo un gran esfuerzo con los músculos del cuello, como si tratara de enderezarse bajo un gran peso, giró la cabeza hacia arriba a la izquierda, y vio…

Se vio a sí misma saliendo fuera de sí.

La chica que estaba cruzando el patio lucía un traje demasiado grande, exactamente igual que el suyo, una mochila idéntica, el mismo pelo rojo y despeinado. La única diferencia era el calzado. La chica llevaba su calzado favorito, las zapatillas deportivas rotas, pero aquella chica las tenía nuevas.

La muchacha se detuvo, como si hubiera notado la mirada de Flora en la espalda. Dentro de su cabeza no cesaba ni un instante el chirrido metálico, como de un esmeril, y fue incapaz de levantarse y seguirla cuando ésta echó a andar de nuevo y se dirigió a la entrada del patio siguiente. A Flora no le quedaban fuerzas en las piernas, se hundió en el banco, sollozó y desvió la mirada. El chirrido enmudeció.

Flora cerró los ojos, se tumbó en el banco con la mochila de cojín, se volvió de espaldas al sitio donde había visto a la chica y se rodeó a sí misma con los brazos.

«La he visto», pensó. «Ella ha estado aquí y yo la he visto».


Heden, 12:55


No resultó fácil encontrar el 17 C. Habían puesto carteles nuevos iguales a los que indican las distintas secciones en los hospitales, pero sin quitar los viejos. El resultado era una mezcla de indicaciones contradictorias para localizar los números de las calles entre edificios idénticos. Aquello parecía más bien un laberinto en donde la gente iba dando vueltas como las ratas en la caja de Skinner, y no había nadie a quien preguntar cómo se llegaba.

Además, era difícil pensar o concentrarse. La confusión de otras personas -otras cifras, otros pensamientos- se abría paso dentro de su mente tan pronto como David creía haber comprendido el sistema, y era como tratar de hacer una cuenta mientras alguien sentado a tu lado está repitiendo números al azar. Y si no eran las cifras ni la propia búsqueda, entonces era el miedo, ese tremendo desasosiego ensordecedor que yacía en el fondo de todo.

«Un trago. Alcohol. Tranquilo».

Le entraron unas terribles ganas de beber, y no sabía si las ganas eran suyas o eran de Sture. Probablemente fuera una combinación de las ganas de ambos, y una mezcla de vino y whisky giraba dentro de una boca imaginaria.

Lo desagradable de la telepatía no era tanto el hecho en sí de que él pudiera leer los pensamientos de Sture, de Magnus o los de otros como el no saber cuáles eran los suyos propios.

Ahora comprendía por qué la situación en el hospital se había vuelto insostenible. Sin embargo, lo normal era que los pensamientos ajenos fueran más débiles, un rumor de fondo de voces, imágenes. Al cabo de diez minutos de confusión, empezó a poder distinguir su propia consciencia en medio del rumor, pero cuando los redivivos habían estado más juntos unos de otros, debía de ser casi imposible, con todos los «yoes» y los «míos» entrando y saliendo, entremezclándose como acuarelas.

– Papá, estoy cansado -se lamentó Magnus-. ¿Dónde es?

Se encontraban en un pasaje entre dos patios. La gente entraba y salía de los portales, la mayoría parecía que daban con el sitio. Sture miró las cifras que aparecían pegadas en la fachada y se secó el sudor de la frente con el puño de la camisa.

– Qué idiotas -exclamó-. No deberían haber puesto más cifras. ¡Ay!

Sture cerró el puño y lo levantó hasta la altura del pecho, se frenó.

– ¿Lo llevo yo? -preguntó David.

– Sí.

Sture miró a su alrededor y abrió un poco la chaqueta. Tenía en la camisa un buen agujero justo a la altura del corazón. Baltasar daba patadas en el bolsillo tratando de salirse de él. David cogió al animal, que ahora pateaba como loco entre sus manos, y lo introdujo en su bolsillo interior, donde continuó dando patadas.

– ¿Cuándo llegamos? -preguntó el niño.

David se agachó.

– Enseguida lo encontramos -le dijo-. ¿Qué tal…? ¿Qué tal aquí? -preguntó señalando la cabeza de Magnus.

Éste se frotó la frente.

– Es como si hubiera un montón de gente hablando.

– Sí. ¿Te molesta?

– No tanto. Yo pienso en Baltasar.

David le dio un beso en la frente y se levantó. Se quedó paralizado. Había sucedido algo. Las voces calmaron y casi desaparecieron. Dentro de su mente atisbó algo que no logró identificar en un primer momento. Vio unas largas pajas amarillas dobladas y sintió una oleada de calor suave procedente de un cuerpo muy cercano a él.

Sture se quedó paralizado y boquiabierto, examinando los alrededores.

«Ve lo mismo que yo», dedujo David. «¿Qué es?».

Sture le miró y se llevó las manos a la cabeza.

– Así es… -dijo abriendo los ojos, horrorizado. David no comprendió a qué se refería. Lo que él experimentaba era una gran seguridad, calma. Podía sentir las palpitaciones del cuerpo caliente pegado al suyo, eran palpitaciones rápidas, más de cien por minuto, que, sin embargo, transmitían seguridad.

– Se vuelve uno loco con tantos pensamientos -dijo Sture.

Ahora David vio qué eran las briznas amarillas. No las había reconocido porque el aumento de tamaño las cambiaba mucho. Pese a tener el grosor de un dedo, era heno.

Estaba echado sobre el heno, al lado de un cuerpo cálido, y el heno era tan grande porque él era muy pequeño.

«Baltasar».

La conciencia del conejo formaba ahora el telón de fondo de la suya. El cuerpo cálido con los latidos rápidos era el de la madre.

Sture se puso delante de él con la mano extendida.

– Me gustaría volver a llevarlo -observó-. Lo prefiero.

– ¿Qué pasa? -preguntó Magnus.

– Ven…

David le hizo una señal a Sture y los tres se pusieron en cuclillas y formaron un pequeño círculo que les ocultaba del mundo exterior. David se sacó a Baltasar del bolsillo, se lo dio a Magnus.

– Toma -le dijo-. A ver qué sientes.

Magnus cogió al animal, se lo acercó al pecho y miró con ojos alucinados. Sture se abrió la chaqueta, olió su bolsillo interior e hizo una mueca. En el forro claro de la chaqueta se veían unas manchas oscuras de pis de conejo. Permanecieron así medio minuto, hasta que al pequeño se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas. David se echó hacia delante.

– ¿Qué te pasa, pequeño?

Magnus tenía los ojos brillantes, miró a Baltasar y contestó:

– No quiere estar conmigo. Quiere estar con su mamá.

David y Sture intercambiaron una mirada, y éste se apresuró a decir:

– Sí, pero no habría podido hacerlo aunque estuviera suelto. La mamá echa fuera a sus crías.

– ¿Cómo que las echa fuera? -preguntó Magnus.

– Para que aprendan a valérselas por sí mismas. Baltasar, en cambio, tuvo la gran suerte de poder venir contigo.

David no sabía si lo que decía Sture era verdad, pero a Magnus le tranquilizó un poco. El niño apretó a Baltasar aún más fuerte.

– Pobre Baltasar. Yo voy a ser tu mamá -aseguró con una voz como si le estuviera hablando a un bebé.

Sorprendentemente, parecía como si aquella aclaración también hubiera tranquilizado a Baltasar. Dejó de patalear y se quedó quieto en las manos de Magnus. Sture miró a su alrededor.

– De todos modos, lo mejor será que lo lleve yo.

Volvieron a meter al animal en el bolsillo de Sture y reanudaron la búsqueda. De casualidad vieron en un patio el número que andaban buscando. «17 A-F», rezaba un letrero situado encima de un portal.

El ambiente dentro del recinto había cambiado durante los minutos que habían pasado en el pasadizo, y mientras se dirigían al portal oyeron una rotura de cristales, un portazo en algún sitio y gritos aislados. La gente que había a su alrededor miró a los lados y aceleró el paso. Cerca de allí se levantó un zumbido similar al de una nube de mosquitos.

– ¿Qué es eso? -preguntó Sture mirando al cielo.

– No sé -admitió David.

Magnus ladeó la cabeza y dijo:

– Es alguna máquina grande.

Era imposible identificar el ruido, ni lo que era ni la procedencia, pero era como decía Magnus: sonaba como si se hubiera puesto en marcha una máquina grande, tal vez un ordenador, parecía el sonido silbante de unos enormes ventiladores.

Cruzaron la puerta.

En vez de las pestilencias habituales a comida, sudor y polvo, en el portal sólo había un olor a hospital y a productos de desinfección. Todo estaba limpio y brillante y sobre las puertas desgastadas había carteles de plástico pegados. A y B en la planta baja. Ellos siguieron por las escaleras, resbaladizas por culpa de los productos de limpieza.

Magnus subía como un perezoso, poniendo los dos pies en cada escalón. David advirtió el miedo del niño y adaptó sus pasos a los de Magnus. En el descansillo entre los dos pisos Magnus se detuvo y dijo:

– Yo quiero llevar a Baltasar.

Le dieron al animal y Magnus se lo apretó contra el pecho de tal manera que sólo sobresalía el hocico, olisqueando. El último tramo hasta llegar al apartamento C caminaba como si se moviera bajo el agua.

El timbre de la puerta no funcionaba, pero David probó el tirador antes de usar los nudillos, y la puerta no estaba cerrada. Entró en un recibidor vacío seguido de Magnus y Sture.

– ¡Hola!

Un par de segundos después apareció un hombre mayor con un periódico vespertino en la mano. Parecía la viva imagen de un profesor chiflado: bajo, delgado, con mechones de pelo cano alborotados por encima de las orejas y gafas sobre la nariz. A David le gustó nada más verlo.

– Ah, sí. Así que vosotros sois… -El hombre se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo de la camisa al tiempo que dio un paso hacia ellos con la mano tendida-. Me llamo Roy Bodström. Fuimos nosotros los que… -Se llevó el pulgar y el meñique hacia la oreja para indicar un teléfono.

Se saludaron. Magnus se echó hacia atrás tratando de ocultar a Baltasar con los brazos.

– Hola -saludó Roy-, ¿cómo te llamas?

– Magnus -contestó el niño en voz baja.

– Magnus, ya. ¿Qué llevas ahí?

Magnus negó con la cabeza y David se interpuso entre los dos.

– Hoy es su cumpleaños y le han regalado un conejo. Ha querido traerlo para enseñárselo a… Eva. Ella está aquí, ¿no?

– Sí, claro -dijo Roy, volviéndose hacia Magnus-. ¿Un conejo? Ah, entonces comprendo que quieras… a mí también me habría gustado. Ven.

Sin más ceremonias, les hizo un gesto con la mano para que lo siguieran y se dirigieron hacia la habitación de la que él había salido. David respiró profundamente, puso la mano en el hombro de su hijo y fue detrás de él.

La habitación tenía eco, tan poco amueblada estaba, y el escaso instrumental médico esparcido por ella no hacía sino acentuar aquel vacío. Allí no había más que una cama con una mesilla, encima de la cual descansaba una máquina. En el suelo, junto a un sillón, había algunos ejemplares deJournal of American Medicine. Eva estaba sentada en la cama.

La mitad del rostro ya no estaba cubierto por un vendaje. Lo habían sustituido por una gruesa malla tubular que sujetaba el apósito de gasa y resaltaba aún más las secuelas del accidente. La chaquetilla azul del hospital se hundía en un lado del pecho. De la cabeza le salían unos cuantos cables conectados a la máquina colocada sobre la mesilla. La cama estaba levantada en la posición para sentarse y Eva mantenía las dos manos sobre la manta del hospital; su único ojo miraba hacia la puerta por la que habían entrado.

David y Magnus se acercaron despacio, David notó que Magnus estaba tenso y alerta. El ojo de Eva ya no ofrecía aquel aspecto que tenía cuando él la vio en el hospital: la película gris había desaparecido totalmente y se diría que el ojo estaba casi completamente sano. Casi. Sin embargo, ella parecía haber adelgazado muchos kilos durante los últimos días; la mejilla sana había perdido su redondez y ahora aparecía hundida en el hueco de la boca. Cuando levantó las comisuras de los labios tratando de esbozar una sonrisa, lo que le salió fue más bien una mueca.

– David -dijo ella-. Magnus. Mi niño.

La voz conservaba algo de su carácter silbante, y David la hubiera reconocido inmediatamente como la voz de Eva. Magnus se detuvo. David retiró la mano de su hombro y se acercó a la cama. No se atrevió a abrazarla por miedo a hacerle daño en algún sitio, por eso se limitó a sentarse en el borde de la cama y ponerle las manos en los hombros.

– Hola, cariño -le dijo-. Ya estamos aquí.

Se mordió los labios para no echarse a llorar y le hizo un gesto a Magnus para que se acercara hasta la cama; éste lo hizo, vacilante. Sture también se acercó, detrás de Magnus. El ojo de Eva se deslizó sobre ellos.

– Queridos míos -dijo ella-. Mi familia.

Se quedaron un momento en silencio. Había tanto que decir que resultaba imposible contar nada. Roy se acercó con las manos entrelazadas sobre el estómago como para mostrar que él no pensaba hacer nada, y señaló con la cabeza hacia la máquina.

– Bueno, yo controlo el EEG -dijo él-. No es nada peligroso. Sólo para que…

Se apartó de nuevo hacia atrás, y dejó otra frase inacabada flotando en el aire. David miró hacia el aparato, donde se veían unas cuantas líneas casi rectas flotando en el vacío de una pantalla negra, sólo interrumpidas por alguna elevación aislada.

«¿Tiene que ser así?».

David volvió a mirar a Eva, cuyo ojo permanecía en actitud expectante, tranquila, no resultaba amenazador. Sin embargo, David sintió un escalofrío. Tardó un par de segundos en darse cuenta de lo que era: dentro de su cabeza sentía a Magnus, a Sture, a Baltasar y a Roy en una mezcla caótica, pero no le llegaba nada de Eva.

Él la miró directamente al ojo y pensó: «Querida, mi amor, ¿dónde estás?», pero no obtuvo respuesta. Cuando se concentró, pudo percibir una débil imagen: la sombra de lo que Eva significaba para él, pero procedía totalmente de sus recuerdos, no de la persona que tenía delante. Le cogió la mano a Eva con cuidado. Parecía fría, pese a que debía de estar a la misma temperatura que la habitación.

– Hoy es el cumpleaños de Magnus -le dijo-. No ha tenido tarta de crepes. Yo no sabía cómo se hacía, así que compré una hecha.

– Felicidades, mi querido Magnus -dijo Eva.

David vio que su hijo acababa de tomar una decisión, yendo en contra de lo que realmente sentía: el niño se acercó a la cama con Baltasar en las manos.

– Me han regalado un conejo. Se llama Baltasar.

– Es muy bonito -dijo Eva.

Magnus soltó a Baltasar en la cama y el conejo dio unos tímidos saltos, se colocó entre las delgadas piernas de Eva y olisqueó las pelusas de la manta. Eva parecía no advertir su presencia.

– Se llama Baltasar -repitió Magnus.

– Es un bonito nombre.

– No puede dormir en mi cama, ¿verdad?

David abrió la boca para responder que no, pero se dio cuenta de que la pregunta iba dirigida a Eva y se quedó callado. Como constatando el hecho, Eva respondió:

– No puede dormir en tu cama.

– ¿Por qué no?

– Magnus… -David le puso la mano en el hombro-. No sigas.

– Entonces, ¿puede?

– Luego hablaremos de eso.

Magnus arrugó el entrecejo y miró a Eva. Roy carraspeó, y avanzó un poco.

– Esto -dijo-, hay una pequeña cosa que me gustaría preguntaros.

David le acarició la mano a Eva con el dedo, se levantó y se alejó un poco de la cama siguiendo a Roy, y le cedió su sitio a Sture. Antes de levantarse, echó un vistazo a la pantalla del EEG y vio que las elevaciones eran ahora un poco más grandes, un poco más seguidas.

Cuando se alejaron de la cama, David le preguntó:

– ¿A qué te refieres? ¿A que está como…? -David no fue capaz de decir como un robot, pero eso era lo que sentía.

Eva contestaba a todas las preguntas, decía cosas completamente razonables, pero lo hacía de forma mecánica, como si se tratara de un comportamiento aprendido.

Roy asintió.

– No sé -dijo él-. Seguro que mejorará. Como te digo, ha hecho unos progresos enormes y… -No terminó la frase, sino que empezó otra nueva-: Lo que me pregunto es lo del pescador. ¿Te dice a ti algo?

– ¿El pescador?

– Sí. Cada vez que le pregunto algo acerca de ella misma, siempre acaba con ese Pescador. Es algo que le da miedo.

Sture se levantó de la cama y se acercó a ellos.

– ¿De qué estáis hablando?

– De un pescador -dijo David-. Es algo que dice Eva, pero nosotros no sabemos qué es.

Sture se volvió hacia la cama, donde Magnus le estaba diciendo algo a Eva mientras le señalaba a Baltasar, que había saltado encima de su estómago.

– Yo sé qué es -contestó, y tomó aire-. ¿Habla de ello? -Roy asintió y Sture repuso-: ¿Ah, sí? Bien, eso sucedió cuando ella era pequeña, sabéis. Ella tenía siete años y… sí, se puede decir que la culpa fue mía por no haber estado más pendiente de ella. Estuvo a punto de ahogarse. Le faltó muy poco. Se salvó por los pelos. Si mi mujer no hubiera sabido lo que había que hacer en esos casos, pues… -Sture sacudía la cabeza sólo de pensarlo-. Bueno, de todos modos, cuando conseguimos… revivirla, pues…

– ¡Papá! ¡Papá!

David oyó el grito de Magnus en su mente un segundo antes de que llegara a sus oídos. No, el grito venía de Baltasar, y al mismo tiempo que el aullido desgarrado de Magnus moría entre las paredes, se oyó otro que sonaba más como el de un pájaro, y luego un frágil crujido.

David se abalanzó hacia la cama, pero ya era demasiado tarde.

El cuerpo de Baltasar yacía entre las piernas de Eva, pero ella sostenía en la mano la cabeza y se la llevaba hacia el ojo para poder observarla. La rediviva le daba vueltas a la diminuta cabeza del conejo en la que aún temblaba el hocico y los ojos, fijos, miraban aterrados. En sus rodillas se agitaban las patas del cuerpo descabezado y un hilillo de sangre se deslizaba a lo largo de un pliegue de la manta y se escurría hasta el suelo.

Las patas de Baltasar dieron una última sacudida y se quedaron inmóviles. El ojo de Eva estudiaba de cerca el del conejo; eran dos charcos negros reflejándose el uno en el otro.

– ¡Te odio, te odio! -gritó Magnus, y le pegó a su madre en el brazo y en el hombro; se le trabaron en los brazos los cables que ella tenía fijados a la cabeza y éstos se soltaron.

David alcanzó a captar un atisbo de las líneas del EEG antes de que desaparecieran: curvas compactas y puntiagudas. Agarró a Magnus por detrás, le inmovilizó los brazos en un fuerte abrazo y le sacó del apartamento mientras le susurraba palabras de consuelo sin que surtieran ningún efecto.

– No lo entiendo… Ella nunca ha… -murmuraba Roy, y…

… se retorció las manos y balanceó el cuerpo, sin decidirse a acercarse a la cama donde Eva seguía dándole vueltas a la cabeza del animal e introduciendo el dedo en la garganta llena de mucosidad sanguinolenta, de donde colgaban como serpentinas trozos de tendones y ligamentos.

Sture se acercó a la cama, arrancó la cabeza del conejo de las manos ensangrentadas de Eva y la puso encima de la mesilla. Cerró los ojos ante el dolor que había en el grito interno de Magnus, sacó las dos muñecas y las colocó en las manos de su hija.

– Mira -le dijo-. Tus muñecas. Eva y David.

Eva las cogió, las sujetó con las manos y las miró, tranquila.

– Eva y David. Mis muñecas.

– Sí.

– Son muy bonitas.

A Sture le asustó más su tono de voz que lo que había hecho con Baltasar. Sonaba y no sonaba como su hija. Sonaba como alguien que imitara la voz de su hija. Fue incapaz de seguir escuchando y dejó a la rediviva sentada con las muñecas en las rodillas.


* * *

David llevaba a Magnus y Sture cargaba con lo que quedaba de Baltasar: unos restos de piel revuelta y manchada que habían dejado de soñar con el heno. Enfrente del portal se toparon con un policía que agitaba las manos en dirección a la salida.

– Tengo que pedirles que abandonen el recinto inmediatamente.

– ¿Qué sucede? -preguntó Sture.

El agente meneó la cabeza.

– Pueden sentirlo ustedes mismos -respondió, y desapareció en el interior para continuar con el desalojo.

La accidentada visita a Eva los había mantenido tan ocupados que les habían pasado desapercibidas las señales y los gritos de alarma que llenaban el campo. La desesperación del niño ocupaba por completo la mente de David, pero cuando Sture prestó atención a los hechos del exterior, escuchó los crujidos propios de un árbol a punto de ceder bajo los golpes de una sierra o un hacha. Eran esos chasquidos previos al desmoronamiento del tronco, pero ¿de qué lado iba a caer?

Miles de consciencias en tal estado de pánico que resultaba imposible poder distinguir los pensamientos, sólo una guerra de hormigas a todo volumen, y atravesándolo todo aquel sonido silbante, cortante. Sture torció el gesto y agarró a David del hombro.

– Vamos -le instó-. Debemos salir de aquí ahora mismo.

Se dirigieron hacia las verjas lo más deprisa que pudieron mientras el campo absorbía los demás pensamientos propios. Había más personas saliendo de los portales. Corrían hacia la salida como si huyeran de un fuego, de una guerra o del avance de un ejército enemigo.

Heden no volvería a abrirse al público nunca más.


Heden, 13:15


Flora estaba tumbada debajo del banco, encogida como un feto, abrazada a su mochila. El mundo se hundía a su alrededor. El mundo se hundía dentro de ella. Todo explotaba como si fueran los fuegos pirotécnicos de la locura.

Apretó los párpados cuanto pudo, para evitar que se le salieran los ojos de las cuencas. No podía moverse, debía limitarse a esperar que aquello acabara de una vez.

Los grupos grandes de muertos afectaban a las mentes de los vivos, pero otro tanto ocurría a la inversa. Las emociones aumentaban como si se reflejaran en un sistema de espejos, se reflejaban unas a otras y se fortalecían, se volvían a reflejar y siguieron así hasta que el campo se volvió insoportable.

Pasados cinco minutos empezó a debilitarse. Los pensamientos terribles abandonaron el recinto y se apagaron fuera. La chica se atrevió a abrir los ojos al cabo de diez minutos, y comprendió que se habían olvidado de ella. Un par de policías abandonaban el patio en ese momento. Fuera de un portal un hombre se había sentado a llorar. Tenía arañazos en la cara y manchas de sangre en el cuello de la camisa. Mientras Flora lo miraba, llegó hasta él un enfermero, le lavó las heridas y le puso una gasa.

Flora no se movió; con sus ropas negras parecía una sombra debajo del banco. Si se movía se convertía en persona, y las personas debían salir de allí.

Cuando le hubo cubierto las heridas, el enfermero cogió al hombre por debajo de los brazos y lo condujo hacia la salida. El herido caminaba como si llevara un yugo encima de la nuca, e iba pensando en su madre, en su cariño y en sus uñas limadas y pintadas de color rojo cereza. Siempre había cuidado mucho sus uñas, incluso durante los años que duró la enfermedad. Cuando le fueron arrebatando toda la dignidad pedazo a pedazo, ella, sin embargo, siguió insistiendo en las uñas, en que las uñas debían cuidárselas y pintárselas de rojo cereza. Aquellas uñas. Una de ellas se le había partido al arañarle.

Flora esperó a que hubieran abandonado el patio, y luego miró fuera de éste. Su percepción extrasensorial le decía que no había nadie vivo en las inmediaciones, pero allí era todo tan raro que no podía estar segura.

No se veía a nadie. Se arrastró fuera y corrió hasta el pasadizo que conducía al siguiente patio, donde debió esperar un poco mientras salía otro par de personas. Una de ellas era psicóloga o algo parecido, e iba sopesando seriamente la idea de quitarse la vida con una sobredosis de morfina cuando llegara a casa. No tenía familia, ni aquí ni en ninguna parte.

Ya eran casi las dos cuando Flora llamó con cuidado en la ventana de Peter y pasó dentro. En aquellos momentos no quedaba ninguna conciencia viva por los alrededores.


EKOT, 14:00


no existe ninguna explicación a lo sucedido en Heden. Poco después de las dos, la policía y el personal sanitario se vieron obligados a desalojar el recinto. Doce personas han resultado heridas tras haber sido atacadas por los redivivos, tres de ellas de gravedad. Heden permanecerá cerrado al público por tiempo indefinido…


RESUMEN


Ministerio de Sanidad. Reservado


En suma, estamos convencidos de que los redivivos consumen muy deprisa sus reservas intracelulares. Si se toma como media el consumo actual, calculamos que esos recursos se habrán consumido en el plazo de una semana, como máximo, mucho antes en algunos casos.

Por lo tanto, dentro de una semana o menos, esos redivivos estarán, a falta de terminología apropiada, consumidos si no se hace nada al respecto.

Por el momento, no tenemos ninguna solución válida que proponer.

Por último, nos preguntamos si continúa habiendo demanda de tal solución.


EKOT, 16:00


ha puesto Heden en algo parecido a la cuarentena. La zona contará con un reducido grupo de personal sanitario, pero de momento no hay planes para continuar con los programas de rehabilitación.

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