10

Cuando entré en el despacho, Connie y Lula estaban enzarzadas en una discusión.

– Dominick Russo prepara su propia salsa -chilló Connie-. Con tomates de la pera, albahaca fresca y ajo.

– No sé nada de esa mierda de tomates de la pera. Lo que sé es que la mejor pizza de Trenton es la de Tiny. -Replicó Lula-. Nadie prepara las pizzas como Tiny. Ese hombre prepara una pizza conmovedora.

– ¿Pizza conmovedora? ¿Qué demonios es una pizza conmovedora?

Ambas se volvieron y me miraron airadamente.

– Decide tú -sugirió Connie-. Habíale a esta sabihonda de la pizza de Dominic.

– Dom prepara buenas pizzas, pero a mí me gustan las de Pino.

– ¡Pino! -Connie hizo una mueca-. La salsa que usan viene en latas de cinco litros.

– Pues a mí me encanta esa salsa de lata. -Dejé caer mi bolso sobre el escritorio de Connie-. Me alegra ver que os lleváis tan bien.

– ¡Já! -exclamó Lula.

Me senté en el sofá.

– Necesito unas direcciones. Quiero fisgar.

Connie cogió un listín del estante que había a sus espaldas.

– ¿A quién necesitas?

– A Spiro Stiva y a Louie Moon.

– A mí no me apetecería mirar debajo de los cojines de la casa de Spiro -afirmó Connie-. Ni en su nevera.

– ¿Es el enterrador? -preguntó Lula-. No irás a allanar la casa de un enterrador, ¿verdad?

Connie apuntó una dirección en un papel y buscó el otro nombre. Miré la dirección de Spiro.

– ¿Sabes dónde está esto?

– Apartamentos Century Courts -respondió Connie-. Por Klockner hasta Demby. -Me dio la otra dirección-. No tengo idea de dónde está. En alguna parte del suburbio de Hamilton.

– ¿Qué estás buscando? -inquirió Lula.

Metí los papeles con las direcciones en mi bolsillo.

– No lo sé. Puede que una llave.

O un par de cajas de armas en la sala.

– ¿No crees que debería ir contigo? -se ofreció Lula-. Un culo flaco como tú no debería andar fisgando sólita.

– Te agradezco la oferta, pero protegerme no forma parte de tu trabajo.

– Nadie me ha dicho en qué consiste mi trabajo. Me parece que ya he hecho lo que tenía que hacer, a menos que quieran que barra el suelo y limpie el retrete.

– Es una archivadora maniática. Nació para archivar.

– Todavía no has visto nada. Espera a verme como ayudante de una cazadora de fugitivos.

– Adelante -le dijo Connie.

Lula se puso su chaqueta y cogió su bolso.

– Será divertido. Como Cagney y Lacey.

En el plano de la pared busqué la dirección de Moon.

– No tengo problemas, si Connie está de acuerdo. Pero quiero ser Cagney.

– ¡De ninguna manera! Yo quiero ser Cagney.

– Yo lo he pedido primero.

Lula entrecerró los ojos.

– Fue idea mía, y no voy a hacerlo si no puedo ser Cagney.

La miré.

– No hablas en serio, ¿verdad?

– ¿Que no?

Le dije a Connie que no nos esperara y mantuve la puerta abierta para que Lula saliese.

– Primero vamos a investigar a Louie Moon.

Lula se detuvo en medio de la acera y contempló el monstruo azul.

– ¿Vamos a ir en esta pasada de Buick?

– Así es.

– Conocí a un chulo que tenía uno como éste.

– Era de mi tío Sandor.

– ¿Hombre de negocios?

– Que yo sepa, no.

Louie Moon vivía en el perímetro más lejano del suburbio de Hamilton. Cuando doblamos en Orchid eran casi las cuatro. Miré los números de las casas, en busca del 216; me divirtió el hecho de que en una calle de nombre tan exótico se alzasen viviendas anodinas, más parecidas a cajas de cereales que a casas. El barrio se había formado en los años sesenta, cuando había solares disponibles, de modo que los terrenos eran amplios y empequeñecían aún más las casas de una sola planta de dos dormitorios, todas idénticas.

Con los años los propietarios habían imprimido su personalidad a las casas, añadiendo un garaje aquí, un porche allá. Las habían modernizado con revestimiento de vinilo de tonos pálidos variados. Habían añadido ventanas saledizas y plantado azaleas. No obstante, prevalecía la uniformidad.

La casa de Louie se distinguía por su pintura color turquesa, una colección completa de luces navideñas y un Papá Noel de plástico de un metro y medio de altura atado a una antena de televisión oxidada.

– Al parecer se ha adelantado a las navidades -comentó Lula.

Dada la inclinación de las luces, ubicadas al azar, y el aspecto descolorido de Papá Noel supuse que para él todo el año era Navidad.

No había garaje, ni vehículos en el sendero de entrada ni junto al bordillo. La casa parecía oscura y tranquila. Dejé a Lula en el coche y me dirigí hacia la puerta principal. Llamé por dos veces. Nada. La casa consistía en una planta construida sobre una plancha de hormigón. Las cortinas estaban descorridas. Louie no tenía nada que ocultar. Rodeé la vivienda y eché un vistazo a través de las ventanas. El interior estaba limpio y amueblado con lo que supuse era una acumulación de muebles desechados. No había señales de riqueza recién adquirida. Ni cajas de municiones amontonadas sobre la mesa de la cocina. Ni fusiles de asalto. Se me antojó que Louie vivía solo, ya que en el fregadero había una taza y un cuenco. Había dormido en un extremo de la cama matrimonial.

No me costaba imaginar a Louie allí, satisfecho con su vida porque poseía una casita azul. Por un instante pensé en entrar por la fuerza, pero no encontré motivos suficientes.

El aire estaba húmedo y frío, y el suelo me pareció muy duro. Alcé el cuello de mi cazadora y regresé al coche.

– No has tardado mucho -dijo Lula.

– Había poco que ver.

– ¿Ahora vamos a la casa del sepulturero?

– Sí.

– Es una suerte que no viva donde hace lo suyo. No quiero ver lo que recogen en esos cubos que ponen debajo de las mesas.

Cuando llegamos a los Century Courts ya faltaba poco para que anocheciese. Los edificios de dos pisos eran de ladrillo rojo y los marcos de las ventanas estaban pintados de blanco. Las puertas se hallaban agrupadas de cuatro en cuatro. Había cinco grupos por edificio, lo que significaba que eran veinte apartamentos. Diez arriba y diez abajo. Todos los edificios daban a la calle Demby. Cuatro edificios por bloque.

El apartamento de Spiro estaba al final de la planta baja. No se veía luz dentro y su coche no se encontraba en el aparcamiento. Desde que Con había sido hospitalizado Spiro se veía obligado a trabajar muchas horas. El Buick era fácil de reconocer, y no quería que Spiro me pillara si decidía darse una vuelta por allí para cambiarse los calcetines. De modo que pasé de largo y aparqué unos metros más allá.

– Apuesto a que aquí encontraremos algo importante -dijo Lula-. Tengo un presentimiento.

– Sólo vamos a echar un vistazo, no vamos a hacer nada ilegal… como allanar la casa.

– Lo sé. Lo sé.

Cruzamos la zona de césped que se extendía a un costado del edificio como si pasáramos casualmente por allí. Las cortinas de las ventanas del frente del apartamento de Spiro estaban corridas, de modo que fuimos a la parte trasera. Allí también estaban corridas. Lula probó la puerta corredera del patio y las dos ventanas; todas estaban cerradas.

– ¡Vaya putada! ¿Cómo se supone que vamos a encontrar algo así? Y justo cuando tengo un presentimiento.

– Ya -dije-. Me encantaría entrar en este apartamento.

Lula formó un amplio arco con su bolso, lo estrelló contra la ventana de Spiro e hizo añicos el cristal.

– Tus deseos son órdenes.

La miré boquiabierta, y cuando por fin pude hablar, lo hice casi sin aliento.

– ¡No me creo que hayas hecho eso! ¡Has roto su ventana, como si nada!

– El Señor provee.

– Te dije que no íbamos a hacer nada ilegal. No se puede ir por ahí rompiendo ventanas.

– Cagney lo habría hecho.

– Cagney nunca habría hecho eso.

– ¡Que sí!

– ¡Que no!

Lula corrió la ventana y metió la cabeza.

– Parece que no hay nadie en casa. Supongo que deberíamos entrar para ver si todo ese cristal no ha causado daños. -Ya había metido medio cuerpo por la ventana-. Podrían haber hecho esto más grande. Una mujer con un cuerpo como el mío casi no cabe en esta mariconada.

Me mordí el labio superior y contuve el aliento; no estaba segura de si debía empujarla o sacarla.

Lula gruñó y, de repente, la otra mitad de su cuerpo desapareció detrás de la cortina. Un momento después la puerta del patio se abrió y Lula asomó la cabeza.

– ¿Piensas quedarte ahí fuera todo el día, o qué?

– ¡Podrían detenernos por esto!

– ¡Ja! ¡Como si nunca hubieses allanado un apartamento!

– Nunca he roto nada.

– Esta vez tampoco. Yo me encargué de romper lo que hacía falta. Tú sólo vas a allanar.

Así las cosas, supuse que podía hacerlo.

Entré por la puerta del patio y dejé que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad.

– ¿Sabes cómo es Spiro?

– ¿Un tipejo con cara de rata?

– El mismo. Tú vigila el porche delantero. Llama tres veces si lo ves llegar.

Lula abrió la puerta principal y asomó la cabeza.

– No hay moros en la costa.

Salió y cerró la puerta.

Cerré ambas puertas con cerrojo, encendí la luz del comedor e hice girar el regulador hasta la menor intensidad. Empecé con la cocina, examinando a fondo y metódicamente todos los armarios. Comprobé que no hubiese tarros falsos en la nevera y revisé el cubo de la basura.

Registré el comedor y la sala y no descubrí nada que valiera la pena. Los platos del desayuno se hallaban todavía en el fregadero y el periódico, esparcido en la mesa. Se notaba que Spiro se había quitado de sendas patadas sus elegantes zapatos negros y los había dejado delante del televisor. Aparte de eso, el apartamento estaba limpio y en orden. Ni un arma, ni una llave, ninguna nota amenazadora. Ni una dirección garabateada apresuradamente en el bloc colgado en la pared de la cocina, al lado del teléfono.

Encendí la luz del cuarto de baño; en el suelo había un montón de ropa sucia. No tocaría la ropa sucia de Spiro ni por todo el dinero del mundo, ni aunque supiera que la prueba definitiva estaba en uno de sus bolsillos. Examiné el contenido del botiquín y eché una ojeada a la papelera. Nada.

La puerta del dormitorio se hallaba cerrada. Contuve el aliento, la abrí y casi me desmayé de alivio al ver que estaba vacía. El mobiliario era de estilo danés moderno y la colcha, de satén negro. El techo encima de la cama estaba cubierto de espejos, de los autoadherentes. Sobre una silla junto a la cama, había una pila de revistas pornográficas, y pegado a la cubierta de una de éstas, un condón usado.

En cuanto llegara a casa me ducharía con agua hirviendo.

Delante de la ventana, contra la pared, había un escritorio. Se me ocurrió que resultaba prometedor. Me senté en la silla de cuero negro y revisé cuidadosamente el correo comercial, las facturas y la correspondencia privada dispersa sobre la superficie pulida. Las facturas no parecían sospechosas, y casi toda la correspondencia tenía que ver con la funeraria. Notas de agradecimiento de familiares de los difuntos. «Estimado Spiro, gracias por cobrarme de más en mis momentos de pena.» Mensajes telefónicos apuntados en lo que tuviera a mano… en el reverso de sobres y en los márgenes de las cartas. Ninguno decía «amenazas de muerte de Kenny». Hice una lista de números telefónicos sin nombre y la metí en mi bolso para investigarla más tarde.

Abrí los cajones y rebusqué entre clips, gomas y una variedad de restos de artículos de papelería. No había mensajes en el contestador. Nada debajo de la cama.

Me costaba creer que no hubiese una pistola en el apartamento. Spiro no me parecía de esa clase de personas.

Manoseé la ropa en la cómoda y centré mi atención en su armario lleno de trajes oscuros, camisas y zapatos. Seis pares de zapatos negros alineados en el suelo, y seis cajas de zapatos. Mmmmm. Abrí una. ¡Bingo! Un revólver. Un Cok 45. Abrí las otras cinco y conté tres pistolas y tres cajas llenas de municiones. Copié el número de serie de las armas y apunté la información de las cajas de municiones.

Abrí la ventana del dormitorio y miré a Lula. Se hallaba sentada en el porche, limándose las uñas. Di unos golpecitos en el cristal y la lima salió disparada. Creo que no se sentía tan tranquila como parecía. Le indiqué con señas que iba a salir y que me reuniría con ella en la parte de atrás.

Comprobé que todo quedaba en el mismo estado en que lo había encontrado, apagué todas las luces y salí por la puerta del patio. A Spiro le resultaría obvio que alguien había entrado en su apartamento, pero lo más probable era que culpase de ello a Kenny.

– Cuéntamelo todo. Has encontrado algo, ¿verdad? -inquirió Lula.

– Encontré un par de pistolas.

– ¿Y nada más? Todo el mundo tiene pistola.

– ¿Tú tienes una?

– Puedes apostar a que sí. -Sacó una pistola grande y negra de su bolso-. Acero azul. Se la quité a Harry el Caballo en mis tiempos de puta. ¿Quieres que te diga por qué lo llamábamos Harry el Caballo?

– No me lo digas.

– Ese cabrón daba pavor. No cabía en ninguna parte. ¡Carajo! Tenía que usar las dos manos para hacerle una paja.

Dejé a Lula en el despacho de Vinnie y regresé a casa.

Para cuando estacioné en el aparcamiento, el cielo estaba cubierto de nubes, y lloviznaba. Me colgué el bolso del hombro y entré apresuradamente en el edificio, encantada de estar en casa.

La señora Bestler caminaba lentamente por el pasillo con su bastón.

– Tras un día viene otro.

– Muy cierto -respondí.

El sonido de un televisor encendido me llegó a través de la puerta del señor Wolesky.

Metí la llave en mi cerradura y eché una rápida y recelosa ojeada por mi apartamento. Todo bien. No había mensajes en el contestador, como tampoco había encontrado correo abajo, en el buzón.

Me preparé un chocolate caliente y un bocadillo de mantequilla de cacahuete con miel. Puse el plato encima de la taza, me metí el teléfono debajo del brazo, cogí la lista de números que había apuntado en el apartamento de Spiro y lo llevé todo a la mesa del comedor.

Marqué el primer número. Contestó una mujer.

– Quisiera hablar con Kenny.

– Se ha equivocado de número. Aquí no hay ningún Kenny.

– ¿No es el Colonial Grill?

– No. Es un número privado.

– Disculpe.

Tenía que investigar siete números. Los cuatro primeros correspondían a residencias privadas. Probablemente clientes. El quinto, una pizzería. El sexto, el hospital de Saint Francis. El séptimo, un motel en Bordentown. En mi opinión, éste tenía potencial.

Di a Rex un trocito de mi bocadillo, solté un profundo suspiro por tener que dejar el calor y la comodidad de mi apartamento y, encogiéndome de hombros, me puse la cazadora.


El motel se encontraba en la carretera 206, no lejos de la entrada de la autopista. Se trataba de un motel cutre, construido antes de la aparición de las cadenas de moteles. Había un total de cuarenta habitaciones, todas en planta baja, con un estrecho porche. En dos de ellas había luz. Un letrero de neón al lado de la carretera anunciaba habitaciones libres. El exterior estaba limpio, pero de antemano se sabía que el interior sería pasado de moda; el papel de las paredes, descolorido; la colcha de algodón afelpado, raída, y el lavabo del baño, oxidado.

Aparqué cerca de la oficina y entré a toda prisa. Detrás de la mesa de recepción un anciano miraba la tele en un pequeño aparato.

– Buenas tardes.

– ¿Es usted el gerente?

– Sí. El gerente, el propietario y el factótum.

Saqué la foto de Kenny del bolso.

– Busco a este hombre. ¿Lo ha visto?

– ¿Le importaría decirme por qué lo busca?

– Ha violado su libertad bajo fianza.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Significa que es un delincuente.

– ¿Es usted poli?

– Soy agente de recuperación. Trabajo para la empresa que ha pagado su fianza.

El hombre miró la foto y asintió con la cabeza.

– Está en la habitación diecisiete. Lleva un par de días allí. -Ojeó el registro que había sobre el mostrador-. Aquí está. John Sherman. Se registró el martes.

¡Me costaba creerlo! ¡Eso sí que era bueno!

– ¿Está solo?

– Que yo sepa, sí.

– ¿Tiene usted información sobre su vehículo?

– No nos preocupamos de eso. Tenemos mucho espacio para aparcar.

Le di las gracias y le dije que me quedaría allí un rato. Le di mi tarjeta y le pedí que no me delatara si veía a Sherman.

Conduje el Buick hasta una parte oscura del aparcamiento, apagué el motor, cerré todas las ventanillas, eché el seguro en todas las puertas y me arrellané para esperar el tiempo que hiciera falta. Si Kenny aparecía, llamaría a Ranger. Si no conseguía a Ranger, llamaría a Joe Morelli.

A las nueve de la noche empezaba a pensar que me había equivocado de profesión. Tenía los dedos de los pies helados y ganas de mear. Kenny no había hecho acto de presencia, ni había actividad en el motel. Encendí el motor a fin de calentarme un poco. Comencé a fantasear con hacer el amor con Batman. Era un poco misterioso, pero me gustaba el taparrabo sobre su traje de goma.

A las once supliqué al gerente que me dejara usar su lavabo. Le gorroneé una taza de café y regresé al Buick. Tuve que reconocer que, aunque la espera era incómoda, resultaba inmensamente mejor de lo que habría sido en mi pequeño jeep. Dentro de aquel monstruo azul me sentía en una cápsula. O en un refugio antiaéreo rodante con ventanas y asientos mullidos. Estiré las piernas y se me ocurrió que el asiento trasero muy bien podría convertirse en tocador.

Hacia las doce y media me quedé dormida, y desperté a la una y cuarto. La habitación de Kenny aún estaba a oscuras y no había nuevos coches en el aparcamiento.

Tenía varias opciones: seguir allí; pedirle a Ranger que me relevara por unas horas o dejarlo por esa noche y regresar antes del amanecer. Si pedía a Ranger que hiciera turnos conmigo, tendría que darle una parte mayor de la comisión de lo que pretendía. Por otro lado, temía que si intentaba aguantar sola acabase dormida o muriese congelada, como la pequeña vendedora de cerillas del cuento de Andersen. Opté por la tercera opción. Si Kenny regresaba esa noche, sería para dormir, y aún estaría a las seis de la mañana.

De camino a casa canté para mantenerme despierta. Casi a rastras entré en el edificio, subí por las escaleras y caminé en dirección a mi apartamento. Entré, cerré con llave y cerrojos y me acosté vestida. Dormí como un lirón hasta las seis, cuando un despertador interior me aguijoneó.

Me levanté y me sentí aliviada al ver que ya estaba vestida y podía pasar por alto esa pesada tarea. En el cuarto de baño hice lo mínimo, cogí mi cazadora y mi bolso y me bajé al aparcamiento. El cielo estaba oscuro como boca de lobo, seguía lloviendo y las ventanillas de los coches estaban cubiertas de escarcha. Fantástico.

Encendí el motor, puse el calentador al máximo, saqué el raspador del bolsillo lateral y liberé de escarcha las ventanillas y el parabrisas. Para cuando terminé, ya había despertado por completo. Camino de Bordentown me detuve en un bar y me abastecí de café y donuts.

Cuando llegué al motel aún no había aclarado. No había luces encendidas en ninguna habitación, ni tampoco coches nuevos en el aparcamiento. Aparqué en el lado oscuro de la oficina y destapé mi vaso de café. Me sentía menos optimista que la noche anterior, y pensé que tal vez el dueño del motel se había burlado de mí. Como Kenny no apareciera antes de media tarde, le pediría que me dejara entrar en su habitación.

De haber sido lista, me habría cambiado los calcetines y habría llevado una manta. De haber sido realmente lista, habría dado al tío de la oficina un billete de veinte dólares y le habría pedido que me llamara si Kenny aparecía.

A las siete menos diez una furgoneta Ford conducida por una mujer se detuvo delante de la oficina. La mujer me dirigió una mirada de curiosidad y entró. Diez minutos más tarde el anciano salió y cruzó sin prisas el aparcamiento hasta un Chevrolet abollado. Me saludó con una mano, sonrió y se marchó.

Nada me garantizaba que le hubiera hablado de mí a la mujer, y no quería que ésta llamara a la policía, diciendo que había una persona en la propiedad, de modo que me apeé, entré en la oficina y ensayé la misma rutina que la noche anterior.

Las respuestas fueron las mismas. Sí, reconocía al tipo de la foto. Sí, se había registrado como John Sherman.

– Tío guapo. Pero no muy amistoso -añadió.

– ¿Se fijó en el coche que conducía?

– Cariño, me fijé en todo. Conducía una furgoneta azul. No era una de esas elegantes; más bien parecía una de esas de reparto, sin ventanillas laterales.

– ¿Vio el número de la matrícula?

– ¡Diablos, no! No me interesaba su matrícula.

Le di las gracias y volví a mi coche a beber el café frío. De vez en cuando salía, estiraba las piernas y daba patadas en el suelo. Tomé media hora para comer. Cuando regresé, nada había cambiado.

A las tres, Morelli detuvo su coche patrulla al lado del mío. Salió y se deslizó en el asiento, a mi lado.

– ¡Caray! -exclamó-. Esto está helado.

– ¿Nos hemos encontrado por azar?

– Kelly pasa por aquí camino del trabajo. Vio el Buick e hizo apuestas sobre la persona con quien te habías juntado.

Apreté los labios.

– Bueno, ¿qué haces aquí? -preguntó.

– Mediante un soberbio trabajo detectivesco he descubierto que Kenny se aloja en este motel. Se ha registrado bajo el nombre de John Sherman.

Una chispa de excitación recorrió la cara de Morelli.

– ¿Lo han identificado?

– Tanto el recepcionista de noche como la de día lo reconocieron en la foto. Conduce una furgoneta de reparto azul y la última vez que lo vieron fue ayer por la mañana. Llegué poco antes de que anocheciese y esperé hasta la una. Regresé esta mañana, a las seis y media.

– Ninguna señal de Kenny.

– Ninguna.

– ¿Has registrado su habitación?

– Todavía no.

Morelli abrió la puerta de su lado.

– Venga, vamos a echar un vistazo.

Morelli se identificó ante la recepcionista, que le dio la llave de la habitación de Kenny. Llamó a la puerta por dos veces. Nada. La abrió y entramos.

La cama estaba deshecha. Una bolsa de lona de la marina se hallaba abierta en el suelo. Contenía calcetines, shorts y dos camisetas negras. Del respaldo de una silla colgaban una camiseta de franela y unos téjanos. En el cuarto de baño, un neceser con cosas para el afeitado abierto.

– Me da la impresión de que algo lo espantó. Yo diría que advirtió tu presencia.

Imposible. Aparqué en el lugar más oscuro. Además, ¿cómo iba a saber que era yo?

– Cariño, todo el mundo sabe que eres tú.

– ¡Es por este horrible coche! Es una maldición. Está echando a perder mi carrera.

Morelli sonrió maliciosamente.

– Eso es mucho pedirle a un coche.

Intenté componer una expresión de desdén, pero me resultó difícil, porque me castañeteaban los dientes a causa del frío.

– ¿Ahora qué? -pregunté.

– Ahora hablo con la recepcionista y le pido que me llame si Kenny vuelve. -Me miró de arriba abajo-. Parece que has dormido con esa ropa.

– ¿Cómo te fue con Spiro y Louie Moon ayer?

– No creo que Louie Moon esté implicado. No posee lo que se necesita.

– ¿Inteligencia?

– Contactos. Quienquiera que tenga las armas, está vendiéndolas. He hecho algunas averiguaciones. Moon no se mueve en los círculos adecuados. Ni siquiera sabe cómo encontrarlos.

– ¿Qué hay de Spiro?

– No estaba dispuesto a confesar. -Morelli apagó la luz-. Deberías ir a casa, ducharte y vestirte para la cena.

– ¿La cena?

– Carne asada a las seis.

– No lo dirás en serio.

Nuevamente la sonrisa maliciosa.

– Te recogeré a las seis menos cuarto.

– ¡No! Iré en mi propio coche.

Morelli llevaba una cazadora de aviador de cuero marrón y una bufanda de lana roja. Se quitó la bufanda y me la puso alrededor del cuello.

– Pareces congelada. Ve a casa y entra en calor.

Dicho esto se dirigió hacia la oficina del motel.

Todavía lloviznaba. El cielo era gris oscuro, como mi estado de ánimo. Tenía una buena pista sobre Kenny Mancuso y la había echado a perder. Me di un golpe en la frente con el pulpejo de la mano. Estúpida, estúpida, estúpida. Me había quedado sentada en ese enorme y estúpido Buick. ¿En qué estaría pensando?

El motel se hallaba a unos veinte kilómetros de mi apartamento, y durante todo el camino de regreso a casa no dejé de maldecirme. Me detuve un momento en el supermercado, llené el depósito del Buick y, cuando estacioné en mi aparcamiento, me sentía totalmente asqueada y desmoralizada. Había tenido tres oportunidades de pillar a Kenny, en casa de Julia, en el centro comercial y en el motel, y las había jodido todas.

En esa etapa de mi carrera tal vez debiera limitarme a los delincuentes de menor cuantía, como rateros y conductores en estado de ebriedad. Por desgracia, la comisión por esos delincuentes no bastaba para mantenerme a flote.

Continué flagelándome en el ascensor y mientras avanzaba por el pasillo. En la puerta, había una nota de Dillon. «Tengo un paquete para ti», rezaba.

Volví al ascensor y bajé hasta el sótano. La puerta se abrió a un estrecho vestíbulo con cuatro puertas cerradas con llave, recién pintadas de gris acero. Una daba a los cuartos donde los vecinos almacenaban sus cosas; la segunda, a la sala de la caldera, con sus ominosos borborigmos y gorgoteos; la tercera, a un largo pasillo y la cuartos donde se guardaba el material para el mantenimiento del edificio. Tras la cuarta puerta vivía Dillon, contento y sin pagar alquiler.

Siempre me sentía claustrofóbica en aquel lugar, pero Dillon decía que a él le parecía perfecto y que los ruidos de la caldera lo tranquilizaban. Había pegado una nota en su puerta, en la que informaba que regresaría a las cinco.

Volví a mi apartamento, di unas uvas a Rex y tomé una ducha larga y caliente. Salí del cuarto de baño con paso vacilante, roja como una langosta y con la mente nebulosa por los vapores de cloro del agua. Me dejé caer sobre la mesa y reflexioné acerca de mi futuro. Fue una reflexión muy corta. Cuando desperté eran las seis menos cuarto y alguien estaba aporreando mi puerta.

Me envolví en una bata y fui al recibidor. Pegué el ojo derecho a la mirilla. Era Joe Morelli. Entreabrí la puerta y lo miré por encima de la cadena de seguridad.

– Acabo de salir de la ducha.

– Te agradecería que me dejaras entrar antes de que salga el señor Wolesky y me someta a un interrogatorio.

Quité la cadena y abrí la puerta.

Morelli entró, me miró y esbozó una sonrisa burlona.

– Tu cabello es un espanto.

– Me dormí sin secármelo.

– No me sorprende que no tengas vida sexual. Un hombre se desanimaría mucho si despertase al lado de un cabello como ése.

– Ve a la sala, siéntate y no te levantes hasta que yo te lo diga. No comas mis alimentos y no asustes a mi hámster… y no hagas ninguna llamada de larga distancia.

Cuando salí del dormitorio, diez minutos más tarde, Morelli estaba mirando la televisión. Me había puesto un vestido de abuelita sobre una camiseta blanca, botines con cordones y una ancha rebeca de punto suelto. Se trataba de mi look a lo Annie Hall; hacía que me sintiese femenina, pero én los hombres tenía el efecto opuesto. Annie Hall desanimaría a la, polla más resuelta, garantizado.

Me envolví el cuello con la bufanda roja de Morelli y me abroché la rebeca. Cogí mi bolso y apagué las luces.

– Como lleguemos tarde, será un infierno.

Morelli me siguió.

– Yo de ti no me preocuparía. Cuando tu madre te vea con ese disfraz se olvidará de la hora.

– Es mi look a lo Annie Hall.

– A mí me parece que has metido un donut relleno de jalea en una bolsa en cuya etiqueta dice mollete de harina integral.

Bajé corriendo por las escaleras. Me disponía a salir del edificio cuando recordé el paquete que Dillon tenía para mí.

– Espera un minuto -grité a Morelli-. Regreso enseguida.

Me dirigí a toda prisa hacia el sótano y llamé a la puerta de Dillon. Cuando éste asomó la cabeza, dije:

– Se me hace tarde y necesito mi paquete.

Me entregó un abultado sobre de correo expreso. Subí a toda prisa por las escaleras.

– Para la carne asada, tres minutos de más o de menos significan la perfección o la perdición.

Cogí a Morelli de la mano y lo arrastré hasta su furgoneta. No tenía pensado ir con él, pero se me ocurrió que si nos quedábamos atascados en un embotellamiento, él podría poner sus luces en el techo.

– Tienes alarma luminosa para ponerla en el techo, ¿no? -pregunté al subir al coche.

Morelli se abrochó el cinturón de seguridad.

– Sí. Pero no esperarás que las use por un simple trozo de carne asada, ¿verdad?

Me volví en el asiento y miré por la ventana trasera.

Morelli hizo lo propio por el espejo retrovisor.

– ¿Buscas a Kenny?

– Siento que está cerca.

– No veo a nadie.

– Eso no significa que no esté. Es un experto en no delatar su presencia. Entra en la funeraria de Stiva y mutila los cuerpos sin que nadie lo vea. Apareció de la nada en el centro comercial. Me vio en casa de Julia Cenetta y en el aparcamiento del motel sin que yo lo supiera. Ahora tengo la horrible sensación de que me vigila y me sigue.

– ¿Por qué iba a hacer eso?

– Para empezar, Spiro le dijo que como siguiera acosándolo, yo lo mataría.

– Maravilloso.

– Seguro que estoy paranoica.

– A veces la paranoia está justificada.

Morelli se detuvo en un semáforo. El reloj digital de su tablero cambió a las 5.58. Hice crujir mis nudillos y Morelli me miró enarcando las cejas.

– De acuerdo -dije-. Mi madre me pone nerviosa.

– Es parte de su trabajo. No deberías tomártelo a pecho.

Ya en el barrio, doblamos en Hamilton y el tráfico desapareció. No había faros de coches detrás, pero no conseguí librarme de la sensación de que Kenny me tenía en la mira de su pistola.

Cuando aparcamos, mi madre y la abuela Mazur se hallaban en la puerta. Normalmente me llamaba la atención lo diferentes que eran la una de la otra. Ese

día, en cambio, lo que me sorprendió fueron las semejanzas. Estaban erguidas, con los hombros echados atrás. Era una postura desafiante, y yo era consciente de que también la adoptaba a menudo. Tenían las manos entrelazadas y la mirada fija en Morelli y en mí. Su cara era redonda y los párpados gruesos. Ojos rasgados. Mis parientes húngaros eran de las estepas. Ni un citadino entre ellos. Mi madre y la abuela eran bajitas y habían empequeñecido aún más con los años. Eran de huesos delgados y cabello tan fino como el de un bebé. Probablemente fueran descendientes de gitanas que vivían en carromatos.

Yo, por otro lado, era descendiente de la esposa de un granjero bárbaro, mujer de huesos recios y perfectamente capaz de tirar de un arado.

Me recogí la falda para saltar de la furgoneta y advertí que mi madre y mi abuela me miraban azoradas.

– ¿Qué es ese disfraz? -preguntó mi madre-. ¿No puedes comprarte ropa? ¿Llevas ropa de otra gente? Frank, dale dinero a Stephanie. Necesita comprarse ropa.

– No necesito comprarme ropa. Este vestido es nuevo. Acabo de comprarlo. Es lo que se usa.

– ¿Cómo vas a conseguir un hombre vestida así? -Mi madre se volvió hacia Morelli-. Tengo razón, ¿sí o no?

Morelli sonrió con picardía.

– A mí me parece bastante mona. Es el look a lo Monty Hall.

Yo aún tenía el sobre en la mano. Lo dejé sobre la mesa del vestíbulo y me quité la rebeca.

– ¡Annie Hall! -exclamé, indignada.

La abuela Mazur cogió el sobre y lo examinó.

– Correo expreso. Debe de ser importante. Al parecer hay una caja dentro. Según esto, el remitente es R. Klein, de la Quinta Avenida de Nueva York. Qué pena que no sea para mí. No me molestaría recibir correo expreso.

Hasta ese momento no había pensado mucho en el sobre. No conocía a nadie llamado R. Klein y no había pedido nada de Nueva York. Le quité el sobre a la abuela y despegué la solapa. Contenía un cajita de cartón cerrada con cinta adhesiva. Saqué la cajita y la sopesé. Era bastante ligera.

– Huele raro -comentó la abuela-. Como un insecticida. O puede que sea uno de esos nuevos perfumes.

Arranqué la cinta, abrí la caja e inhalé hondo. Dentro de la caja había un pene, cuidadosamente cortado de raíz, perfectamente embalsamado y prendido a un cuadrado de poliuretano con un imperdible.

Todos clavaron la mirada en el pene, mudos de horror.

La abuela Mazur fue la primera en hablar, y lo hizo con un deje de nostalgia.

– Hacía mucho tiempo que no veía uno.

Mi madre empezó a gritar y levantó las manos.

– ¡Sácalo de mi casa! ¿Qué está pasando con este mundo? ¿Qué dirá la gente?

Mi padre apareció procedente de la sala para ver a qué se debía tanto escándalo.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– Es un pene -le informó la abuela-. Stephanie lo ha recibido por correo. Y es uno de los buenos.

Mi padre se echó hacia atrás.

– Jesús, José y María!

– ¿Quién haría algo así? -exclamó mi madre-. ¿No será uno de esos penes de goma?

– A mí no me parece que sea de goma -declaró la abuela Mazur-. Me parece un pene de verdad, sólo que está un poco descolorido. No recordaba que fuesen de ese color.

– ¡Esto es una locura! -dijo mi madre, indignada-. ¿Qué clase de persona enviaría su pene?

La abuela Mazur miró el sobre.

– Según el remitente, un tal Klein. Siempre pensé que era un apellido judío, pero a mí no me parece un pene judío.

Todos miramos a la abuela Mazur.

– No es que sepa mucho de eso. Puede que haya visto el pene de un judío en un National Geographic.

Morelli me quitó la caja y la tapó. Ambos sabíamos el nombre de la persona a quien pertenecía el pene: Joe Loosey.

– Creo que aceptaré su invitación a cenar para otro día. Me temo que éste es un asunto para la policía. -Morelli cogió mi bolso de la mesa del vestíbulo y me lo colgó del hombro-. Stephanie también tiene que venir, para hacer su declaración.

– Es por ese trabajo como cazadora de fugitivos -dijo mi madre-. Conoces a gente de la peor calaña. ¿Por qué no te consigues un trabajo como el que tiene tu prima Christine? Nadie le manda cosas por correo.

– Christine trabaja en una fábrica de vitaminas. Se pasa el día asegurándose de que el aparato que mete el algodón en los frascos funcione como es debido.

– Se gana bien la vida.

Me abroché la rebeca.

– Yo también me gano bien la vida… a veces.

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