Capítulo Noveno

Durante dos horas trabajaron duramente. Sacaron de la cámara inferior los restos de los autómatas destrozados, las piezas incrustadas unas en otras, que apenas podían separarse. El choque las había desprendido de las armaduras y las había lanzado sobre el armazón del protector. Retiraron los trozos más pesados con la grúa de tijeras, y el ingeniero y el coordinador desmontaron todo lo que no cabía por la puerta. Cortaron dos placas de blindaje aprisionadas entre la torre del protector y una caja de ladrillos de plomo, valiéndose del arco voltaico, después de haber bajado desde la sala de máquinas un cable conectado al cuadro de distribución del reactor. El cibernético y el físico seleccionaron cuanto se podía salvar de aquellos retorcidos restos. Tiraban como chatarra lo que no se podía reparar. El químico se encargaba de seleccionar la chatarra por materiales. Cuando tenían que izar una pieza muy pesada, los demás dejaban su trabajo y corrían a ayudarles. Poco antes de las seis, el acceso a la achatada cabeza del protector estaba lo bastante libre como para poder desenroscar su tapa superior.

El cibernético fue el primero en saltar a su oscuro interior. Acto seguido pidió una linterna. Se la descolgaron con un cable. Y oyeron un contenido grito de triunfo, que venía como del fondo de un pozo.

— ¡Están aquí!

Sacó un momento la cabeza afuera:

— No tenemos más que sentarnos y ponerlo en marcha. ¡Toda la instalación está intacta!

— Lógico. El protector está preparado para aguantar un golpe.

El ingeniero estaba radiante, a pesar que sus antebrazos sangraban porque se había arañado al arrastrar la caja de las válvulas de repuesto.

— Colegas, son las seis. Si queremos ir por agua, tenemos que hacerlo en seguida — gritó el coordinador —. El cibernético y el ingeniero tienen mucho que hacer. Opino que utilicemos la misma fórmula que ayer.

— ¡No estoy de acuerdo!

— Tú comprendes… — empezó a decir el coordinador.

Pero el ingeniero le interrumpió:

— De esto entiendes tú tanto como yo. Esta vez te quedas tú.

Discutieron un poco, y al cabo cedió el coordinador. El equipo expedicionario quedó formado por el ingeniero, el físico y el doctor. Con el doctor no valieron argumentos; se empeñó en ir.

— No se sabe dónde se está más seguro, si aquí o fuera — dijo, se enfadó por las objeciones que ponía el ingeniero y comenzó a subir la escalera de acceso.

— Los contenedores ya están preparados — gritó el coordinador.

— Hasta el arroyo hay algo más de veinte kilómetros. Regresen en seguida con el agua, ¿entendido?

— Cuando la traigamos, volvemos otra vez — dijo el ingeniero —. Así tendremos cuatrocientos litros.

— Ya veremos luego si hay que volver.

El químico y el cibernético se disponían a salir con ellos, pero el ingeniero les cerró el paso.

— Nada de largas despedidas, no tienen sentido. Así que hasta luego. Uno debe quedarse arriba.

— Ese puedo ser yo — dijo el químico —. Como ves, estoy sin trabajo.

El sol estaba ya alto en el cielo. El ingeniero supervisó la sujeción de los bidones, el volante y las reservas de mezcla de isótopos, y se sentó delante en el vehículo. Apenas se hubo montado el doctor, el doble, que estaba bajo el cohete, se incorporó cuan grande era y se dirigió a ellos arrastrando los pies. El todoterreno arrancó. Aquella enorme criatura lanzó un gemido y corrió tras ellos a una velocidad que dejó al químico boquiabierto. El doctor dijo algo al ingeniero; el coche paró.

— ¿Qué quieres hacer? — farfulló el ingeniero —. ¿No pensarás traerlo con nosotros?

El doctor estaba confuso. No sabía qué hacer. Vio al gigante, que le miraba, pataleaba de impaciencia y profería roncos sonidos.

— Enciérrale en el cohete, si no, nos seguirá — aconsejó el ingeniero.

— O duérmelo — añadió el físico —. Si corre detrás de nosotros, puede tirar a alguien del coche.

Eso les convenció. El ingeniero acercó lentamente el todoterreno al cohete. El doble les siguió dando extraños saltos. El doctor atrajo al gigante hacia el túnel. Fue una tarea laboriosa. Pasado un cuarto de hora volvió el doctor enfadado y nervioso:

— Lo he encerrado en la antesala de la enfermería. No hay cristales ni objetos afilados. Pero me temo que se va a poner furioso.

— Vamos, vamos — repuso el ingeniero—, no seas ridículo.

El doctor iba a replicar, pero calló. Trazaron un círculo amplio alrededor del cohete. El químico les siguió con la mirada incluso hasta cuando no veía de ellos más que un elevado rastro de polvo. Luego reanudó su guardia junto al lanzador enterrado.

Dos horas después, más o menos, vio asomar entre los delgados cálices, que arrojaban sombras alargadas, una nubecilla de polvo. El disco solar, achatado, rojo, grande, se posaba sobre el horizonte. En el norte se agrupaban unas nubes azuladas. No se percibía el fresco que habitualmente se levantaba a esa hora. El aire seguía siendo sofocante. El químico dejó la sombra del cohete para observar cómo el todoterreno saltaba sobre los surcos que habían excavado los discos vibrantes.

Corrió hacia el vehículo. No necesitaba preguntar por el éxito de la expedición. La deformación de los neumáticos indicaba el aumento de la carga. En todos los bidones chapaleaba el agua. Hasta en el asiento vacío había otro contenedor.

— ¿Cómo les fue? — preguntó el químico.

El ingeniero se quitó las gafas oscuras. Se limpió el polvo y el sudor de la cara con un pañuelo.

— Muy bien — respondió.

— ¿Se han encontrado con alguien?

— Los discos estaban allí, como de costumbre, pero sólo los vimos de lejos. Nos acercamos por el otro lado, donde la plantación se une al desfiladero. Allí apenas había surcos. Tuvimos dificultades para llenar los bidones. Echamos en falta una bomba pequeña.

— Nos vamos otra vez — añadió el físico.

— Primero tendrán que trasvasar el agua…

— No merece la pena — replicó el físico —. Hay aquí tantos bidones, que mejor tomamos ahora otros y luego vaciamos todos de una vez. ¿De acuerdo?

Y miró a los ojos al ingeniero como si estuviera pensando en otra cosa.

El químico no se dio cuenta. Sólo se extrañó de su innecesaria prisa. Descargaron los bidones con la prisa del que va a apagar un fuego. Apenas habían fijado los nuevos en la rejilla de equipajes (menos que la primera vez), saltaron al coche y partieron dejando tras de sí una enorme estela de polvo. Cuando el coordinador subió, la polvareda, penetrada por la luz purpúrea del sol poniente, se posaba sobre la llanura.

— ¿No han llegado todavía? — preguntó.

— Ya han estado aquí, han cambiado los bidones y se han ido otra vez.

El coordinador se quedó más perplejo que enfadado.

— Pero, ¿cómo? ¿Se han marchado otra vez?

Antes de volver al interior del cohete, prometió al químico relevarle en seguida. El cibernético estaba trabajando en los autómatas universales. Hubiera sido difícil conversar ahora con él. Tenía en la boca unos veinte transistores, que iba escupiendo en la mano como si fuesen pepitas. De su pecho colgaban varios cientos de conexiones, fuera de sus fundas de porzelit, que unía con rápidos movimientos de los dedos. De cuando en cuando se detenía y permanecía varios minutos como en trance ante el gran esquema que tenía a la vista.

Así que el coordinador volvió a salir y relevó él mismo al químico para que pudiese prepararse la cena. Se sentó junto al lanzador y se dispuso a entretener el aburrimiento añadiendo algunas observaciones en el libro de montaje preparado por el ingeniero.

Llevaban dos días rompiéndose la cabeza con qué hacer con los noventa mil litros de agua radiactiva que habían inundado el compartimiento situado sobre la entrada de carga. Siempre llegaban a un círculo vicioso. Para descontaminar el agua necesitaban los filtros, pero para llegar al cable de corriente que los alimentaba había que pasar por la habitación inundada. Tenían a bordo un traje de buzo, pero en este caso era preciso un traje que también protegiese de la radiación. Y no merecía la pena adaptarlo cubriéndolo de plomo. Para eso era mejor esperar a que pudiesen sumergirse en el agua los autómatas que estaban reparando.

El coordinador se sentó bajo la popa del cohete. Desde que empezó a oscurecer, se encendía allí una luz cada tres segundos. Durante esos breves resplandores se apresuraba a escribir lo que le venía a la cabeza. Luego se reía para sí mismo al ver los garabatos. Una ojeada al reloj: eran casi las diez.

Se levantó y comenzó a caminar de arriba abajo. Se detuvo a escudriñar el terreno en busca de los faros del todoterreno. No se veía nada. Por otra parte, la lámpara intermitente dificultaba la observación. Así que decidió alejarse un poco del cohete en la dirección desde la que debía venir el coche.

Como era su costumbre cuando estaba solo, contemplaba las estrellas. La Vía Láctea se elevaba recta en la oscuridad. Su mirada corría desde Escorpión hacia la izquierda cuando se detuvo perplejo. Las estrellas más brillantes de Aries apenas se apreciaban. Se ocultaban tras una pálida luz, como si la Vía Láctea se hubiera extendido y las hubiera absorbido; en realidad, estaban fuera de sus límites. De repente lo comprendió. Era un incendio, allá, sobre el horizonte del poniente. Su corazón comenzó a palpitar con fuerza, espaciadamente. Sintió un ahogo en la garganta. En seguida pasó. Apretó los maxilares y siguió avanzando. El blanco fulgor del incendio pendía en lo hondo del horizonte y flameaba caprichosamente. Cerró los ojos y escuchó con la mayor concentración en el silencio, pero sólo oyó el flujo de su propia sangre. Ya casi no se podían ver las constelaciones. Se quedó inmóvil, mirando fijamente al cielo, que se iba cubriendo de un turbio resplandor.

Al principio pensó volver al cohete y llamar a los demás. Podían acudir con el lanzador. A pie les hubiera costado tres horas por lo menos. Además del vehículo todoterreno tenían un helicóptero pequeño, pero estaba aprisionado entre cajones en la cubierta media, que estaba inundada de agua. Sólo sobresalía la parte superior. Una de las dos hélices se partió en el accidente y la cabina también parecía dañada. Sólo quedaba el protector. El coordinador reflexionó: tal vez si se metían dentro de él y abrían con teledirección la escotilla de carga, cuyo tablero de mando estaba en la sala de máquinas… En cuanto se abriese la escotilla, el agua se derramaría. En el protector estaban a resguardo de la radiactividad. Pero no era seguro que pudiesen abrir la escotilla, ni tampoco sabrían qué hacer luego si el terreno donde estaba el cohete se transformaba en una mancha radiactiva. A pesar de todo, si al menos estuviese seguro que la escotilla cedería…

Decidió esperar diez minutos. Si hasta entonces no divisaba las luces del todoterreno, partirían. Pasaban trece minutos de las diez. Dejó caer la mano con el reloj. La luz del fuego — sí, no se equivocaba— se esparcía lentamente a lo largo del horizonte, ya llegaba al Alfa Fénix y se trasladaba hacia el norte formando una cinta, roja en su parte superior y de un blanco vidrioso en la inferior. Miró de nuevo la hora. Faltaban todavía cuatro minutos. Entonces divisó los faros. Primero eran sólo un débil destello, una estrellita que temblaba con agitado ritmo, luego se dividieron en dos luces que saltaban arriba y abajo, y brillaban con más fuerza. Ya oía el zumbido de las ruedas. Venían deprisa, pero él sabía que al vehículo se le podía pedir más. Esto le tranquilizó. Pero, como siempre en estas circunstancias, sintió un creciente enojo.

Sin darse cuenta, se había alejado al menos trescientos pasos del cohete. El todoterreno frenó bruscamente. El doctor gritó:

— ¡Monta!

Corrió, saltó al asiento libre. Al retirar el bidón advirtió que estaba vacío. Miró a los tres. En apariencia, no les había ocurrido nada. Se inclinó a tocar el tubo del lanzador: estaba frío.

El físico contestó a su mirada con una expresión neutra en los ojos. Así que el coordinador permaneció callado hasta que llegaron al cohete. El ingeniero torció con brusquedad, y la fuerza centrífuga apretó al coordinador contra el asiento. Los bidones vacíos se golpearon con estrépito. El vehículo se detuvo ante la entrada del túnel.

— ¿Se ha secado el agua? — preguntó el coordinador en tono indiferente.

— No pudimos recoger nada.

El ingeniero se volvió hacia él.

— No llegamos al arroyo.

Y señaló con la mano hacia el este.

Nadie se movía de su sitio. El coordinador miró interrogante primero al físico, luego al ingeniero.

— Ya la primera vez descubrimos que allí había cambiado algo — concedió el físico —. Pero no sabíamos qué era y queríamos cerciorarnos.

— Y si ese cambio les hubiese impedido regresar, ¿para qué nos habría servido esa cautela?

El coordinador no disimulaba ya su enfado:

— ¡Vamos, por favor, cuenten todo, pero sin cuentagotas!

— Hacían algo allí, delante y detrás del arroyo, en torno a la colina, en todas las hondonadas, a lo largo de los surcos mayores, y a lo largo de varios kilómetros — comenzó el doctor.

El ingeniero asentía.

— La primera vez, cuando aún había luz, habíamos observado únicamente manadas enteras de esos trompos. Marchaban en formación en V e iban desplazando tierra, como si fuesen excavando. Las descubrimos por primera vez al regreso de la colina. No me gustaron.

— ¿Y qué es lo que no te gustaba de ellas? — preguntó el coordinador.

— Que formaban en ángulo, y el vértice apuntaba hacia nosotros.

— ¡Estupendo! Y sin decirnos una sola palabra, se marchan otra vez. ¿Sabes cómo se llama eso?

— Quizá hemos hecho una tontería — dijo el ingeniero —. Lo más seguro. Pero pensamos que era mejor que volver a deliberar sobre si debíamos volver, y otra vez la discusión de quién podría arriesgar su inestimable vida y quién no, y acordamos resolver el asunto lo antes posible. Contaba con que al anochecer iluminarían de algún modo las superficies donde trabajaban.

— ¿Les han visto?

— Creo que no. En todo caso, no ha ocurrido nada que demuestre lo contrario. No nos han atacado.

— ¿Por dónde han ido ahora?

— Casi todo el tiempo al resguardo de la colina, a cierta distancia de la cumbre para que no nos pudieran ver contra el fondo del cielo. Sin luces, naturalmente. Por eso ha durado tanto.

— Lo cual quiere decir que ustedes ya habían desechado la idea de acarrear agua, y que sólo llevaron los bidones para engañar al químico.

— No, no fue así — replicó el doctor. Continuaban sentados en el vehículo, a la luz estable de la lámpara —. Nuestra intención era llegar al arroyo por detrás, desde el otro lado, pero no pudo ser.

— ¿Por qué?

— Efectúan allí los mismos trabajos. Ahora, es decir, desde que oscureció, vierten en las excavaciones un líquido luminoso. Despide mucha luz, puede distinguírsele perfectamente.

— ¿Qué es? — El coordinador miró al ingeniero. Éste se encogió de hombros.

— Acaso una colada de algo. Pero me ha parecido poco denso para ser metal fundido.

— ¿En qué lo echaban?

— Ni idea. Colocaban algo en los surcos. Supongo que era una canalización, pero no lo puedo afirmar con seguridad.

— ¿Metal fundido por una tubería?

— Te digo sólo lo que he podido ver en la oscuridad con unos prismáticos, en pésimas condiciones de visibilidad. En el centro brillaban las excavaciones como un quemador de mercurio. Todo alrededor estaba oscuro. Nunca llegamos a acercarnos a menos de setecientos metros.

La lámpara de señales se apagó, y estuvieron varios minutos sin verse unos a otros. Luego volvió a lucir.

— Pienso que debemos alejarnos de ellos — dijo el coordinador lanzando una mirada hacia arriba —. Y en seguida…, ¿qué es…?

En la oscuridad miró hacia donde el químico salía del túnel en ese momento. Intercambiaron unas palabras entre ellos, y el ingeniero bajó y desconectó la alimentación de corriente en la sala de máquinas. La lámpara dio el último destello, luego les rodeó la oscuridad. Ahora veían mejor la luz del horizonte, que, entretanto, se había desplazado hacia el sur.

— Por allí hay muchísimos…, como granos de arena — dijo el ingeniero, ya de vuelta.

Los rasgos de su cara parecían pintados de gris al inmóvil reflejo del incendio.

— ¿Los grandes trompos?

— No, dobles. Se podía reconocer su silueta a la luz de la pasta incandescente. Se daban mucha prisa. Probablemente el líquido se enfriaba y se espesaba. Colocaban una especie de rejillas detrás y a los lados. Dejaban libre la parte orientada hacia nosotros.

— Bueno, ¿ahora qué? ¿Nos vamos a quedar esperando con los brazos cruzados? — preguntó el químico alzando la voz.

— De ningún modo — contestó el coordinador —. Inmediatamente vamos a examinar el sistema de mando del protector.

Callaron durante unos instantes y contemplaron la luz del horizonte. A veces, destellaba con más intensidad.

— ¿Vas a evacuar el agua? — preguntó con voz sombría el ingeniero.

— Esperaremos cuanto sea posible. Ya había pensado en ello. Vamos a intentar abrir la escotilla. Si los pilotos de control indican que el mecanismo de cierre está bien, la cerramos de nuevo y esperaremos. Si en el intento la escotilla se abre sólo unos milímetros, en el peor de los casos se derramará medio hectolitro de agua. Una mancha radiactiva tan pequeña no es grave, podemos controlarla. A cambio, tenemos la certeza de poder marchar de aquí con el protector en cualquier momento y de disponer de libertad de maniobra.

— En el peor de los casos quedará una mancha, pero nuestra — dijo el químico —. Me pregunto qué esperas de esos experimentos, si se produce un ataque atómico.

— El keramit resiste una explosión desde una distancia de trescientos metros del punto cero.

— ¿Y si sólo es a cien metros?

— El protector también resiste una explosión a cien metros.

— Sí, cuando está sepultado — le corrigió el físico.

— De acuerdo. Si es necesario, nos sepultamos.

— Pero aunque la explosión fuese a cuatrocientos metros, la escotilla se atrancará por el calor y no sería posible salir. Nos coceríamos dentro como cangrejos.

— Esto no tiene sentido. Por el momento no están arrojando bombas, y además, ¡maldita sea! tenemos que aceptar esto de una vez…, no podemos abandonar el cohete… Si destruyen el cohete, ¿de dónde vas a sacar otro? ¿Puedes decírmelo?

Sobrevino un silencio.

— Un momento.

El físico se acordó de algo.

— El protector está incompleto. El cibernético quitó los diodos.

— Sólo los de la orientación automática de disparo. Pero también se puede apuntar sin el automático. Además, ya sabes que si se dispara con antiprotones no hace falta afinar el tiro. El efecto es el mismo.

— Escuchen, tengo una duda — dijo el doctor.

Todos se volvieron a él.

— ¿Cuál?

— Nada importante. Sólo curiosidad por saber qué hace nuestro doble…

Tras un segundo de perplejidad, estallaron en risas.

— ¡Genial! — gritó el ingeniero.

Mejoró el ánimo del grupo, como si el peligro se hubiera disipado.

— Duerme — dijo el coordinador —. Al menos dormía a las ocho, cuando fui a verle. Es capaz de dormir casi sin tregua. No sé si come algo… — comentó dirigiéndose al doctor.

— Con nosotros no quiere comer nada. No sé lo que come. De lo que le he ofrecido, no ha probado nada.

— Sí, cada cual tiene sus preocupaciones — suspiró el ingeniero, y sonrió en la oscuridad.

— ¡Atención!

Desde abajo resonó una voz:

— ¡Atención! ¡Atención!

Todos se volvieron de golpe. Una figura grande y oscura salió del túnel, reclinó suavemente contra el suelo y se quedó de pie, parada. Tras ella, asomó el cibernético con una linterna encendida colgando sobre el pecho.

— ¡Nuestro primer autómata universal! — exclamó triunfante —. ¿Qué ocurre…?

Miró a la cara de sus compañeros:

— ¿Qué ha pasado?

— De momento, nada — contestó el químico —. Pero puede pasar más de lo que nos gustaría.

— Pero, ¿por qué? Ya tenemos un autómata — replicó desorientado el cibernético.

— ¿Sí? Entonces dile que ya puede empezar en seguida.

— Empezar, ¿a qué?

— ¡A cavar tumbas! — gritó el químico.

Apartó a sus compañeros y echó a andar en la oscuridad. El coordinador se quedó parado un segundo, luego le miró y salió tras él.

— ¿Qué le pasa? — preguntó el cibernético, desorientado.

— Un «shock» — contestó el ingeniero —. Allá en los pequeños valles del oeste están preparando algo contra nosotros. Nos hemos dado cuenta al ir por el agua. Probablemente nos atacarán, pero todavía no sabemos cómo.

— ¿Atacar…?

El cibernético estaba aún entusiasmado por el éxito de su trabajo. Parecía que no acababa de comprender lo que el ingeniero había dicho. Miró a los demás con ojos de asombro, luego se dio la vuelta. Tras él se alzaba el autómata, que sobresalía por encima de los hombres, inmóvil, como esculpido en piedra.

— Hay que hacer algo… — masculló el cibernético.

— Queremos poner en funcionamiento el protector — dijo el físico.

— Tenemos que empezar a trabajar, valga o no valga para algo. Di al coordinador que nos envíe al químico, vamos abajo. Debemos reparar los filtros. El autómata nos conectará el cable. Ven. Lo peor es aguardar con los brazos cruzados.

Entraron en el túnel. El autómata dio media vuelta y les siguió.

— Mira, ya tiene acoplamiento con él — dijo lleno de asombro el ingeniero al doctor —. Eso nos va a resultar útil en seguida. Si el Negro debe sumergirse en el agua y no se pueden dar órdenes de palabra a quien está debajo del agua…

— ¿Cómo, entonces? ¿Por radio? — preguntó el doctor distraído, como si sólo lo hubiera dicho para mantener la conversación. Seguía las dos siluetas que se dibujaban contra la luz del horizonte. Parecían paseantes nocturnos bajo las estrellas.

— Con un microemisor, ya lo sabes — comentó el ingeniero.

Siguió la mirada del doctor y añadió en el mismo tono:

— Esto ocurre porque él estaba seguro que nos saldría bien…

— Sí.

El doctor asintió:

— Por eso hoy por la mañana se opuso tan en redondo a marcharnos de Edén…

— No importa…

El ingeniero se dirigió de nuevo hacia la entrada del túnel.

— Le conozco. En cuanto esto empiece de verdad, se sobrepone.

— Sí, entonces se pasa todo — concedió el doctor.

El ingeniero se detuvo e intentó mirarle a la cara, pues no estaba seguro que en aquellas palabras no hubiese ironía. Pero estaba muy oscuro y no pudo advertir nada.

Más de un cuarto de hora después bajaron al cohete el coordinador y el químico. Entretanto, el Negro había levantado un terraplén de dos metros de altura alrededor de la entrada del túnel, lo había apisonado y afianzado, y además había bajado todas las cosas que habían dejado arriba. Salvo el lanzador enterrado, sólo quedó fuera el vehículo todoterreno. Querían ganar el tiempo que les hubiera costado desmontarlo y no deseaban renunciar a la ayuda del autómata.

Hacia medianoche se pusieron a trabajar febrilmente. El cibernético inspeccionó toda la instalación interna del protector. El físico y el ingeniero regularon la pequeña batería del filtro de radiactividad. El coordinador, con traje protector, estaba sobre la entrada del piso inferior a la sala de máquinas. El autómata, sumergido en el agua a dos metros de la superficie, trabajaba en las derivaciones del cableado.

Incluso después de la reparación, la permeabilidad de los filtros no era la óptima, porque tenían fallos en dos o tres secciones. Trataban de compensarlo acelerando la circulación de agua. La depuración del agua se realizó en condiciones bastante primitivas. Cada diez minutos, el químico sacaba pruebas del depósito y analizaba el grado de contaminación radiactiva. El indicador automático no funcionaba, y se habría necesitado mucho tiempo para repararlo.

Hacia las tres de la mañana el agua estaba limpia. El depósito del que se había salido tenía tres grietas. La inercia lo había desprendido de su alojamiento y fue a chocar de plano contra una cuaderna maestra del blindaje. En vez de soldar las grietas, optaron por bombear el agua al depósito superior, que estaba vacío. En situación normal habría sido inconcebible ese reparto asimétrico de la carga, pero, de momento, el cohete no estaba en condiciones de despegar. Terminado el bombeo del agua, inyectaron en las cámaras inferiores aire líquido. En las paredes quedaron algunos sedimentos radiactivos, pero no se les dio importancia. Por el momento nadie tenía el propósito de entrar allí.

Ahora venía lo más importante: la apertura de la escotilla. Los pilotos de control indicaban que el mecanismo de cierre funcionaba perfectamente, pero en un primer intento no abrió. Dudaron un momento si debían aumentar la presión del automatismo hidráulico, pero el ingeniero decidió que era mejor inspeccionar la escotilla por el exterior, así que subieron.

No fue fácil acceder a la escotilla. Se encontraba en la parte posterior del casco, a cuatro metros del suelo. Con trozos de metal construyeron un andamio. No tardaron mucho. El autómata soldó los trozos a modo de travesaños, un tanto irregulares, pero firmes. Así pudo comenzar la inspección a la luz de las linternas y del faro.

Al este, el cielo se había tornado gris. Ya no se veía el resplandor del fuego. Las estrellas iban palideciendo. Por la plancha de keramit del casco resbalaban gruesas gotas de rocío.

— Es extraño — dijo el físico—, el mecanismo está perfectamente, la escotilla parece perfecta y sólo tiene un defecto: que no se puede abrir.

— No me gustan los enigmas — comentó el cibernético, y dio un golpe con el mango de la lima contra el metal.

El ingeniero callaba. Estaba enfadado.

— Un momento — dijo el coordinador —. Tal vez si intentamos con el viejo método, avalado por generaciones…

Agarró un martillo de ocho kilos que estaba en el andamio, a sus pies.

— Se puede golpear el borde, pero sólo una vez — advirtió el ingeniero tras unos titubeos. No era partidario de esos métodos.

El coordinador miró de reojo hacia abajo, al autómata negro — que se dibujaba contra el gris de la mañana como una angulosa escultura— para cerciorarse que apoyaba el andamio con su pecho; tomó el martillo con las dos manos, lo elevó y comenzó a golpear. Sin tomar demasiado ímpetu, fue descargando golpes uniformes cada dos centímetros. El blindaje replicaba con un sonido breve y seco. No era cómodo blandir aquel martillo, pero el esfuerzo físico le hizo bien al coordinador. De pronto, con el martilleo regular se mezcló otro ruido, un quejido profundo, como salido de la misma tierra.

El coordinador dejó de golpear. Oyeron un penetrante silbido en lo alto, y a continuación, un estallido seco. El andamio tembló.

— ¡Abajo! — gritó el físico.

Saltaron del andamio uno tras otro. Sólo el autómata permaneció quieto.

Ya había clareado bastante. El cielo y la llanura tenían un color ceniciento. Sonó otro estallido. Los agudos silbidos parecían dirigirse a ellos. Se agacharon instintivamente y bajaron las cabezas, aunque estaban protegidos por el casco del cohete. A unos cientos de metros de distancia, el suelo saltó en un geiser vertical. El ruido que lo acompañó fue singularmente débil, como sofocado.

Corrieron al túnel. El autómata les siguió. El coordinador y el ingeniero se quedaron unos instantes al abrigo del parapeto. En todo el horizonte del este bramaban truenos subterráneos. Un estruendo recorrió la llanura, el silbido iba en aumento, cada vez más fuerte; ya no podían distinguirse tonos diferentes. El cielo tocaba el órgano; era como si mil cazas supersónicos cayesen desde el cenit en tropel. Todo el campo estaba repleto de surtidores de arena, que se dibujaban en negro contra el fondo plomizo del cielo. La tierra temblaba una y otra vez. Pequeños fragmentos rodaron desde el parapeto hasta el túnel.

— Una civilización del todo normal — se oyó la voz del físico desde lo hondo—, ¿no es cierto?

— Han apuntado muy corto o demasiado lejos — murmuró el ingeniero.

El coordinador no le entendió, pues el aire silbaba sin tregua. La arena saltaba, pero los surtidores no se aproximaban al cohete.

Así permanecieron varios largos minutos, ocultos hasta los ojos. Todo seguía igual. El tronante clamor del horizonte fue transformándose en un estruendo grave, sostenido, casi uniforme. No se oían explosiones. Los disparos caían casi en silencio. La arena lanzada a lo alto volvía al suelo. Era ya tan de día que podían distinguirse las pequeñas elevaciones del terreno causadas por los impactos. Parecían toperas.

— Denme los prismáticos — gritó el coordinador en dirección al túnel.

Poco después los tenía en la mano. No decía nada, pero su asombro iba en aumento. En un principio había supuesto que la artillería atacante trataba de corregir el tiro. Observó con los prismáticos todo el horizonte y encontró impactos por todas partes, más cerca o más lejos, pero ninguno a menos de doscientos metros.

— ¡Vamos! ¿Qué pasa? ¿Nada atómico, eh? — llegó una voz sorda desde el túnel.

— ¡No! — contestó en voz alta el coordinador.

— ¿Ves? Son sólo granadas sin estallar — siseó el ingeniero a su oído.

— ¡Ya veo!

— Nos rodean por todas partes.

Asintió. Ahora tomó el ingeniero los prismáticos para otear el campo.

De un momento a otro saldría el sol. El cielo, pálido y limpio, se tornaba de un azul aguado. Nada se movía en el llano, excepto los penachos de los impactos, que rodeaban la colina en que se hallaba el cohete y se iban aplanando poco a poco como un extraño seto vibrante.

El coordinador tomó la iniciativa. Salió del túnel y subió de tres zancadas a la cresta de la colina. Se arrojó al suelo y miró en la dirección que no se dominaba desde el túnel. La imagen era parecida: en todo el contorno se observaba una amplia franja de impactos con polvorientos surtidores que brotaban del árido suelo.

Alguien se arrojó a su lado sobre la arena seca. Era el ingeniero. Tendidos uno junto a otro observaron los acontecimientos. Apenas advertían ya el monótono trueno que en metálicas ondas avanzaba desde el horizonte. Algunas veces parecía alejarse, pero era efecto del viento que se había levantado con los primeros rayos del sol.

— ¡No son granadas sin estallar! — gritó el ingeniero.

— ¿Qué, entonces?

— No lo sé. Esperemos…

— ¡Vamos al cohete!

Bajaron la cuesta corriendo y entraron en el túnel. Dejaron al autómata fuera. Se refugiaron en la biblioteca. Allí casi no se oída nada. Ni siquiera se percibía apenas el temblor del suelo.

— ¿Qué hacemos ahora? ¿Intentan asediarnos? ¿Quieren rendirnos por hambre? — preguntó el físico, asombrado, después que todos hubiesen expuesto lo que pensaban.

— El diablo lo sabe. Me gustaría ver de cerca un proyectil de ésos — dijo el ingeniero —. Si se toman un descanso, quizá valdría la pena salir a ver.

— El autómata lo hará — decidió escueto el coordinador.

— A él no le pasará nada. No hay miedo.

Sintieron que el casco tembló. Un temblor más violento que otras veces. Se miraron.

— ¡Un impacto! — gritó el químico poniéndose en pie de un salto.

— ¿Habrán corregido el tiro…?

El coordinador corrió al túnel. En apariencia nada había cambiado. El horizonte rugía. Bajo la popa del cohete destacaba algo negro sobre la soleada arena, algo parecido a un saco de chatarra reventado. El coordinador trató de encontrar el lugar del casco en que había golpeado ese extraño proyectil. Pero en el keramit no se apreciaba el menor rastro. Antes que los demás pudieran impedírselo, corrió hacia allí, y con ambas manos metió unos trocitos desparramados, aún calientes, en la funda de los prismáticos.

Cuando volvió con el paquete, todos cayeron sobre él, el químico más irritado que nadie.

— ¡Debes estar loco. Puede ser radiactivo!

Entraron en el cohete. Los trozos eran muy raros, pero no radiactivos. El contador Geiger no se movió cuando los pusieron delante. Ni rastro de recubrimiento o cuerpo metálico. Sólo una infinidad de pequeñísimas migajas, que se desintegraban entre los dedos en virutas metálicas como gruesos granos de brillo grasiento.

El físico puso el polvo bajo la lupa, alzó las cejas, sacó un microscopio de un armario, miró por él y lanzó un grito de asombro. Casi con violencia los demás le arrancaron de la lente.

— Nos envían…, ¡relojes! — dijo el químico con voz queda tras mirar por el microscopio.

En el portaobjeto aparecían ruedecillas y cadenitas, docenas, cientos de ruedecillas dentadas, excéntricas, muelles y diminutos ejes. Corrieron el portaobjeto de un lado a otro, pusieron otras pruebas bajo el objetivo, pero siempre veían lo mismo.

— ¿Qué puede ser esto? — gritó el ingeniero.

El físico caminaba de un lado a otro por la biblioteca, se tiraba del pelo, se detenía, miraba a sus compañeros con expresión confusa, seguía caminando.

— Un mecanismo extraordinariamente complicado, casi monstruoso.

El ingeniero sopesaba un montoncito del polvo metálico en la mano:

— Aquí hay miles de millones, quizá billones de esas condenadas ruedecillas.

— ¡Vamos arriba! — dijo en un arranque.

— Veamos qué pasa.

El cañoneo seguía imperturbable. Desde el comienzo de su vigilancia, el autómata había contabilizado 1.109 impactos.

— Probemos ahora con la escotilla — aconsejó el químico cuando estuvieron de vuelta en el cohete.

El cibernético miraba por el microscopio en silencio.

Realmente era difícil sentarse y no hacer nada. Se dirigieron a la sala de máquinas. Los pilotos de control del mecanismo de cierre seguían encendidos. El ingeniero movió la manilla y el indicador osciló obediente. La escotilla se movió. Cerró otra vez en seguida, y dijo:

— Podemos viajar con el protector cuando queramos.

— La escotilla queda en el aire — observó el físico.

— No importa. A lo sumo, será un metro y medio sobre tierra. Para el protector eso es un juego de niños. Lo puede saltar.

Pero como de momento no existía una necesidad urgente de partir, volvieron a la biblioteca. El cibernético seguía inclinado sobre el microscopio. Estaba como en trance.

— Déjenle, a lo mejor encuentra algo — dijo el doctor —. Pero ahora conviene alguna actividad. Propongo que continuemos con la reparación de la nave…

Se levantaron de sus asientos perezosamente. ¿Qué otra solución les quedaba? Bajaron los cinco a la sala de mando, donde eran mayores los destrozos. El regulador requería un fatigoso trabajo de relojero. Primero examinaron los circuitos con los fusibles sueltos, luego los que tenían corriente. El coordinador subía de vez en cuando y volvía silencioso. Nadie le preguntaba. En la sala de mando, quince metros bajo la tierra, se apreciaba un leve temblor del suelo.

Así llegó el mediodía. A pesar de todo, siguieron con el trabajo. Con la ayuda del autómata hubiera ido mucho más rápido, pero el puesto de observación era necesario. A la una había registrado más de ocho mil impactos.

Aunque no tenían hambre, prepararon el almuerzo como todos los días, para acopiar fuerzas y cuidar su salud, como decía el doctor. Ya no tenían que lavar los platos, se encargaría el lavavajillas. A las dos y doce minutos cesó el temblor. Dejaron el trabajo al instante y corrieron por el túnel hacia arriba. Una pequeña nube encendida de oro tapaba el sol. La llanura yacía tranquila bajo el calor. El polvo fino que habían levantado las explosiones se depositaba lentamente. Reinaba un silencio sepulcral.

— ¿Se acabó…? — preguntó titubeante el físico.

Su voz sonó singularmente alta. En las largas horas precedentes se habían acostumbrado al fragor incesante. El último impacto que contó el autómata fue el número 9.604. Uno tras otro, todos salieron del túnel. No ocurrió nada. A una distancia de doscientos cincuenta a trescientos metros se extendía alrededor del cohete un cinturón de arena revuelta, molida. En muchos lugares, los cráteres se unían formando zanjas.

El doctor comenzó a trepar el parapeto.

— Todavía no.

El ingeniero le detuvo.

— Esperemos.

— ¿Cuánto?

— Media hora por lo menos. Mejor una.

— ¿Detonadores retardados? ¡Si no tenían carga explosiva!

Nunca se sabe.

La nube se retiró y lució el sol. Estaban allí de pie, mirando a su alrededor. El viento casi había cesado. Hacía calor. El coordinador fue el primero en oír un rumor.

— ¿Qué es eso? — masculló.

Aguzaron los oídos. Los demás también creyeron oír algo. Un susurro, como si el viento moviese las hojas de un matorral. Pero en su campo de observación no había matorrales ni hojas; nada más que un atormentado círculo de arena. El ardiente aire cesó; a lo lejos, sobre las dunas, humeaba de calor. El susurro continuaba.

— ¿Viene de allí?

— Sí.

Conversaban en voz baja. El susurro venía por igual de todas las direcciones.

— No sopla el viento… — dijo quedamente el químico.

— No, eso no es el viento. Es ahí, donde han caído los disparos…

— Voy a ver.

— ¡Estás loco! ¿Y si son detonadores retardados?

El químico palideció. Dio un paso atrás, como si fuese a refugiarse en el túnel, pero el cielo estaba tan despejado, todo parecía tan tranquilo, todos estaban allí…, apretó los dientes y los puños, y se quedó. El susurro se mantenía, regular; con una sorprendente asiduidad, parecía venir de todas partes. Permanecían inclinados, con los músculos tensos, sin temblar, como esperando un golpe inconscientemente. Aquello era mil veces peor que el bombardeo. El sol colgaba del cenit, las sombras de unas nubes algodonosas avanzaban sin prisa por la llanura. Las nubes se habían apilado, eran planas en la base y parecían islas blancas.

En el horizonte no se movía nada. Por todas partes, soledad y vacío. Incluso habían desaparecido los pálidos cálices, cuyas imprecisas siluetas emergían poco antes en las lejanas dunas. Hasta entonces no se habían dado cuenta.

— ¡Ahí!

Con el brazo estirado, el físico señaló un punto en la arena delante de sí. Sucedió en todas las partes a un tiempo. Mirasen donde mirasen, la misma imagen. El suelo bombardeado temblaba, se movía. Allí donde los disparos habían caído, algo brillaba, algo empujaba hacia afuera. Una formación casi perfecta de semillas brillantes en cuatro, cinco, hasta seis líneas. Brotaba algo de la tierra, y tan de prisa que si se miraba fijamente casi se podía apreciar su crecimiento.

Alguien salió del túnel y echó a correr, sin mirar a nadie, hacia el nuevo fenómeno. El cibernético. Los demás gritaron y corrieron tras él.

— ¡Lo sé! — gritó —. ¡Lo sé!

Se arrodilló junto a las líneas de semillas. Ya emergían un dedo del suelo en tallos del tamaño de un puño. En la profundidad, algo temblaba febrilmente. Se afanaba, se removía. Era como si se oyera derramar miríadas de finísimos granitos de arena.

— ¡Semillas mecánicas!

El cibernético intentaba cavar con las manos alrededor de una semilla. No le resultaba fácil. La arena quemaba. El cibernético levantó las manos. Alguien corrió en busca de una pala. Comenzaron a cavar. Como raíces entrelazadas, largos tendones de una masa cristalina brillaban en la tierra. La masa era dura, los golpes de la pala producían un ruido metálico. Cuando la excavación llegó a un metro de profundidad, intentaron arrancar aquel extraño cuerpo. No se movió. Estaba firmemente unido a la masa.

— ¡Negro! — gritaron todos a coro.

El autómata se acercó deprisa. La arena saltaba a sus pasos.

— ¡Arranca esto!

Las tenazas prensoras se cerraron en torno a los tendones, que eran tan gruesos como el brazo de un hombre. La coraza del autómata se tensó. Observaron que sus pies se hundían poco a poco en el suelo. Surgía de la coraza un débil zumbido, como el de una soga que estira hasta el máximo. Al tratar de enderezarse, el autómata se hundía en el suelo aún más.

— ¡Déjalo! — gritó el ingeniero.

El Negro salió de la arena y se quedó inmóvil. El vallado cristalino tenía casi medio metro de altura. Abajo, justo sobre la superficie de la tierra, iba adquiriendo un color azul lechoso. Por arriba crecía sin parar.

— Así que esto era — dijo el coordinador con voz sosegada.

— Sí.

— ¿Quieren encerrarnos?

Se quedaron unos momentos en silencio.

— Pero esto es bastante ingenuo. Podemos marcharnos ahora — dijo el químico.

— ¿Y dejar el cohete? — replicó el coordinador —. La patrulla de observación debió inspeccionarlo todo bien. ¡Mira, han disparado con buena puntería en los surcos que hicieron con sus discos!

— ¡En efecto!

— Semillas inorgánicas.

El cibernético ya se había tranquilizado. Se sacudió la arena de las manos.

— Semillas inorgánicas. Comprenden. Las han sembrado con su artillería.

— Eso no es metal — dijo el químico —. Lo hubiese doblado el Negro. Probablemente es algo así como supranita o keramit, con tratamiento de dureza.

— ¡Vamos! era arena, sencillamente — gritó el cibernético —. Un cambio inorgánico de la materia. En un proceso catalítico transforman la arena en un derivado del silicio de alto peso molecular, y con él hacen esos tendones, igual que hacen las plantas con las sales del suelo.

— ¿Crees eso de verdad?

El químico se agachó, tocó la brillante superficie y elevó la cabeza:

— ¿Y sí hubiesen caído en otra tierra?

— Se habrían adaptado a ella. ¡Estoy convencido! Por eso son tan endiabladamente complejos. Su cometido es construir con lo que tengan a mano la sustancia más dura y resistente de todas las posibles.

— Si es sólo eso, el profesor podrá morderlo sin romperse los dientes — dijo el ingeniero, divertido.

— ¿Ha sido realmente un ataque? — preguntó el doctor en voz baja.

Los demás le miraron sorprendidos.

— ¿Qué otra cosa pudo ser?

— Yo diría, más bien…, un intento de una defensa. Quieren aislarnos.

— ¿Y eso qué quiere decir? ¿Debemos sentarnos aquí a esperar hasta que nos encierren como gusanos en una quesera?

— ¿Para qué quieren el protector?

Durante unos segundos callaron todos.

— Ya no necesitamos agua. Seguramente habremos reparado el cohete dentro de una semana. Pongamos diez días. Los sintetizadores atómicos estarán listos en unas horas. Supongo que esto formará una quesera. Serán unos muros altos, un obstáculo que ellos no puedan salvar y creen que nosotros tampoco. Gracias a los sintetizadores, tendremos comida. No necesitamos nada de ellos, y ellos no han podido encontrar otra forma mejor de darnos a entender que no desean nada de nosotros…

Le oían con gesto sombrío. El ingeniero se volvió. La punta de los brotes le llegaban ya a la rodilla, se entrelazaban y crecían juntos. Entretanto, el ruido crecía en intensidad. Como cientos de invisibles colmenas bajo la tierra. Las raíces azuladas del suelo eran ya casi como troncos de árbol.

— Por favor, trae aquí al doble — dijo el coordinador de pronto.

El doctor le miró como si no hubiese entendido bien:

— ¿Ahora? ¿Aquí? ¿Para qué?

— No sé…, bueno… Me gustaría sencillamente que le trajeras, ¿entendido?

El doctor asintió con la cabeza y se fue. Los demás se quedaron callados, de pie, al sol. Al poco, el gigante desnudo salió trabajosamente del túnel detrás del doctor y saltó el parapeto. Parecía despabilado y contento, se mantenía siempre cerca del doctor y cloqueaba débilmente. De repente se tensó su carita plana, el ojo azul se quedó paralizado, empezó a jadear, a girar con todo su cuerpo y a gemir horriblemente. En pocas zancadas se precipitó contra el brillante vallado, que no cesaba de crecer, como si fuese a lanzarse encima, pero se limitó a recorrerle tambaleante sin dejar de gemir. Luego comenzó a toser con un ronquido extraño, corrió hacia el doctor, empezó a manosear su traje con sus deditos nodulosos y a rascar la tela elástica. Miró al doctor a los ojos. El sudor goteaba por su cuerpo. Chocó contra el doctor, saltó hacia atrás, miró en torno suyo una vez más y, tras doblar el torso con un sonido ronco, desapareció en la negra boca del túnel.

Todos se quedaron callados. Pasados unos segundos, el doctor preguntó al coordinador:

— ¿Habías esperado esto?

— No… Creo que apenas…, realmente. Había pensado que quizá no le sería extraño. Esperaba alguna reacción. Una reacción incomprensible, diría. Pero no ésta…

— ¿Quiere eso decir que es comprensible? — preguntó el físico en voz baja.

— En cierto modo, sí — contestó el doctor —. El conoce esto. En todo caso, conoce algo parecido y le produce temor. Para él es espantoso; probablemente esté relacionado con un peligro de muerte.

— ¿Una ejecución a la Edén, acaso? — preguntó el químico en voz baja.

— No lo sé. De cualquier modo parece indicar que este «muro viviente» no sólo se usa contra visitantes del espacio. Seguro que también se puede plantar sin recurrir a la artillería.

— A lo mejor se asusta simplemente de todo lo que brilla — dijo el físico.

— Es una asociación sencilla. Ello aclararía la historia del cinturón.

— No. Ya le he mostrado un espejo y no manifestó ningún miedo, no se alteró en absoluto — replicó el doctor.

— O sea, que no es tan tonto ni tan subnormal — propuso el físico, mientras se acercaba a la refulgente barrera de cristal, que ya le llegaba a la cintura.

— Gato escaldado huye del fuego.

— ¡Escuchen!

El coordinador levantó la mano.

— Me parece que estamos en un punto muerto. ¿Qué hacer? La reparación es importante, naturalmente, pero yo quisiera…

— ¿Otra expedición? — preguntó el doctor.

El ingeniero rió con ironía:

— Yo siempre estoy dispuesto. ¿Adónde? ¿A la ciudad?

— Eso significaría lucha, con seguridad — previno el doctor —. No tenemos otro modo de salir que con el protector. Y para el grado de civilización que con solidario empeño querríamos conseguir (de todas formas, disponemos de un lanzador antiprotones), hay que pensárselo tres veces antes de empezar a disparar. Debemos evitar la lucha a toda costa. La guerra es el peor método para acopiar conocimientos de una cultura desconocida.

— No he pensado nunca en la guerra — contestó el coordinador —. El protector es un refugio extraordinario por su gran resistencia. Todos los datos parecen indicar que los habitantes de Edén se dividen en varias clases y que, hasta ahora, no hemos podido establecer contacto con la clase que tiene un comportamiento más racional. Entiendo que una incursión hacia la ciudad puede interpretarse como una respuesta. Pero nos queda el oeste, que todavía no hemos investigado en absoluto. Con dos hombres basta para el manejo del vehículo. Los demás se quedan aquí trabajando en el cohete.

— ¿Tú y el ingeniero?

— No necesariamente, aunque puedo ir yo con Henryk, por supuesto.

— ¿A quién le gustaría ir?

Todos querían. El coordinador no pudo por menos que reírse.

— Apenas ha acabado el ruido de los cañones y ya les devora el veneno de la curiosidad.

— Bueno, entonces vamos nosotros — dijo el ingeniero —. El doctor querrá venir como representante de la sensatez y la benevolencia. Estupendo. Me parece bien que te quedes — añadió volviéndose hacia el coordinador.

— Tú conoces el orden de los trabajos. Lo mejor es que empleen al Negro como autómata de carga, pero no comiencen con las excavaciones bajo el cohete antes que volvamos. Quiero revisar los cálculos estáticos.

— Como representante de la sensatez, quisiera preguntar por el objetivo de esta excursión — dijo el doctor —. Para desbrozar el camino, entramos, querámoslo o no, en una etapa conflictiva.

— Entonces, haz una contrapropuesta — replicó el ingeniero.

A su alrededor susurraba suave, casi melodiosamente, la valla en crecimiento, que en algunas partes ya había alcanzado la altura de un hombre. Contra sus musculosas trenzas rompía el sol en rayos blancos e irisados.

— No tengo ninguna — admitió el doctor —. Los acontecimientos siempre se nos han anticipado, pero hasta ahora no han frustrado nuestros planes. Quizá lo más sensato sería no hacer más salidas. Dentro de pocos días, el cohete estará listo para despegar. Si circundamos el planeta a baja altura, tal vez podamos enterarnos de más cosas sin ningún estorbo.

— Eso ni tú mismo lo crees — replicó el ingeniero —. Si no nos enteramos ahora de nada, y podemos investigar todo de cerca, ¿qué vamos a sacar de un vuelo por encima de la atmósfera? Y en cuanto a la sensatez, ¡cielo santo!… Si los hombres fueran sensatos, no nos encontraríamos nosotros aquí. ¿Qué hay de sensato en naves que vuelan a las estrellas?

— Eso es demagogia — protestó el doctor, que ahora paseaba lentamente a lo largo de la barrera de cristal —. Ya sabía que no les iba a convencer.

Los demás volvieron al cohete.

— No cuentes con descubrimientos sensacionales. Supongo que hacia el oeste se extiende un terreno parecido a éste — dijo el coordinador al ingeniero.

— ¿Por qué lo supones?

— No vamos a haber caído precisamente en medio de una mancha desértica. Al norte, la fábrica; al este, la ciudad; al sur, la cadena de colinas con el «poblado» en el fondo del valle. Probablemente estamos en el borde de una lengua de desierto que se extiende hacia el oeste.

— Es posible. Ya veremos.

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