11

Morelli abrió bruscamente la puerta de la furgoneta, arrojó el sobre sobre el asiento y con tono de impaciencia me pidió que me apresurara. Su expresión era serena, pero sentí las vibraciones de furia que irradiaban de su cuerpo.

– ¡Maldito sea! -Morelli puso bruscamente la primera-. Cree que esto es muy divertido. El y sus malditos juegos. De niño me contaba lo que había hecho. Nunca supe qué era verdad y qué se había inventado. No estoy seguro de que él mismo lo supiera. Quizá todo fuese cierto.

– ¿Decías en serio eso de que es un asunto para la policía?

– A Correos no le gusta que se envíen partes del cuerpo humano por diversión.

– ¿Por eso saliste pitando de casa de mis padres?

– Salí pitando porque no creí que pudiese aguantar dos horas sentado a la mesa mientras todos pensaban que la polla de Joe Loosey se encontraba en la nevera al lado del puré de manzana.

– Te agradecería que no hablaras de esto. No quisiera que la gente tuviera una impresión equivocada de mí y del señor Loosey.

– Tu secreto está a salvo.

– ¿ Crees que deberíamos contárselo a Spiro?

– Creo que tú deberías contárselo. Que crea que ambos estáis metidos en esto. Puede que así te enteres de algo.

Morelli se detuvo frente a la ventanilla del Burger King y compró dos menús para llevar. Cerró la ventanilla, se unió al tráfico y la furgoneta se impregnó inmediatamente del olor de Norteamérica.

– No es carne asada -dijo Morelli.

Cierto; pero, a excepción del postre, la comida es comida. Metí la paja en mi batido y rebusqué en la bolsa hasta encontrar las patatas fritas.

– Esas cosas que te contaba Kenny… ¿a qué se referían?

– Nada que quieras oír. Nada que yo quiera recordar. Pura mierda, enfermiza.

Cogió un puñado de patatas.

– No me has explicado cómo localizaste a Kenny en el motel.

– Probablemente no debería divulgar mis secretos profesionales.

– Probablemente deberías hacerlo.

De acuerdo, había llegado el momento de las relaciones públicas. El momento de aplacar a Morelli con información inútil. Y con la ventaja añadida de que lo implicaría en una actividad ilegal.

– Entré en el apartamento de Spiro y registré su basura. Encontré unos números de teléfono, los investigué y entre ellos estaba el del motel.

Morelli se detuvo en un semáforo y se volvió hacia mí. En la oscuridad me resultaba imposible leer su expresión.

– ¿Entraste en el apartamento de Spiro? ¿Por medio de una puerta accidentalmente abierta?

– Mediante una ventana rota por un bolso.

– ¡Mierda, Stephanie! Eso es allanamiento de morada. A la gente la detienen por eso. La encarcelan.

– Fui cuidadosa.

– Eso hace que me sienta mucho mejor.

– Creo que Spiro pensará que lo hizo Kenny y no informará a la policía.

– De modo que Spiro sabía dónde se alojaba ese hijo de puta. Me sorprende que Kenny no fuese más prudente.

– Spiro tiene un aparato en el teléfono de la funeraria con el que identifica el número de las llamadas que recibe. Puede que Kenny no supiera que estaba delatándose.

El semáforo pasó a verde, Morelli avanzó e hicimos el resto del trayecto en silencio. Entró en el aparcamiento, estacionó y apagó sus faros.

– ¿Quieres entrar o prefieres estar fuera de esto?

– Prefiero mantenerme fuera. Te esperaré aquí.

Cogió el sobre con el pene y una bolsa de comida.

– Lo haré tan rápido como pueda.

Le di el papel con la información sobre las pistolas y las municiones que había encontrado en el apartamento de Spiro.

– Encontré armas en el dormitorio de Spiro. Quizá te interese averiguar si son de Braddock.

No es que me muriera por ayudarlo cuando sabía que me ocultaba información, pero no podía seguirles la pista sola; además, si eran robadas, Morelli me debería una.

Lo observé correr hacia la puerta lateral. Esta se abrió y dibujó un efímero rectángulo de luz en la fachada de ladrillo, que estaba a oscuras. Se cerró y desenvolví mi hamburguesa con queso; me pregunté si Morelli tendría que pedir a alguien que identificase la prueba. Louie Moon o la señora Loosey, por ejemplo. Esperaba que fuese lo bastante sensato como para quitar el imperdible antes de levantar la tapa a fin de enseñársela a la señora Loosey.

Engullí la hamburguesa y las patatas fritas y seguí con el batido. No había actividad en el aparcamiento ni en la calle, y el silencio en la furgoneta me resultaba ensordecedor. Me escuché respirar un rato, registré la guantera y los bolsillos laterales. Según el reloj del tablero, hacía diez minutos que Morelli se había ido. Acabé el batido y metí todos los papeles en la bolsa. ¿Qué podía hacer a continuación?

Eran casi las siete. La hora en que las visitas comenzaban a llegar a la funeraria de Spiro. El momento perfecto para hablarle de la polla de Loosey. Por desgracia, estaba atrapada en la furgoneta de Morelli, sin poder hacer nada. El destello de las llaves en el encendido atrajo mi atención. Quizá fuese buena idea tomar la furgoneta prestada para ir a la funeraria. Se trataba de trabajo y, después de todo, ¿cómo iba a saber cuánto tardaría Morelli con el papeleo? ¡Podía estar horas atrapada allí! Seguro que Morelli me estaría agradecido por hacer el trabajo. Por otro lado, como saliera y no encontrase su furgoneta, la cosa podría ponerse muy fea.

Rebusqué en mi bolso y saqué un rotulador negro. No encontré papel, de modo que escribí en un lado de la bolsa de comida. Di marcha atrás, deposité la bolsa en el lugar vacío, me senté de un salto al volante y me largué.

En la funeraria de Stiva las luces centelleaban y en el porche delantero había un grupo de personas. Stiva siempre atraía a un montón de gente los sábados. El aparcamiento se encontraba lleno y todos los espacios para aparcar en dos manzanas estaban ocupados, por lo que fui hasta la entrada reservada a los coches mortuorios. Sólo tardaría unos minutos y, además, una grúa no se llevaría una furgoneta con un escudo de la policía en la luna trasera.

Spiro me vio y se volvió para mirarme. Su primera reacción fue de alivio y la segunda, la reservó para mi vestido.

– ¿Quién te viste, tu enemigo?

– Tengo una noticia para ti.

– ¿Ah, sí? Bueno, yo también tengo noticias para ti. -Con un movimiento de la cabeza señaló su oficina-. Ven.

Cruzó a toda prisa el vestíbulo, abrió bruscamente la puerta y la cerró de golpe a sus espaldas.

– Ese cretino de Kenny es un verdadero cabrón. ¿Sabes lo que ha hecho ahora? Se metió en mi apartamento.

Abrí los ojos fingiendo sorpresa.

– ¡No!

– ¿Puedes creértelo? Rompió una maldita ventana.

– ¿Por qué iba a romper una ventana y entrar por la fuerza en tu apartamento?

– Porque está chiflado.

– ¿Estás seguro de que fue Kenny? ¿Faltaba algo?

– Claro que fue Kenny. ¿Quién, si no? No robaron nada. El vídeo sigue allí. Mi cámara, mi dinero, mis joyas… no tocaron nada. Fue Kenny, seguro. Ese jodido y chiflado gilipollas.

– ¿Has informado a la policía?

– Lo que hay entre Kenny y yo es privado. Nada de policías.

– Puede que tengas que cambiar de planes.

Spiro me miró fijamente y entrecerró los ojos.

– ¿ Ah, sí?

– ¿Te acuerdas de lo que le ocurrió al pene del señor Loosey?

– Sí, ¿y qué?

– Kenny me lo envió por correo.

– Joder!

– Por correo expreso.

– ¿Dónde está ahora?

– La policía lo tiene. Morelli estaba conmigo cuando abrí el paquete.

– ¡Mierda! -De un puntapié envió la papelera al otro extremo del despacho-. Mierda, mierda, mierda, mierda.

– No veo por qué te alteras tanto -susurré con tono tranquilizador-. En mi opinión esto es problema del chalado de Kenny. Después de todo, tú no has hecho nada malo.

Sigúele la corriente, me dije, a ver adonde va.

Spiro dejó de rezongar y me miró. Me pareció oír cómo encajaban los diminutos engranajes de su cabeza.

– Cierto -contestó-. No he hecho nada malo. Yo soy la víctima. ¿Sabe Morelli que fue Kenny quien envió el paquete? ¿Había una nota? ¿Un remite?

– Ninguna nota. Ningún remite. Es difícil saber qué sabe Morelli.

– ¿Le has dicho que lo envió Kenny?

– No tengo ninguna prueba de que haya sido él pero la cosa estaba embalsamada, de modo que la policía investigará en las funerarias. Supongo que querrán saber por qué no informaste del… robo.

– Quizá debería decir la verdad. Decirle a la policía que Kenny está realmente chiflado. Hablarles del dedo y de mi apartamento.

– ¿Qué hay de Con? ¿También a él vas a decirle la verdad? ¿Todavía está en el hospital?

– Hoy ha regresado a casa. Una semana de recuperación y a trabajar a tiempo parcial.

– No va a sentirse muy contento cuando se entere de que a sus clientes les han trinchado partes del cuerpo.

– Y que lo digas. He oído ese disparate suyo de que «el cuerpo es sagrado» suficientes veces como para que me dure tres vidas. A ver, ¿a qué viene tanto lío? El pobre Loosey ya no está en condiciones de utilizar su polla.

Spiro se dejó caer en el sillón de ejecutivo detrás del escritorio y se repantigó. La máscara de cortesía desapareció de su rostro y su piel cetrina se tensó sobre los pómulos y los dientes puntiagudos. Tenía más aspecto de roedor que nunca. Furtivo, de aliento apestoso, maligno. Resultaba imposible saber si era roedor de nacimiento o si años de soportar las provocaciones en el patio del colé habían hecho que su alma se adaptará a su rostro.

Spiro se inclinó.

– ¿Sabes cuántos años tiene Con? Sesenta y dos. Cualquier otra persona estaría pensando en la jubilación, pero Constantine Stiva, no. Cuando yo haya muerto por causas naturales Stiva seguirá vivo, el mismo pelotillero de siempre. Es como una serpiente, con el corazón latiéndole a doce pulsaciones por minuto. Absorbiendo formaldehído como si fuese el elixir de la vida. Aferrado a la vida, sólo para cabrearme. Debió de tener cáncer en lugar de la espalda cascada. ¿De qué sirve la espalda cascada? Uno no se muere de tener la espalda cascada.

– Yo creía que tú y Con os llevabais bien.

– Me vuelve loco. El y sus reglas y su gazmoñería. Deberías verlo en la sala de embalsamamiento; todo tiene que hacerse exactamente como él quiere, a la perfección. Parece un jodido altar. Constantine Stiva en el altar a los jodidos muertos. ¿Sabes lo que pienso yo de los muertos? Creo que apestan.

– ¿Por qué trabajas aquí?

– Por el dinero que se puede ganar, nena. Y me gusta el dinero.

Me contuve, a fin de no echarme para atrás. El lodo y la baba del cerebro de Spiro se derramaban por cada orificio de su cuerpo, chorreaban por el cuello de su camisa de sepulturero, impecablemente blanca.

– ¿Has tenido noticias de Kenny desde que se metió en tu apartamento?

– No. -Spiro se puso melancólico-. Antes éramos amigos. El, Moogey y yo lo hacíamos todo juntos. Luego Kenny se alistó en el ejército y cambió. Creía que era más listo que los demás. Tenía un montón de ideas grandiosas.

– ¿Como qué?

– No puedo contártelas, pero eran grandiosas. No es que yo no pudiera tener ideas grandiosas también, pero estoy ocupado con otras cosas.

– ¿Te incluyó en esas ideas? ¿Hicisteis dinero con ellas?

– A veces me incluía. Con Kenny nunca se sabía. Era astuto. Guardaba secretos y uno no se enteraba. Era así con las mujeres. Todas creían que era un tío genial. -Spiro esbozó una sonrisa repugnante-. Nos hacían reír cuando actuaba como el novio fiel cuando estaba tirándose a cuanta tía veía. De veras engatusaba a las mujeres. Incluso ahora, cuando las muele a golpes, ellas regresan pidiendo más. Tenía algo. Le he visto quemarlas con cigarrillos y clavarles alfileres, y ellas siguen aguantándolo todo.

La hamburguesa con queso se removió en mi estómago. No sabía quién era más repugnante, si Kenny, por clavar alfileres a las mujeres, o Spiro, por admirarlo.

– Debería irme. Tengo cosas que hacer.

Como fumigar mi cerebro después de haber escuchado a Spiro.

– Espera un momento. Quería hablarte de la seguridad. Eres experta en eso, ¿no?

No era experta en nada.

– Sí.

– Entonces, ¿qué debo hacer con Kenny? Se me ha ocurrido que podría contratar a un guardaespaldas. Sólo por la noche. Alguien que cierre conmigo y se asegure de que llegue sin problemas a mi apartamento. Creo que tuve suerte de que Kenny no estuviese esperándome en mi casa.

– ¿Le tienes miedo?

– Es como el humo. No hay manera de ponerle la mano encima. Siempre está acechando en las sombras. Observa a la gente. Hace planes. -Nuestras miradas se encontraron-. No lo conoces. A veces es un tío divertido y a veces es el cabrón más grande que existe. Créeme, lo he visto actuar y no te gustaría estar entre sus manos.

– Ya te lo he dicho… no me interesa encargarme de tu seguridad.

Sacó un fajo de billetes de viente dólares del cajón superior del escritorio y los contó.

– Cien dólares por noche. Lo único que tienes que hacer es asegurarte de que llegue a mi apartamento a salvo. A partir de allí ya me cuidaré solo.

De pronto vi cuan útil sería vigilar a Spiro. Estaría allí si Kenny se presentaba, tendría la posibilidad de sacarle información a Spiro y podría registrar su casa cada noche, legalmente. De acuerdo, estaba vendiéndome, pero, ¡qué diablos!, podría ser peor. Habría podido venderme por cincuenta dólares.

– ¿Cuándo empiezo?

– Esta noche. Cierro a las diez. Te quiero aquí cinco minutos antes.

– ¿Por qué yo? ¿Por qué no te consigues un tío alto y fuerte?

Spiro volvió a guardar el dinero en el cajón.

– Parecería un maricón. Así, la gente creerá que andas tras de mí. Es mejor para mi imagen. A menos que sigas poniéndote vestidos como ése. Eso haría que me lo pensara mejor.

Maravilloso.

Salí del despacho y divisé a Morelli, con las manos en los bolsillos y apoyado contra la pared junto a la puerta, obviamente cabreado. Me vio, pero su expresión no cambió, aunque su respiración pareció agitarse. Me esforcé por sonreír, crucé a toda prisa el vestíbulo y salí antes de que Spiro nos descubriese juntos.

– Veo que has recibido mi mensaje -comenté cuando llegamos a su furgoneta.

– No sólo me robaste la furgoneta, sino que la aparcaste en un lugar prohibido.

– Tú lo haces todo el tiempo.

– Sólo cuando se trata de asuntos oficiales de la policía y no me queda más remedio… O cuando llueve.

– No veo por qué estás tan alterado. Querías que hablara con Spiro y eso fue lo que hice. Vine y hablé con él.

– Para empezar, tuve que pedir a un coche patrulla que me trajera. Y, lo que es más importante, no me gusta que andes por ahí sola. No quiero perderte de vista hasta que pillemos a Mancuso.

– Me conmueve tu preocupación por mi seguridad.

– La seguridad no tiene mucho que ver con esto, cariño. Tienes la increíble habilidad de topar con la gente que buscas y eres una inepta cuando se trata de detenerla. No quiero que eches a perder otro encuentro con Kenny. Quiero estar seguro de hallarme presente la próxima vez que tropieces con él.

Subí a la furgoneta y dejé escapar un suspiro. Cuando alguien tiene razón, tiene razón. Y Morelli tenía razón. Como cazadora de fugitivos aún no estaba a la altura.

Guardamos silencio camino de mi apartamento. Conocía esas calles como la palma de mi mano. A menudo las recorría sin pensar y de repente me daba cuenta de que me encontraba en mi aparcamiento, preguntándome cómo demonios había llegado. Esa noche presté más atención. Si Kenny se hallaba ahí fuera, no quería dejar de verlo. Según Spiro, Kenny era como el humo, vivía en las sombras. Me dije que se trataba de una versión romántica. Kenny no era sino una especie corriente de psicópata que andaba por ahí, a hurtadillas, y se creía primo segundo de Dios.

El viento arreció y empujó las nubes, que ocultaban por momentos la luna plateada. Morelli se detuvo al lado del Buick y apagó el motor. Tendió un brazo y jugueteó con el cuello de mi rebeca.

– ¿Tienes planes para esta noche?

Le hablé del trato que había hecho con Spiro para hacer las veces de guardaespaldas.

Morelli se limitó a mirarme.

– ¿Cómo te las arreglas? ¿Cómo consigues meterte en estas situaciones? Si supieras lo que haces, serías una verdadera amenaza.

– Supongo que soy afortunada, sencillamente. -Miré mi reloj. Eran las siete y media y Morelli seguía de servicio-. Trabajas mucho. Creía que los polis tenían turnos de ocho horas.

– La brigada contra el vicio es flexible. Trabajo cuando tengo que hacerlo.

– No tienes vida privada.

Se encogió de hombros.

– Me gusta mi trabajo. Cuando necesito descansar me largo un fin de semana a la costa o una semana a las islas.

¡Qué interesante! Nunca se me ocurrió que Morelli fuese de esas personas que iban a «las islas».

– ¿Qué haces cuando vas a las islas? ¿Qué te atrae?

– Me gusta el submarinismo.

– ¿Y en la costa? ¿Qué haces en la costa de Nueva Jersey?

Morelli sonrió maliciosamente.

– Me escondo debajo del paseo entablado y abuso sexualmente de mí mismo. Cuesta perder las viejas costumbres.

A mí me costaba imaginar a Morelli haciendo submarinismo en Martinica, pero la imagen de Morelli abusando sexualmente de sí mismo debajo del paseo entablado me resultaba clara como el cristal. Lo veía como un calenturiento chiquillo de once años, a las puertas de los bares de la playa, escuchando las bandas, admirando a las mujeres con sus tops y sus diminutos shorts. Y más tarde, metiéndose debajo del paseo entablado con su primo Mooch, los dos haciéndose una paja antes de reunirse con el tío Manny y la tía Florence para regresar en coche al bungalow de la urbanización Seaside Heights. Dos años más tarde, habría sustituido a su primo Mooch por su prima Sue Ann Beale, pero la rutina sería la misma.

Empujé la puerta de la furgoneta y bajé. El viento silbaba alrededor de las antenas de Morelli y me azotó la falda. El cabello, enmarañado, me cubrió el rostro.

En el ascensor, intenté recogérmelo en una coleta con una goma que encontré en el bolsillo de la rebeca. Morelli me observaba con curiosidad. Cuando se abrieron las puertas salió al pasillo. Esperó un rato mientras yo buscaba mis llaves.

– ¿Spiro tiene miedo? -preguntó.

– Lo bastante como para contratarme para protegerlo.

– Puede que sea un truco para meterte en su apartamento.

Entré en el vestíbulo de mi casa, encendí la luz y me quité la rebeca.

– Pues le sale caro el truco.

Morelli se dirigió directamente hacia la tele y puso el canal deportivo. Las camisetas azules de los Rangers aparecieron en la pantalla. Los Caps jugaban como locales, con camiseta blanca. Miré cómo la cámara se apartaba de una cara y fui a la cocina a ver si tenía mensajes en el contestador.

Había dos. El primero era de mi madre; llamaba para decirme que se había enterado de que en el First National Bank había puestos de cajera y que me lavara las manos si tocaba al señor Loosey. El otro era de Connie. Vinnie había vuelto de Carolina del Norte y quería que fuera al despacho al día siguiente. Que ni lo sueñe, pensé. Vinnie estaba preocupado por el dinero de la fianza de Mancuso. Si iba a verlo, me quitaría el caso de Mancuso y se lo daría a alguien con mayor experiencia.

Apagué el contestador, cogí una bolsa de patatas fritas de la alacena y un par de cervezas de la nevera. Me repantigué al lado de Morelli en el sofá y puse la bolsa de patatas entre los dos. Mamá y papá un sábado por la noche.

El teléfono sonó a mitad de la primera parte.

– ¿Qué tal? -preguntó la persona que llamaba-. ¿Lo estáis haciendo al estilo de los perros, tú y Joe? Me han dicho que eso le gusta. Eres increíble. Te tiras tanto a Spiro como a Joe.

– ¿Mancuso?

– Me pareció buena idea llamar para preguntarte si te gustó mi paquete sorpresa.

– Fue fantástico. ¿Por qué lo has hecho?

– Por diversión, eso es todo. Estaba mirándote cuando lo abriste en el vestíbulo. Qué detalle el tuyo, dejar que participe la vieja. Me gustan las viejas. Podría decirse que son mi especialidad. Pregúntale a Joe lo que les hago. No, espera, ¿quieres que te lo enseñe personalmente?

– Estás enfermo, Mancuso. Necesitas ayuda.

– Es tu abuelita la que va a necesitar ayuda. Y puede que tú también. No quisiera que te sintieras excluida. Al principio estaba cabreado. No dejabas de meter las narices en mis asuntos. Pero ahora lo veo desde otro punto de vista, ahora creo que podría divertirme contigo y tu decrépita abuelita. Es mucho mejor cuando alguien observa y espera su turno. Hasta podría lograr que me hablaras de Spiro y cómo roba a sus amigos.

– ¿Cómo sabes que no fue Moogey el que robaba a sus amigos?

– Moogey no.sabía cómo hacerlo -dijo, y colgó el auricular.

Morelli se encontraba a mi lado en la cocina; sostenía con gesto indolente el botellín de cerveza en una mano, pero la expresión de sus ojos era calmada y dura.

– Era tu primo. Llamó para ver si disfruté de su paquete sorpresa y sugirió que podría divertirse conmigo y con la abuela Mazur.

Tenía la impresión de estar haciendo una buena imitación de una durísima cazadora furtiva, pero la verdad es que en el fondo temblaba. No pensaba pedirle a Morelli que me explicara qué les hacia Kenny Mancuso a las ancianas. No quería saberlo. Y, fuera lo que fuese, no quería que se lo hiciera a la abuela Mazur.

Telefoneé a mis padres para comprobar que la abuela se hallaba en casa, sana y salva. Sí, estaba mirando la tele, me dijo mi madre. Le aseguré que me había lavado las manos y pedí que me excusara, pero no podía volver por el postre.

Me cambié el vestido por unos téjanos, zapatillas de deporte y una camisa de franela. Saqué mi 38 del tarro de galletas, me aseguré de que estuviese cargado y lo metí en el bolso.

Cuando regresé a la sala, Morelli le daba una patata frita a Rex.

– O mucho me equivoco o estás vestida para entrar en acción. Te oí levantar la tapa del tarro de galletas.

– Mancuso amenazó con hacerle daño a mi abuela.

Morelli bajó el volumen del televisor.

– Está impacientándose y se comporta como un estúpido. Fue una estupidez por su parte seguirte en el centro comercial. Fue una estupidez entrar en la funeraria de Stiva. Y fue una estupidez llamarte. Cada vez que hace algo así se arriesga a que lo descubran. Kenny puede ser astuto cuando está tranquilo. Cuando pierde los papeles es todo ego e impulsos. Está cada vez más desesperado porque su negocio con las armas se jodio. Busca un chivo expiatorio, alguien a quien castigar. O bien ya tenía comprador que le dio un anticipo, o bien vendió un lote antes de que le robaran el resto. Yo apostaría por lo del comprador. Creo que está preocupado porque no puede cumplir con lo pactado y se ha gastado el anticipo.

– Cree que Spiro tiene las armas.

– Los dos se comerían las entrañas a la menor oportunidad.

Tenía la cazadora en una mano cuando volvió a sonar el teléfono.

Era Louie Moon.

– Estuvo aquí. Kenny Mancuso. Regresó y apuñaló a Spiro.

– ¿Dónde está Spiro?

– En el hospital Saint Francis. Lo llevé allí y regresé para encargarme de las cosas. Ya sabes, cerrar y todo eso.

Quince minutos más tarde llegamos al Saint Francis. Dos polis, Vince Román y uno nuevo al que no conocía, se encontraban delante del mostrador de recepción de la sala de urgencias.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Morelli.

– Le he tomado declaración al chico de Stiva. Tu primo lo acuchilló. -Vince señaló con la cabeza hacia la puerta que había detrás de la recepción-. Están cosiéndolo.

– ¿Es grave?

– Podría haber sido peor. Creo que Kenny trató de cortarle la mano, pero la hoja chocó contra un enorme brazalete. Espera a verlo. Parece sacado de la colección de Liberace. -Vince y su compañero rieron.

– Supongo que nadie siguió a Kenny, ¿verdad?

– Kenny es como el viento.

Cuando encontramos a Spiro estaba sentado en una cama de la sala de urgencias. Había dos personas más, separadas de Spiro por una cortina parcialmente corrida. Tenía el brazo derecho vendado hasta el antebrazo. El cuello de la camisa blanca, salpicada de sangre, estaba abierto. En el suelo, al lado de la cama, había una corbata'y una toalla empapadas en sangre.

Spiro salió de su estupor al verme.

– ¡Se suponía que ibas a protegerme! ¿Dónde diablos estabas cuando te necesitaba?

– Mi turno no empieza hasta las diez menos cinco, ¿te acuerdas?

Volvió la mirada hacia Morelli.

– Está loco. Tu jodido primo está loco. Trató de cortarme la maldita mano. Deberían encerrarlo. Deberían meterlo en un manicomio. Yo estaba en mi despacho, sin meterme con nadie, preparando la factura de la señora Mayer. Cuando alzo la mirada, allí está Kenny, desvariando y diciendo que le he robado. No sé de qué demonios habla. Es un puñetero majara. Luego me dice que va a descuartizarme, pedazo a pedazo hasta que le diga lo que quiere saber. Qué suerte que llevaba la pulsera puesta; si no, tendría que aprender a escribir con la mano izquierda. Grité. Louie entró y Kenny se largó. Quiero protección policial. La señorita Maravillas no sirve.

– Un coche patrulla puede llevarte a casa esta noche -le dijo Morelli-. Después tendrás que apañártelas solo. -Le dio su tarjeta-. Si tienes un problema, llámame. Si necesitas que alguien llegue pronto, llama al novecientos once.

Spiro hizo una mueca burlona y me miró con gesto airado. Sonreí con amabilidad y pregunté:

– ¿Nos vemos mañana?

– Mañana.

Cuando salimos del hospital el viento había amainado, y lloviznaba.

– Va a haber un frente caliente -comentó Morelli-. Se supone que hará buen tiempo después de la lluvia.

Subimos a su furgoneta y permanecimos sentados, observando el hospital. El coche patrulla de Román estaba aparcado en la entrada reservada para ambulancias. Al cabo de unos diez minutos Román y su compañero escoltaron a Spiro hasta el coche patrulla. Los seguimos hasta Demby y aguardamos a que comprobaran que no hubiese intrusos en el apartamento de Spiro.

El vehículo salió del aparcamiento y nosotros permanecimos sentados un rato más. Las luces se encendieron tras las ventanas de Spiro y sospeché que así se quedarían toda la noche.

– Deberíamos vigilarlo -dijo Morelli-. Kenny ha dejado de razonar. Perseguirá a Spiro hasta conseguir lo que quiere.

– Será en vano. Spiro no tiene lo que quiere, Kenny.

Morelli se mantuvo quieto, evidentemente indeciso, con la mirada fija en el parabrisas empapado.

– Necesito otro coche. Kenny conoce mi furgoneta.

No hacía falta decir que conocía mi Buick. El mundo entero conocía mi Buick.

– ¿Qué hay del coche marrón de la policía?

– Seguramente también lo conoce. Además, necesito algo que impida que me vea. Una furgoneta o un Bronco con ventanillas oscuras. -Encendió el motor y puso la primera-. ¿Sabes a qué hora abre Spiro por la mañana?

– Normalmente llega a las nueve.

Morelli llamó a mi puerta a las seis y media y yo ya le llevaba una gran ventaja. Me había duchado y me había puesto lo que consideraba mi uniforme de trabajo: téjanos, camisa de franela y zapatillas de deporte. Había limpiadto la jaula de Rex y preparado café.

– Éste es el plan -dijo Morelli-. Tú sigues a Spiro y yo te sigo a ti.

A mí no me pareció un plan muy bueno, pero no tenía uno mejor, de modo que no me quejé. Llené el termo con café, metí dos bocadillos y una manzana en mi pequeña nevera portátil y encendí el contestador.

Todavía estaba oscuro cuando me dirigí hacia mi coche. Domingo por la mañana. Nada de tráfico. Ninguno de los dos estaba de humor para hablar. No vi la furgoneta de Morelli en el aparcamiento.

– ¿Qué coche conduces?

– Un Explorer negro. Lo he dejado en la calle, al lado del edificio.

Abrí la puerta del Buick y eché todo en el asiento trasero, incluyendo una manta, aunque parecía que no la necesitaría. Ya no llovía y la temperatura había subido bastante.

No estaba segura de que Spiro siguiera el mismo horario los domingos. La funeraria abría los siete días de la semana, pero sospechaba que el horario de fin de semana dependía de los cuerpos que recibían. No creía que Spiro fuese la clase de hombre que va a la iglesia. Me persigné. Ya no recordaba la última vez que había ido a misa.

– ¿A qué viene que te persignes? -preguntó Morelli.

– Es domingo y no estoy en la iglesia… una vez más.

Morelli puso la mano sobre mi cabeza. La sentí firme y tranquilizadora, y su tibieza se coló por mi cuero cabelludo.

– Dios te ama de todos modos.

Su mano se deslizó hacia atrás; tiró de mí y me dio un beso en la frente. Me abrazó y se alejó de pronto, cruzó el aparcamiento a grandes zancadas y desapareció entre las sombras.

Subí al Buick; me sentí caliente y suave y me pregunté si había algo entre Morelli y yo. ¿Qué significaba un beso en la frente? Nada, me dije. No significaba nada. Significaba que en ocasiones podía ser un tío amable. De acuerdo, entonces, ¿por qué sonreía como una idiota? Porque tenía síndrome de abstinencia. Mi vida amorosa era inexistente. Compartía apartamento con un hámster. Bueno, pensé, podría ser peor. Podría estar casada aún con Dickie Orr, el tonto del culo.

El viaje hacia Century Court resultó tranquilo. El cielo empezaba a clarear. Capas negras de nubes y franjas azules de cielo. El edificio de Spiro estaba a oscuras, a excepción de su apartamento. Aparqué y busqué los faros delanteros de Morelli en el espejo retrovisor. Nada de faros delanteros. Me volví en el asiento y examiné el aparcamiento. Ningún Explorer.

No importa, me dije. Morelli se encontraba allí fuera, en algún sitio. Probablemente.

No me hacía muchas ilusiones acerca del papel que yo desempeñaba en el plan. Se suponía que era el anzuelo y debía ser muy visible en el Buick, a fin de que Kenny no tuviera que esforzarse mucho en buscar.

Me serví café y me acomodé, dispuesta para una larga espera. Una franja anaranjada apareció en el horizonte. Una luz se encendió en el apartamento contiguo al de Spiro. Luego otra, en otro apartamento más alejado. La negrura del cielo se tornó azul celeste. La mañana había llegado.

Spiro aún no había abierto las persianas. No había señales de vida en su apartamento. Ya empezaba a preocuparme, cuándo abrió la puerta y salió. Cerró con llave y se dirigió rápidamente hacia su coche y lo puso en marcha. Era un Lincoln Town Car azul marino, perfecto para todo joven enterrador. Sin duda alquilado a cuenta de la empresa.

Vestía de modo más desenfadado que de costumbre. Téjanos negros desteñidos, zapatillas de deporte y un holgado jersey verde oscuro, debajo de la manga del cual asomaba la venda blanca que envolvía su pulgar.

Salió disparado del aparcamiento y dobló en Klockner. Yo esperaba un saludo, pero Spiro pasó de largo sin siquiera una mirada de soslayo. Lo más probable era que se estuviese concentrado en no ensuciarse los pantalones.

Lo seguí sin prisas. No había muchos coches en la calle y sabía adonde se dirigía. Aparqué a media manzana de la funeraria, desde donde veía la entrada principal, la entrada lateral y el pequeño aparcamiento adjunto con el camino que llevaba a la puerta trasera.

Spiro aparcó delante de la puerta principal y entró por la lateral. Ésta permaneció abierta mientras él pulsaba el código de seguridad; se cerró, y una luz se encendió en el despacho de Spiro.

Diez minutos más tarde apareció Louie Moon.

Me serví más café y comí medio bocadillo. Nadie más entró o salió. A las nueve y media Louie Moon se marchó en un coche mortuorio. Regresó una hora después y fue a la parte trasera del edificio empujando a alguien. Supuse que por eso Louie y Spiro habían ido a la funeraria un domingo por la mañana.

A las once llamé a mi madre por mi teléfono móvil para asegurarme de que la abuela Mazur estuviese bien.

– Ha salido. Me ausento diez minutos, ¿y qué pasa? Tu padre deja que tu abuela se largue con Betty Greenburg.

Betty Greenburg tenía ochenta y nueve años y era endemoniadamente dinámica.

– Desde su infarto en agosto, Betty Greenburg no recuerda nada. La semana pasada fue en su coche al parque Ashbury. Dijo que pretendía ir a una tienda y dobló en la esquina equivocada.

– ¿Cuánto hace que salió la abuela Mazur?

– Unas dos horas. Se suponía que iba a la panadería. Tal vez debiese llamar a la policía.

Oí un portazo y muchos gritos.

– Es tu abuela. Tiene la mano envuelta.

– Déjeme hablar con ella.

La abuela Mazur cogió el auricular.

– No te lo vas a creer. -Le temblaba la voz de ira e indignación-. Acaba de pasar algo terrible. Betty y yo salíamos de la panadería con una caja de galletas italianas recién hechas cuando el mismísimo Kenny Mancuso salió de detrás de un coche y, con todo el descaro del mundo, se acercó a mí.

"Vaya por Dios -dijo-. Si es la abuela Mazur."

"Sí, y sé quién eres tú -repliqué-. Eres ese inútil de Kenny Mancuso."

"Así es -dijo-. Y me convertiré en tu peor pesadilla."

La abuela hizo una pausa y la oí respirar hondo para calmarse.

– Mamá me ha dicho que tenías la mano vendada. ¿Es cierto? -pregunté. No quería presionarla pero tenía que saberlo.

– Kenny me cogió la mano y me clavó un picahielo -respondió la abuela con la voz anormalmente aguda, densa a causa de tan traumática experiencia.

Empujé el asiento hasta atrás y puse la cabeza entre las rodillas.

– Hola. ¿Estás allí? -preguntó la abuela.

Inhalé hondo.

– ¿Cómo te sientes ahora? -inquirí-. ¿Estás bien?

– Claro que sí. Me arreglaron muy bien en el hospital. Me dieron ese Tylenol con codeína. Con una de ésas ni siquiera te darás cuenta si un camión te arrolla. Como estaba algo nerviosa, también me dieron unas pastillas para relajarme. Los médicos dicen que tuve suerte de que el picahielo no tocara nada importante. Se deslizó entre los huesos y entró limpiamente.

Más inhalaciones.

– ¿Qué pasó con Kenny?

– Se largó como el cobarde que es. Dijo que volvería. Que eso era sólo el principio. -Su voz se quebró-. ¡Figúratelo!

– Tal vez sea conveniente que te quedes en casa por un tiempo.

– Eso creo yo también. Estoy agotada. Me vendría bien un té caliente.

Mi madre cogió el auricular.

– ¿A qué está llegando este mundo? Atacan a una anciana indefensa a plena luz del día, en su propio barrio, ¡al salir de una panadería!

– Dejaré el teléfono móvil encendido. Manten a la abuela en casa y llámame si ocurre algo más.

– ¿Qué más puede ocurrir? ¿No basta con esto?

Colgué y enchufé el teléfono al encendedor del coche. Mi corazón latía tres veces más rápido de lo normal, y tenía las palmas húmedas de sudor. Me dije que tenía que pensar con claridad, pero la emoción me obnubilaba. Salí del Buick y me quedé en la acera, buscando a Morelli. Agité las manos encima de la cabeza, como para decir «aquí estoy».

En el Buick, sonó el teléfono. Era Morelli.

– ¿Qué? -Resultaba difícil saber si su tono era de preocupación o de impaciencia.

Le conté lo de la abuela Mazur y esperé; tras un tenso silencio, oí una maldición y un suspiro de indignación. Debía de resultarle duro. Al fin y al cabo, Mancuso era miembro de su familia.

– Lo siento -dije-. ¿Hay algo que pueda hacer?

– Ayudarme a capturar a Mancuso.

– Lo pillaremos.

Lo que no expresamos fue el temor de que quizá no lo atrapáramos lo bastante pronto.

– ¿Estás bien? -preguntó-. ¿Puedes seguir con el plan?

– Hasta las seis. Luego iré a casa de mis padres. Quiero ver a la abuela Mazur.

No hubo más actividad hasta la una, cuando la funeraria se abrió para los velatorios de la tarde. Dirigí mis prismáticos hacia las ventanas de la sala y vislumbré a Spiro en traje con corbata. Obviamente, guardaba ropa limpia en el local. Los coches entraban constantemente en el aparcamiento y se iban, y me di cuenta de que con tanto ir y venir a Kenny no le costaría pasar inadvertido. Podía ponerse barba o bigote postizos, llevar sombrero o peluca, y nadie se fijaría en alguien que entrara por la puerta principal, la lateral o la trasera.

A las dos crucé pausadamente la calle.

Spiro perdió el aliento al verme y se apretó instintivamente el brazo herido. Sus movimientos eran anormalmente bruscos, su expresión, sombría, y me dio la impresión de hallarme frente a una mente desorganizada, la de una rata en un laberinto, salvando obstáculos, correteando por los pasillos, buscando la salida.

Al lado de la mesa donde se servía el té había un hombre de unos cuarenta años, estatura mediana y más bien regordete. Llevaba chaqueta y pantalón. Lo había visto antes. Necesité un minuto para recordar. Estaba en el taller cuando sacaron a Moogey en una bolsa de plástico. Yo había supuesto que se trataba de un detective del departamento de homicidios, pero quizá fuera de la brigada antivicio, del FBI.

Me acerqué a la mesa y me presenté.

El me tendió la mano.

– Andy Roche.

– Trabajas con Morelli -dije.

Pareció confuso, pero se repuso al instante.

– A veces.

Lancé un anzuelo.

– Federal.

– Tesorería.

– ¿Vas a quedarte dentro?

– Todo el tiempo que me sea posible. Hemos traído un cuerpo falso. Soy el apenado hermano del difunto.

– Muy astuto.

– Ese tío, Spiro, ¿siempre está tan amoscado?

– Ayer tuvo un mal día, y no creo que anoche haya dormido mucho.

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