8

La puerta trasera de la funeraria daba a un corto pasillo que conducía al vestíbulo. La puerta del sótano, la puerta lateral de la cocina y la de la oficina de Con daban todas al pasillo. Un pequeño vestíbulo y una puerta de cristal doble, entre la oficina de Con y la puerta del sótano, daba acceso a la entrada de coches que llegaba hasta los garajes. Por esta puerta, sobre una camilla, entraban los difuntos en su último viaje.

Dos años antes Con había contratado a un decorador de interiores para dar más elegancia al lugar. Los colores elegidos, violeta pálido y verde lima, salpicaba las paredes de paisajes bucólicos. En el suelo había alfombras mullidas. Nada rechinaba. La casa entera estaba diseñada para reducir el ruido al mínimo, y Kenny podría haber entrado furtivamente sin que lo oyeran.

En el pasillo, topé con Spiro.

– Quiero saber más acerca de Kenny. ¿Se te ocurre algún lugar donde pudiera esconderse? Alguien tiene que estar ayudándolo. ¿A quién pediría ayuda?

– Los Morelli y los Mancuso siempre piden ayuda a la familia. Cuando uno de ellos muere, parece que todos han muerto. Vienen aquí, con sus horribles vestidos y abrigos negros, y lloran a mares. En mi opinión, debe de estar oculto en el desván de la casa de un Mancuso.

Yo no estaba tan segura. Si Kenny se ocultaba en el desván de un Mancuso, Joe ya se habría enterado. Los Mancuso y los Morelli no eran precisamente famosos por guardar secretos entre sí.

– ¿Y si no estuviese en el desván de un Mancuso?

Spiro se encogió de hombros.

– Iba a Atlantic City a menudo.

– Aparte de Julia Cenetta, ¿estaba liado con otra?

– Echa un vistazo al listín telefónico.

– ¿Tantas?

Salí por la puerta lateral y aguardé con impaciencia a que Al, el mecánico, quitara el gato de debajo de mi coche. Antes de darme la factura, se levantó y se limpió las manos en el mono.

– ¿No conducías un jeep la última vez que te puse un neumático nuevo?

– Me lo robaron.

– ¿Se te ha ocurrido alguna vez usar el transporte público?

– ¿Qué ha sido del destornillador?

– Lo metí en el maletero de tu coche. Nunca se sabe cuándo puedes necesitar uno.

El salón de belleza de Clara se encontraba tres manzanas más abajo, en la calle Hamilton, al lado de la pastelería Buckets. Encontré un espacio para aparcar, apreté los dientes, contuve el aliento y di marcha atrás a toda velocidad. Más valía acabar pronto. Supe que casi lo había logrado cuando oí ruido de cristales rotos.

Salí del Buick para evaluar los daños. El Buick seguía intacto. El otro coche tenía un faro destrozado. Dejé una nota con la información de la aseguradora y me dirigí al salón de belleza.

Los bares, las funerarias, las pastelerías y los salones de belleza constituyen el eje de las ruedas que hacen girar el barrio. Los salones de belleza son especialmente importantes porque el barrio es un vecindario atrapado en los años cincuenta, cuando aún se creía en la igualdad de oportunidades. Esto significa que las chicas del barrio se obsesionan con el cabello a muy temprana edad. Al diablo con eso de compartir juegos con niños. Si eres una chica, pasas el tiempo peinando el cabello de una muñeca Barbie. Barbie es el modelo. Largas pestañas pegoteadas, sombra de ojos azul eléctrico, tetas puntiagudas y mucho cabello rubio platino de aspecto artificial. A eso aspiramos todas. Barbie incluso nos enseña a vestirnos. Ceñidos vestidos centelleantes, shorts cortísimos, ocasionalmente una boa de plumas y, por supuesto, zapatos con tacones de aguja, siempre. No es que Barbie no tenga nada más que ofrecer, sino que las niñitas del barrio no se dejan engañar por la Barbie yuppy. No creen en eso de las prendas de deporte de buen gusto y los trajes con chaqueta de corte profesional. Las niñas del barrio quieren ser fascinantes.

A mi entender, estamos tan atrasadas que nos hemos anticipado al resto del país. Nunca tuvimos que pasar por ese lío de reajustar los papeles sexuales. En el barrio eres quien quieres ser. Nunca se ha tratado de hombres contra mujeres. En el barrio se ha tratado siempre de débil contra fuerte.

De pequeña me cortaban el flequillo en el salón de belleza de Clara. Ella me rizó el cabello para mi primera comunión y para mi fiesta de graduación. Ahora me lo corta Alexander, en el centro comercial pero en ocasiones voy al salón de Clara a que me arreglen las uñas.

El salón de belleza se encuentra en una casa remodelada, a la que le han quitado paredes para formar una amplia estancia con los servicios atrás. Hasta que le llega el turno, una espera en sillas de cromo y piel, leyendo revistas muy manoseadas u hojeando libros en los que figuran peinados irreproducibles. Más allá de la zona de espera, están las picas donde te lavan el pelo y, enfrente, las sillas donde te sientas para que te peinen. Justo delante de los servicios hay una pequeña zona para la manicura. Carteles con más peinados exóticos e imposibles cubren las paredes y se reflejan en los espejos.

Cuando entré, las cabezas se volvieron hacia mí bajo los secadores. Debajo del tercer secador empezando por el fondo se encontraba mi archienemiga, Joyce Barnhardt. Cuando estábamos en segundo de primaria, Joyce Barnhardt echó agua de un vaso de papel en el asiento de mi silla y dijo a todos que me había hecho pipí.

Veinte años después la pillé in fraganti sobre la mesa de mi comedor, montando a mi marido como si éste fuese un caballo de feria.

– Hola, Joyce, hace tiempo que no nos vemos.

– ¿Cómo estás, Stephanie?

– Bastante bien.

– Tengo entendido que has perdido el trabajo en la tienda de ropa interior.

– No vendía ropa interior. -¡Zorra!-. Era la encargada de compras de E. E. Martin y perdí el trabajo porque se fusionaron con Baldicott.

– Siempre tuviste un problema con la ropa interior. ¿Te acuerdas cuando te hiciste pipí en segundo de primaria?

De haber tenido puesto uno de esos chismes con que te miden la presión arterial, habría estallado. Levanté bruscamente el casco del secador y acerqué tanto mi cara a la suya que nuestras narices casi se tocaron.

– ¿Sabes con qué me gano la vida ahora, Joyce? Soy cazadora de recompensas y llevo pistola, así que más te vale no cabrearme.

– Todo el mundo en Nueva Jersey lleva pistola -comentó Joyce. Metió la mano en su bolso y sacó una Beretta de 9 mm.

Me resultó embarazoso, no sólo porque en ese momento no llevaba revólver, sino porque el mío era más pequeño que el suyo.

Bertie Greenstein se hallaba bajo el secador al lado de Joyce.

– A mí me gustan los cuarenta y cinco -anunció y sacó de su bolsa un Cok de esos que usan los agentes federales.

– El retroceso es demasiado fuerte -afirmó Betty, en el extremo opuesto del salón-. Y ocupa demasiado espacio en el bolso. Es mejor un treinta y ocho. Eso es lo que yo llevo ahora. Un treinta y ocho.

– Yo también tengo un treinta y ocho -intervino Clara-. Antes llevaba un cuarenta y cinco, pero pesaba demasiado, de modo que lo cambié por una pistola más ligera. También llevo un vaporizador de gas.

Todas, salvo la anciana señora Rizzoli, a la que estaban haciendo una permanente, llevaban pulverizador de gas.

Betty Kuchta agitó una pistola de descarga eléctrica.

– También tengo una de éstas.

– Es un juguete. -Joyce agitó otro artefacto de defensa personal.

Nadie lo superaba.

– Bien, ¿qué quieres que te hagamos? -me preguntó Clara-. ¿Manicura? Acabo de recibir una nueva laca de uñas. Mango Sabroso.

Miré la botella de Mango Sabroso. No había pensado hacerme la manicura, pero el color de aquella laca era asombroso.

– Que sea Mango Sabroso, pues.

Colgué mi cazadora y mi bolso del respaldo de mi silla, me senté en la zona de manicura y hundí los dedos en el cuenco de agua tibia.

– ¿A quién persigues ahora? -inquirió la anciana señora Rizzoli-. Me han dicho que buscas a Kenny Mancuso.

– ¿Lo ha visto?

– Yo no. Pero he oído que Kathryn Freeman lo vio salir de la casa de esa chica, Zaremba, a las dos de la madrugada.

– No era Kenny Mancuso -aseguró Clara-. Era Mooch Morelli. La propia Kathryn me lo dijo. Vive en la casa de enfrente e iba a sacar a su perro, que tenía diarrea por comer huesos de pollo. Le he dicho que no le dé huesos de pollo, pero no me hace caso.

– ¡Mooch Morelli! -exclamó la señora Rizzoli-. ¡Imaginaos! ¿Lo sabe su esposa?

Joyce levantó el casco del secador.

– Dicen que ha pedido el divorcio.

Todas metieron nuevamente la cabeza bajo el casco de sus respectivos secadores y continuaron leyendo la revista que tenían en las manos, pues aquello se acercaba demasiado a lo que me había ocurrido con Joyce. Todo el mundo sabía que la había pillado tirándose a mi esposo, y nadie quería presenciar cómo le metía una bala en la cabeza llena de rulos.

– ¿Y tú? -pregunté a Clara, que estaba limándome una uña y convirtiéndola en un óvalo perfecto-. ¿Has visto a Kenny?

Clara negó con la cabeza.

– Hace mucho tiempo que no lo veo.

– He oído que alguien lo vio entrar a hurtadillas en la funeraria de Stiva esta mañana.

Clara dejó de limar y alzó la cabeza.

– ¡Madre Santa! Yo estaba allí esta mañana.

– ¿Has visto u oído algo?

– No. Debió de ser después de que me marchara. No me sorprende. Kenny y Spiro eran muy buenos amigos.

Betty Kuchta se inclinó y sacó la cabeza del secador.

– No las tenía todas consigo, ¿sabéis? -Se llevó un dedo índice a la sien-. Era compañero de mi Gail en segundo de primaria. Los maestros sabían que nunca debían darle la espalda.

La señora Rizzoli asintió con la cabeza.

– Mala hierba. Demasiada violencia en su sangre. Como su tío Guido. Pazzo. amp;

– Más te vale andarte con cuidado con ése -me dijo la señora Kuchta-. ¿Te has fijado en su dedo meñique? A los diez años Kenny se cortó la punta del dedo meñique con el hacha de su padre. Quería comprobar si dolía.

– Adele Baggione me lo contó todo -intervino la señora Rizzoli-. Lo del dedo y muchas otras cosas. Adele dijo que estaba mirando por la ventana trasera de su apartamento y se preguntó qué iría a hacer Kenny con el hacha. Dijo que lo vio poner el dedo sobre el tocón que había al lado del garaje y cortárselo. Dijo que ni siquiera lloró. Dijo que se quedó allí, mirándolo y sonriendo. Se habría desangrado si Adele no hubiese llamado una ambulancia.

Eran casi las cinco cuando salí del salón de Clara. Cuanto más oía acerca de Kenny y de Spiro tanto más horrorizada me sentía. Cuando empecé la búsqueda creía que Kenny era un fanfarrón, y ahora me preocupaba que estuviese loco. Y Spiro no me parecía exactamente cuerdo.

Fui directamente a casa. Para cuando llegué a mi apartamento estaba tan asustada que abrí la puerta con una mano mientras con la otra sostenía el pulverizador de gas. Encendí las luces y me relajé un poco al ver que todo parecía estar en orden. La lucecita roja de mi contestador parpadeaba.

Era Mary Lou.

– Bueno, ¿de qué se trata? ¿Te has juntado con Kevin Costner o algo así? ¿Ya no tienes tiempo para llamarme?

Me quité la cazadora y marqué su número de teléfono.

– He estado ocupada -le dije-. Pero no con Kevin Costner.

– Entonces, ¿con quién?

– Con Joe Morelli.

– Mejor que mejor.

– No en ese sentido. He estado buscando a Kenny Mancuso, y no he tenido suerte.

– Pareces deprimida. Hazte la manicura.

– Ya me la he hecho, y no ha servido de nada.

– Entonces sólo queda una cosa por hacer.

– Ir de compras.

– Exactamente. Nos vemos en el centro comercial Quaker Bridge a las siete. En la zapatería de Macy's.

Cuando llegué, Mary Lou estaba totalmente abstraída contemplándose los zapatos.

– ¿Qué te parecen éstos?

Hizo una pirueta sobre unos botines negros de tacón de aguja.

Mary Lou mide un metro sesenta y cinco, su cuerpo se asemeja á una letrina de ladrillo, tiene una cabellera abundante, que esa semana era roja, y le gustan los pendientes de grandes aros y ese carmín que hace que los labios siempre parezcan húmedos. Llevaba seis años felizmente casada y tenía dos hijos. Sus crios me caían bien, pero por el momento me contentaba con un hámster. Con un hámster no hace falta una cesta para los pañales sucios.

– Me suenan -contesté-. Creo que la bruja Hazel llevaba zapatos como ésos cuando encontró a la pequeña Lulú cogiendo bayas en su jardín.

– ¿No te gustan?

– ¿Son para una ocasión especial?

– Para año nuevo.

– ¿Qué? ¿Sin lentejuelas?

– Deberías comprarte zapatos. Algo sexy.

– No necesito zapatos. Necesito unos prismáticos de visión nocturna. ¿ Crees que aquí podré encontrar unos?

– ¡Dios mío! -Mary Lou alzó un par de zapatos de ante color cereza y suela de plataforma-. Mira éstos. Si parece que los hubiesen hecho para ti.

– No tengo dinero. Ya me he gastado lo que me han pagado y espero otro cheque.

– Podríamos robarlos.

– Ya no hago esas cosas.

– ¿Desde cuándo?

– Desde hace mucho. De todos modos, nunca he robado nada grande, la única vez que robamos algo fueron chicles en la tienda de Sal, pero porque lo odiábamos.

– ¿Y qué hay de la chaqueta que le robaste al Ejército de Salvación?

– ¡Esa chaqueta era mía!

Cuando cumplí catorce años mi madre regaló mi chaqueta tejana preferida al Ejército de Salvación y Mary Lou y yo la rescatamos. A mi madre le dije que la había comprado, pero la verdad era que la habíamos mangado.

– Al menos deberías probártelos. -Mary Lou cogió a un vendedor de la manga-. Queremos éstos en un treinta y siete.

– No quiero zapatos nuevos. Necesito otras cosas. Necesito una pistola nueva. Joyce Barnhardt tiene una más grande que la mía.

– Ya entiendo.

Me senté y desaté los cordones de mis Doctor Martens.

– La he visto en el salón de Clara. Tuve que contenerme para no ahorcarla.

– Te hizo un favor. Tu ex era un pelmazo.

– Es malvada.

– Trabaja aquí, ¿sabes? En la sección de cosméticos. La vi maquillar a alguien antes de entrar. Pintarrajeó a una viejecita y la dejó hecha un monstruo.

Cogí los zapatos que me entregó el vendedor y me los puse.

– ¿A que son maravillosos? -dijo Mary Lou.

– Son bonitos, pero no puedo disparar contra nadie con ellos.

– Nunca disparas contra nadie. Bueno, de acuerdo, lo hiciste una vez.

– ¿Crees que Joyce Barnhardt tiene zapatos color cereza?

– Sé de buena fuente que Joyce Barnhardt calza un cuarenta y parecería una vaca con estos zapatos.

Me acerqué al espejo que había al fondo de la zapatería y admiré los zapatos. ¡Muérete de envidia, Joyce Barnhardt!, pensé.

Me volví para verlos por detrás y choqué con Kenny Mancuso.

Me asió con manos de hierro y tiró de mí, aplastándome contra su pecho.

– ¿Sorprendida de verme?

Me dejó muda.

– Eres como una patada en el culo -comentó-. ¿Crees que no te vi oculta tras los arbustos de la casa de Julia? ¿Crees que no sé que le contaste que me tiré a Denise Barkolowski? -Me zarandeó y mis dientes castañetearon-. Y ahora tienes entre manos un negocio con Spiro, ¿verdad? Os creéis muy listos.

– Deberías dejar que te llevara al juzgado. Si Vinnie asigna la tarea a otro agente de recuperación, puede que éste no sea muy amable contigo antes de entregarte.

– ¿No te habías enterado? Soy un tío especial, insensible al dolor. Lo más probable es que sea un jodido inmortal.

Vaya por Dios.

De pronto, en su mano apareció una navaja.

– No dejo de enviarte mensajes, pero no me haces caso. Puede que te corte una oreja, tal vez así me hicieses caso.

– No me asustas. Eres un cobarde. Ni siquiera te atreves a enfrentarte a un juez.

Ya había intentado esta táctica con otros tipos a los que tenía que pillar, y había funcionado.

– Claro que te asusto. Soy un tío que da miedo. -Me hizo un corte en la manga con la navaja-. Ahora, tu oreja -añadió, asiendo con fuerza mi chaqueta.

Mi bolso, con todos los chismes de una cazadora de fugitivos, se hallaba sobre la silla, al lado de Mary Lou, de modo que hice lo que habría hecho cualquier mujer inteligente y desarmada.

Abrí la boca y solté un alarido. Kenny se sobresaltó y de ese modo logré desviar su mano; perdí unos pocos cabellos, pero conservé la oreja.

– ¡Jesús! Me estás avergonzando, joder. -Kenny me empujó contra un escaparate, dio unos brincos hacia atrás y echó a correr.

Me levanté y lo seguí, pasando por encima de bolsos y ropa infantil. La adrenalina que circulaba por mis venas parecía haberse aliado con mi falta de sentido común. Oí a Mary Lou y al vendedor correr detrás de mí. Yo maldecía a Kenny y rezongaba por tener que perseguirlo con unos malditos zapatos de plataforma cuando choqué contra una anciana que estaba ante el mostrador de cosméticos y casi la tiro al suelo.

– ¡Caray! -grité-. ¡Lo siento!

– ¡Corre! -me gritó Mary Lou desde la sección de ropa infantil-. Coge a ese hijo de puta.

Me aparté de la anciana y choqué contra dos mujeres. Una era Joyce Barnhardt, con su uniforme de maquilladora. Las tres caímos al suelo, gruñendo y agitando los brazos y las piernas.

Mary Lou y el vendedor de zapatos se abrieron camino para separarnos y en la confusión Mary Lou dio un buen puntapié a Joyce detrás de la rodilla. Ésta rodó y chilló del dolor, mientras el vendedor me ayudaba a ponerme de pie.

Busqué a Kenny, pero había desaparecido.

– ¡Mierda! -exclamó Mary Lou-. ¿Era Kenny Mancuso?

Asentí con la cabeza e intenté recuperar el aliento.

– ¿Qué te dijo?

– Quería que quedáramos. Dijo que le gustaban los zapatos.

Mary Lou resopló.

El vendedor de zapatos sonrió y dijo:

– Si se hubiese probado unas zapatillas de deporte, lo habría pillado.

Sinceramente, no estaba segura de lo que habría hecho de haberlo atrapado. Él tenía una navaja, y yo, unos zapatos sexy.

– Llamaré a mi abogado. -Joyce se levantó-. ¡Me has atacado! Te pondré una demanda y te quitaré hasta la camisa.

– Fue un accidente. Estaba persiguiendo a Kenny y te pusiste en mi camino.

– Ésta es la sección de cosméticos -chilló Joyce-. No puedes andar por ahí, como una chiflada, persiguiendo a la gente.

– No me he comportado como una chiflada. Estaba haciendo mi trabajo.

– Claro que te comportaste como una chiflada. Eres una cretina. Tú y tu abuela estáis locas de remate.

– Bueno, al menos no soy una zorra.

Joyce abrió tanto los ojos que parecían dos pelotas de golf.

– ¿A quién estás llamando zorra?

– A ti. -Me incliné hacia ella-. Es a ti a quien estoy llamando zorra.

– Si yo soy una zorra, tú eres una ramera.

– Eres una mentirosa y una ladrona.

– Zorra.

– Puta.

– Bueno -interrumpió Mary Lou-. ¿Vas a comprarte esos zapatos, sí o no?


Cuando llegué a casa ya no estaba tan segura de haber hecho bien al comprar los zapatos. Me metí la caja bajo el brazo y abrí la puerta. Cierto, eran magníficos, pero eran color cereza. ¿Qué iba a hacer con unos zapatos color cereza? Tendría que comprarme un vestido a tono. ¿Y el maquillaje? Una no podía usar cualquier maquillaje con un vestido color cereza. Tendría que comprar una nueva barra de labios y un nuevo delineador de ojos.

Encendí la luz y cerré la puerta a mis espaldas. Dejé caer el bolso y los zapatos nuevos sobre la encimera de la cocina y di un respingo cuando sonó el teléfono. Demasiada excitación para un día, me dije. Estaba exhausta.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó la persona que llamaba-. ¿Tienes miedo ahora? ¿Te he hecho reflexionar?

Me dio un vuelco el corazón.

– ¿Kenny?

– ¿Has recibido mi mensaje?

– ¿A qué mensaje te refieres?

– Te dejé un mensaje en el bolsillo de la chaqueta. Es para ti y tu nuevo amiguito, Spiro.

– ¿Dónde estás?

Kenny colgó el auricular.

Mierda.

Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta y empecé a sacar cosas: un pañuelo usado de papel, una moneda de veinticinco centavos, la envoltura de una tableta de chocolate, un dedo.

Dejé caer todo y salí corriendo de la sala, exclamando:

– ¡Mierda, maldita sea, mierda!

Me dirigí a trompicones hacia el cuarto de baño y metí la cabeza en el inodoro para vomitar. Al cabo de unos minutos comprendí que no iba a vomitar (una pena, en realidad, pues así me habría deshecho del helado que había tomado con Mary Lou).

Me lavé las manos con mucho jabón y agua caliente y regresé de puntillas a la cocina. El dedo se encontraba en el suelo. Parecía embalsamado. Cogí el teléfono, levanté el auricular y, manteniéndome tan lejos del dedo como me era humanamente posible, marqué el número de Morelli.

– Ven ahora mismo.

– ¿Pasa algo malo?

– ¡Te he dicho que vengas!

Diez minutos más tarde, Morelli salía del ascensor.

– ¡Vaya, vaya, vaya! Mala señal si me esperas en el pasillo. -Miró la puerta de mi apartamento-. No tendrás un cadáver ahí dentro, ¿verdad?

– Digamos que parte de él.

– ¿Quieres explayarte?

– Hay un dedo en el suelo de mi cocina.

– ¿Está unido a algo, como una mano o un brazo?

– Es un dedo. Creo que pertenece a George Mayer.

– ¿Lo has reconocido?

– No, pero a George le falta uno. Verás, la señora Mayer estaba soltando su rollo sobre la logia de George y diciendo que quería que lo enterraran con su anillo, y mi abuela quiso examinar el anillo y mientras lo hacía rompió uno de los dedos de George. Resultó que era de cera. No sé cómo, pero Kenny entró en la funeraria esta mañana, dejó una nota sobre el escritorio de Spiro y le cortó el dedo a George. Luego, esta tarde, cuando yo estaba con Mary Lou en la zapatería del centro comercial, Kenny me amenazó. Seguro que antes de salir corriendo metió el dedo en mi bolsillo.

– ¿ Has estado bebiendo?

Le dirigí una mirada cargada de furia y señalé hacia la cocina.

– Cuando llegué a casa el teléfono sonó. Era Kenny, para decirme que me había dejado un mensaje en el bolsillo de la chaqueta.

– Y el mensaje era el dedo.

– Bingo.

– ¿Cómo llegó al suelo?

– Podría decirse que se cayó cuando fui al lavabo a vomitar.

Morelli cogió una servilleta de papel y la usó para recoger el dedo. Le di una bolsa de plástico. Dejó caer el dedo dentro de ésta, la cerró y se la metió en el bolsillo de la chaqueta. Se apoyó contra la encimera de la cocina y se cruzó de brazos.

– Empecemos desde el principio.

Le relaté todos los detalles, pero evité mencionar a Joyce Barnhardt. Le hablé de la nota escrita con letras plateadas que había recibido, de la K plateada en la pared de mi dormitorio, del destornillador, y añadí que me parecía que todo era obra de Kenny.

Cuando acabé, Morelli permaneció en silencio. Luego me preguntó si había comprado los zapatos.

– Sí.

– Enséñamelos.

Se los enseñé.

– Muy sexy. Creo que estoy excitándome.

Guardé apresuradamente los zapatos en la caja.

– ¿Tienes idea de a qué se refería Kenny al decir que Spiro tenía algo suyo?

– No. ¿Y tú?

– No.

– ¿Me lo dirías si la tuvieras?

– Posiblemente.

Morelli abrió la puerta de la nevera y puso cara de contrariedad.

– Se te ha acabado la cerveza.

– He tenido que escoger entre comida y zapatos.

– Has hecho bien.

– Apuesto a que todo esto tiene que ver con las armas robadas. Apuesto a que Spiro estaba implicado. Puede que por eso asesinaran a Moogey. Quizá se enteró de que Spiro y Kenny estaban robando armas del ejército, o puede que los tres lo hicieran y Moogey se rajara.

– Deberías alentar a Spiro, ya sabes, ir al cine con él, dejar que te coja de la mano.

– ¡Jamás! ¡Qué asco!

– Yo que tú, no dejaría que me viera con esos zapatos. Podría perder la chaveta. Creo que deberías reservarlos para mí. Y ponerte algo ceñido. Y un liguero. Definitivamente, esos zapatos han de ir con liguero.

Decidí que la siguiente vez que encontrase un dedo en mi bolsillo lo echaría al retrete.

– Me molesta que no hayamos logrado ver a Kenny, mientras que a él no parece costarle seguirme.

– ¿Qué aspecto tenía? ¿Se ha dejado crecer la barba? ¿Se ha teñido el cabello?

– Se parecía a sí mismo. No tenía aspecto de dormir en oscuros callejones. Estaba limpio, recién afeitado. No parecía hambriento. Llevaba ropa limpia. Parecía estar solo, y un poco… molesto. Dijo que soy como una patada en el culo.

– ¡No! ¿Tú como una patada en el culo? No entiendo por qué se le ocurriría algo así.

– En todo caso, no vive al día. Si vende armas, puede que tenga pasta. Tal vez se aloje en un motel lejos de aquí…, en New Brunswick o Burlington, o en Atlantic City.

– Hemos enseñado su foto en Atlantic City. Nada. A decir verdad, no hemos logrado seguirle la pista. El que se cabreara contigo es la mejor noticia de la semana. Ahora sólo tengo que seguirte y esperar a que actúe.

– ¡Qué bien! Me encanta servir de señuelo para dar caza a un mutilador homicida.

– No te preocupes. Cuidaré de ti.

Hice una mueca de desagrado.

– De acuerdo. -Morelli recuperó su expresión policial-. Se acabó el coqueteo y toda esa mierda. Necesitamos una conversación seria. Sé lo que se dice de los hombres de las familias Morelli y Mancuso… que somos vagabundos, borrachos y mujeriegos. Y tengo que reconocer que hay mucho de verdad en ello. El problema con esa clase de prejuicios generalizados es que dificulta las cosas para el ocasional buen chico… como yo…

Puse los ojos en blanco.

– Y tachan a un tío como Kenny de listo y de lechuguino congénito cuando en cualquier otra parte del planeta lo tacharían de psicópata. A los ocho años, Kenny prendió fuego a su perro y nunca mostró el menor remordimiento. Es un manipulador. Totalmente egocéntrico. Como es insensible al dolor, tiene una audacia sin límites. Y no es estúpido.

– ¿Es cierto que se cortó el dedo con el hacha de su padre?

– Es cierto. De haber sabido que estaba amenazándote, habría actuado de otro modo.

– ¿Cómo?

Morelli me miró fijamente por un instante antes de contestar.

– Te habría echado antes el discurso sobre la psi-copatología, para empezar. Y no te habría dejado a solas en un apartamento sin cerradura con la única protección de unos vasos.

– De hecho, no estaba segura de que fuera Kenny hasta que lo vi esta noche.

– A partir de ahóra ya no llevarás el pulverizador de gas en el bolso, sino en el cinturón.

– Al menos sabemos que Kenny se encuentra en la zona. Yo creo que se ha quedado por lo que sea que tiene Spiro. Kenny no se largará sin antes recuperarlo.

– ¿Pareció alterado Spiro por lo del dedo?

– Parecía… irritado… molesto. Le preocupaba que Con se enterase de que las cosas no funcionan muy bien. Spiro tiene planes. Espera adueñarse de la funeraria y vender franquicias.

Morelli esbozó una sonrisa de sorna.

– ¿Spiro espera vender franquicias de la funeraria?

– Sí. Como McDonald's.

– Puede que lo mejor sea dejar que Kenny y Spiro luchen entre sí y cuando haya acabado recoger los restos del suelo.

– Hablando de restos, ¿qué harás con el dedo?

– Veré si encaja con lo que queda del muñón de George Mayer. Y, mientras hago eso, le preguntaré sutilmente a Spiro qué está pasando.

– No creo que sea una buena idea. No quiere que la policía meta las narices en esto. No quiso informar de la mutilación ni de la nota. Si le hablas, me echará a patadas.

– ¿Qué sugieres?

– Dame el dedo. Mañana por la mañana se lo llevaré a Spiro y veré si consigo algo interesante.

– No puedo permitir que lo hagas.

– ¿Cómo demonios lo impedirás? Es mi dedo, maldita sea. Estaba en mi chaqueta.

– Dame un respiro. Soy poli. Tengo un trabajo que cumplir.

– Yo soy una cazadora de fugitivos y también tengo un trabajo.

– De acuerdo. Te daré el dedo, pero prométeme que me mantendrás informado. A la primera que vea que guardas secretos, me iré de la lengua.

– Bien. Ahora, devuélveme ese dedo y vete a tu casa antes de que cambies de opinión.

Sacó la bolsa de plástico del bolsillo de su chaqueta y la metió en el congelador.

– Por si acaso -dijo.

Cuando se hubo marchado cerré la puerta con llave y cerrojos y examiné todas las ventanas. Miré debajo de la cama y en todos los armarios. En cuanto tuve la certeza de que mi apartamento era seguro, me acosté y dormí a pierna suelta, con todas las luces encendidas.

El teléfono sonó a las siete de la mañana. Abrí los ojos, miré el despertador y luego el teléfono. A las siete de la mañana ninguna llamada puede ser buena. Según mi experiencia, siempre que te telefonean entre las once de la noche y las nueve de la mañana es para anunciar un desastre.

– Diga. ¿Qué pasa?

– Nada malo. -Era Morelli-. Al menos por el momento.

– Son las siete de la mañana. ¿Por qué me llamas a semejante hora?

– Tienes las cortinas corridas y quería asegurarme de que estás bien.

– Mis cortinas están corridas porque todavía estoy acostada. Pero ¿cómo sabes que están corridas?

– Estoy en tu aparcamiento.

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