Los muertos trotan hacia sus antiguas moradas
poco a poco, poco a poco…
Gunnar Ekelöf,
Cuando consiguen escapar.
Calle de Svarvargatan, 16:03
«La Muerte…».
David alzó la mirada del escritorio y contempló la foto enmarcada de la escultura de plástico de Duane Hanson, Supermarket Lady.
Una voluminosa mujer con suéter rosa y falda azul turquesa empujaba un carro de la compra lleno. Llevaba rulos en el pelo y sostenía un cigarrillo en la comisura de los labios. Su calzado apenas cubría sus doloridos pies hinchados. Tenía la mirada vacía. En los antebrazos desnudos podían distinguirse variaciones de color violeta, cardenales. Quizá su marido le pegara.
Pero el carro iba lleno, lleno a rebosar.
Botes, cajas, bolsas. Comida precocinada lista para el microondas. Su cuerpo era una masa de carne, embutida en la piel, y ésta a su vez estaba embutida en la falda estrecha y el suéter ajustado. Tenía la mirada vacía, los labios apretaban firmemente el cigarrillo, dejando entrever los dientes, y sujetaba con fuerza la barra del carrito.
Y el carro iba lleno, lleno a rebosar.
David tomó aire por la nariz: pudo casi sentir el olor a perfume barato mezclado con el olor a sudor del supermercado.
«La Muerte…».
Cuando no se le ocurría ninguna idea, o le asaltaban las dudas, siempre contemplaba esa representación de la Muerte, aquello contra lo que hay que luchar. Todas las tendencias dentro de la sociedad que apuntaban hacia esa imagen eran perniciosas; todo cuanto apuntaba en dirección contraria era… mejor.
Se abrió la puerta del cuarto de Magnus y éste apareció con una carta de Pokémon en la mano. Desde la habitación llegaba la voz chillona de la rana Boll:
– ¡Nooo, oye, eh!
El niño le enseñó la carta.
– Papá, ¿Dark Golduck es dragón o agua?
– Agua. Cariño, tendremos que dejarlo…
– Pero es que ha recibido el ataque de un dragón.
– Sí, pero… Magnus, ahora no. Iré a tu cuarto cuando haya terminado, ¿de acuerdo?
El pequeño se fijó en el periódico que David tenía abierto delante de él.
– ¿Quéhacen?
– Magnus, por favor. Estoy trabajando. Luego voy.
– Se vende vodka… sueco con porno. ¿Qué es vodka?
David cerró el periódico y cogió a su hijo de los hombros. El niño se resistió e intentó abrir de nuevo el periódico.
– ¡Magnus! Va en serio. Si no me dejas trabajar ahora, no tendré tiempo para estar contigo luego. Vete a tu cuarto y cierra la puerta. Enseguida voy.
– Jo, ¿por qué tienes que estartrabajando siempre?
David lanzó un suspiro.
– Si tú supieras lo poco que trabajo en comparación con otros padres… Pero, por favor, ahora déjame trabajar un poco en paz.
– Sí, sí,sí.
Magnus se soltó y volvió a su habitación. La puerta se cerró de nuevo. David dio una vuelta por el cuarto, se secó las axilas con una toalla y volvió a sentarse frente al escritorio. Las ventanas con vistas a la orilla de Kungholmen estaban abiertas de par en par, pero apenas corría el aire y él sudaba aunque iba desnudo de cintura para arriba.
Abrió de nuevo el periódico. Algo divertido debía salir de aquello.
Se vende vodka sueco con porno.
Dos mujeres del Partido Centrista arrojaban vodka sobre un número dePenthouse para manifestar su oposición. «Están indignadas», rezaba el pie de foto. David observó sus caras. Le dio la impresión de que parecían más bien amenazadoras, como si quisieran fulminar al fotógrafo con la mirada. El vodka caía sobre la joven desnuda de la portada.
Aquello era tan grotesco que resultaba difícil hacer algo divertido de ello. David paseó la vista por el periódico abierto, trataba de encontrar un punto de inflexión.
Foto: Putte Merkert.
«Ahí estaba».
Putte. Merkert. David se recostó en la silla, miró al techo y empezó a formularlo. Al cabo de dos minutos tenía el esquema del texto y se puso a escribirlo a mano. Volvió a observar a las mujeres. Ahora sus miradas amenazantes se volvieron contra él.
– ¿Piensas burlarte de nosotras y de nuestra actitud? -le dijeron-. ¿Y qué es lo que haces tú?
– Sí, sí -contestó David en voz alta al periódico-. Yo, a diferencia de vosotras, por lo menos soy consciente de ser un payaso.
Siguió escribiendo con el zumbido de un incipiente dolor de cabeza que él achacó a los remordimientos. Después de veinte minutos tenía un texto aceptable, incluso divertido, si le iba cogiendo las vueltas. Miró de reojo a laSupermarket Lady, pero no obtuvo orientación alguna. Quizá él estaba siguiendo su camino, iba en su carro.
Eran las 16:30. Quedaban cuatro horas y media hasta que tuviera que salir a escena, y los nervios empezaban a atenazarle el estómago.
Tomó una taza de café, fumó un cigarrillo y fue al cuarto de Magnus, dedicó media hora a hablar de los Pokémon, a ayudar a su hijo a clasificar las cartas y a traducir los textos de éstas.
– Papá -le preguntó el pequeño-, ¿en qué consiste realmente tu trabajo?
– Ya lo sabes. Estuviste una vez en Norra Brunn. Cuento cosas y la gente se ríe y… sí, me pagan por eso.
– ¿Por qué se ríen?
David miró a Magnus a los ojos, los ojos serios de un niño de ocho años, y él mismo se echó a reír. Le acarició la cabeza con la mano y respondió:
– La verdad es que no lo sé. Ahora voy a por un poco de café.
– ¡Ah! Siempre estás tomando café.
David se levantó del suelo cubierto de cartas esparcidas. Al llegar a la puerta se volvió y miró a su hijo, que estaba enfrascado en la lectura de una carta y movía los labios conforme deletreaba las palabras.
– Creo -aventuró David- que la gente se ríe porque quiere reírse. Han pagado para entrar y reírse, de modo que se ríen.
– No lo entiendo -contestó el niño, sacudiendo la cabeza.
– No -admitió David-. Yo tampoco.
Eva volvió del trabajo a las 17:30 y su esposo salió a recibirla a la entrada.
– Hola, querido -le saludó ella-. ¿Qué tal?
– La muerte, la muerte, la muerte -respondió David, llevándose la mano al estómago. La besó. Su labio superior sabía a sal por el sudor-. ¿Y tú?
– Bien. Me duele un poco la cabeza, pero por lo demás bien. ¿Has podido escribir algo?
– Bah, eso… -David hizo un gesto en dirección a la mesa del escritorio-. Sí, pero no es muy bueno.
Eva asintió.
– No, ya, ya. ¿Puedo escucharlo luego?
– Si quieres…
Ella fue al cuarto de Magnus y David entró en el aseo, dejó que fluyera de él una parte del nerviosismo. Permaneció un rato sentado en el retrete, observando el dibujo formado por los peces blancos de las cortinas de la ducha. Quería leerle el texto a Eva, sí, debía leérselo. Era divertido, pero se avergonzaba de él y temía que ella fuera a decir algo sobre… su contenido. O sobre la ausencia de él.
Tiró de la cadena y se refrescó la cara con agua fría. «Soy un cómico. Nada más». Sí. Claro.
Preparó una comida ligera -tortilla con champiñones en salsa-, mientras Magnus y Eva sacaban el Monopoli en la sala de estar. El sudor le caía a chorros por debajo de las axilas mientras permanecía junto al fuego friendo los champiñones.
«Este tiempo no es normal».
Se le cruzó por la cabeza una imagen: el efecto invernadero. Sí. La tierra como un invernadero gigante. Unos seres procedentes del espacio nos plantaron aquí hace millones de años. Pronto vendrían a recoger la cosecha.
Volcó las tortillas en los platos y anunció a voz en grito que la cena estaba lista. La idea era buena, pero ¿era divertida? No. Ahora bien, si se cogía a alguna persona lo bastante conocida, como por ejemplo el periodista Staffan Heimersson, y se decía que él era el jefe disfrazado de esos seres espaciales… Eso era como decir que Staffan Heimersson era el único responsable del efecto invernadero.
– ¿En qué estás pensando?
– No, nada… En que Staffan Heimersson tiene la culpa de que haga tanto calor.
– ¿Y eso…?
Eva se quedó expectante. Él se encogió los hombros.
– No, sólo eso. A grandes rasgos.
– Mamá… -El niño había terminado de retirar los trozos de tomate de su ensalada-. Robin dice que si empieza a hacer más calor los dinosaurios volverán a vivir en la tierra, ¿es eso verdad?
El dolor de cabeza se volvió más intenso mientras jugaban la partida de Monopoli, y todos se irritaban a lo tonto cuando perdían dinero. Después de media hora hicieron una pausa en el juego para ver Bolibompa en la tele, y Eva se fue a la cocina a preparar café. David se quedó sentado en el sofá, bostezando. Siempre que estaba nervioso se sentía cansado y sólo le apetecía dormir.
Magnus se acurrucó junto a él y juntos vieron un documental sobre el mundo del circo. David se levantó cuando estuvo listo el café, pese a las protestas de su hijo. Eva estaba delante de la cocina moviendo uno de los mandos.
– Qué raro. No se puede apagar.
La luz indicadora de que la cocina estaba encendida se resistía a apagarse. Él giró algunos mandos al azar, pero no pasó nada. La placa sobre la que había estado burbujeando la cafetera se había puesto al rojo vivo. No fueron capaces de hacer nada al respecto en aquel momento, así que David se puso a leer su texto mientras tomaban el café con mucho azúcar y fumaban un cigarrillo. A Eva le pareció divertido.
– ¿Puedo hacerlo? -preguntó David.
– Ni lo dudes.
– ¿No te parece que es…?
– ¿Qué?
– Bueno… arrogante. Está claro que tienen razón.
– ¿Y qué tiene eso que ver?
– No, nada. Gracias.
Ya llevaban casados diez años, y apenas pasaba un día sin que David mirara a Eva y pensara: «Joder, qué suerte he tenido». Por supuesto que había días malos, y también semanas sin espacio para la alegría, pero, incluso entonces, por debajo del fango, había una placa en la que estaba grabado: «Joder, qué suerte». Aunque él no pudiera verla justo entonces, acababa subiendo de nuevo a la superficie.
Ella trabajaba como redactora e ilustradora de libros divulgativos infantiles en Hippogriff, una pequeña editorial. Había escrito e ilustrado dos cuentos de Bruno, un castor dado a la filosofía y a la construcción de cosas. No habían sido grandes éxitos, pero como dijo Eva una vez haciendo una mueca: «Parece que agradan a la clase media-alta y a los arquitectos. Que les gusten a sus hijos ya es más discutible». David encontraba bastante más divertidos los libros de Eva que sus monólogos.
– ¡Mamá! ¡Papá! No se apaga.
Magnus estaba delante del televisor moviendo el mando a distancia. Su padre apretó el botón de apagado del aparato, pero la pantalla siguió encendida. Lo mismo que con la cocina, pero aquí al menos había un enchufe a mano, así que David tiró de él mientras la presentadora anunciaba el espacio informativo Rapport. Por un instante fue como intentar separar un trozo de metal de un imán; la clavija tiraba del enchufe. Saltaron chispas y a través de sus dedos se propagó un ligero cosquilleo, tras el cual la presentadora desapareció en la oscuridad.
David levantó el enchufe.
– ¿Lo habéis visto? Ha sido como un… cortocircuito. Ahora habrán saltado todos los fusibles.
Pulsó el interruptor de la lámpara del techo. Se encendió y ya no se pudo apagar.
El niño dio saltos en el sofá.
– ¡Vamos! ¡La partida continúa!
Dejaron que Magnus ganara al Monopoli, y mientras él contaba su dinero, su padre cogió los zapatos, la camisa de salir a escena y el periódico. Cuando fue a ver a Eva, estaba moviendo la cocina hacia delante.
– No -pidió él-. Deja eso.
Eva se pilló un dedo y soltó un taco.
– ¡Joder…! No podemos dejarla así. Voy a irme a casa de mi padre. Qué mierda… -Ella tiró de la cocina, pero se había quedado encajada entre los armarios.
– Oye -le dijo David-, ¿cuántas veces nos la hemos dejado encendida al ir a acostarnos sin que haya pasado nada?
– Sí, sí, pero salir de casa y dejarla… -Eva le dio una patada a la puerta del horno-. No hemos limpiado ahí atrás en varios años. Qué mierda de cocina. Joder, cómo me duele la cabeza.
– Eva, ¿es eso lo que quieres hacer justo ahora? ¿Limpiar detrás de la cocina?
Ella dejó caer las manos, meneó la cabeza y se echó a reír.
– No, pero se me ha metido entre ceja y ceja… Tendrá que quedarse así por el momento.
A pesar de todo, hizo un último intento, con la desesperación de un animal enjaulado, pero fue en vano. Entonces alzó las manos y se dio por vencida. Magnus entró en la cocina con su dinero.
– 90.400 -anunció, apretando los ojos-. Me duele mucho la cabeza. Está tonta.
A modo de brindis antes de separarse, se tomaron cada uno un analgésico y un vaso de agua, brindaron y tragaron.
El pequeño iba a dormir en casa de la madre de David, Eva iba a Järfälla a visitar a su padre, pero pensaba volver a casa por la noche. Levantaron a Magnus entre los dos y se besaron los tres.
– No te pases con el Cartoon Network en casa de la abuela -le advirtió su padre.
– ¿Eh? -replicó Magnus-. Ya no lo miro.
– Qué bien -exclamó Eva-. Será embus…
– Veo Disney Channel. Es mucho mejor.
David y Eva se besaron una vez más, haciéndose el uno al otro un guiño en alusión a lo que les esperaba después, por la noche, cuando estuvieran los dos solos. Luego, Eva cogió a su hijo de la mano y se fueron; alzaron la mano una vez más. David seguía en la acera viendo cómo se alejaban.
«Si no pudiera volver a verlos nunca más…».
Le abrumó su temor habitual. Dios había sido muy generoso con él, se había producido un error, había recibido más de lo que se merecía. Ahora le despojarían de todo. Eva y Magnus desaparecieron al doblar la esquina y un impulso le instó a correr tras ellos, detenerlos y decirles: «Venid, vamos a casa. Vamos a verShrek, a jugar al Monopoli, no debemos separarnos».
Era el temor de siempre, pero más intenso de lo normal. No obstante, se contuvo, dio media vuelta y caminó hacia la calle de Sankt Erik mientras iba repitiendo en voz baja el nuevo texto para memorizarlo.
«¿Cómo surge una imagen como ésta? Las dos mujeres están indignadas, ¿y qué hacen? Pues entran en la tienda de bebidas alcohólicas y compran una caja de vodka, y luego un montón de revistas porno. Cuando llevaban allí dos horas tirando vodka, acertó a pasar por allí Putte Merkert, fotógrafo del periódico vespertino Aftonbladet.
»-Oye -les dice Putte Merkert-, ¿qué estáis haciendo?
»-Ya lo ves, estamos aquí echando vodka encima de esta revista porno -contestan ellas.
»"Vaya", piensa el fotógrafo. "Ahí tengo la oportunidad de una exclusiva".
No. El fotógrafo, no. Convenía más hablar todo el tiempo de Putte Merkert.
«Vaya», piensa Putte Merkert. «Ahí tengo la oportunidad de una exclusiva».
David advirtió algo extraño al llegar a la mitad del puente y se detuvo.
Había leído recientemente en la prensa que había millones de ratas en Estocolmo. Él no había visto ninguna, pero ahora había allí tres, en mitad del puente de Sankt Erik. Una grande y dos más pequeñas. Corrían en círculos por la acera, persiguiéndose unas a otras.
Las ratas chillaban enseñando los dientes y una de las pequeñas mordió a la grande en el lomo. David dio un paso atrás y alzó la vista. Había un señor mayor al otro lado, a dos pasos de los roedores, y seguía la pelea con la boca abierta.
Las pequeñas eran como gatillos y la grande, del tamaño de un conejo pigmeo. Golpeaban los rabos desnudos contra el asfaltoy la rata mayor chilló cuando la otra rata pequeña también se aferró con los dientes a su lomo y la piel se le tiñó de sangre.
«¿Serán sus… crías las pequeñas?».
David se tapó la boca con la mano, repentinamente indispuesto. La rata grande se agitaba espasmódicamente de un lado a otro, intentando sacudirse a las pequeñas. David no había oído nunca chillar a las ratas, no sabía que podían chillar. Pero el sonido procedente de la grande era horrible, como el de un ave moribunda.
Al otro lado se habían parado un par de personas más. Todos seguían la lucha de las ratas y a David le asaltó por un instante la imagen de un grupo de personas reunidas para presenciar algún tipo de competición. Una pelea de ratas. Quería largarse de allí, pero no podía. En parte, porque pasaban muchos coches por el puente y, en parte, porque no podía apartar la mirada de los roedores. Debía quedarse y ver el desenlace.
De repente la de mayor tamaño se puso rígida, el rabo salía del cuerpo como una línea. Las pequeñas se revolvieron, le clavaron las uñas en el vientre y tiraron bruscamente con la cabeza de un lado a otro cuando le desgarraron la piel. La grande se fue arrastrando poco a poco hacia delante, hasta alcanzar el borde del puente, se deslizó por debajo de la barandilla con su carga a cuestas y cayó al agua.
David alcanzó a mirar por encima de la barandilla justo a tiempo para ver la caída. El murmullo del tráfico ahogó el ruido del chapoteo cuando las ratas cayeron dentro del agua negra y un penacho de gotas refulgió por un instante a la luz de las farolas, y después aquello se acabó.
La gente siguió su camino, hablando del tema.
«Nunca he visto cosa igual… Es el calor… Mi padre me contó una vez que él… dolor de cabeza…».
El cómico se masajeó las sienes y siguió caminando sobre el puente. Los que venían del otro lado le miraron de frente; todos esbozaban una media sonrisa, ligeramente avergonzados, como si hubieran presenciado juntos algo prohibido. Cuando pasó el señor mayor que había estado allí desde el principio, David le preguntó:
– Perdone, pero… ¿a usted también le duele la cabeza?
– Sí -respondió el interpelado, apretándose el puño cerrado contra la cabeza-. Tengo una jaqueca espantosa.
– Sí, bueno, es sólo por curiosidad.
El hombre señaló el sucio asfalto donde se veía la mancha de sangre de la rata, y dijo:
– Puede que ellas también la tuvieran. Quizá sea eso lo que… -Se calló y miró a David-. Tú has salido en la tele, ¿no?
– Sí. -David miró el reloj. Las nueve menos cinco-. Lo siento, tengo que…
Siguió su camino. Flotaba en el aire una angustia contenida. Ladraban los perros y los viandantes caminaban por las calles más deprisa que de costumbre, como si trataran de escapar de lo que se avecinaba, fuera lo que fuese. Él bajó a toda prisa la calle de Odengatan, sacó el móvil y marcó el número de Eva. A la altura de la estación del metro ella contestó la llamada.
– Hola -dijo David-. ¿Dónde estás?
– Acabo de subirme al coche. ¿Y tú? Pasaba lo mismo en casa de tu madre. Iba a apagar el televisor cuando llegamos, pero no podía.
– Magnus se habrá alegrado. Oye… Yo… no sé, pero… ¿tienes que ir a ver a tu padre?
– ¿Qué quieres decir?
– Sí, bueno… ¿te sigue doliendo la cabeza?
– Sí, pero no tanto como para que no pueda conducir. No te preocupes.
– No. Es sólo que… tengo la sensación de que… está pasando algo horrible. ¿No la tienes tú también?
– No, la verdad es que no.
En la cabina de teléfonos situada en el cruce de las calles Odengatan y Sveavägen había un hombre pulsando el interruptor de señal. Estaba a punto de contarle a Eva lo de las ratas cuando se cortó la línea.
– ¿Sí? ¿Oye, oye?
Se detuvo y volvió a marcar el número, pero no logró restablecer el contacto. Sólo se oía un ruidillo. El tipo de la cabina tiró el auricular, maldiciendo, y salió de ésta. David apagó el teléfono para volver a intentarlo de nuevo, pero no se apagaba la pantalla. Le cayó una gota de sudor de la frente sobre las teclas. El aparato parecía más caliente de lo normal, como si se hubiera recalentado la batería. Presionó el botón de apagado, pero no pasó nada. La pantalla seguía iluminada y el indicador de carga de la batería subió una línea. El reloj marcaba las 21:05, y él salió pitando hacia Norra Brunn.
Supo que el espectáculo ya había empezado antes de llegar al restaurante: la voz de Benny Lundin se escuchaba desde la calle, él estaba con su número sobre las diferencias entre chicos y chicas a la hora de ir al cuarto baño, y David hizo una mueca. Para su satisfacción no se oyó ninguna carcajada al final. La sala se quedó un momento en silencio, y al tiempo que David llegó a la entrada, Benny empezó a tirar del siguiente hilo: el de los expendedores automáticos de condones que se ponían en huelga cuando eran más necesarios. David se detuvo al entrar y parpadeó.
En el local estaban todas las luces encendidas, incluso las de la iluminación general, que solían estar apagadas para fijar la atención en los focos del escenario. Las personas sentadas en las mesas y las que estaban en la barra parecían agobiadas, miraban hacia abajo, hacia el suelo o las mesas.
– ¿Admiten American Express?
Aquélla era la guinda. Los clientes solían reírse a carcajada limpia cuando Benny contaba la historia de cuando intentó comprar condones de contrabando a la mafia yugoslava, pero nadie se rió. Todos estaban aquejados de un gran dolor.
– ¡Cierra el pico, joder! -gritó un borracho desde la barra llevándose las manos a la cabeza. David le comprendió. El volumen del micrófono estaba demasiado alto y retumbaba en las paredes. Con un dolor de cabeza generalizado, aquello era una tortura en masa.
Benny bromeó algo nervioso:
– ¿Qué pasa? ¿Tenéis vacaciones en la escuela para discapacitados?
Como nadie se rió tampoco de aquello, Benny colocó el micrófono en el soporte y dijo:
– Muchas gracias. Habéis sido fantásticos.
Se bajó del escenario y se alejó hacia la cocina. Se produjo un momento de confusión ante una interrupción tan abrupta. Después el micrófono se acopló con los altavoces y un ruido estridente e insoportable rasgó el cargado aire.
Todos los presentes se llevaron las manos a la cabeza y algunos empezaron a gritar, haciéndole la competencia al micrófono. David apretó los dientes, corrió hasta el micro e intentó desenchufarlo. La corriente de baja intensidad le transmitió un hormigueo a través de la piel, pero el cable no se desprendía. Después de un par de segundos el ruido metálico era como una sierra de charcutería que atravesaba el cerebro, y él tuvo que desistir y taparse los oídos con las manos.
David se volvió para dirigirse a la cocina, pero se lo impidió la gente que en ese momento se levantaba de las mesas y se agolpaba en dirección a la salida. Una mujer con menos respeto que él hacia las pertenencias del restaurante le empujó a un lado, se dio una vuelta con el cable del micrófono alrededor de la mano y tiró. Sólo consiguió hacer caer el soporte del micrófono. Continuó acoplado.
David levantó la mirada hacia la mesa de mezclas, donde Leo pulsaba todos los botones a su alcance, sin el menor resultado. David estaba a punto de gritarle que cortara la corriente cuando le dieron un empujón y cayó a la parte baja del escenario. En el suelo, y tapándose aún los oídos con las manos, vio cómo la mujer blandía el micrófono por encima de la cabeza y lo estrellaba contra el suelo de piedra.
El ruido cesó. El público se paró en seco, miró a su alrededor. Un suspiro de alivio colectivo cruzó el local. David se puso de pie como pudo y vio que Leo estaba agitando las manos, se pasó el índice por el cuello. David asintió, se aclaró la voz y dijo en voz alta:
– ¡Atención, por favor!
Los rostros se volvieron hacia él.
– Lo lamentamos mucho, pero por problemas… técnicos nos vemos obligados a interrumpir el espectáculo.
Se escucharon algunas risas de burla.
– Queremos darle las gracias a nuestro patrocinador, la compañía eléctrica Vattenfall, y… esperamos verles de nuevo.
Se oyeron algunos abucheos. David extendió las manos en un gesto que quería decir «joder, mil perdones, que esto no es culpa mía», pero la gente ya había dejado de mirarle. Todos se dirigían hacia la salida. El restaurante se quedó vacío en cuestión de minutos.
Leo parecía cabreado cuando David entró en la cocina.
– ¿Qué has dicho de Vattenfall? -le preguntó.
– Una broma.
– ¿Ah, sí? Estupendo.
David estuvo a punto de decir algo acerca de la responsabilidad del capitán cuando se hunde el barco, puesto que Leo era el dueño del restaurante, y que él ya debería tener listo el guión para la próxima vez que se produjera un cortocircuito inverso, pero se contuvo. En parte, porque no podía permitirse ponerse a malas con Leo, y, en parte, porque tenía otras cosas en las que pensar.
Se fue a la oficina y marcó el número del móvil de Eva en el teléfono fijo. Ahora sí que consiguió contactar, pero sólo con su buzón de voz. Le dejó un mensaje para que ella le llamara al restaurante tan pronto como pudiera.
Trajeron cervezas y los cómicos se las bebieron en la cocina, donde tronaban los extractores. Los cocineros los habían puesto en marcha para mitigar el calor de las placas que no se podían apagar, y ahora sucedía lo mismo con los extractores. Apenas podían hablar con el ruido, pero al menos hacía fresco.
Poco a poco la mayoría de sus compañeros se fue marchando, pero David decidió quedarse por si llamaba Eva. En la radio, en las noticias de las diez, dijeron que el fenómeno de la electricidad parecía afectar sólo a la zona de Estocolmo; la tensión eléctrica, medida en voltios por metro, en algunos lugares podía compararse con la de un rayo a punto de descargar. Él notó que se le erizaba el vello de los brazos. Quizá fue un escalofrío, quizá electricidad estática.
Al principio, cuando empezaron a vibrarle las caderas, creyó que se trataba de otro efecto de la tensión existente en el aire, pero luego comprendió que era el móvil. No reconoció el número visible en la pantalla.
– Sí, diga, soy David.
– ¿Es usted David Zetterberg?
– ¿Sí?
Algo en la voz de aquel hombre hizo que se le empezara a formar un nudo de angustia en el estómago. Se levantó de la mesa y salió al pasillo hacia el camerino para oírle mejor.
– Me llamo Göran Dahlman, soy médico del hospital de Danderyd…
Cuando el doctor terminó de informarle, David se vio envuelto en una niebla fría y no sintió las piernas. Apoyado contra la pared, cayó contra el cemento. Se quedó mirando fijamente el teléfono que sostenía en la mano y lo tiró como si fuera una serpiente venenosa. Salió disparado y le pisó el pie a Leo. Éste alzó la vista.
– ¡David! ¿Qué pasa?
De lo ocurrido durante la media hora siguiente David no iba a conservar ningún recuerdo. El mundo se había paralizado, se había vuelto absurdo. A Leo le resultó difícil abrirse paso en medio de un tráfico que sólo respetaba las normas más elementales, ahora que habían dejado de funcionar todos los dispositivos electrónicos. El cómico iba encogido en el asiento del copiloto y miraba las parpadeantes luces de color ámbar sin verlas.
Sólo cuando llegaron al vestíbulo del hospital fue capaz de sobreponerse lo suficiente y declinar el ofrecimiento de Leo para acompañarle arriba. No recordaba la respuesta de Leo ni cómo había localizado la sección. Sólo se encontró allí de buenas a primeras, y el tiempo retomó su ritmo inapelable.
Sí, se acordaba de una cosa. Cuando recorría el pasillo en dirección a la habitación de Eva, parpadeaban todas las luces situadas sobre las puertas y el estruendo de las alarmas era constante. Le pareció totalmente lógico, puesto que aquella catástrofe lo superaba todo.
Eva había chocado con un alce y había fallecido mientras David se dirigía al hospital. El médico le había dicho por teléfono que no había ninguna esperanza, pero que su corazón aún latía. Ahora había dejado de latir. Se había parado a las 22:36. Veinticuatro minutos antes de las once el corazón había dejado de bombear la sangre alrededor del cuerpo.
Un único músculo en el cuerpo de una sola persona, una cagada de mosca en el tiempo, y el mundo había dejado de existir. David estaba junto a la cama de ella con los brazos caídos, con el dolor de cabeza ardiéndole en la frente.
Allí yacía todo su futuro, todo lo bueno que él había imaginado que la vida podía darle. Allí reposaban los últimos 12 años de su pasado. Todo había desaparecido, y el tiempo se contrajo en un único e insoportable ahora.
David cayó de rodillas a su lado y le cogió la mano.
– Eva -le susurró-. Esto no vale. No puede ser así. Yo te quiero. ¿No lo entiendes? No puedo vivir sin ti. Tienes que despertarte ahora. No puede ser sin ti, nada puede ser sin ti. Yo te quiero muchísimo y por eso esto no puede ser así.
Él no paraba de hablar, un monólogo de frases repetidas qué cuantas más veces las decía más auténticas y verdaderas le parecían, hasta el punto de que empezó a crecer en su interior el convencimiento de que aquellas frases iban a surtir efecto. Sí. Cuanto más decía que era imposible, más absurdo se volvía todo, y había conseguido albergar la vana esperanza de que fuera a producirse el milagro si seguía repitiendo aquello; entonces, se abrió la puerta.
– ¿Qué tal? -preguntó una voz femenina.
– Bien, bien -respondió David-. Váyase de aquí.
David presionó la mano fría de Eva contra su frente, oyó el roce de la tela cuando la mujer se agachó y le puso la mano en la espalda.
– ¿Puedo ayudarle en algo?
David giró lentamente la cabeza hacia la enfermera y se echó hacia atrás con la mano de Eva aún en la suya. La mujer parecía la propia Muerte. Tenía unos pómulos prominentes y los ojos muy abiertos, atormentados.
– ¿Quién es usted? -susurró él.
– Me llamo Marianne -contestó la sanitaria sin mover apenas los labios.
Se miraron fijamente el uno al otro con los ojos de par en par. Él agarró la mano de su mujer con más fuerza, para protegerla contra quien venía a buscarla, pero la enfermera no hizo ademán de acercarse. En vez de eso se puso a sollozar.
– Perdón… -dijo, apretando los ojos y llevándose las manos a la cabeza.
David comprendió. El dolor de cabeza, el corazón palpitante y espinoso no eran suyos en exclusiva. La enfermera se levantó con lentitud y, tambaleándose, salió de la habitación. Durante un instante a David le asaltó el mundo exterior que estaba fuera del alcance de su retina y oyó una cacofonía de señales, alarmas y sirenas dentro y fuera del hospital. Todo andaba revuelto.
– Vuelve -susurró David-. Magnus. ¿Cómo voy a decírselo a Magnus? Va a cumplir nueve años dentro de una semana, ya lo sabes. Quería una tarta de crepes. ¿Cómo se hace una tarta de crepes, Eva? Además, eras tú quien iba a hacerla, ya has comprado las frambuesas y todo. Están en casa en el frigorífico, cómo voy a volver a casa, abrir la nevera y ver las frambuesas que tú has comprado para hacer la tarta de crepes, y cómo voy a poder cogerlas y…
David lanzó un grito. Un alarido prolongado hasta quedarse sin aire en los pulmones. Apretó sus labios contra los nudillos de ella y susurró:
– Todo ha terminado. Tú ya no existes. Yo ya no existo. Nada existe.
El dolor de cabeza era tan fuerte que no pudo seguir ignorándolo. Le atravesó un rayo de esperanza: él estaba a punto de morir. Sí. Él también iba a expirar ahora. Sintió un chisporroteo, algo se rompió dentro de su cerebro, el dolor seguía creciendo, y alcanzó a pensar, convencido: «Me muero. Ahora me muero. Gracias».
Cuando el dolor desapareció, lo hizo del todo. Las alarmas y las sirenas dejaron de sonar. La luz de la habitación se quedó casi a oscuras. Él podía oír el jadeo de su propia respiración. La mano de Eva, humedecida por el sudor de su marido, le resbaló sobre su frente. La migraña había desaparecido. Él, ausente, se frotaba la mano de ella contra la frente, arañándose con la alianza, quería volver a sentir dolor. Cuando éste desapareció, la opresión en el pecho tomó el relevo.
Tenía los ojos clavados en el suelo. Por eso no vio la larva blanca que cayó a través del techo y aterrizó encima de la manta amarilla que cubría a Eva y siguió hurgando para meterse dentro.
– Cariño -susurró él apretándole la mano-, no íbamos a separarnos nunca, ¿es que no lo recuerdas?
La mano de Eva se estremeció y le devolvió el apretón.
Él no gritó ni hizo ningún movimiento. Se quedó mirando fijamente la palma de su esposa, la estrechó. La mano le devolvió el apretón. Se quedó boquiabierto y se pasó la lengua por los labios. Alegría no era la palabra exacta para describir sus emociones, sino más bien un desconcierto parecido a cuando se despierta de una pesadilla, y las piernas al principio se negaban a obedecerlo cuando se puso de pie para poder mirarla.
La habían limpiado y arreglado lo mejor posible, pero una gran herida le afeaba la mitad de la cara. El alce debió de volver la cabeza, o, tal vez, en un último y desesperado intento por defenderse, había intentado atacar al coche. Su cornamenta había atravesado el cristal y una de sus puntas había golpeado el rostro de la conductora antes de que ésta quedara aplastada por el peso del animal.
– ¡Eva! ¿Me oyes?
No hubo ninguna reacción. David se pasó las manos por la cara; el corazón le latía desbocado.
«Ha sido un… espasmo. No puede estar viva. Basta verla».
Pese a que un vendaje enorme le cubría la mitad del rostro parecía como si fuera… demasiado pequeño. Como si allí debajo faltara hueso, piel, carne. Le habían dicho que había sufrido graves daños, pero hasta ahora él no había sido consciente de la verdadera dimensión de todo aquello.
– Eva, soy yo.
Esta vez no era ningún espasmo. El brazo de su esposa se estremeció, golpeándole la pierna, y ella se sentó en la cama sin previo aviso. David instintivamente dio un paso atrás. A Eva se le deslizó la manta, se oyó un débil tintineo y él no fue consciente de la magnitud de lo que estaba ocurriendo.
Tenía desnuda la parte superior del cuerpo, pues le habían cortado la ropa. El lado derecho de la caja torácica era un agujero abierto, ribeteado por piel desgarrada y sangre coagulada. Allí dentro resonaba un tintineo y un repiqueteo. Por un instante David no pudo ver a una mujer; era sólo un monstruo, y quiso salir corriendo de allí, pero sus piernas no se movieron, y al cabo de unos segundos recuperó la sensatez. Volvió junto la cama.
Luego, determinó el origen de aquel sonido: unas pinzas hemostáticas. Eva tenía puestas dentro del tórax varias pinzas metálicas en los vasos sanguíneos rotos, que se agitaban y chocaban unas contra otras cuando ella se movía. Tragó con la boca seca y dijo:
– ¿Eva?
Ella giró la cabeza hacia él y abrió su único ojo.
Entonces, él lanzó un grito.
Vällingbyplan, 17:32
Mahler caminaba despacio por la plaza, el sudor le recorría el cuerpo por debajo de la camisa. Llevaba en la mano una bolsa de comida para su hija. Las palomas, de color grisáceo como los humos de los tubos de escape, revoloteaban torpemente a un palmo de sus pies.
Él mismo ofrecía el aspecto de un enorme palomo gris con aquella chaqueta raída comprada hacía quince años, cuando empezó a engordar y ya no pudo ponerse la que solía usar. Y otro tanto ocurría con los pantalones. Tenía la roja calva llena de pecas y del cabello sólo le quedaba una corona alrededor de las orejas. De igual manera que las palomas picoteaban los restos de las cajas tiradas alrededor de los puestos de salchichas, cualquiera podría imaginarse fácilmente que Mahler llevaba en la bolsa cascos de botellas vacías, rebuscados en los cubos de la basura.
No era así, pero daba esa impresión. Parecía un perdedor.
A la sombra de una de las tiendas de Åhlens, bajando hacia la calle Ångermannagatan, el hombre hundió los dedos de la mano libre bajo la doble papada y sacó el collar. Era un regalo de Elias. Sesenta y siete perlas de plástico de colores vivos ensartadas en sedal, y atadas alrededor de su cuello para siempre.
Mientras caminaba iba pasando las perlas una a una entre los dedos como si fueran las cuentas de un rosario.
Después de subir tres pisos de escaleras hasta llegar al apartamento de su hija, tuvo que pararse un rato para recuperar el aliento. Luego, abrió la puerta con la llave que llevaba. La vivienda estaba a oscuras, sofocante y maloliente a causa del calor y la falta de ventilación.
– Hola, hija. Soy sólo yo.
No hubo respuesta y se temió lo peor, como siempre.
Pero Anna estaba allí, y viva. Se acurrucaba en la cama de Elias, sobre la sábana con el dibujo del oso Bamse que Mahler le había comprado, y permanecía con la cara vuelta hacia la pared. Dejó la bolsa, saltó sobre los polvorientos bloques de plástico de Lego hasta llegar a la cama y se sentó con cuidado en el borde, a sus pies.
– ¿Cómo estás, hija?
Ella tomó aire por la nariz. Tenía la voz débil.
– Papá… Puedo sentir su olor. Permanece en las sábanas. Su olor permanece aquí.
A él le habría gustado tumbarse en la cama, a su lado, haberla abrazado, haber sido un padre y haber hecho desaparecer todo lo malo, pero no se atrevió: las láminas del somier se romperían bajo su peso, así que se quedó allí sentado mirando las piezas de Lego con las que nadie había jugado desde hacía dos meses.
Cuando estuvo buscando un apartamento para Anna había otro libre en la misma escalera, en la primera planta. No lo cogió por miedo a que entrara algún ladrón.
– Ven y come un poco.
Mahler puso la mesa y sirvió las dos raciones de rosbif y una ensalada de patatas que traía en los envases de plástico, cortó los tomates en rodajas y los sirvió en los bordes de los platos. Ella no decía nada.
Las persianas de la cocina estaban bajadas, pero el sol se filtraba por las rendijas, dibujando rayas ardientes sobre la mesa e iluminando las partículas de polvo que flotaban en el aire. Debería limpiar, pero no se sentía con fuerzas.
Dos meses antes esa mesa había estado llena de cosas: fruta, correo, algún juguete, una flor recogida en un paseo, algo que Elias había hecho en la guardería. El desorden propio de la vida.
Ahora sólo había dos platos con comida lista para llevar; calor y olor a cerrado; las rodajas rojas de tomate. Un esfuerzo patético.
Fue hasta la habitación de Elias y se detuvo en la puerta.
– Anna… debes comer un poco. Ven. Ya está listo.
Anna se mantuvo vuelta contra la pared y negó con la cabeza.
– Comeré más tarde. Gracias.
– ¿No puedes levantarte un rato?
Como ella no respondió, él volvió a la cocina y se sentó a la mesa. Empezó a ingerir mecánicamente la comida. Tuvo la impresión de que el ruido que hacía al masticar retumbaba entre las silenciosas paredes. Al final se comió las rodajas de tomate. Una a una.
Una mariquita se había posado en la barandilla del balcón.
Anna estaba ocupada preparando el equipaje. Se marchaban a la casa de veraneo que Mahler tenía en el archipiélago de Roslagen, donde iban a pasar unas semanas.
– Mamá, mira… una mariquita.
La madre llegó al cuarto de estar en el momento en que Elias, subido en la mesa del balcón, se inclinaba tras la mariquita cuando ésta echó a volar. Una de las patas de la mesa cedió antes de que ella pudiera llegar.
Debajo del balcón había un aparcamiento de negro asfalto.
– Ten, cariño.
Mahler sujetaba el tenedor con un poco de comida y se lo daba a Anna. Ésta se sentó en la cama, cogió el tenedor y se lo llevó a la boca ella sola. El padre le acercó el plato.
Tenía la cara hinchada y enrojecida, y se apreciaban algunas mechas blancas en su cabello castaño. Comió cuatro bocados, luego le devolvió el plato.
– Gracias. Estaba bueno.
Él dejó el plato encima de la mesa de Elias y se llevó las manos a las rodillas.
– ¿Has salido de casa hoy?
– He estado con él.
Mahler asintió. No sabía qué más decir. Al levantarse se dio en la cabeza con Akka, el ganso salvaje que volaba con Nils Holgersson a sus espaldas, que colgaba sobre la cama de Elias. El ganso de madera batió ligeramente las alas, moviendo un poco el aire sobre el rostro de Anna. Luego, se paró.
Ya en su propio apartamento, situado al otro lado del patio, Mahler se quitó la ropa sudada, se duchó, se puso la bata y se tomó un par de pastillas de paracetamol para la jaqueca. Se sentó frente al ordenador y buscó en las páginas de la agencia Reuters. Pasó una hora buscando y traduciendo tres noticias.
Un artilugio japonés capaz de interpretar lo que decían los perros con sus ladridos. La operación para separar a dos siameses. Un hombre que había construido una casa a base de botes de hojalata en Lübeck. No había ninguna foto de la máquina japonesa, así que buscó una de un perro labrador y la adjuntó. Lo envió todo a la redacción.
Despuésleyó el correo electrónico de uno de sus antiguos confidentes dentro de la policía, que le preguntaba qué tal estaba, pues no sabía nada de él hacía tiempo. Le contestó que estaba destrozado, que su nieto había muerto hacía dos meses y que sopesaba a diario la opción del suicidio. Borró la respuesta antes de enviarla.
Las sombras del suelo se habían ido alargando; eran las siete pasadas. Se levantó de la silla y se masajeó las sienes. Fue a la cocina, sacó una cerveza del frigorífico, se bebió la mitad de un trago y volvió al cuarto de estar, donde se quedó de pie al lado del sofá.
En el suelo, debajo del reposabrazos, estaba el castillo.
Había sido su regalo para Elias cuando cumplió seis años, cuatro meses antes. El castillo más grande de Lego. Lo habían construido juntos y luego habían jugado con él por las tardes, colocando a los caballeros en distintos sitios, inventando historias, reconstruyendo y agrandando la fortaleza. Ahora estaba allí tal y como lo dejaron la última vez.
Mahler sufría cada vez que lo veía, y en cada ocasión pensaba que debería tirarlo o, al menos, desmontarlo, pero no era capaz. Era probable que siguiera allí mientras él viviera, de la misma manera que le enterrarían con el collar de perlas.
«Elias, Elias…».
Un abismo se abría dentro de él. Llegaba el pánico, la presión en el pecho. Se apresuró a sentarse delante del ordenador, entró en un portal de pornografía al que estaba abonado y permaneció una hora haciendo clic sin sentir el más mínimo cosquilleo en la entrepierna. Apatía y repugnancia, nada más.
Poco después de las nueve salió de esas páginas y decidió apagar el ordenador. La pantalla no reaccionó. Se sentía incapaz de prestar atención al asunto. El dolor de cabeza le presionaba ahora desde el interior de los ojos, haciéndole sentirse desasosegado. Dio unas vueltas por el apartamento, se tomó otra cerveza y se detuvo finalmente delante del castillo. Se agachó.
Uno de los caballeros del Lego se inclinaba sobre el borde de la torre, parecía como si le gritara algo al enemigo que trataba de forzar la puerta de la fortaleza.
– ¡Ten cuidado, no sea que te vuelque encima el orinal! -había dicho Mahler con voz gruñona.
Elias se había reído tanto que le había entrado hipo, y había gritado:
– ¡Más! ¡Más!
Y Mahler hizo entonces un repaso a todas las cosas asquerosas imaginables que un caballero pudiera echarle encima a otro, como leche agria podrida.
Cogió al caballero y lo giró entre sus dedos. La miniatura llevaba un casco plateado que tapaba en parte el gesto decidido de su rostro y empuñaba una espadita todavía reluciente. El color de los aceros de los muñecos que Elias tenía en casa se había deslucido ya. Se quedó mirando la brillante espada plateada y dos certezas cayeron sobre él como dos piedras negras.
«Esta espada siempre estará reluciente».
«Jamás volveré a jugar».
Volvió a poner la figurita en su sitio y clavó la vista en la pared.
«Jamás volveré a jugar».
En medio de la desolación posterior a la muerte de su nieto había sublimado lo que ya no se repetiría nunca más: los paseos por el bosque, el parque infantil, el zumo de frutas, el bollo en la pastelería, las visitas a Skansen y muchas otras cosas, pero ahí estaba, con toda su crudeza: él jamás volvería a jugar, y no se trataba solamente del Lego o de jugar a encontrar la llave. Con la muerte de Elias había desaparecido su compañero de juegos y las ganas de jugar.
Por eso no podía escribir, por eso la pornografía no le provocaba el más mínimo efecto y por eso los minutos discurrían tan lentamente. Ya no podía fantasear ni inventarse cosas. Ése debería poder ser un estado dichoso, vivir en el presente y ver lo que había delante de tus ojos, no reconstruir el mundo. Debería ser así, pero no lo era.
Recorrió con los dedos la cicatriz que tenía en el pecho tras la operación.
«La vida es lo que nosotros hacemos de ella».
Él había perdido ya esa posibilidad: se hallaba encadenado a un cuerpo obeso con el que tendría que arrastrarse a través de los días y los años sin alegría. Eso fue lo que vio en un augurio repentino, y le entraron ganas de romper algo. Su puño cerrado tembló sobre el castillo, pero se contuvo, se levantó y salió al balcón, donde se agarró a la barandilla y la zarandeó.
Abajo en el patio había un perro que corría en círculos sin dejar de ladrar. A Mahler le habría gustado hacer lo mismo.
When in trouble, when in doubt
Run in circles, scream and shout [2].
Miró por encima de la baranda, se vio a sí mismo caer y reventar contra el suelo como un melón demasiado maduro. Quizá el perro se acercaría y comería de él. Ese pensamiento hizo que el hecho le resultara tentador. Acabar sus días como comida para perros, pero el chucho probablemente no iba a notar nada: parecía histérico. Pronto llegaría alguien para pegarle un tiro.
Se apretó la cabeza con las manos. Parecía que iba a estallarle de un momento a otro si el dolor seguía aumentando de esa manera.
Eran poco más de las once cuando Mahler comprendió que, pese a todo, quería vivir.
Había sufrido el primer ataque al corazón ocho años antes, cuando fue a entrevistar a un pescador que había recogido un cadáver en las redes de arrastre. Al bajar del barco la intensidad de la luz disminuyó de repente, se redujo a un punto y no recordaba nada de lo acaecido después hasta que se despertó acostado sobre un montón de redes. Si no hubiera intervenido el marinero, que era un socorrista experto en temas de corazón y pulmón, el problema de Mahler habría terminado allí.
Un cardiólogo constató su miocarditis y la necesidad de llevar un marcapasos para asegurar los latidos de su corazón. Mahler pasó entonces un periodo tan depresivo que sopesó la idea de tentar a la suerte y dejar que la muerte siguiera su curso, sin embargo, se sometió a aquella operación.
Después nació Elias y Mahler tuvo, por primera vez en muchos años, una razón por la que valía la pena tener un corazón. El marcapasos había funcionado fielmente y le había permitido ejercer de abuelo tanto como quiso.
Pero ahora…
En la frente, se le perló de sudor la línea del cabello y se llevó la mano al corazón; latía cuando menos el doble de rápido de lo normal. No sabía cómo era posible, pero el pulso se avivaba por su cuenta e ignoraba el ritmo regular del marcapasos. Mahler sintió bajo su mano que el corazón se le aceleraba cada vez más.
Se puso los dedos en la muñeca, miró el despertador y contó los segundos. Su corazón latía ciento veinte veces por minuto, pero no estaba seguro de que fuera cierto. Hasta el segundero del reloj parecía moverse más deprisa de lo habitual.
«Tranquilo, tranquilo… Ya se pasará…».
Sabía que tales paroxismos cardiacos no eran peligrosos mientras no llegaran a niveles extremos. Eran la inquietud y la angustia las que perjudicaban a los pacientes. Intentó respirar tranquilo mientras el corazón le latía cada vez más deprisa.
Tuvo una ocurrencia y colocó los dedos encima del marcapasos, la caja metálica que llevaba justo debajo de la piel y que protegía su vida. Era imposible determinar si trabajaba más deprisa de lo normal, pero él sospechó que eso era lo que sucedía: lo mismo que con el reloj.
Se acurrucó en el sofá en posición fetal. La jaqueca amenazaba con reventarle la cabeza, el corazón latía desbocado y para su propio asombro comprobó que no quería morirse. No. Al menos no porque una máquina golpeara su corazón hasta machacarlo. Se sentó y entornó los ojos contra la luz procedente de la pantalla del ordenador. También había aumentado y todos los iconos se veían borrosos en medio de aquel resplandor blanco.
«¿Qué hago?».
Nada. No iba a hacer nada que pudiera angustiar su corazón aún más. Se volvió a tumbar en el sofá con la mano en el pecho. El corazón le latía entonces con tal fuerza que era imposible sentir cada palpitación aislada, aquello era un redoble de tambor del reino de los muertos cuyo tempo iba en aumento. Mahler cerró los ojos esperando el crescendo.
Todo acabó cuando ya creía que la piel del tambor iba a estallar y que su campo de visión se iba a reducir como aquella vez.
La fibrilación cardiaca cesó y volvió a su viejo ritmo absorbente. Él permaneció inmóvil con los ojos cerrados, luego respiró profundamente y se palpó el rostro como para comprobar que aún seguía allí. El semblante estaba en su sitio, bañado en sudor. Las ardientes gotas se deslizaban lentamente a través del pliegue del estómago, produciéndole un cosquilleo.
Abrió los ojos. Los iconos del ordenador brillaban como siempre contra el fondo azul oscuro, y después se apagó la pantalla. El perro del patio había dejado de ladrar.
«¿Qué ha pasado?».
El reloj marcaba los segundos a un ritmo normal, y en el mundo se había hecho un gran silencio. Sólo entonces fue consciente de la cacofonía de gritos y sonidos previos a esta gran calma, ahora, cuando ya no se oían. Se pasó la lengua por los labios con sabor a sal, se acurrucó y se quedó con la vista fija en el reloj.
«Segundos, minutos… En un segundo nacemos, en otro morimos».
Llevaba así unos veinte minutos cuando sonó el teléfono. Se deslizó del sofá y se arrastró hasta el escritorio. Tal vez las piernas aguantaran su peso, pero tuvo la impresión de que sería más seguro ir a gatas. Se sentó en la silla del escritorio y levantó el auricular.
– Sí, soy Mahler.
– Hola, soy Ludde. Desde Danderyd.
– Sí… Hola.
– Oye, tengo algo para ti.
Ludde había sido uno de sus innumerables contactos, le pasaba información cuando Mahler trabajaba en el periódico. Como celador del hospital de Danderyd, a veces oía o veía cosas que podían ser «de interés general», en palabras del propio Ludde.
– Yo ya no estoy en activo -le contestó Mahler-, tendrás que llamar a Benke… Bengt Jannsson, el redactor de noche en…
– Escucha esto: los muertos se han despertado.
– ¿Qué estás diciendo?
– Los cadáveres. Los muertos del depósito de cadáveres se han despertado de nuevo.
– No.
– Lo que yo te diga. Los patólogos acaban de llamar aquí totalmente histéricos, querían que bajara más personal para ayudar.
Mahler vio cómo su mano se movía de forma instintiva por el escritorio en busca del bloc de notas, pero la retiró meneando la cabeza.
– Ludde, tranquilízate un poco. ¿Sabes lo que estás…?
– Sí, lo sé. Lo sé. Pero es verdad. La gente corre por aquí dando vueltas… allí abajo el caos es total. Se han despertado. Todos.
La verdad es que Mahler podía oír de fondo voces de personas que hablaban alteradas, pero no podía entender lo que decían. Algo estaba pasando, pero…
– Ludde. Cuéntamelo otra vez desde el principio.
Su interlocutor lanzó un suspiró. Al fondo se oyó gritar a alguien:
– ¡Llama a urgencias!
Cuando Ludde volvió a hablar con la boca cerca y la mano delante del auricular, su voz resultaba casi erótica.
– Al principio esto ha sido un caos total por lo de la corriente. Todo estaba en marcha y nada funcionaba. ¿Lo sabes, no? Lo de la corriente.
– Sí, claro, lo sé.
– Bien. Luego, hace cinco minutos… los médicos forenses han llamado a recepción diciendo que querían un par de chicos de seguridad porque había un grupo de muertos a punto de… escaparse. Bien. Los vigilantes se echan a reír, menuda broma y tal, pero bajan de todos modos. Bien. Dos minutos después llaman los vigilantes diciendo que necesitan refuerzos porque ahora se han despertado todos. Más cachondeo. Bajan algunos más, tal vez haya alguna fiesta en marcha allá abajo. Bien. Luego ha llamado un médico diciendo lo mismo… y ahora han llamado hasta a los cirujanos de urgencias.
– Pero -preguntó Mahler- ¿cuántos muertos tenéis ahí?
– No sé. Cien. Por lo menos. ¿Vas a venir o qué?
El periodista miró el reloj: eran las 23:25.
– Sí, sí, voy para allá.
– Estupendo. ¿Traerás…?
– Sí, sí.
Se vistió, cogió la grabadora, el teléfono y la cámara digital que nunca se había decidido a devolver al periódico, por si acaso, y también un par de billetes de mil para Ludde. Luego, bajó las escaleras todo lo deprisa que se atrevió.
El corazón aún seguía acelerado cuando se apretujó en el interior de su Ford Fiesta, arrancó y se dirigió hacia el este. Al salir de la glorieta de Blackeberg telefoneó a Benke, le contó que sí, que lo había dejado, pero que acababa de recibir un soplo sobre un asunto en Danderyd y que iba a ver lo que había. Benke se alegró de su vuelta.
Las calles estaban vacías y Mahler aceleró hasta 120 después de cruzar la plaza de Islandstorget. El distrito oeste, Västerort, pasó volando delante de sus ojos y en algún punto a la altura del puente de Traneberg tuvo consciencia de sí mismo. Estaba más vivo de lo que había estado en un mes. Se sintió casi feliz.
Täby Kyrkby, 21:05
– Flora, cariño, tienes que apagar ya la tele. -Elvy apretó el dedo delante de la pantalla-. Esos gemidos me dan dolor de cabeza.
La muchacha asintió sin quitar los ojos de la pantalla.
– De acuerdo -dijo-. Espera a que guarde esto.
Elvy dejó el libro de Grimberg -de todos modos con la migraña que ya tenía no habría podido concentrarse en la lectura-, y se quedó mirando mientras Jill Valentine volvía a su cuarto seguro. Flora le había explicado de qué iba el videojuego y Elvy, a grandes rasgos, lo había entendido.
Había dos cosas que no comprendía: cómo podían crearse esos ambientes en los ordenadores, y cómo podía Flora controlar todo aquello. Sus dedos volaban sobre las teclas y textos, mapas y menús centelleantes en la pantalla, y se movían a tal velocidad que su abuela nunca entendía lo que pasaba.
Jill se movía a lo largo de un pasillo oscuro con la pistola en alto y el cuerpo en actitud de alerta. Flora apretaba los labios; llevaba los ojos tan maquillados que parecían dos elipses alargadas. La anciana recorrió con la mirada los brazos delgados y pálidos de su nieta, donde se apreciaban las marcas de viejos cortes, de heridas cicatrizadas. La cabeza, con el pelo rojo y alborotado, parecía demasiado grande para aquel cuerpo tan menudo. Durante un tiempo se lo había teñido de negro, pero desde hacía un año lo llevaba de su color natural.
– ¿Va bien? -le preguntó Elvy.
– Mm. He conseguido una cosa que necesitaba. Es sólo que debo… guardarla.
El mapa apareció y desapareció. Se abrió una puerta sobre un fondo oscuro y en el descansillo de la escalera estaba Jill. Flora se pasó la lengua por los labios y dirigió a Jill hacia las escaleras.
Margareta, la madre de Flora e hija de Elvy, seguro que se habría opuesto si hubiera sabido con qué tipo de juegos se entretenía su hija, y lo habría tachado de perjudicial para las dos, por diferentes motivos.
La consola Nintendo GameCube había llegado a casa de Elvy tres meses antes, tras un pacto. Después de que Flora se pasara pegada a la maquinita tres, cuatro y hasta cinco horas diarias durante medio año, sus padres le dieron un ultimátum: o vendía la consola o la dejaba en casa de la abuela, si ésta accedía a ello.
La abuela accedió. Estaba muy encariñada con su nieta, y viceversa. La chica venía dos o tres tardes a la semana para jugar y normalmente no lo hacía más que un par de horas. Solían tomar té, charlar, echar unas partidas al plump [3], y a veces Flora se quedaba a dormir allí.
– Uuuhh…
– ¡Mierdamierdamierda!
Elvy levantó la vista. Flora estaba encogida, tensa.
A la vuelta de una esquina había aparecido un zombi de paso inseguro, Jill levantó la pistola y tuvo tiempo de hacer un disparo antes de que él se lanzara sobre ella. El mando crujía en la mano de la jugadora mientras ella lo giraba tratando de evitarlo, pero la sangre fluyó en sacudidas rojas. Y poco después Jill yacía a los pies del monstruo.
YOU ARE DEAD.
– ¡Idiota! -Flora se dio un golpe en la frente-. ¡No! Se me olvidó quemarlo. ¡No!
La abuela se inclinó hacia delante en el sillón.
– ¿Has… perdido ahora?
– No. Ahora sé dónde está la cosa esa.
– Mmm.
Flora era una persona autodestructiva, a juicio del asistente social de su escuela. Elvy no sabía si ése era mejor o peor que el diagnóstico que le dieron a ella a la misma edad: histeria. No estaba bien visto ser una histérica en los años cincuenta, en pleno auge de la Casa del Pueblo y tras el triunfo en la lucha final. También Elvy se había cortado en los brazos y las piernas, movida por el sufrimiento interno y la presión exterior. El problema ni siquiera existía en aquel tiempo. Nadie tenía derecho a sentirse desgraciado en aquel entonces.
Desde que Flora era muy pequeña, Elvy había sentido una poderosa afinidad con aquella niña seria y soñadora, ya había adivinado que iba a pasarlo mal. Aquella sensibilidad, que era la maldición de ambas, se había saltado una generación, pues Margareta, quizá como reacción contra su atolondrada madre, había estudiado derecho y se había convertido en una mujer disciplinada, educada y triunfadora. Se había casado con Göran, otro estudiante de derecho con sus mismas cualidades.
– ¿A ti también te duele la cabeza? -preguntó Elvy al ver que Flora se apretaba la frente al tiempo que se echaba hacia adelante y apagaba el juego.
– Sí. Pero… -Flora apretaba el botón-. ¡Pero bueno! No puedo apagarlo.
– Entonces quita la tele.
Tampoco eso fue posible. El juego se puso en marcha solo, mostrando algunas escenas. Jill lanzaba descargas eléctricas a dos zombis, y otro fue alcanzado en el pasillo. Las detonaciones resonaron dentro de su cabeza y Elvy hizo una mueca. Y resultaba imposible bajar el volumen.
Cuando la muchacha intentó tirar del enchufe salieron chispas, y se echó hacia atrás entre gritos. Elvy se levantó del sillón.
– ¿Qué ha pasado, hija?
La joven tenía los ojos fijos en la mano con la que había tirado del enchufe.
– Me ha dado una descarga. No muy fuerte, pero… -Sacudió la mano como para enfriarla y señaló hacia la pantalla, donde Jill seguía electrocutando a los zombis.
– No. Así no -dijo, echándose a reír.
Elvy le tendió la mano, la ayudó a levantarse.
– Vamos a la cocina.
Todas las cuestiones eléctricas y mecánicas habían sido cosa de Tore. Cuando él enfermó de Alzheimer, Elvy se vio obligada a llamar a un electricista cuando se fundió un fusible. Nunca se había propuesto aprender porque, como pensaban que era incapaz, nunca le dejaron instruirse en esas cosas. Sin embargo, el electricista, desconocedor de su incapacidad, le había enseñado cómo se hacía y después pudo arreglárselas ella sola. Un televisor en rebeldía superaba con mucho sus conocimientos. Aquello tendría que esperar hasta el día siguiente.
Jugaron una partida deplump en la cocina, pero ambas tenían problemas para concentrarse en las cartas. Aparte del dolor de cabeza había algo más en el aire, algo que las dos notaban. Elvy recogió los naipes a las 22:15.
– Oye, ¿sientes tú también…? -preguntó.
– Sí.
– ¿Qué es?
– No lo sé.
Las dos se quedaron mirando la superficie de la mesa, intentando… averiguarlo. Elvy había conocido a un reducido número de personas, además de su nieta, con esa capacidad; para Flora, Elvy era la única. Aquello supuso un alivio para ella, cuando se les ocurrió hablar de ello un año antes. Había alguien tan chiflada como ella, alguien más tenía precognición.
En otra sociedad, en otro tiempo, quizá habrían sido chamanes. O, igual, habrían sido quemadas en la hoguera por brujas. Pero en la Suecia del siglo XXI eran histéricas y autodestructivas. Hipersensibles.
La percepción extrasensorial era tan difícil de describir y precisar como la de un olor. Pero del mismo modo que la zorra advertía la presencia de una liebre escondida en la oscuridad y por el olor a miedo de la liebre sabía incluso que ésta sentía la presencia de la zorra, las dos mujeres eran capaces de captar el aura de los sitios y las personas.
Se les ocurrió hablar de ello el verano anterior mientras daban un paseo por la calle de Norr Mälarstrand. Poco antes de llegar al Ayuntamiento de Estocolmo, las dos habían girado como teledirigidas, alejándose del muelle y tomando el carril bici. La anciana se paró y le preguntó:
– ¿No querías ir allí?
– No.
– ¿Por qué?
– Porque… -Flora se encogió de hombros, miró fijamente al suelo como si se avergonzara-. Es que no me transmitía buenas vibraciones, nada más.
– Oye… -repuso la abuela, poniéndole la mano en la barbilla y levantándole la cara-, a mí me ha pasado lo mismo.
La muchacha la miró con ojos escrutadores.
– ¿En serio?
– Sí -respondió Elvy-. Allí ha pasado algo. Algo malo. Yo creo… que se ha ahogado alguien.
– Mm -murmuró la chica-. Alguien iba a saltar del barco…
– … y se ha dado un golpe en la cabeza contra el borde del muelle -siguió Elvy.
– Sí.
No habían hablado con nadie que les confirmara que estaban en lo cierto, pero sabían que así era. Habían pasado el resto de la tarde contándose sus experiencias y realizando comparaciones. La percepción extrasensorial había entrado en la vida de ambas en la preadolescencia, y el sufrimiento de Flora tenía el mismo origen que el de Elvy a su edad: conocía demasiado bien a la gente. Su percepción le decía cuál era la situación real de las personas que tenía a su alrededor, y ella no podía aceptar mentiras.
– Hija mía -le dijo entonces Elvy-, todos mienten de una u otra manera. Ésa es una premisa para que la sociedad pueda funcionar. Que mintamos un poco. Hay que verlo como una forma de consideración. La verdad es, en cierto modo, muy egoísta.
– Lo sé, abuela. Claro que lo sé, pero es tan jodidamente… asqueroso. Es como si… apestaran, ¿sabes?
– Sí -suspiró Elvy-. Claro que lo sé.
– Pero seguramente tú no estás en mitad de todo eso. Tú sólo te relacionas con el abuelo y las mujeres de la iglesia, pero en la escuela habrá mil personas y todas, casi todas, se sienten mal. Algunas ni siquiera lo saben, pero yo lo noto y me duele. Me duele todo el tiempo. Cuando alguno de los profesores me llama aparte para hablar en serio y contarme cuál es mi problema… sólo me dan ganas de vomitarle encima; mientras habla, siento como si de él rebosara solamente un montón de mierda. Angustia y aburrimiento, noto que me tiene miedo, que su vida apesta, y él va a decirme a mí lo que yo debería hacer.
– Flora -repuso Elvy-, sé que no es un consuelo, pero uno se acostumbra. Cuando se lleva un rato sentado en el retrete, ya no se nota el mal olor. -Flora se rió de la ocurrencia, y la anciana continuó-: Y en cuanto a las mujeres de la iglesia, te diré que a veces a mí también me gustaría tener una pinza de la ropa.
– ¿Una pinza de la ropa?
– Para ponérmela en la nariz. Y en cuanto al abuelo… de eso ya hablaremos en otra ocasión. Pero no hay manera de evitarlo. Eso debes saberlo. Si te pasa lo mismo que a mí, no hay pinza de la ropa que valga. Hay que acostumbrarse. Es un infierno, lo sé. Pero, para sobrevivir, hay que acostumbrarse.
Aquella conversación trajo consigo una cosa buena: Flora dejó de autolesionarse y empezó a visitar a Elvy cada vez más. En ocasiones, entre semana cogía el autobús para ir hasta Täby Kyrkby, y volvía a la escuela al día siguiente por la mañana. Incluso se ofreció a ayudar para cuidar al abuelo, pero no había mucho que hacer. Elvy le permitió que le diera la papilla algunas veces, para que pusiera su granito de arena ahora que quería ayudar.
Elvy intentó varias veces y con mucho tacto hablar de Dios, pero Flora era atea. Flora intentó que Elvy escuchara a Marilyn Manson, pero el resultado fue en vano. Su amistad tenía ciertos límites. Elvy podía tolerar las películas de terror, en pequeñas dosis.
El volumen de la tele había aumentado cuando volvieron al cuarto de estar. La joven intentó de nuevo apagarla, pero no pasaba nada.
La GameCube había sido el regalo de Elvy a Flora cuando cumplió quince años. Aquello había dado lugar a discusiones acaloradas con Margareta, que sostenía que las videoconsolas hacían que los jóvenes se aislaran del mundo circundante, que se desconectaran. Elvy creía que su hija tenía razón, y ése fue precisamente el motivo de que comprase el juego. Ella tenía quince años cuando empezó a beber alcohol para desconectar y apaciguar las antenas. Y desde su experiencia, le parecía que el videojuego era mejor.
– Vamos a salir un poco afuera -propuso Elvy.
En el jardín no se oía la tele, pero no se movía una brisa y el calor era agobiante. Todas las casas del vecindario tenían las luces encendidas, los perros no dejaban de ladrar y sobre ellas se cernió un gran presentimiento.
Se dirigieron hacia el manzano, el árbol protector, tan antiguo como la casa. Cientos de manzanas sin madurar destacaban entre el follaje de color verde oscuro y las ramas nuevas, que no se habían podado durante los años que duró la enfermedad de Tore, sobresalían por arriba.
«Cojo la escopeta, subo arriba y mato a los perros».
– ¿Has dicho algo? -preguntó Elvy.
– No.
La anciana escudriñó el cielo. Las estrellas parecían alfileres contra aquel fondo azul oscuro infinitamente lejano. Las vio desprenderse y convertirse en auténticas agujas que caían y se clavaban en su cerebro, donde pinchaban y dolían.
– Como una doncella de hierro -observó Flora.
Elvy la miró. La muchacha también estaba mirando el cielo.
– Flora -le preguntó-. ¿Pensaste tú hace un momento en una escopeta y… en los perros?
Su nieta alzó las cejas y se echó a reír.
– Sí -respondió-. En cómo lo voy a hacer en el juego. ¿Cómo…?
Se miraron la una a la otra. Esto, no obstante, era algo nuevo. La migraña era cada vez más fuerte, las agujas se clavaban cada vez más adentro y, como una repentina ráfaga de viento, algo las envolvió.
No se movía ni una hoja, no se mecía ni una brizna de hierba, pero las dos se tambalearon cuando una fuerza grande cruzó el jardín y durante un segundo la tuvieron encima, alrededor, pasó a través de ellas.
«Es… tra… me… ser… fr… ts… za… cl… pro».
La mente se les llenó de sonidos como si fuera un buscador de emisoras de radio que alguien hubiera pasado a toda velocidad por cientos de frecuencias a ritmo de staccato, comiéndose la mitad de las sílabas; no obstante, las dos advirtieron que las voces pertenecían a personas aterradas. Pasaron por los cerebros de ambas y desaparecieron. A Elvy se le doblaron las piernas, cayó de rodillas en el césped y balbució:
– Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas así…
– ¿Abuela?
– … como nosotros perdonamos a nuestros deudores, no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.
– ¡Abuela!
A Flora le temblaba la voz y Elvy, haciendo un esfuerzo, abandonó los rezos y observó a su alrededor. Flora, sentada en el césped con los ojos muy abiertos, la miraba fijamente. La anciana sintió en la cabeza una descarga de dolor tan fuerte que temió que fuera una hemorragia cerebral.
– ¿Sí…? -respondió en voz baja.
– ¿Qué ha sido eso?
Elvy hizo una mueca. Le dolía todo. Le dolía mover la cabeza, le dolía abrir la boca. Trató de dar forma a las palabras en su mente sin conseguirlo y, de pronto, desapareció el tormento. Cerró los ojos y respiró. El suplicio desapareció, el mundo recuperó su lugar y sus colores. Pudo leer su propio alivio en el semblante de su nieta.
Respiró profundamente. Sí. Había desaparecido. Había desaparecido. Estiró la mano, agarró la de Flora.
– No sabes cómo me alegro -dijo Elvy- de que estés aquí y no haber pasado por esto yo sola.
Flora se frotó los ojos.
– Pero ¿qué ha sido eso?
– ¿No lo sabes?
– Sí. Bueno, no.
Elvy asintió con la cabeza. Era lógico. De alguna manera era una cuestión de fe.
– Eran los espíritus -le explicó-. Las almas de los muertos han sido liberadas.
Hospital de Danderyd, 23:07
Era su mujer, ¿cómo podía tener miedo de ella? David dio un paso hacia la cama. Era el ojo, el aspecto de su único ojo.
Es imposible describir un ojo humano: todas las simulaciones realizadas con la ayuda de los ordenadores resultaban fantasmales, aceptamos las pinturas y las fotos a sabiendas de que se trata de un instante detenido. No es posible describir ni representar un ojo vivo. Sin embargo, sabemos clarísimamente cuándo no lo está.
El ojo de Eva estaba muerto. Lo cubría una finísima película gris, y, para el caso, podría haberse tratado de un muro de piedra. Ella estaba apagada, no estaba allí. David se inclinó hacia delante.
– ¿Eva…? -preguntó en voz baja.
Tuvo que agarrarse a los barrotes de acero de la cama para no retroceder cuando ella lo miró de frente…
«Algunas enfermedades provocan esa reacción en el ojo».
… y abrió la boca, pero no emitió ningún sonido, sólo un chasquido seco. David corrió hasta el lavabo, llenó de agua una taza de plástico y se la acercó. Ella se quedó mirando la taza, pero no hizo ningún movimiento para aceptarla.
– Ten, querida -dijo David-. Bebe un poco de agua.
Ella levantó la mano y le tiró la taza. El agua le cayó a Eva sobre el rostro y la taza aterrizó sobre su vientre. Ella se quedó mirándola, la cogió con una mano y la estrujó haciéndola crujir.
David clavó los ojos en el orificio que ella tenía en el pecho, en las pinzas hemostáticas que oscilaban allí, infernales decoraciones navideñas, y finalmente salió de su parálisis. Apretó el botón que había al borde de la cama y como no apareció nadie en cinco segundos, salió corriendo al pasillo y gritó:
– ¡Ayuda! ¡Ayuda!
Una enfermera acudió deprisa desde una sala en el extremo opuesto del pasillo. Antes de que ella llegara, David exclamó:
– Se ha despertado, vive… No sé qué tengo…
La sanitaria le lanzó una mirada de desconcierto antes de pasar delante de él y entrar en la habitación; se detuvo a un paso de la puerta. Eva estaba sentada en la cama, recogiendo torpemente los trozos de la taza de plástico. La mujer se llevó la mano a la boca meneando la cabeza, se volvió hacia David y dijo:
– Esto…, esto…
Él la agarró por los hombros.
– ¿Qué…? ¿Qué es lo que pasa?
La enfermera se volvió tímidamente hacia la habitación, extendió las manos y dijo:
– Esto… no puede ser…
– ¡Pues haga algo entonces!
La enfermera volvió a mover la cabeza y sin decir nada más salió corriendo hacia la recepción. Cuando llegó a la entrada, se volvió hacia donde estaba David y dijo:
– Voy a llamar a alguien que… -Y desapareció dentro del cuarto.
David se quedó un momento en el pasillo. Se dio cuenta de que estaba respirando muy deprisa y procuró tranquilizarse un poco antes de entrar otra vez en la habitación de Eva. Los pensamientos se aceleraban dentro de su cabeza.
«Un milagro… El ojo… Magnus…».
Cerró los párpados y trató de recordar la mirada de su esposa cuando le contemplaba con aquel amor tan profundo. Aquel destello, la luz viva que desprendían sus ojos. Respiró hondo, recordó aquella imagen y entró.
La rediviva había perdido el interés por la taza, que ahora estaba tirada en el suelo debajo de la cama. David se le acercó sin mirarle el pecho.
– Eva, estoy aquí.
Ella volvió la cabeza hacia él. Éste fijó la mirada justo por debajo del ojo, en la mejilla sin heridas. Alargó la mano y se la acarició con los dedos.
– Todo irá bien… Todo irá bien…
Eva levantó la mano de una forma tan repentina que él retiró la suya de forma instintiva, pero se sobrepuso y se la volvió a tender. Ella se la agarró con fuerza. El apretón frío, mecánico, le hizo daño: las uñas de Eva se le clavaron en el dorso de la mano. David apretó los dientes mientras asentía con la cabeza.
– Soy yo, David.
Le miró al ojo. Allí no había nada. Ella abrió la boca y emitió una especie de silbido:
– … aavi…
A él se le llenaron los ojos de lágrimas. Asintió.
– Sí, claro. David. Estoy aquí.
El apretón se volvió más fuerte. Sintió una punzada de dolor cuando una uña le traspasó la piel.
– … Daavi… esst… aquííí…
– Sí. Sí. Estoy aquí. Contigo.
Consiguió liberar su mano de la de ella, le dio la otra, pero de tal manera que sólo pudiera agarrarle los dedos. Un poco de sangre manaba de la mano que ella le había estrechado. Él se la limpió en la sábana y se sentó al borde de la cama.
– ¿Eva?
– Eeva…
– Sí. ¿Sabes quién soy?
Tardó un poco en contestar. Dejó de apretarle los dedos con tanta fuerza y contestó:
– Yo… ssoy… davi… da.
«Mejorará. Tiene que mejorar. Ella entiende».
David asintió, y señalando su pecho con ese gesto torpe tan propio de Tarzán, dijo:
– Yo David. Tú Eva.
– Túú… Eva.
No llegaron más lejos. Una doctora irrumpió en la habitación, pero se detuvo en seco en cuanto vio a Eva. También ella estuvo en un tris de soltar alguna expresión de incredulidad, pero la salvó un hábito adquirido: se sacó el estetoscopio del bolsillo de la bata y lo desenroscó, sin mirar siquiera a David; luego, se acercó a la cama de la enferma.
Él se echó hacia atrás para dejarle pasar; vio que la enfermera que había estado allí hacía un momento permanecía en la puerta junto a otra compañera. Esta última no tenía evidentemente ninguna tarea que hacer, estaba allí sólo como asombrada espectadora.
La doctora le puso el estetoscopio en el lado del pecho sin heridas y escuchó. Movió el estetoscopio, volvió a escuchar. Eva levantó la mano, agarró las gomas…
– ¡Eva! -gritó David-. ¡No!
… y tiró de ellas. La doctora lanzó un grito, las gomas tiraron de su cabeza hacia delante antes de que los auriculares se le desprendieran de las orejas. David hizo una mueca como si le doliera a él.
– Eva, no puedes… hacer eso.
Sintió un escalofrío. Se estaba comportando como el protector de Eva frente a la autoridad, como si temiera que fueran a castigarla de alguna manera en caso de mal comportamiento.
La médico gimió, se apretó las orejas con las manos un par de segundos, pero haciendo un esfuerzo recuperó la compostura y con calma profesional se volvió hacia las enfermeras.
– Llama a Lasse en neurología -ordenó-, y si no, a Göran.
Una de ellas dio un pasito hacia el interior de la habitación y preguntó:
– ¿Si no?
– Si Lasse no está allí -contestó la médica irritada-, entonces le pides a Göran que venga.
La enfermera asintió, dijo algo en voz baja a la otra, y ambas desaparecieron por el pasillo.
Eva separó la cabeza del estetoscopio de la goma y aquélla cayó al suelo con un tintineo. La doctora se quedó sentada mirando a Eva sin hacer ademán de recogerla. David lo hizo en su lugar. Cuando él se la entregó, pareció como si ella por primera vez fuese consciente de que había otra persona en la estancia.
– ¿Cómo se encuentra Eva? -preguntó David.
La interpelada le miró con la boca entreabierta, como si hubiera hecho una pregunta tan tonta que no tenía respuesta.
– El corazón no late -contestó la doctora-. No hay nada. Ningún latido.
David sintió una puñalada en el pecho.
– ¿Pero no tenéis que…? -balbució él-. ¿No vais a… ponerlo en marcha?
– Parece que… no lo necesita -respondió la mujer sin apartar los ojos de la paciente, que, sentada, estiraba las gomas.
Tuvieron que esperar un buen rato a Lasse. Cuando al fin llegó, el hecho de que Eva se hubiera despertado ya no era ninguna novedad.
Hospital de Danderyd, 23:46
Mahler estacionó el coche en el aparcamiento de tiempo limitado más próximo al hospital y se bajó del vehículo con dificultad. El Fiesta no estaba hecho para su metro noventa de estatura y sus ciento cuarenta kilos de peso. Sacó primero las piernas y luego el cuerpo. Se quedó al lado del automóvil y se dio un poco de aire en el pecho con la camisa, donde ya habían empezado a aparecer círculos oscuros en las axilas.
El edificio del enorme hospital se alzaba ante él expectante. La única señal de actividad era la suave succión del aire acondicionado, la respiración asistida del inmueble, su manera de decir:
– Estoy vivo, aunque no lo parezca.
Se echó la bolsa al hombro y fue hacia la entrada. Miró el reloj. Las 23:45.
El espejo de agua poco profundo, situado cerca de la puerta giratoria, reflejaba el cielo nocturno, convirtiéndolo en un mapa de estrellas, y junto a él, como si fuera su vigilante, estaba Ludde fumando. Cuando vio a Mahler, levantó la mano a modo de saludo y tiró la colilla al agua, donde entró con un silbido.
– Hola, Gustav. ¿Qué tal?
– Bueno… Sudando.
Ludde tenía cuarenta años, pero parecía algo más joven, de una manera enfermiza. Cualquiera le habría tomado por un paciente de no ser por la camisa azul con la tarjeta identificativa, que dejaba claro que se llamaba Ludvig. Tenía los labios finos y pálidos, la piel tirante de una forma poco natural, como si se hubiera sometido a una operación de cirugía plástica o hubiera estado en un túnel de viento, y los ojos inquietos.
Entraron por la puerta normal, ya que la giratoria estaba cerrada por la noche. Ludde miraba todo el tiempo a su alrededor, pero su cautela era innecesaria: el edificio parecía desierto.
Cuando cruzaron la entrada y se adentraron por los pasillos, Ludde se relajó y le preguntó:
– ¿Has traído…?
El recién llegado metió la mano en el bolsillo del pantalón, y la dejó allí.
– Ludde, tendrás que disculparme, pero todo eso parece…
El aludido se paró y le miró ofendido.
– ¿Te he engañado alguna vez? ¿Eh? ¿Te he dicho alguna vez que tenía algo y luego no era nada? ¿Eh?
– Sí.
– Te refieres a lo de Björn Borg. Sí. Sí. Pero tenía un parecido de la hostia, reconócelo. De acuerdo, de acuerdo. Pero esto… bueno, bueno. Quédate con la pasta entonces, cascarrabias de los cojones.
Ludde, cabreado, echó a andar por el pasillo, y a Mahler le costó seguirle el paso. En silencio tomaron un ascensor de bajada y luego recorrieron un pasillo largo y ligeramente empinado con una puerta de hierro al fondo. El confidente ocultó aposta el teclado cuando pasó su tarjeta y marcó la clave. Se oyó el chasquido de la puerta.
Mahler sacó el pañuelo y se secó la frente. Allí abajo hacía más fresco, pero la caminata le había dejado agotado. Se apoyó contra la pared de cemento pintada de verde y agradablemente fresca bajo su mano.
Ludde abrió la puerta de hierro. El periodista pudo oír a lo lejos, a través de las paredes, gritos y ruidos de metales. La primera y única vez que había estado allí antes todo estaba silencioso como… una tumba. Ludde lo miró con una sonrisa burlona que venía a decir «qué te dije». Mahler asintió, le entregó los billetes arrugados y Ludde se ablandó, le hizo un gesto invitándole a que cruzara la puerta abierta.
– Adelante. La primicia te está esperando. -Echó una rápida ojeada a la parte baja del pasillo-. Los otros entran por el otro lado, así que puedes estar tranquilo.
El reportero se guardó el pañuelo en un bolsillo.
– ¿No vienes conmigo?
El confidente sonrió con malicia.
– ¿Tú sabes la cantidad de trabajo que me va a caer encima si bajo? -Le indicó por señas que debía doblar la esquina-. Basta con descender un piso en el ascensor.
Mahler sintió un profundo malestar cuando la puerta se cerró tras él. Se dirigió al ascensor y dudó antes de pulsar el botón para llamarlo. Se había vuelto miedoso con los años. Aún se oían gritos y ruido de metales allá abajo, y se quedó quieto, intentando que su corazón se tranquilizara.
Le inquietaba menos la perspectiva de ver a los muertos dando vueltas por ahí que el hecho de no tener derecho alguno a estar allí. Cuando era joven pasaba de esas cosas. «Hay que informar de lo que está pasando», habría pensado entonces, y se habría lanzado al combate.
Pero ahora…
«¿Y tú quién eres? ¿Qué haces aquí?».
Estaba oxidado y demasiado inseguro para poder aparentar la autoridad necesaria en tales situaciones. No obstante, apretó el botón.
«Debo ver lo que pasa».
El ascensor se puso en movimiento con un ruido sordo, él se mordió el labio y se apartó de la puerta. Lo cierto era que tenía miedo. Había visto demasiadas películas donde llegaba el ascensor y dentro había alguien. Pero llegó, y a través del estrecho cristal de la puerta pudo comprobar que estaba vacío. Entró y pulsó el botón del último piso del sótano.
Cuando el ascensor empezó a bajar, él intentó no pensar en nada, sólo registrar los hechos como una cámara cuya película se revelara luego con palabras.
El ascensor arranca con una sacudida. Oigo gritos a través de las gruesas paredes de cemento. La planta del depósito de cadáveres aparece a través del cristal que hay en la puerta.
Nada.
Un tramo del pasillo, una pared y nada más. Empujó la puerta del ascensor.
Notó el frío. La temperatura de ese corredor estaba varios grados por debajo de la del resto del edificio. El sudor que le cubría el cuerpo se convirtió en una película helada, sintió un escalofrío. La puerta se cerró a sus espaldas.
Justo a la derecha estaba abierta la puerta de acceso a una de las salas del depósito y fuera, en el suelo, había dos personas sentadas, abrazándose cabizbajas.
«¿Qué hacen?».
El estrépito de una plancha metálica en la sala de autopsias que había a la derecha hizo que una de ellas levantara la cabeza, y Mahler comprobó entonces que se trataba de una enfermera joven. Tenía el rostro desencajado.
Sujetaba entre sus brazos a una mujer muy vieja; tenía cuatro canas como una nube alrededor de la cabeza, el cuerpo como un tonel y las piernas como palillos, que se agitaban en el suelo tratando de encontrar apoyo para levantarse. Estaba desnuda, salvo la sábana anudada alrededor del cuello que le cubría un lado del cuerpo. Debía de ser la madre o la abuela de alguien, quizá la bisabuela.
Su rostro se reducía a dos pómulos prominentes bajo una piel pálida, y los ojos eran dos ventanas abiertas al vacío infinito. Eran de un azul transparente, como cubiertos por una película de mucosidad, blanca y de consistencia gelatinosa, y no expresaban el más mínimo sentimiento.
De sus labios hundidos, privada la boca de su dentadura, salía sólo un tono lastimero:
– Aaaasssaaaa… aassaaa…
Y Mahler supo, con intuición inmediata, cuál era su deseo. Lo mismo que todos.
«Quiere ir a casa».
La enfermera se percató de la presencia de Mahler.
– ¿Puede hacerse cargo de ella? -le pidió con una súplica en la mirada, e hizo un gesto con la cabeza señalando a la mujer. Al ver que Mahler no contestaba, añadió-: Estoy congelada…
Él se agachó y puso la mano en el pie de la anciana. Estaba congelado, entumecido, era como poner la mano en una naranja recién sacada del congelador. El roce hizo que el lamento de la mujer cobrara intensidad…
– ¡Aaaasssaaa!
… y Mahler se levantó dando un bufido mientras la enfermera le gritaba:
– ¡Écheme una mano! ¡Por favor!
No podía. Ahora no. Debía ver qué estaba pasando. Algo avergonzado, se dirigió dando traspiés hacia la sala de autopsias, como el fotógrafo que hacía fotos a las víctimas del hambre, regresaba a la habitación del hotel y se tomaba un trago para acallar la conciencia.
«Las fotos… La cámara…».
Mientras avanzaba hacia la sala grande e iluminada, abrió la bolsa. Había sábanas blancas tiradas por el suelo del pasillo.
Más tarde le costaría poner orden en la escena que apareció ante sus ojos. Tuvo la impresión de que la lucha entre los vivos y los muertos debería haberse rodado en el interior de alguna cueva a media luz, con una iluminación goyesca.
Pero todo estaba dispuesto e iluminado con clínica asepsia. Los grandes tubos fluorescentes del techo proyectaban su luz sobre el acero inoxidable de las superficies de trabajo y sobre las personas que se movían dentro de la sala.
Se veía piel desnuda por doquier, pues casi todos los muertos habían conseguido liberarse de su mortaja y las sábanas estaban tiradas por todas partes. Parecía una fiesta de togas que había degenerado en orgía.
Habría allí entre vivos y muertos unas treinta personas. Médicos, enfermeras y el personal del depósito de cadáveres con batas blancas, verdes y azules se afanaban en sujetar los cuerpos desnudos. Todos eran viejos o muy viejos, muchos tenían grandes costurones desde el diafragma hasta el cuello: eran las cicatrices de las autopsias.
Los muertos no eran violentos, pero forcejeaban, pues querían salir de allí. Vio caras llenas de arrugas, cuerpos de proporciones morbosas, viejas agitando dedos atrofiados como garras de aves, ancianos que alzaban los puños al aire y cuerpos braceando para soltarse, pero los agarraban, los sujetaban.
Y el ruido, el ruido.
Se oían tales gemidos y alaridos que parecía que hubieran encerrado en una sala a un equipo de fútbol formado por recién nacidos para que pudieran gritar allí su terror y su espanto ante el mundo adonde habían llegado. Al que habían regresado.
Los médicos y las enfermeras trataban todo el tiempo de expresarse con palabras tranquilizadoras…
– Así, tranquilos, todo va a ir bien, todo está bien, tranquilos.
… pero sus miradas eran de pánico. Algunos se habían dado por vencidos. Una enfermera se acurrucaba en un rincón con la cara entre las manos y el cuerpo tembloroso. Había un doctor junto a una pila, lavándose tranquila y meticulosamente las manos, como si estuviera en el cuarto de baño de su casa. Cuando terminó, sacó un peine del bolsillo superior de la bata y empezó a peinarse.
«¿Dónde están todos?».
¿Por qué no hay más… gente viva aquí? ¿Dónde estaban los refuerzos de emergencia, la sociedad, todo eso que, pese a todo, funcionaba tan bien en esta Suecia del año 2002?
El periodista había estado una vez allí antes. Por eso sabía que la mayor parte de los muertos se hallaban en las cámaras del piso de abajo. Los allí presentes sólo eran una mínima parte. Se adentró un paso en una sala y buscó la cámara fotográfica.
En ese momento se soltó un hombre, uno de los pocos a quienes el proceso de la muerte no le había descompuesto la carne. Era fuerte y grande, sus manos parecían haber manejado bloques de piedra, quizá un obrero de la construcción jubilado y muerto de forma prematura. Con las piernas blancas y llenas de manchas, se movía hacia la salida a saltitos, como si caminara con zancos hechos con trozos de abedul.
– ¡Cógelo! -gritó el médico al que se le había escapado, y Mahler no lo pensó, obedeció la orden sin más y se colocó con toda su masa corporal como dique de contención en el vano de la puerta. El hombre se dirigía hacia él y sus miradas se encontraron. Tenía los ojos castaños y acuosos, fue como mirar dentro de una laguna cenagosa donde nada se movía. No había respuesta.
Mahler deslizó la vista hacia el cuello y observó la pequeña cicatriz situada encima de la clavícula, donde le habían inyectado formol, y por primera vez en esta sala del espanto sintió… miedo. Miedo al roce, al contagio, a que le agarraran aquellos dedos. Le habría gustado poder enseñar su carné de prensa y gritar: «¡Soy periodista! ¡No tengo nada que ver con esto!».
Apretó los dientes. No podía salir de allí corriendo sin más.
Pero cuando el hombre se le echó encima, fue incapaz de sujetarlo. En vez de eso le propinó un empujón para quitárselo de encima…
«¡Ni se te ocurra tocarme!».
… y el sujeto perdió el equilibrio, se tambaleó hacia un lado y cayó sobre el médico, que había empezado a lavarse las manos otra vez. Éste alzó la mirada, indignado, como alguien que hubiera sido interrumpido en medio de una tarea importante.
– ¡De uno en uno! -chilló, y apartó al hombre contra la pared.
Una especie de alarma se puso en marcha cerca de allí. Mahler creyó conocer la melodía, pero no le dio tiempo a pensar en ello porque en ese momento llegaron los refuerzos. Tres doctores y cuatro celadores con batas verdes se abrieron paso delante de él. Se detuvieron un momento, exclamando:
– ¡Santo Cielo! ¿Pero qué demonios…?
Dijeron otras cosas por el estilo, pero, sobreponiéndose al pavor, entraron corriendo en la sala para hacer frente a la situación.
Mahler le puso la mano en el hombro a uno de los médicos y éste se volvió hacia él con un gesto agresivo, como si pensara darle un puñetazo.
– ¿Qué hacéis con ellos? -le preguntó Mahler-. ¿Adónde los lleváis?
– ¿Y tú quién cojones eres? -Y el golpe parecía estar cada vez más cerca-. ¿Qué haces aquí?
– Me llamo Gustav Mahler y soy del…
El doctor se echó a reír, con una risa aguda e histérica.
– Si traes también a Beethoven y a Schubert, diles que nos echen una mano -exclamó, y dicho esto, cogió al hombre al que Mahler había empujado, lo sujetó y se dirigió a toda la sala-: ¡Hacia los ascensores en grupos reducidos! ¡Los llevaremos a Infecciosos!
El periodista retrocedió. La señal de alarma seguía sonando incansable.
Al darse la vuelta vio que también había recibido ayuda la enfermera que estaba en el suelo. Se levantó con las rodillas temblorosas, dejó a un vigilante al cargo de la anciana. Al ver a Mahler torció el gesto.
– Qué cabrón -le espetó, y volvió a desplomarse de nuevo a unos metros del cadáver. El periodista dio un paso hacia ella, pero decidió que era mejor dejar las cosas como estaban. No tenía ninguna necesidad de volver a oír lo cobarde que era.
«La alarma, la alarma».
La melodía que se oía era la de Eine Kleine Nachtmusic, y Mahler empezó a tararearla. Una melodía agradable en medio de aquel caos. La misma que la de su móvil. Y la misma que tenía…
Rebuscó el teléfono dentro de la bolsa, se quedó mirando el ridículo y diminuto auricular mientras seguía sonando la alegre melodía. Le dio la risa. Se alejó un poco por el pasillo con el móvil en la mano y se apoyó en la pared al lado de un letrero en el que ponía: «Apaguen sus teléfonos móviles». Aún se estaba riendo cuando contestó:
– Sí, soy Mahler.
– Hola, soy Benke. Oye, ¿qué está pasando ahí?
Gustav miró hacia la sala de autopsias, a los cuerpos que se movían por allí en un revoloteo de colores. Verde, azul, blanco.
– Pues, sí. Es verdad. Se han despertado.
Benke resopló en el auricular. Mahler creyó que iba a decir algo chistoso, y pensó acercar el teléfono hacia la sala de autopsias para que Benke pudiera oírlo, pero éste no hizo ninguna broma. En vez de eso, dijo pausadamente:
– Por lo visto está sucediendo… en varios sitios por toda la zona de Estocolmo.
– ¿Que se despiertan?
– Sí.
Permanecieron un momento en silencio. Mahler vio ante sí cómo se desarrollaba la misma escena en varios lugares. ¿De cuántos muertos estarían hablando? ¿200? ¿500? Se quedó de repente helado, rígido.
– ¿Y en los cementerios? -inquirió.
– ¿Qué?
– Los cementerios. Los enterrados.
– ¡Dios mío…! -musitó Benke con tono casi inaudible, y añadió-: No sé… No sé… No hemos recibido ninguna… -Se interrumpió-. ¿Gustav?
– ¿Sí?
– Esto es una broma, ¿no? Me estás tomando el pelo. Eres tú quien ha…
Mahler orientó el móvil hacia la sala de autopsias, miró con los ojos en blanco durante un par de segundos, después se volvió a poner el teléfono en la oreja. Benke estaba hablando solo.
– … esto es absurdo. ¿Cómo puede suceder…? Aquí, en Suecia…
Mahler lo interrumpió.
– Benke. Tengo que irme.
El redactor de noche se impuso al hombre incrédulo, y Benke preguntó:
– Estarás haciendo fotos, ¿no?
– Sí, sí.
Mahler se guardó el móvil. El corazón le latía desbocado.
«Elias no fue incinerado, Elias fue enterrado, Elias fue enterrado, Elias, Elias yace en el cementerio de Råcksta, Elias…».
Extrajo la cámara de la bolsa y sacó unas fotos a toda prisa. La situación se había estabilizado y parecía bajo control. Aquí. Por el momento. Se fijó en él uno de los celadores que sujetaba a un señor mayor, que no cesaba de mover la cabeza de arriba abajo como si quisiera decir: «¡Sí, sí, estoy vivo, estoy vivo!», y le gritó:
– ¡Oye, tú! ¿Qué haces?
El periodista hizo un gesto evasivo…
«No tengo tiempo».
… y salió retrocediendo de la sala. Se dio la vuelta y echó a correr hacia las escaleras.
Fuera del tanatorio había un hombre viejísimo, delgado como un palillo, hurgando con los dedos en la tirilla de su mortaja. Una de las mangas de quita y pon se le había caído y el tipo estaba boquiabierto; parecía preguntarse cómo se había puesto aquella prenda tan elegante y qué iba a hacer ahora que la había roto.
Había varios coches de la policía aparcados fuera de la entrada del hospital, y Mahler murmuró:
– ¿Policías? ¿Qué van a hacer? ¿Arrestarlos?
El sudor le chorreaba por todo el cuerpo cuando llegó hasta su vehículo. La cerradura del lado del conductor estaba estropeada y había que empujar con el cuerpo para que se abriera. Cuando lo hizo, la manija se le deslizó entre los dedos y bajo sus pies el asfalto dio un giro de noventa grados, Mahler sintió un golpe en los hombros y en la nuca.
Quedó tendido cuan largo era al lado de su coche, mirando a las estrellas. El estómago subía y bajaba como un fuelle al ritmo de sus profundos resuellos. Oyó el ruido de las sirenas a lo lejos, una buena melodía para un reportero en condiciones normales, pero él ya no podía más.
Las estrellas titilaban encima de él; su respiración se fue sosegando.
Gustav concentró la vista en un punto lejano más allá de las estrellas.
– ¿Dónde estás, mi querido niño? ¿Estás allí… o aquí?
Pasados unos minutos volvió a sentirse con fuerzas. Se levantó, entró en el vehículo, arrancó y se alejó del aparcamiento del hospital, conduciendo en dirección a Råcksta. Le temblaban las manos por el agotamiento. O ante la expectativa.
Täby Kyrkby, 23:20
Elvy preparó la cama a su nieta en la habitación de Tore. El persistente olor a hospital causado por los antisépticos se mezclaba desde hacía tres semanas con el de los productos de limpieza. No quedaba ni rastro del propio Tore. Ya al día siguiente de su muerte, Elvy había tirado a la basura el colchón, las almohadas y toda la ropa de cama, y había comprado un juego nuevo.
Cuando Flora la visitó al día siguiente, a la abuela le había sorprendido que la chica no tuviera ningún reparo en pasar la noche en el dormitorio donde acababa de morir su abuelo, sobre todo pensando en su sensibilidad.
– Yo lo conocía. Él no me da miedo -se limitó a decir Flora, y el tema quedó zanjado.
La chica entró y se sentó en el borde de la cama. Elvy se quedó mirándole la camiseta de Marylin Manson, que le llegaba por las rodillas, y le preguntó:
– ¿Tienes otra ropa para mañana?
Flora sonrió.
– Claro. Yo también tengo mis límites.
– No es que a mí me importe, pero… -dijo Elvy mientras ahuecaba las almohadas.
– Las viejas -la interrumpió Flora.
– Sí. Las viejas. -Elvy frunció el entrecejo-. Bueno, la verdad es que a mí también me parece que…
Flora puso su mano sobre las de la anciana y la interrumpió.
– Abuela, ya te lo he dicho. Yo también pienso que debe asistirse bien vestido a un entierro. -Hizo una mueca-. A las bodas en cambio…
Elvy se echó a reír.
– El día menos pensado estarás tú ante al altar -le dijo, y añadió-: Puede que sí, o puede que no.
– Seguramente, nunca -replicó la chica, y se dejó caer hacia atrás en la cama con los brazos extendidos. Se quedó mirando al techo, abriendo y cerrando las manos como si estuviera cogiendo pelotas invisibles que cayeran del cielo. Cuando había cogido diez, le preguntó:
– ¿Qué pasa cuando uno muere? ¿Qué pasa cuando uno muere?
Elvy no sabía si la pregunta iba dirigida a ella, pero de todos modos la respondió:
– Uno llega a algún otro sitio.
– ¿A algún sitio? ¿Adónde? ¿Al cielo?
La anciana se sentó en la cama al lado de su nieta; alisó la sábana que ya estaba estirada.
– No lo sé -reconoció-. El cielo sólo es un nombre que le hemos dado a eso que nos resulta totalmente desconocido. No es más que… algún otro sitio.
Flora no respondió, siguió recogiendo unas cuantas pelotas más. De repente se sentó, y pegándose casi a Elvy, le preguntó:
– ¿Qué ha sido lo de antes? ¿Lo que pasó en el jardín?
Elvy permaneció un rato en silencio. Cuando empezó a hablar, lo hizo en voz baja e insegura.
– Sé que no compartes mis creencias -dijo ella-, pero intenta verlo de esta manera: vamos a olvidarnos de Dios, de la Biblia y de todo eso, y vamos a concentrarnos en el alma, en que la persona tiene un alma. Estarás de acuerdo conmigo, ¿no?
– No sé -dijo Flora-. Yo creo que nos morimos y nos queman, y que entonces ya no queda nada.
La mujer asintió.
– Sí, claro, pero yo lo he razonado de esta manera. Una persona vive una vida, acumula pensamientos, experiencias, afectos, y cuando llega a los ochenta años y aún tiene agilidad intelectual, el cuerpo empieza poco a poco a desmoronarse. Esa persona interiormente sigue siendo la misma persona, sigue viviendo y pensando plenamente mientras su cuerpo se debilita, se consume,,y la persona permanece allí dentro hasta el último momento, gritando: «No, no, no…», y luego se acaba todo.
– Sí -concedió Flora-. Así es.
La anciana se acaloró, tomó la mano de Flora, se la llevó a los labios y la besó suavemente.
– Pero a mí -prosiguió ella-, a mí eso me parece completamente absurdo. Siempre me lo ha parecido. Para mí… -Elvy se levantó de la cama agitando las manos-… es absolutamente indiscutible que las personas tenemos un alma. Tenemos que tenerla. Que todo lo que somos, que nuestra conciencia, que puede abarcar en un segundo todo el universo, dependa de una cosa así… -Elvy hizo con la mano un movimiento envolvente alrededor de su cuerpo-… de un montón de carne como éste para existir… No, no, no. ¡No puedo estar de acuerdo con eso!
– ¿Abuela? ¿Abuela?
Elvy, que por un momento había tenido la mirada perdida en la lejanía, la volvió hacia su nieta. Se sentó otra vez en la cama y colocó las manos sobre las rodillas.
– Perdón -le dijo-, pero esta noche he tenido la prueba definitiva de que es como yo digo. -Y lanzándole una mirada a Flora, casi avergonzada, añadió-: Creo yo.
Tras dar las buenas noches a su nieta y cerrar la puerta de la habitación, Elvy anduvo dando vueltas de un lado para otro de la casa. Intentó sentarse en el sillón, cogió la obra de Grimberg, leyó unas cuantas líneas y volvió a dejar el libro.
Ése había sido uno de los proyectos que se había prometido acometer en cuanto Tore hubiera muerto: leer Historia de Suecia, de Carl Grimberg [4], antes de que a ella misma le llegara su hora. Había empezado bien, andaba ya por la mitad de la segunda parte, pero esta noche no iba a avanzar en la lectura. Estaba demasiado inquieta.
Eran más de las doce. Debería acostarse. Era cierto que ya no necesitaba tantas horas de sueño, pero se despertaba casi todas las noches alrededor de las cuatro y se veía obligada a permanecer sentada en el retrete un par de horas mientras el pis salía gota a gota.
«Tore, Tore, Tore…».
Elvy había bajado por la mañana a la funeraria con el traje nuevo de Tore para el entierro, que tendría lugar dos días más tarde. ¿Estaría ahora él en la cámara de la iglesia, vestido y listo para su última gran celebración? Le habían preguntado si quería vestirlo ella misma, pero había declinado el ofrecimiento de buen grado. Ya había cumplido con su obligación.
Habían pasado ya diez años desde que empezó a untarle la mantequilla en los bocadillos. Hacía siete años que empezó a ayudarle a comerlos. Los tres últimos años él no había podido ingerir más que papillas y cremas, necesitaba gotas para seguir… sí, viviendo. Si eso merecía el nombre de vida.
Sujeto a una silla de ruedas, Tore no podía hablar ni probablemente pensar. Sólo en contadas ocasiones, cuando ella le decía algo, aparecía en sus ojos, de repente, un asomo de comprensión, que desaparecía igual de rápido.
Ella se había ocupado de darle de comer, cambiarle los pañales y la bolsa de la orina, y lavarle. Sólo había pedido ayuda para acostarlo por las noches y para levantarlo por las mañanas, para que pasara otro día más sentado en la silla de ruedas con la mirada perdida.
En la salud y en la enfermedad hasta que la muerte nos separe. Ella había cumplido su promesa sin alegría y sin amor, pero también sin quejas ni dudas, pues así estaba escrito.
En el cuarto de baño se quitó la dentadura, la cepilló con cuidado, la puso en un vaso y la dejó allí. No entendía que la gente la pusiera al lado de la cama, como un recuerdo lastimero del paso del tiempo. Las gafas, sí. Por la seguridad que le proporcionaba tenerlas a mano si pasara algo, pero ¿la prótesis dental? Como si de repente pudiera aparecer algo a lo que hincarle el diente.
Entró en su habitación, se desvistió y se puso el camisón. Dobló la ropa con esmero y la colocó encima del escritorio. Se detuvo a mirar las fotografías que había sobre el mueble. Su foto de boda.
«Vaya par de tortolitos».
La imagen era originalmente en blanco y negro y posteriormente coloreada a mano en tonos aún más claros. Tore y ella parecían como una ilustración sacada de algún libro de cuentos. El rey y la reina, o casi, «y vivieron felices hasta el fin de sus días». Tore con el frac y ella vestida de blanco con un ramo de flores de colores junto al pecho. Ambos miraban al futuro con unos ojos azules claros algo fantasmales. (Tore ni siquiera tenía los ojos azules, el pintor se había equivocado, pero no pensaron nunca en cambiarlo).
Suspiró mientras acariciaba la foto con el dedo.
– Así pueden ir las cosas -dijo sin referirse a nada en concreto.
Encendió la luz de la mesilla, estaba pensando si no sería mejor leer un poco a Grimberg antes de dormirse, pero antes de que pudiera decidirse, oyó algo en la puerta. Escuchó con atención. Se oyó de nuevo el ruido. Un… rozamiento.
«¿Qué demonios…?».
El reloj de la mesilla marcaba las 00:20. Se repitieron los roces. Probablemente sería algún animal, quizá un perro, pero ¿por qué venía a su casa? Esperó un momento, pero los roces continuaban. No era normal que los perros anduvieran corriendo sueltos por ahí. En invierno solía andar rondando por la urbanización algún que otro corzo, pero nunca se acercaban a la puerta ni pretendían hacerle una visita.
Se puso la bata y fue hasta la puerta, donde aguzó el oído. No estaba segura, pero no era un gato. En parte porque los restregones eran demasiado fuertes, y en parte porque parecían producirse a la altura del pecho. Elvy se inclinó sobre el marco de la puerta y susurró:
– ¿Quién es?
Los roces cesaron. En su lugar se oyó ahora un gemido sordo.
«Debe de ser alguien que está herido o algo así».
Sin pensárselo dos veces abrió la puerta.
Él llevaba puesto el traje nuevo, pero no le quedaba bien. Durante la enfermedad había adelgazado más de veinte kilos y el traje de gabardina le caía suelto sobre los hombros enjutos cuando apareció allí, en el rellano de las escaleras, con los brazos inertes pegados al cuerpo. Elvy retrocedió un par de pasos, hasta que sus pies tropezaron con el zapatero y a punto estuvo de perder el equilibrio, pero se agarró al perchero y se enderezó.
Tore estaba inmóvil, mirándose los pies. Elvy también los miró. Llevaba los pies descalzos, blancos, y las uñas sin cortar.
Ella se quedó mirándole fijamente a los pies y pensó: «Me han engañado, qué frescos. No le han cortado las uñas».
Porque no fue terror ni pánico lo que Elvy sintió entonces al ver aparecer a su marido, muerto tres años después de que celebraran sus bodas de rubí. No. Sólo sorpresa y… cansancio. Por eso avanzó hacia él y le preguntó:
– ¿Qué haces aquí?
Él no contestó, pero levantó la cabeza. Sus ojos seguían allí, pero con la mirada vacía. Ella estaba acostumbrada, había vivido con aquella mirada inexpresiva durante tres años. Sólo que ahora parecía aún más apagada, más inerte.
«No es Tore. Es un muñeco».
El espantajo dio unos pasos hacia delante y entró en la casa. Elvy fue incapaz de hacer nada para impedírselo. No estaba asustada, pero no tenía ni idea de qué iba a hacer.
Era Tore, eso era innegable, pero ¿cómo era posible algo así? Ella misma había comprobado que no tenía pulso, ella misma le había colocado su espejo de bolsillo delante de la boca y había comprobado que ya no respiraba. Se lo había oído decir al personal de la ambulancia, tenía papeles que certificaban que su esposo estaba muerto, sin vida, fallecido.
«La resurrección de la carne…».
Tore pasó por delante de ella y continuó hacia el interior de la casa. Un hedor frío a hospital alcanzó la nariz de Elvy; ascaridol, almidón y un olor más dulce, afrutado, de fondo, pero enseguida se acostumbró, le cogió del brazo y le preguntó en voz baja:
– ¿Qué haces?
Él no le prestó atención y siguió avanzando a trompicones como si cada paso le supusiera un esfuerzo, encaminándose hacia la otra habitación. Su habitación.
Entonces fue cuando ella cayó en la cuenta de que era la primera vez que le veía andar desde hacía siete años. Rígido, como si aún no se hubiera acostumbrado a su cuerpo recién recuperado, pero andar, ya lo creo que andaba. Iba derecho hacia la habitación en la que estaba durmiendo Flora.
Elvy se volvió, le agarró de los hombros por detrás y le susurró con un tono más alto:
– ¡Flora está durmiendo! ¡No la molestes!
Tore se detuvo. El frío de su cuerpo se colaba a través del tejido y Elvy lo sintió en las manos. Tras permanecer así unos segundos, asomó a la cabeza de ella un recuerdo: las veces que él había vuelto a casa borracho cuando Margareta era pequeña. La niña durmiendo en su cama, Elvy haciendo guardia en la puerta para impedir que Tore entrara tambaleándose en la habitación de Margareta a balbucir sus muestras de cariño sobre la aterrorizada niña.
«¡Está dormida! ¡No la molestes!».
La mayoría de las veces había conseguido evitarlo, pero no siempre.
El difunto se volvió. Ella intentó atraer su mirada, clavarle los ojos y ponerlo en su sitio como había hecho cuarenta años atrás. Hacer que se detuviera, que se atuviera a razones, pero fue como tratar de poner una chincheta en una bola de bolera; su mirada resbalaba, no podía alcanzarlo y fue entonces cuando se asustó.
Aunque tenía las mejillas hundidas, los labios caídos y había perdido veinte kilos, seguía siendo bastante más fuerte que ella. Y en sus ojos no había ningún sentimiento, ningún atisbo de memoria. La anciana no pudo seguir mirándolos, se dio por vencida y perdió.
Tore se volvió y continuó hacia la habitación. Elvy trató de sujetarlo de nuevo, pero al mismo tiempo que a ella se le escurrían de las manos los hombros de Tore, se abrió la puerta de la habitación y apareció Flora.
– Abuela, ¿qué…?
Entonces vio al muerto. Se le escapó un lamento y se hizo inmediatamente a un lado para no toparse con su imperturbable determinación. Él, sin advertir siquiera su presencia, entró en el dormitorio al tiempo que la muchacha se tropezó con el sofá, se cayó y, a gatas, se dirigió hacia la puerta del balcón, donde se dejó caer en el suelo con los ojos de par en par y empezó a chillar.
Elvy corrió hasta ella, la abrazó y le acarició el pelo y las mejillas.
– Chissst… chissst… No hay peligro… chissst.
Flora dejó de gritar. Elvy pudo sentir bajo sus manos cómo se le tensaba la mandíbula. La chica comenzó a temblar y buscó refugio en el regazo de su abuela sin poder tranquilizarse, con la mirada puesta en el dormitorio, donde Tore se dirigía a su escritorio y tomaba asiento como si acabara de llegar a casa después del trabajo y tuviera aún algo pendiente antes de acostarse.
Ellas le vieron mover los brazos y oyeron el ruido suave del roce de los papeles. Incapaces de hacer algo, siguieron acurrucadas un buen rato, hasta que Flora se soltó de los brazos de Elvy y se irguió, sentada aún en el suelo.
– ¿Qué tal, hija? -susurró Elvy bajito, para que Tore no la oyera.
Flora abría y cerraba la boca, haciendo gestos entrecortados hacia la mesa del sofá y hacia el dormitorio. Elvy observó esos gestos y comprendió a qué se refería. En la mesa auxiliar estaba la funda del videojuego de Flora, Resident Evil. Flora dijo algo entre dientes y Elvy se acercó a ella.
– ¿Qué has dicho?
La voz de la nieta apenas era un susurro, sin embargo Elvy pudo entender lo que dijo.
– Esto… esto es absurdo.
La anciana asintió. Sí. Absurdo. Lo que es imposible es absurdo. Pero ahí estaba. Elvy se levantó. Flora la agarró por el dobladillo de la bata.
– Silencio -susurró la mujer-. Sólo voy a ver qué está haciendo.
Se deslizó hacia el dormitorio. ¿Por qué hablaban en voz baja, por qué se movía ella con tanto sigilo, si aquello era tan absurdo? Porque lo imposible estaba presente en el límite de nuestra existencia. El más mínimo movimiento equivocado, la más mínima perturbación, y se caía uno por el precipicio o se alzaba dando aullidos. Nunca se sabía. Había que andar con cuidado, tenerlo en cuenta.
Elvy se apoyó en el marco de la puerta, pero sólo veía la espalda de Tore, su codo aparecía y desaparecía. Ella entró en la habitación, moviéndose sigilosamente cerca de la pared para verlo desde otro ángulo.
«¿Está buscando algo?».
Los fantasmas volvían para arreglar algo. El olor afrutado se había vuelto más intenso. Elvy apoyó las puntas de los dedos en la pared para mantener el contacto con la realidad.
Las manos blancas y rígidas del difunto se movían encima del escritorio, sobre los papeles con las letras de los salmos fotocopiados para cantarlos en el entierro, el papel para escribir cartas, el periódico Expressen que Flora había traído. Tore levantó un papel a la altura de los ojos, empezó a mover la cabeza hacia un lado y hacia otro como si estuviera leyendo…
«Sólo un día, un instante tras otro».
… después lo dejó en la mesa, cogió otro con el mismo contenido y lo leyó con igual interés.
– ¿Tore?
Elvy se estremeció ante el sonido de su propia voz. No había pensado decir nada, pero el nombre le salió solo. Tore no reaccionó y Elvy respiró con alivio: no deseaba en absoluto que él se volviera, hiciera algo o…
«Dios me libre».
… dijera algo.
Ella salió con sigilo de la estancia apoyándose en la pared, cerró la puerta con cuidado, y se puso a escuchar. Seguía oyéndose el roce de los papeles. Acercó el sillón a la puerta, puso el respaldo bajo el tirador y colocó un par de libros entre éste y el respaldo de la butaca para bloquear la puerta.
Flora seguía sentada en el suelo en la misma posición que la había dejado. La resurrección de su esposo no le cabía en la cabeza a Elvy, realmente era algo impensable, pero estaba preocupada por Flora. Aquello era demasiado para una criatura tan sensible.
Elvy se sentó a su lado, y se sintió aliviada cuando la chica le preguntó:
– ¿Qué hace?
Porque eso significaba que no se había cerrado totalmente, que mostraba interés, y Elvy tenía una respuesta a esa pregunta:
– Creo que hace como que está vivo.
Flora asintió fugazmente, como si aquélla fuera justo la respuesta que ella se había esperado. La anciana no sabía qué hacer. Lo mejor habría sido, evidentemente, que Flora no estuviera allí, pero no había manera de que la chica se marchara de casa a aquellas horas. Los autobuses ya habrían terminado el servicio y Margareta y Göran se hallaban en Londres.
De todos modos no habría podido llamar a su hija, pues aunque Margareta era una persona mejor adaptada socialmente que Flora y Elvy, era una histérica cuando perdía los nervios. Margareta vendría y se encargaría de todo. Margareta hablaría todo el tiempo con aquella voz chillona y empezaría a arañarse la cara si el más mínimo detalle no salía como ella había pensado.
«Maldito Tore».
Sí. Mientras estaba allí sentada dándole vueltas al problema, empezó a crecer en su interior un resentimiento enorme contra el difunto, pues él había creado el problema. ¿Acaso no había hecho ella ya bastante? ¿Acaso no había hecho cuanto estuvo en sus…?
«Espera un poco».
Se le ocurrió una cosa y sonrió a pesar de todo. Evidentemente no era más que una sutileza teológica, pero ¿no se decía «en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte nos separe»? Miró hacia la puerta cerrada. La muerte los había separado. Él estaba muerto. Por lo tanto, ya no era responsabilidad suya. Ella no le había prometido al sacerdote que los casó cuarenta y tres años antes asumir ningún compromiso después de la muerte.
Flora emitió un sonido.
– Perdona, ¿qué has dicho? -le preguntó Elvy.
Su nieta la miró directamente a los ojos y dijo:
– Uuuuh.
Un rayo de miedo atravesó a Elvy. Ya estaba. No había protegido a su nieta y ésta se había vuelto loca. Acercó sus manos a la cara de Flora, le acarició las mejillas.
– Perdón, perdón -se disculpó-. Voy a llamar a un taxi. ¿Vale? Llamo a un taxi y… tú y yo nos largamos de aquí. ¿Sí?
La muchacha movió la cabeza lentamente, cogió las manos de Elvy y las retuvo entre las suyas, y volvió a repetir:
– Uuuuhh.
Esta vez fue seguido por el brillo de una sonrisa. Elvy comprendió y soltó una breve e impetuosa carcajada de alivio, casi un estallido. Flora le estaba tomando el pelo. Estaba haciendo el mismo sonido que los no muertos del videojuego.
– ¡Oh!, Flora, me has asustado. Creía…
– Perdona, abuela -contestó, y miró hacia el cuarto con su expresión de siempre. La mirada perdida había desaparecido-. ¿Qué vamos a hacer?
– Flora, no lo sé.
La chica arrugó el entrecejo.
– Vamos a ver -señaló-. Primero: ¿existe alguna posibilidad de que en realidad nunca haya estado muerto? ¿De que, no sé, solamente haya estado fuera y vuelva ahora?
Elvy negó con la cabeza.
– No. A no ser que por algún motivo todos se hayan equivocado. Yo lo estuve viendo anteayer cuando bajé a llevar el traje y… Flora, ¿qué pasa?
– No, nada. Sólo estoy tratando de… entenderlo.
La abuela se sorprendió. La chica hablaba en un tono completamente normal, alzando los dedos y contando con ellos las posibilidades. Parecía como si durante unos minutos se hubieran apoderado de ella la conmoción y la incredulidad, y ya lo hubiera superado. Ahora, en cambio, afloraba un aspecto de ella del que la anciana procuraba distanciarse: el de hija de abogados.
– Segundo. -Flora lo iba señalando con el dedo índice-. Si realmente está muerto, ¿por qué se ha despertado? ¿Tiene algo que ver con lo que ha pasado en el jardín?
– Sí, podría pensarse.
– Tercero…
Elvy pensó que ahora lo comprendía. El cambio de Flora no era tan positivo como había creído en un primer momento. La racionalidad en su forma de hablar nacía de que la chica había empezado a considerar todo aquello como un videojuego; no como un hecho imposible, sino como una serie de problemas que había que solucionar.
«Bueno», pensó Elvy. «Mejor así».
– … tercero: ¿se trata de algo que sólo podemos ver nosotras o está ocurriendo de verdad, por decirlo de alguna manera? Bueno, ya me entiendes.
Elvy pensó en la sensación de frío que sintió bajo las manos al ponérselasa Tore en aquellos hombros enjutos; en el frío que desprendían.
– Está ocurriendo de verdad, y creo que deberíamos… pedir una ambulancia.
Flora se levantó.
– ¿Puedo?
– ¿No crees que es mejor que sea yo…?
– Sí, ¿pero no puedo hacerlo yo?
Flora juntó las manos como para rezar, y la abuela se encogió de hombros; no entendía aquel entusiasmo de su nieta, pero le pareció que era bueno mientras durara. La chica fue a llamar a urgencias, mientras que Elvy se quedó sentada en el suelo pensando.
«Esto significa algo».
«Todo esto significa algo».
PRIMER INFORME
23:10-23:20. Los muertos se despiertan en todos los depósitos de cadáveres de Estocolmo y alrededores.
23:18. Se observa la presencia en la calle de un hombre de avanzada edad, completamente desnudo, junto a la residencia de ancianos Solkatten. No responde cuando se le habla. Se da aviso a la policía para que devuelva al anciano a su casa.
23:20. Una furgoneta arrolla a un joven a unos cien metros del Instituto Anatómico Forense de Solna. Cuando la policía llega al lugar de los hechos, el atropellado ha desaparecido. El conductor de la furgoneta, que se encuentra en estado de shock, asegura que el hombre al que ha arrollado tenía una cicatriz a lo largo de todo el abdomen. Tras la colisión, el hombre salió despedido unos diez metros y se le abrió la cicatriz, a pesar de lo cual el accidentado se levantó y se marchó.
23:24. Llega la primera llamada a la Central de Emergencias. Una señora mayor ha recibido la visita de su hermana, fallecida dos semanas antes, y con la cual había convivido durante los últimos cinco años.
23:25. El personal del hospital de Danderyd es el primero en llamar a las residencias de ancianos y a las iglesias con depósitos de cadáveres propios para informarles de la situación.
23:25-23:45. Se reciben unos veinte avisos de ancianos vagando perdidos por las calles.
23:26. Nils Lundström, fotógrafo jubilado, toma la instantánea que ilustrará al día siguiente la portada del periódico Expressen. Desde el depósito de cadáveres del cementerio, junto a la iglesia de Täby, siete ancianos caminan hacia la salida envueltos en los sudarios. La imagen los capta entre las lápidas funerarias.
23:30-23.50. La comunicación por radio con los coches patrulla de la policía enviados para hacerse cargo de los desorientados ancianos indica que se trata de personas fallecidas en las últimas semanas. La información ha sido transmitida al Ministerio de Salud y Asuntos Sociales.
23:30 en adelante. Se multiplican las llamadas a la Central de Emergencias. Personas conmocionadas, a veces histéricas, avisan de que sus familiares muertos han regresado. Se hace un llamamiento urgente al personal de ambulancias, personal médico y sacerdotes para poder enviar unidades para atender a los afectados.
23:40. La sección de Infecciosos del hospital de Danderyd se habilita provisionalmente como lugar de recepción. Se pide urgentemente personal de refuerzo.
23:50. Desde el hospital de Danderyd se comunica que dos personas no se han despertado. Sus historiales médicos revelan que una de ellas lleva muerta diez semanas, la otra doce. Ambas han sido tratadas con formol varias veces a la espera de que se solucionen las diligencias para proceder a su enterramiento.
Se suceden más informes de difuntos que no han despertado. Todo parece apuntar a que sólo se han levantado los que llevan muertos dos meses o menos.
23:55. Un cruce de bases de datos considerando las variables (fallecido hace dos meses o menos, insepulto, Estocolmo y sus alrededores) indica que se trata de 1.042 personas exactamente.
23:57. Se toma la decisión de investigar lo inconcebible. Se envía un equipo con herramientas de excavación y micrófonos al cementerio de Skogskyrkogården para escuchar dentro de las tumbas, y abrirlas si es necesario.
23:59 en adelante. A los servicios de urgencias de varios centros psiquiátricos empiezan a acudir familiares trastornados por la aparición de sus muertos.