Capítulo Tercero

Era ya noche avanzada cuando llegaron a la colina sobre la que se destacaba el casco de la nave espacial. Para apresurar la marcha, y también para evitar el encuentro con los habitantes de la maleza, habían cruzado por un lugar donde los matorrales estaban distanciados entre sí por más de una docena de metros. Era como si un formidable arado hubiera despejado a ambos lados la espesura. En los terrones removidos sólo crecían ahora algunos líquenes aterciopelados.

Cuando el crepúsculo cayó repentinamente sobre la llanura, todavía se divisaba con claridad la silueta del cohete, de forma que pudieron prescindir de las linternas. Les atormentaba el hambre, pero más aún el agotamiento, así que decidieron montar la tienda fuera. Acuciado por la sed, porque durante el regreso habían agotado las reservas de agua, el físico se dirigió, a través del túnel, al interior del cohete. Estuvo ausente durante mucho tiempo. Habían acabado justamente de inflar la tienda, cuando oyeron gritos bajo el suelo. Se precipitaron hacia la entrada y le ayudaron a salir. Le temblaban las manos. Estaba tan excitado que apenas podía articular una palabra.

— ¿Qué ocurre? ¡Tranquilízate! — le repetían.

El coordinador le sujetó firmemente por los hombros.

— Ahí — apuntaba al oscuro casco que emergía sobre sus cabezas—, ahí hay alguien.

— ¿Qué?

— ¿Cómo lo sabes?

— ¿Quién está ahí?

— No lo sé.

— ¿Cómo sabes que hay alguien?

— Por…, por las huellas. Sin darme cuenta, entré en la cabina de mandos. La habíamos llenado de arena, pero ahora no hay nada.

— ¿Cómo que no hay nada?

— No hay arena. Está prácticamente limpia.

— ¿Y qué ha pasado con la arena?

— No lo sé.

— ¿Has mirado en las demás habitaciones?

— Lo he hecho. Quiero decir que me había olvidado que en la cabina de mandos había tierra y, al principio, no me detuve a pensar en ello. Todo lo que quería era beber algo. Así que fui al almacén y encontré el agua, pero como no tenía con qué sacarla, me dirigí a tu camarote y…, y allí…

— ¡Qué! ¡por todos los diablos!

— Estaba todo cubierto de mucosidad.

— ¿De mucosidad?

— Sí, de una mucosidad transparente, pegajosa. Seguro que todavía tengo algo en los zapatos. Al principio no vi nada, sólo noté que los zapatos se pegaban al suelo.

— A lo mejor los contenedores han perdido agua o se ha producido alguna reacción química. Sabes bien que se ha roto la mitad de los frascos del laboratorio.

— ¡No digas tonterías! ¡Alumbra aquí, a mis pies!

La mancha de luz se movió hacia abajo. Los zapatos del físico brillaban en algunos puntos como si hubieran recibido una capa de barniz incoloro.

— Pero esto no prueba que haya alguien ahí — objetó el químico.

— Yo tampoco pensé en nada de eso al principio. Tomé un vaso y me volví al almacén. Sentí que las suelas de los zapatos se pegaban al suelo, pero no presté atención. Bebí el agua y, cuando ya estaba a punto de regresar, se me ocurrió la idea de ir a la biblioteca. No sé por qué. Desde luego, me sentía algo inquieto, pero no reflexioné en ello lo más mínimo. Abrí la puerta, alumbré dentro…, ¡y estaba limpio! ¡Ni rastro de arena! Y fui yo mismo quien la echó allí, por eso me di cuenta inmediatamente, y entonces recordé que había pasado lo mismo en la cabina de mandos.

— ¿Y qué más? — preguntó el coordinador.

— Nada más. Eché a correr.

— Tal vez esté aún en la sala de navegación, o en el otro almacén — dijo en voz baja el cibernético.

— No lo creo — murmuró el coordinador.

La linterna que el doctor dirigía hacia abajo iluminaba un trozo de suelo. Formaban un círculo alrededor del físico, que seguía respirando agitadamente.

— ¿Y si vamos a comprobarlo? — reflexionó en voz alta el químico.

Pero era evidente que no tenía muchas ganas de hacerlo.

— Enséñame los zapatos — pidió el coordinador.

Contempló atentamente la brillante capa reseca pegada al cuero. Estuvo a punto de chocar con la cabeza del doctor, que también se había inclinado.

— Tenemos que hacer algo — dijo el cibernético con tono vacilante.

— En realidad, no ha ocurrido nada. Algún representante de la fauna local ha entrado en la nave y ha desaparecido a continuación, al no encontrar nada interesante para él — decidió el coordinador.

— ¿Alguna lombriz? ¿Del tamaño de un tiburón o dos? — dijo sarcásticamente el cibernético —. ¿Qué ha ocurrido con la arena?

— Eso es lo extraño. Tal vez…

Sin terminar la frase, el doctor empezó a examinar los alrededores. Pudieron seguir sus pasos por las sombras que proyectaba su linterna. El rayo luminoso unas veces iluminaba el suelo y otras se deslizaba lívidamente en la oscuridad.

— ¡Aquí! — gritó de pronto —. Aquí, vengan. Lo tengo.

Corrieron hacia él. Se hallaba ante un terraplén de varios metros de longitud, cubierto en diversos puntos de jirones de una piel fina y resplandeciente.

— Parece justamente una especie de lombriz — tartamudeó el físico.

— Entonces tenemos que pasar la noche en el cohete — decidió de pronto el coordinador —. Primero registra la nave, para estar seguros, y luego cerramos la escotilla.

— ¡Hombre! Esto nos va a llevar toda la noche — se lamentó el químico.

— Nunca hemos registrado todos los sectores.

— ¡Pues hay que hacerlo!

Abandonaron la tienda inflada a su suerte y se sumergieron en el túnel.

Registraron la nave durante largas horas, iluminaron todos los ángulos y rincones. El físico creyó observar que en la cabina de mandos alguien había amontonado los fragmentos de los tableros de control, pero nadie pudo afirmarlo con entera seguridad. El ingeniero también empezó a tener dudas de si había dejado la herramienta que había utilizado para fabricar un pico en el sitio en que ahora se encontraba.

— Eso no tiene tanta importancia — dijo impacientemente el doctor —. No nos pongamos a jugar ahora a detectives. Ya son las dos.

Cerca de las tres se acostaron en los colchones que habían traído de los camarotes. Y eso gracias a que el ingeniero decidió no registrar los dos pisos de la sala de máquinas, sino simplemente echar el cerrojo a la puerta de acero que permitía el acceso. El aire, en el espacio cerrado, era asfixiante. Un olor desagradable flotaba en el ambiente. Pero estaban tan agotados, que apenas se quitaron los trajes y los zapatos, y apagaron la luz, se hundieron en un sueño profundo y agitado.

El doctor se despertó sobresaltado y completamente desvelado en la oscuridad. Puso el reloj ante los ojos. Durante algunos instantes fue incapaz de averiguar qué hora era. El tiempo se negaba a adaptarse a la oscuridad reinante. Se había olvidado que se encontraba bajo tierra, en el interior de la nave. Al final, gracias a las verdes chispas del cuadrante luminoso, descifró que eran las ocho. Se extrañó de haber dormido tan poco tiempo y se disponía a dar media vuelta cuando aguzó el oído.

Algo estaba ocurriendo en la nave. Podía sentirlo más que oírlo. Un ligero temblor sacudía el suelo. Muy lejos, algo tintineaba de forma imperceptible. Se incorporó al instante. El corazón le palpitaba tumultuosamente. ¡Estaba otra vez ahí! Pensaba en la criatura cuyas viscosas huellas había descubierto el físico. Estaba intentando empujar la escotilla de entrada, fue su primer pensamiento.

De pronto, el cohete se estremeció, como si una poderosa fuerza quisiera hundirlo aún más en la tierra. Uno de los hombres dormidos gimió inquieto. Durante un largo instante, el doctor creyó que sus cabellos se habían convertido en alambres incandescentes. ¡La nave espacial pesaba 16.000 toneladas! Y el suelo se movía con una especie de temblor rápido e irregular. De pronto comprendió: ¡Era uno de los motores auxiliares! ¡Alguien estaba intentando ponerlo en marcha!

— ¡Arriba! — gritó, y buscó en la oscuridad su linterna.

Los hombres se levantaron, chocaron entre sí en la absoluta oscuridad y gritaron confusamente. Por fin, el doctor encontró la linterna y la encendió. Resumió en pocas palabras lo que estaba pasando. El ingeniero, todavía medio dormido, espiaba los ruidos lejanos. El casco se estremeció con varias sacudidas, y un gran bramido llenó el aire.

— ¡Los compresores de la tobera izquierda! — siseó el ingeniero.

El coordinador se estaba abotonando el traje sin decir una sola palabra. También el resto de la tripulación se vestía con rapidez. El ingeniero echó a correr por el pasillo tal como estaba, en camiseta y pantalón de deportes. A la carrera le arrebató la linterna al doctor.

— ¿Qué te propones?

Corrieron tras él a la sala de navegación. Bajo sus pies, el suelo retemblaba y se estremecía.

— ¡Va a romper las paletas! — bramó el ingeniero, y se precipitó en la sala de navegación, que el intruso había limpiado. Saltó hacia el tablero central y tiró de la palanca.

En la esquina brilló una luz. El ingeniero y el coordinador sacaron un electrolanzador del tabique de la pared, le quitaron la funda y lo enchufaron a toda prisa en los bornes de carga. El reloj central estaba roto, pero el largo y pequeño tubito de marcha tenía un brillo azulado. ¡Había corriente de carga!

El suelo temblaba. Todo lo que no estaba firmemente sujeto saltaba. Las herramientas metálicas producían estrépito en las estanterías. Un objeto de cristal cayó y se rompió en mil pedazos. Los restos del revestimiento plástico retumbaban con una enorme resonancia. Luego se produjo un súbito silencio y, al mismo tiempo, se apagó la única luz. El doctor encendió inmediatamente la linterna.

— ¿Está cargado? — preguntó el físico.

— A lo sumo para un par de ráfagas, pero con eso hay bastante — gritó el ingeniero, mientras arrancaba, más que quitaba, los bornes.

Tomó el electrolanzador, dirigió hacia el suelo el tubo de aluminio y avanzó por el pasillo hacia la sala de máquinas. Estaban ya a medio camino, junto a la biblioteca, cuando resonó un infernal y persistente crujido. Varias convulsiones espasmódicas sacudieron la nave, algo se precipitó al suelo en la sala de máquinas con un estruendo espantoso y luego se hizo de nuevo un silencio sepulcral.

El ingeniero y el coordinador se acercaron, hombro contra hombro, a la puerta blindada. El coordinador alzó la tapa de la mirilla y miró dentro.

— La linterna — siseó.

El doctor se la entregó. No resultó fácil iluminar el interior a través de la estrecha abertura vitrificada y al mismo tiempo poder ver algo. El ingeniero descorrió la tapa de la segunda mirilla, apoyó los ojos en ella y contuvo el aliento.

— ¡Ahí está! — dijo al cabo de unos segundos.

— ¿Quién? ¿Qué?

— Nuestro invitado. Alumbra mejor, más al fondo. ¡Ahí! No se mueve. No se mueve absolutamente nada. Es tan grande como un elefante — murmuró con voz sofocada.

— ¿Ha llegado a las barras colectoras? — preguntó el coordinador.

No podía ver nada, porque la linterna le tapaba la mirilla.

— Ha debido llegar hasta los conductos rotos. Veo que las puntas sobresalen por debajo de él.

— ¿Qué puntas? — preguntó impacientemente el físico.

— Las de los cables de alta tensión. Seguro, no se mueve. Entonces, ¿abrimos?

— No hay más remedio.

El doctor descorrió el cerrojo.

— A lo mejor está fingiendo — insinuó alguien, dubitativamente, a sus espaldas.

— Sólo un cadáver puede fingir tan bien.

El doctor aplastó la cara contra la segunda mirilla, hasta que el coordinador apartó la linterna.

Los cerrojos de acero se deslizaron suavemente. La puerta quedó abierta. Durante unos instantes nadie se atrevió a cruzar el umbral. El físico y el cibernético miraban por encima de los hombros de los que estaban delante. Al fondo, sobre la superficie de las pantallas rotas, yacía una masa encorvada, desnuda, que despedía un leve brillo bajo la luz, encajonada entre los tabiques de separación, violentamente desplazados. En algunos puntos, la masa se agitaba con un ligero temblor.

— Está vivo — musitó el físico con voz atragantada.

En el aire flotaba un olor fuerte y repugnante a quemado, como a pelo chamuscado. Un tenue hilo de humo gris azulado se deshacía en el cono de luz.

— Por si acaso — dijo el ingeniero.

Alzó el electrolanzador, apoyó la transparente culata en la cadera y apuntó a la informe masa. Se produjo un siseo. La descarga sin chispas hizo blanco bajo la joroba que se arqueaba en el centro del esponjoso cuerpo. La enorme criatura se distendió, se ahuecó y luego se desplomó y quedó tendida en el suelo, aun más aplanada que antes. Los bordes superiores de los blancos tabiques de separación temblaron, la gran masa los separó unos de otros.

— Asunto concluido — declaró el ingeniero y cruzó el alto umbral de acero.

Todos le siguieron. Buscaron inútilmente patas, órganos del tacto, la cabeza de aquella criatura. Yacía como una masa fofa sobre la destruida sección del transformador, sin forma. La joroba colgaba hacia un lado como un saco desatado lleno de gelatina. El doctor tocó el cuerpo muerto. Se inclinó.

— Esto seguramente es… — murmuró —. Huele esto.

Extendió la mano. Las puntas de los dedos brillaban con algo parecido a gotas de colapez. El químico fue el primero en vencer su repugnancia. Lanzó una exclamación de asombro.

— ¿Sabes lo que es? — preguntó el doctor.

Todos olfatearon y reconocieron aquel amargo olor que llenaba las «naves de la fábrica».

El doctor encontró en un rincón una palanca que consiguió sacar de su eje. Deslizó el extremo más ancho por debajo del cuerpo e intentó desplazarlo a un lado. En un cierto momento resbaló, el extremo de la palanca agujereó la piel y el acero penetró casi hasta la mitad en el tejido.

— Esto ya es mala suerte — masculló con fastidio el cibernético —. Ahora no sólo tenemos una nave encallada, sino también un cementerio.

— Mejor sería que echaras una mano — refunfuñó el doctor, que se esforzaba, en solitario, por dar vuelta al cuerpo.

— Espera un momento, amigo — dijo el ingeniero —. ¿Cómo es posible que este pedazo de bestia haya podido poner en marcha un aparato auxiliar?

Todos le miraron estupefactos.

— Es verdad — farfulló el físico —. Pero eso, ¿qué importa? — añadió tozudamente.

— Aunque reventemos, tenemos que darle la vuelta, les digo que tenemos que hacerlo — ordenó el doctor —. Vengan todos. Por ese lado no. Así. ¡Nada de ascos ahora! ¿Qué ocurre?

— Espera.

El ingeniero salió y regresó al poco tiempo con los picos de acero que habían empleado para excavar el túnel. Los deslizaron, a modo de palancas, debajo del cuerpo muerto y lo levantaron a una orden del doctor. El cibernético se estremeció. Su mano resbaló por el liso acero y tocó la desnuda piel de aquella criatura. Con terribles maldiciones se volvió pesadamente a un lado. Todos saltaron hacia atrás. Alguien gritó.

Como surgiendo de una ostra gigantesca, prolongada en forma de huso, se deslizó de los gruesos, rugosos y carnosos tegumentos, dispuestos a modo de alas, un pequeño torso con dos manos que, llevado de su propio peso, resbaló hacia abajo, hasta que los nudosos y pequeños dedos tocaron el suelo. Era apenas mayor que el torso de un niño. Se balanceaba en la piel, cada vez más alargada, de los pálidos y amarillentos colgajos. El balanceo fue disminuyendo poco a poco. El doctor fue el primero que, armándose de valor, se acercó y tocó una de las puntas de la blanca y articulada mano, y entonces el pequeño torso cruzado por pálidas venas se distendió y mostró un pequeño rostro plano, sin ojos, con abiertas aletas de nariz y una especie de desgarradura con aspecto de lengua, hendida en el lugar que en el rostro humano está la boca.

— Un habitante de Edén — dijo el químico con voz sorda.

El ingeniero, a quien la excitación no le permitía pronunciar una palabra, se sentó sobre el generador y se frotó inconscientemente las manos en el traje.

— ¿Es un ser o dos? — preguntó el físico, que miraba de cerca cómo el doctor tocaba el pecho de aquel pequeño y desvalido torso.

— Dos en uno o uno en dos. ¿O tal vez son simbióticos? Sin excluir que se separen periódicamente.

— Sí, como aquella maldita cosa del pelo negro — opinó el físico.

El doctor asintió sin interrumpir su exploración.

— Esta criatura no tiene ni patas, ni ojos, ni cabeza, nada de nada — dijo el ingeniero y, lo que nunca hacía, se concedió un cigarrillo.

— Eso ya se verá — contestó el doctor —. Creo que ustedes no tendrán nada en contra para que le haga la autopsia. De todos modos, tenemos que trocearle, porque de lo contrario no podemos sacarle de aquí. Me gustaría contar con alguna ayuda, pero advierto que puede resultar desagradable. ¿Algún voluntario?

— Yo.

— Yo también.

Sonaron casi simultáneamente las voces del coordinador y del cibernético.

El doctor abandonó su postura de rodillas.

— Dos, mejor así. Voy a buscar el instrumental. Esto puede llevar algún tiempo. Debo confesar que nuestra estancia aquí tiene bastantes complicaciones. Un poco más de esto y necesitaremos toda una semana para limpiarnos un zapato. Se empieza, pero no se acaba nunca.

El ingeniero y el físico salieron al pasillo. El coordinador regresaba de la enfermería en aquel preciso instante. Se había puesto un delantal de goma, llevaba las mangas muy subidas y portaba una bandeja de níquel llena de instrumental quirúrgico. Se paró ante ellos.

— Saben cómo trabaja un depurador. Si quieren fumar, háganlo arriba.

Se encaminaron al túnel. El químico se unió a ellos. Precavidamente, llevaba consigo el electrolanzador que el ingeniero había dejado en la sala de máquinas.

El sol estaba alto en el cielo, pequeño y achatado como siempre. A lo lejos, la luz recalentada temblaba como gelatina sobre la arena. Se sentaron en las largas franjas de sombra del cohete.

— Un animal sumamente extraño y una historia muy rara esa de poder poner en marcha el generador.

El ingeniero se atusó la mejilla; ya no le picaban los pelos de la cara. Todos tenían barba y todos repetían que tenían que afeitarse, pero nunca encontraban tiempo para ello.

— Lo que más me alegra, dicho sea con toda franqueza, es que el generador produce corriente. Esto significa que al menos los bobinados están intactos.

— ¿Y el cortocircuito?

— Eso no tiene ninguna importancia, ha saltado un seguro automático, pero no significa absolutamente nada. Por supuesto, que la parte mecánica está totalmente averiada, pero en eso ya sabemos lo que hay que hacer. Tenemos piezas de reserva en el almacén y sólo hace falta buscarlas. Naturalmente, también habríamos podido reparar las bobinas, pero sin las herramientas adecuadas nos habría resultado muy difícil. Ahora creo que si no he hecho nada para inspeccionar todo detenidamente es porque tenía miedo a que sólo encontráramos polvo, y ya pueden imaginarse lo que esto significa.

— El reactor — sugirió el químico.

El ingeniero hizo una mueca.

— Sí, por supuesto, también el reactor. También eso cuenta. Pero ante todo necesitamos tener corriente. Sin corriente no podemos hacer nada. La avería de la refrigeración se puede reparar en cinco minutos, pero hay que soldar los conductos. Y, para eso, volvemos a necesitar corriente.

— ¿Es que vas a ponerte a trabajar en las máquinas? — preguntó el físico, con una punta de esperanza en la voz.

— Sí. Vamos a elaborar un plan para la secuencia de las reparaciones. Ya he hablado de esto con el coordinador. Primero tenemos que contar, al menos, con un aparato auxiliar en funcionamiento. Por supuesto, es inevitable asumir ciertos riesgos, porque tenemos que poner en marcha el aparato auxiliar sin energía atómica y el diablo sabe cómo. Seguramente con un cabrestante… Mientras no funcione el regulador eléctrico, no tengo la menor idea de lo que puede ocurrir en la pila.

— Nada especial. Las pantallas de neutrones funcionan también sin el control remoto — opinó el físico —. La pila atómica ha pasado por sí sola a marchar en vacío. A lo sumo, podría generar, al arrancar, una temperatura demasiado elevada, si el sistema de refrigeración…

— ¡Muchas gracias! La pila puede fundirse y tú dices que «nada especial».

Se enzarzaron durante algún tiempo en una viva discusión; pero pronto empezaron a discutir con objetividad. Y como ninguno de ellos sentía el más mínimo deseo de descender al cohete, dibujaron esquemas en la arena. De pronto apareció en la entrada del túnel la cabeza del doctor.

Se pusieron en pie.

— ¿Hay algo nuevo?

— En un sentido, poco, y en otro, mucho — respondió el doctor. Producía un efecto cómico al hablar, porque tenía la cabeza a ras del suelo —. Poco — continuó—, porque, por muy raro que pueda parecer, todavía no sé si se trata de un animal o de dos. En cualquier caso, es un animal. Tiene dos sistemas sanguíneos, pero no están totalmente separados. El animal grande, el portador, se desplaza, a mi entender, a saltos o a pasos.

— Pero eso es una gran diferencia — dijo el ingeniero.

— Sí y no — replicó el doctor —. Lo que parece una joroba contiene el esófago.

— ¿El esófago en la joroba?

— ¡No es una joroba! Cuando la corriente abatió al animal, cayó con el vientre hacia arriba.

— ¿Qué? ¿Quieres decir que el pequeño, que parecía…?

El ingeniero se detuvo.

— ¿Un niño? — completó tranquilamente el doctor —. Sí, en cierto modo cabalgaba sobre este portador. Es perfectamente posible. Pero no cabalgaba encima — se corrigió —. Probablemente lo más normal sea que se asiente en el centro del torso grande. Tiene allí algo así como un nido en forma de bolsillo. Lo único con lo que se le puede comparar es con la bolsa marsupial de un canguro, pero la verdad es que las semejanzas son muy escasas y ninguna de tipo funcional.

— Por tanto, ¿supones que se trata de un ser inteligente? — preguntó el físico.

— Por supuesto que tiene que ser inteligente si es capaz de abrir y cerrar puertas, por no hablar de su habilidad para poner máquinas en marcha — replicó el doctor, que se mostraba poco deseoso de subir arriba —. El problema es el siguiente: que no tiene sistema nervioso, tal como nosotros lo entendemos.

— ¿Cómo puede ser?

El cibernético se había acercado a él en un abrir y cerrar de ojos. El doctor enarcó las cejas.

— Aquí no hay nada que hacer. Simplemente, es así. Tiene órganos, cuya función ignoro por completo. Tiene médula, pero en su cráneo, en su pequeño cráneo, no hay cerebro. Quiero decir que hay algo dentro, pero cualquier especialista en anatomía me llamaría ignorante si intentara decirle que se trata de un cerebro… Algún tipo de glándulas, más bien linfáticas, y entre los pulmones (de hecho, tiene tres pulmones) he encontrado la cosa más rara del mundo. Algo que no me gusta nada en absoluto. Lo he puesto en un baño de alcohol. Más tarde se lo enseñaré. Por el momento, tenemos cosas más importantes que hacer. Por desgracia, la sala de máquinas parece un matadero. Hay que sacarlo todo fuera y enterrarlo, porque en el cohete hace bastante calor. Pueden ponerse gafas oscuras y taparse la cara. El olor no es desagradable, pero tal cantidad de carne cruda…

— Tú bromeas… — dijo, inseguro, el físico.

— Nada de eso.

El doctor fue el primero en salir del túnel. Se había puesto sobre el delantal de goma otro delantal blanco, que aparecía manchado de rojo de arriba abajo.

— Es verdad que podemos caer derrengados. Me resulta muy desagradable, pero, ¿qué otra cosa puedo hacer? Tiene que ser así. Vamos.

Dio media vuelta y desapareció. Los demás se miraron unos a otros y le siguieron por el túnel.

Hasta muy entrada la tarde no pudieron poner fin a su tarea de enterradores, como la calificó el químico. Trabajaron medio desnudos para no manchar los trajes, y deslizaron la horrible carga hacia arriba tal como estaba, troceada, en soportes de planchas metálicas. Enterraron las partes descuartizadas a unos doscientos pasos del cohete, en la cima de la colina, y, pasando por alto las recomendaciones del coordinador, gastaron cinco cubos de agua para lavarse. Hasta que se coagulaba, la sangre del gran animal se parecía a la humana, pero pronto adquiría un color rojo anaranjado y se secaba en forma de polvo amarillento que se dispersaba con gran rapidez.

El equipo descansaba, totalmente agotado, a los pies del cohete. A nadie se le ocurrió la idea de comer. Sorbieron ávidamente café y uno tras otro se fueron quedando adormilados, a pesar que habían decidido estudiar la primera fase de los trabajos de reparación. Cuando se despertaron era ya de noche. Una vez más tuvieron que regresar al cohete en busca de alimentos, tuvieron que abrir latas de conservas, calentarlas y lavar los platos después de haber comido. Para cuando acabaron era ya media noche. Como todos estaban despiertos, acordaron no acostarse, sino emprender de inmediato las tareas de reparación.

Sus corazones palpitaban cada vez más fuerte a medida que iban quitando los montones de restos de plástico y metal que habían quedado de la carcasa del generador dañado. Trabajaban con palanquetas y cabrias, y consumieron horas enteras para recuperar de entre los escombros de acero hasta la más pequeña pieza de recambio, la más mínima cosa, ya fuera un nivel o una llave. Revisaron completamente el generador lateral y cambiaron las piezas dañadas. Consiguieron que volvieran a funcionar las paletas del compresor más pequeño. Por lo demás, el ingeniero había procedido de una manera tan simple y primitiva como eficaz: dado que la reserva de paletas era muy escasa, partió la mitad de ellas en dos. Esto hacía que el rotor trabajara con menor efectividad, pero lo que importaba era que pudiera funcionar. Hacia las cinco de la mañana, el coordinador anunció el fin de los trabajos. En su opinión, tenían que hacer algunas exploraciones, aunque no fuera más que para completar su provisión de agua. Todavía podían producirse algunas situaciones excepcionales, pero no debían alterar el ritmo de sueño y vigilia. Por consiguiente, debían dormir hasta el amanecer y reemprender a continuación los trabajos.

El resto de la noche transcurrió en calma. Tras el descanso, nadie sentía deseos de abandonar el cohete. Todos estaban dispuestos a reemprender el trabajo inmediatamente. El ingeniero había hecho un buen acopio de las herramientas más importantes y ya no necesitaban recorrer todos los camarotes en busca de cualquier nimiedad. Comenzaron por revisar el tablero de mandos, en el que se habían producido numerosos cortocircuitos. Prácticamente tuvieron que construirlo de nuevo. Repararon las averías a base de sustituir las piezas dañadas por otras que arrancaban sin el menor reparo de instalaciones que habían quedado fuera de servicio. A continuación, se dedicaron a poner en marcha el generador. El plan trazado por el ingeniero era bastante arriesgado: hicieron girar la dinamo con el compresor, convertido en turbina gracias a la propulsión obtenida mediante una botella de oxígeno. En condiciones normales habrían recurrido a vapor de agua a elevada presión, suministrado por el reactor, para impulsar todo el sistema de averías. De hecho, el reactor, el auténtico corazón de la nave, era el más resistente de cuantos mecanismos albergaba el cohete. Pero en las actuales circunstancias no se podía ni soñar en ello, porque toda la instalación eléctrica había quedado destruida. Por tanto, tuvieron que intentarlo con las reservas de oxígeno líquido. La idea consistía en que el consumo del inapreciable gas era sólo aparente. Contaban con la posibilidad de volver a llenar las botellas vacías con oxígeno atmosférico una vez que hubieran conseguido poner de nuevo en funcionamiento todas las instalaciones de la sala de máquinas. En realidad, no tenían otra opción. Poner en marcha la pila atómica sin corriente habría sido una locura. La verdad es que el ingeniero estaba dispuesto a ello si fracasaba el plan del oxígeno, aunque no lo había comentado con nadie. Lo cierto es que no podía predecirse si la reserva de oxígeno líquido duraría hasta que empezase a funcionar la pila. El doctor estaba en una pequeña galería situada bajo la parte superior de la sala de máquinas y leía en voz alta la decreciente presión de los manómetros de las botellas de oxígeno. Los otros cinco trabajaban arriba afanosamente. El físico se hallaba ante el panel de distribución provisional, montado con tal arte que a cualquier especialista de la Tierra se le habrían puesto los pelos de punta. Con la cabeza inclinada bajo la pesada carcasa del generador, el ingeniero aseguraba los aros de las escobillas. Estaba tan tiznado de grasa que parecía un negro. El coordinador y el cibernético tenían la vista clavada en el disco, todavía opaco, del contador de neutrones, y el químico corría de un punto a otro como un recadero.

El oxígeno silbó. El compresor zumbó agriamente, tintineó con suavidad y se estremeció, porque el rotor, tan bárbaramente tratado por el ingeniero, no tenía la suficiente compensación. Aumentaron las revoluciones del generador, el zumbido se convirtió en un sonido más agudo. Las bombillas, que se balanceaban en los cables tendidos provisionalmente bajo el techo, irradiaban ahora un fuerte brillo blanco.

— Doscientos dieciocho…, doscientos…, ciento noventa y cinco… — resonaba la voz monótona, desfigurada por el eco metálico, del invisible doctor.

El ingeniero reapareció bajo el generador y se secó la grasa y el sudor del barbudo rostro.

— ¡Esto marcha! — jadeó.

Las manos le temblaban por el gran esfuerzo, pero no se sintió excitado cuando el físico anunció:

— Conecto la primera.

— Ciento setenta, ciento sesenta y tres, ciento sesenta… — seguía recitando el doctor con voz uniforme, dominando el silbido de la dinamo, que ya proporcionaba la corriente de arranque al reactor y que cada segundo exigía más oxígeno para mantener el número de revoluciones.

— ¡A plena carga! — gritó el ingeniero, que observaba los relojes eléctricos.

— ¡Conexión total! — anunció el físico con voz quebrada e insegura. Se agachó como quien espera recibir un golpe y empujó hacia abajo, con ambas manos, las palancas.

Abrió la boca. Inconscientemente, el coordinador le oprimió el brazo. Tenían la mirada fija en la pantalla rectangular, de la que se había caído el cristal, y en las agujas enderezadas provisionalmente. Observaban los contadores de la densidad de corriente de los neutrones rápidos, el reloj de control de la circulación de las bombas electromagnéticas, los indicadores de impurezas de los isótopos y los vapores térmicos acumulados en el interior de la pila. El generador eléctrico gemía y bramaba. Saltaban chispas entre los anillos defectuosamente alineados. Tras el compacto y brillante blindaje de la pila reinaba un silencio sepulcral. Las agujas permanecían inmóviles. Súbitamente, ante la mirada del físico, todo se hizo borroso y desapareció. Se frotó los ojos y, cuando los abrió, todavía llenos de lágrimas, vio las agujas en las posiciones de trabajo.

— ¡Hemos pasado el punto crítico! — gritó, sollozando y sin soltar las palancas.

Sintió la relajación de los músculos. Durante todo aquel tiempo había estado esperando una explosión.

— Las agujas se mueven, desde luego — dijo con calma el coordinador, como queriendo ignorar la excitación del físico. Apretaba con tal fuerza las mandíbulas que apenas le salían las palabras.

— Noventa, ochenta, setenta y dos — seguía anunciando el doctor.

— ¡Ahora! — gritó el ingeniero, y con la mano envuelta en un gran guante rojo giró el interruptor principal.

El generador gimió y al instante disminuyeron las revoluciones.

El ingeniero se precipitó al compresor y cerró las dos válvulas de entrada.

— Cuarenta y seis, cuarenta y seis, cuarenta y seis — repetía con voz monótona el doctor.

A la turbina no le llegaba el oxígeno de la botella. Las bombillas palidecieron rápidamente. La oscuridad iba en aumento.

— Cuarenta y seis, cuarenta y seis, cuarenta y seis — seguía repitiendo el doctor desde la galería.

De pronto, las bombillas volvieron a brillar. El generador apenas se movía, pero allí había corriente, porque todos los relojes conectados mostraban que la tensión iba en aumento.

— Cuarenta y seis, cuarenta y seis — repetía incesantemente el doctor, que, en la galería de acero, ignoraba lo que estaba ocurriendo.

El físico cayó de rodillas en el suelo y se cubrió el rostro con las manos. El silencio era casi absoluto. El rotor del generador se movía cada vez más lentamente, traqueteó, osciló una vez y se detuvo.

— Cuarenta y seis, cuarenta y seis — insistía incansablemente la voz del doctor.

— ¿Qué hay de la vía de agua? — preguntó el coordinador.

— Situación normal — respondió el cibernético —. Evidentemente algo se filtró cuando se alcanzó el punto de máxima presión, pero el autómata cementó la brecha antes que pudiera producirse un cortocircuito.

No añadió nada más, pero todos pudieron comprender que se sentía orgulloso de aquellos autómatas. Con una de las manos sujetó a escondidas los dedos de la otra, porque temblaban.

— Cuarenta y seis… — seguía diciendo el doctor.

— ¡Basta ya, hombre! — gritó de pronto el químico, dirigiéndose a la galería —. Ya no hace falta. La pila da corriente.

Siguió un corto silencio. La pila trabajaba tan silenciosamente como siempre. En la barandilla de acero apareció el pálido rostro del doctor, encuadrado en una negra barba.

— ¿De veras?

Nadie respondió. Miraban los relojes, como si no se hartaran de contemplar las agujas que, sin un solo temblor, se habían clavado en sus posiciones de trabajo.

— ¿De veras? — volvió a preguntar el doctor, y rió silenciosamente.

— ¿Qué te ocurre? — preguntó agriamente el cibernético —. ¡Dilo ya!

El doctor se acercó y se puso en cuclillas junto al físico, a contemplar, como los demás, los relojes.

Nadie pudo precisar cuánto tiempo permanecieron así.

— ¿Quieren que les diga una cosa? — preguntó el doctor con voz fresca y juvenil.

Todos le miraron como si despertaran de un sueño.

— Jamás me he sentido tan feliz — murmuró, y volvió la cara.

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