Capítulo Octavo

Alrededor de mediodía, cinco hombres semidesnudos, con caras y cuellos tostados por el sol, descansaban a la sombra, bajo el blanco vientre del cohete, rodeados de toda clase de vasijas y utensilios. En la lona de la tienda de campaña reposaban los trajes, los zapatos y las toallas. De un termo abierto salía el aroma de café recién hecho. Por la extensa planicie se deslizaban las sombras de unas nubes. Reinaba el sosiego, y de no ser por la criatura desnuda inmóvil que permanecía acurrucada a unos pasos de distancia bajo el casco, sería aquélla la escena de una acampada idílica.

— ¿Dónde se ha metido el ingeniero?

El físico se incorporó perezosamente sobre los codos y miró hacia adelante. En sus gafas oscuras se reflejaba un cirrus.

— Escribe su libro.

— ¿Qué libro? ¡Ah! la descripción de las reparaciones.

— Sí, y saldrá un libro grueso e interesante, te lo aseguro.

El físico miró a los que hablaban.

— Tienes buen humor. Eso vale mucho. Tu herida está ya casi curada, ¿no? En la Tierra no se habría cerrado tan pronto.

El coordinador se palpó la frente y enarcó las cejas.

— Puede ser. La nave espacial era estéril y las bacterias de aquí son inofensivas para nosotros. Y parece que aquí no hay insectos. Hasta ahora no he visto ninguno, ¿y ustedes?

— Las mariposas blancas del doctor — farfulló el físico; con aquel calor le costaba hasta hablar.

— Bueno, sólo es una hipótesis.

— ¿Y qué no es una hipótesis aquí? — el doctor le miró.

— Nuestra presencia — repuso el químico girando sobre su espalda —. Me gustaría cambiar de sitio…

— A mí también — observó el doctor.

— ¿Te has fijado en lo roja que se ha vuelto su piel en los pocos minutos que le ha dado el sol? — preguntó el coordinador.

El doctor asintió:

— Sí. Eso quiere decir que hasta ahora no se ha expuesto al sol, o que tenía un vestido, o se cubría la cabeza o…

— ¿O qué?

— O quizá, otra cosa, que yo no sé…

— El asunto no va mal.

El cibernético alzó la vista de una hoja de papel escrita.

— Henryk me ha prometido desmontar los diodos del protector. Si mañana termino la revisión y todo está a punto, mañana mismo podemos poner en funcionamiento el primer autómata. Y a él le mando hacer el resto. En cuanto ensamble tres piezas, todo lo demás saldrá de un tirón. Reparamos los autómatas de carga y las excavadoras, colocaremos derecho el cohete y… — se interrumpió.

— ¿Qué? — gritó el químico—; entonces, ¿crees que no es más que sentarnos ahí dentro y echar a volar?

El doctor rió.

— La astronáutica es un fruto puro e inmaculado de la curiosidad humana. ¿Han oído? ¡El químico no quiere marcharse!

— Menos bromas, doctor. ¿Qué ocurre con el doble? Has estado todo el día sentado junto a él.

— Así es.

— ¿Qué pasa? No seas tan misterioso, que de misterios ya tenemos bastantes a nuestro alrededor…

— No soy tan misterioso. ¿Para qué? Se comporta como un niño. Como un niño psíquicamente retrasado. Me conoce. Cuando le llamo, acude. Cuando le empujo, se sienta…, a su manera.

— Le has llevado a la sala de máquinas. ¿Cómo ha reaccionado?

— Como un bebé. No ha mostrado el menor interés. Si me agachaba detrás del generador y no podía verme, empezaba a sudar de miedo. Si eso es sudor, y si significa miedo…

— ¿Habla algo? En una ocasión le he oído algo parecido a un cloqueo.

— No emite sonidos articulados. He hecho una grabación y he analizado las frecuencias. Sí oye la voz, al menos reacciona a ella. Es miedoso y tímido. Y toda esta sociedad está compuesta de ejemplares como éste. A no ser que él… Pero ya sería casualidad.

— A lo mejor es joven. Quizá son así de grandes desde el principio.

— No, no, éste no es joven. Se puede apreciar en la piel, en las arrugas. Es una característica biológica general. Y en las plantas de los pies, el espesamiento de la parte que apoya al andar, con duras callosidades. De cualquier manera, no es un niño como nosotros lo entendemos. Además en el todoterreno, cuando volvíamos por la noche, ha reaccionado a su modo antes que nosotros a determinadas cosas, por ejemplo, al espejismo del que les hablé. Expresó temor ante él. Y también parece tener miedo de su poblado. ¿Por qué huiría de allí, si no?

— Tal vez podríamos enseñarle algo. Si han sabido construir fábricas y discos vibrantes, tienen que ser inteligentes — reflexionó el físico.

— Éste no lo es.

— Espera. ¿Sabes lo que se me ha ocurrido?

El químico se levantó a pulso, se puso en pie y sacudió los granos de arena que se le habían pegado en los codos.

— ¿No será un enfermo psíquico, un subnormal, o…?

— ¡Ah! ¿tú piensas que aquello sería un manicomio?

El doctor también se incorporó:

— ¿Te estás burlando?

— ¿Por qué iba a burlarme? Podía ser un lugar aislado donde guardan a sus enfermos.

— Para experimentar con ellos — agregó el químico.

— ¿Consideras que son experimentos lo que has visto?

El coordinador entró en la conversación.

— No lo considero desde el punto de vista moral. ¿Cómo podría hacerlo? No sabemos nada — replicó el químico.

El doctor descubrió allí, en uno de los dobles, un tubito parecido al que encontró en el cuerpo del cadáver diseccionado…

— ¡Claro! ¿Y eso quiere decir que el que se coló en el cohete también venía de allí? ¿Qué había huido y vino a parar aquí por la noche?

— ¿Por qué no? ¿Es imposible?

— ¿Y los esqueletos?

La cara del físico mostraba a las claras su escepticismo ante las hipótesis del químico.

— Bueno…, no lo sé. Tal vez sea un sistema de conservación o los tienen ahí para mostrarlos como método curativo. Quiero decir algo así como «choques» psíquicos.

— Naturalmente. También ellos tienen su Freud — dijo el doctor —. Déjalo, vamos. No vayas a decirnos ahora que les sirve de diversión o que es un castillo embrujado. Es una instalación formidable. Se necesita una buena cantidad de química para embutir los esqueletos en esos bloques de vidrio.

— El hecho que no puedas sacar conclusiones de ese doble, no quiere decir nada — comentó el físico —. Deberías intentar saber algo sobre la civilización terrestre preguntando al conserje de mi universidad.

— Entonces será un conserje subdesarrollado — replicó el químico.

Todos se echaron a reír, pero en seguida enmudecieron. El doble estaba frente a ellos. Movía sus huesudos deditos y su cara plana, que colgaba del cuello, temblaba.

— ¿Qué pasa? — preguntó el químico.

— Se ríe — contestó el coordinador.

Su torso se sacudía con una especie de hipo, que parecían convulsiones de hilaridad. Con sus pies grandes e informes daba saltitos sobre el mismo lugar. Al observar los cinco pares de ojos que se clavaban en él, se fue tranquilizando poco a poco. Paseó su mirada azul celeste de uno a otro, contrajo el torso, las manitos y la cabeza, se asomó una vez más por la hendidura de los músculos y volvió pesadamente a su sitio, donde, tras un leve suspiro, se sentó.

— Si eso es risa — masculló el físico.

— Eso tampoco significaría nada. También los monos pueden reír.

— Un momento — dijo el coordinador. Sus ojos brillaban en su enjuta cara tostada por el sol —. Supongamos que entre ellos existe una diferencia considerablemente mayor en las facultades biológicas congénitas que entre nosotros. En una palabra, que hay clases o grupos, castas para el trabajo creativo, constructores y además muchos otros que no sirven para ningún trabajo. Y que, en este contexto, a los inútiles…

— … se les mata. Se hace experimentos con ellos. O se los comen — añadió el doctor al razonamiento —. Di, di sin miedo cuanto se te ocurra. Nadie se va a burlar de ti, porque todo es posible. Por desgracia, el hombre no es capaz de comprender todo lo que es posible.

— ¡Espera! ¿Qué piensas de lo que he dicho?

— ¿Y los esqueletos? — agregó el químico.

— Después de comer, los utilizan como material didáctico — aclaró el cibernético con sarcasmo.

— Si te explicase todas las teorías que me pasan por la cabeza desde ayer — dijo el doctor—, resultaría un libro cinco veces más gordo que el que ahora escribe Henryk, aunque no tan lógico. Cuando era joven conocí a un cosmonauta que había visto más planetas que pelos tenía en la cabeza. Y no era calvo. Con la mejor intención quiso describirme el paisaje de una luna, no recuerdo de cuál. Allí hay esto…, y tienen aquello…, y esto es así…, y el cielo es distinto del nuestro, distinto, pero… Repitió lo mismo muchas veces, hasta que por fin se echó a reír y desistió. A quien nunca ha estado en el espacio no se le puede aclarar qué es flotar en el vacío y tener las estrellas debajo de ti. ¡Y se trata solamente de cambios en las condiciones físicas! Aquí tenemos ante nosotros una civilización que se ha desarrollado durante cincuenta siglos, por lo menos. Por lo menos, repito. ¿Y nosotros vamos a comprenderla en unos días?

— Tenemos que esforzarnos, porque el precio que tendremos que pagar si no la comprendemos puede ser muy alto.

El coordinador calló un momento, se aproximó al doctor, y dijo:

— En tu opinión, ¿qué deberíamos hacer?

Lo que hemos hecho hasta ahora. Pero me temo que no tenemos muchas posibilidades, más o menos una entre…, bueno, digamos el número de años que tenga la civilización en Edén.

El ingeniero apareció en la salida del túnel. Al ver a los amigos tumbados a la sombra, como en la playa, arrojó el traje y se unió a ellos.

— ¿Cómo va el trabajo? — preguntó el coordinador.

— No va mal. He hecho ya las tres cuartas partes… Aunque hace rato que lo dejé. Luego me he entretenido en revisar nuestra opinión respecto a que la primera fábrica, la del norte, funcionaba así porque estaba fuera de control… ¿Qué ocurre? ¿Qué les hace gracia? ¿Por qué se ríen?

— Quiero decirles — explicó el doctor, que era el único que había permanecido serio— que, en cuanto la nave esté lista para el despegue, se va a armar un alboroto. Nadie querrá volar hasta que no haya sabido… Si ya ahora, en lugar de apretar tornillos con el sudor de nuestra frente… — hizo un ademán de desconcierto.

— ¿También se ocupaban ustedes del asunto? ¿Y a qué conclusión han llegado?

— A ninguna. ¿Y tú?

— A la misma que ustedes. Pero he buscado determinados rasgos generales, comunes a todo lo que hemos visto, y se me ha ocurrido que la fábrica, la automática, ya saben, además de producir en círculo cerrado, lo hacía con imprecisiones. Los «productos finales» se diferencian unos de otros. ¿Recuerdan?

Escuchó un murmullo de asentimiento.

— Bien, el doctor nos explicó ayer que los dobles se distinguen entre sí de una manera característica. Unos no tienen ojos, otros no tienen nariz, difieren en el número de dedos o el color de la piel. Todo dentro de ciertos límites. Y ello parece fruto de una inexactitud del proceso de tecnología «orgánica», por así decirlo…

— Eso es verdaderamente interesante — exclamó el físico, que le había escuchado con la mayor atención.

— Sí, por fin algo sustancioso — comentó el doctor —. Pero, ¿y qué más?

El ingeniero sacudió la cabeza confuso.

— De verdad, no tengo valor para decirlo. Cuando estás tan sólo, te viene a la cabeza todo lo imaginable…

— ¡Cuenta ya! — gritó el químico enojado.

— Una vez que se ha empezado… — le animó el cibernético.

— He pensado lo siguiente. Encontramos allí un proceso circular de producción, destrucción y nueva producción. Y ayer ustedes han descubierto algo que también se parece a una fábrica. Si era una fábrica tenía que producir algo.

— No; allí no había nada — dijo el químico —. Nada, salvo esqueletos… Claro que no inspeccionamos a fondo — agregó inseguro.

— ¿Y si esa fábrica produce dobles?… — preguntó el ingeniero en voz baja. Como nadie respondía, continuó—: El sistema de producción sería análogo. Producción en serie, masiva, pero con diferencias que, digamos, no son causadas por una falta de control, sino por la peculiaridad de unos procesos tan complejos que admiten desviaciones de la norma proyectada, dentro de ciertos límites, y no se pueden reconducir. Incluso los esqueletos mostraban diferencias…

— ¿Y tú crees…, que matan a los «mal producidos»? — preguntó el químico con voz ronca.

— ¡Vamos! Pienso que los cuerpos que han encontrado no han vivido nunca. La síntesis fue capaz de lograr la producción de organismos musculosos, dotados de todos los órganos internos, pero se desviaron mucho de la norma, eran incapaces de ejercer su función, no tenían vida en absoluto y por eso les retiraron, les separaron del ciclo de la producción…

— Y las tumbas ante el poblado, ¿qué son? ¿También «desechos»? — preguntó el cibernético.

— No lo sé, pero tampoco hay que excluirlo…

— No, excluido no está.

El doctor observaba la empañada franja azul del horizonte.

— En lo que dices, hay algo…, esos tubitos rotos, el uno y el otro…

— Tal vez han añadido de ese modo alguna sustancia vivificadora durante la síntesis.

— Ello también explicaría, en parte, por qué el doble que han traído está en cierta medida psíquicamente subdesarrollado — añadió el cibernético —. Lo crearon ya «adulto». No habla, le faltan experiencias…

— No — replicó el químico —. Nuestro doble sabe al menos una cosa. No sólo tenía miedo de volver a ese manicomio de piedra, lo que, al fin y al cabo, es comprensible, también le asustaba el cinturón especular. Además, sabía algo de aquel espejismo, de las fronteras invisibles que atravesamos…

— Si desarrollásemos la hipótesis de Henryk, resultaría un cuadro que difícilmente podríamos aceptar.

El coordinador miraba absorto a la arena.

— La primera fábrica produce piezas que no se utilizan. ¿Y la segunda? ¿Tal vez seres vivos? ¿Para qué? ¿Crees tú que también éstos son parte de un proceso cíclico?…

— ¡Por Dios!

El cibernético dio un respingo:

— Eso, ¿no lo dirás en serio?

— Un momento.

El químico se sentó.

— Si los vivos volvieran a las retortas, sería del todo superfluo desprenderse de los seres imperfectos a los que no se puede dar vida. Además, no hemos encontrado la menor huella de un proceso semejante…

En el silencio que siguió, el doctor se puso en pie y paseó la mirada por sus amigos.

— Saben — comenzó—, tienen que perdonarme…, pero tengo que decirlo. Todos nos hemos dejado influir por lo que el ingeniero cree haber descubierto, y ahora nos esforzamos por ajustar los hechos a esa «hipótesis de producción». De todo ello sólo resulta una cosa concluyente, que somos unos ingenuos…

Le miraban con creciente asombro mientras proseguía.

— Hace un momento han empezado a cavilar las cosas más horribles de las que son capaces, y han llegado a una imagen que muy bien podría haberse construido un niño. Una fábrica que produce seres vivos para pulverizarlos después… Queridos amigos, la realidad puede ser aún peor.

— ¡Vamos, hombre! — saltó el cibernético.

— Espera. Deja que hable — dijo el ingeniero.

— Cuanto más pienso en lo que nos ha ocurrido en ese poblado, más convencido estoy del hecho que hemos visto algo muy distinto de lo que creíamos ver.

— Explícate con más claridad. ¿Qué sucedió allí realmente? — le urgió el físico.

— Lo que pasó, no lo sé. Pero sí sé, y con toda seguridad, lo que no pasó.

— ¡Por favor, déjate de misterios!

— Sólo quiero decir una cosa: después de la larga peregrinación en aquel laberinto subterráneo, fuimos súbitamente asaltados por una multitud que nos molestó un poco con las apreturas, pero que luego se dispersó y huyó. Como al acercarnos a la colonia observamos que se apagaban las luces, creímos, naturalmente, que aquello estaba relacionado con nuestra llegada y que los habitantes se escondían de nosotros. De toda esa serie de hechos he vuelto a recordar lo que sucedió con nosotros y en torno a nosotros, y les digo que fue algo muy diferente, algo contra lo que la razón choca como contra un absurdo.

— Ibas a hablar sin rodeos — le recordó el físico.

— Voy al grano. Les invito a reflexionar sobre esta situación: en un planeta habitado por criaturas inteligentes aterrizan seres procedentes de las estrellas. ¿Qué reacciones queda esperar de los habitantes del planeta?

Como nadie contestaba, el doctor siguió:

— Aunque los habitantes de ese planeta hayan sido producidos en tubos de ensayo o hayan venido al mundo en condiciones aún más fantásticas, sólo veo tres posibles reacciones: que intenten entrar en contacto con los recién llegados, que procuren atraparlos, o el pánico. Pero se ha demostrado que hay una cuarta posibilidad: ¡la completa indiferencia!

— Pero tú mismo has contado que casi les parten las costillas. ¡A eso lo llamas indiferencia! — exclamó el cibernético.

El químico mostró sorpresa durante las explicaciones del doctor. Parecía que se aclaraban algo.

— Si te encuentras ante un rebaño de vacas que huye de un fuego, puede ocurrirte lo peor, pero eso no quiere decir que el rebaño repare en ti — continuó el doctor —. Les digo que la muchedumbre que se nos echó encima ni nos vio siquiera. No se interesaba por nosotros en absoluto. Es cierto que cundió el pánico, pero no a causa nuestra. Nos vimos envueltos por pura casualidad. Naturalmente, estábamos convencidos del hecho que nosotros fuimos el motivo de la repentina oscuridad y del caos, de todo lo que vimos. Pero no es cierto. No fue así.

— ¡Pruebas! — dijo el ingeniero.

— Antes me gustaría oír lo que opina mi acompañante.

El doctor miró al químico. Estaba allí sentado y movía los labios en silencio, como si hablase consigo mismo. De pronto se sobresaltó.

— Sí — dijo —. Así debió ser. Seguro. Hay algo en este asunto que me ha estado inquietando, que no me deja tranquilo. Me parecía que se trataba de una dislocación, de un malentendido o, como lo diría, era como si leyese un texto embrollado y no fuese capaz de descifrar el orden de las frases. Ahora está todo claro. Así ha tenido que ser. Sólo temo que no lo podamos demostrar, que no sea demostrable. Haría falta estar allí, en medio de aquella masa. Sencillamente, no nos vieron. Excepto los más próximos, claro, pero precisamente los que me rodearon no eran presa del pánico general. Al contrario, sostendría que el verme les calmaba. Mientras me observaban, eran, sencillamente, unos habitantes del planeta perplejos, extrañados sobremanera ante un ser desconocido. En absoluto trataron de hacerme algún daño. Recuerdo que, en cierto modo, hasta me ayudaron a librarme de aquellas apreturas, dentro de lo que se podía…

— ¿Y si alguien lanzó la turba contra ustedes? ¿Si, en realidad, fue una batida? — propuso el ingeniero.

El químico sacudió la cabeza.

— No era nada de eso, no había orden, ni guardias armados, ni organización. Era un caos completo, nada más. Es curioso — añadió— que hasta ahora no lo haya comprendido. Los que me veían de cerca parecían recobrar el juicio. Los demás se comportaban como dementes.

— Si fue como dicen — dijo el coordinador—, fue una casualidad muy extraña. ¿Por qué iban a apagarse las luces precisamente cuando nosotros llegamos?

— ¡Ah! cálculo de probabilidades — masculló el doctor.

Y añadió en voz alta:

— No vería en ello nada extraordinario, exceptuando la hipótesis no fundada que tales condiciones se diesen con relativa frecuencia.

— ¿Qué condiciones?

— Las de pánico generalizado.

— ¿Y que lo desata?

— Posiblemente el proceso inverso de civilización en el planeta — opinó el cibernético tras un instante de silencio —. Un período de desarrollo negativo. Dicho de otro modo: la civilización es devorada por una especie de cáncer social…

— Eso es muy confuso — objetó el coordinador —. Como se sabe, la Tierra es un planeta medio. Ha tenido épocas de involución, han surgido y desaparecido civilizaciones enteras, pero, si consideramos el transcurso de los milenios, obtenemos la imagen de una complejidad cada vez mayor de la vida y su protección creciente. A esto lo llamamos progreso. El progreso se da en planetas medios. Pero, según la ley de los grandes números, también hay desviaciones estadísticas de la media, tanto positivas como negativas. No hace falta recurrir a la hipótesis de una degeneración periódica, de un desarrollo negativo. Es posible que aquí las circunstancias perniciosas que acompañan al desarrollo de la civilización sean y hayan sido mayores que otros sitios. Tal vez hemos llegado durante un proceso de desviación negativa…

— Demonismo matemático — comentó el ingeniero.

— La fábrica existe — observó el físico.

— La primera, sí. La existencia de la segunda es una hipótesis insostenible.

— En una palabra, es necesaria una nueva expedición — concluyó el químico.

— A ese respecto no tenía, ni tengo, la menor duda.

El ingeniero miró en torno suyo. El sol declinaba, ya cerca del horizonte; las sombras se alargaban en la arena. Soplaba un viento suave.

— ¿Hoy…?

El ingeniero miró.

— Hoy tenemos que ir por agua y nada más.

El ingeniero se levantó.

— Una discusión muy interesante — dijo, con una expresión como si pensara en otra cosa.

Recogió su traje, pero estaba tan caliente por el sol que lo soltó en seguida.

— Creo que por la tarde haremos una salida al arroyo con el todoterreno. No dejemos que nada nos desvíe de nuestro programa, a no ser que nos sintamos directamente amenazados.

Se volvió hacia sus compañeros, que permanecían sentados sobre la arena, les miró durante unos segundos, y añadió titubeante:

— Debo confesarles…, que estoy algo intranquilo.

— ¿Por qué?

— No me gusta que nos dejen en paz, tras esa visita de hace dos días. Así no se comporta ninguna sociedad en la que cae del cielo una nave tripulada.

— Eso apoyaría mi tesis, en cierto modo — comentó el cibernético.

— ¿La del cáncer que devora a Edén? Bueno, desde nuestro punto de vista, eso no sería lo peor, sólo…

— ¿Qué?

— Nada. Oigan, tenemos que ocuparnos ya del protector. Hay que quitar los trastos de encima. Seguro que los diodos están intactos.

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