Subí sigilosamente por las escaleras y solté un largo suspiro de alivio cuando me encontré a salvo en mi habitación cerrada con llave. No quería explicarle a mi madre por qué tenía el cabello hecho un nido de ratas para que pensase que había estado echándome un polvo en el Buick. Tampoco deseaba que, mediante su vista de rayos X, viese que mis braguitas estaban metidas en el bolsillo de la cazadora. Me desnudé sin encender la luz, me acosté y me tapé hasta la barbilla.
Desperté lamentando dos cosas: una, haberme marchado del puesto de observación y perder así la ocasión de pillar a Kenny; dos, haber perdido la oportunidad de usar el cuarto de baño y ser nuevamente la última de la fila.
Permanecí tumbada en la cama; escuché a mi familia entrar y salir del cuarto de baño… primero, mi madre, luego, mi padre y después de él, mi abuela. Al oír el crujido de los peldaños cuando la abuela Mazur bajó, me envolví en la bata acolchada color rosa que me habían regalado cuando cumplí dieciséis años y fui al lavabo. La ventana que había encima de la bañera estaba cerrada, pues fuera el aire era frío, con lo que el olor a crema para el afeitado y a enjuague bucal impregnaba el aire de dentro.
Me duché rápidamente, me sequé el cabello con una toalla y me puse téjanos y una sudadera de la Universidad de Rutgers. No tenía ningún plan especial para el día, aparte de vigilar a la abuela Mazur y seguir a Spiro. Eso, por supuesto, suponiendo que Kenny no se hubiera dejado capturar la noche anterior.
Bajé a la cocina y allí estaba Morelli, sentado a la mesa. A juzgar por los restos que había en su plato, acababa de comer huevos con beicon y pan tostado. Al verme, cogió su taza de café, se repantigó en la silla y me miró con expresión especulativa.
– Buenos días -dijo. Su voz sonaba tranquila y sus ojos no revelaban ningún secreto.
Me serví café en un tazón.
– Buenos días -respondí con tono de indiferencia-. ¿Qué hay?
– Nada. El cheque de tu comisión todavía anda por ahí.
– ¿Has venido a decirme eso?
– He venido por mi cartera. Creo que anoche la dejé en tu coche.
– Claro.
Con varias prendas de vestir.
Tomé un ruidoso sorbo de café y posé la taza sobre la encimera.
– Voy a buscarla -dije.
Morelli se levantó.
– Gracias por el desayuno -dijo a mi madre-. Ha estado estupendo.
Mi madre rebosaba de satisfacción.
– Puedes venir cuando te apetezca. Nos encanta que nos visiten los amigos de Stephanie.
Morelli me siguió fuera de la casa y aguardó mientras yo abría el coche y juntaba su ropa.
– ¿Es cierto lo que has dicho sobre Kenny? ¿No apareció anoche?
– Spiro se quedó hasta poco después de las dos. Parecía estar jugando con el ordenador. Eso fue lo único que Roche oyó. Ninguna llamada telefónica. Ninguna señal de Kenny.
– Spiro esperaba algo que no ocurrió.
– Eso parece.
El coche camuflado marrón se hallaba aparcado detrás de mi Buick.
– Veo que te han devuelto tu coche. -Tenías las mismas abolladuras y los mismos rasguños, y el parachoques todavía estaba en el asiento trasero-. Creí que habías dicho que estaban reparándolo.
– Así es. Repararon los faros. -Volvió la cabeza hacia la casa y luego me miró-. Tu madre está en la puerta, observándonos.
– Ya lo sé.
– Si no estuviese allí, te cogería y te sacudiría hasta que se te cayeran los empastes.
– Eso sería abuso de autoridad.
– No tiene nada que ver con ser poli. Tiene que ver con ser italiano.
Le di sus zapatos.
– De veras me gustaría participar en la captura.
– Hago lo que puedo para incluirte.
Nuestras miradas se encontraron. ¿Le creía? No.
Morelli buscó las llaves del coche en su bolsillo.
– Más vale que encuentres una buena explicación para tu madre. Querrá saber qué hace mi ropa en tu coche.
– No la sorprenderá. Siempre hay ropa de hombre en mi coche.
Morelli sonrió con malicia.
– ¿ Qué era esa ropa? -inquirió mi madre cuando entré en la casa-. ¿Pantalones y zapatos?
– Más vale que no lo sepas.
– Yo quiero saberlo -dijo la abuela Mazur-. Apuesto a que es de ordago.
– ¿Cómo está tu mano? -le pregunté-. ¿Te duele?
– Sólo cuando aprieto el puño, pero de todos modos esta venda es tan grande que no puedo hacerlo. Sería un engorro si fuese la mano derecha.
– ¿Tienes planes para hoy?
– Nada hasta la noche. Joe Loosey está todavía en la funeraria, y como sólo he visto su pene me gustaría ver el resto en el velatorio de las siete.
Mi padre se encontraba en la sala, leyendo el periódico.
– Cuando muera, quiero que me incineren -espetó-. Nada de velatorios para mí.
Mi madre, que estaba haciendo algo en la cocina, se volvió.
– ¿Desde cuándo? -preguntó.
– Desde que Loosey perdió su verga. No quiero arriesgarme. Quiero ir directamente al crematorio.
Mi madre puso delante de mí un plato lleno de revoltillo de huevo. Añadió beicon y pan tostado, y me sirvió un vaso de zumo.
Comí los huevos y reflexioné acerca de mis opciones. Podía encerrarme en la casa y hacer de nieta protectora. Podía llevar a la abuela conmigo mientras hacía de nieta protectora, o podía hacer mi trabajo y confiar en que ese día Kenny no hubiese incluido a la abuela en su lista.
– ¿Más huevos? -preguntó mi madre-. ¿Otra tostada?
– Ya tengo bastante.
– Estás en los huesos. Deberías comer más.
– No estoy en los huesos. Estoy gorda. No puedo abrochar el botón de arriba de mis téjanos.
– Tienes treinta años. A esa edad es normal ajamonarse un poco. Por cierto, ¿cómo es que todavía llevas téjanos? Las mujeres de tu edad no deberían vestirse como crías. -Se inclinó y examinó mi cara-. ¿Qué le pasa a tu ojo? Parece que está saltando otra vez.
De acuerdo, eliminaría la primera opción.
– Necesito vigilar a unas personas -comenté a la abuela Mazur-. ¿Quieres acompañarme?
– Supongo que sí. ¿Crees que se pondrá fea la cosa?
– No. Creo que será aburrido.
– Bueno, si quisiera aburrirme, me quedaría en casa. ¿A quién buscamos? ¿A ese desgraciado de Kenny Mancuso?
De hecho, pretendía aferrarme a Morelli. Supongo que indirectamente equivalía a lo mismo.
– Sí -respondí-. Buscamos a Kenny Mancuso.
– Entonces cuenta conmigo. Tengo algo pendiente con él.
Media hora más tarde estuvo lista para salir, con téjanos, chaqueta de esquiador y zapatos Doctor Martens.
Vi el coche de Morelli a una manzana de la funeraria de Stiva, en la calle Hamilton. No parecía que él estuviera dentro. Probablemente se encontrase con Roche, intercambiando anécdotas de la guerra. Aparqué detrás de su vehículo, con cuidado de no acercarme demasiado y destrozarle de nuevo los faros. Veía las puertas principal y lateral de la funeraria y la principal del edificio donde estaba Roche.
– Lo sé todo sobre esto de vigilar -declaró la abuela-. La otra noche en la televisión había unos detectives privados y lo contaron todo. -Metió la cabeza en el voluminoso bolso de lona que había llevado-. Tengo todo lo que necesitamos aquí. Revistas para matar el tiempo. Bocadillos y refrescos. Hasta un frasco.
– ¿Qué clase de frasco?
– Antes contenía aceitunas. -Me lo enseñó-. Es para poder hacer pis mientras vigilamos. Todos los detectives privados lo hacen.
– No puedo hacer pis en ese frasco. Sólo los hombres pueden hacerlo.
– ¡Maldición! ¿Por qué no me habré dado cuenta? Hasta tiré las aceitunas.
Leímos la revista y arrancamos unas recetas. Comimos los bocadillos y tomamos los refrescos. Después de esto último las dos tuvimos necesidad de ir al lavabo, de modo que nos tomamos un descanso y regresamos a casa de mis padres. Volvimos a Hamilton, aparcamos en el mismo espacio detrás de Morelli y seguimos esperando.
– Tienes razón. Esto es aburrido.
Jugamos al ahorcado, contamos coches y le arrancamos la piel a tiras a Joyce Barnhardt. Acabábamos de empezar a jugar a las veinte preguntas cuando miré por la ventana hacia el tráfico que se aproximaba y reconocí a Kenny Mancuso. Conducía un Chevrolet Suburban de dos colores casi tan grande como un autobús. Intercambiamos miradas de sorpresa durante el espacio del latido más largo de la historia.
– ¡Mierda! -grité, encendí torpemente el motor y me volví en el asiento para no perderlo de vista.
– ¡Mueve este trasto! -gritó la abuela-. No dejes que ese hijo de puta se escape.
Tiré violentamente de la palanca de cambio automático y estaba a punto de apartarme del bordillo cuando advertí que Kenny había cambiado de dirección en el cruce y se acercaba a nosotras. No había coches detrás de mí. Vi el Suburban virar hacia la acera y le dije a la abuela que se agarrara con fuerza.
El Suburban ciiocó contra la parte trasera del Buick, empujándonos hacia la parte trasera del coche de Morelli, que a su vez chocó con el que había delante. Kenny dio marcha atrás, pisó el acelerador a fondo y volvió a embestirnos.
– Vaya, esto se lleva las palmas -exclamó la abuela-. Soy demasiado vieja para saltar así. A mi edad los huesos son delicados.
Sacó del bolso un 45 de cañón largo, abrió bruscamente la puerta de su lado y se apeó.
– A ver si esto te enseña a comportarte -dijo al apuntar al Suburban.
Apretó el gatillo, del cañón salió una llamarada y el retroceso la hizo caer de culo.
Kenny pisó el acelerador a fondo y dio marcha atrás hasta el cruce y se alejó a toda velocidad.
– ¿Le he dado? -preguntó la abuela.
– No -respondí al tiempo que la ayudaba a levantarse.
– ¿Casi?
– Es difícil saberlo.
Se llevó una mano a la frente.
– Me he dado un golpe en la cabeza con ese maldito revólver. No esperaba que fuera tan fuerte el retroceso.
Revisamos el daño causado a los coches. El Buick estaba virtualmente intacto. Apenas un rasguño en el cromo del parachoques trasero. Delante tampoco había sufrido daño alguno.
El coche de Morelli, en cambio, parecía un acordeón. El techo y la tapa del maletero estaban arrugados y los faros, rotos. El primer coche de la fila había sido empujado unos metros, pero parecía en buenas condiciones. Una abolladura en el parachoques trasero; podía ser, o no, resultado del accidente.
Miré calle arriba, esperando que Morelli acudiera corriendo, pero no apareció.
– ¿Estás bien? -pregunté a la abuela Mazur.
– Claro. Le habría dado a ese asqueroso de no ser por mi herida. Tuve que disparar con una mano.
– ¿Dónde has conseguido ese 45?
– Mi amiga Elsie me lo prestó. Lo compró en un rastrillo privado cuando vivía en Washington, D.C. -Puso los ojos en blanco-. ¿Estoy sangrando?
– No, pero tienes un chichón en la frente. Creo que más vale que te lleve a casa para que descanses.
– Me parece una buena idea. Siento las rodillas como si fuesen de goma. Supongo que no soy tan dura como esos tipos de la tele. Se la pasan disparando y como si nada.
Metí a la abuela en el coche y le abroché el cinturón de seguridad. Miré los daños por última vez y me pregunté quién sería responsable de los desperfectos del primer coche de la fila. El daño era mínimo, pero dejé mi tarjeta de visita debajo del limpiaparabrisas por si el propietario descubría la abolladura y quería una explicación.
En el caso de Morelli no lo consideré necesario, pues de inmediato pensaría en mí.
– Cuando lleguemos a casa será mejor que no menciones el revólver -sugerí-. Ya sabes cómo se pone mamá con las armas.
– Estoy de acuerdo. Preferiría olvidarlo. Me cuesta creer que no le di a ese coche. Ni siquiera le reventé un neumático.
Mi madre enarcó las cejas al vernos entrar con paso vacilante.
– ¿Qué ha ocurrido ahora? -preguntó. Entrecerró los ojos y miró a la abuela-. ¿Qué le ha pasado a tu cabeza?
– Me golpeé con una lata de refresco. Un accidente.
Media hora después, Morelli llamó a la puerta.
– Quiero verte… fuera. -Me cogió de un brazo y tiró de mí.
– No fue culpa mía -dije-. La abuela y yo nos encontrábamos en el Buick, sin meternos con nadie, cuando Kenny llegó por detrás y chocó contra nosotros, por lo que el Buick chocó con tu coche.
– ¿Quieres repetir eso?
– Conducía un Suburban de dos colores. Nos vio a la abuela y a mí aparcadas en la calle Hamilton y nos embistió desde atrás. Por dos veces. Luego la abuela salió de un salto y le disparó y él se largó.
– Es la peor excusa que he oído en mi vida.
– ¡Es cierto!
La abuela asomó la cabeza.
– ¿Qué pasa aquí?
– Cree que me he inventado lo de que Kenny nos embistió con el Suburban.
La abuela cogió la bolsa de lona que estaba encima de la mesa del vestíbulo. Rebuscó, sacó el 45 de cañón largo y apuntó a Morelli.
– Joder! -exclamó Morelli; se agachó y le quitó el arma-. ¿Dónde diablos ha conseguido ese cañón?
– Me lo prestaron. Y lo usé para disparar contra el cabrón de tu primo.
Morelli estudió sus zapatos antes de hablar.
– Supongo que este revólver no está registrado, ¿verdad?
– ¿Qué quieres decir? ¿Dónde iban a registrarlo?
– Que se deshaga de él -me dijo Morelli-. Que no la vean.
Empujé a la abuela hacia adentro y cerré la puerta.
– Me aseguraré de que lo devuelve a su propietaria.
– Así que esa historia ridicula es cierta, ¿eh?
– ¿Dónde estabas? ¿Por qué no lo viste?
– Le di un descanso a Roche. Estaba vigilando la funeraria. -Echó un vistazo al Buick-. ¿Algún daño?
– Un rasguño en el parachoques trasero.
– Ni el ejército los hace así.
Se me ocurrió que era un buen momento para recordarle que yo aún podía ser de utilidad.
– ¿Investigasteis las pistolas de Spiro?
– Todas. Registradas, legales.
Vaya utilidad la mía.
– Stephanie -me llamó mi madre desde dentro-. ¿Estás fuera sin abrigo? Pillarás un resfriado de muerte.
– Hablando de muerte -continuó Morelli-, encontraron un cuerpo que encaja con el pie. Llegó flotando y se atascó en uno de los pilones del puente esta mañana.
– ¿Sandeman?
– Bingo.
– ¿Crees que Kenny está tan loco que quiere que lo atrapen?
– Creo que es menos complicado que eso. Todo empezó como una manera astuta de ganar mucho dinero. Algo no funcionó, la operación se jodio y Kenny no pudo manejarla. Ahora está tan tenso que busca a quien culpar… Moogey, Spiro, tú.
– Ha perdido la chaveta, ¿verdad?
– ¡Y cómo!
– ¿Crees que Spiro está tan chalado como Kenny?
– Spiro no está chalado. Spiro es insignificante
Cierto. Spiro era como un grano en el trasero del barrio. Eché un vistazo al coche de Morelli. No parecía en condiciones de llevarnos a ningún lado.
– ¿Quieres que te lleve a algún sitio?
– Me las ingeniaré.
A las siete el aparcamiento de la funeraria de Stiva ya estaba lleno y había coches a lo largo de dos manzanas. Aparqué en doble fila justo antes de la entrada de servicio y pedí a la abuela que entrara sin mí.
Se había puesto un vestido y el amplio abrigo azul y con su cabello color albaricoque se la veía muy pintoresca al subir los escalones que llevaban a la entrada principal. Llevaba su bolso de charol negro colgado del brazo y su mano vendada resaltaba, cual una bandera blanca, proclamando que era una de las heridas de la guerra contra Kenny Mancuso.
Rodeé la manzana por dos veces antes de encontrar un espacio para aparcar. Me dirigí a toda prisa hacia la funeraria, entré por la puerta lateral y me preparé para el claustrofóbico calor de invernadero y los murmullos de la concurrencia. Me juré que cuando todo aquello acabase nunca más entraría en una funeraria. Sin importar quién hubiese muerto. No me dejaría convencer. Aunque fueran mi madre o mi abuela. Tendrían que apañárselas sin mí.
Me aproximé a Roche, que, como siempre, estaba junto a la mesita del té.
– Veo que van a enterrar a tu hermano mañana por la mañana.
– Sí. Caray, voy a echar de menos este lugar. Voy echar de menos las galletas que ofrece ese roñoso; parecen serrín. Y voy a echar de menos el té. Me encanta el té. -Miró alrededor-. ¡Diablos!, no sé de qué me quejo. Me han dado misiones peores. El año pasado me tocó vigilar disfrazado de mendiga. Me asaltaron y me rompieron dos costillas.
– ¿Has visto a mi abuela?
– La vi entrar, pero la perdí entre la multitud. Supongo que quiere ver al tío al que le cortaron la… bueno, la cosa.
Agaché la cabeza y me dirigí hacia la sala donde velaban a Joe Loosey. Me abrí paso a codazos hasta el féretro y la viuda Loosey. Esperaba que la abuela estuviese en la zona reservada para los familiares más cercanos, pues después de haber visto la picha de Joe debía de considerarse como de la familia.
– Lamento su pérdida -dije a la señora Loosey-. ¿Ha visto a mi abuela?
Me miró alarmada.
– ¿Edna está aquí?
– La vi entrar hará diez minutos. He pensado que vendría a darle el pésame.
La señora Loosey posó una mano protectora sobre el féretro.
– No la he visto.
Seguí abriéndome paso y fui a la sala donde se encontraba el supuesto hermano de Roche. Había unas pocas personas en el otro extremo de la estancia. Dado el nivel de animación supuse que estarían hablando del pene de Joe Loosey. Pregunté si alguien había visto a la abuela Mazur. La respuesta fue negativa. Regresé al vestíbulo. Miré en la cocina, en el lavabo, en el porche lateral. Interrogué a todo el mundo que encontré en mi camino.
Nadie había visto a una viejecita con amplio abrigo azul.
Una sensación de alarma empezó a apoderarse de mí. La abuela no solía hacer esas cosas. Le gustaba estar al corriente. La había visto entrar por la puerta principal, por lo que sabía que estaba en la casa… o que había estado. No me pareció probable que hubiese vuelto a salir. No la había visto en la calle mientras buscaba un espacio para aparcar. Y no la imaginaba capaz de marcharse sin antes haber echado un vistazo a Loosey.
Subí y merodeé por las salas del primer piso, donde estaban los archivadores y almacenaban los ataúdes. Entreabrí la puerta de la oficina de la administración y encendí la luz. Estaba vacía. No había nadie en el cuarto de baño. No había nadie en el armario lleno de artículos de oficina.
Regresé al vestíbulo y vi que Roche ya no estaba junto a la mesa del té. Spiro se encontraba solo en la puerta principal, con cara de haber bebido vinagre.
– No encuentro a la abuela Mazur -le dije.
– Enhorabuena.
– No es divertido. Estoy preocupada.
– Deberías estarlo. Está chiflada.
– ¿La has visto?
– No. Y eso es lo único decente que me ha ocurrido en dos días.
– Creo que debería buscarla en las salas de atrás.
– No está allí. Cierro las puertas con llave en horas de visita.
– Puede ser muy ingeniosa cuando se le mete algo en la cabeza.
– Si hubiese logrado entrar en una de esas salas, no se habría quedado. Fred Dagusto está en la mesa número uno, y te aseguro que no es un espectáculo muy bonito. Ciento cuarenta horribles kilos de carne, más de lo que puede abarcar la vista. Tendré que embadurnarlo de grasa para meterlo con calzador en el ataúd.
– Quiero mirar en esas salas. Spiro consultó su reloj.
– Tendrás que esperar a que acabe la hora de visita. No puedo dejar a estos morbosos sin supervisión. Cuando hay tanta gente, algunos se largan con recuerdos. Como no vigiles la puerta trasera podrías perder hasta la camisa.
– No necesito un guía. Dame la llave. -Olvídalo. Soy responsable cuando hay un fiambre en las mesas. No pienso correr ningún riesgo después de lo de Loosey. -¿Dónde está Louie? -Es su día libre.
Salí al porche y miré al otro lado de la calle. Las ventanas del piso franco estaban a oscuras. Seguro que Roche se encontraba allí, escuchando y vigilando. Era posible que Morelli también. Me preocupaba la abuela Mazur, pero todavía no estaba dispuesta a mezclar a Morelli en eso. Por el momento más valía dejar que vigilara el exterior del edificio.
Bajé del porche y caminé hasta la entrada lateral. Inspeccioné el aparcamiento y me dirigí hacia los garajes de atrás, donde ahuequé las manos para ver a través de las ventanillas de los coches mortuorios, examiné el vehículo de las flores y golpeé la tapa del maletero del Lincoln de Spiro.
La puerta del sótano estaba cerrada con llave, pero la puerta de servicio que daba a la cocina se hallaba abierta. Entré y volví a registrar la casa; intenté abrir la puerta de la sala donde se embalsamaba a los cadáveres, pero estaba cerrada, como se me había advertido.
Entré en el despacho de Spiro y telefoneé a casa de mis padres.
– ¿Está allí la abuela Mazur? -pregunté.
– ¡Ay, Dios mío! -exclamó mi madre-. Has perdido a tu abuela. ¿Dónde estás?
– En la funeraria. Estoy segura de que la abuela está aquí, en alguna parte. Es sólo que hay tanta gente que me cuesta encontrarla.
– No está aquí.
– Si aparece, llámame a la funeraria de Stiva.
Marqué el número de Ranger y le conté mi problema; añadí que podría necesitar su ayuda.
Regresé adonde se hallaba Spiro y le dije que si no me dejaba hacer una visita a la sala de embalsamiento electrocutaría su inútil pellejo. Se lo pensó por un momento, giró sobre los talones y pasó frente a las salas de visita a grandes zancadas. Abrió de golpe la puerta del pasillo y me dijo que me apresurara.
– No está aquí -anuncié al regresar junto a Spiro, que mantenía la puerta abierta y miraba con ojos de lince por si detectaba bultos anormales en los abrigos que indicaran que un deudo había robado un rollo de papel higiénico. -¡Vaya sorpresa!
– El único lugar donde no he buscado es el sótano.
– No está en el sótano. Tiene la puerta cerrada con llave. Como ésta. -Me da igual.
– Escucha, seguro que se ha largado con otra vieja y ahora está en un restaurante volviendo loca a la camarera.
– Déjame entrar en tu sótano y te juro que ya no te molestaré.
– Eso suena bien.
Un anciano puso una mano sobre el hombro de Spiro.
– ¿Cómo está Con? ¿Ya ha salido del hospital?
– Sí. -Spiro pasó de largo, rozándolo-. Ha salido del hospital. Se reincorporará al trabajo el lunes de la semana que viene.
– Apuesto a que estás contento de que vuelva.
– Sí, estoy brincando de alegría.
Spiro cruzó el vestíbulo abriéndose paso entre los presentes, sin hacer caso de algunos y mostrándose amable con otros. Lo seguí hasta la puerta del sótano y esperé con impaciencia a que encontrara la llave adecuada. Yo estaba temerosa de lo que pudiese hallar al pie de la escalera.
Deseaba que Spiro tuviera razón. Deseaba que la abuela estuviese en algún restaurante con una de sus amigas, pero no me parecía probable.
Si la hubiesen sacado de la casa a la fuerza, Morelli o Roche habrían reaccionado. A menos que la hubiesen sacado por la puerta trasera. Ese era su punto débil. No obstante, lo compensaban con micrófonos ocultos. Y si los micrófonos funcionaban, Morelli y Roche me habrían oído buscar a la abuela y estarían haciendo lo suyo… fuera lo que fuese.
Encendí la luz de la escalera y llamé.
– ¡Abuela!
La caldera rugió en un rincón alejado y oí el murmullo de voces de las salas de arriba. Un pequeño círculo de luz iluminaba el suelo del sótano al pie de la escalera. Entrecerré los ojos y agucé el oído para detectar el menor sonido, por tenue que fuera.
De pronto, el corazón me dio un vuelco. Había alguien allí abajo. Lo sentía, como sentía el aliento de Spiro en mi nuca.
La verdad es que no soy heroica. Tengo miedo a arañas y a los extraterrestres y ocasionalmente siento la necesidad de mirar debajo de la cama por si acaso hay tíos babosos con garras. Si llegara a encontrar a uno saldría del apartamento, corriendo y gritando, y nunca regresaría.
– El contador está funcionando. ¿Vas a bajar, sí o no?
Saqué el 38 de mi bolso y bajé con él en la mano. Stephanie Plum, cazadora de fugitivos gallina, baja por las escaleras, peldaño a peldaño, casi ciega porque su corazón late con tanta fuerza que le enturbia la vista.
En el último peldaño hice lo posible por calmarme, tendí el brazo hacia la izquierda y pulsé el interruptor. Nada.
– Oye, Spiro, la luz no se enciende. Spiro se asomó desde arriba. -Debe de ser un cortocircuito. -¿Dónde está el cajetín? -A tu derecha, detrás de la caldera. Mierda. A mi derecha todo estaba oscuro. Metí la mano en el bolso para sacar la linterna, pero antes de que consiguiese hacerlo, Kenny surgió de entre las sombras. Me golpeó y caímos estrepitosamente al suelo; el impacto me dejó sin aliento; con la sacudida solté el 38 que salió volando en la oscuridad, más allá de mi alcance. Me levanté torpemente y recibí un golpe en el pecho. Sentí una rodilla en la espalda, que me presionaba contra el suelo, y el pinchazo de algo muy afilado en un lado del cuello.
– No te muevas, zorra -masculló Kenny-. Como te muevas un milímetro te clavaré este cuchillo en la garganta.
Oí que la puerta se cerraba y Spiro bajaba corriendo.
– ¿Kenny? ¿Qué diablos haces aquí? ¿Cómo has entrado?
– Por la puerta del sótano. Usé la llave que me diste. ¿Cómo, si no, iba a entrar?
– No sabía que pensaras regresar. Creí que lo habías guardado todo anoche.
– He vuelto para ver cómo iban las cosas. Quería estar seguro de que todo siguiese aquí. -¿Qué diablos quieres decir con eso? -Quiero decir que me pones nervioso. -¿Que yo te pongo nervioso? Ésa sí que es buena. ¡Mierda! Tú eres el caprichudo y dices que yo te pongo nervioso.
– ¿A quién llamas caprichudo? -Deja que te explique la diferencia entre tú y yo. Para mí esto es un negocio. Soy un profesional. Alguien robó los ataúdes, de modo que contraté a una experta para encontrarlos. No anduve por ahí disparándole a la rodilla a mi socio sólo porque estaba cabreado. Y no fui tan estúpido como para usar una jodida arma robada para matarlo y dejar que me pillara un poli que no estaba de servicio. No fui tan rematadamente loco como para creer que mis socios conspiraban contra mí. Nunca creí que se trataba de un jodido golpe de estado. Tampoco perdí la chaveta con la tía esta. ¿Sabes cuál es tu problema, Kenny? Que cuando se te mete una idea en la cabeza no hay quien te la quite. Te obsesionas y no ves nada más. Y siempre tienes que andar fanfarroneando. Pudiste deshacerte de Sandeman sin armar un follón, pero no, tenías que cortarle el jodido pie.
Kenny se echó a reír.
– Y ahora voy a decirte cuál es tu problema, Spiro. No sabes cómo divertirte. Siempre andas por la vida como un sepulturero. Deberías intentar clavar esa enorme aguja en algo vivo, para variar.
– Estás enfermo.
– Sí. Pero tú tampoco estás tan cuerdo. Has pasado mucho tiempo observando mi magia.
Oí a Spiro moverse a mi lado.
– Hablas demasiado.
– No importa. Esta puta no va a contárselo a nadie. Ella y su abuela van a desaparecer.
– Me parece bien. Pero no lo hagas aquí. No quiero mezclarme en eso.
Spiro cruzó la estancia, pulsó el interruptor general y las luces se encendieron.
Contra la pared había cinco ataúdes; la caldera, en medio, y una serie de cajones y cajas amontonados junto a la puerta trasera. No hacía falta ser un genio para adivinar el contenido de los cajones y las cajas.
– No lo entiendo -dije-. ¿Por qué trajiste eso aquí? Con volverá al trabajo el lunes. ¿Cómo vas a ocultárselo?
– El lunes ya habrá desaparecido -explicó Spiro-. Lo trajimos todo anoche, para hacer un inventario. Sandeman lo llevaba en su furgoneta y andaba vendiéndolo desde la parte trasera. ¡Joder! Fue una suerte que vieras el camión de la mueblería en la gasolinera de Delio. Al cabo de un par de semanas con Sandeman suelto, no nos habría quedado nada.
– No sé cómo lo metisteis, pero nunca podréis sacarlo. Morelli está vigilando la casa.
Kenny resopló.
– Saldrá como entró. En la furgoneta de la carnicería.
– Por Dios, no es una furgoneta de carnicería.
– Sí, es cierto, lo olvidé. Es un vagón dormitorio. -Kenny se puso de pie y me levantó de un tirón-. Los polis vigilan a Spiro y vigilan la casa. No vigilan el vagón dormitorio ni a Louie Moon. Al menos no a quien creen que es Louie Moon. Podríamos meter un chimpancé con sombrero allí dentro, que los polis creerían que es Louie Moon. Y el buenazo de Louie coopera muy bien. Sólo con darle una manguera y decirle que limpie, lo mantienes ocupado durante horas. No sabe quién conduce su maldito vagón dormitorio.
No estaba mal. Disfrazaron a Kenny para que pareciera Louie Moon, llevaron las armas y las municiones a la funeraria en el coche mortuorio, lo aparcaron en el garaje y lo único que tuvieron que hacer fue llevar los cajones del garaje al sótano, pasando por la puerta trasera. Y Morelli y Roche no veían la puerta trasera que daba al sótano. Y probablemente no oían nada de lo que ocurría en el sótano. No me parecía probable que Roche hubiese puesto escuchas allí.
– Bueno, ¿y qué hay de la vieja? -preguntó Spiro.
– Estaba en la cocina buscando una bolsita de té y me vio cruzar el césped.
La cara de Spiro se tensó.
– ¿Se lo ha contado a alguien?
– No. Salió como un bólido de la casa y me gritó por haberle clavado el picahielos en la mano. Me dijo que tenía que aprender a respetar a los ancianos.
Por lo que yo podía apreciar, la abuela no se encontraba en el sótano. Esperaba que eso significara que Kenny la había encerrado en el garaje. Si estaba allí, aún seguiría con vida y no la habría herido. Si la tenía escondida en el sótano, donde yo no pudiera verla, permanecía demasiado callada.
No quería pensar en las razones por las cuales estaría demasiado callada; preferí sustituir el pánico que me atenazaba el estómago por una emoción más constructiva. ¿Qué tal un razonamiento frío? No. No tenía ninguno a mano. ¿Qué tal un poco de astucia? Lo siento, hay escasez de eso. ¿Y la furia? ¿Tenía furia? ¡Joder, claro que sí! Tenía tanta rabia que no podía contenerla. Furia por la abuela, furia por todas las mujeres maltratadas por Mancuso, furia por los polis asesinados con las armas robadas. Sí, estaba furiosa, y tenía que valerme de ello.
– Y ahora, ¿qué? -pregunté a Kenny-. ¿Qué sigue? -Ahora te dejaremos para más tarde. Hasta que la funeraria se vacíe. Luego veremos de qué humor estoy. Tenemos un montón de opciones, puesto que estamos donde estamos. ¡Joder! Podría amarrarte a una mesa y embalsamarte mientras todavía estás viva. Sería divertido. -Presionó la punta del cuchillo contra mi nuca-. Andando. -¿Hacia dónde?
Con un gesto brusco de la cabeza señaló: -Al rincón.
Los ataúdes se hallaban amontonados en el rincón. -¿Hacia los ataúdes? Kenny sonrió y me empujó. -Nos encargaremos de ellos después. Entrecerré los ojos, escudriñé el rincón en sombras y advertí que los féretros no estaban apoyados contra la pared. Detrás de ellos había dos cajones frigoríficos para los cadáveres. Estaban cerrados; las bandejas de metal se hallaban detrás de las pesadas puertas.
– Estará bien oscuro allí -comentó Kenny-. Te dará tiempo para pensar.
El temor me recorrió la espina dorsal y sentí un nudo en el estómago. -La abuela Mazur… -Ahora mismo está en proceso de congelación.
– ¡No! ¡Déjala salir! Abre el cajón. ¡Haré lo que quieras!
– Lo harás de todos modos. Después de una hora ahí dentro apenas si podrás moverte.
Estaba bañada en lágrimas y sudor.
– Es una anciana. No supone una amenaza para ti. Suéltala.
– ¡Que no representa una amenaza! ¿Estás de broma? Esa vieja está loca de atar. ¿Sabes lo que me costó meterla en el cajón?
– Lo más probable es que ya esté muerta -intervino Spiro.
Kenny lo miró.
– ¿Lo crees?
– ¿Cuánto tiempo lleva allí?
Kenny miró su reloj.
– Unos diez minutos.
Spiro se metió las manos en los bolsillos.
– ¿Bajaste la temperatura?
– No. Sólo la metí dentro.
– No enfriamos los cajones cuando no se utilizan -explicó Spiro-. Así ahorramos electricidad. Ha de estar a temperatura ambiente.
– Sí, pero podría haber muerto de miedo. ¿Qué crees tú? ¿Crees que está muerta?
Un sollozo se me atascó en la garganta.
– La zorra se ha quedado muda. ¿Y si abrimos el cajón para ver si la vieja respira?
Spiro soltó el pestillo y abrió la puerta de golpe. Cogió la bandeja de acero inoxidable por el borde y la sacó lentamente, de modo que lo primero que vi fueron los zapatos de la abuela Mazur y luego su huesuda espinilla, seguida de su amplio abrigo azul; tenía los brazos tendidos rígidamente a los lados y las manos escondidas debajo de los dobleces del abrigo.
Una oleada de dolor me mareó. Respiré hondo y parpadeé para aclararme la vista.
Cuando la bandeja estuvo fuera, vi que la abuela miraba fijamente el techo con los ojos abiertos y la boca apretada, como si fuese de piedra.
Todos la miramos.
– Parece muerta, no hay duda -dijo Kenny-. Vuelve a meterla.
Una especie de silbido sonó en el rincón. Todos aguzamos el oído, expectantes. Vi que los ojos de la abuela se tensaban mínimamente. Otro silbido, más fuerte. ¡La abuela aspiraba aire a través de su dentadura postiza!
– Puede que no esté muerta todavía -dijo Kenny.
– Debiste bajar la temperatura -sugirió Spiro-. Este chisme alcanza los veinte grados bajo cero. No habría durado viva ni diez minutos.
La abuela hizo un leve movimiento.
– ¿Qué hace? -preguntó Spiro.
– Trata de levantarse -contestó Kenny-. Pero es demasiado vieja. No consigue que esos huesos artríticos respondan, ¿verdad, abuelita?
– Vieja -susurró ella-. Ya te daré yo, vieja.
– Mete el cajón -ordenó Kenny a Spiro-. Y pon la temperatura al mínimo.
Spiro empezó a meter la bandeja, pero la abuela empujó con los pies y la bandeja se detuvo. Tenía las rodillas dobladas y golpeaba el acero con los pies y el interior del cajón con las manos.
Spiro gruñó y acabó de meter la bandeja bruscamente, pero ésta se detuvo a unos centímetros del fondo y la puerta no se cerró.
– Se ha atascado. No puedo meterla hasta el fondo.
– Ábrela, a ver qué pasa.
Spiro volvió a sacar la bandeja lentamente.
La barbilla de la abuela apareció, luego su nariz, sus ojos. Tenía los brazos tendidos por encima de la
cabeza.
– ¿Quieres causarnos problemas, abuelita? -dijo Kenny-. ¿Estás atascando el cajón con algo?
La abuela Mazur no habló, pero vi que movía la boca y que sus dientes postizos rechinaban.
– Pon los brazos a los lados -le ordenó Kenny-. Deja de tocarme los huevos o perderé la paciencia.
La abuela se esforzó por sacar los brazos y finalmente liberó la mano vendada. La siguió la otra en la que tenía el 45 de cañón largo. Alzó el brazo y apretó el gatillo.
Todos nos echamos al suelo. Salvo la abuela, nadie se movió. Ella se sentó apoyándose en los codos y se tomó un momento para recuperar el equilibrio.
– Sé lo que estáis pensando -dijo-. ¿Tendrá más balas este revólver? Bueno, con tanta confusión, se me ha olvidado cuántas había. Pero, como es un Magnum 45, el revólver más poderoso del mundo, y como con él puedo volaros la tapa de los sesos, tendréis que preguntaros también si es vuestro día de suerte. ¿Y bien?
– ¡Cristo! -susurró Spiro-. Se cree Clint Eastwood, la puñetera.
La abuela disparó y una bombilla voló en pedazos.
– ¡Caray! -exclamó-. Seguro que algo le pasa a esta mira.
Kenny corrió hacia las cajas para coger un arma, Spiro corrió escaleras arriba y yo me arrastré boca abajo, lenta y cuidadosamente, en dirección a la abuela.
Otro disparo. Esta vez la bala pasó rozando a Kenny, pero se incrustó en una caja. Al instante se una explosión y una bola de fuego subió hacia el techo del sótano.
Me levanté de un salto y bajé a la abuela de la bandeja.
Otra caja explotó. Las llamas chisporroteaban en el suelo y a lo largo de los ataúdes. No sabía qué demonios había estallado, pero me pareció que teníamos suerte de que no nos tocara ninguno de los fragmentos que volaban por el aire. El humo subió en espiral desde las cajas en llamas, oscureciendo la estancia.
Me escocían los ojos. Tiré de la abuela, la arrastré hacia la puerta trasera y la empujé en dirección al patio.
– ¿Estás bien? -le pregunté.
– Iba a matarme. Y a ti también.
– Sí.
La abuela se volvió y miró la casa.
– Es una suerte que no todos sean como Kenny. Es una suerte que algunos seres humanos sean decentes.
– Como nosotras.
– Sí, supongo que sí, pero yo estaba pensando en Harry el Sucio.
– Vaya discursito.
– Siempre quise pronunciarlo. Supongo que no hay mal que por bien no venga.
– ¿Puedes ir tú sola hasta el frente del edificio? ¿Puedes buscar a Morelli y decirle que estoy aquí?
La abuela se dirigió con paso vacilante hacia la entrada de coches.
– Si está allí, lo encontraré.
Cuando salimos pitando, Kenny se encontraba en el otro extremo del sótano. O bien había subido o bien aún seguía allí, arrastrándose e intentando llegar a la puerta trasera. Yo apostaba por esto último. Arriba había demasiada gente.
Me encontraba de pie a unos cinco metros de la puerta y no estaba segura de lo que haría si Kenny aparecía. No tenía pistola ni pulverizador de gas. Ni siquiera una linterna. Lo mejor sería que me largara y me olvidase de Kenny. La comisión no merecía la pena, me dije.
Pero ¿a quién quería engañar? No se trataba de dinero. Se trataba de la abuela.
Se produjo otra pequeña explosión y las llamas salieron por las ventanas de la cocina. En la calle la gente gritaba, y oí las sirenas a lo lejos. De la puerta del sótano surgió una columna de humo y revoloteó en torno a una forma humana. Una criatura horripilante, recortada contra el fuego. Kenny.
Se inclinó, tosió y abrió la boca en busca de aire. Sus manos colgaban a los costados. No me parecía que pudiera encontrar un arma. Qué suerte. Lo vi mirar a un lado y a otro y avanzar directamente hacia mí. El corazón casi se me salió del pecho, hasta que me di cuenta de que él no me veía. Me encontraba entre las sombras, cortándole el camino. Su intención era rodear el garaje y desaparecer en los callejones del barrio.
Avanzó furtivamente y en silencio, entre el rugido del fuego. Se hallaba a un metro y medio de mí cuando me vio. Se detuvo en seco, sobresaltado, y nuestras miradas se encontraron. Lo primero que pensé fue que huiría corriendo, pero en lugar de eso se arrojó sobre mí maldiciendo y ambos caímos, pateando y arañando. Le di un buen rodillazo y le metí un pulgar en un ojo.
Dejó escapar un grito, se apartó e intentó incorporarse. Tiré de su pie y volvió a caer, golpeándose las rodillas. Seguimos rodando en el suelo, pateando, arañando y maldiciendo.
Él era más grande y fuerte que yo, y probablemente estaba más chiflado. Aunque respecto de esto último hay quien piensa lo contrario. Pero yo contaba con la ventaja de mi furia. Kenny estaba desesperado, pero yo estaba cabreadísima.
No quería limitarme a detenerle… quería hacerle daño. No está muy bien, lo reconozco. Nunca me había considerado mezquina y vengativa, pero ¿qué le iba a hacer?
Apreté fuertemente los puños y los descargué sobre él. Oí un crujido y un resoplido y lo vi agitar los brazos en la oscuridad.
Lo cogí de la camisa y grité pidiendo ayuda.
Sus manos me rodearon el cuello y sentí su aliento caliente en la cara.
– Muérete -dijo entre dientes.
Quizá, pero él lo haría conmigo. Me aferraba a su camisa con todas mis fuerzas. Para escaparse tendría que quitársela. Si me asfixiaba y perdía el conocimiento, no podría separar mis dedos de la tela.
Estaba tan concentrada en no soltarlo que no advertí la presencia de Morelli.
– ¡Suéltalo! -me gritaba en el oído.
– ¡Escapará!
– No va a escapar. Lo tengo.
Miré más allá de Morelli y vi a Ranger y Roche doblar la esquina de la casa seguidos de dos polis.
– ¡Quítamela de encima! -chilló Kenny-. ¡Mierda! ¡Esta y su jodida abuela son unas malditas bestias!
Oí otro crujido en la oscuridad y sospeché que Morelli había roto accidentalmente algo perteneciente a Kenny. Como su nariz, tal vez.