6

Estaba de pie, pistola en mano, pero me costaba decidir hacia dónde ir. Podía llamar a la poli, saltar por la ventana o dirigirme rápidamente hacia la sala y tratar de disparar contra el hijo de puta que había abierto mi puerta. Afortunadamente, no tuve que escoger, porque reconocí la voz de Morelli, que soltaba maldiciones en el recibidor.

Miré el despertador sobre la mesita de noche. Las ocho. Había dormido más de la cuenta. Eso ocurre cuando no se consigue conciliar el sueño hasta el alba. Me puse los Doctor Martens y, arrastrando los pies, fui al recibidor, cuyo suelo estaba cubierto de trozos de cristal. Morelli había logrado quitar la cadena y se hallaba de pie en el vano, examinando el desastre.

Alzó la mirada y preguntó.

– ¿Duermes con los zapatos puestos?

Le dirigí una mirada malévola y fui a la cocina en busca de la escoba y el recogedor. Le di la escoba, dejé caer el recogedor y, pisando cristales rotos, regresé al dormitorio. Cambié mi camisón de franela por un chándal. Poco faltó para que gritara al ver mi reflejo en el espejo ovalado que había encima de mi cómoda. Sin maquillaje, con ojeras y el cabello de punta. No estaba segura de que consiguiese mejorar mi aspecto si me lo cepillaba, de modo que me puse la gorra de los Rangers.

Cuando volví al recibidor, los trozos de vidrio habían desaparecido y Morelli estaba en la cocina, preparando café.

– ¿Se te ha ocurrido alguna vez que podrías llamar a la puerta?

– Lo hice, pero no contestaste.

– Debiste llamar más fuerte.

– ¿Y molestar al señor Wolesky?

Abrí la nevera, saqué lo que quedaba del pudín de especias y lo repartí entre los dos. La mitad para mí. La otra para Morelli. Permanecimos de pie al lado de la encimera y comimos mientras esperábamos a que el café estuviese listo.

– Tus cosas no marchan bien, nena. Te han robado el coche, han destrozado tu apartamento y alguien trató de escabechar a tu hámster. Tal vez convenga que te retires del caso.

– Estás preocupado por mí.

– Sí.

– Es una situación desagradable.

– Y que lo digas.

– ¿Se sabe algo de mi jeep?

– No. -Sacó unos papeles doblados del bolsillo de la chaqueta-. Es el informe sobre el robo. Estúdialo y fírmalo.

Lo leí superficialmente, añadí mi nombre al pie y se lo devolví.

– Gracias -dije-. Gracias por tu ayuda.

Morelli se metió los papeles en el bolsillo.

– Tengo que volver al centro. ¿Qué piensas hacer hoy?

– Arreglar mi puerta.

– ¿Vas a informar a la poli del allanamiento y los destrozos del apartamento?

– Repararé los daños y fingiré que nunca ocurrió.

Morelli bajó la vista, pero no hizo ademán de marcharse.

– ¿Pasa algo? -pregunté.

– Muchas cosas. -Exhaló un largo suspiro-. Acerca del caso que tengo entre manos…

– ¿Ese caso tan importante y secreto?

– Sí.

– Si me lo cuentas, no se lo diré a nadie, ¡lo juro!

– Claro. Sólo a Mary Lou.

– ¿Por qué iba a decírselo a Mary Lou?

– Mary Lou es tu mejor amiga. Las mujeres siempre le cuentan todo a sus mejores amigas.

– Ése es un comentario estúpido y machista.

– Pues demándame.

– ¿Vas a contármelo, sí o no?

– Tienes que guardar el secreto.

– Por supuesto.

Morelli vaciló. Obviamente se trataba de un poli entre la espada y la pared. Otro suspiro.

– Si se llega a saber…

– ¡Nadie lo sabrá!

– Hace tres meses mataron a un poli en Filadelfia. Llevaba chaleco antibalas, lo que no impidió que recibiera en él un par de esas balas que lo atraviesan todo. Una le destrozó el pulmón derecho y la otra le dio en el corazón.

– Asesinos de polis.

– Exactamente. Y utilizan munición ilegal. Hace dos meses hubo un tiroteo en Newark; el arma que escogieron fue un lanzagranadas. Del ejército. Redujo significativamente la población de los Big Dogs de la calle Sherman y convirtió en polvo el coche de Lionel Simms, su jefe. Encontraron la carcasa del cohete y le siguieron la pista hasta el fuerte Braddock. Allí echaron un vistazo a sus depósitos y descubrieron que faltaban algunas municiones. Cuando detuvimos a Kenny, investigamos el número de serie de su arma, y ¿qué crees que pasó?

– Era del fuerte Braddock.

– Bingo.

Era un secreto excelente. Hacía que la vida fuera más interesante.

– ¿Qué dijo Kenny sobre el arma robada?

– Dijo que la compró en la calle. Dijo que no conocía el nombre del que se la vendió, pero que nos ayudaría a identificarlo.

– Y luego desapareció.

– Se trata de una operación entre diversas agencias. El DIC, el Departamento de Investigación Criminal quiere que se mantenga en secreto.

– ¿Por qué has decidido contármelo?

– Estás implicada. Tienes que saberlo.

– Podrías habérmelo dicho antes.

– Al principio parecía que teníamos buenas pistas. Esperaba que ya hubiésemos detenido a Kenny y no tener que involucrarte.

Mi mente funcionaba a velocidad de vértigo y generaba toda clase de maravillosas posibilidades.

– Pudiste cogerlo en el aparcamiento cuando estaba montándoselo con Julia.

Morelli asintió con la cabeza.

– Sí, pude hacerlo -dijo.

– Pero en ese caso no te habrías enterado de lo que realmente querías saber.

– ¿O sea?

– Creo que querías seguirlo para averiguar dónde se escondía. Creo que no sólo buscas a Kenny. Creo que buscas más armas.

– Adelante.

Me sentía muy satisfecha de mí misma e hice un gran esfuerzo por no sonreír demasiado.

– Kenny estuvo de servicio en Braddock. Hace cuatro meses que salió y se dedicó a gastar pasta. Compró un coche. Al contado. Luego alquiló un apartamento relativamente caro y lo amuebló. Llenó sus armarios de ropa nueva.

– ¿Y qué más?

– A Moogey también le iba muy bien, teniendo en cuenta el salario de un encargado de gasolinera. Tenía un coche carísimo en el garaje.

– ¿Y cuáles son tus conclusiones?

– Que Kenny no compró el arma en la calle. Él y Moogey estaban metidos en lo de las armas de Braddock. ¿Qué hacía Kenny en Braddock? ¿Dónde trabajaba?

– En la oficina de abastecimiento. En el almacén.

– ¿Y guardaban allí las armas desaparecidas?

– De hecho, las guardaban en un recinto adyacente al almacén, pero Kenny tenía acceso a ellas.

– ¡Aja!

Morelli sonrió.

– No te emociones tanto. El que Kenny trabajara en el almacén no es una prueba concluyente de su culpabilidad. Cientos de soldados tienen acceso a ese almacén. Y en cuanto a su riqueza… podría ser camello, apostar a los caballos o chantajear al tío Mario.

– Creo que traficaba con armas.

– Yo también lo creo -dijo Morelli.

– ¿Se sabe cómo sacó las armas y las municiones?

– No. El DIC tampoco lo sabe. Podría haberlo sacado todo junto, o poco a poco durante un largo periodo. Nadie comprueba las existencias a menos que necesiten algo o, como en este caso, aparezca algo robado. El DIC está investigando a los amigos de Kenny en el ejército y a sus compañeros de trabajo en el almacén. Por el momento, a ninguno se lo considera sospechoso.

– Y bien, ¿ahora qué hacemos? -Se me ha ocurrido que podríamos hablar con Ranger.

Cogí el teléfono de la encimera de la cocina y pulsé el número de Ranger.

– Sí -contestó Ranger-. Más vale que se trate de algo bueno.

– Tiene muchas posibilidades. ¿Almorzamos juntos?

– En el Big Jim's, a las doce.

– Seremos tres. Tú, yo y Morelli.

– ¿Está ahí contigo?

– Sí.

– ¿Estás desnuda?

– No.

– Ya, es demasiado temprano -dijo, y colgó el auricular.

Cuando Morelli se marchó llamé a Dillon Ruddick, el encargado del edificio, un tío fantástico y buen amigo mío. Le expliqué mi problema y media hora más tarde se presentó con su fiel caja de herramientas y media lata de pintura.

Se puso a reparar la puerta mientras yo me encargaba de las paredes. Hicieron falta tres capas para cubrir las pintadas, pero a las once mi apartamento ya no contenía amenazas y tenía cerrojos nuevos en la puerta. Tomé una ducha, me lavé los dientes, me sequé el pelo con secador y me puse téjanos y un jersey negro de cuello cisne.

Llamé a mi compañía de seguros y les informé del robo de mi jeep. Me dijeron que mi póliza no incluía el alquiler de un coche y que me pagarían al cabo de treinta días si mi jeep no aparecía. Estaba suspirando profundamente cuando sonó el teléfono. Aun antes de tocar el auricular, supe que era mi madre, por el deseo que sentí de gritar.

– ¿Te han devuelto el coche?

– No.

– No te preocupes. Tenemos la solución. Puedes usar el del tío Sandor.

El mes anterior el tío Sandor, que tenía ochenta y cuatro años, había ido a vivir a una residencia de ancianos. Dejó su coche a su única hermana viva, la abuela Mazur. La abuela Mazur no sabía conducir, y a mis padres y al resto del mundo libre no les apetecía que aprendiera ahora.

Aunque odiaba mirarle los dientes a caballo regalado, la verdad es que no quería el coche del tío Sandor. Era un Buick de 1953, azul pálido de brillante capota blanca, neumáticos de cara blanca de diámetro lo suficiente grande para que pareciesen de un tractor y brillantes tapacubos de cromo. Tenía el mismo tamaño y la misma forma que una ballena, con suerte consumía cinco litros cada diez kilómetros.

– Gracias por ofrecérmelo -dije- pero es el coche de la abuela Mazur.

– La abuela Mazur quiere que lo cojas. Tu padre va para allá con él. Conduce con cuidado.

Maldita sea. Rehusé su invitación a cenar y colgué el auricular. Miré a Rex para asegurarme de que no estuviese padeciendo una reacción retardada a la angustia que había sufrido la noche anterior. Parecía animado, de modo que le di un poco de brécol y una avellana, cogí mi cazadora y mi bolso y cerré con llave al salir. Bajé lentamente y me quedé fuera, esperando a que llegara mi padre.

Hasta el aparcamiento llegó el lejano sonido de un gigantesco motor chupando gasolina con arrogancia; me estremecí y supliqué que no fuese el Buick.

Cuando un monstruoso coche de morro bulboso dobló en la esquina, sentí que mi corazón latía al compás de los martilleantes pistones. Era el Buick, sí señor, en toda su gloria y sin una mancha de óxido. El tío Sandor lo compró nuevo en 1953 y lo conservó en perfectas condiciones, como para exhibirlo.

– No creo que esto sea una buena idea -dije a mi padre-. ¿Qué ocurriría si lo rayase?

– No se rayará. -Mi padre colocó el coche en un espacio del aparcamiento y se deslizó hacia el asiento del pasajero-. Es un Buick.

– Pero a mí me gustan los coches pequeños -expliqué.

– Por eso le va tan mal a este país, por los coches pequeños. En cuanto empezaron a traer esos cochecitos japoneses, todo se echó a perder. -Dio un golpe en el salpicadero-. Pero este coche fue hecho para durar. Es la clase de coche que un hombre conduce con orgullo. Es un coche con cojones.

Me senté al lado de mi padre y miré por encima del volante, boquiabierta ante la enormidad del capó. De acuerdo, era grande y feo, pero tenía cojones.

Así fuertemente el volante y pisé el suelo con el pie izquierdo antes de darme cuenta de que no tenía pedal de embrague.

– Es automático -dijo mi padre-. Así es América.

Dejé a mi padre en su casa y esbocé una sonrisa forzada.

– Gracias.

Mi madre se hallaba en el porche. -Conduce con cuidado -gritó-. Y mantén las ventanillas cerradas.

Morelli y yo entramos juntos en el Big Jim's. Ranger ya se encontraba allí, sentado de espalda a la pared a una mesa que proporcionaba una buena vista del lugar. Como experto cazador de fugitivos que era, probablemente se sintiera desnudo, pues en honor a Morelli habría dejado la mayor parte de su arsenal en su coche.

No hacía falta leer el menú. En Big Jim's cualquiera que tuviera un mínimo de sentido común comía chuletas y verduras. Hicimos el pedido y permanecimos en silencio hasta que nos sirvieron nuestras copas. Ranger echó su silla para atrás, de modo que sólo las patas traseras tocaban el suelo, y se cruzó de brazos. La pose de Morelli era menos agresiva y más indolente. Yo me senté en el borde de la silla, con los codos sobre la mesa, dispuesta a saltar y correr si decidían divertirse con un tiroteo.

– Bien -dijo Ranger-. ¿Qué ocurre?

Morelli se inclinó ligeramente. Habló en voz baja, con un tono desenfadado.

– El ejército ha perdido unos juguetes. Hasta ahora han aparecido en Newark, Filadelfia y Trenton. ¿Te ha llegado algún rumor acerca de que están en la calle?

– Siempre hay cosas en la calle.

– Éstas son distintas. Con ellas asesinan a polis. Lanzagranadas, MI6, Beretas de 9 mm nuevas que llevan grabada la leyenda propiedad del gobierno de Estados Unidos.

Ranger asintió con la cabeza.

– Sé lo del coche que voló por los aires en Newark y lo del poli en Filadelfia. ¿Qué hay en Trenton?

– Tenemos la pistola con que Kenny disparó contra Moogey en la rodilla.

– ¿En serio? -Ranger echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada-. Esto se está poniendo mejor por momentos. Kenny Mancuso le mete una bala en la rodilla a su mejor amigo por accidente, lo detiene un poli que por azar se para en la gasolinera cuando la pistola aún está echando humo, y resulta que el arma es muy poco corriente.

– ¿Qué has oído? -preguntó Morelli-. ¿Sabes algo?

– Nada. ¿Qué os ha dicho Kenny?

– Nada.

La conversación se detuvo mientras apartábamos los cubiertos y los vasos a fin de que cupieran los platos de chuletas y los cuencos de verdura.

Ranger continuó mirando a Morelli fijamente.

– Tengo la impresión de que hay más.

Morelli escogió una chuleta y la miró con expresión de león hambriento.

– Las armas fueron robadas de Braddock.

– ¿Mientras Kenny estaba allí?

– Es posible.

– Apuesto a que ese cabroncete tenía acceso a ellas.

– Por el momento todo lo que tenemos son coincidencias. Nos gustaría saber algo de la distribución.

Ranger miró alrededor y volvió a centrar su atención en Morelli.

– La situación aquí ha estado tranquila. Podría preguntar cómo está en Filadelfia.

Mi busca sonó en las profundidades de mi bolso.

Metí la mano y hurgué. Acabé por sacar el contenido, artículo por artículo: esposas, linterna, pulverizador de gas, pistola de descarga eléctrica, laca, cepillo para el pelo, cartera, walkman, navaja del ejército suizo, busca.

Ranger y Morelli me observaban fascinados. Eché una ojeada a la pantalla digital.

– Roberta.

Morelli, que estaba comiendo su chuleta, alzó la cabeza.

– ¿Te gusta apostar?

– Contigo, no.

Jim tenía un teléfono público en el estrecho pasillo que conducía a los lavabos. Marqué el número de Roberta y apoyé la cadera contra la pared. Roberta contestó tras varias llamadas. Confiaba en que hubiese encontrado los ataúdes, pero no tuve tanta suerte. Había mirado en cada nave y no había hallado nada fuera de lo normal, pero recordó un camión que estuvo varias veces cerca del depósito número 16.

– A finales del mes -explicó-. Lo recuerdo porque estaba haciendo las facturas mensuales, y el camión entró y salió varias veces.

– ¿Puede describirlo?

– Era bastante grande. Como un camión de mudanzas. Pero no de dieciocho ruedas, ni nada por el estilo. En él cabrían los muebles de una o dos habitaciones. Y no era de alquiler. Era blanco, con letras negras sobre la puerta, pero estaba demasiado lejos para que pudiese leerlas.

– ¿Vio al conductor?

– Lo siento, pero no le presté mucha atención. Estaba preparando las facturas.

Le di las gracias y colgué el auricular. No sabía si esa información me serviría de algo. Sin duda había cien camiones en Trenton cuya descripción encajaba con ésa.

Cuando regresé a la mesa, Morelli me miró con expresión expectante.

– ¿Y bien?

– No ha encontrado nada, pero recordó haber visto que a fin de mes un camión blanco con letras negras en la puerta entraba y salía varias veces.

– Eso reduce enormemente el número de camiones que tendremos que vigilar.

Ranger había dejado limpio el hueso de su chuleta. Miró su reloj y empujó la silla hacia atrás.

– Tengo que ver a un tipo.

Se despidió de Morelli con el consabido apretón de manos, y se marchó.

Morelli y yo seguimos comiendo en silencio. Comer era una de las pocas funciones corporales que podíamos compartir cómodamente. Cuando acabamos lo que quedaba de verduras soltamos un suspiro de satisfacción y pedimos la cuenta.

Los precios en Big Jim's no eran de un restaurante de cinco estrellas, pero no quedaba mucho dinero en mi cartera después de pagar mi parte. Tal vez fuese hora de que visitara a Connie para ver si tenía unos fugitivos fáciles de cazar.

Morelli había aparcado en la calle y yo había dejado el dirigible en un aparcamiento público a dos manzanas de allí, en la calle Maple. Acompañé a Morelli hasta su coche, y me dije que no tenía por qué importarme que me vieran conducir un Buick de 1953. Al fin y al cabo, era como cualquier otro, ¿o no? Por eso lo había aparcado a medio kilómetro de distancia en un aparcamiento subterráneo.

Subí al coche y enfilé la calle Hamilton; pasé de largo la gasolinera Delio's Exxon y Perry Sandeman y encontré un espacio vacío enfrente de la agencia de fianzas. Observé el capó azul pálido del Buick y me pregunté dónde acabaría exactamente. Avancé muy lentamente, me subí a la acera y di un golpecito al parquímetro. Decidí que con eso bastaba, apagué el motor, me apeé y cerré la portezuela con llave.

Connie estaba detrás de su escritorio, con el entrecejo fruncido y expresión más amenazadora que de costumbre; tenía los labios tan apretados que parecían una cuchillada de color rojo sangre. Encima de los archivadores había pilas de carpetas y su escritorio desaparecía bajo un montón de papeles y tazas de café vacías.

– Bueno, ¿cómo te va?

– No me lo preguntes.

– ¿Ya habéis contratado a alguien?

– Empieza mañana. Entretanto, no encuentro nada, maldita sea, porque no hay nada ordenado.

– Deberías obligar a Vinnie a que te ayude.

– Vinnie no está. Se ha ido a Carolina del Norte con Mo Barnes para recoger un prófugo.

Cogí un montón de carpetas y las puse en orden alfabético.

– Por el momento estoy en un atolladero con lo de Kenny Mancuso. ¿Te ha llegado alguien que parezca fácil de pillar?

Connie me dio varios formularios grapados.

– Eugene Petras no se presentó en el juzgado ayer. Seguro que está en casa, borracho como una cuba, y ni siquiera sabe qué día es.

Hojeé el contrato de fianza. La dirección correspondía al barrio. Eugene Petras estaba acusado de maltratar a su esposa.

– ¿Se supone que conozco a este tío?

– Puede que conozcas a su esposa, Kitty. Su apellido de soltera era Lukach. Creo que estaba dos cursos detrás de ti en el cole.

– ¿Es la primera vez que lo detienen?

Connie negó con la cabeza.

– Tiene un largo historial. Es un auténtico gilipollas. Cada vez que toma un par de cervezas golpea a Kitty. En ocasiones se pasa y tienen que hospitalizarla. A veces ella lo demanda, pero siempre acaba por rajarse. Tiene miedo, supongo.

– Fantástico. ¿A cuánto asciende su fianza?

– A dos mil dólares. La violencia conyugal no está considerada una gran amenaza.

Me metí los papeles bajo el brazo.

– Volveré.

Kitty y Eugene vivían en una estrecha casa adosada en la esquina de Baker y Rose, frente a la vieja fábrica de botones Milped. La casa no contaba con jardín ni con porche, por lo que la puerta daba directamente a la acera. La fachada estaba revestida de tablillas color castaño con persianas que en un tiempo habían sido blancas. Las cortinas de la habitación delantera estaban corridas y en las ventanas no se veía luz.

Tenía el pulverizador de gas al alcance de la mano, en el bolsillo de la cazadora, y las esposas y la pistola de descarga eléctrica metidos en la cintura de los Levis. Llamé a la puerta y oí a alguien arrastrar los pies. Volví a llamar y una voz de hombre gritó algo incoherente. Nuevamente, alguien arrastró los pies y la puerta se entreabrió.

Tras la protección de la cadena de seguridad, una joven me miró.

– ¿Sí?

– ¿Es usted Kitty Petras?

– ¿Qué quiere?

– Busco a su marido, Eugene. ¿Está en casa?

– No.

– He oído una voz de hombre y me ha parecido que era la de Eugene.

Kitty Petras era flaca como un fideo, de rostro chupado y enormes ojos pardos. No estaba maquillada y llevaba el cabello, castaño oscuro, recogido en una coleta. No era bonita, pero tampoco fea. Mejor dicho, no era nada. Los suyos eran los rasgos anodinos que adquieren las mujeres maltratadas tras años de intentar ser invisibles.

Me miró con expresión cautelosa.

– ¿Conoce a Eugene?

– Trabajo para la agencia que pagó su fianza. Eugene no se presentó en el juzgado ayer y quisiéramos concertar otra fecha.

No era precisamente una mentira, sino una verdad a medias. Primero concertaríamos otra fecha y luego lo encerrarían en una celda sórdida y apestosa, hasta que tuviera que comparecer ante el juez.

– No sé…

Eugene asomó la cabeza por la rendija de la puerta entrecerrada.

– ¿Qué pasa? -preguntó con voz pastosa.

Kitty se apartó.

– Esta mujer quiere concertar una nueva fecha para que comparezcas en el juzgado.

Eugene acercó su cabeza a la mía. Era todo nariz, barbilla, ojos bizcos y rojos y un aliento a alcohol que mareaba.

– ¿Qué?

Repetí el camelo de que debíamos concertar una nueva fecha y me moví hacia un lado para que tuviera que abrir la puerta si quería verme.

Quitó la cadena, que resonó contra la jamba de la puerta.

– Es una coña, ¿no?

Traspuse el umbral de la puerta a medias, ajusté mi bolso en el hombro y mentí de todo corazón.

– Serán unos minutos. Necesitamos ir al juzgado para concertar una nueva fecha.

– Sí, bueno, ¿sabes lo que te digo? -Se volvió de espaldas a mí, se bajó el pantalón y se inclinó-. Besa mi peludo culo blanco.

Daba la cara en la dirección equivocada, lo que me impedía rociarlo con el gas, de modo que metí la mano en los Levis y saqué la pistola de descarga eléctrica. Nunca la había utilizado, pero no parecía que fuese complicado. Me incliné, apoyé firmemente el objeto sobre el culo de Eugene y pulsé el botón. Eugene soltó un breve chillido y cayó al suelo como un saco de harina.

– ¡Dios mío! -exclamó Kitty-. ¿Qué ha hecho?

Bajé la vista hacia Eugene, tumbado, inmóvil, con los ojos vidriosos y el calzoncillo alrededor de las rodillas. Su respiración era poco profunda, pero se me antojó que era de esperar de un hombre que acababa de recibir suficiente electricidad como para iluminar una habitación pequeña. Estaba pálido, o sea que al menos en ese aspecto nada había cambiado.

– Es una pistola de descarga eléctrica -expliqué-. Según el folleto, el daño no es permanente.

– Qué pena. Tenía la esperanza de que lo hubiese matado.

– Estaría bien que le subiese los calzoncillos.

Había demasiada fealdad en el mundo para que además tuviese que mirar los genitales marchitos de Eugene.

Cuando Kitty acabó de subirle la bragueta, le di un ligero puntapié con la punta del zapato. La reacción fue mínima.

– Tal vez sea mejor que lo metamos en el coche antes de que vuelva en sí.

– ¿Cómo vamos a hacerlo?

– Supongo que tendremos que arrastrarlo.

– De ninguna manera. No quiero tener nada que ver con esto. ¡Ay, Señor! Esto es terrible. Cuando despierte me dará una paliza de muerte.

– No puede golpearla si está en la cárcel.

– Lo hará cuando salga.

– Sólo si todavía se encuentra usted aquí.

Eugene hizo un débil intento por mover la boca y Kitty exclamó:

– ¡Va a levantarse! ¡Haga algo!

No me apetecía darle mayor voltaje. Me parecía que en el juzgado no verían con buenos ojos que lo llevara con el cabello de punta, de modo que lo cogí de los tobillos y lo arrastré hacia la puerta.

Kitty corrió escaleras arriba y, al oír que abría violentamente los cajones, supuse que estaría haciendo las maletas.

Logré sacar a Eugene hasta la acera, al lado del Buick, pero no podría meterlo en éste sin ayuda.

Por la ventana del salón vi a Kitty juntar maletas y bolsas de lona.

– Oiga, Kitty -le grité-. Necesito que me eche una mano.

Asomó la cabeza por la puerta y preguntó:

– ¿Cuál es el problema?

– No puedo meterlo en el coche.

Se mordió el labio inferior.

– ¿Está despierto?

– Hay miles de maneras de estar despierto. Esta manera no lo es tanto como otras.

Kitty se acercó lentamente.

– Tiene los ojos abiertos.

– Cierto, pero las pupilas están alzadas detrás de los párpados. No creo que vea mucho así.

En respuesta a nuestra conversación, Eugene había empezado a agitar inútilmente las piernas.

Kitty y yo lo cogimos cada una de un brazo y lo levantamos hasta la altura de los hombros.

– Sería más fácil si hubiese aparcado más cerca -dijo Kitty, resollando-. El coche está casi en medio de la calle.

Me equilibré bajo la carga.

– Sólo puedo aparcar junto al bordillo cuando tengo un parquímetro como blanco.

Empujamos simultáneamente y las piernas de Eugene, que parecían de goma, chocaron contra la aleta trasera del coche. Lo metimos en el asiento trasero y lo esposamos a la agarradera, de la que quedó colgando como un saco de arena.

– ¿Qué hará ahora? -pregunté a Kitty-. ¿Tiene adonde ir?

– Tengo una amiga en New Brunswick; puedo quedarme en su casa por un tiempo.

– No se olvide de dar al juzgado su dirección.

Kitty asintió con la cabeza y entró corriendo en la casa. De un salto me puse al volante y me dirigí hacia Hamilton, pasando por el barrio. La cabeza de Eugene se movió violentamente en algunas curvas, pero aparte de eso el viaje hacia la comisaría resultó tranquilo.

Aparqué detrás del edificio, me bajé del Buick, pulsé el botón en la puerta cerrada con llave que daba al mostrador del registro, di un paso hacia atrás y saludé a la cámara de seguridad.

La puerta se abrió casi de inmediato y Cari Costanza asomó la cabeza.

– ¿Sí?

– Entrega de pizzas.

– Es ilegal mentir a un poli.

– Ayúdame a sacar a este tío del coche.

Cari se meció sobre los talones y sonrió.

– ¿Es tuyo este monstruo?

Entrecerré los ojos.

– ¿Te burlas de mí, o qué?

– ¡Diablos, no! Joder, soy políticamente correcto. Yo no me mofo de los coches grandes de las mujeres.

– Me ha electrocutado -balbuceó Eugene-. Quiero hablar con un abogado.

Cari y yo nos miramos.

– Es horrible lo que el alcohol puede hacer con los hombres -comenté al abrir las esposas-. Dicen puras locuras.

– No lo electrocutaste, ¿verdad?

– ¡Claro que no!

– ¿Le revolviste las neuronas?

– Le di una descarga en el culo.

Para cuando me dieron el recibo, ya eran más de las seis. Demasiado tarde para ir a la oficina a que me pagaran. Remoloneé un rato en el aparcamiento, estudiando la extraña variedad de negocios al otro lado de la calle. La Iglesia del Tabernáculo, una tienda de sombreros, otra de muebles de segunda mano, y un colmado en la esquina. Nunca había visto clientes en ninguno de esos establecimientos, y me pregunté cómo harían sus propietarios para sobrevivir. Supuse que sus ganancias serían marginales, aunque los negocios parecían estables y las fachadas nunca cambiaban. Por supuesto, la madera petrificada suele tener el mismo aspecto año tras año.

De pronto me pregunté, preocupada si mi nivel de colesterol habría descendido durante el día, y decidí que cenaría pollo frito y bollos de Popeye's. Lo pedí para llevar y una vez me lo hubieron entregado conduje hasta la calle Paterson. Aparqué frente a la casa de Julia Cenetta. Se me antojó tan buen lugar como cualquier otro para comer y, nunca se sabe, tal vez tuviera suerte y Kenny se presentara allí.

Acabé el pollo y los bollos acompañados de ensalada de col, me soplé una lata de Dr. Pepper y me dije que difícilmente podía ser mejor: nada de Spiro, nada de platos, nada que me irritase.

Las luces de la casa de Julia estaban encendidas -pero habían corrido las cortinas, de manera que no podía fisgar- y, en el camino de acceso había dos coches aparcados. Sabía que uno era de Julia, y supuse que el otro sería de su madre.

Un coche último modelo se detuvo junto al bordillo. Un rubio del tamaño de un ropero salió y se dirigió hacia la puerta de la casa. Julia, en téjanos y chaqueta, abrió. Gritó algo por encima del hombro y se marchó. El rubio y Julia se besuquearon por unos minutos en el interior del coche y luego el rubio encendió el motor y los dos se alejaron. Ahí acababa la posibilidad de encontrar a Kenny.

Me dirigí hacia el videoclub de Vic y alquilé Los cazafantasmas, mi película preferida y la que más me inspiraba. Compré palomitas de maíz para microondas, un Kit Kat, una bolsa de chocolatinas rellenas de mantequilla de cacahuete y una caja de chocolate con malvaviscos. ¿A que sé cómo pasármelo bien?

Cuando llegué a casa, vi que la lucecita roja de mi contestador automático parpadeaba.

Spiro se preguntaba si había progresado en lo de sus ataúdes y si quería cenar con él al día siguiente, después del velatorio de Kingsmith. La respuesta a ambas interrogantes era un enfático ¡No! Aplacé el momento de transmitirle el mensaje, ya que hasta el sonido de su voz en el contestador hacía que sintiese náuseas.

El otro recado era de Ranger.

– Llámame.

Marqué el número de su casa. No contestó. Marqué el de su coche.

– ¡Sí!

– Aquí Stephanie. ¿Qué hay?

– Va a haber una fiesta. Creo que deberías ponerte algo para ir.

– ¿Como zapatos de tacón y medias?

– Como un Smith amp; Wesson del 38.

– Supongo que quieres que nos encontremos.

– Estoy en un callejón en la esquina de Lincoln Oeste y la Jackson.

A lo largo de unos tres kilómetros la calle Jackson discurría por delante de depósitos de chatarra, la vieja fábrica de tuberías Jackson, ahora abandonada, y una abigarrada colección de bares y pensiones. Esa zona de la ciudad era tan decrépita que las tribus urbanas ni siquiera se dignaban hacer pintadas en ella. Pocos coches recorrían el último kilómetro, más allá de la fábrica de tuberías. Las farolas habían sido destruidas y nadie las había sustituido, los incendios eran corrientes y dejaban cada vez más edificios ennegrecidos y tapiados y los chismes de los drogatas atascaban los arroyos repletos de basura.

Con cautela saqué mi revólver del tarro de galletas y comprobé que estuviese cargado. Lo guardé en el bolso, junto con la tableta de Kit Kat, me puse la gorra de los Rangers y remetí mi cabello debajo de ella a fin de tener aspecto andrógino, y volví a ponerme la cazadora.

Al menos renunciaba a una cita con Bill Murray por una buena causa. Lo más probable era que Ranger tuviese una pista sobre Kenny o sobre los féretros. Si hubiese necesitado ayuda para cazar a alguien, no me habría llamado. En quince minutos Ranger podía reunir un equipo comparado con el cual la invasión de Kuwait parecería un juego de niños. Huelga decir que yo no estaba en primer lugar de su lista de comandos a los que recurrir. Ni siquiera en el último.

Me sentí bastante segura conduciendo por la calle Jackson en el Buick. Cualquier persona lo bastante desesperada para querer robar aquella mole probablemente sería demasiado estúpida para lograrlo. Estaba segura de que ni siquiera debía preocuparme la posibilidad de que me dispararan mientras conducía. Resulta difícil apuntar con una pistola mientras uno está riendo.

Cuando no iba en busca de delincuentes, Ranger conducía un Mercedes deportivo negro. En época de caza, venía preparado para cargar osos en un Ford Bronco negro. Divisé el Bronco en el callejón y la perspectiva de prender a alguien en la calle Jackson hizo que sintiese un nudo en el estómago. Aparqué directamente delante de Ranger, apagué los faros del Buick y lo observé avanzar desde las sombras.

– ¿Le ha pasado algo a tu jeep?

– Me lo han robado.

– Se rumorea que esta noche se llevará a cabo una importante venta de armas. Armas militares con munición difícil de conseguir. Se supone que el tío que transporta la mercancía es blanco.

– ¡Kenny!

– Tal vez. He pensado que podríamos echar una ojeada. Mi fuente me ha dicho que el mercadillo se instalará en el setenta y dos de la Jackson. Es esa casa con el cristal de la ventana de la fachada roto.

Entrecerré los ojos para ver la calle. Dos casas más abajo, un Bonneville oxidado descansaba sobre dos bloques. El resto del mundo carecía de vida. Todas las casas se encontraban a oscuras.

– No nos interesa echar a perder el negocio -explicó Ranger-. Vamos a quedarnos aquí, tranquilitos, y a tratar de ver al tío Blanco. Si es Kenny, lo seguiremos.

– Es difícil identificar a alguien en esta oscuridad.

Ranger me dio unos prismáticos.

– Son de visión nocturna.

No esperaba otra cosa de él.

Llevábamos allí casi una hora cuando una furgoneta recorrió lentamente la calle Jackson. Unos segundos después reapareció y aparcó.

Observé al conductor con los prismáticos.

– Parece blanco -comenté-. Pero lleva pasamontañas. No le veo la cara.

Un sedán BMW se detuvo detrás de la furgoneta. Cuatro negros salieron de él y se acercaron a ésta. Ranger tenía la ventanilla abierta y el ruido producido por la portezuela de la furgoneta al abrirse retumbó en el callejón, al igual que las voces, amortiguadas. Alguien rió. Pasaron varios minutos. Arrastrando los pies, uno de los negros recorrió el camino entre la furgoneta y el BMW. Cargaba una gran caja de madera. Abrió el maletero, depositó la caja, volvió a la furgoneta y repitió el procedimiento con otra caja.

De pronto, la puerta de la casa frente a la cual descansaba el coche sobre unos bloques se abrió violentamente. Unos polis, gritando órdenes y con las armas desenfundadas, salieron corriendo y se dirigieron al BMW. Un coche patrulla llegó a toda velocidad por la calle y se detuvo con un coletazo. Los cuatro negros se dispersaron. Hubo disparos. El motor de la furgoneta se puso en marcha y el vehículo se alejó de la acera.

– No pierdas la furgoneta de vista -me gritó Ranger, al mismo tiempo que corría hacia su Bronco-. Te sigo.

Pisé a fondo el acelerador y salí disparada del callejón cuando la furgoneta pasaba a toda mecha; entonces me di cuenta, demasiado tarde, de que otro coche la seguía. Solté una maldición, frené de golpe, y el coche que perseguía a la furgoneta rebotó contra el Buick. Una pequeña luz intermitente surgió del techo del automóvil y se alejó en la oscuridad, cual una estrella fugaz. Casi no sentí el impacto, pero el Buick impulsó casi cinco metros al que sin duda era un coche patrulla.

Vi las luces traseras de la furgoneta desaparecer calle abajo y me pregunté si merecía la pena seguirla. Decidí que no sería una buena idea. No estaría bien visto que dejara la escena del delito después de destrozar un vehículo de la policía.

Estaba buscando el carnet de conducir en mi bolso, cuando se abrió la portezuela y el mismísimo Joe Morelli me arrastró fuera del coche. Nos miramos por un momento, boquiabiertos, asombrados; no dábamos crédito a lo que veíamos.

– No me lo puedo creer -gritó Morelli-. ¡Joder! ¿A qué te dedicas por la noche? ¿A idear maneras de arruinar mi vida?

– No te des tanta importancia.

– ¡Has estado a punto de matarme!

– No exageres. Y no lo tomes como algo personal. Ni siquiera sabía que era tu coche. -De haberlo sabido, no me habría quedado-. Yo no me quejo ni gimoteo porque te has cruzado en mi camino, ¿verdad? Si no lo he atrapado ha sido por tu culpa.

Morelli se frotó los ojos con una mano.

– Debí largarme de este estado cuando tuve ocasión de hacerlo. Debí quedarme en la infantería de marina.

Miré su coche. Parte del panel trasero había sido arrancado y el parachoques estaba en el suelo.

– No está tan mal -dije-. Seguro que aún puedes conducirlo.

Ambos volvimos la cabeza hacia la mole azul. No tenía ni un rasguño.

– Es un Buick -comenté, como si pidiese perdón-. Me lo han prestado.

Morelli alzó la mirada al cielo.

– Mierda.

Un coche patrulla se detuvo detrás de Morelli.

– ¿Estás bien?

– Sí. De maravilla. Estoy puñeteramente bien.

El coche patrulla se marchó.

– Un Buick -susurró Morelli-, como en los viejos tiempos.

A los dieciocho yo había atropellado, por así decirlo, a Morelli con un coche parecido.

Miró por encima de mi hombro y dijo:

– Supongo que el que está en el Bronco negro debe de ser Ranger.

Eché una ojeada al callejón. Ranger aún se hallaba allí, inclinado sobre el volante, riendo a carcajadas.

– ¿Quieres que informe del accidente? -pregunté.

– Esto ni siquiera se merece un informe.

– ¿Lograste ver al tío de la furgoneta? ¿Crees que era Kenny?

– Era de la misma estatura, pero más delgado.

– Kenny podría haber perdido peso.

– No lo sé. No me ha parecido que fuese él.

Ranger encendió los faros del Bronco y avanzó hasta detenerse detrás del Buick.

– Bueno, ya me voy. Sé cuando tres son multitud.

Ayudé a Morelli a meter el parachoques de su coche en el asiento trasero y a apartar con los pies el resto de los escombros a un lado de la calle. Oí que el resto de los polis se preparaban para marcharse.

– Tengo que regresar a comisaría -observó Morelli-. Quiero estar allí cuando hablen con esos tíos.

– Y averiguarás de quién es la furgoneta, ¿verdad?

– Probablemente sea robada.

Subí al Buick y salí del callejón en marcha atrás para evitar los cristales rotos que cubrían la calle. Doblé en Jackson y me dirigí hacia casa. Tras recorrer unas manzanas cambié de idea y enfilé hacia la comisaría. Aparqué en una zona en sombras, dejando el espacio de un coche entre el mío y la esquina, enfrente del bar con el anuncio de Royal Crown Cola. Llevaba menos de cinco minutos allí cuando dos coches patrulla entraron en el aparcamiento, seguidos de Morelli en su Fairlane sin parachoques y de uno de los grandes celulares azules y blancos. El Fairlane encajaba perfectamente con los otros coches de la policía. Trenton no desperdicia el dinero en cirugía plástica. Si un coche patrulla sufre una abolladura, ésta permanece toda la vida. En el aparcamiento no había un solo coche que no pareciera a punto de ir al desguace.

A esa hora de la noche, el aparcamiento se encontraba relativamente vacío. Morelli estacionó al lado de su furgoneta y entró en el edificio. Los coches patrulla hicieron cola para descargar a sus prisioneros. Puse en marcha el Buick, entré sigilosamente en el aparcamiento y me detuve al lado de la furgoneta de Morelli.

Al cabo de una hora el frío empezó a penetrar en el Buick, de modo que encendí la calefacción hasta conseguir la temperatura de una caldera. Comí la mitad del Kit Kat y me estiré sobre el asiento. Transcurrió otra hora y repetí el procedimiento. Acababa de dar el último bocado al chocolate cuando la puerta lateral de la comisaría se abrió y en el vano apareció, a contraluz, la silueta de un hombre. Aun cuando no era más que una silueta, supe que se trataba de Morelli. La puerta se cerró a sus espaldas y él se dirigió hacia la furgoneta. Había recorrido la mitad del camino cuando divisó el Buick. Vi que movía los labios. No hacía falta ser un genio para descifrar la única palabra que pronunció.

Salí del coche para que le resultara más difícil no hacerme caso.

– Vaya -dije, con tono tan alegre como si hubiese ganado un concurso-, ¿qué tal te ha ido?

– Las armas son de Braddock. Eso es todo. -Morelli dio un paso hacia adelante y olfateó-. Huelo chocolate.

– He comido media tableta.

– Supongo que no tienes la otra mitad, ¿verdad?

– Me la había comido antes.

– Qué pena. Puede que una tableta de chocolate me ayudara a recordar alguna información crucial.

– ¿Quieres decir que voy a tener que alimentarte?

– ¿Tienes algo más en el bolso?

– No.

– ¿Y tarta de manzana en casa?

Tengo palomitas y algunos dulces. Iba a ver una película.

– De acuerdo. Me contentaré con palomitas.

– Tendrás que darme algo muy bueno si esperas que comparta mis palomitas contigo.

Morelli esbozó una sonrisa maliciosa.

– ¡Me refería a la información! -exclamé.

– Claro.

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